Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 107. OCTUBRE. Año 1972.
SUMARIO
DEL trigo el pan, de la uva el vino, el verano ha dado
al hombre el premio de su trabajo. Cultivar lo creado
Y ―para el creyente­― elevar lo natural es tarea. Y
esperanza que convierte en obra de gracia el trabajo, el
conocimiento y el perfeccionamiento de los hombres y de
las cosas. Tarea y esperanza que no se acaba y que otoño
señala otra vez.
OTRA VEZ, A SEMBRAR
DE GRECIA A NOSOTROS
CULTURA Y PRETEXTOS INMORALES
ESTE TIEMPO QUE ES LA HORA DE
NUESTRA VIDA
RECIBIR, SOSTENER, CULTIVAR Y
TRANSMITIR EL TESORO DE LA VIDA
«LA UNIVERSIDAD NOS HA HECHO
CATÓLICOS»
LA PALABRA "CULTURA" EN EL CONCILIO
UN DESAFÍO AL HOMBRE
1 (113)
Otra vez,
a sembrar
OTRA vez, a sembrar, a hacer un acto de fe en la vida de cada hombre,
además de hacerlo en Dios y en nosotros mismos; a creer que es un
campo parecido al de la esperanza que dan los surcos abiertos de la
tierra generosa ―siempre más constante, a la gratitud, que los hombres―, que
guarda y devuelve multiplicada la semilla que le damos.
A sembrar el bien, principalmente la verdad. Verdad del trabajo y de las
ideas; verdad que custodia, aumenta y transmite el acervo ―otros dirán la
cultura― en materia y en espíritu transfigurador de lo sensible, mientras nos
desarrolla como personas y como hijos de Dios, y lo pasamos a los demás,
mejorado. Solamente guardado se nos pudriría.
Es tarea y es deber de siempre; pero cuando llega el fin del verano, cuando
la fuerza del calor estival cede al primer aire fresco de otoño y se hace oblicua
la luz, las energías se interiorizan para organizar su proyección reactivadora y
los impulsos se vuelven rítmicos y generosos, como la esperanza del labrado,
que abre nuevos surcos a la tierra, como la del joven estudiante que comienza
el curso, como en las demás actividades humanas que concentran fuerzas ―se
acabaron las ferias y las fiestas― en lo bueno y lo útil que las determina y ocupa,
para custodiarlo o transformarlo, y mejorarlo, multiplicarlo, distribuirlo, darlo.
En realidad es el ritmo de lo bueno, o el ritmo del bien, al que guarda fidelidad
ciega la tierra, como racionalmente debiera también observarla el hombre
respecto al tesoro de vida, experiencias y valores que Dios le ha dado, por
medio de otros, para que los comparta con los demás hombres.
Recomencemos otra vez, en el campo que es nuestra vida y la vida de todos.
Otra vez, a sembrar. No nos falta el ejemplo de estos hombres austeros y senci-
llos, de tez enjuta, pegados a la tierra en la que todavía confiar, y de la que
sacarán el pan para todos.
Cultivarnos, roturar rastrojos de indolencias, remover la tierra profunda
de la conciencia, informar entendimientos, iluminar inteligencias, rectificar y
robustecer voluntades, sembrar la verdad, y crecer en el bien. Ni la tierra ha
agotado su capacidad de dar frutos, ni la vida de los hombres ―con todas sus
miserias― su capacidad de generosidad.
Volverá a la espiga y el racimo. Volverán ―crecidos― el bien y la verdad.
A pesar del invierno. Por eso, otra vez, a sembrar.
2 (114)
DE GRECIA A NOSOTROS
DURANTE doce siglos, desde la
siega a la vendimia, en la luna
llena que sigue al solsticio de
verano, los griegos celebraban los Jue-
gos Olímpicos, no sabemos si como
una tregua para descansar de las
batallas, o como adiestramiento para
posibles luchas futuras; pero lo cierto
es que la "paz olímpica" ha sido
evocada al ser resucitadas aquellas
celebraciones en nuestra época. La
idea de que los modernos Juegos
Olímpicos pudieran contribuir al fo-
mento de nobles emulaciones que
superaran y substituyeran las guerras
y rivalidades nacionales, ocupó un
lugar importante en sus restauradores.
Se pensó en la exaltación del deporte
como una contribución a la paz mun-
dial; pensamiento que subsiste, aunque
su nobleza no haya podido ser confir-
mada, desgraciadamente, por la expe-
riencia. La restauración conseguida por
Pierre de Coubertin, a principios de
este siglo, no ha logrado evitar las dos
últimas colosales guerras mundiales,
y ya hemos visto como recientemente,
tanto los Juegos de México como los
de Munich han sido mancillados con
la violencia y la muerte. Además, con
o sin sangre, la historia de sus celebra-
ciones delata que no ha sido posible
evitar su politización y su utilización
como plataforma de propaganda nacio-
nalista o, por lo menos, comercial.
Aquella espiritualización de la vida
sonada por Platón quedó truncada en
la antigüedad y no ha logrado todavía
enderezarse. Platón preconizaba el cul-
tivo del alma y del cuerpo, suponiendo
que este último sólo indirectamente
salía beneficiado, y puntualizando que
todo el esfuerzo debía dirigirse a «cul-
tivar el alma sola y perfeccionar en
ella el valor y la sabiduría». Pero el
hombre no ha sido bastante valiente
para vivir en paz, o no ha sido bastante
sabio para edificarla y prudente para
mantenerla. Los solos buenos deseos
naturales no han bastado, y si el hom-
bre se ha burlado de Dios tampoco
puede sorprendernos que haya escar-
necido la naturaleza.
Pero ésta sigue siendo obra de Dios
y, por ello, sigue mereciendo su cultivo.
Son recientes las palabras conciliares
(IM n° 61) de que los ejercicios y
manifestaciones deportivas ayudan a
conservar el equilibrio espiritual, in-
cluso en la comunidad, y a establecer
relaciones fraternas entre los hombres
de todas las clases, naciones y razas
porque enriquecen y afinan el espíritu
humano.
La cultura física, no obstante, debe
ser completada con el cultivo del espí-
ritu, a partir del mismo nivel natural. Y
entonces incidimos en lo que llamamos,
genéricamente, "cultura". Porque la
Gracia se asienta en la naturaleza,
disponer esta mejor, es preparar la
eficacia de aquélla.
Seguramente por eso, los que de
manera atenta se han fijado en las
principales ideas latentes en toda la
pastoral de Pablo VI, han podido seguir
3 (115)
su constante preocupación por la cul-
tura, no solamente entendida como
riqueza tradicional, sino en su dina-
mismo humanizador, capaz de multi-
plicarse, hoy, por los medios que ofrece
el estado de la civilización actual. A
Pablo VI le viene esta preocupación
desde los lejanos años de su apostolado
entre jóvenes universitarios. En el
Concilio Vaticano II, dominado por su
pontificado, no faltan repetidas formu-
laciones que tienen por objeto esa
preocupación cultural.
En realidad, las respuestas prove-
chosas que toda religión pueda ofrecer
a los grandes interrogantes vitales del
hombre, surten efecto en la medida
con que toman contacto con el progreso
de la cultura humana; de lo contrario
pueden convertirse en respuestas des-
virtuadas por pietismos intelectual-
mente perezosos, o en paliativo de
miedos ultraterrenos, o en fanatismo
presuntuoso y estéril.
El cristianismo predicó la humildad,
pero no despreció la cultura. Es preciso
tenerlo en cuenta para no caer, bajo
pretexto de espiritualismo, en el orgu-
llo de "despreciar cuanto se ignora":
arrogancia cómoda, simplista, pero
pueblerina, alejada de la universidad,
de la apertura cristiana a todo bien,
del "catolicismo" que decimos profe-
sar, y que sigue siendo, entendido
correctamente, la mejor respuesta a
todos los interrogantes y provisionali-
dades de este mundo en transformación
que nos toca vivir.
La mayor corrupción.
Cualesquiera que sean los errores doctrinales que hayan
existido en diferentes épocas y en distintos lugares, ninguna
corrupción ha sido tan grande como la que se ha dado
prácticamente casi en todo tiempo y lugar, y que consiste en
servir a Dios por el amor del Dinero y en amar la religión
por el amor del mundo... No quiero decir que tales
personas no amen a la Iglesia, sino que aman aún más la
prosperidad temporal. Su amor por la Iglesia depende de
su amor al mundo, de modo que si la paz de este mundo y el
bienestar de la Iglesia llegaran a estar en contradicción,
se verían inducidos a ponerse en favor del mundo y en
contra de la Iglesia.
J. H. Newman
4 (116)
Cultura y pretextos inmorales
NO hace falta que resucite Platón para recordarnos, traduciendo el sentido
de sus ideas, que la sola obtención de certificaciones académicas o de
títulos universitarios no bastan para hacer al hombre culto, porque no
bastan a hacerlo bueno. A los conocimientos que se pueden acreditar después
de haber acudido a las aulas, habría que añadir, todavía, todo el conjunto de
creencias, costumbres, leyes, valores artísticos y morales y demás capacidades
o hábitos recibidos en la sociedad, por el individuo, y aceptados como un ele-
mento que da forma a su personalidad.
Si nos detuviéramos a considerar la sola actitud moral con que se accede
o se es impulsado por los demás ―grupo, familia― a emprender tales estudios,
nos daríamos cuenta del ínfimo grado de cultura espiritual que han inspirado
las motivaciones de un número elevadísimo de aspirantes a las titulaciones
académicas.
No hay que excluir, como es natural, el que se prepare el futuro del hombre
por medio de la adquisición de conocimientos e ideas que le puedan dar cierta
seguridad y dominio. Pero es inmoral ir a por los títulos, excluida o relegada
la responsabilidad social, movidos por el egoísmo y la codicia de conseguir
empleos descansados y bien pagados o posiciones de influjo monopolizado,
donde existe enorme diferencia entre el provecho individual de quien las ocupa
y la exigua o meramente simbólica carga de deberes anejos. Es inmoral porque
perpetúa los escándalos de los desniveles humanos, impiden su remedio y
convierten en cáncer las injusticias que, entre los males de la humanidad,
constituyen el primer pecado de los hombres, pero el último en reconocer
cuando se comete.
La sociedad está, en general, organizada de tal modo, que es éste todavía
el abuso más común que pueden cometer y cometen con frecuencia, los que se
procuran o aspiran a un mayor nivel "cultural": a una capacitación no para
mejor servir, sino para mejor servirse de la sociedad, jungla de apetencias y
vanidades ―ganar, ascender, dominar, excluir, aprovecharse...
Pero hay otro pecado, que no consiste ni siquiera en ese sacrificar algunos
años de la juventud, para asegurarse un futuro cómodo y elegantemente pere-
zoso o de fácil enriquecimiento. Es el pecado de pereza y de despecho frente
al hecho cultural, en el que los cristianos tenemos también una gran tarea
purificadora, tanto para que, al estar presentes en ella, la impregnemos de
sentido evangélico, como para que demostremos a los que, llevados de una
exclusiva visión naturalista de la vida, no podrían, sin nuestro testimonio,
descubrir que la fe, no solamente no coarta ni se contradice con el hecho cultural
―consubstancial con el desarrollo de la vida humana: naturaleza, civilización,
Sociedad― sino que potencia su desenvolvimiento.
5 (117)
Es positivamente posible hacer la apología de la Iglesia como agente de
desarrollo y promoción cultural de la humanidad: pero no podemos eludir, por
otra parte, las acusaciones de oscurantismo que contra ella, a causa de la actitud
de algunos de sus hijos, se han formulado. La tentación de entender la fe como
un alejamiento de lo temporal, despreciándolo, es posible, y es un error. Pero
recortar las exigencias de la fe, despose yéndola, interesadamente, de su pene-
tración dinámica en la vida tomada enteramente, e un pecado. No obstante e
verdad que algunos cristianos, separando la fe de la ración de egoísmo que
jamás quisieron renunciar, la han dejado como un complemento sentimental o
como un añadido de efectos meramente ultra-terrenos: les bastaba un Dios que
les ayudara a hacerse esta vida según el gusto que ellos mismo: le proponían
en sus rezos, o que en todo caso les dejara libres a sí mismos en esta vida, pero
que luego, en la de más allá, les diera otra, como un segundo egoísmo
.
No puede extrañarnos que suponiendo, con motivo o sin él, que el cris-
tianismo pudiera fomentar o legitimar esta actitud, hombres como Ortega,
Unamuno, Ganivet, Machado (por citar algunos entre los nuestros). reservaran
su adhesión o vacilaran frente al mensaje sobrenatural que el cristianismo les
presentaba.
Por pereza y por despecho se peca contra la cultura cuando, apoyados en
la seguridad trascendente de la fe, nos creemos equivocadamente relevados de
los esfuerzos naturales para desarrollar la: potencialidades que, también como
creaturas, hemos recibido de Dios. O porque la excelencia de las cosas divinas
que la fe nos hace conocer, nos ensoberbece, identificándolas con nosotros
hasta el desprecio de lo natural; bien que lo verdadero suele ser que despre-
ciemos lo que ignoramos" por pereza.
A esa indolencia ―disimulada a veces con falsa mística― somos propensos
los pueblos latinos (sin que ello niegue otras cualidades igualmente caracteris-
ticas, pero en cuya complacencia somos viciosamente inmoderados). Lain
Entralgo, por ejemplo, nos ha hecho buenos servicios en libros y artículos, al
ayudarnos en este diagnóstico. También nos valen, para una meditación cristiana
y social, estas palabras de Paulino Garagorri: «Los males de España proceden,
en buena parte, de que somos un pueblo, en conjunto, todavía primitivo: algunos
defectos del español: la pereza, la insolidaridad incluso consigo mismo, la
charlatanería, la bravura intempestiva y, en definitiva, el adanismo, es decir, la
irresponsable inclinación a echarlo todo a rodar y empezar de nuevo, perdiendo
la experiencia de lo pasado, son defectos arraigados por una insuficiente
cultura».
La cultura es como ese cofre del Evangelio, al que alude Jesús, con provi-
sión de lo viejo y de lo nuevo para crecer en la vida. Y es más que la riqueza
de un cofre, del que se pueden sacar joyas o vestidos, para cubrirse o adornarse.
La cultura no es ni un recubrimiento ni un adorno; es una segunda naturaleza.
No es un vestido que disimula desnudeces, ni una joya que presumimos. Es
como una piel que nos contiene y nos da forma. Como una piel del espíritu, y
un resplandor que de él dimana.
6 (118)
Este tiempo
que es la hora
de nuestra vida
EL proceso de transformación de
la humanidad, acelerado en
nuestros días por los avances
técnicos principalmente de las comu-
nicaciones, es, en realidad, un proceso
de transformación cultural.
Hay una configuración del mundo,
una herencia acumulada con la que
nos encontramos que influye sobre
nosotros más deprisa que en otras
épocas y que, aceptada o repelida,
merced a la interacción humana produ-
cida en la sociedad, da lugar a eso que
llamamos crisis o cambios de nuestro
tiempo. Tiempo de transformación, de
crecimiento.
Los moldes de estos influjos se
generalizan y propagan y desembocan
en lo denominado "cultura de masas".
Cultura y masificación son datos indis-
pensables para enjuiciar los fenómenos
colectivos de nuestros días; necesaria-
mente vehiculantes de cultura. Más
claramente que en épocas pasadas, se
hace patente que la cultura ni es ni
puede ser simple almacenaje memorís-
tico de datos y destreza de habilidades,
ni el cultivo selecto del saber reducido
a minorías, sino que abarca todas las
circunstancias del ser en su ambiente
y situación histórica y lo incorpora,
con reciprocidad de influjos, en esta
integración condicionada y condicio-
nadora.
Cada vez más son todos los hombres
y es todo el hombre que cae bajo su
influjo. Se acortan distancias y cómpu-
tos de tiempos, espacios y personas. Y,
a pesar de todas las contradicciones y
desgarros causados por el crujimiento
de esta colosal transformación del
mundo, con un poco de fe es posible
entrever una tendencia que se afina,
en todas partes, apuntando hacia una
compenetración o comunión universal
de la humanidad. Convergencias en
extremismos ―sólo en apariencia
contrarios― que son ese resabio de
vejez de corazón que no sabe mirar
hacia adelante, siembran temores, o
amenazan o arañan con desespero, el
mapa de la Providencia que no saben
leer. Aunque quepa la actitud de los
que no piensan, o se resignan, para
abandonarse, como la hoja a la corrien-
te del río, y se dejan llevar sin querer
saber adónde se les lleva, abdicando
de sí mismos.
Lo razonable, sin embargo, y lo
cristiano, es esforzarse por descubrir
el sentido de este fenómeno e integrarlo
en las propias posibilidades, con luci-
dez y responsabilidad, para colaborar
a su encauzamiento. Es la hora de
aplicar la frase evangélica recordada
por Juan XXIII: «¡Estad atentos a los
signos de los tiempos!» No para huir,
no para detener impulsos, no para
romper, o para maldecir o para conde-
nar ―serían reacciones del miedo, del
egoísmo, de la falta de fe―; sino para
comprender, para encauzar, para tra-
7 (119)
bajar, para construir. Todo lo cual,
enumerado genéricamente ofrece pocas
dificultades y hasta suscita pacifica
atracción, porque responde a ese opti-
mismo profundo, al clamor de vida, a
la vocación de inmortalidad que Dios
ha sembrado en lo recóndito de cada
espíritu, y que nadie puede extirpar
de su ser; pero que se hace problema
porque, tomado en serio, exige des-
prendimiento, docilidad, cansancios,
constancia y el ejercicio de una indefi-
ciente esperanza, tensa, pero siempre a
punto de sonreír al bien y al amor, que
se sabe cercano, a pesar de la dureza
imponente del esfuerzo, a veces oscuro
y dramático, de la hora de la vida.
Que se hace problema porque la fe
y la esperanza, es el problema del
creyente, nunca acabado de resolver,
aunque le vayan ayudando a descifrar
todos los demás.
CULTURA: INSTRUCCIÓN Y EDUCACIÓN.
Nadie podría, con razón, acusar al Padre Lacordaire de conservadurismo.
El famoso predicador de las Conférences de N-D de Paris llegó en sus
actitudes, a la hora de interpretar la sociedad de su tiempo, hasta los
ex/renos consentidos por la ortodoxia. Por eso, en nuestra época, es que
también queremos ser avanzados, pueden valernos unas palabras suyas
respecto a la educación, pronunciadas en una de aquellas famosas
conferencias:
¡Desgraciado el que confunda la instrucción con la
educación; que crea que el bien surge de la ciencia y
de la literatura, sean como sean, y que basta con saber
retener en la mente conceptos importantes para
preparar el alma del hombre y del ciudadano!
La perfección espontánea no se da, y la moral menos. El niño y el joven,
por sí mismos, no pueden alcanzar el nivel de educación necesario con
sólo el impulso desordenado, individualista, de afirmarse en la vida, sin
caer en la contradicción anárquica del propio egoísmo. Ideas, comporta-
miento recto, modales, han de ser recibidos; de lo contrario podríamos,
tal vez, conseguir hombres doctos, pero mal educados. Por eso continuaba
Lacordaire:
La educación consiste en transmitir al alma que se
rebela y se halla llena de egoísmo, el sentido de la
obediencia, del respeto y de la abnegación: legado
sublime cuya ausencia nada puede sustituir.
(Conf. núm. 01, 1950)
8 (120)
Recibir,
sostener,
cultivar
y transmitir
el tesoro de la vida
«El Hombre ha sido creado
para ser superado»
Emmanuel Mounier
LO más importante de la vida humana, dice Ortega, es que el hombre
no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la
existencia. La vida nos es dada, puesto que no nos la damos nosotros
mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo. Pero la
vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla
nosotros, cada cual la suya. Comprender, interpretar esta verdad de nuestra
vida y nuestro quehacer en ella, tal vez sea lo que podemos llamar, en el mejor
sentido, cultura.
Porque entender la cultura como un depósito de logros, cualquiera que sea
la descripción que de ellos hagamos, o el orden con que los enumeremos,
permaneciendo estáticos, puede ser decoración archivable en la memoria, pero
no influye en la vida. La memoria ha de estar al servicio de la inteligencia,
tal orden al de la actividad.
Pero entender la cultura por simple actividad, como simple moverse para
demostrar que se está vivo, como hacer equilibrios para no caerse, sería la
ridiculización de la misma vida, sin exceder la importancia caricaturesca de
una ficción inútil.
Cultura es cultivarse. La importancia del descubrimiento de nuestro
i quehacer vital, está en hacerlo, en llevarlo a cabo, con el material recibido,
comunicando nuestra aportación al don que nos precede, para transmitirlo
enriquecido. Enriquecerlo es enriquecernos, es realizarnos sacando a superficie
nuestras posibilidades.
Hacen falta tres cosas: creer en lo que hemos recibido, creer en nuestras
posibilidades y creer y preparar su entrega. Solamente así no se malogra, sino
que se agradece, la sorpresa del don de esta vida que late en cada uno, con todo
el bagaje que la acompaña; solamente así no paralizamos, sino que crecemos y
aumentamos su plenitud; solamente así nos disponemos al amor, a la entrega
del bien, del que somos agentes después de haber sido objeto del mismo. Sola-
mente así somos justos, porque custodiamos y devolvemos lo recibido; solamente
así somos libres, porque hemos elegido el bien.
9 (121)
«La Universidad nos ha hecho católicos»
«Oxford made us Catholics»
J. H. Newman.
YA, desde tiempos de Disraeli, se
decía que Inglaterra conseguía sus
victorias militares, diplomáticas y
económicas, no en los campos de batalla,
o en las cancillerías o en los mercados,
sino sobre el césped de los campos y las
aulas de Oxford. Se quería significar que
la pujanza del imperio británico no se
apoyaba ni en el azar, ni en la fuerza, ni
en el tesón salvaje de una raza, ni en la
simple tiránica acumulación de medios
para organizar e imponer un dominio,
sino en la calidad humana de las genera-
ciones formadas en la Universidad.
Las universidades inglesas eran lugares
donde el estudiante, por supuesto, no era
valorado por su capacidad memorística,
sino por su inteligencia y por la completez
de una formación integral, en la que la
ciencia y el arte, la cultura clásica y
las curiosidades de los descubrimientos
modernos, la capacidad asimiladora y
creativa, debían compaginarse con los
ejercicios deportivos, con los buenos
modales, con el afinamiento espiritual y
el gobierno de sí mismo y la aptitud para
la responsabilidad personal y la convi-
vencia. Todo lo cual debía ser llevado
a cabo, y era posible, con un mínimo
aparente de rigidez, gracias a la buena
educación, por lo común recibida o asi-
milada antes de llegar a las aulas de la
Universidad. Hoy tal vez podrían disgus-
tarnos algunos de los criterios entonces
empleados para la selección de candidatos
a la Universidad; pero nos costaría mucho
trabajo idear otros medios al comprobar
que, pasado el tiempo y convertida casi
en masiva la posibilidad de frecuentar la
Universidad, aquel espíritu de Oxford,
de Cambridge, e incluso de Eaton, siguen
influyendo en eso que se ha venido en
llamar la gentemanlikeness universitaria
inglesa.
Newman procedía plenamente de este
ambiente, fue siempre un universitario:
toda la simpatía precedente por san Felipe
Neri (*) no habría bastado para decidirle
a fundar el Oratorio en Inglaterra, si no
hubiese descubierto en el Oratorio, como
institución, una providencial correspon-
dencia típica entre la vida sacerdotal que
inauguraba al hacerse católico ―pero que
era como el término de una evolución no
retractada, originada en la Universidad―
y su vida de fellow en Oxford.
Intelectual auténtico, él no creyó jamás
que la fe o el sacerdocio católico pudieran
exigirle renuncias en esa actitud radical
y sincera. Sin tenerlo en cuenta no podrí-
amos aproximarnos a la comprensión de
su misión, ni menos explicarnos la mayor
parte de penas y contradicciones que, si es
verdad que purificaron su alma y acriso-
laron su virtud, recortaron notablemente
el alcance y la eficacia de las obras que
emprendió, entre las cuales, la menos
importante no fue precisamente la de
(*) LAUS, mayo 1972, p. 13 (85) y s6.
10 (122)
la Universidad Católica de Dublín y el
proyecto de un Oratorio en Oxford. Las
envidias, las incomprensiones de mentes
cortas, aunque encumbradas, los pietis-
mos disimuladores de ignorancias, la falta
de colaboración en una visión más amplia
sobre la Iglesia y lo que ésta debía inten-
tar, o debía proyectar en aquella época en
Inglaterra, hicieron que no pudiera ser
comprendido o aceptado por la cortedad
de inteligencia o por la fe inmatura de
los que ponían su seguridad en la allí, de
todos modos, lejana, aunque imponente
grandeza del Papado, en las definiciones
o directrices magistrales, legítimas que,
sin embargo, a algunos les evitaba aportar
el esfuerzo de la propia inteligencia
satisfecha y perezosa ―se acababa de
definir el dogma de la infalibilidad ponti-
ficia―, o en la efectiva universalidad del
catolicismo, el cual, aunque reducido y
minoritario en Inglaterra, gozaba, esta-
dísticamente, de una extensión mundial.
Newman, convertido al catolicismo, fue
siempre buen hijo de la Iglesia, ortodoxa
su fe, y si, aun creyendo en la infalibilidad
pontificia, por ejemplo, le parecía ino-
portuna o innecesaria su formulación
dogmática, no lo exteriorizaba por opo-
nerse al Papado, sino por la honradez de
dar su pensamiento, antes de procederse
a aquella definición que, como todas las
cosas, no debía suprimir la aportación
racional y bien intencionada de los
verdaderos fieles y por lo mismo amantes
de la Iglesia. Se debería conceder tiempo
y tratar con consideración a los que
encuentran dificultades en nuevas formu-
laciones dogmáticas, decía. Y añadía: «La
adhesión inmediata a un artículo tal
puede ser reflejo de una fe vigorosa, pero
también puede ser causa de que un
hombre crea cualquier cosa porque no
cree en nada, ya que está dispuesto a
reconocer cuanto su partido religioso (en
realidad, su partido político) le exige...
Hay demasiados prelados que hablan
como si no supieran lo que es un acto
de fe».
Evidentemente esto escandalizaba a los
que esperaban una conversión del mundo
más milagrosa que misionera, o descono-
cían o despreciaban la realidad; esa reali-
dad que es el campo donde la inteligencia
cristiana ha de introducir el Evangelio,
para no ser como los que aprenden a nadar
―la imagen es suya― para salvar a los
que se ahogan... y nunca se han mojado
ni han visto el agua siquiera. El deseaba,
diría, que «el hombre seglar e intelectual
fuese devoto, y que el eclesiástico devoto,
fuese intelectual».
Recién convertido, su opción por el
Oratorio no fue tomada sin un examen
prolongado y profundo, en orden a su
propia capacidad y la de sus compañeros,
y a la misión que les esperaba. Hecha la
decisión, consubstanció su vida con ella
hasta la muerte y veremos cómo, al ser
creado cardenal por León XIII, pedirá al
11 (123)
Papa que le deje continuar en el Ora-
torio de Birmingham, en su nido",
como un Padre más.
En sus escritos y en los esquemas de
las exhortaciones que dirigía a la
comunidad, descubriríamos el paralelo
que establece entre un college de la
Universidad y un Oratorio de san Feli-
pe Neri. Basta cambiar el régimen,
introducir el celibato, establecer un
cuerpo de fellotes con la misión no
simplemente intelectual, sino sacerdo-
tal y apostólica, y poner a uno de los
hermanos que haga de cabeza en el
trabajo pastoral y evangélico y «ya
tenéis ante vuestros ojos a una Congre-
gación de san Felipe».
Pero recordará incesantemente,
aunque no siempre lo mencione de
forma explícita, toda aquella segunda
naturaleza que es producto de la buena
educación, largamente ejercitada por
él como universitario, que es fruto del
cultivo de la mente junto con todo lo
que constituye la personalidad, en ese
equilibrio de nobleza, de corrección,
de franqueza de compañero, sin ava-
sallar ni romper la intimidad ajena;
ese señorío que no es distancia, sino
respeto y obsequio; esa urbanidad sin
Necesitamos más seminarios
que sedes episcopales. Necesi-
tamos educación, perspectiva,
ensamblamiento organización:
por encima de todo perspectiva
de conjunto. Es lamentable que
tantos hombres capaces estén
rindiendo tan poco.
J. H. Newman
hipocresía; esa laboriosidad constante,
silenciosa, selectiva, desprendida y
generosa; esa apertura de mente a una
vida que espera el esfuerzo gozoso de
todos para ser mejorada; esa incesante
renovación sin rompimientos, sino
alimentada por la fluidez interior...
«Nosotros, dirá, los del Oratorio, somos
más atenienses que espartanos»; una
austeridad más del pensamiento, del
señorío del espíritu, de la constancia
y de la templanza de la voluntad, que
de las estrategias o las organizaciones
del cálculo y de la fuerza. Y no por
negligencia o descuido; no por abdica-
ción pueblerina, pseudo-mística, o
inhibitoria; sino por la más profunda
y superior finura espiritual, ciertamen-
te más rara, más difícil de descubrir
y mantener, pero más exigente preci-
samente por ser más libre.
Él llama a todo eso "base cardinal",
Kozne de la vida comunitaria del Ora-
torio, lo que no evitó diferir de los
que, menos conocimiento del
Oratorio y sin haber asistido a sus
mismos orígenes, primero estudián-
dolo en Roma y luego iniciándolo en
Inglaterra, se inclinaban por una in-
terpretación menos profundizada y
menos matizada.
Todo esto, decía él, no son valores
simplemente naturales, sino que caen
dentro del orden de la gracia desde el
momento que se persiguen y se man-
tienen con mentalidad de cristiano.
«No se trata de un refinamiento de-
mente contemplado en sí mismo, sino
como un suplemento de una más alta
perfección religiosa».
Cuando habla de nobleza o caballe-
rosidad, puntualiza que no ha de
coincidir necesariamente con el "ran-
go" social de donde se procede, sino
del rango del espíritu, el único que da
12 (124)
esa nobleza y capacidad sin la cual se
carece de aptitud para la vida común
y para un verdadero y positivo influjo
apostólico.
Su insistencia se veía impulsada por
dos razones principales: en primer
lugar porque se daba cuenta del mo-
mento de transformación cultural, y
de reactivación del saber humano, que
se obraba en su mundo, con lo cual,
sin renunciar al bien que al mundo
hay que hacer, había que contar necesa-
riamente; y, en segundo lugar, porque
juzgaba que la Iglesia ―o más exac-
tamente los eclesiásticos y muchos
católicos influyentes― confiados en la
verdad divina que seguros custodia-
ban, cerraban sus ojos ante los progre-
sos que se hacían en el campo de la
historia, la filosofía, la psicología, las
matemáticas, la biología, la sociología
y la política, más atentos a condenar
los errores posibles en que la novedad
incurriera, que a alegrarse y bendecir
todo lo positivo que, sin duda y en
mayor abundancia que los errores,
también se contenía. Era, en parte, por
lo menos, el miedo sistemático a lo
nuevo, cuando no el despecho de
despreciar lo que se ignora.
El mundo atravesaba por un segundo
Renacimiento, parecido al que sirvió
de marco a la fundación de san Felipe
en Roma. Romanticismo, revolución
industrial, transformaciones sociales
y políticas con el desplomamiento de
los absolutismos, descubrimientos
científicos insospechados, comunica-
ciones relativamente aceleradas... Y
un punto neurálgico de todo ello era
Inglaterra. Por esto tuvo la idea y
emprendió el gigantesco esfuerzo de
la Universidad Católica de Dublín
donde, en zona próxima y católica
sería posible dar una buena formación
cristiana a sacerdotes y
seglares por esto pensó en un Oratorio
junto a la Universidad más acreditada,
que era precisamente la suya, Oxford;
por esto fundó un colegio católico
junto a la Congregación de Birming-
ham; por esto tendió una mano y se
comprometió por los laicos católicos
impacientes y asumió la dirección de
The Rambler...
La perspectiva del tiempo, finalmen-
Mi opinión siempre ha sido responder a lo erróneo y no
suprimirlo: y esto aunque sólo fuera por cuestión de con-
veniencia para la causa de la verdad, por lo menos en
esta época. Suprimir me parece una mala política. La
verdad tiene fuerza por sí misma y se abre camino; es
más fuerte que el error.
J. H. Newman
13 (125)
te, daría la razón a Newman. Sobre
todo a partir de un Papa, León XIII,
un intelectual equipado con la expe-
riencia de varios años de observación
de la vida europea, desde su mismo
centro, cuando desde Bruselas, como
nuncio apostólico, observaba las trans-
formaciones que se obraban en Al-
emania , en Inglaterra, en Francia, en
silencio. Silencio que se rompió al
llegar a la silla de Pedro, nombrando
su primer cardenal en la persona de
Newman, respondiendo a los proble-
mas sociales
que había ―¡hacía medio
siglo!― aventado Carlos Marx, esti-
mulando la ciencia, reformando los
seminarios y afrontando los problemas
del liberalismo y la democracia, no
solamente con principios doctrinales,
sino frenando la escalada dictatorial
de Bismarck frente a la Iglesia y acon-
sejando sabiamente a los católicos de
Francia, cuyo conservadurismo a ul-
tranza les alejaba de sus deberes
ciudadanos.
Finalmente, un testimonio reciente,
el de Pablo VI, así sintetiza la persona-
lidad y la vocación del gran convertido
de Oxford:
«Newman fue el promotor y repre-
sentante del Movimiento de Oxford,
que suscitó tantas cuestiones religiosas
y estimuló tan grandes energías espi-
rituales, quien, plenamente consciente
de su misión ―«tengo una tarea que
realizar»― y guiado solamente por el
amor a la verdad y a la fidelidad a
Cristo, trazó el itinerario más laborioso,
pero también el más grande, el más
lleno de sentido, el más convincente
que ha recorrido el pensamiento hu-
mano durante el siglo pasado y, pode-
mos decir, durante la edad moderna,
para llegar a la plenitud de la sabidu-
ría y de la paz».
JESÚS Y LA CULTURA.
JESÚS, como hombre,
fue uno de los mayores
activadores de la cultura
de la humanidad, aunque
no se dedicó ni a la cien-
cia ni al arte, ni dio direc-
trices sobre el particular.
Lo único que le absorbió
fue el Reino de Dios, el
fermento que en el mun-
do ha de contribuir a su
paz.
De tal modo aceptó la
preferencia de Dios por
la pobreza y el servicio,
que a ello consagró toda
su vida. Ésta fue la belleza
y la bondad más grande
que pudo encontrar. Y
es una vocación y un pri-
vilegio poder participar
de la simplicidad de tal
perspectiva que, con fre-
cuencia, coincide con una
vida ceñida a la obser-
vancia de los consejos
evangélicos.
Catecismo Holandés
14 (126)
LA PALABRA "CULTURA"
EN EL CONCILIO
Sin apurar los textos, porque un rastreo exhaustivo ocuparía
demasiado espacio y el lector interesado en ello puede fácilmente
hacerlo por su propia cuenta yendo directamente a las mejores
ediciones de los Documentos Conciliares del Vaticano II, nuestra
selección se ha detenido, especialmente, en la Const. Iglesia y
Mundo (IM), y algunos puntos de la Decl. sobre la Educación
Cristiana (Ed), Const. dogmática sobre la Iglesia (1), la Decl.
Sobre Religiones no Cristianas (Rn C), el Decr. sobre el Aposto-
lado de los Seglares (AS), y el Decr. sobre los Medios de Comu-
nicación Social (MCS), cuyas siglas y numeración remiten al
lector al contexto correspondiente.
CONCEPTO GENERAL DE CULTURA
IM 53. Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con
que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y
corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y
trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la
sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; final-
mente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva, en sus obras, grandes
experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos,
e incluso a todo el género humano.
LA CULTURA Y LA FE
IM 58. La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la
cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen
de la seducción permanente del pecado.
Ed 8 La escuela católica persigue, en no menor grado que las demás escue-
las, los fines culturales y la formación humana de la juventud. Su nota distintiva
es ordenar finalmente toda la cultura humana según el mensaje de la salvación,
de suerte que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alumnos van
adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre.
IM 58. Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje de salvación
y la cultura humana. Dios, el efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena
15 (127)
manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de
cultura propios de cada época.
PLURALIDAD DE CULTURAS
IN 53 La palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico
etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de
vida común diversos y escalas de valor diferentes encuentran su origen en la
distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar
la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de
desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres
recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana.
IM 54. Una forma más universal de cultura, tanto más promueve y expresa
la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades
de las diversas culturas.
IM 58. La Iglesia ha empleado los hallazgos de las diversas culturas para
difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a todas las gentes.
NUEVAS FORMAS DE CULTURA
IM 54. La industrialización, la urbanización y los demás agentes que pro-
mueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura ―cultura de
masas―, de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar
descansar.
IM 55. Somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que
el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus
hermanos y ante la historia.
IM 51. Las circunstancias de vida del hombre moderno en el aspecto social
y cultural han cambiado profundamente, tanto que puede hablarse con razón
de una nueva época de la historia humana.
VALORES POSITIVOS DE LA CULTURA ACTUAL
IM 51. Ciertas notas características de la cultura actual: las ciencias exactas
cultivan al máximo el juicio crítico; los más recientes estudios de la psicología
explican con mayor profundidad la actividad humana; las ciencias históricas
contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo el aspecto de su mutabilidad
y evolución; los hábitos de vida y las costumbres tienden a uniformarse más y
más.
IM 57. Entre los valores de la cultura actual se cuentan: el estudio de las
ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas, la
necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de solida-
ridad internacional, la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad
de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad de
16 (128)
lograr condiciones de vida más aceptables, para todos, singularmente para los
que padecen privación de responsabilidad o indigencia cultural.
ALCANCE HUMANO DE LA CULTURA
IM 59. Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y
plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes
los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, natura-
leza y cultura se hallan estrechamente unidas.
IM 44. Los tesoros escondidos en las diversas culturas permiten conocer
más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y
aprovechan también a la Iglesia.
IM 57. El misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos
y ayudas para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura
en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre.
I 36 Los cristianos deben contribuir eficazmente a que los bienes creados,
de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean
promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para
utilidad de todos los hombres sin excepción.
PROGRESO CULTURAL
IM 73. Con el desarrollo cultural, económico y social se consolida en la
mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación de la comuni-
dad política.
IM 60. Con la promoción cultural y social podrán todos los hombres y
todos los grupos sociales de cada pueblo alcanzar el pleno desarrollo de su
vida cultural de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones.
RnC 2. Las religiones, al tomar contacto con el progreso de la cultura, se
esfuerzan por responder a los interrogantes vitales del hombre con nociones
más precisas y con lenguaje más elaborado.
ESCUELAS
Ed 6. El monopolio escolar es contrario a los derechos naturales de la
persona humana, al progreso y a la divulgación de la propia cultura.
Ed 8. El ejercicio de este derecho de la Iglesia a tener sus escuelas contri-
buye en gran manera a la libertad de la conciencia, a la protección de los
derechos de los padres y al progreso de la misma cultura.
Ed 5. La escuela constituye como un centro de cuya laboriosidad y de
cuyos beneficios deben participar juntamente las familias, los maestros, las
diversas asociaciones que promueven la vida cultural, cívica y religiosa, así
como la sociedad civil y toda la comunidad humana.
17 (129)
IGLESIA Y CULTURA
IM 58. La Iglesia puede entrar en comunión con las diversas formas de
cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las
diferentes culturas.
IM 58. La Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye a la cultura
humana y la impulsa, y con su acción, incluida la liturgia, educa al hombre en
la libertad interior.
IM 61. Cooperen los cristianos para que las manifestaciones y actividades
culturales colectivas, propias de nuestro tiempo, se humanicen y se impregnen
de espíritu cristiano.
AS 7. Entre las obras de apostolado de instauración del orden temporal
sobresale la acción social cristiana, la cual desea el santo Concilio que se extien-
da hoy día a todo el ámbito temporal, incluida la cultura.
ESTADO Y CULTURA
IM 59. A la autoridad pública compete no el determinar el carácter propio
de cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los medios para promover
la vida cultural entre todos, aun dentro de las minorías de alguna nación.
Ed 6 El Estado ha de prever que a todos los ciudadanos sea accesible la
conveniente participación en la cultura y que se preparen debidamente para el
cumplimiento de sus obligaciones y derechos civiles.
LIBERTAD DE LA CULTURA
IM 59. La cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y
social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarro-
llarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios.
IM 59. La Iglesia no prohíbe que las artes y las disciplinas humanas gocen
de sus propios principios y de su propio método, cada una en su propio campo;
por lo cual, reconociendo esta justa libertad, la Iglesia afirma la autonomía de
la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.
IM 59. Sobre todo hay que insistir en que la cultura, apartada de su propio
fin, no sea forzada a servir al poder político o económico.
DERECHO A LA CULTURA
IM 60. Es preciso hacer todo lo posible para que cada cual adquiera concien-
cia del derecho que tiene a la cultura y del deber que sobre él pesa de cultivarse
a sí mismo y de ayudar a los demás.
IM 60. Es preciso procurar a todos una cantidad suficiente de bienes cultu-
rales, a fin de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su
ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su cooperación auténticamen-
te humana al bien común.
18 (130)
Un desafío al hombre
EL género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia, carac-
terizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se
extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia
y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y
deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su com-
portamiento para con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan
esto es así, que se puede hablar de una verdadera metamorfosis social y cultu-
ral, que redunda también en la vida religiosa.
Como ocurre en todas las crisis de crecimiento, esta transformación trae
consigo no leves dificultades. Así, mientras el hombre amplía extraordinaria-
mente su poder, no siempre consigue someterlo a su servicio. Quiere conocer
con profundidad creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente
más incierto que nunca de sí mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la
vida social, y duda sobre la orientación que a ésta se debe dar.
Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posi-
bilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la huma-
nidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni
escribir.
Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entre
tanto surgir nuevas formas de esclavitud social y psicológica.
Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua
interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin embargo, gravísima-
mente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto,
todavía agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas,
y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo.
Se aumenta la comunicación de las ideas; sin embargo, aun las palabras
definidoras de los conceptos más fundamentales revisten sentidos harto diversos
en las distintas ideologías.
Por último, se busca con insistencia un orden temporal más perfecto, sin
que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus.
Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros contemporáneos
difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a compaginarlos con
exactitud al mismo tiempo con los nuevos descubrimientos. La inquietud los
atormenta, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolu-
ción del mundo.
El curso de la historia presente es un desafío al hombre que le obliga a
responder.
(Vatic. II. IM, 4)
19 (131)
HORARIO DE MISAS
(DESDE OCTUBRE A JUNIO)
DÍAS LABORABLES: 7,45 de la mañana y 8 de
la tarde.
DOMINGOS Y FESTIVOS: 10, 11 y 12 de la ma-
ñana y 8 de la tarde.
SÁBADOS Y VÍSPERAS DE FESTIVOS: 8 de
la tarde (Misa anticipada).
Una vida de fe que quisiera prescindir de la Palabra de Dios,
acabaría en degradaciones beatiles, supersticiosas o fanáti-
cas. Estimemos, por esto, LA LITURGIA DE LA PALABRA que
constituye la primera parte de la santa misa, asistiendo a ella
con puntualidad y atención. Por lo demás, la puntualidad es
un elemental deber de buenos modales que debiera ser ocioso
recordar en el templo; y la atención nos facilita la comprensión
del mensaje necesario a la fe.
Fiarse en la simple ‘validez' sacral de los ritos presenciados,
o contentarse con el 'cumplimiento' suficiente de los precep-
tos, reduce a fariseísmo la religión, o a un
añadido soportado y molesto.
LAUS
Director: P. Ramón Mas, C.O. - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 103/62 - 16. 10. 72
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