BOLETIN DEL ORATORIO ALBACETE.
N.° 97. JUNIO. 1971.
LA IGLESIA
Después de Cristo, la Iglesia, que es, en expresión de Bossuet, su extensión.
Una extensión todavía dolorosa, contrastada, cubierta del polvo del mundo,
desfigurada muchas veces, como el rostro de Cristo camino del Calvario, con la
Cruz a cuestas. Pero una extensión auténtica, en pleno misterio, Identificándose,
a pesar del acecho de las contradicciones, y precisamente a causa de ellas, con
el Cristo que redime, con el Cristo "que ha de padecer mucho, que ha de ser
desechado por los jefes del pueblo, por los sumos sacerdotes y letrados, que ha
de ser ejecutado, pero que resucitará", y con El sus redimidos.
Esta realidad "cristiana" de la Iglesia permanece oculta para muchos hom-
bres, llámense cristianos o no. Demasiado hemos tenido —y no faltan los que
desearían que así siguiera siempre—, sobre la Iglesia, un concepto histórico,
solamente pretérito y estático, a base de un evangelio idílico, de un recuerdo
pascual, de un pentecostés milagroso y de un santificacionismo automático,
seguido de una paz política constantiniana, que lo guarda y ampara, con la
arrogancia de detentar la coincidencia cívica de la sociedad de los hombres
"buenos con Dios. Hemos fosilizado el concepto de Iglesia y, para que no lo
pareciera tanto, hemos añadido a la vetustez fosilizada, la superficialidad de
dinámicas teatrales o de actividades propagandísticas sobre aspectos descompro-
metidos, o Intrascendentes, o lejanos, de efímera carga simbólica y ajenos a la
vida. Y no. Eso no es la Iglesia, a no ser que fuese posible concebirla como algo
desligado de Cristo. El mundo —"el espíritu del mundo"— y los que monopolizan
en él su poder, quisieran una Iglesia —pseudo-Iglesia— así; una Iglesia sin
misterio cristiano, una Iglesia desidentificada con Cristo; una Iglesia fosilizada,
muerta, decorativa, teatralizable, manipulable.
Después de servir de comparsa o de decoración, una Iglesia así, no tendría
ninguna misión en este mundo, más allá del simple recuerdo literario del Evan-
gelio, previamente censurado en cuanto a interpretaciones vivas y necesarias.
1 (45)
La Iglesia, extensión de Cristo, no es un fósil, sino un ser vivo, aunque
tantas veces sea Inevitable que su rostro se cubra con el polvo del camino mun-
dano que recorre. La Iglesia es viva y por eso, en ella, padece lo mismo y por lo
misino que Cristo padeció, cuando se repite —cuando se extiende— el contraste
que Cristo provocó. A la Iglesia no le costaría nada evitar incomodidades o
persecuciones ante los poderosos, celosos por dominarla, y mucho menos en un
mundo en el que todas las cosas se pueden poner a precio, pero entonces se
prostituiría, y seria irreconocible, no ya frente a los hombres que esperan en
las promesas de Dios", sino frente a Dios mismo. "Y si la sal se hace insípida,
¿con qué salaremos?".
Afortunadamente el zarandeo mundano no puede derribar jamás a la Igle-
sia, aunque a ratos consiga reducirla a silencio o amodorrarla en la Inhibición
esterilizante. La luz y la sal es Cristo; Cristo que fue amigo de todos sin ser
comparsa de nadie; Cristo que vino a dar testimonio de la Verdad y que El mis-
mo era la Verdad; Cristo que no perdió el tiempo ni con Herodes ni con Pilatos,
ni siquiera para pedir parecer sobre quienes debía elegir para apóstoles; Cristo
que fue acusado de sedicioso cuando traía el Evangelio de la paz; que fue conde-
nado por blasfemo y era el Hijo de Dios, y por político sólo porque no se avino
a colaborar con las ansias de poder temporal de los que le entregaron a la
muerte.
La vida de la Iglesia es un misterio, el misterio mismo de Cristo. No nos
extrañe que sea necesaria mucha fe para dilucidar su identificación cristiana,
y mucha fortaleza para aceptarla. Y un poco de lucidez para superar las su-
perficialidades con que los poderosos del mundo, interesadamente, la desfiguran.
Y libertad de alma para amarla como Cristo la quiso.
MISAS
HORARIO DE VERANO
Julio · Agosto - Septiembre
DOMINGOS y DIAS FESTIVOS: 10 y 11 mañana y 8 tarde
SABADOS Y VISPERAS DE FIESTA: 8 de la tarde
DIAS LABORABLES: 7'45 de la mañana y 8 de la tarde
En octubre se repondrá la misa festiva de las doce.
2 (46)
«Estad siempre dispuestos a dar razón
de vuestra esperanza». (1 Pedro, 3, 15).
A quien me pregunta por qué soy hombre de esperanza a pesar
de la crisis presente, le contesto:
Porque creo que Dios ama ese siempre nuevo.
Porque creo que, en este mismo momento, está creando el mundo
y no que lo creó en un pasado lejano para luego olvidarse de él.
Pienso en ahora y que es preciso estar dispuestos a esperar lo
inesperado de Dios.
Los caminos de la Providencia siempre son sorprendentes.
No somos los prisioneros del determinismo ni de los sombríos
pronósticos de los sociólogos.
Dios está aquí, cerca de nosotros, imprevisible y amante,
Soy hombre de esperanza, y no por razones humanas ni por opti-
mismo natural. Sino, simplemente, porque creo que el Espíritu Santo
actúa en la Iglesia y en el mundo, incluso donde su nombre es ignorado.
Soy optimista porque creo que el Espíritu Santo es siempre el
Espíritu creador. Da cada mañana, a quien lo sabe acoger, una libertad
para estrenar y una nueva provisión de alegría y confianza.
Toda la historia de la Iglesia está llena de las maravillas del Espí-
ritu Santo: ved, por ejemplo, como los profetas y los santos, en horas
sombrías, han suscitado corrientes de gracias y han proyectado sobre
los caminos del mundo, un rayo de luz.
Yo creo en las sorpresas del Espíritu Santo.
Juan XXIII vino, sin que lo hubiésemos previsto.
El Concilio también.
Ni remotamente lo hubiéramos sospechado.
¿Quién se atrevería a afirmar que se han agotado los recursos de Dios?
Esperar es un deber, no un lujo.
Esperar no es soñar: es el medio para transformar un sueño en
realidad.
¡Bienaventurados los que tiene a la audacia de soñar y que están, al
mismo tiempo, dispuestos a pagar el precio necesario para que su sueño
—su esperanza— tome cuerpo en la historia de los hombres!
Cardenal SUENENS
3 (47)
UN LLAMAMIENTO A LA ACCIÓN
Nuevamente dirigimos a todos los cristianos, de manera apremiante, un lla-
mamiento a la acción. En nuestra encíclica sobre el Desarrollo de los pueblos
insistíamos para que todos se pusiesen a la obra: "Los seglares deben asumir
como su tarea propia la renovación del orden temporal; si la función de la je-
rarquía es la de enseñar e interpretar auténticamente los principios morales a
seguir en este campo, pertenece a ellos mediante sus iniciativas y sin esperar
pasivamente consignas y directrices penetrar del espíritu cristiano la mentali-
dad y costumbres, las leyes y las estructuras de su comunidad de vida". Que
cada uno se examine para ver lo que él ha hecho hasta aquí y lo que debería
hacer. No basta recordar los principios, afirmar las intenciones, subrayar las
injusticias clamorosas y proferir denuncias proféticas: estas palabras no ten-
drán peso real, si no van acompañadas en cada uno por una toma de concien-
cia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva.
Resulta demasiado fácil echar sobre los demás las responsabilidades de las
injusticias, si al mismo tiempo uno no se da cuenta de cómo está participando
él mismo y cómo la conversión personal es necesaria en primer lugar. Esta hu-
mildad fundamental quitará a la acción toda inflexibilidad y todo sectarismo;
evitará también el desaliento frente a una tarea que se presenta desmesurada.
La esperanza del cristiano le viene el primer lugar de saber que el Señor está
obrando con nosotros en el mundo, continuando en su cuerpo que es la Igle-
sia —y mediante ella en la humanidad entera— la Redención consumada en la
Cruz y que ha estallado en victoria la mañana de la Resurrección; le viene tam-
bién de saber que otros hombres están a la obra para emprender acciones con-
vergentes de justicia y de paz; pues bajo una aparente indiferencia, existe en
el corazón de cada hombre una voluntad de vida fraternal y una sed de justicia
y de paz, que el trata de desarrollar.
De este modo, en la diversidad de situaciones, de funciones, de organiza-
ciones, cada uno debe situar su responsabilidad y discernir en conciencia las
acciones a las cuales está llamado a participar. Sumergido en corrientes diver-
sas, donde al lado de aspiraciones legítimas se deslizan orientaciones más am-
biguas, el cristiano debe guardar una distancia y evitar comprometerse en co-
laboraciones incondicionales y contrarias a los principios de un verdadero hu-
manismo, aunque sea en nombre de solidaridades efectivamente sentidas. Si
quiere jugar, en efecto, una función específica en cuanto cristiano, de acuerdo
con su fe —función que los mismos no creyentes esperan de él—, debe velar
en el seno de su compromiso activo por esclarecer los motivos, por rebasar los
objetivos perseguidos con una visión más comprensiva que evitará el peligro
de los particularismos egoístas y de los totalitarismos opresores.
PABLO VI
(14.5.1971)
4 (48)
QUEDARSE
EN LA IGLESIA
La misma condición de militante" —como llamamos a la Iglesia todavía pe-
regrina por este mundo— supone imperfección, mezcla de trigo y cizaña, os-
curecimiento del bien por la posibilidad del mal, adulteración de la verdad por
la presencia del error. La Iglesia sabe que ni posee la exclusiva del bien, ni la
plenitud de la verdad, aunque si lo suficiente de lo uno y de lo otro y no
por méritos humanos para llevar adelante su misión de mandataria de Cristo
y poder ayudar a los hombres a encontrarle, a reconocerle, a amarle, a vivir
su pida. A pesar de su propia limitación, a pesar de las limitaciones de los
hombres.
En el decurso de su largo —según nuestra medida— caminar de veinte siglos,
la tensión entre lo que ella ha de ser y lo que todavía es, y lo que los hombres
han de alcanzar y todavía no alcanzan, ha dado lugar a múltiples fenómenos
que, para algunos —impacientes, exigentes o irreflexivos— se han traducido en
desesperación o reprobación frente a la Iglesia, mientras para otros ha sus-
citado un sentimiento de frustración o desencanto, sin alcanzar la forma de
abandono de la Iglesia o de apostasía de la je, a pesar de todo mantenida,
pero apenumbrada por una resignación triste, con frecuentes asaltos de incer-
tidumbres, que sólo abdicando a la reflexión era posible amortiguar u olvidar,
ya que no superar.
En nuestra época, lo mismo que en épocas pasadas de crisis de cambio
y de purificación, resurge con viveza este fenómeno, sobre todo entre cristia-
nos para quienes su fe no permanece reducida a un conjunto de prácticas, o
de asepsias moralizantes, o de calificación social, o de sectarismo partidista.
Por eso resulta tan difícil juzgar a todos los que abandonan a la Iglesia. No
es necesario alabar siempre a los que se pan, pero no hay duda que, en mi-
chos casos, su despido doloroso ha constituido un verdadero acto de honradez
que hay que respetar, por lo menos, cuando no se puede comprender. No sola-
mente en los casos de abandono, porque creen que no pueden corresponder
al mínimo de exigencias de perfección que se les impone, sino también cuando
se van, porque piensan —no valoramos su actitud— que para ser mejores les
conviene estar fuera.
No nos referimos, naturalmente, a esos que dicen que se van, pero que, en
realidad, nunca han estado, porque no han salido de la Iglesia, sino de una
nebulosa autofabricada con la que la habían confundido, o, simplemente, por-
5 (49)
que era tan superficial como sonora su profesión de cristianismo. Nos refer-
imos a los conscientes, a los capaces de comprometer una existencia, de apostar
una vida por un ideal absoluto. Esos no pueden dejamos indiferentes fui en sus
críticas, ni en sus abandonos.
También lo ha entendido así una editorial alemana, de Múnich —Ma-
Verlag—que acaba de publicar un libro en el cual se contienen las respuestas
de escritores, políticos y teólogos, tanto católicos COMO protestantes, los cua-
les, en número de treinta dan su razón a esta pregunta: ¿por qué permanezco
en la Iglesia?
Nosotros transcribimos los párrafos principales de la que ha dado el teólogo
católico Küng.
NO RENUNCIAR
A LA GRAN TRADICION CRISTIANA
Lo mismo que para un judío o para un musulmán, tiene importancia, para
un cristiano, el hecho de haber nacido, quiera o no quiera en el seno de una
comunidad en la cual ya se ha decidido la integración 4 una tradición que
luego es difícil cortar y que perdura por el mismo deseo de continuar unido
a la propia familia.
Para muchos es ésta una razón para permanecer en la Iglesia, y también
para servirla. Quisieran oponerse a las tradiciones eclesiásticas esclerosas que
hacen difícil, o hasta imposible, el ser cristiano; pero no quisieran romper con
la gran tradición cristiana y eclesiástica. Quisieran someter a revisión las ins-
tituciones y las estructuras de la Iglesia cada vez que las juzgan opresivas para
las personas; pero no quisieran renunciar a un mínimo indispensable de ins-
tituciones y de estructuras sin el cual ni siquiera una comunidad de fe puede
ser perdurable, y sin el cual se condenaría a una insoportable soledad personal
a demasiados fieles. Quisieran oponerse a la pretensión de las autoridades ecle-
siásticas en la medida en que ellas conducen a la Iglesia según sus propias
ideas y no sigan el Evangelio, pero no quisieran renunciar a la autoridad mo-
ral que la Iglesia puede ejercer dentro de la sociedad cada vez que actúa
realmente como Iglesia de Cristo.
También yo me quedo en la Iglesia, porque en esta comunidad de fe pue-
do, al mismo tiempo, de una manera crítica y solidaria, adherirme a una gran
historia de la que vivo junto con los demás. Puesto que, como miembro de
esta comunidad de fe, soy yo mismo Iglesia y no pienso confundir a la Iglesia
ni con su aparato organizativo ni con sus administradores: a los que no co-
rresponde en exclusiva la tarea de formar la comunidad. Respecto a las gran-
des cuestiones que conciernen al hombre y al mundo —de dónde venimos, a
dónde vamos, por qué razón, con qué objeto— encuentro aquí, a pesar de todas
las grandes objeciones, mi patria espiritual.
6 (50)
DEJARLA
SERIA MEZQUINDAD
Podría dar las mismas razones, para abandonarla, que las dadas por los
que ya se han ido. Para ellos puede haber sido un acto de lealtad, de valentía,
protesta, o simplemente de exasperación y aversión; pero para mí perso-
nalmente sería un acto de desesperación, de debilidad de capitulación. Presen-
te en las horas más felices, no la abandonaría durante las tempestades. He re-
cibido demasiados beneficios en esta comunidad de fe para que me sea fácil
olvidarlo. Me he comprometido demasiado, yo mismo, en el camino del cambio
deseado y de la renovación, para correr el riesgo de decepcionar a los que, con-
migo, trabajaban en lo mismo. Seria, dar una alegría a los adversarios de la
renovación. No renunciare a actuar desde dentro en la Iglesia. Otras solucio-
nes —otra Iglesia, o sin Iglesia— no me convencen: las rupturas conducen al
aislamiento del individuo o a una nueva forma de institución. Cualquier ilumi-
nismo lo confirma.
АМО
A ESTA IGLESIA
Cuando las deficiencias evidentes de sus jefes han conmovido la autoridad,
la unidad y la credibilidad de esta Iglesia, y cuando no duda en manifestarse
sin ocultar sus debilidades, errante y buscando caminos nuevos, me viene a
los labios, más fácilmente que en las épocas de los grandes triunfos, esta ex-
presión: a esta Iglesia yo —la amo— tal como es y tal como podría ser.
La amo, y no como a una "madre", sino como la familia de los creyentes por
la cual, a fin de cuentas, existen estas instituciones, estos reglamentos y estas
autoridades que a veces hay que soportar. Comunidad de fe que, todavía hoy
y a pesar de sus deficiencias, es capaz, entre los hombres, no solamente de cau-
sar heridas, sino también de hacer milagros: cuando se presenta de hecho co-
mo el lugar donde se recuerda a Jesús, mientras combate en toda verdad, con
la palabra y con la obra, por la causa de Jesucristo.
Mi cristianismo no lo he sacado de los libros, ni siquiera de la Biblia, sino
de esta comunidad de fe que, a través de los siglos, mejor o peor, ha suscitado
la fe en Jesucristo y el compromiso en su Espíritu. Falta todavía mucho para
que este llamamiento de la Iglesia sea una proclamación pura, de la pura pa-
labra de Dios; es todavía un llamamiento humano, muchas veces demasiado
humano. Pero lo que constituye la esencia de su mensaje continúa siendo per-
ceptible.
Me quedo en la Iglesia, porque extraigo, de la fe, la esperanza. Por ella vale
la pena comprometerse, con decisión. El programa de Jesucristo es más fuerte
que todo escándalo organizado en y con la Iglesia. Yo no me quedo en la Igle-
sia a pesar de que sea cristiano, sino precisamente porque soy cristiano.
7 (51)
LA TAREA DE LA FE
Existe un enfrentamiento entre el mensaje de Jesucristo y las grandes co-
rrientes filosóficas modernas, muchas de las cuales son ateas, y todo dentro
del marco de una civilización en plena agitación revolucionaria. Como cristia-
nos no podremos superar esto con una simple generosidad, sino por medio de un
doloroso esfuerzo de pensamiento en ligazón indisoluble con una experiencia
mística. Será una batalla difícil. Hará falta sentido común, competencia y per-
severancia: sobre todo nos será preciso tener la fe de San Pablo, escándalo
para los judíos para los mismos creyentes locura para los paganos. Es de-
cir, la sagrada historia de Jesucristo, muerto y resucitado. La Resurrección del
Señor está en el centro de nuestra fe.
La tentación de la Iglesia podría ser temer el combate o dejarse absorber
por el mundo; acomodarse al gusto del momento... y no tener ya nada que
decir, que pueda importar. Yo temo que cuando se llegue al año 2050 0 2100,
cuando se hará la historia de nuestra época, se pueda decir: "la civilización
técnica post-industrial fue engendrada, por lo menos en gran parte por los
cristianos; pero se olvidaron de impregnarla de lo mejor que ellos tenían, Cri-
sto. Tuvieron miedo de penetrarla de su Espíritu; no supieron hacer brotar el
único manantial de esperanza en el corazón de un mundo de acero: la vida
eterna". Es decir, el amor, Dios, la muerte, la esperanza, cosas todas que no
son palabras.
El hombre me parece dislocado, descuartizado: o bien piensa solamente con
su cerebro, o bien se abandona a su sensibilidad. Acusa esta dislocación, Le fal-
ta la caridad, este conocimiento del corazón, que diría Pascal.
Hablamos de la fe. Pero la fe no es un sentimiento; tampoco es una evi-
dencia científica. La fe es un conocimiento místico. El creyente, como el ena-
morado, posee un camino secreto para llegar al conocimiento del Amado. Con
ello ni despreciamos la ciencia, ni desechamos la sensibilidad. Pero es imposible
conocer a Cristo fuera de esta experiencia mística (mística, pero no rara). De
ella proviene la alegría del creyente, el enraizamiento de su convicción y la
fuerza de su testimonio.
La fe da estabilidad y seguridad. El creyente puede decir estas mismas pa-
labras de San Pablo: "sé en quien he confiado". Y mientras avanza en años,
la fe se despeja, se aclara y se purifica, y está en la vida de todos los días.
¿No os parece que la fe es lo más importante para los cristianos de nuestra
época?
CARDENAL FRRANCOIS MARTY,
ARZB. DE PARIS
LAUS
Director: P. Ramón Mas, C, O. Edita: Congregación del Oratorio - Apartado 182.- Albacete
Imprime: LA VOZ DE ALBACETE, S. López. 24. 20 6-71 Depósito Legal: AB 103-62.
8 (52)