Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 104. ABRIL. Año 1972.
SUMARIO
PASCUA es la primavera de la Iglesia; la primavera
I es la pascua de la naturaleza. Finalmente, en la
última Pascua —en el último, definitivo "paso" de
Cristo— todo convergerá en Dios. Mientras tanto, en el
tiempo, es hora de secundar el impulso del constante
amanecer de la vida, siempre refloreciendo, prometedora
de frutos que serán la cosecha de Dios: unidad, paz, todo
bien, hasta ser renovada la faz de la tierra. En la Iglesia
ya están los que viven y anuncian la primavera de Dios.
MÁS ALLÁ DEL PAN
COMO UNA FLOR
JUZGAR A LA IGLESIA
UNA NUEVA PRIMAVERA
HASTA QUE VUELVA
LA PLENITUD DEL EVANGELIO
¿CRISIS DE VOCACIONES?
EL BUEN EJEMPLO Y EL MAL EJEMPLO
LA PAZ, SIN MIEDO
EL MENDIGO, de Rabindranath Tagore
LA PAZ, del Mensaje Pascual de Pablo 
1 (53)
Más allá del pan...
Son versos de Pablo Neruda:
...como en una tela
las líneas ocultaron,
con el color, la trama
del tejido,
yo borro los colores
y busco hasta encontrar
el tejido profundo:
así también encuentro
la unidad de los hombres.
Y en el pan busco
más allá de la forma:
me gusta el pan, lo muerdo
y entonces veo el trigo,
los trigales tempranos,
la verde forma
de la primavera,
las raíces, el agua,
por eso
más allá del pan,
Veo la tierra,
el agua, el hombre,
y así todo lo pruebo
buscándote en todo,
ando, nado, navego
hasta encontrarte,
y entonces me pregunto
cómo te llamas…
Hoy, muchos de los que "con sincero corazón" buscan al hombre en sus raíces más
puras, no se dan cuenta que están buscando a Dios; a un Dios amigo del hombre,
al hombre-Dios, a Jesucristo. Esas voces, para el que sepa recogerlas, anuncian
una era nueva, más que el tradicional voltear de las campanas, más que la pre-
sentida música de los ángeles: ángel es el mismo hombre para sus hermanos, y
campanario su cuerpo y campana su corazón cuando voltea y lanza el sonido
hacia la luz de una fraternidad universal tiempo ha anunciada, pero creída aun
con timidez, como aquellos caminantes de Emaús.
Es Pascua. Siempre es Pascua. ¡Enhorabuena, hermanos! Y caminemos volteando
el corazón, hasta más allá de las posadas terrenas, donde el partir el pan signifi-
que la liberación de todo temor, en el paso iluminado de la fe, al infinito, no
dado todavía.
En esperanza el trigo va creciendo, "la verde forma de la primavera".
2 (54)
Como una flor
EN la primavera del tiempo y en
el barranco del mundo, como
una flor que crece y zarandea
el viento mientras busca altura, la
Iglesia se hace y sube purificándose,
respirando cielo para devolverlo en
perfume de Dios a la tierra que la
entorna.
Como una flor, con raíces terrenas,
profundizadas en el humus provisio-
nal de las humanas limitaciones, es
mecida por el aire cambiante del
mundo que deviene, glotón y miedoso
al mismo tiempo, exigente y asustado,
ávido de seguridad pero esquivo a los
compromisos, pronto a la crítica y
lento para el esfuerzo.
Como una flor en el barranco de
codicias, miedos, vanidades y mentiras
que salpican o hieren su tallo, la Igle-
sia también deviene. La Iglesia es tan-
to una realidad como un proyecto: y
más que exigirle hay que darle, más
que admirarla hay que hacerla. Se
engaña el que le pide rotundez acaba-
da: ella crece todavía; los cambios que
le impone su crecimiento, no son co-
rrupción o regreso, sino purificación
y fidelidad. Fidelidad a su origen y
fidelidad al Espíritu que sobre la
plasticidad del tiempo, le inspira la
forma de anunciar la verdad constante
del Evangelio.
De vez en cuando, si esta verdad se
hace incómoda a quien la ignora o a
quien la teme, como disparo de resorte
dormido de todas las pasiones y fari-
seísmos humanos, se desatan ráfagas,
silbidos de látigo que la hostigan y
abaten. Pero no pasa nada, no puede
morir: el sacudimiento del dolor la
limpia del polvo que le pesaba y la
desfiguraba, o le arranca las telarañas
de plata, disfraz comparsero de la
vanidad del mundo, ataduras de la
Palabra", diría san Pablo, para que
recortara o silenciara la verdad.
La Iglesia, como una flor, así entre-
vista ya por los profetas, no es un
adorno del mundo, sino el perfume
de Dios y el sagrario de un fruto.
Por temor algunos quisieran ampa-
rarla, defenderla, encerrarla en cora-
zas de prudencia humana, sin darse
cuenta que, a pesar de la posible buena
intención inicial —pero falta de fe
sobrenatural— fatalmente habría que
pagar algún precio por tal prudencia
3 (55)
y no sería otro que el de convertirla,
finalmente, en corista de adulaciones
pagadas, en propagandista de ideales
ajenos al Evangelio, cuyo error y
falsedad recapituló san Juan en la
gran prostituta del Apocalipsis.
Pero la Iglesia es como una flor.
"Como una flor en los campos" del
mundo...; como las flores que sirvieron
a la parábola de su Fundador, que ni
para sí ni para los suyos buscó más
prudencias o amparos. Lo fatal del
dolor y del mal ya se conjuró en Cris-
to. Ya, a partir de él, no hay mal ni
muerte que pueda dañar a los que le
sigan con fe, con fe viva. Y esos
seguidores forman la Iglesia, cuales-
quiera que sean los añadidos y la
comparsería equivoca, en este mundo
ambiguo.
Como a una flor le ha de dar el
viento, la lluvia y el sol. Y "no será
para muerte", sino para que se limpie,
para que crezca, para que se agilice,
por encima de las piedras que puedan
herir su tallo y por encima del estiér-
col que se pudre. No se desprenderán
sus pétalos; las uñas del viento podrán
arrancarle solamente las costras que
le han puesto los pecados de los hom-
bres, pero sin robarle nada de lo que
Dios le ha dado. Ella es quien guarda
el mensaje de libertad y de vida, de
amor, de perdón y de gracia, en gran
parte todavía inédito porque nos falta
fe para reconocerlo mejor; pero ya,
con su perfume, nos anticipa el don.
Un don para el mundo, para cuantos
creamos y para cuantos crean, cerca o
lejos de nosotros.
Mientras tanto, hasta que no llega
el verano —la cosecha de Dios—
somos todos, en la primavera del tiem-
po, en esa Iglesia en la que vivimos y
estamos, en esa Iglesia que formamos
con nuestra fe vacilante y nuestros
pobres afanes, gozando y sufriendo,
esperando y amando, como una flor.
Lo ha dicho san Pablo: «Somos, en el
mundo, el buen olor de Cristo».
La vida de la Iglesia, semana tras semana,
sígala a través de
vida nueva
Encontrará en ella una información objetiva, puntual, dinámica y …
cristiana, liberada de tendenciosidades ajenas al Evangelio. Como me-
dio de información cristiana, hoy por hoy, es lo mejor que tenemos en
España. Si todavía no la recibe, Suscríbase pidiéndola a
Propaganda Popular Católica
Acebo, 54
Madrid (16)
o a una librería religiosa.
4 (56)
Juzgar a la Iglesia
HABRÍA menos confusiones, cuando se habla de la Iglesia si, en primer
lugar, el que emita juicios sobre ella, aclarara si es o no es cristiano.
Ni hay que servir a dos señores, ni hay que servirse de dos medidas, y
confundirlas.
Para un cristiano la Iglesia es siempre, ante todo, una comunidad de fe y
de vida en Cristo. Otros conceptos que se le apliquen, u otros aspectos bajo
los cuales se la considere, son erróneos o incompletos, posibles en quien
carezca o renuncie a la fe, pero inadmisibles en quien diga honradamente que
la profesa. La fe es libre: se acepta o se rechaza, pero no es lícito blasonar de
ella sin aceptar la responsabilidad integral de su profesión.
La Iglesia y la libertad
La Iglesia ha de predicar la fe, y de manera íntegra y lo más clara posible;
pero no puede exigirla contra la libertad de nadie. Precisamente el aspecto de
la libertad es el que la pone en contacto y servicio de todos, fieles o infieles. Y
ha de reclamar siempre, tanto para ella misma como para todos, esa libertad
indispensable para el respeto y desarrollo de la dignidad humana. Ella, sin
mutilar su propio mensaje, no puede aceptar una libertad solamente para sí
—que tampoco sería libertad—, donde al mismo tiempo no se reconociera a
los demás, de cuya opresión se haría cómplice; ni inversamente puede resig-
narse a la postergación a que libertades incompletas puedan reducirla. Donde
haya libertad para todos, también la hay para la Iglesia, que no necesita ni
tiene nada más que pedir.
Las discusiones sobre la naturaleza de la misión de la Iglesia que ella no
puede, sin pecado, hacer prevalecer por la coerción de la fuerza, serían con
facilidad evitables si estos conceptos permanecieran claros en la teoría y reali-
zables en la práctica. Y los juicios no lo serían de la Iglesia, sino más bien de
los mismos hombres que la juzgan o de los que la componen.
Pero aquí surge otra necesidad de clarificación. En amplias zonas a las que
podemos clasificar genéricamente como de "cristianismo sociológico", surgen
muchas voces irresponsables, o maliciosas, o simplemente ignorantes. Basta
pedir alguna aclaración sobre lo que entienden por "Iglesia", para que con
dificultad nos digan lo que quieren significar: las más de las veces será la
jerarquía, otras determinada institución que estiman monopolizante, otras un
partido que se declara o apellida cristiano...y, puesto que formulan acusaciones,
se excluyen lógicamente ellos mismos del concepto de Iglesia. Tienen derecho
a excluirse; pero con la condición de que, para acusar, no hagan recurso al
Evangelio, sino simplemente al común denominador de los derechos humanos
salvada la libertad de todos. La mezcla es demagogia, o encubre resentimientos
5 (57)
difíciles de confesar. Es evidente que, quien quiera que sea entre los que se de-
claren cristianos y no respete ese presupuesto elemental, es un falso cristiano.
La inercia sociológica de tantos seres de entrenados para la responsabilidad,
sensibles únicamente a los estímulos más primarios, acostumbrados a la cómoda
proyección centrifugadora de deberes, o de verdades que incluyen deberes
inmediatos; un cristianismo más o menos conocido como doctrina, vivido sólo
a ratos como sentimiento, soportado a veces como moral, adheridos a él como en
bandería combativa, u ostentado fanáticamente como color de clase, no es un
cristianismo que "hace Iglesia", no es Iglesia de Cristo.
¿Sobran o faltan cristianos?
Entonces, ¿no hay cristianos, o sobran cristianos?...
Cristianos verdaderos —sin exigir que desciendan del cielo—, cristianos
que honradamente acepten y se esfuercen en tomar la fe en el Evangelio como
levadura de su vida, no sobran. Pero sí sobran dominaciones y ostentaciones,
por lo demás innecesarias para la fe de todo creyente, que no responden a la
verdad, y que hacen sobrero y falso el apellido de cristiano o católico. Cristo
se sentiría avergonzado entre los que así, abusivamente blasonan de conocerle,
que si sintieran cerca su presencia, tal vez también le acusarían... otra vez.
La Iglesia, que es el rostro prolongado de Cristo en la Historia, discurre
por su camino acumulando el misterio de su Fundador, que fue y sigue siendo
contradicción para el mundo. Contradicción esclarecible solamente por la fe,
que le descubre en el rostro de la Iglesia.
La Iglesia que buscaba y encontró Newman
Newman, en su inquietud por descubrir ese rostro auténtico, cuando no
podía, desde el anglicanismo, admitir la identidad de Cristo en una organiza-
ción eclesiástica que juzgaba demasiado dependiente del Estado, pero que, por
otro lado, recelaba de la Iglesia de Roma como de una degeneración del
Evangelio a través del influjo y prejuicios subsiguientes del imperialismo
romano, se asomó a la Historia de los primeros siglos de la Iglesia de Cristo, y
se detuvo en aquella gran crisis del siglo IV, cuando, como una consecuencia
de "una paz excesiva", el mundo contempló el paso de la mayoría de obispos
a la herejía, tras los pactos temporales con los poderes seculares que así les
repartían honores y prebendaban sedes. La consideración de la crisis arriana,
que ha sido, de todos los tiempos, la mayor amenaza jamás sufrida, histórica-
mente, por la Iglesia, ante la gran defección jerárquica, temporalizada, politi-
zada, despertó en él todavía más vivo, el deseo de acercarse, dilucidando
contradicciones, al rostro de la verdadera Iglesia, y finalmente creyó encon-
trarlo en el catolicismo.
Ya en el catolicismo, respecto del cual se sentía profundamente enamorado
y evangélicamente crítico, le pareció que la Iglesia de Cristo era como un ser
que está en continuo crecimiento, hasta de la verdad, que no monopoliza, sino
que busca con datos sobrenaturales. Su vida y sus obras, admiradas o discuti-
das en su tiempo, son ahora punto de convergencia entre cristianos, y Pío XII
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pudo decir que a Newman «no sólo le veríamos santo, sino doctor de la Iglesia».
La Iglesia como simple institución es manejable, montable y desmontable;
pero no lo es como rostro de Cristo, como hermandad de creyentes que, desde
las sombras buscan la luz, que desde el tiempo, y sin despreciar el tiempo,
camina hacia la eternidad, porque en su tiempo ya comienza la eternidad...
La Iglesia camina en el tiempo, aumenta y precisa su verdad, se purifica y
busca cómo perfeccionar su estructura, pero no puede impedir que el polvo del
camino le salpique: ella es para los hombres, y tiene una dimensión humana,
con cuya debilidad no pacta, pero siente y se esfuerza en ir superando.
Los cristianos, todos, somos Iglesia
La Iglesia, para un cristiano, para un creyente, no es algo fuera de sí mismo.
Hay posiciones de enjuiciamiento y de crítica como si quisieran decir: «Bien,
yo creo, pero que la Iglesia se perfeccione y, cuando sea lo que coincide con
la perfección que espero, ya me uniré a ella». Esa actitud es injusta, egoísta y
de aprovechado. La Iglesia no es como las sociedades de este mundo, y así la
juzgamos muchas veces. La Iglesia es, somos, los creyentes, que desde la
pobreza de nuestras fuerzas, caminamos y crecemos en la riqueza de la gracia
de Dios. «Desde las sombras a la luz», como decía Newman.
La Iglesia se hace. Cuando algo ocurre en ella, cuando de ella se hable, el
fiel ha de observar lo que la fe le descubre, y no las descripciones o señala-
mientos interesados de los que carecen de fe y otra cosa no pueden hacer que
tratarla, en lo que tiene de rostro de Cristo, a lo más como Pilatos trató al
Señor.
Sinceridad de la fe
«Desde las sombras a la luz», pero también, como Newman dijo de sí
mismo, «sin pecar contra la luz», en sinceridad, honradez y lógica. Que pueda
ser sincera y que seamos sinceros con ella. Sinceridad para proclamar la verdad,
la justicia, la libertad y el amor entre los hombres, pediría otra vez Juan XXIII;
que no es poca tarea si se lleva a cabo sin recortes. Fuera de esto, que le es
esencial, sólo cabe considerar equívocamente a la Iglesia como una organización
humana, o poco más que humana, que ejerce o se inhibe, que acompaña o se
opone al poder, a la riqueza, a la sabiduría y técnicas terrenas, lo cual sería
una falsedad o sería falsearla, porque nos daría una imagen suya contraria a la
que recibe del Evangelio y mutilaría, en la práctica, su mensaje.
Hay que aclarar, una vez más, que la Iglesia no es solamente la jerarquía,
sino la comunidad de bautizados que pasan por el mundo en el esfuerzo sincero
por vivir la vida de Cristo y proclamar, con palabras y la misma vida, su
mensaje. Por eso, a la luz de la fe, el cristiano, si acusa a la Iglesia, se acusa
a sí mismo. Y la reforma, en la medida en que él se supera y corresponde a la
autenticidad de la fe que abraza, con una coherencia vivida, y no como preocu-
pación de perfeccionamiento meramente individual, sino con ansias y trabajos
de transformación del mundo en el bien, y así es anuncio del Evangelio y de-
nuncia de los males del mundo, participando en la inacabada contradicción que
7 (59)
Cristo fue y sigue siendo por la Iglesia, en la dimensión temporal y peregrinante
que constituye nuestra inmediatez.
Una visión totalizadora
Sobre todo, para emitir un juicio sobre la Iglesia de Cristo, no puede pres-
cindirse de un sobrenatural esfuerzo de síntesis valorativo de su totalidad —lo
reclama la misma nota de "catolicidad" que le es propia—, porque juzgarla
por sólo una o alguna de sus partes en el espacio o en las personas, aunque
fuesen éstas muy significativas —por ejemplo de la misma jerarquía, como
ocurrió con la crisis arriana del siglo IV—, nos conduciría a lamentables erro-
res en serie, tanto prácticos como teóricos, falsamente atribuibles a la verdadera
Iglesia de Cristo, que si es indefectible en su conjunto, no lo es en cambio en
sus partes ni en los hombres que la componen. La Iglesia, cuya misión esencial
es la de transmitirnos el anuncio del Evangelio, no nos ahorra el ejercicio de
la fe, que ha de superar las incidencias falibles por humanas, mezcladas en esta
transmisión. Lo cual, precisamente, nos fuerza al ejercicio de esa virtud funda-
mental, para que en verdad libre y personalmente aceptemos el mensaje de
Cristo por él mismo. Nada puede ocurrir que haga imposible la fe, y basta tener
un poquito de fe, 'pequeña como una semilla", pero limpia y sincera, para que
todo se nos traduzca en ocasión purificadora y acrecentadora de esa visión
sobrenatural que por fuerza hemos de reconocer que la Iglesia ha transmitido,
por encargo de Cristo, también a nosotros
Es con los datos que ella nos suministra con los que vamos comprendiendo
cómo hemos de edificar nuestra vida cristiana y cómo hemos de perfeccionar
y construir la misma Iglesia, que somos todos los creyentes.
El mundo es siempre corrompido. Allí donde ha in-
vadido a la Iglesia, ha profanado la religión y se ha
convertido en manantial de actitudes blasfemas...
Tal como ocurre en las corrupciones y en las debili-
dades que alcanzan aun a los hombres buenos.
Cuando estas debilidades se emparejan con el ab-
solutismo de la fe, conducen a acciones faltas de
lógica, a la superstición, a la violencia.
De una carta del cardenal John H. Newman, C. O.,
conservada en el Oratorio de Birmingham, 15.10. 1874
8 (60)
UNA NUEVA PRIMAVERA
EL cardenal Suenens, primado de Bélgica, imagina la historia del pueblo de
1. Dios como una sucesión en la que se alternan o concurren, por estratos o
épocas de su existencia, situaciones parangonables con la sucesión o la
alternancia de las estaciones. Sucesiones o tránsitos no exentos de dolor, pero
siempre finalmente beneficiosos. La primera gran crisis cristiana —las demás
son ondas concéntricas de su impacto en el tiempo y en los hombres— fue el
drama del propio Cristo, que trajo el florecer inmediato de la primera genera-
ción de la Iglesia. Otras serían el arrianismo, desembocando en la fe del
medioevo; el humanismo, el renacimiento, de los que surge, a pesar de la
profunda escisión protestante, una mayor universalización; más tarde los
progresos cada vez más sorprendentes de la ciencia, la tecnificación y transfor-
mación de la sociedad moderna... Siempre con dolores, pero surgiendo de ellos
signos esperanzados que cuajan en frutos de purificación y de bien.
También ahora estamos, dice el cardenal, en una nueva primavera cristiana.
Se fija en esas multitudes de jóvenes que se interesan, de un modo nuevo y
desgarbado, por la figura de Cristo, el Jesus people, el movimiento Pentecostal, la
inquietud y la búsqueda renovadora en filosofía y en teología. Todo lo cual,
aunque no siempre pueda presentársenos con absoluto acierto, nos dice en
nuestros días algo parecido a lo que Juan Bautista decía en los suyos: «Mirad,
se acerca el que nos quita los pecados», los errores... Es una voz, y hemos de
prestar oído a esta voz.
En primer lugar, entre los mismos que creemos en Cristo, el Espíritu de
Dios se muestra activo en todas partes, y quiere que los cristianos caminemos
juntos, aunque experimentemos la gran dificultad de preparar la unidad
ecuménica que se aproxima.
Frente a los no creyentes, hemos de darnos cuenta, señala el cardenal, de
que el mundo está pendiente no ya de lo que decimos con nuestros labios,
sino de lo que le decimos con nuestra vida. Nos contemplan los que no tienen
fe y, aunque no saben decirlo, ellos desean ver a Jesús.
Y he aquí la cuestión vital para los cristianos de hoy: es la misma que puso
a sus discípulos cuando les preguntó: «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Cuestión vital porque todo depende de la respuesta. Y demasiados cristianos
son solamente cristianos sociológicos, producto de un ambiente más que de
una convicción personal, mientras que de hecho Cristo debe ser la gran
decisión de mi vida, de mis sufrimientos, de todo mi ser.
Esa voz del mundo de hoy clama para aceptar a Jesús de una manera
personal. El cristianismo de hoy ha de ser un compromiso personal con Cristo.
9 (61)
Hasta que vuelva
NO predicamos el dolor, sino
la vida y el amor. Pero hay
un Mar Rojo de sufrimien-
tos, de dolor y de muerte, prefigu-
rado en la angustia de aquel pueblo
itinerante que huía de la persecu-
ción poderosa de los egipcios en
busca esperanzada de la Tierra Pro-
metida. Aquel mar quedó estrecho
comparado con la anchura del do-
lor de Cristo. Sin embargo, toda-
vía queda dolor en el mundo, como
un complemento a la pasión del
Señor; pero es dolor que ya no se
pierde, unido al suyo, y que, como
el suyo, hace Iglesia.
El cristiano, por el bautismo, se
sumerge en el misterio de muerte y
de vida del Señor, por el cual
todo es redimible en bien. Ser bau-
tizado no quiere decir poseer una
conexión talismánica con la felicidad eterna, de un modo tan gratuito como
mecánico. Ser bautizado quiere decir abrazar la fe que da al camino del hombre
en el tiempo, ya desde aquí, una participación en el misterio de vida y de
muerte del Señor Jesús, que no es solamente una creencia, sino una experiencia
personal, hermanando la vida del cristiano con la de Cristo. Si la fe no es para
la vida, la fe no es viva. Pero si es para la vida, ya desde aquí comienza una
anticipación de bienaventuranza: está en esta Iglesia que surge del dolor cris-
tiano, lavada incesantemente en sacrificios, purificada con adversidades, pero
incesantemente rejuvenecida y radiante de la reverberación de Cristo Resuci-
tado, vencedor de la muerte y luz del mundo.
Por esto la Pascua, la fiesta de la Resurrección de Cristo, es la gran fiesta
cristiana, centro de todos los misterios del Señor y cima de todas las celebra-
ciones, hasta el punto de que éstas, a través del año, no constituyen otra cosa,
en realidad, que una cadena incesante de conmemoraciones pascuales, renova-
das siempre en memoria del Señor, "hasta que vuelva", y la presencia, la pose-
sión y la vida hagan innecesario el recuerdo.
10 (62)
La plenitud del Evangelio
SI dijéramos que la Iglesia fundada
por Cristo, es solamente un
órgano de conservación, de
transmisión y de explicación de las
enseñanzas del Evangelio, nos olvida-
ríamos de lo más importante: la Iglesia
es también, y sobre todo, el cuerpo
vivo de Cristo, es decir, una encarna-
ción de sus enseñanzas. Ella predica a
Cristo con la palabra, pero su mensaje
incluye la propia vivencia del Evange-
lio por quienes la componen, sin
renunciar a la aspiración sincera de
su total exigencia, de acuerdo con el
ejemplo del mismo Señor, de Cristo.
Pero la totalidad del Evangelio,
como anuncio de palabra y de vida, se
ha de descubrir en el entero pueblo de
Dios considerado en toda la duración
de la historia. En la Iglesia, el Evan-
gelio pertenece a todos y todo cuanto
hay en él contribuye a la redención y
santificación de todos. Por eso es
imposible mantener, según el Evange-
lio, cualquier clase de discriminación
en cuanto a la fuerza de sus exigencias
para los cristianos: su radicalismo
alcanza a todos. El Evangelio tiene
una única "puerta", Jesucristo, que es
tan grande como la totalidad de la
"estancia". San Pablo recordará (Gál.
3, 28): «Todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús».
Sin embargo, no podemos olvidar
que ningún cristiano, considerado
individualmente, ni ningún grupo
especial de cristianos es capaz de
encarnar en su totalidad el Evangelio.
Aun presuponiendo las condiciones
óptimas, no es posible ir más allá de
lo que pueda ser una plenitud relativa:
es el límite o el umbral impuesto por
los fallos, las dificultades momentáne-
as, las imprevisiones, las oposiciones
o las persecuciones, inevitables y
propias de la condición humana tem-
poral y finita.
La plenitud del Evangelio como
realización expresada en la vida del
pueblo de Dios, solamente ha de darse
auténticamente en el todo de su histo-
ria, que va desde el origen del mundo
hasta su gloriosa consumación final.
Con la fe hay que abarcar ese origen
y este final.
Pero en el seno de la Iglesia que se
dirige, purificándose, hacia su eclosión
gloriosa, en la identificación con Cris-
to, se encuentran muchos hombres y
mujeres que siguen más de cerca al
Señor y dan más evidente testimonio
de él con sus renuncias que les hacen
espiritualmente más ágiles en la liber-
tad de los hijos de Dios, como dice el
Concilio (L. G. 42). Estos cristianos
son los llamados por el Espíritu para
que se manifiesten mejor a todos los
bienes del cielo, la vida nueva y eter-
na que anuncia la resurrección futura
y la gloria del reino de Cristo (L. G.
43). Estos cristianos hacen suyas las
palabras del evangelista san Lucas (20,
34-36): «Los hijos de este mundo toman
mujer o marido; pero los que alcanzan
desde aquí el tener parte en el otro
mundo y en la resurrección de entre
los muertos, ni ellos tomarán mujer,
ni ellas marido, ni pueden ya morir,
11 (63)
porque son como ángeles, y son hijos
de Dios, como hijos de la resurrec-
ción».
Por eso Pablo VI, refiriéndose a los
que siguen el llamamiento de Cristo a
la vida evangélica, ha dicho: «¿Quién
se atrevería a sostener que tal llamada
no tiene hoy día el mismo valor y
vigor; que la Iglesia podría prescindir
de estos testigos excepcionales de la
trascendencia del amor de Cristo, o
que el mundo podría indemnemente
dejar apagarse estas luces, las cuales
anuncian el reino de Dios con una
libertad que no conoce obstáculos y
que es vivida diariamente por millares
de sus hijos e hijas?» (Ev. test. 3).
La vida evangélica así afectada no
forma parte, ciertamente, de la estruc-
tura jerárquica de la Iglesia, pero si
pertenece, de manera indiscutible, a
su vida y a su santidad (L. G. 44).
MATRIMONIO Y CELIBATO
Ciertamente, matrimonio y celibato son para los cris-
tianos dos absolutos: un Sí que exige la fidelidad de
una vida entera. El uno y el otro pueden ser vividos de
manera puramente sociológica, si prevalecen el egoís-
mo, la instalación y los conformismos. Para que el sí
siga siendo un sí, y el no un no, hacen falta una nueva
creación y un alumbramiento nuevo, día tras día, a
causa de todas las resistencias que se oponen en el
hombre a una fidelidad esencial por Cristo
y sólo por Cristo.
Para muchos hombres y mujeres en el matrimonio lo
mismo que en el celibato, existen momentos en los que
el amor ya no es posible momentáneamente. Para
guardar la fidelidad queda entonces el lenguaje de
este pedagogo que es la ley. No me gusta esta expre-
sión en lo que puede evocar de represión y también de
juridismo. Sin embargo, la ley puede ser un pedagogo,
como dice el Apóstol, con tal que se haga de ella un
uso provisional, hasta el día en que el amor de Cristo
brota de nuevo espontáneamente, y permita recobrar
una fuerza dinamizante y el espíritu de fiesta.
Roger Schutz, Prior de Taizé
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¿Crisis de vocaciones?
EL domingo, día 23, de este mes de abril, en pleno tiempo pascual, como
en otros años, se va a celebrar la IX JORNADA MUNDIAL DE LAS
VOCACIONES. A diferencia de otras de carácter más particular, aunque
populares —como entre nosotros la de san José, para el Seminario— esta
Jornada es, por voluntad del Papa, una manifestación espiritual y única de
carácter universal, tanto porque se extiende a todo el mundo, como porque
comprende todas las vocaciones de especial consagración. Ello nos mueve a un
comentario sobre las vocaciones, lo que, por otra parte, no es nuevo en estas
páginas.
Desnivel proporcional
Estadísticamente es cierto que al paso que aumenta el número de los bautiza-
dos, disminuye, en proporción, el de vocaciones, sea para la vida evangélica, o
para el sacerdocio. ¿Debido a qué? No podemos entretenernos en un análisis, ni
siquiera muy breve, de los principales factores: atravesamos una crisis histórica
que nos obligaría a múltiples consideraciones que repercuten en todos los
aspectos de la vida humana —más problemas tiene, por ejemplo, la vida familiar
que la sacerdotal o religiosa, y más conflictos e incertidumbres la política,
económica y social en todas partes, que la estructura de la misma Iglesia—.
Diremos, no obstante, una palabra sobre la primera impresión que sacan los
que han estudiado este fenómeno: lo atribuyen en primer lugar, y principal-
mente en ciertas zonas de la Iglesia —por ejemplo la nuestra—, al hecho de la
nueva y segura promoción social y cultural que hoy se puede alcanzar en los
medios rural o proletario —de donde provenían la mayor parte de vocaciones—
sin necesidad de acudir a un seminario o a un convento. Es verdad que esto
sería tanto como suponer que buen número de vocaciones se habían logrado
con el aliciente de una mejora social y cultural, aunque con ello no lleguemos
a afirmar que el móvil último y determinante haya sido ese interés humano
y temporal. El hecho que, por lo común, más de las tres cuartas partes de los
que habitualmente ingresaban en seminarios y casas de formación, las abando-
naran o fuesen despedidos antes de asumir los compromisos definitivos, no
debe olvidarse. Lo cual no puede considerarse, sin más, como una acusación de
"aprovechamiento" de las clases más humildes —muchas veces precisamente
todo lo contrario—, ni menos una alabanza de los social o culturalmente más
afortunados, que no han sido los que más vocaciones han dado a la Iglesia.
De todos modos, esta causa de descenso —que ha sido la más decisiva—,
nos permite concluir que la facilidad social para promocionarse en campos aje-
nos al seminario o casas religiosas, se ha de traducir en un bien para el progreso
de las verdaderas vocaciones. Porque, en este aspecto, como diría san Ignacio, es
más cierto que las vocaciones serán "sin mixtión de carne ni de otra afección
alguna desordenada". La Iglesia saldrá ganando.
13 (65)
También es posible que hayan podido influir, si no en la falta de vocaciones,
sí por lo menos en la desestima del sacerdocio y de la vida de profesión
evangélica, en espíritus culturalmente indefensos, la desorientación causada por
ciertos medios informativos, por la selección y deformación de noticias tenden-
tes al desprestigio de la Iglesia que, aunque presentadas con fingido celo por la
misma, son parte de una larvada campaña de resentimiento hacia ella por los
que no están dispuestos a admitir la evolución que, inspirada por el Evangelio,
lleva a cabo, en especial desde el Concilio, por lo que más de cerca nos afecta.
Vocación sacerdotal
y vocación a la vida evangélica.
La vocación sacerdotal no se identifica necesariamente con la vocación
evangélica o religiosa. La primera está ligada a la dimensión ministerial y
sacramental del pueblo de Dios. La segunda, en cambio, brota de modo ines-
perado e imprevisible al soplo del Espíritu, entre el alma y Dios: existe para
ésta una interpelación misteriosa y experiencial del Señor, y la Iglesia jerár-
quica se limita a discernir, a probar, a regular y no asfixiar el impulso
carismático de la vida de consagración.
En cambio, la vocación sacerdotal nace de una necesidad eclesial, de la
necesidad de tener ministros de la comunión eclesial y, en realidad, es una
llamada de la comunidad a uno de sus miembros, de la Iglesia a un individuo
para que le sirva. Hacer demasiado hincapié en la escasez de sacerdotes, o en
la penuria de vocaciones para el sacerdocio, puede ser incluso un tanto ambiguo.
No ha faltado quien ha hecho notar que, en realidad no hay más problema de
vocaciones sacerdotales que el que la legislación de la Iglesia pueda crear con
su ampliación o reducción de condiciones para dicho llamamiento. Sabemos
que en la actualidad las leyes de la Iglesia están sometidas a revisión y que ésta
se lleva a cabo con rectitud de miras y bajo la providencial asistencia prometida
por el Señor. Todo lo cual debe infundirnos confianza ante el futuro, y desechar
angustias que sólo pueden venir de consideraciones o de intereses humanos. Sí,
hay que pedirle a Dios que en la comunidad de sus hijos, no sea sofocado el
aliento de santidad, el espíritu de profecía y de generosa disposición para el ser-
vicio del Señor y de los hermanos. Pero Dios vela por su Iglesia y tendremos
siempre más de lo que merecemos, porque es rico en bondad y misericordia.
Procuremos, de todos modos, merecerlo. Existe una manera que resume
todo lo bueno que podamos hacer para ello: trabajemos en la formación de
verdaderas comunidades cristianas, en la educación de la fe, en la apertura de
las exigencias evangélicas. La vocación entonces, profética o ministerial,
surgirá espontáneamente donde haya comunidad verdadera, o donde exista un
corazón en el que despierte este deseo de edificar la comunidad con vehemencia
definitivamente sobrenatural.
Esta jornada que se prepara debe ser una ocasión para que todos reflexio-
nemos, en lo que a todos somos, debemos ser "comunidad" en la Iglesia
sin excepción, interesa: ante nosotros mismos, ante Dios, ante el mundo y
ante la misma Iglesia.
14 (66)
EL BUEN EJEMPLO
Y EL MAL EJEMPLO
O nos proponemos, por supuesto, hacer la apología del mal ejemplo: es
un escándalo para los débiles, o les retrasa, por lo menos, para el bien,
que viene a ser lo mismo. Para quienes tengan la conciencia formada o
capaz para discernir lo bueno y lo malo, la cosa ya varía mucho más y se im-
pone relativizar la influencia tanto del "buen ejemplo" como del "mal ejemplo".
En esta época de tantas críticas, favorecidas por el espíritu de sinceridad
—ciertamente encomiable— que abunda o se invoca por doquier, lo peor de las
críticas no puede ser su formulación: diagnosticar un mal, de manera seria y
objetiva, es el primer paso para poderlo remediar, y apuntar a un bien mejor
es la primera condición para ir a su encuentro. El peligro y el pecado estaría
en que, a fuerza de señalar el mal ajeno, descuidáramos de hacer el bien que
está a nuestro alcance y, sobre todo, que tomáramos la "falta de testimonio"
—como ahora se dice— de los demás, como razón de excusa propia. No hay
que aprobar el mal, quienquiera que sea su autor, pero siempre será cierto que,
en la medida en que seamos capaces de verlo —reconocido en nosotros o des-
cubierto en los demás— somos, por eso mismo, igualmente capaces de repararlo
o de subsanarlo redoblando nuestra entrega al bien, sin posibilidad de inhibir
la responsabilidad ante su malogro, o retraso, o incompletez.
No puede admitirse, pues, el achaque retrocesivo invocado como excusa
propia por los que son capaces de advertir cualquier mal ejemplo. Cuando
alguien se da cuenta de que el bien es despreciado o simplemente frustrado, ese
alguien ya no puede incluirse entre los bloqueados para el bien todavía posible:
traicionaría la propia clarividencia, pecaría contra la luz". La responsabilidad
ajena no puede incidir negativamente en la propia. Todo lo contrario: el espec-
táculo del bien es un incentivo gozoso para mantener y acelerar nuestra gene-
rosidad; la contemplación del mal, un acicate doloroso para doblarla, y acudir
donde otros no acuden, supliendo negligencias. En la concepción cristiana del
mundo siempre es más posible el bien que el mal, siempre es posible vencer
el mal con la abundancia del bien", como nos recordaría san Pablo, o, parafra-
seando a san Juan de la Cruz, "donde echéis de menos el bien que buscáis,
poned vosotros mismos el bien que falta". La crítica es buena si nos conduce a eso.
En cambio, se ribetea de fariseísmo la que, con falsa humildad, se ampara
en el lamento del escándalo, recargando las responsabilidades ajenas para
relevo o alivio de las propias. Es un fenómeno de proyección. Las profundidades
15 (67)
del ser humano, exagerando o previniendo la propia defensa, posee mecanis-
mos en los que se mezclan borrosidades primarias subconscientes con clarida-
des lúcidas y responsables, que si no siempre se justifican, por lo menos
explican la posibilidad de muchas contradicciones en las actitudes y en los
juicios frente a los demás. Un simple, un mediocre, una personalidad débil
puede reaccionar inhibitoriamente tanto frente al bien como frente al mal; o al
revés. Puede, por ejemplo, decirse: «como los demás hacen el bien, ya no
hace falta que lo haga yo»; o también: «como los demás hacen el mal, ¿Por qué
he de singularizarme yo haciendo el bien?». Etcétera.
Pero no así una conciencia responsable y equilibrada, máxime si está
iluminada por la fe: le alegra ver el bien en los demás y le anima en la perse-
verancia; le duele ver el mal y reacciona redoblando su generosidad para reparar-
lo sobreabundantemente. Siempre será verdad evangélica que «los ojos limpios
lo ven todo claramente, y los tenebrosos todo oscurecido». Depende más de
quien mira que de lo que se mira.
Idolatras, nos hacemos falsos dioses que representen un bien lejano y no
exigible: egoístas, buscamos víctimas —válidas o ficticias— para acumular a
sus culpas nuestras inhibiciones. Ni en la adulación, ni en la exigencia somos
justos. Adulamos para poder exigir; exigimos para poder acusar, y acusamos
para ocultar o diferir la propia responsabilidad, para huir.
Frente a lo que decimos "mal ejemplo", agotadas otras razones, terminamos
con la última: «es que fulano, por su condición o por su cargo, tiene más
obligación que otros». Es posible; pero ello no nos exime y sigue reforzando
nuestro subsidiario esfuerzo, nuestra mayor obligación: ¿por qué no yo he de
hacer lo que otros olvidan, o no saben, o no pueden, o no quieren?... ¿Por qué
no yo? Si me doy cuenta es que soy capaz de hacerlo: si es un bien y soy capaz,
peco contra el amor si no lo hago. Dios jamás puede permitir un mal sin que
pueda ser causa de bien, de mayor bien. La fatalidad no existe.
El buen o el mal ejemplo, para una conciencia normal, equilibrada, no está
en lo aparentemente positivo o negativo de cuanto se contempla, sino en la
respuesta siempre positiva de nuestra propia reacción. Esto es lo razonable y
lo cristiano.
Nuestro mundo es un mundo de luchas y de vicisitudes en la lucha.
¿Qué es la historia de la Iglesia sino el relato de las incidencias de
una batalla espiritual que aparece siempre incierta, aunque sepa-
mos que el resultado no lo será? Apenas hemos cantado el Te
Deum, ya necesitamos continuar nuestro Miserere. Apenas esta-
mos en paz cuando se 108 persigue de nuevo. Nuestro avance se
realiza en medio de contratiempos, y las penas son nuestros
consuelos: perdemos a Esteban para ganar a Pablo, y Matías
reemplaza al traidor Judas.
Así sucede en todas las épocas. Así ocurre en el siglo XIX como
sucedía en el IV, y así sucederá hasta el fin...
John H. Newman, C. O.
16 (68)
LA PAZ, SIN MIEDO
PIO XII había dicho que «la paz más que un bien, es la suma de todos los
bienes». Es verdad que todos los hombres quieren la paz: ella resume
todas las aspiraciones posibles del corazón humano, y a nadie puede
pedirse ningún sacrificio ni privación si no es con la promesa de algo que en la
paz se contenga. No es muy difícil estar de acuerdo con el deseo de la paz; la
dificultad surge cuando hay que definir por qué medios se ha de conseguir o
cómo se ha de guardar. No se trata solamente de una dificultad dialéctica, sino
de poner en juego la verdadera paz, fácilmente degenerable.
Si el Evangelio es un "anuncio de bien" y si este anuncio comenzaba a
partir de la Resurrección de Cristo, no puede sorprendernos que sus palabras
a los apóstoles sorprendidos de volverle a ver, después del miedo del Calvario,
sean un mensaje de paz, el más colmado. La paz no es solamente su saludo,
sino su promesa, su don: «No tengáis miedo: la paz sea con vosotros».
Antes, del Cenáculo a Getsemaní, ya les había hablado de su paz y de la
paz según el mundo". Eran paces diferentes. La suya excluía el miedo: no era
la paz de la muerte, o de la vuelta a la muerte, o de la amenaza de la muerte:
ésas son las falsas paces del mundo. El trae la paz de la vida, de la vida
resucitada, invulnerable a la muerte. Sin miedo.
Las paces según el mundo, son paces en función del miedo. Sus árbitros
las imponen por la fuerza que se hace temer —Napoleón decía: «No aspiro a
ser amado; me basta ser temido»—, o la ofrecen sin alternativa posible, como
liberación de males reales o supuestos, que dan miedo y se quieren evitar, sin
tiempo para la reflexión. Ninguna guerra es tan siniestra que no se encienda
con promesas de paz; y ni siquiera es posible culpar únicamente a los que
fueran más grandes protagonistas de sus males. Los egoístas que recortaban el
valor universal de la paz, para reservarse "paces pequeñas" para sí, vendían
su silencio a Napoleón, a Hitler..., con tal de mantener la seguridad de sus
apegos terrenos —sin importarles que fueran seguridades a corto plazo: ¡la
vida también es breve!—, o se avinieron a pactos de violencia ante la codicia
de ventajas o recompensas fáciles, es decir, injustas. Recompensas de riqueza,
de prestigio o de participación en el poder.
En cuanto a las multitudes, o se les da el pan y circo" de los romanos, o
se las enardece para que acudan a las batallas y mueran por defender ambicio-
nes ajenas. La historia está colmada de aberraciones y violencias colectivas,
tintadas de falsas promesas mesiánicas, tal vez posibles porque ese también
colectivo deseo de seguridad y de paz multitudinario, era explotado por la
17 (69)
artera lucidez de unos pocos que dominaban el mundo, y le prometían la paz,
pero después de la guerra: o le asustaban con la amenaza de la guerra, después
de la paz. La paz del miedo.
No tengáis miedo: la paz sea con vosotros. Es una paz que no necesita
de la fuerza, que no se mantiene con la amenaza, que no se conquista con la
guerra. Esas son las paces de los hombres: falaces, precarias, ambiguas. La
paz de los reinos del mundo, no la paz del Reino de Dios, «reino de verdad,
de vida, de justicia, de amor y de paz», como canta la liturgia católica. En la
medida en que los reinos del mundo se acerquen a la verdad, a la justicia y
hagan posible el bien, dispondrán el camino de la paz entre los hombres. La
paz de la verdad, es decir, el respeto por la inteligencia ajena, sin engaños,
sin manipulaciones mentales: la paz de la justicia, es decir, el reconocimiento
y la práctica de la igualdad y libertad entre todos los hombres, y la paz del
amor, es decir, de la fraternidad universal con el estímulo y la comunicación
del bien que se edifica en busca de la coincidencia con Dios. Y los hombres,
tengan o no tengan a Dios como objeto de su fe o dato de su inteligencia, se
acercarán al ideal del Reino de Dios, que ya se prepara en esta vida, según
sea su esfuerzo para lograr esa verdad, esa justicia y, sobre todo, por vivir ese
amor. Porque cuando el deseo de bien se absolutiza, coincide con Dios, el
único Absoluto, aunque no sea nombrado. E inversamente, no basta el nom-
brarlo, si este bien no se busca.
Napoleón, al final de su vida, como para poner epílogo a su grandeza
quemada, decía: «Sólo existen dos poderes en el mundo: la espada y la inteli-
gencia, y a la larga la espada es siempre vencida por la inteligencia». Aunque
era cierto que él mismo había sido vencido por la espada. ¿Por la espada al
servicio de la inteligencia?... Es posible, porque la sabiduría de los hombres
puede servirse de las armas; la sabiduría de Dios jamás: es tributaria solamente
del amor, del amor que quita el miedo dirá san Juan en su primera Carta.
Por eso el Señor decía a sus apóstoles: «No tengáis miedo», porque les traía
fuerza de amor, y no de espadas: la de Pedro quedó envainada, para siempre,
en Getsemaní. Y no le dijo en el huerto —ya no daba tiempo— que cada vez
que se le renovara a él o a otros la tentación de la violencia, convirtiera su
fuego a la vehemencia del amor, al esfuerzo de la justicia, a la evidencia de la
verdad.
Si encontrara diez hombres verdaderamente despren-
didos, me vería en ánimo de transformar el mundo.
San Felipe Neri
18 (70)
el mendigo
IBA yo mendigando, de puerta en puerta, por
el camino de la aldea, cuando tu carroza de
oro apareció a lo lejos, como un sueño mag-
nífico, y me pregunté, maravillado, quién sería
aquel Rey de reyes.
Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé
que mis días malos se habían acabado, y me
detuve aguardando limosnas caídas sin pedir,
tesoros derramados por el polvo.
La carroza se detuvo junto a mí. Me miraste
y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la
vida me había llegado al fin. Cuando de pronto,
tú, me tendiste la diestra y me decías: «¿Qué
puedes darme?».
¡Ah, qué ocurrencia la de tu realeza! ¡Pedirle
precisamente a un mendigo! Yo permanecía con-
fuso e indeciso. Luego saqué de mis alforjas,
casi avergonzado, un granito de trigo que no
fuese el más pequeño, y te lo di.
Pero que sorpresa la mía cuando, por la tarde,
al vaciar mi saco al suelo, encontré un granito
—el menos pequeño— de oro en la miseria de
mi montón. Lloré amargamente de no haber
tenido corazón para dárteme todo.
RABINDRANATH TAGORE
19 (71)
LA PAZ, MAS ALLÁ DE LO QUE LOGRAN
Y DE LO QUE SABEN HACER
LOS HOMBRES
NUESTRA paz va más allá y quiere llegar
allí donde todavía existen conflictos
de guerra, odio, sangre, ruinas y armas
cada vez más numerosas y mortíferas. ¡Paz,
paz! Los hombres que hoy día tienen talento
y medios para dar al mundo espectáculos
maravillosos de progreso y organización,
¿no tendrán sabiduría y fuerza para defen-
der y para restablecer la paz, allá donde
ella está herida?
PABLO VI
Mensaje de Pascua, 1972
LAUS
Director: P. Ramón Mas, C.O. - Edita e imprimid: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Ap. 182 - Albacete - D. L. AB 103/12 - 13. 4. 72.
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