BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 54. DICEMBRE. 1965.
... Y COMIENZA
Para todos los que lo hubieran tomado como un suceso,
Incluso como un gran suceso, el Concilio «ha terminado».
Pero el Concilio, en la Iglesia, ha sido algo más vital: ha
sido la conmoción interna causada por el volver a despertar y
crecer de un aliento sobrenatural, imperioso, profundo, Irrever-
sible, impuesto por el Espíritu de Dios, que se valió del corazón
de un hombre, santo y profeta Juan XXIII conocedor de
Dios y de nuestra época, servidor fiel del Evangelio y, por esto
mismo, bastante sencillo y bastante valiente, como para encarar
a Cristo con su Iglesia y ésta con el mundo, con el mundo de
hoy.
Por esto el Concilio no puede terminar como un suceso,
precisamente ahora, cuando queda patente el camino de la re-
novación de la Iglesia, que redescubre el objeto de su solicitud,
la grandeza de su misión terrena y la urgencia apostólica del
mandato divino, que no puede retardar. Y se da cuenta que,
como Cristo, no ha venido a triunfar y a condenar, sino a servir
y a redimir y a salvar.
Y comienza, otra vez, con renacido gozo, a hacer de su ser-
vicio un sacrificio y una oblación a los hombres y a Dios; de
su sacrificio un acto santificador, que invita a todos a la con-
versión, y nos enseña que esta conversión de todos y de todo a
Dios, nunca termina.
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MEDITACIÓN CONCILIAR
Para comprender el Concilio, en toda su
auténtica y profunda realidad, son necesarias
dos cosas: tener fe y tener amor a la Iglesia.
Se dan, no obstante, muchas maneras de in-
teresarse por el Concilio y de seguir sus acon-
tecimientos. La primera es la que se detiene en
lo espectacular, la visión ingenuamente triun-
falista, que nos da la televisión y las ilustracio-
nes a todo color. En ciertos temperamentos, la
pompa despierta emociones sentimentales; aun-
que es verdad que, en otros, auténtica repug-
nancia.
Otra actitud es la de los que buscan selec-
cionar lo que aparece y se destaca como un
momento o un detalle sensacional. Es fatal-
mente, el estilo de muchos periodistas, a quie-
nes la profesión lleva a buscar noticias sensa-
cionalistas, que impresionan a los lectores y
que se prestan a la redacción de artículos que
llaman la atención... aunque a veces descuidan,
precisamente, lo que sería la línea esencial del
acontecimiento o del debate.
Una tercera actitud, que podría ser la nues-
tra, es la de aquellos que confían en el Concilio
y tienen conciencia de su necesidad, en este
momento de la historia de la Iglesia que nos
toca vivir, y que, al tener la convicción de que
es preciso proceder rápidamente a la adapta-
ción que el Concilio señala, quisieran que se
produjera de una manera inmediata, que cada
cual quisiera aplicar según sus propias ideas.
Y cabría señalar una cuarta actitud, que
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sería la de los que soportan mal el Concilio,
hasta considerarlo inútil, inoportuno por lo
menos, y quien sabe, incluso, si perniciosos...
Pero, por encima de todas estas maneras de
ver el Concilio, hay que acercarse a él conside-
rándolo como un acontecimiento de la vida
interior de la Iglesia. Y nada se presta menos al
espectáculo, a la sensación, a la impaciencia,
que las vivencias interiores. La gracia del cre-
yente estriba en saber ver, por encima de la
indiscutible grandeza humana del espectáculo,
su verdadera dimensión espiritual.
Para poder juzgar globalmente de su impor-
tancia y de la huella profunda, innegable, que
habrá producido en la vida eclesiástica, será
preciso esperar algunos años. Y tomar en con-
sideración, no solamente los documentos pro-
mulgados, sino también el acogimiento que se
les reservará y el nuevo estilo de vida a qué
darán lugar en los medios católicos.
En el curso de los debates conciliares han
surgido temas sobre los cuales la reflexión de
la Iglesia estaba como anquilosada, desde hacia
siglos. No todos pueden ser resueltos ahora,
inmediata y definitivamente. Pero sí que, con
la perspectiva del tiempo, se habrá de recono-
cer y admirar a la Iglesia que, al cabo de dos
mil años de existencia, ha demostrado tal capa-
cidad de rejuvenecimiento, y un empuje de
crecimiento tan extraordinario.
R. SUGRANYES DE FRANCH, Auditor seglar en el Concilio.
La verdad os hará libres, la caridad siervos, y una y otra
alegres.
PIO XII a los PP. del Oratorio.
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RECUERDO DEL CARD. BEVILACQUA
APÓSTOL DE LA RENOVACIÓN LITÚRGICA
El día primero de este mes, el cardenal
Lercaro, Presidente del Consilium para la apli-
cación de la reforma litúrgica, ha inaugurado
en la sala Borromini, del Oratorio romano, el
curso litúrgico promovido por el mismo Ora-
torio, pronunciando una conferencia, en la que,
como final, se ha referido al cardenal oratoria-
no Julio Bevilacqua, cuya muerte, igual que su
vida, han sido un testimonio de su profunda
vida litúrgica. No solamente lo ha llamado
«apóstol inolvidable de la renovación y de la
reforma litúrgica de la Iglesia», sino que ha
resumido su disertación y la ha aplicado al
card. Bevilacqua, de esta manera:
«Muchos hombres, más que una fe, lo que
tienen es una nostalgia de la misma, y su reli-
giosidad depende más de un sentimiento que
de un obsequio racional hecho a Dios. La litur-
gia les debe introducir en el misterio divino, y
acompañarles desde el catecumenado hasta la
misma sepultura. El pueblo cristiano se dará
cuenta que pertenece a Cristo, en una visión
iluminada de las realidades exteriores, hasta
liberarle del riesgo del agnosticismo y del ma-
terialismo, que esclavizarían al hombre. No hay
que considerar al alma como encarcelada en
el cuerpo, ni puede tener sentido el principio
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de los maniqueos sobre la fundamental malicia
de la materia, porque la Iglesia revaloriza el
alma inmortal lo mismo que el cuerpo destina-
do a la resurrección. Todo esto se dice y hace
entender por la Liturgia».
A propósito de lo cual, ha referido su últi-
mo encuentro con el padre Bevilacqua, ya en
el lecho de muerte que, como se sabe, enfermo
mientras celebraba las solemnidades pascuales
y entregó su alma a Dios el 6 de mayo último.
Ya, mientras esperaba de un momento a otro
su encuentro con Cristo), el cardenal Bevilac-
qua se quejaba amorosamente de que el Señor
no se lo hubiese llevado en el mismo día de las
celebraciones pascuales, para morir identifi-
cado con el misterio que meditaba; pero se
consolaba con el pensamiento de que, por lo
menos, se había iniciado su agonía en el día
central de la vida cristiana, que resume esta
vida en la de Cristo, y que anuncia, con el
triunfo de Cristo, el del hombre y de la creación.
Así, gozosamente, haciendo liturgia de su
vida y de su muerte, y hostia su alma y su
cuerpo, su amor y su dolor, penetró en el mis-
terio de Dios, abrazado a Cristo, en ósculo de paz,
Para construir un mundo nuevo, un mundo en el que reine la
justicia, la fraternidad, la ayuda reciproca y la paz, es necesa-
rio, antes de nada, la conversión del corazón.
PAULO VI.
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LA ÚNICA HEREJÍA
La palabra «herejía» se quiso excluir siem-
pre en este Concilio, aunque luego no faltaran
apocados, pusilánimes o mentes rezagadas que
la temieran, o temperamentos resentidos o fa-
náticos que la echaran de menos. Este Concilio
no ha sido para condenar, sino para disponer
mejor a la Iglesia a santificarse y santificar el
mundo. Por encima de todo criterio, éste es el
que ha prevalecido en forma que se puede ca-
lificar de unánime. Y no sin dificultades, sino
gracias a un esfuerzo grandísimo, realizado,
ante todo, en la gran asamblea conciliar. Es-
fuerzo que no ha de entenderse ni sola, ni
siquiera principalmente de organización y tra-
bajo, sino esfuerzo de corazón y de mente: casi
puede decirse, esfuerzo de conversión. Porque
muchos que fueron con un espíritu, reconocie-
ron que tuvieron que cambiar sus puntos de
vista, o bien adquiriendo conocimientos de la
vida de la Iglesia y de las necesidades del mun-
do actual, que antes no poseían, o bien cedien-
do en parte en sus criterios, aún no actuables,
aunque apuntaran, en general, al futuro no
lejano de lo que habrá de hacerse.
Ver como los miembros del colegio episco-
pal, piensan, sienten, se esfuerzan espiritual-
mente, generosamente, para liberar a la Iglesia
de los lastres que la reducirían a una presencia
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inoperante o poco eficaz, en el mundo de hoy,
debe despertar la gratitud no solamente de los
cristianos, sino también de todos los hombres.
Si los corazones y las mentes de los pasto-
res se han entregado y abierto a esta evolución,
a esta conversión, para hacer actuable el men-
saje salvador de Cristo, los fieles debemos
secundarles, porque es la sola manera de agra-
decérselo a ellos y de no cerrarnos a las gracias
que Dios derrama sobre su Iglesia y sobre el
mundo en esta hora.
Se trata de convertirse otra vez, de volver
otra vez, y siempre, al Evangelio y hacernos a
la medida de la fe que profesamos, y no reducir
esta fe a la mezquindad de mal disimuladas
anemias del espíritu, diseminadas en la estre-
chez de tanto devocionismo egoísta y talismá-
nico, de esa piedad de «seguro de salvación»,
de la santidad de privilegio, de la hinchazón
triunfalista, de la tontería sentimental... hasta
olvidarnos del compromiso que supone la gran
tarea recibida de Cristo, que espera que le de-
volvamos un mundo digno de Él.
Cerrarse a esta conversión, frenar este im-
pulso, sería la única herejía,
Agradezcamos a Dios el que nos haya señalado, para vivir,
este tiempo del Concilio.
Cardenal FELTIN.
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Es una pacífica y exaltante misión la que
tienen los jóvenes de nuestros días: ofrecer
a Cristo el testimonio alegre y generoso de
su fe y presentar a sus hermanos la faz de
una Iglesia que se está renovando, de un
pueblo de Dios en el que cada uno está
llamado a vivir en plenitud su vocación
divina.
PABLO VI.
LAUS DEO
(Con las debidas licencias)
AB.103-02.
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