BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 47. ENERO. 1965.
BALANCES
Enero es el mes de los balances.
También para nosotros que, aun cuanto trabajamos para
la eternidad, nuestra actividad se desenvuelve en el tiempo,
para nosotros, especialmente ahora, que estamos recortando
del tiempo y levantando en el espacio, un altar para Dios y
una casa para todos los que le busquen.
Esta Iglesia y estos locales que ya cobran forma, nos
fuerzan a un examen, para agradecer a Dios lo que se ha hecho,
para esperar de su Providencia lo que falta, y para revisar, una
vez más, la pureza de nuestras actitudes.
Creemos que, en este gozoso, expectante y santificador
examen, nos acompañarán todos los corazones que nos quieren
bien: todos los hermanos y amigos del Oratorio, porque la
empresa es de todos y, juntos, hemos de condividir tanto el
consuelo por lo realizado, como la esperanza de ver coronada,
pronto, toda la obra emprendida. Y, también, porque con ella,
hemos de encontrar, juntos, una ocasión de hacernos santos.
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PEDIMOS MUCHO
Se ha dicho, alguna vez, que nosotros, los
Padres del Oratorio, pedimos poco. Si pedimos
menos de lo que se espera, no quisiéramos que
pudiera interpretarse como si nos consideráse-
mos tan suficientes, que no necesitamos de los
demás. La verdad es que somos pobres y que,
no sólo nos avenimos a tener que ser agrade-
cidos al Señor, dador de todo bien, y a quienes
le hagan de intermediarios, sino que lo desea-
mos, para poder comprobar, incesantemente,
la dulce solicitud de su Providencia,
Pero no es exacto afirmar que no pedimos.
En primer lugar, a Dios le pedimos mucho:
queremos, de verdad, depender de su Provi-
dencia y le tendemos la mano, con el deseo de
encontrar el sabor de su bendición, en todo lo
que nos llega.
En segundo lugar, en cuanto a los hombres,
nuestros hermanos, si parece que dudamos
antes de pedirles, o si esperamos más bien que
pedimos, es porque no nos bastaría su sola
limosna: es porque les queremos a ellos: desea-
mos que, al ayudar nuestra obra, lo hagan sa-
biéndose medios de la misma Providencia y,
hasta donde sea posible, más porque la mano
de Dios toca su corazón que porque atienden a
nuestra voz. Sinceramente: creemos que, si nos
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dan, es a ellos mismos que se hacen bien, y
queremos que también ellos lo crean así.
En realidad no es que pidamos poco, sino
que pedimos más. No nos basta, sólo, lograr
dinero licito para estas obras de Dios, porque,
si son de Dios, además de licito, debe ser santo;
tan santo, que les santifique.
Pedimos mucho, porque les pedimos que se
hagan santos.
SIN EXCLUSIVAS
No tenemos la exclusiva del bien. (Dios nos
libre de robarle a Él, lo que es exclusivamente
suyo!). Todo el bien que se puede hacer y que
hay que hacer en nuestra ciudad, no puede
caber en el Oratorio. Por eso pensamos que si
algunas personas no nos ayudan y puede pare-
cer que debieran hacerlo, es que habrán hecho
mucho para otras obras de Dios y que ya no
les quedan fuerzas para hacer más aquí. Todo
convergerá en el cielo.
Pero eso si: el Oratorio es una verdadera y
santa obra de Dios y de la Iglesia, que merece,
debe y necesita ser ayudada, porque la Provi-
dencia quiere, por medio de él, hacer un gran
bien a Albacete. Por esto, el que sea generoso
con el Oratorio, lo es, en verdad, con Dios, con
la Iglesia, con esta ciudad y consigo mismo.
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¿... Y EL ESTADO?
Algunas personas, bien intencionadas, nos
han recomendado, y hasta insistido, que recu-
rriéramos al Estado, en demanda de auxilio
económico, para la iglesia que estamos constru-
yendo. Hasta aquí, nuestra Congregación, no
sólo no ha recibido ninguna clase de subven-
ción oficial, por los demás conceptos, sino que,
si es posible, desea abstenerse, también en esta
ocasión, de hacer ningún recurso de tal índole.
Con esta actitud no quisiéramos juzgar nin-
gún otro procedimiento, empleado en empresas
parecidas, porque pueden darse motivos legíti-
mos para proceder diversamente. Nuestras
razones, sin embargo, son las siguientes:
1. Creemos que dar dinero para una casa
de Dios, en forma y proporción posiblemente
más que simbólica, es una manera verdadera-
mente sincera de agradecerle lo mucho que de
El hemos recibido; y lo hemos recibido todo.
2. Creemos que hay que expiar los peca-
dos, y que la limosna para Dios es una de las
mejores formas de expiación; y hay muchos
pecados que expiar.
3. Creemos que los que invocan a Dios
como Padre, no relegarán a otros, ni a institu-
ciones despersonalizadas, el honor y el gozo
filial de consagrarle, aunque sea como sacrificio
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―mejor con sacrificio―, un lugar donde sea
alabado y se le pueda conocer mejor.
Por otra parte: el Estado es pobre, como lo
prueba la fatiga con que lucha por atender
tantos servicios, que le competen directamente
―«...al César lo que es del César»― y que
lleva adelante con patente retraso.
Y aunque el Estado fuese más rico: no seria
noble cargar sobre él, sistemáticamente, todo
el peso de todo el bien a realizar, porque, tal
sistema, sofocaría, por fin, al mismo Estado, y
frustraría, por falta de ejercicio, la capacidad
de bien de los individuos, con gran daño moral
para éstos, aun cuanto en ellos ―momentánea-
mente y por ceder a la exageración viciosa del
instinto de la propia conservación, que se ma-
nifestaría en la pereza y la avaricia― resultaría
más cómoda una inhibición y delegar, en la
masiva y despersonalizada institución estatal,
sus propios deberes de hombres y de hijos de
Dios.
...Supuesto, como es natural, que Dios sea
un ser personal al que, necesariamente, hay
que amar. Y ya sabemos que, el amor, no sola-
mente no resiste ser medido, sino que no puede
delegarse.
Hay, siempre, muchas razones para no hacer y para no querer
lo que no se quiere; pero hay una sola razón para todo lo que
se quiere: el amor.
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DINERO SANTO
Si hay que santificarlo todo, también habrá
que santificar el dinero. Pero da miedo pro-
nunciar: dinero santo...
Es difícil hacer santo al dinero, y difícil
hacerse santo con el dinero. Cuando se trata
de comprar, los hombres sabemos comprar
más fácilmente vicios que virtudes; y a los
mismos ricos de buena fe, más bien se les adula
o se les envidia, que no se les ayuda o se les
avisa lealmente, para que también se puedan
santificar. Eso, bien, sólo lo hizo Cristo. Sabe-
mos ya lo que dijo; añadamos solamente, que
no fue poesía, sino verdad pura y real todo
cuanto afirmó, y apliquémoslo, tanto si tene-
mos dinero, como si tenemos deseo de tenerlo.
El dinero es santo, solamente cuando sirve
para amar a Dios. Y cuando no sirve para esto,
estorba.
¿Porqué, a Dios, tantas veces:
— en calidad, le demos lo peor:
— en cantidad, lo mínimo;
― en tiempo, el último?...
Porque no acertamos a usar nuestro corazón para:
― enamorarnos de lo mejor (y Dios es amor,
y la suma de todos los bienes);
― hacer cosas grandes (somos mezquinos y nos
basta hacer un poco de bien simbólico, y seguir con el
juguete de la vida, puerilmente);
― proyectadas para la eternidad (que co-
mienza AHORA).
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CON LA JUVENTUD
Hoy se impone la fraternidad; la amistad es
el principio de toda forma moderna de convi-
vencia humana. En lugar de ver en nuestro
semejante, a un extraño, al rival, al antipático,
al adversario, al enemigo, hemos de acostum-
brarnos a ver en él al hombre: a un ser como
el nuestro, digno de respeto, de estima, de
ayuda, de amor, como a nosotros mismos...
Han de hacerse más anchos los límites del
amor...
Es necesario que caigan las barreras del
egoísmo...
Es necesario que la democracia, a la cual se
siente llamada hoy la convivencia humana, se
abra a una concepción universal, que trascien-
da los limites y los obstáculos de una efectiva
fraternidad.
Sabemos que estas ideas tienen un eco gran-
de en el corazón de la humanidad; pensamos
que es la juventud la que, especialmente, se da
cuenta que éstas son las verdades del porvenir
y que están fundamentadas en el proceso irre-
versible de la civilización. Son verdades ideales,
no utopías; son difíciles, pero dignas de estudio
y de ser realizadas. Y somos partidarios de
ellas; somos partidarios de la juventud, que
aspira a hacer del mundo una casa para todos,
y no un sistema de trincheras para una discor-
dia implacable y una lucha continua. Pablo VI.
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UNA IGLESIA
Una iglesia de piedras limpias, santas; pie-
dras puestas con pureza de intención, con gene-
rosidad; piedras para agradecer los dones de
Dios; piedras para expiar pecados. Piedras
como corazones, que alabarán en silencio, siem-
pre, a Dios.
Una iglesia hecha con amor: amor al Señor,
que bien lo merece, y amor a las almas, que lo
necesitan; amor entre todos los que se cansan
para levantarla, porque el sacrificio les hace
más hermanos; amor entre sí, que aglutina y
que une, como cemento divino, todas las ansias
y buenos deseos por y para la ciudad, por y
para toda esta familia de hijos de Dios, que
hemos encontrado en el camino que nos con-
duce a Él.
Una iglesia amplia, como el gozo que se
dilata; gozo puro de haber creado un espacio
donde vibre el espíritu, en presencia de Dios, y
más allá de los muros que ciñe el tiempo, nos
haga pensar en el cielo.
Una iglesia que nos diga: «Vosotros sois el
templo de Dios!» (2 Cor. 6, 16).
LAUS DEO
(Con las debidas licencias)
AB.103-62.
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