Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 109. DICIEMBRE. Año 1972.
SUMARIO
DIOS y el hombre, debilidad y fuerza, naturaleza y
U gracia, historia y eternidad... Todo se centra en el
mensaje de la encarnación del Hijo de Dios. Sólo a
través de su significado es posible una interpretación cris-
tiana del hombre, del mundo y de la Iglesia.
EL AÑO LITÚRGICO
LA GUERRA Y LA PAZ
IGLESIA, ENCARNACIÓN, TEMPORALIDAD
EL HOMBRE
EL PAPA
«JESUCRISTO SÍ, PERO IGLESIA NO»
IGLESIA, POLÍTICA Y DIPLOMACIA
MÁS QUE UNA RELIGIÓN Y MÁS
QUE UNA ÉTICA
TRABAJAR POR LA PAZ
FORMALIDAD LEGAL.- AVISOS
1 (149)
El año
litúrgico
TODA nuestra vida se realiza
progresivamente en el tiempo,
incluida la vida de Dios en no-
sotros. Como en la Revelación Dios se
ha manifestado al hombre en su propia
historia, así también el hombre, a tra-
vés del tiempo, entra en el Misterio
Pascual. Este consiste en el paso"
de este mundo a través del misterio
de la muerte, en la obediencia del
Hijo, al mundo nuevo en el estado de
Cristo resucitado. El "paso" realizado
ya por Jesús y su Madre, continúa
realizándose por los miembros de su
Cuerpo (cf. Inter Oecum. n. 6).
«La santa madre Iglesia considera
deber suyo celebrar, con un sagrado
recuerdo, en días determinados a tra-
vés del año, la obra salvífica de su divi-
no Esposo. Cada semana en el día que
llamó "del Señor", conmemora su re-
surrección, que una vez al año celebra
también, junto con su santa pasión, en
la máxima solemnidad de la Pascua».
Además, en el círculo del año desa-
rrolla todo el misterio de Cristo, desde
la Encarnación y la Navidad hasta la
Ascensión, Pentecostés y la expecta-
ción de la dichosa esperanza y venida
del Señor» (SC n. 102).
Después de la celebración de la
muerte y resurrección del Señor, la
Iglesia nada conmemora con mayor
interés que el misterio del nacimiento
y primeras manifestaciones del Señor.
Muchas de las costumbres cristianas
de estos días se han secularizado en
la sociedad contemporánea, perdiendo
así su significación. Se impone un dis-
cernimiento para celebrar la Navidad
en el espíritu de Cristo.
Tiempo de
Adviento
El tiempo de Adviento presenta un
doble aspecto: por una parte es el
tiempo de preparación a las solemni-
dades de la Navidad en la cual se
conmemora la primera venida del Hijo
de Dios; y por otra, con este recuerdo,
se dirige nuestra atención hacia la
expectación de la segunda venida de
Cristo al final de los tiempos. Por esta
razón el Tiempo de Adviento se pre-
senta como el tiempo de la alegre
esperanza (Normas Univ. n. 39).
Las cuatro semanas que preceden a
la Navidad están dominadas por la
realidad de la venida del Señor entre
los hombres.
El Adviento es el tiempo de la espe-
ranza: El Señor vendrá. Pero una espe-
ranza que brota de la fe: El Señor ha
venido. Esa fe se alimenta cada día por
la comunión con el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo: El Señor está cerca de
nosotros.
Al celebrar su venida pasada hace-
mos presente y adelantamos su glorioso
retorno, principalmente en la Eucaris-
tía en la que anunciamos su muerte,
proclamamos su resurrección y deci-
mos: «Ven, Señor, Jesús».
Calendario
litúrgico
pastoral
1973
2 (150)
La guerra
y la paz
CUANDO se quiere recordar la historia de los pueblos, se coincide con
el recuento de sus guerras; cuando se quiere conmemorar sus gran-
dezas, no puede evitarse, a la hora de la sinceridad, el reconocimiento
de que, en la mayoría de los casos, han sido el resultado de las opresiones
ejercidas sobre pueblos más débiles. Cuando se investiga sobre las razones
de tantas guerras y opresiones, se llega siempre a motivos de raza, de
religión, de nacionalidad, levantados a nivel ideológico y justificador, que
ocultaba con falsos pretextos, el verdadero móvil de codicias materiales, de
expoliación violenta, de apropiaciones impuestas. Las envidias de los pere-
zosos, log injusticias de los poderosos, la obcecación de los fanáticos, ha
llevado al desprecio de la dignidad del hombre, que no ha sido estimado o
respetado en sí mismo, sino desde interesadas miras individuales, en función
del provecho reducible o destruible, apropiado o eliminado. Siempre se ha
gastado más en armas que en libros, siempre han crecido más las uñas que
no han profundizado los pensamientos... Ha prevalecido la razón de la
fuerza, a la fuerza de la razón.
Tanto ha sido así que algunos han creído que la guerra era una capa-
cidad saludable en el hombre, era un signo de vitalidad, era una afirmación
de su grandeza, como una aplicación inevitable del proceso de selección
Animal" aducido por Darwin, cuya teoría, sin él pretenderlo, fue explotada
también como justificación del belicismo, de la depredación voluntarista, de
la exaltación del "súper-hombre". Todavía en 1942, lord Elton afirmaba: «La
guerra, no importa lo mucho que la odiemos, es todavía el agente supremo
del proceso evolutivo. Ciega, brutal y destructora, constituye el árbitro final,
la prueba que el mundo ha ideado para medir la capacidad de una nación
para sobrevivir». Desde Napoleón las guerras se han hecho colosales y. Au
máxima exaltación contemporánea pertenece a Hitler: «La guerra es lo más
natural. La guerra es eterna». Pero Theodore Roosevelt (¡Premio Nobel de la
Paz!) también dijo: «Ningún triunfo de la paz es tan grande como el triunfo
3 (151)
supremo de la guerra». Podríamos completar es disparatada exaltación
con palabras de De Gaulle, de Mao Tse Tung. de Mussolini, de Stalin... sin
necesidad de regresar a Maquiavelo, a Maraton Hegel, teóricos del recurso
glorificador de las guerras como instrumento de cohesión de las naciones
y de fortificación del poder.
Nos ha de avergonzar que la mayoría de estos teóricos hayan crecido
en el mundo occidental cristiano y que algunos hayan mantenido sus teorías
con la pretensión de hacerlas compatibles con la fe de Jesucristo o, por lo
menos, con la voluntad de Dios, como John D. Rockefeller, que opina que
la «supervivencia del más apto no es más que la aplicación de una ley de la
naturaleza y de una ley de Dios».
Afortunadamente no puede demostrar que el hombre haya sido
siempre un ser guerrero, ni que en todas partes y todos los pueblos necesiten
de las guerras para tener historia. Hay pueblos, como los groenlandeses,
como los yanomamitas, que jamás han ensangrentado sus manos matando
a otros hombres.
¿GUERRA "JUSTA"?
Pero los cristianos tenemos razones más poderosas basadas en el
Evangelio. Apoyándose en ello declaraba el Patriarca Máximos IV en el
Concilio: «Todavía se habla de guerra justa. Pero, ¿es que existe una causa
razonable para que se pueda justificar, ante una mente equilibrada, una
destrucción de la humanidad? ¿Es que se puede destruir a los pueblos con
el pretexto de defenderlos? El concepto tradicional de "guerra justa" está
completamente superado en nuestro tiempo. La soberanía de las naciones
ha de ser limitada en favor de los intereses de la humanidad... No podemos
callar, sean las que sean las razones que se quieran pretextar. Como pasto-
res fieles de las Almas de nuestros pueblos, tenemos también el deber de
velar por sus vidas. Es preciso hablar, y hablar con audacia: si lo mismo
que habló Juan Bautista frente a Herodes, lo mismo que san Ambrosio
frente a Teodosio, para condenar los instrumentos diabólicos de destruc-
ción» (10 nov. 1964).
LA PAZ, CREACIÓN DE LA JUSTICIA
Por calo la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo, recordaría
que la paz no es la simple ausencia de guerra, ni se reduce meramente a
crear un equilibrio de fuerzas, ni es tampoco el resultado de un dominio
económico, sino que se ha de llamar, con toda propiedad, una creación de
la justicia. (n. 78).
En realidad se trata de «respetar al hombre para construir en el mundo
una fraternidad universal», dirá y repetirá Pablo VI continuamente. «Cons-
truir un mundo en el cual todo hombre, sin excepción de raza, de religión,
de nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana... en la cual la
libertad no sea una palabra sin sentido». (P. P. n. 47).
4 (152)
LA PAZ, OBRA DE TODOS
El sistema moderno de guerras periféricas, de dictaduras económicas,
de opresiones culturales, aleja o disimula el drama de las injusticias colecti-
vas, pero no las resuelve. Depende, naturalmente, en gran parte de los que
rigen las naciones, de los que en ellos dominan:
pero no solamente de ellos. Depende de todos.
A veces, los que presiden y demoran la Justicia,
lo hacen porque están supeditados a la acumu-
lación de intereses que la negligencia de los
ciudadanos no han sabido disolver, y por cato
les complacen. La paz ha de ser una creación y
una conquista de todos; la paz surgirá de la vida
justa de todos y no de la delegación o de la
abdicación de todos en un poder que la imponga.
Esto. Aunque llevara provisionalmente el nom-
bre de paz, sería solamente una paz precaria e
inmerecida.
"FUERZA" FÍSICA
Y TIMIDEZ MENTAL
Se ha exagerado, con frecuencia, la impor-
tancia del poder decisivo de uno solo, o de un
grupo de hombres que, por fuerza, han llevado
a todo un pueblo a la guerra. En tales casos,
las más de las veces, el valor físico y el poder
decisivo de uno o de una minoría sobre los
demás, ha coincidido, no solamente con la extre-
ma "timidez mental" de esa minoría o de ese individuo, sino con la de la
masa que la ha seguido. Timidez que se ha fabricado los propios mitos
para justificación y Autosugestión, sucesivamente creadora de Ideologías
Impuestas fanáticamente a las masas que, cuando han sido cristianas, han
llegado incluso al olvido de lo que en el Cristianismo es esencial: la frater-
nidad universal entre todos los hombres.
LA NAVIDAD Y LA PAZ
Porque somos cristianos, no podemos disociar la celebración de la
Navidad del pensamiento de la paz. Una Navidad que solamente sirviera
de descanso para el sentimiento, sin la urgencia del amor a todos los hom-
bres, con el ansia de hacerlo eficaz para el bien, no podría justificarnos ante
Cristo que se acerca, una vez más, a la humanidad para redimirla, para
liberarla de los males y del mayor de todos, que es el pecado. Y la guerra
es la suma de todos los males temporales y de todos los pecados de los
hombres.
«No comprendo cómo hombres
que profesan la misma fe pue-
den cazarse los unos a los otros
como si fueran focas y pueden
robar gente que jamás habían
visto ante. Para nosotros, la lu-
cha por la posesión de la tierra
es injustificable. Oh, país mío,
qué afortunado eres, ya que
Aunque tus rocas posean el oro
y la plata que los extranjeros
codicias, challan tan bien
escondidos por la nieve y el
hielo que no pueden ser extra-
ídos. Me sorprende, empero
que no hayan tenido mejores
modales mientras han vivido
con nosotros, y ofrezco con
mucho gusto enviar al hombre
blanco a nuestros viejos para
que aprendan las costumbres
pacificas de nuestra vida».
De una carta escrita por un
esquimal m 1736 y encon-
trada por el célebre explora-
dor noruego F. Nansen.
5 (153)
Iglesia • encarnación • temporalidad
P. A. LIEGE:
La Iglesia de la tierra ya ha comenzado a ser lo que
será más allá de la historia.
M-D. CHENU:
La adaptación no es para satisfacer una táctica de faci-
lidades, sino una encarnación mental.
E. MERSCH:
Dios, que asiste a su Iglesia para que aquí sea "mili-
tante", no la asiste para que sea "triunfante":
la asiste para que luche contra lo que queda de
pecado en su parte humana.
J. MARITAIN:
La gran gloria de la Iglesia estriba en que sea santa
con miembros pecadores.
H. DE LUBAC:
Para contemplar a la Iglesia sin escándalo, es preciso
mirarla con ojos que primero se hayan purifica-
do y transformado ellos mismos.
JUAN XXIII:
Permanecer fieles a la integridad de la doctrina católica,
según las enseñanzas del Evangelio, dela Tradición,
de los Padres de la Iglesia y Pontífices romanos, es
ciertamente una gracia muy grande, y un mérito y
un honor. Pero todo esto no basta para cumplir el
precepto del Señor: «Id y convertid a todos los
pueblos».
6 (154)
EL HOMBRE
TODAVÍA hoy podríamos repetir las palabras de Malebranche para apos-
trofar a los hombres que admiran las cimas de las montañas, las olas
del mar, el movimiento de los astros, pero pasan de largo ante sí mismos,
como si hubiesen abdicado de su capacidad de maravillarse sólo al coincidir
objeto y sujeto en el punto más cercano para el entusiasmo y para la admiración.
¿Es, acaso, por causa de la propia inmediatez, por falta de perspectiva, que
el hombre se ha preocupado más de la investigación de lo que le rodea, que de
la identificación de sí mismo? ¿O es que somos demasiado jóvenes en sabiduría,
y tributarios, todavía, de la de los griegos, para quienes el hombre, aunque les
interesó, no pasaba de ser una parte del universo? Para ellos el hombre era
comprendido desde el mundo; el sistema geocéntrico de Aristóteles no llegó al
intento de comprender el mundo desde el hombre. El mundo era un cosmos
consistente y cerrado, cuyo futuro sólo podía ser variación o repetición modu-
lada de lo que ya había sido: la historia era concebida como un retorno indife-
rente que no rebasaba el marco cíclico del mito del retorno eterno. Todo cambio,
de por sí, se nos describe en la Física de Aristóteles, como demoledor y como
destructor, y sólo accidentalmente generador. El hombre estaba en el mundo,
pero no podía transformarlo. El «conócete a ti mismo» socrático, tampoco pudo
llegar más lejos.
La idea del tiempo humano como camino de esperanza que construye la
historia, es bíblica. La fe en las promesas del Antiguo Testamento es el funda-
mento de la comprensión del futuro como un proceso que conduce a la salvación,
a la liberación, a la redención del hombre. El tiempo es un proceso orgánico
de maduración continua de creación permanente, que desemboca en la
plenitud mesiánica. El Cristo, el Ungido de Dios, acelerará la realización libe-
radora de la humanidad, y él mismo, desde su aparición en la tierra, es la cima
de esta humanidad y, al mismo tiempo, el vértice de Dios con el mundo.
La Biblia nos suministra datos suficientes para entenderlo así, en especial
desde el Nuevo Testamento. Es verdad que el lenguaje bíblico no es el nuestro
—no puede ser el nuestro—; pero a la imagen divina del hombre como
dominador de la creación, por lo tanto como encargado de hacer adelantar el
mundo, se le ha añadido la condición sobrenatural de "hijo de Dios", y una
moral de esperanza domina la actividad de su vida temporal. Sin esta espe-
ranza, dice san Pablo (1ª Corintios, XV, 19), «seríamos los más desgraciados de
los hombres».
Pero el hombre es un ser votado a la esperanza, "desde dentro", desde
esta profundidad próxima y misteriosa que maravillaba a san Agustín. Somos
7 (155)
naturaleza y libertad, y caminamos en la esperanza. Y nuestra esperanza, no es
sólo la de una liberación interior del hombre, sino que esperamos la liberación
personal de todo el hombre, de ese hombre que llamamos "interior" no por
reducirlo a un intimismo aislador y enajenador del mundo que le rodea, sino
interior" porque tiene raíces, historia, capacidad reflexiva, porque es capaz de
tomar decisiones y de actuar de acuerdo con ellas, encarnándolas en la coheren-
cia de una vida que la libertad dinamiza y dilata. Somos naturaleza y libertad;
es decir, somos "personas", seres racionales abiertos, que se autoposeen en la
libertad de la conciencia, espirituales y fronterizos con el Absoluto y el Eterno,
sin que dejemos de estar inscritos, al mismo tiempo, en el tiempo, en el espacio,
en la corporeidad, no como en la fatalidad de un límite que sofoca, sino en
la transparencia de un cristal por el que atraviesa la proyección hacia la tras-
cendencia.
Cuando decimos que el hombre es capaz de pecado, significamos que
puede romper una de estas tres relaciones que le son propias: que es hijo de
Dios, que es compañero de sus prójimos y que debe dominar la naturaleza. El
pecado es el "no" a estas relaciones. El hombre crece, se realiza, se libera, te
redime, en la medida que prospera su fidelidad a estas coordenadas de su
grandeza y de su responsabilidad. El hombre se realiza realizando el mundo.
Él no es una cosa" del mundo, sino que es el mundo el que depende de él; el
mundo en el que hay otros hombres como él, el mundo que trata y transforma,
con entusiasmo y respeto, como hijo de Dios. Ese mundo inacabado.
El cristiano es, ante todo, un hombre, aunque el Cristianismo sea más que
un humanismo, porque el cristiano es un hombre con fe y con esperanza. Y, al
hablar de fe, es preciso dar razón a Kierkegaard, que se negaba a reconocer fe
alguna que no llevara inevitablemente al compromiso, a la transformación
medular de la vida, en la que la presencia de la verdad sobrenatural que se
acepta determina la actitud esencial del hombre religioso desde la soledad más
recóndita —"interior"— hasta la acción pública; hasta que la fe es una relación
viva con lo creído. Esa es la grandeza del hombre: hijo de Dios, hermano de
sus prójimos, dueño del mundo.
La historia de la humanidad, en realidad, es la historia de cómo el hombre
se ha ido descubriendo a sí mismo, desde su naturaleza hasta su grandeza;
conocerse a sí mismo en relación con Dios, en relación con los demás, en rela-
ción con la naturaleza. Será feliz y será bueno en la medida que sea capaz
de admirarse, transformarse e identificarse con la creciente sabiduría que le
proporcionen sus descubrimientos. Así es como se acerca y aumenta su seme-
janza con Dios.
El misterio del hombre solamente queda esclarecido
en el misterio del Verbo encarnado.
Igl. y Mun. n. 22
8 (156)
El Papa
ES MUY importante para mí saber que el trabajo de mi diócesis y los men-
sajes que difundo en mis viajes internacionales están en plena armonía
con el apóstol Pedro, viviente en la persona de Pablo VI. Hemos exa-
minado los problemas internacionales. El Papa me ha dado la impresión
de una persona muy informada; tiene una visión muy clara de las cosas;
conoce muy bien la situación del Brasil y en general me parece que
está, como se dice, tres a la page".
Mons. HELDER CAMARA,
arzb. de Olinda-Recife (Brazil)
SE HABLA de las angustias de nuestro Papa: la palabra no me parece justa,
porque es de preocupación, en todo caso, de lo que hay que hablar. El
lleva, con una seriedad jamás desmentida, el peso pastoral de la evange-
lización de todo el mundo.
No hay, en Pablo VI, nada que pueda reputarse "triunfalismo"; más bien
al contrario, una humildad evangélica que acoge, oye, busca, comprende,
alienta. Al verlo se nota físicamente esa preocupación continua por la
salvación de la humanidad, no desde un punto de vista teórico, sino a
través de los acontecimientos actuales, por medio de la Iglesia y en la
Iglesia.
El Papa valora todo el peso de la misión necesaria de la fe de los sacerdo-
tes en un mundo paradójico, hambriento de paz y tentado por el ateísmo.
Ve perfectamente todos nuestros problemas. Él, antes que todo, vive
literalmente con nosotros: ésa es la causa de su "desgaste".
Card. RENARD,
arzb. de Lyon
LA IGLESIA es la depositaria del misterio de la revelación. Esa es su "ver-
dad", y de ella emerge una constante, profunda, maravillosa capacidad
de transformación y de renovación de todo lo creado, incluida la Iglesia,
permaneciendo inmutada la verdad misma. Lo que intenta Pablo VI es
hacer pasar a la Iglesia y al mundo actual por la puerta estrecha que
se abre entre el cielo y la tierra. Esa encrucijada es su cruz y en ella
parece que está vencido, como siempre lo parece, a los ojos ciegos del
mundo, el cristiano a la hora de la verdad.
ANTONIO GARRIGUES,
ex-embajador de España ante la Santa Sede
9 (157)
«Jesucristo sí, pero Iglesia no»
¿Es posible
un cristianismo
desinstitucionalizado?
«JESUCRISTO sí, pero Iglesia no»,
es una expresión que se repite
en boca de muchos que no quie-
ren renunciar a una calificación cristiana,
pero que formulan reservas a la hora de
aceptar una institución que se declare
depositaria del mensaje de Cristo, o ante
la desilusión de maneras o conductas de
cristianos encumbrados en su estructura,
juzgadas como contradictorias en relación
con la fe profesada.
Cuando la opción de un "cristianismo
sin Iglesia" sea tomada como un intento
de justificación que quiere estar de moda
y, consiguientemente, que no procede de
ningún esfuerzo de profundización sin-
cera en lo que fácilmente se afirma, no
vale la pena de tenerla en cuenta: es la
opción de los cómodos. Comodidad y
pereza de la inteligencia —en realidad
ignorancia vencible—, y, o, comodidad
moral —en realidad relajación hacia
egoísmos que esquivan amonestaciones y
vigilancias ingratas—, Cuando aparezca
otra fórmula que consienta mantener, con
apariencia elegante, una manera de ser
cristiano sin compromiso, se adscribirán
a ella, si parece más moderna. Son los
que anticipan la crítica hacia fuera, para
no dar tiempo a que les alcance la amo-
nestación hacia dentro.
Otras veces puede ser el resultado de
haber padecido informaciones tendencio-
sas, fragmentarias o simplemente falsifi-
caciones de la realidad, que, al carecer
invenciblemente de defensas para neu-
tralizar el error o el escándalo, de buena
fe les conduzca a ese fideísmo cristiano,
vaporoso e inconcreto, que les paraliza
para participar en el intento humano y
comunitario de encarnarlo en la realidad,
que es el marco providencial de la vida,
Cuando de buena fe se insista en pro
de un cristianismo desinstitucionalizado,
probablemente se recurre a la exageración
para significar, no más, que un deseo
vivo de revisión, de reforma y de purifi-
cación de lo que pueda parecer menos
conveniente a su estructura, según la
evolución de nuestra mentalidad actual
y a la luz del Evangelio. En cuyo caso
no puede despreciarse la nobleza de la
intención inspiradora, aunque sea preciso
depurar su precipitación que, al reaccio-
nar ante las contradicciones que cree
descubrir, ella misma toma la forma de
otra contradicción, aunque opuesta.
En efecto: asistimos ante la paradoja
10 (158)
de muchos cristianos bien intencionados,
para quienes no existe dificultad en
aceptar a Jesucristo y en ver en él al Dios
encarnado, hecho hombre: pero les resul-
ta excesivamente ardua la aceptación de
un vehículo humano que tiene la misión
de anunciarlo al mundo. No despreciarían
el medio, el vehículo: solamente se quejan
o se niegan a aceptar la "humanidad" de
ese vehículo o medio. El medio nunca es
tan perfecto como lo que transmite, cuan-
do resulta que el mensaje es divino. Es
verdad que, en la transmisión —en los
"medios de transmisión"— de mensajes
humanos, hemos de lamentar y padecer
que lo que se transmite sea inferior a la
bondad o excelencia del mismo medio:
la técnica aparece en ellos como superan-
do el valor del contenido cultural y
espiritual simplemente humano, porque
la riqueza de lo que el hombre puede
ofrecer, de sí mismo, es limitada, y porque
su limitación es, además, capaz incluso
de restar atractivo a su propia reducida
bondad. Con más razón, pues, no puede
sorprendernos que exista desproporción,
puestos a exigir, entre lo que la Iglesia
cree, representa y predica, y la vertiente
humana que nos presenta, a pesar de que
no podamos negar, a través de toda su
historia, el continuo esfuerzo para supe-
rar la propia relativa imperfección.
Imperfección que no es ni más ni
menos de lo que puede deducirse de su
humanidad. No es más imperfecta, ni
hay en ella más contradicciones que en
las otras estructuras humanas que pode-
mos analizar también de cerca. Lo huma-
no de la Iglesia es lo que son lo que
somos los hombres de cada época y de
cada lugar; lo humano de la Iglesia es lo
que los hombres le ponen, Lo divino es
lo que le ha puesto Cristo, y lo divino
que nos toca e impresiona, por poca fe
que conservemos al contemplarla —aún
afeada por las falsificaciones que los po-
deres del mundo le han colgado andrajo-
samente sobre la pureza de su origen
cristiano— es que, a pesar de todo, nos
sigue señalando a Cristo y no traiciona,
al repetírnoslas, sus palabras, aunque al
decírnoslas ahora sean, ellas mismas, las
que podemos usar para acusarla.
Sin la Iglesia, ¿quién nos habría habla-
do de Cristo? ¿Quién nos habría repetido
su Evangelio?
Sí, como repetía Newman, una Iglesia
que quiera ser fiel a su entidad original,
«Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto sobre ti, confirma a tus hermanos», dijo el Señor a Pedro.
(Lc. 22, 32)
11 (159)
debe estar en continuo proceso de
reformación. La Iglesia se ha de
reformar para que siga siendo siempre
la misma, decía. Es el concepto repe-
tido por Juan XXIII y por Pablo VI:
«Ecclesia semper reformanda». La
reforma no puede ser de lo divino, sino
únicamente de lo humano. Lo divino
está acabado y no puede crecer; lo
humano se hace y rehace continua-
mente. ¿O es que todo lo relegamos a
una "resurrección final", cómoda y
lejana, que incluya la suplencia pós-
tuma de todas las inhibiciones y
negligencias de los hombres que ya
desde ahora conocen a Cristo? Cono-
cen y conocemos.
Cristo sí, e Iglesia también. Aceptar
la encarnación de Cristo es aceptar
sus consecuencias. Aceptar sua conse-
cuencias no quiere decir pactar con la
imperfección, canonizarla; quiere de-
cir no sorprendernos de que esté en
los hombres. No es muy infrecuente
que, los más exigentes, desde fuera,"
respecto a la Iglesia, no hacen otra cosa
que proyectar sobre ella el resenti-
miento de su personal imperfección.
Si se les pidiera cómo debería ser la
Iglesia, tampoco nos sabrían dar res-
puestas concretas y posibles.
La Iglesia es, somos todos los que
creamos en Cristo. La Iglesia se hace,
la estamos haciendo. Es saludable que
no nos guste del todo: pero ese disgus-
to se ha de traducir en exigencia sobre
nosotros mismos. La Iglesia no es algo
contemplado, sino para ser vivido. El
Cristianismo no es algo que nos ha de
llegar porque sale de la perfección del
hombre que nos nombra a Cristo, sino
que es la irrupción de Cristo en el
hombre, a pesar de la desproporción
entre mensaje y mensajero, imposible
de salvar, es verdad, sin un poco de
fe. Pero es que el Cristianismo comien-
za precisamente ahí: en un acto de fe
en Cristo.
Fe, no mucho más que la de los
pastores o de los magos. Fe de María y
José, de Ana y de Simeón; fe de los
discípulos y apóstoles, tan imperfecta
y vacilante, en un principio, pero sin-
cera en su misma debilidad, y, final-
mente, robustecida por la gracia.
Gracias a esa fuerza que ha atrave-
sado por todas las debilidades de los
hombres de veinte siglos, nosotros,
ahora, todavía, y en muchos aspectos
mejor que ellos, podemos conocer y
de hecho conocemos a Cristo.
La Iglesia debe introducirse en todos estos grupos
(de hombres y pueblos) con el mismo afecto con que
Cristo se unió por su encarnación a las determina-
das condiciones sociales y culturales de los hombres
con quienes convivió.
Mis. n. 10.
12 (160)
Iglesia,
política
y diplomacia
DÍGASE lo que se diga de Roma,
se ha de acabar siempre reco-
nociendo que una permanencia
en la ciudad de la sede de Pedro obra
una evolución positivamente cristiana
en las mentes de aquellos que no se
han limitado, en su convivencia en la
Ciudad Eterna, a las
impresiones superfi-
ciales, a los simples
restos del espíritu
cortesano que los po-
deres políticos en
especial del Renaci-
miento fueron aca-
rreando allí, cuando y
la Iglesia sufría la
presión de los po-
derosos del mundo de entonces. Era
aquella época en la que la designación
de la jerarquía de la Iglesia, la disci-
plina interior de la misma y hasta los
procesos de canonización se veían
afectados por la injerencia o por lo
menos por las presiones de los intere-
ses del poder civil, aun cuando no
siempre lograran plena satisfacción
a sus pretensiones: cuando reyes y
emperadores hacían o querían hacer
abades, obispos o cardenales a sus
bastardos; o cuando se oponían a que el
Papa mandara libremente misioneros
a las tierras recientemente descubier-
tas; o cuando establecían la Inquisición
como policía del Estado, y por éste
designada, aunque manteniendo la
apariencia eclesiástica...
Afortunadamente todo esto ha pasa-
do, por lo menos en gran parte. Los
restos están a punto de ser definitiva-
mente amortizados. La Iglesia recobra
su rostro. No hay que olvidar que, el
derecho (?) de veto a la designación de
Papa se ha ejercido efectivamente has-
ta principios de este mismo siglo XX
que estamos viviendo, por los reyes
gobiernos "cristianos" europeos. E
primer Papa que acabó con este abuse
sacrílego fue Pio X: él mismo subía
la silla de Pedro a causa del veto im-
puesto a la designación del elegido
que lo era el cardenal Rampolla, secre-
tario de Estado de
anterior Papa León
XIII... No infundid
sospechas Pío X
los gobiernos, que
lo juzgaron de talla
mediocre, aldeano y,
por lo tanto, menos
"peligroso" que la
rica personalidad del
antiguo secretario y
más próximo cooperador del gran
León XIII, el Papa de la clarividencia
moderna, el Papa de las grandes encí-
clicas sociales y de las orientaciones
de libertad política. Luego ocurrió co-
mo con el Papa Juan XXIII: que aque-
lla apariencia de sencillez no impidió
la audacia de grandes decisiones, tanto
en orden a la liberación de las presio-
nes políticas ejercidas sobre la Iglesia,
como de la vigorización de su impulso
apostólico.
Desde León XIII y de Pío X lo
estructural de la Iglesia ha ido purifi-
cándose, liberalizándose. Actualmente
los diplomáticos que van a Roma y que
permanecen algún tiempo junto a la
Santa Sede, saben que será menos la
influencia política que sobre ella pue-
dan ejercer, que el influjo espiritual
cristiano que recibirán, con tal que
permanezcan con una actitud de ele-
mental honradez humana.
Roma, cuando puede ser ella misma,
"marca", convierte siempre un poco.
Queda junto a ella, al lado de su signi-
ficación espiritual, el sacudido polvo
13 (161)
de lo mundano que por allí pasó; pero
es solamente polvo que las ventiscas
dispersan mientras emerge, recobrada,
su pureza.
La supresión de la posibilidad de
aceptación de veto alguno en la desig-
nación de la más alta jerarquía de la
Iglesia ha traído, como consecuencia,
las grandes figuras de los últimos
Papas, que no por grandes han dejado
de serlo también en el dolor, no sólo
por la contemplación y participación
en los males que la obcecación humana
de los más poderosos ha acarreado al
mundo con las últimas guerras y las
injusticias sociales, sino también por
el empeño mantenido en la defensa
acrecentamiento de la libertad interna
de la Iglesia, para que no sea bastarde-
ada su identidad, y en la proclamación
de la verdad del Evangelio, esencial-
mente irreductible a las categorías
de ideología enajenante a que, tantas
veces, han pretendido amordazarlo los
mismos que han interferido su libertad
y la de los hombres.
Cuando pueda hacerse la historia del
pontificado de Pablo VI, por ejemplo,
será posible comprobar todo el mérito
de su esfuerzo mantenido en la fide-
lidad a la Iglesia que se renueva y al
mensaje que ha de transmitir. Aunque
lleva nueve años como Papa, su influjo
arranca de mucho más lejos: desde
antes del Concilio, cuando desde la
Secretaría de Estado, en tiempos de
Pío XII, ya protagonizaba en la primera
línea de su progreso, esa transforma-
ción renovadora de la Iglesia del siglo
XX que, sin violencias, día a día,
solidifica su misión, liberalizándose
de influjos extraños, superando ambi-
güedades sospechosas, incluso a través
de las mismas tantas veces discuti-
das "relaciones diplomáticas", y sin
La diplomacia vaticana
no es una política, sino
un lenguaje eclesiástico
que puedan entender los
políticos
injuriar a los mismos usurpadores,
recupera derechos perdidos al paso
que "convierte" a embajadores y di-
plomáticos, incapaces de resistir a su
razón evangélica y a su sinceridad
sobrenatural.
Por esto la diplomacia al servicio del
Evangelio, como recordaba el propio
Pablo VI a los alumnos de la Pontificia
Academia Eclesiástica, () al principio
de su pontificado, es un instrumento
de paz para los hombres, un medio
para recordar ante los grandes los
derechos de los más humildes, y un
nivel desde el cual los Estados pueden
recibir el influjo del Evangelio y ser
defendidos los derechos de la Iglesia,
por lo demás coincidentes con los que
han de ser reconocidos a todos los
hombres, en orden a la verdad, la jus-
ticia, la libertad, la paz y el bien.
La diplomacia vaticana no es una
política, sino un lenguaje eclesiástico
que puedan entender los políticos:
pues también ellos necesitan que se les
diga la verdad y también, al decírsela,
puede conseguirse que la traduzcan en
acción benéfica para el mundo y para
el acrecentamiento de la libertad de
la Iglesia, indispensable a su misión.
(*) La Pontificia Academia Eclesiástica, que se lla-
maba antes Academia de los Nobles Eclesiásticos,
fue fundada por el Papa Clemente XI, en 1701, con
el fin de preparar, con estudios especiales, a los
diplomáticos al servicio de la Santa Sede.
14 (162)
Gracias a la diplomacia la Iglesia ha
ido cortando los hilos que la sujetaban,
y es de esperar que acabe por libertarse
de los que todavía impiden su total
independencia.
La diplomacia vaticana, desde prin-
cipios de este siglo ha estado al servicio
de la línea inaugurada por León XIII y
por Pío X: por ella han pasado casi
todos los Papas contemporáneos (**) y
es innegable que a ellos se debe, en
conjunto, este gran esfuerzo renovador
(**) León XIII era diplomático y, a excepción de su
inmediata sucesor san Pio X, lo han vida todos los
demás: Benedicto XV. Pio XI. Pio XII, Juan XXIII y
el actúa. Pablo VI.
y de purificación de la identidad de la
Iglesia de nuestros días. Esfuerzo que
no se comprende cuando se la contem-
pla con ojos superficiales; pero que no
es tan difícil de reconocer cuando se
tienen en cuenta los datos más recien-
tes de la historia y hasta la trayectoria
de la misma evolución mental de los
diplomáticos que han permanecido
largo tiempo en la Ciudad Eterna.
La diplomacia vaticana forma parte
del moderno esfuerzo de despolitiza-
ción eclesiástica entonces vigorosamen-
te iniciada y todavía en curso. Su acción
pertenece a una época importante y
decisiva de la vida de la Iglesia.
Más que una religión
y más que una ética
PODRÍA aplicarse también al Cristianismo la palabra "religión" si, como
Cristo, superáramos la idea que de lo religioso existía en su época; si
superáramos el escándalo de los que no lo comprendieron, de los que tan
fácil les fue vitorearle como maldecirle, de los que lo llevaron a la muerte, de
los que pasaron de largo, fríos, apagado el corazón, indiferentes a las grandezas
no cuantitativas.
Su mensaje era más que el afianzamiento de una "relación" con la divinidad;
o que una "re-elección" mejor ponderada hacia lo sobrenatural; o que un "reli-
gamiento" que nos sujeta a Dios. Todo esto podría permanecer válido con tal de
desembocar en una cortesía del hombre frente a la grandeza del Absoluto, en el
mantenimiento de una tendencia esforzada hacia el más allá, a base de preferen-
cias y temores, de reglamentación de estímulos y castigos, de ordenación poco
más que jurídica que defiende y acredita, que asegura y justifica. Pero todo esto,
aun con el énfasis de la máxima reverencia, no llegaría hasta la familiaridad,
hasta la vida, hasta el amor, hasta la libertad: hasta la Redención.
No se puede confundir no se puede reducir, el Cristianismo a una ética:
lo que el Cristianismo ofrece como "salvación" —como liberación— no se puede
concebir como el producto de un esfuerzo personal, moral o jurídico. La salvación
significaría, entonces, estar en paz con Dios, pero no compartir con Él la vida.
Para reforzar, simplemente, unos preceptos, para estimular la fidelidad a una
15 (163)
conducta, no hacía falta que Dios se hiciera hombre y habitara en medio de
nosotros. Bastaban y sobraban los profetas.
La "salvación" cristiana es, ante todo, un don —"gracia" decimos—: ese don
es Jesucristo que se da, que se entrega a los hombres. No se trata, pues, del
esfuerzo desesperado hacia la perfección ni de unas purificaciones que justifican,
sino de aceptar a ese Alguien que viene al hombre, y de recibirlo allí donde
viene, donde quiere, y tal como quiere. No es el hombre el que se justifica por-
que se arrepiente, sino que es Jesucristo que lo justifica al perdonarle; no es el
hombre que se incorpora Cristo porque cree, sino que es Cristo que lo incorpora
a sí mismo por la fe y por el Bautismo. Por esto el Cristianismo es una vida, por
esto es más que "un estilo de vida". El Cristianismo incluso es más que una
"imitación de Cristo", porque, fundamentalmente, es una participación de la
vida de Jesucristo. No se trata de vivir de acuerdo con una doctrina, porque
entonces sería una sabiduría. Una sabiduría sería difícil para los sencillos, los
humildes, los pobres de espíritu. El sermón de las bienaventuranzas habría
sobrado al Evangelio; nos habría bastado que de ellas proyectáramos ampliacio-
nes catalogables para la moral, porque ya no habrían sido bienaventuranza de
gozo y de vida, de amor y de paz.
El Cristianismo es vida sobrenatural, sacramental, de Cristo; no eticidad,
no simple conducta humana. El Cristianismo, diría Xavier Zubiri, «es palpita-
ción de Dios en el seno del espíritu humano», posible porque el hombre es una
esencia abierta, susceptible de ser incorporado a Cristo; incorporación que,
«más que una elevación del hombre, implica un descenso benevolente por parte
de Dios: se trata de una relación de filiación adoptiva, tan real como no debida
a las condiciones naturales del hombre».
Cuando esto se olvida es comprensible que se produzca un deterioro del
significado y eficacia de la sacramentalidad del Cristianismo; de Cristo y
de la Iglesia como "sacramento de la humanidad". ¿Cómo se recibe o se estima la
bifurcación sacramental de los signos de gracia? ¿Qué piensan, tantos cristianos,
del Bautismo, del Matrimonio, de la Penitencia...?
Con frecuencia el Bautismo queda relegado a una idea entre mágica y sim-
bólica, sin profundización ulterior, consciente y personal con Cristo; también el
Matrimonio, después de ser entendido como un signo para legalizar la vida entre
hombre y mujer y esperar, a lo sumo la bendición de Dios y la buena suerte
para esta vida, no ha conseguido que los contrayentes levanten su pensamiento y
su corazón hasta establecer el paralelo entre ellos y la unión misterial de Cristo
y la Iglesia. No han tenido tiempo, u ocasión, o interés para enterarse de más;
no ha sido un "encuentro" con Cristo. Y el modo de entender el sacramento de
la Penitencia, se ha vencido en favor de un empeño moralizador —borrador de
pecados"— con olvido o trivialización de lo positivo y nuclear, de la gracia
—del "don"— de Cristo; otras veces en paréntesis de consultorio espiritual, a
Lo que nada habría que objetar si no relegara a segundo término o mantuviera
sólo casi como pretexto, la propia acción sacramental.
Por eso hemos de bendecir el tiempo en que vivimos, cuando en la Iglesia
se despiertan y encauzan saludables renovaciones hacia la autenticidad.
16 (164)
TRABAJAR
POR LA PAZ
El Concilio había dicho (Decr. MIS. n. 5):
«La misión de la Iglesia se cumple por la operación
con la que se hace presente en acto pleno a todos
los hombres o pueblos, para llevarlos a la fe,
la libertad y
la paz de Cristo»
PARA que se cumplan los designios de Dios en la historia, el seglar, con
arreglo a su vocación y circunstancias, debe asumir la responsabilidad de
una acción dirigida al desarrollo integral de la humanidad, que en la encí-
clica OCTOGESIMA ADVENIENS, Pablo VI, ha detallado en los siguientes puntos
que, esquemáticamente, resumimos además de indicar el número paragráfico en que
se contienen:
—Promover mayor y mejor justicia (núm. 2).
—Respeto y actuación de las distintas situaciones (núm. 3).
—Profundización en la misión del cristiano y de sus comunidades
(núm. 4).
—Profundización en el mensaje específico de la Iglesia y la cuestión
social (núm. 5).
—Situar los problemas del cambio actual en el contexto de una situación
nueva (núm. 7).
—Atender a los problemas de la urbanización (núm. 8).
—Atender a los problemas de la industrialización (núm. 9).
—Resolver los problemas de la nueva soledad y el nuevo proletariado
urbano (núm. 10), y de la familia nuclear (núm. 11).
—Crear nuevos modos de acercamiento entre los hombres y Dios
(núm. 12).
—Resolver los problemas reales de los jóvenes: transmisión de valores,
creencias, autoridad. Y los de la mujer (núm. 13).
—Resolver los problemas de los trabajadores, sindicatos etc. (núm. 14).
—Atender a las víctimas de los cambios: nuevos pobres, minusválidos,
ancianos, marginados, etc. (núm. 15).
—Resolver cristianamente las discriminaciones y procurar la igualdad
de oportunidades (núm. 16).
17 (165)
—Resolver los problemas de la emigración (núm. 17).
—Crear puestos de trabajo (núm. 18).
—Espíritu de imaginación y creatividad para resolver los nuevos
problemas (núm. 19).
—Resolver los problemas y aprovechar las virtualidades de la civiliza-
ción de la imagen (núm. 20).
—Cuidar el ambiente, la ecología, la sanidad de la tierra (núm. 21).
—Fomentar la igualdad y la participación (núm. 22).
—Fomentar un sentido mayor de servicio y de respeto al prójimo
(núm. 23).
—Participar en la búsqueda del perfeccionamiento político (núm. 24).
—Participar en la acción política (núm. 25).
—No participar en ideologías contrarias a la fe (núm. 26).
—No convertir las ideologías en ídolos (núm. 27).
—Aceptar lo aceptable del atractivo del socialismo (núms. 31, 32, 33 y 31).
—Aceptar lo aceptable del liberalismo (núms. 35 y 36).
—Evitar las utopías (núm. 37).
—Usar de cautela en la respuesta científica a las cuestiones humanas
dudosas (núms. 38, 39 y 40).
—Promover el desarrollo cuantitativo y cualitativo a la par que el desa-
rrollo de la conciencia (núm. 41).
—Mostrar el dinamismo de la Doctrina Social Católica (núm. 42).
—Promover una mayor justicia concreta en la distribución y en el desa-
rrollo de los países pobres (núm. 43).
—Impedir el abuso de las nuevas potencias y de las empresas multina-
cionales (núm. 44).
—Buscar el cambio de los corazones y de las estructuras (núm. 45).
—Difundir el sentido cristiano de la acción política que decide en
definitiva sobre todo lo demás. Tomar en serio la política (núm. 46).
—Participar y promover la participación en todas las estructuras
(núm. 47).
—Promover el compromiso en la acción (núms. 48 y 49).
—Promover el pluralismo y organizarlo (núm. 50).
—Concretar las exigencias de la fe cristiana (núm. 51).
—Promover el apostolado en el plano internacional (núm. 52).
Una actitud conservadora, es decir, desinteresada de los problemas y compro-
misos señalados, a nivel social, por Pablo VI, no reflejaría el espíritu cristiano, no
sería propia de un bautizado.
Porque el bautizado tiene la misión de "encarnar" en el mundo los valores
cristianos que profesa. No es corto ni vago el programa que el Papa ha trazado en
la OCTOGESIMA ADVENIENS. Lo demás depende ya de la sinceridad, de la
generosidad y de la imaginación despierta de los cristianos, en los campos de la
economía, la política, la cultura, la justicia social y todos los aspectos en que el
mundo ha de ser transformado para hacerlo más digno del hombre.
18 (166)
LAUS
BOLETÍN DEL ORATORIO DE ALBACETE
FORMALIDAD
REQUERIDA
POR LA LEY
DE PRENSA
E IMPRENTA
De acuerdo con el artículo 24 de la vigente Ley
de Prensa e Imprenta, respecto a Empresas Perio-
dísticas y los nombres de las personas que consti-
tuyen sus órganos rectores, los de los accionistas
que posean una participación superior al diez por
ciento del patrimonio social, y una nota informativa
de su situación financiera, y también a la vista del
artículo 21 de la misma referida Ley, declaramos
1. Que el Boletín LAUS pertenece, sin otras
participaciones, a la Congregación del Ora-
torio de san Felipe Neri, como única Empresa
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2. Que su equipo de redacción lo componen
las personas siguientes: Ramón Mas, Fernan-
do Ugena y Miguel Abia; el primero como
Director de la publicación.
3. Que la revista de reparte gratuitamente y
Los gastos que ocasiona se cubren con las
aportaciones espontáneas de los amigos del
Oratorio. La propaganda que a veces figura
en estas páginas es totalmente desinteresada
obedece a fines solamente apostólicos y al
fomento de la sana información y de la cul-
tura religiosa y difusiva de la buena Prensa,
según la finalidad especificada en nuestros
Estatutos fundacionales,
Cumplido este requisito legal,
agradecemos con gozo a nuestros
"amigos" su simpatía y su ayuda
material, que hace posible nuestra
labor y nos alienta a continuarla.
NAVIDAD
DEL SEÑOR
MISA
DE MEDIANOCHE
También en la noche
de Año Nuevo, Octava
de Navidad
Precederán a las
celebraciones navi-
deñas dos
CONFERENCIAS
DE ADVIENTO
en los días 22 v 23
(viernes y sábado) de
Diciembre, al término
de la misa vespertina
de las ocho, con el tema
ESPERANZA
Y ENCARNACIÓN
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LAVS
DEO
Deseamos
a todos
nuestros
amigos
y lectores
la gracia
y la paz
del Señor
¡Es Navidad!
LAUS
Director: P. Ramón MAA, C.O. - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, I - Apartado 182 - Albacete - D.LA 10962 - 13. 12. 72.
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