BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 3. Mayo. 1958.
SAN FELIPE NERI
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EL FUNDADOR
DEL ORATORIO
De un trabajo de Daniel Rops, de l'Acadé-
mie Française, aparecido en la revista parisien
Ecclesia, en junio de 1955.
UN SANTO ORIGINAL
Por las calles de Roma, allá por el año 1590, se veía pasar a aquel
hombre lleno de bondad, de frente clara, barba frondosa, alto, des-
garbado, que se movía con amplios gestos y hablaba y reía con todo
el mundo. Se llama Felipe Neri. Nada le agrada tanto como decir una
agudeza, mezcla chispeante de inteligencia, picardía bondadosa, co-
nocimiento de los hombres y optimismo cristiano, que provoca la risa
a quien le oye, pero que, a flor de un nivel que parece simplemente
humano, ofrece siempre una lección simpática de las cosas del espí-
ritu y un irresistible estímulo para el bien obrar. A veces se diria que
se propone no decir nada en serio. Pero no es más que una forma de
ejercer la humildad; humildad y desenvoltura, mezcladas de gentile-
za, que atraen infaliblemente a las almas.
Camina por las calles, más bien deprisa: siempre le aguarda, más
cerca o más lejos, un deber de caridad, de celo apostólico. De todas
maneras, si encuentra a un conocido, no deja de saludarle y, en la
mayoría de las ocasiones, se une a él, deteniéndose, si le sobra tiem-
po, o arrastrándolo a paso largo, y riendo, mientras dice algo que
pueda ser beneficioso al acompañante, difícilmente indemne a la ob-
servación del Padre Felipe, que se fija en todo y habla y mira al
interlocutor, no se sabe si en broma o leyendo en el alma lo que Dios
le revela. Siempre descubre algo de que reírse y algo bueno que
decir: envuelve las sentencias serias con una sonrisa y, cuando re-
prende, parece que acaricia el corazón; pero no le gustan las dulzo-
nerías pseudo-piadosas. Es compasivo, humano; sonríe siempre y, sin
dejar de hacerlo, alienta y empuja a todos en el cumplimiento sencillo
y abnegado del deber de cada día y de cada instante.
Tiene muchos adeptos, porque todos quieren ser amigos suyos. Sus
discípulos forman una alegre brigata, que todos conocen en Roma.
Diríase que en ella sólo se busca el jolgorio, y no pasa día sin que
el Padre Felipe gaste una broma a alguien, o a varios de los que se
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le acercan. Su continua hilaridad de espíritu es comunicativa, y el
sentido del humor del cual nunca se desprende, es el punto de con-
fluencia de la ternura con la ironía, del consejo moral y de la broma,
la encrucijada en que, la libertad del espíritu cristiano, estalla en
alegría clara y limpia.
Pero, al mismo tiempo, este personaje tan curioso y desconcertan-
te, es un hombre de maravillosa pureza de espíritu y un gran místico,
a quien el cielo colma de gracias visibles y de carismas espirituales.
Cuéntase que, el mismo Jesucristo, lo ha marcado con una señal, en
un misterioso cara a cara del cual Felipe no habla jamás; se dice que,
en uno de sus largos ratos de oración, fue tal la vehemencia de sus
suspiros, que se sentía morir; sobre todo cuando, aun antes de ser
sacerdote, en vísperas de la fiesta del Espíritu Santo, vio descender
un globo de fuego que le entró en el corazón, hinchándolo hasta ar-
quearle las costillas, que cedieron a la turgencia milagrosa del órga-
no dilatado, incapaz de contener la inmensidad de su amor sobrena-
tural. La dulce angustia de aquel momento pasará, pero ya para
siempre sentirá un calor sobrenatural y unas palpitaciones anuncia-
doras de los éxtasis que lucha por evitar y que acabarán por obligarle
a decir misa en su habitación, porque ya le es imposible celebrarla
sin esos arrobamientos habituales, que le confunden y que, ni las
bromas ni las agudezas, de que es pródigo su hablar, son capaces de
disimular, mientras mezcla sus sonrisas con lágrimas...
Su deseo de hacer el bien, no tiene límites, ni pretende fines espe-
ciales, con tal que puedan inscribirse en la órbita inmensa de la
caridad. No pretende apoyarse, ni establecer una espiritualidad pro-
pia; pero los que se acercan a él y siguen sus consejos, se dan cuenta
como se les simplifica la vida espiritual, que cada vez se parece más
a la de los cristianos de la primera generación de la Iglesia. No in-
venta métodos, ni le preocupa demasiado la organización, ni confía
mucho en los sistemas. Dice siempre que, si le dejan tiempo para
Orar, no le preocupa ni le asusta nada y se siente con fuerzas para
todo. Vive en una época convulsa, agitada, cuando el protestantismo
ha causado profundas heridas en el cuerpo de la Iglesia. No faltan los
que se preocupan organizando, estudiando, planeando obras y em-
prendiendo santas batallas para el triunfo del bien: él aplaude y hasta
ayuda generosamente todas estas empresas; pero se apoya y confía
en motivos aún más sobrenaturales y, por lo tanto, más sencillos,
más universales, más duraderos. Oración, sacramentos, liturgia, ca-
ridad: eso es todo y todo está en eso.
Respeta la fisonomía espiritual de cada alma, y conduce a cada una
según el particular modo de ser de ella y lo especial que Dios le pide.
Acuden a su confesonario y recogen lecciones santas, más bien
breves, pero siempre certeras, que les orientan hacia el trato con
Dios, por la oración y los sacramentos, y al ejercicio vital de la cari-
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dad. Y todo con alegría, con sinceridad, con sencillez y constancia
que, poco a poco, transforma la vida de la ciudad de Roma, porque
acuden a sus plantas los pobres y los ricos, los sencillos y los sabios,
los criados, los empleados, los médicos, los hombres de leyes, 108
sacerdotes y religiosos, los obispos, los cardenales y el mismo Papa,
en demanda de luz y de oraciones. A veces no es preciso que los
penitentes abran su corazón: el Padre Felipe les adivina los pecados,
especialmente aquellos que no dirían o que se olvidaban... Si el peni-
tente le pregunta cómo ha podido conocer las faltas y el estado del
alma, el Padre Felipe responde con una clara sonrisa y dice: "por el
color de tu pelo" y, dándole un tirón de orejas, que sabe más a cari-
cia que a reprensión, le impone la penitencia y le despide.
Así era ese Felipe Neri, que Florencia había visto nacer en 1515
—año fasto en que santa Teresa también había venido al mundo en
Ávila—, de una familia de la burguesía, lindando con la nobleza, pero
pobre; que de pequeño habíase mostrado tan encantador, hasta me-
recer el sobrenombre de "Pippo buono" —el buen Felipín—, y que a
los diecisiete años, en lugar de aprender los secretos del negocio,
junto a uno de sus tíos, se había entregado súbitamente al servicio
de Cristo.
APÓSTOL SEGLAR
Durante años, viviendo a la buena de Dios, durmiendo en los pórti-
cos de las iglesias si, después de larga oración, se le echaba encima
la noche, o en su cuarto pobrísimo y limpísimo, que un amigo fioren-
tino le cedía a cambio de cuidar de la instrucción de sus hijos, había
sido el joven Felipe en Roma, uno de aquellos apóstoles seglares,
testimonios sencillos de la palabra de Cristo, inconcebibles hoy día,
pero no tan extraños en aquellos tiempos y en aquella Roma. En to-
dos los barrios, aun en los de peor fama, predicaba al aire libre, a un
auditorio benévolo, y alcanzaba sorprendentes conversiones. Hacía
excursiones por la campiña que rodea la Ciudad Santa y se detenía
largamente en los lugares que favorecían la oración, por la vía Appia,
o emprendía el peregrinaje a las "siete iglesias", las más célebres y
santas basílicas de la ciudad.
La Cofradía de la Caridad, que entonces contaba con miembros de
todas las clases sociales, no tenía servidor más abnegado, que este
raro seglar de labios llenos de Dios, dispuesto siempre a ofrecerse
al prójimo.
Poco a poco se constituye, en torno suyo, un grupo de fieles, reclu-
tado entre aquellas gentes que interpelaba por las calles, con el grito
famoso: "Y bien hermano, ¿no es hoy que nos disponemos a practicar
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el bien?". Es curioso ver como vivía totalmente entregado a Dios,
pero no se le ocurría hacerse sacerdote, por más que había seguido
los estudios de filosofía y teología. Había estudiado para mejor cono-
cer a Dios, y poder amarle más y poder hablar de El en todo lugar y
ocasión, pero se gozaba en su condición de seglar, que le permitía
penetrar en todas partes donde se pudiera hacer el bien, llevando la
luz de la verdad y el calor del amor cristiano: calles, plazas, tiendas,
bancos, amigos por todos los sitios, a quienes el sacerdote habría
retraído, pero que, en cambio, recibían con simpatía las palabras de
Felipe y hasta le seguían en sus buenas obras.
EN LA CELDA DEL SACERDOTE
No obstante, el sacerdote que le confesaba, Persiano Rosa, mitad
padre espiritual y mitad compañero de sus hazañas, le convenció, fi-
nalmente, de que su total consagración al bien de las almas resultaría
hibrida sin el sacerdocio y, puesto que preparación no le faltaba, en
poco tiempo se dispuso para recibir las órdenes sagradas. Tenia
entonces, San Felipe, treinta y seis años. En su cuarto de s. Girolamo
della Caritá, cuya iglesia servía junto con otros sacerdotes, se re-
unían algunos de sus discípulos, sin aire formal alguno, para tratar
de las cosas de Dios, tomando tal vez, al comenzar, un pasaje de un
buen libro y lanzándose enseguida al comentario familiar y espontá-
neo, en el que participan todos, si bien al terminar, el Padre Felipe
resume y, si es preciso, corrige y puntualiza en pocas palabras lo
más importante.
Pronto el cuarto del Santo fue incapaz y se le unió la habitación
contigua; pero ni aun con el derribo de un tabique se resolvía la an-
gostura del lugar, por lo cual tuvieron que invadir el desván de la
iglesia, al que llamaron el Oratorio, porque era menos que iglesia y
más que cuarto... Allí, mayor número de asistentes, pueden participar
en las reuniones, que siguen conservando las mismas características
con que se iniciaron y terminan con un poco de oración en común.
Más adelante se pasa a la iglesia, buscando un espacio mayor, pero
sigue llamándose el Oratorio, no ya por razón del lugar, sino de las
prácticas que integran las originales reuniones. Los que a ellas asis-
ten son los hijos espirituales del Padre Felipe, los del Oratorio. Aun
así siguen los seglares participando en los comentarios, que versan
sobre la vida de Cristo y de los Santos más imitables y sobre la his-
toria de la Iglesia, en especial de los primeros tiempos, sobre las
virtudes cristianas, y cabe también la música, de la que Felipe es un
enamorado original y exigente: no quiere que siga la costumbre de
cantar en la iglesia melodías dulzonas y afeminadas, por más que tal
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fuera el estilo de entonces, y encarga a alguno de sus hijos espiri-
tuales, que son músicos, la composición de melodías en las que se
emparejen la unción religiosa, con la sencillez y la dignidad artística.
Esos músicos son Palestrina, Animuccia, Soto... Para ocasiones espe-
ciales, les encarga composiciones más largas, pero no tanto que su
ejecución dure más de una hora, en las que se glosa un paisaje bíbli-
co, o se escenifica un misterio cristiano, dando lugar a las piezas
musicales conocidas con el nombre de Oratorios, que más tarde culti-
varán otros músicos, también famosos, como Bach, Händel, Perosi...
CRECIMIENTO Y PRUEBAS
Aquellas peregrinaciones y visitas a lugares sagrados que, de se-
glar, realizaba él solo, ahora las repite acompañado de esta pléyade
de asistentes al Oratorio, cada vez más numerosos.
No falta quien tilde a Felipe de innovador y que sospeche de sus
buenas intenciones; otros le censuran porque prescinde de ciertos
formalismos tradicionales que considera inactuales y accidentales y,
por lo tanto, un obstáculo para su labor apostólica. En especial le
echan en cara el que admita a seglares en los sermones que se hacen
en la iglesia, durante el Oratorio: él contesta que está siempre pre-
sente para evitar que se desvíe la sana doctrina y para corregir si se
errara, aun cuando cuida que los que hablan no lo hagan sin prepara-
ción, cuando no se limitan a interrogar para aprender, sino que expo-
nen algún punto razonado de doctrina o de la vida de Cristo y de la
Iglesia; dice que así la gente entiende más, especialmente si se evita
que los sermones sean demasiado largos, para lo cual él ha decidido
que los que allí se predican tengan una cuarta parte de la extensión
que habitualmente se les concede en otros lugares. Las acusaciones
llegan al mismo Papa, por boca de espíritus mezquinos y envidiosos.
A Felipe se le presenta una dolorosa prueba, que supera con la gracia
de Dios, y que sirve para que enseguida su Obra prospere y acoja a
muchas más almas, hasta convertirse en el medio principal de que se
vale la Providencia, para restaurar las costumbres y devolver el es-
plendor de la virtud eclesiástica a la corrompida sociedad romana de
aquellos tiempos.
.. Obrando así, ¿pensaba Felipe Neri crear una Orden? Ciertamente
no, y se habría sorprendido si alguien le hubiese dicho que, sin sa-
berlo, fundaba una. Incluso hubiese respondido, con su risa abierta,
que ya había bastantes con todas las antiguas, que estaban en trance
de reformarse, y con todas las que habían sido creadas en los últimos
treinta años: los Padres Teatinos, los Barnabitas... y los Oblatos de
Monseñor Carlos Borromeo, sin olvidar los más activos de todos, los
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del Padre Ignacio, a los cuales su nuevo General conducía a la glo-
ria... No había necesidad, por lo tanto, de una nueva Congregación.
Y, sin embargo, tal va a ser el resultado del espontáneo esfuerzo del
buen Santo, aunque no lo había pretendido.
CONSOLIDACIÓN E INFLUJO
DEL ORATORIO
Entre todos los que participan cotidianamente en los ejercicios del
Oratorio, ha nacido una hermandad. Algunos toman en ella un papel
relevante: el sastrecillo fiorentino Parigi, que sirve durante treinta
años a Felipe en san Jerónimo; el antiguo comerciante Cacciaguerra,
que se ha convertido en un místico exaltado; el elegante Tarugi, ca-
marero secreto del Papa, a quien sus bellas vestiduras de terciopelo
no le impiden mezclarse con la fiel brigata; el rústico estudiante de
los Abruzzi, Baronio, que será un gran historiador y cardenal.
Desde ahora, el Oratorio celebra sus reuniones en la nueva iglesia,
más vasta, de Santa María in Vallicella, y multitudes enteras solicitan
tomar parte en ellas. Pero el grupo que dirige todo eso sigue siendo
pequeño, acaso no llegue a quince miembros. Cierto que, en otras
partes, y a pesar de las dudas y resistencias del Santo, surgen imita-
ciones de su apostolado. No obstante, él sigue sin preocuparse de or-
ganizarlo, confiando más en la espontaneidad progresiva de los
sucesos, impulsados por el celo y la rectitud de intención, que por el
compromiso de las leyes. No es hasta 1575, bajo la orden expresa del
Papa, que Felipe aceptará que su libre movimiento se convierta jurí-
dicamente en una nueva Congregación. Pero será una Congregación
de tipo muy singular, en la que, sus miembros, sometidos a una regla
simple, vivirían en unión de plegaria y de acción, donde la observan-
cia se regiría más por el amor a la Casa y a los hermanos, que por una
reglamentación rígida. Un discípulo del Santo, diría muy luego, que
aquello era, simplemente, "una república ordenada por el amor"...
El único lazo proclamado, reconocido, es "el que nace del afecto
reciproco, del trato cotidiano", y cuando se pide a Felipe el alfa y
omega de su Regla, responde simplemente, grave y sonriente a la
vez: "nada más que la Caridad".
Y con todo, este primer Oratorio, tan original, tan poco organizado,
ejercerá una influencia considerable y formará al servicio de la Igle-
sia, un grupo de selección para las grandes luchas de su tiempo. La
idea proliferará, más todavía que la institución misma: tanto irradiaba
de ella el poder espiritual. En el siglo siguiente la recogerá en Fran-
cia el cardenal de Bérulle, para formar un Oratorio poderoso, sólido,
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muy distinto en sus apariencias, pero muy próximo en el espíritu, al
del sublime vagabundo de las calles de Roma. En su tiempo y en el
propio país, el ejemplo del Oratorio actuó sobre el clero: a osta "es-
cuela de santidad y de alegría cristiana", los clérigos de Italia, deben
quizá ciertos rasgos característicos de simplicidad y de gentileza que
todavía conservan.
En cuanto al Santo fundador, recluido en su celda por la enferme-
dad y la vejez, tendrá un fin digno de su vida. Flaco, vuelto semejan-
te a un bello cirio o a un pergamino gastado, estará siempre y hasta
el in, abrasado por la misma fiebre gozosa, por la misma llama sobre-
natural. A los que acuden a visitarle, repetirá incansablemente el
precepto que ha hecho suyo desde su adolescencia: "Vivir siempre
en Dios y morir a sí mismo...". Después, en el momento en que los
médicos, solemnes, anunciarán que su salud es perfecta y que, octo-
genario, llegará a nonagenario, un día, como si hiciera su última
jugarreta, dulcemente descansará en el Señor, mientras ante los es-
casos testigos de su tránsito, levanta, para bendecir, una mano muy
pálida, y un murmullo, apenas perceptible, fluye de sus labios. Era la
Festividad del Corpus, el 26 de Mayo de 1595.
LAUS DEO
 (Con las debidas licencias)
TIP. ANTONIO GONZÁLEZ – ALBACETE.
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