BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 9. JUNIO. 1960.
PENTECOSTÉS
Pentecostés no constituye un nuevo ciclo litúrgico, sino
que es la segunda gran fiesta del ciclo pascual. El misterio de
Pentecostés, es la consumación o terminación de la obra reden-
tora de Cristo por la venida del Espíritu Santo. Este desciende
de manera visible sobre la Iglesia congregada y la llena de la
vida de Cristo, haciéndola fecunda para que comunique a los
hombres su misma vida. Cristo viene de nuevo en forma miste-
riosa para seguir viviendo en su Iglesia y en sus miembros.
Como colofón doxológico a las celebraciones pascuales,
sigue la fiesta de la Santísima Trinidad y, enseguida, una solem-
nidad dedicada a la exaltación de la Sagrada Eucaristía que,
además de constituir como un eco esplendoroso del Jueves
Santo —el día de su institución— nos dice de qué modo esta
Iglesia, fecundada por el Espíritu Santo, irá alimentando, día
tras día, la vida de sus hijos, de cuya robustez sobrenatural serán
testimonio y ejemplo, las fiestas de los Santos, que ocupan pre-
ponderantemente el tiempo que transcurre después de la fiesta
de Pentecostés.
Estos Santos aureolados con la veneración que la Iglesia les
ha tributado, son nuestros hermanos, hombres como nosotros, y
llegaron a la plenitud heroica de la vida cristiana, con los mismos
medios que ella nos ofrece, ahora, a nosotros.
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PENTECOSTÉS DE S. FELIPE NERI
Era el año 1544 y contaba Felipe veintinueve años. Próxima
ya la fiesta de Pentecostés, habiendo profesado siempre parti-
cular devoción al Espíritu Santo, suplicaba con gran fervor la
gracia de sus dones y carismas, cuando he aquí que vio descen-
der sobre el un globo de fuego que le penetró hasta el corazón,
sintiéndose, al mismo tiempo, como invadido y abrasado por
un amor tan vivo y tan parecido al calor físico, que se vio obli-
gado a echarse al suelo, y aplicando a él su pecho desnudo,
refrescarse de aquel ardor. Al levantarse, sintióse poseído de un
violento temblor acompañado de intensa sensación de alegría,
y al poner su mano sobre el corazón, descubrió en él un bulto
como del tamaño de un puño.
Muchos años después, al morir el Santo, pudo comprobarse
que tenía rotas y levantadas las dos costillas falsas, con sus ex-
tremos abiertos, sin que durante los cincuenta años que todavía
vivió Felipe después del prodigio, hubiesen vuelto a reunirse ni
hubiesen recobrado su posición normal. Al mismo tiempo em-
pezaron las palpitaciones de corazón que le duraron tanto como
su vida y que se hacían sentir particularmente cuando rezaba,
oía confesiones, celebraba la Misa, distribuía la Sagrada Comu-
nión o conversaba sobre puntos que afectasen a su sensibilidad.
Estas palpitaciones alcanzaron tal grado de violencia, que sus
íntimos las comparaban al golpear de un martillo, y las convul-
siones que le producían eran tan fuertes que hacían temblar la
silla en que estaba sentado, la cama en que yacía y, a veces,
hasta todo el pavimento. Además, cuando estrechaba contra su
corazón a alguno de sus penitentes, éste se sentía dulcemente
consolado, y a muchos de ellos enseñó la experiencia que este
contacto con el corazón de Felipe era el mejor remedio para
alejar las tentaciones.
Este descenso sensible del Espíritu Santo en el corazón de
Felipe, es un caso único en la vida de los santos. Tuvo lugar en
una de las ocasiones en que pasaba largo tiempo orando en la
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soledad de las catacumbas de San Sebastián, tal vez como re-
compensa del Altísimo por su fervor en la plegarla; recompensa
que fue causa de un nuevo Incremento en ella, hasta hacer de
la oración el ambiente constante de su vida, caracterizada por
un casi continuo exceso de fervor que superaba la capacidad
física de Felipe, hasta hacerle prorrumpir en súplicas para que
el Señor le quitara la vida, o le mitigase los ardores externos de
aquel torrente encendido de caridad.
Por esto se puede decir de él que fue el Santo del corazón,
el Santo del amor, porque Dios se complació en enardecerlo en
tan sumo grado, que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para
sustraerse de los arrobamientos en que la asidua oración le in-
ternaba; si bien todo ello le convirtió en un Santo verdade-
ramente amable, que supo juntar la sobrenatural serenidad de
su unión con Dios, con la dulzura paternal que para todos tenía,
y que en obras y en palabras resplandecía como una verdadera
proyección de la dulzura y de la benignidad evangélicas.
ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO
¡Oh divino Señor y Santificador! Vuestro es lo que haya de
bueno en mí. Sin Vos no haría nada más que andar de mal en
peor a medida que transcurriera el tiempo, hasta deformar total-
mente mi destino Si en algo difiero del mundo, es porque Vos
me habéis escogido de entre las cosas que hay en él y habéis
encendido el amor santo en mi pecho. Si difiero de los Bienaven-
turados, es porque no os pido con bastante encarecimiento vues-
tra gracia —la abundancia de vuestra Gracia— y porque no sé
aprovecharme con diligencia de lo que me habéis concedido.
Aumentad en mí el don del amor, a pesar de toda mi Indigni-
dad, porque este amor vale más que todo lo que hay en el
mundo. Lo prefiero a todo lo que el mundo pueda ofrecerme.
¡Dádmelo! Es mi única vida.
Card. Newman, C. O.
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EL SECRETO DE LA SANTIDAD
Quiero revelaros el secreto de la santidad y de la dicha. Si
todos los días, por espacio de cinco minutos, sabéis imponer
silencio a vuestra imaginación y cerráis los ojos a todas las cosas
exteriores, y los oídos a todos los ruidos de la tierra para entrar
dentro de vosotros mismos, y allí, en el santuario de vuestra
alma bautizada, que es el templo del Espíritu Santo, habláis a
este divino Espíritu y le decís: «¡Oh Espíritu Santo, alma de mi
alma, yo te adoro! ¡ilumíname, guíame, fortifícame, consuélame,
dime lo que debo hacer, dame tus órdenes; te prometo some-
terme en todo a tus deseos y aceptar cuanto quieras enviarme!
¡Enséñame solamente tu voluntad!» Si hacéis esto, repito, vues-
tra vida se deslizará feliz, serena y consolada, aun en medio de
las tribulaciones, porque la gracia será proporcionada a la prueba
y os dará fuerza para sobrellevarla y llegaréis al cielo cargados
de merecimientos. Esta sumisión al Espíritu Santo es el secreto
de la santidad.
Card. Mercier
LAUS DEO
(Con las debidas licencias)
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