BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE
N.º 4. ENERO. 1960.
LA UNIÓN DE LOS CRISTIANOS
Todos los años, los cristianos de todo el mundo, católicos o
no, dedican un Octavario de súplicas al Señor, para que se
logre la Unión de las Iglesias. Tiene lugar del 18 al 25 de enero,
y es como un eco de la festividad de la Epifanía, en la que se
celebra la manifestación de Cristo a los gentiles, porque vino al
mundo, no sólo para ser adorado por los judíos, sino de todas
las naciones de la tierra, representadas en los Magos que acu-
dieron de lejanas tierras a rendirle homenaje.
Tanto dentro de la Iglesia Católica, como fuera de la misma,
existen almas de buena voluntad que desean la unidad de todos
los cristianos y que ruegan y trabajan para hacerla efectiva,
porque consideran que es el mayor escándalo, para los que aún
no han recibido a Cristo por la fe, el espectáculo de los que
dicen profesarla y permanecen separados, impidiendo la unión
suspirada por el mismo Jesucristo: «¡Padre: que sean todos una
misma cosa, como tú en mí y yo en ti y así el mundo crea que
tú me has enviado!». (Jn. XVII, 21).
Qué podemos y qué debemos hacer nosotros, los católicos,
para que se acerque el momento de la deseada unión? Sin ex-
cluir  las obras que el celo apostólico personal y organizado
pueda sugerir, hay algo primordial de lo cual nadie puede
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Inhibirse y que es requisito indispensable para que Dios bendiga
nuestro celo, y es que seamos precisamente nosotros, los cató-
licos, los que demos cada vez mayor ejemplo de unión y de
amor unos con otros. Ved cómo se aman», decían de las pri-
meras generaciones cristianas Tos paganos que les observaban, y
era éste el mayor argumento de proselitismo. Cristo también
había dicho que la autenticidad de sus verdaderos seguidores se
conocería por el amor que entre ellos reinara. Y estamos mayor-
mente obligados a este amor, porque poseemos la seguridad de
la verdadera fe en Cristo y tenemos vida en El, por la gracia, lo
cual nos da ventaja sobre los no católicos y aumenta igualmente
nuestra responsabilidad en el ejemplo que hemos de dar a ellos
y al mundo.
Para que venga a nosotros el reino del Padre, es preciso que
todos los que se llaman cristianos hallen su unidad en el seno
de la Iglesia. De poco nos serviría pedirle a Dios la vuelta de
tantos hermanos separados si, al mismo tiempo, no le pidiéra-
mos perdón por nuestras infidelidades, que impiden ver a los
cristianos separados, el verdadero rostro de la Iglesia de Cristo
Y si, al mismo tiempo, no nos esforzáramos para que el amor
cristiano sea cada vez más sincero y mayor entre nosotros
mismos, con el fin de que el mundo crea y no siga turbado por
la desunión de los cristianos.
La unión de éstos seria el paso decisivo para la integración
de todos los hombres en la fe y en el amor del que, siendo Dios,
no desdeñó asumir nuestra naturaleza, con el fin de darnos la
mayor prueba de caridad, entregando su vida por amor a todos
y para que todos fuésemos salvados.
Si el saber que existen 150 millones de orientales sepa-
rados y 250 millones de protestantes nos deja insensibles,
debemos pensar que nuestro catolicismo está muerto o en
trance de morir».
ARTURO, OB. DE ALBACETE
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EL PAPA DE LA UNIDAD
Se dirá de nuestro Papa Juan XXIII que es el Papa de la Unidad,
porque debe el inicio de su pontificado ha descubierto el gran deseo de
su corazón y la abierto los brazos a todos los que invocan a Cristo, pero
están separados de su verdadera Iglesia. Un ejemplo inconfundible de este
celo pastoral es su encíclica «Ad Petri Cathedram», de 29 de junio de 1959,
de la que damos el siguiente fragmento:
A vosotros, que estáis separados de esta Sede Apostólica, permitid
que con ardiente deseo os llamemos hermanos e hijos; permitidnos
que nutramos la esperanza de vuestro retorno. Nos dirigimos a
vosotros con la misma solicitud pastoral y las mismas palabras con
las que el obispo de Alejandría, Teófilo, en el trance de un doloroso
cisma que laceraba la vestidura inconsútil de la Iglesia, se dirigía a
sus hermanos e hijos en la fe: «Puesto que todos participamos de una
misma vocación celestial, imitemos, cada uno de nosotros y según
nuestras propias fuerzas, imitemos a Jesús, autor de esta salvación
nuestra. Abracemos la unidad que eleva los ánimos y la caridad que
nos une a Dios, y creamos firmemente en los divinos misterios. Evitad
toda división, evitad la discordia!... Ayudaos unos a otros con reci-
proca caridad: haced caso de las palabras de Cristo: en eso conocerán
que sois mis discípulos».
Considerad que nuestra amorosa invitación a la unidad de la
Iglesia, no os llama para que vengáis a una casa como forasteros, sino
como a vuestra casa propia y común casa paterna. Nos dirigimos a
todos los que están separados de Nosotros, como a hermanos... Cono-
cemos lo poco que vale Nuestra persona que Dios, no por Nuestros
méritos, se ha dignado elevar a la dignidad de Sumo Pontífice. Por
esto a todos Nuestros hermanos e hijos separados de esta Cátedra de
Pedro, les repetimos estas palabras: «Yo soy José, vuestro hermano»
(Gen. 45, 4). Venid, «comprendednos» (2 Cor. 7, 2); no queremos otra
cosa, no deseamos nada más, sólo pedimos a Dios vuestra salvación,
vuestra eterna felicidad. Venid, que de esta suspirada unidad y con-
cordia, que debe nutrirse de la caridad, surgirá una gran paz: aquella
paz que sobrepuja a todo sentido, a la que se refiere s. Pablo, porque
es paz que desciende del cielo; aquella paz anunciada a los hombres
de buena voluntad y que Cristo ha dado a los hombres, con estas pa-
labras: «Os dejo mi paz, os doy mi paz; os la doy, no como la da
el mundo».
Paz y alegría; sí, también alegría, porque realmente los que perte-
necen efectivamente al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia
Católica, participan de la vida que se difunde, desde la divina Cabeza?
que es Cristo, hasta los miembros. Y por esto los que observan los,
preceptos y mandamientos de nuestro Redentor, incluso en esta vida
terrena pueden disfrutar de la alegría que es auspicio y preanuncio
de la felicidad eterna.
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UT SINT UNUM
del libro MEDITATIONS AND DEVOTIONS, del
Cardenal J. H. Newman, C. O., fundador del
Oratorio de Birmingham.
Oh Señor Jesucristo, en la hora del supremo dolor, tú rogaste
por todos los que serían tus discípulos, hasta el fin de los tiempos.
Tu pedías que fuesen una sola cosa, como tú eres en el Padre,
y el Padre es en ti. Inclina tu mirada piadosa sobre las nume-
rosas divisiones que separan entre sí a los mismos que profesan
la fe en ti, y cura la multiplicidad de heridas que el orgullo de
los hombres y las argucias del demonio han abierto en la so-
ciedad de los que te siguen. Derriba los muros que separan a
los cristianos unos de otros. Ten compasión de las almas que
han nacido en alguna de estas confesiones que no han surgido
por obra tuya, sino de los hombres. Libera a los que están como
aprisionados en estas formas de culto equivocadas, y llévalos
y reconcílialos con la única comunión de fe que tú mismo esta-
bleciste desde un principio en tu Iglesia: una, santa, católica,
apostólica.
Enseña a todos los hombres que la sede de San Pedro, la
Santa Iglesia de Roma, es el fundamento, el centro y el instru-
mento de la unidad.
Abre sus corazones a esta verdad, de tanto tiempo olvidada
por muchos de los que creen en ti, y vean que el Papa es tu
Vicario y Representante, y que obedecerle a él, en materia de
religión, es lo mismo que obedecerte a ti. Y así, del mismo
modo que en el cielo reina una sola sociedad santa, también
aquí en la tierra, una sola inmensa comunión de almas confe-
sara y glorificara tu santo nombre.
LA UNION Y LA BIBLIA
De tantos pasajes de la Sagrada Escritura, en los que fulgura la luz
divina que señala, a todos los hombres, la ruta de la vida y de la gracia
hacia el reino de Cristo, que es su Iglesia, entresacamos estos lugares, que
merecen ser leídos y meditados atentamente.
Salmo 2, 66 y 95
Juan, c. 17, pp. 6-26.
Efesios, c. 4, pp. 1-7, 13-16.
Laus Deo
CON LAS DEBIDAS LICENCIAS
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