BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 1. ABRIL. 1958.
TIEMPO
PASCUAL
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EL TIEMPO PASCUAL
«Por el bautismo fusos sepultados con Cristo, muriendo para el
pecado, para que así como Cristo resucitó de muerte a vida por la
omnipotencia del Padre, así también nosotros en novedad de vida
caminemos» (Rom. 17, 4). Cuando el apóstol s. Pablo escribía estas
palabras, aun se administraba el bautismo por inmersión, de donde
tomó el simbolismo de la sepultura. Al salir de las fuentes bautisma-
les, se ve el alma limpia de toda culpe, porque como el agua purifica
el cuerpo, la gracia que ella significa, limpia el alma del pecado y la
regenera, comunicándole la vida sobrenatural de hijo de Dios.
El tiempo pascual, está destinado a conmemorar este renacimiento
interior, paralelo místico con la resurrección de Cristo, vencedor de
la muerte y del pecado, de cuyo triunfo nos hace participantes por
nuestro bautismo.
La primera actitud de la Iglesia —que es la familia de los hijos de
Dios—, es de alegría y de gratitud. El Alleluia se repite incesante-
mente, en la liturgia, como expresión de este gozo inefable en el Se-
ñor, mientras recuerda, con la admiración de los Apóstoles, las pala-
bras del Maestro: «La paz sea con vosotros, soy yo, no temáis» (Lc.
XXIV, 34). La paz del perdón de los pecados, de la recobrada amis-
tad con Dios; la paz de la presencia de Cristo en medio de Ella. Por
esto el tiempo pascual es una imagen del cielo, o más bien un antici-
po, que nos dispone para aquella otra nueva vida, donde definitiva-
mente estaremos con Dios, para siempre.
En los domingos sucesivos, que son como un eco extendido del
gran día de la Resurrección, y sin que cese la invitación al gozo, se
nos exhorta a mantener viva la fe —«Bienaventurados los que sin
haber visto han creído» (Evangelio del próximo Domingo)—, porque
aún no hemos llegado a la pascua del cielo. Luego, en el Il Domingo,
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la figura del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, aviva nues-
tra gratitud a Jesucristo, que se sacrificó por nosotros.
A pesar del triunfo de que nos hizo participantes, no faltando pe-
nas en la presente vida; pero si somos fieles a Cristo, como prometi-
mos en el bautismo, nuestra tristeza se convertirá en gozo que na-
die podrá arrebatarnos (III Domingo). No tendremos la presencia
sensible de Jesús, pero sí el Espíritu Santo, que nos consolara y
hará fecunda la obra de la redención (IV Domingo). Por lo demás,
siempre podemos estar en contacto con Dios, que vive en nosotros
por la gracia, y al que podemos pedirle todo lo que nos conviene, en
la oración hecha en nombre de Cristo, con la seguridad de ser oídos
y la plenitud de gozo de saber que nos ama y nos espera, porque he-
mos creído en su Hijo, Jesucristo, y le hemos amado aquí en la tierra
(V Domingo).
Creer, agradecer, confiar y rogar. Es la única fuente de verdadero
gozo y la mejor manera de amar a Cristo, que nos ha hecho partici-
par de la vida de Dios por la gracia de sus sacramentos, con los que
penetra en el cenáculo de las almas, para encender y aumentar en
ellas la vida divina.
LA RESURRECCIÓN
del libro MEDITATIONS AND DEVOTIONS,
del Cardenal J. H. Newman, C. O., fundador
del Oratorio de Birmingham.
Yo te adoro, oh Verbo eterno, por la benignidad de tu condescen-
dencia que, al unirte a lo creado, no te redujiste a tomar un espíritu o
un alma, sino también un cuerpo material. Y veo como tu cuerpo par-
ticipa de tu poder, mas no te comunica su debilidad: por esta razón
hubo de resucitar, porque, siendo tuyo, no estuvo ni pudo estar nun-
ca separado de ti, ni siquiera en el sepulcro. Ni aun allí podía man-
charlo la corrupción: te pertenecía, y todo lo que es tuyo debe ser
perfecto para siempre.
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Yo adoro tu cuerpo santísimo, instrumento de nuestra redención.
Pongo los ojos de mi fe en él, porque sé que es la prenda segura
de mi resurrección. Aunque muera, como ciertamente he de morir,
no moriré para siempre, porque también resucitaré: tu Resurrección
es anticipo de la mía.
Sin la revelación, la inteligencia humana, jamás hubiera sospecha-
do que lo que experimentamos como tan vil, hasta reducirse a polvo
y ceniza, fuese capaz de tan elevado destino, y pudiese llegar a ser
celestial e inmortal, sin dejar de ser cuerpo. Se comprende que los
sabios según el criterio del mundo, hicieran mofa de tu resurrección.
Pero resucitaste como hablas anunciado: sé ciertamente y creo con
todo mi corazón, que mi carne resucitará y que, por vil y desprecia-
ble que sea actualmente, un día, si se hace digna de ello, resurgirá
incorruptible, perfecta, hermosa y nimbada de gloria.
Dios mío, enséñame a vivir como el que está convencido de la gran
dignidad y santidad de esta forma material, en la que has albergado
mi vida. Por esto me acerco con tanta frecuencia y ansias tan encen-
didas a participar del alimento de tu Cuerpo y de tu Sangre, para
que, al contacto inefable de tu misma santidad, pueda yo santificarme.
Yo sé que está escrito que nuestros cuerpos son templos del Espí-
ritu Santo. ¿No veneraré pues este cuerpo mío, que tú alimentas y te
dignas habitar sacramentalmente, compartiendo la morada de tu
Espíritu?
Purifica mi cuerpo, Señor, que es templo tuyo: confige timore tuo
carnes meas (Ps. CXVIII, 120), traspásame, hiéreme, con tu amor y
temor; crucifica mi espíritu y mi carne, y hazme puro como Tú.
Laus Deo
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