Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 123. MAYO. Año 1974.
SUMARIO
TODOS somos deudores de Dios. En el orden de la
Providencia, además, somos deudores de aquéllos
que Dios nos ha puesto en el camino para conocerle
mejor, para mejor caminar hacia Él. La veneración
a los Santos responde a esa necesidad de gratitud, a Dios
ya ellos, por la gracia de los ejemplos, de los estímulos, de
los descubrimientos, de la mediación con que acompañan
el camino de la Iglesia. Dentro de ella, todos nos debemos
algo, unos a otros, respecto de Dios. Además, con frecuencia
sentimos que somos deudores de algo especial en relación
con algunos que nos han acogido en su Casa, como si les
sucediéramos en la amistad y en la familia y en los pro-
pósitos de apostolado y en el esfuerzo por continuar, en la
Iglesia, y en el mundo, su estilo y su obra. Por eso nos
alegramos al recordar a san Felipe Neri, que estimamos
como Padre espiritual y como maestro, en este intento de
caminar, con alegría y venciendo flaquezas, por los cami-
nos del Evangelio y del amor a la Iglesia, también en esta
hora, tan parecida a la que él vivió.
MÁS O MENOS SANTOS
«AMO A SAN FELIPE», decía Juan XXIII
CREO EN DIOS
SAN FELIPE NERI
JOHN HENRY NEWMAN
1 (81)
Prefacio de N. P. San Felipe.
Realmente es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias,
siempre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo,
Dios todopoderoso y eterno:
que llenaste con los dones de tu gracia
al bienaventurado Felipe
y lo abrasaste en amoroso fuego.
El cual, inflamado por esta caridad inefable,
una nueva Congregación instituía
para el bien de las almas,
y completó con el ejemplo de sus obras
las enseñanzas de salvación que a los otros daba.
Rogamos, pues, a tu clemencia,
que al celebrar su fiesta nos llenes
de santa alegría,
nos muevas a seguir el ejemplo de su vida,
con su palabra nos instruyas
y con su intercesión a ti tan grata
nos protejas.
Por eso,
con los ángeles y los arcángeles
y con todos los coros celestiales,
cantamos sin cesar
el himno de tu gloria.
2 (82)
Más o menos santos
UNA de las consecuencias reno-
vadoras posconciliares, se ha
manifestado en la reducción -
del Santoral, que ha tenido
por efecto la limitación del número
de los santos 11 los que se les dedica
un culto general en toda la Iglesia,
dejando a los demás, o a la venera-
ción particular de instituciones, lu-
gares 0 países, 06 sencillamente
cancelando su nombre en los casos
en que solamente se apoyaba en la
leyenda.
Es curioso que la primera expur-
gación o reducción de este género,
la llevó a cabo un oratoriano, el Padre
Cesare Baronio, segundo Prepósito
del Oratorio fundado por 50 Felipe,
predilecto y fiel discípulo de nuestro
Santo Padre. El papa Gregorio XIII,
en 1580, le encargó la reforma del
Martirologio que Baronio llevó a
cabo después de laboriosa expurga-
ción do cuanto pudo suponer contra-
rio a los datos históricos a su alcance.
En substancia, el elenco del Santoral
vigente hasta nuestros días, ha sido
el de la revisión baroniana.
Tal vez de aquellos esfuerzos por
restituir a la fidelidad histórica 1r
lista de los héroes del Evangelio, 50
originó el frecuente dicho, entre los
primeros miembros del Oratorio ro-
mano, de que «un hijo de san Felipe
debía pretender más bien ser santo
del Cielo que no del calendario». Lo
cual tampoco debía entender e co-
mo un desprecio por los ejemplos y
virtudes de los mejores entre los se-
guidores de Cristo, pues nos consta
explícitamente cómo nuestro santo
Padre Felipe recomendaba además
de la lectura y meditación de la vida
y las palabras del Señor, la de los
«libros comenzados por S», es decir,
los escritos por los puntos y los que
trataban de sus vidas con seriedad
y edificación.
Pero es verdad que en el Oratorio
se ha producido un fenómeno pare-
cido al que se da también en la Car-
tuja: que no tenemos más santo que
el de nuestro fundador en la Cartuja
sólo san Bruno, en el Oratorio san
Felipe. Existe, después de cuatro
siglos de vida de la obra de san Fe-
lipe, una verdadera estima por los
beatos y venerables propios del
Oratorio, pero no han sido los mis-
mos oratorianos los que han tomado
con mayor fuerza la iniciativa por
llevar a delante las causas de beati-
ficación y de sucesiva canonización
de los más esclarecidos en lo referen-
te a la virtud, que han seguido a san
Felipe. En la actualidad, la activación
de la causa de beatificación del car-
denal Newman, aunque el Oratorio
ha colaborado sustancialmente —era
indispensable— en los testimonios y
documentación newmaniana, ha sido
la curia diocesana de Birmingham
la que más energías ha dedicado y
dedica para el reconocimiento ofi-
cial de las extraordinarias virtudes
y significación ejemplar del gran
convertido John Henry Newman, a
quien el cardenalato —lo mismo que
había ocurrido con Baronio, promo-
vido cardenal por Clemente VIII, a
pesar suyo: o, recientemente, con Be-
vilacqua, promovido por Pablo VI…—
no supuso un alejamiento de su co-
munidad, sino una confirmación de
su apostolado desde ella. León XIII
consintió a los deseos de Newman,
3 (83)
de seguir en el Oratorio de Birmin-
gham: Pablo VI A Bevilacqua de
continuar en Brescia, y Baronio no
abandonó su celda de la Vallicella,
cuya llave celosamente siempre lle-
vaba consigo, lamentando en todo
momento lag Ausencias que, por
apostolado, estudio o servicio espe-
cial de la Iglesia, ocasionalmente lo
eran inevitables.
En los Padres más antiguos había
dos cosas especialmente temidas:
las dignidades eclesiásticas y la
separación de la comunidad.
Y había también, sin que en nin-
gún momento se pudiera calificar de
desprecio o de crítica de los demás,
un cierto "descuido" —un no cuidar,
no preocuparse, no dedicar atención
especial...— ni a canonizaciones de
los propios miembros —San Felipe
casi lo fue por aclamación popular
de los romanos—, ni a leyes estruc-
turadoras de la forma de la vida
comunitaria que se inició con san
Felipe. Este les enseñó a amar al
Papa, a servir a la Iglesia, A respetar
a la jerarquía, pero no menos a huir
de las dignidades, de las "esperanzas
cortesanas" de las honorificencias
inevitables en cualquier ordenación
humana; del mismo modo que ponía
tan poca confianza en las leyes y
estructuras constitucionales que los
hombres suelen poner a las obras do
Dios, apostolados, extensión del in-
flujo cristiano, si bien recomendaba
siempre recoger los ejemplos de los
religiosos —él no se consideraba tal
ni los suyos tampoco— y de venerar-
los como espirituales. Sin votos, sin
Apenas reglas; pero con un fervor
siempre en renovación, espontáneo
y constante, hacia una forma de
santidad no catalogable, aparente-
mente desestructurada, realmente
sincera, libre, simpática, total, «como
del mundo sin ser del mundo».
Porque aunque fuese una manera
de santidad más o menos coinciden-
te, más o menos diferente de los
módulos generalmente suministra-
dos o admitidos, convenía también
A la Iglesia que, como solía repetir
cato propósito, «se adorna con la
variedad».
El día
26 de Mayo
LA IGLESIA UNIVERSAL
celebra
la fiesta de
SAN
FELIPE
NERI
venerado
con especial gozo
en el Oratorio
como Padre
y Fundador
¡Demos gracias a Dios!
4 (84)
En Roma, al caer la tarde:
«Amo a san Felipe,
de modo particular»
decía el joven Ángelo Roncalli,
futuro Juan XXIII
ROMA tiene ese trasiego de gentes forasteras —hombres de negocios,
turistas, personajes del arte o del espectáculo mundial, diplomáticos y
políticos del momento— que ofrecen a diario titulares para los aconte-
cimientos que relata la prensa y fotos de escalerillas de avión o secuencias
televisadas informativas; tiene la gran masa ciudadana con el peculiar matiz
occidental y latino que le caracteriza, diligente, a veces incluso señorial con
una exquisitez que no empaña la democracia; tiene los arrivali, como en todas
las capitales importantes, políticas, comerciales o culturales: son los que, allí
finalmente, alcanzan la suspirada meta de ambiciones tras esfuerzos, alguna
vez nobles, otras más de superación mezquina y envidiosa de complejos de
inferioridad pueblerina o provinciana, algunos de los cuales como promoción
no han podido pasar la que les permite vestir un uniforme impecable con casco
de plumas y sable brillante e inservible, pero decorativo... Y tiene esos barrios
de todas las grandes urbes, que son casi pueblos dentro de la misma ciudad,
con personalidad propia, como Anniéres de París, o San Andrés de Barcelona,
o Vallecas de Madrid: la Garbatella romana, por ejemplo. Y luego, como si se
olvidara del correr de los tiempos, tiene Roma ese Transtevere que se puede
llamar en cierto modo pagano todavía, devoto y supersticioso, de mercados en
las calles y de ropa tendida en las ventanas, de chiquillos medio desnudos, por
espontaneidad más que por pobreza, de talleres casi al aire libre, de canto del
agua en las fuentes sin llave y ruido de motores acelerados, de los que no
podemos saber si es por prisa que toman velocidad, o por malabarismo
deportivo del conductor joven que lo cabalga: es allí donde la Roma de ahora
conserva, en sus gentes, algunos rasgos de aquellas que la habitaron, tal vez,
antes del cristianismo, cuando el Transtevere era el extranjero" de la Roma
clásica, donde huían los infames, o donde eran vendidos los esclavos: como
si los más humildes de la Roma de la decadencia hubiesen huido allí empuja-
dos por los bárbaros, al fin progresistas, que los desplazaron del otro lado del
río.
5 (85)
Pero, sobre todo desde el Renacimiento, Roma adquiere una relevancia
clerical, en parte por el afianzamiento universal de la Iglesia, que desde allí va
organizando su extensión por el mundo, y en parte, también, porque el Papado
llena de alguna manera el vacío producido por la dejación política del imperio
romano, tras su decrepitud y fragmentación. Las sucesivas transformaciones y
el surgimiento de Italia en 1870 y el establecimiento de su capitalidad en la
ciudad del Tíber, no hi quitado a Roma su significación y su colorido clerical.
Por eso, una mirada, una observación de la ciudad no puede prescindir, desde
el primer momento, de la presencia de esta parte notable de la población cons-
tituida por sacerdotes, religiosos y jóvenes estudiantes en inmensa proporción
extranjeros junto a los muchos italianos que matizan por su porte e indumenta-
ria el aspecto de las gentes que transitan por las calles. De manera especial los
atardeceres.
Tramonto romano
Todavía en nuestro tiempo, en que desaparece o, por lo menos, decrece el
uso exterior de hábitos y sotanas, en las calles romanas todavía perduran las
salpicaduras de la indumentaria clerical, hasta constituir una nota peculiar, por
su abundancia, especialmente en los atardeceres —un poco antes del tramonto
Bolar— en medio del bullicio y la prisa de toda ciudad moderna, abunda por
las aceras y calles romanas, un destacado porcentaje de sotanas, vestidos
Oscuros, hábitos, "becas"... también caminando deprisa. No sólo el breve e
El poco tiempo de que disponemos en nuestra vida,
hemos de emplearlo obrando.
No nos preocupemos en buscar y saber cuál pueda
ser el estado futuro de nuestra vida, ni lo que hará
Dios con nosotros más adelante; sino consagrémonos
enteramente en el empleo de todos los medios posibles
que nos ofrecen las gracias del momento presente y
depositemos toda nuestra confianza, en lo que nos
concierne, en la Providencia de Dios,
siguiéndole con sencillez.
Buscar otra cosa es, con frecuencia, no buscar a Dios,
sino buscarnos a nosotros mismos.
Car. Pierre Bérulle, C. O.
6 (86)
higiénico paseo, en busca de alguna distención, por el Gianicolo o el Lungotevere,
sino también sobre las anchas aceras, donde las haya, o el ennegrecido y acerado
adoquinado de vía Giulia, Piazza Farnese, la Minerra o las cien callejuelas de
artigiani y tiendas de todo.
Son el pequeño enjambre clerical, salido de las colmenas.
La mayoría de ellos han madrugado bastante, celebrada u oída la santa
Misa y, muchos luego han ido a ocupar sus puestos en las diversas oficinas
curiales vaticanas o religiosas, o en la docencia —Roma es el centro nervioso
en la organización y la inteligencia de la Iglesia—, mientras la casi totalidad de
los jóvenes levitas (de alguna diócesis del norte o del sud de Italia, de un país
europeo, o de Oceanía o América...) han asistido a las clases de las universida-
des eclesiásticas.
Por la tarde, después de un tiempo de estudio o de acabar algunas tareas
otros, justo antes de que se cierren tiendas y comercios, es, para casi todos ellos,
la hora de la passeggiata: un poco de aire y de descanso antes de la cena
—siempre temprana... en Europa—, y dar due passi, tal vez aprovechando para
echar una carta a los amigos o parientes lejanos, o para, por lo menos, entrar
en una librería y "ver" libros, y, sin entretenerse mucho más, antes de recogerse
donde se resida, entrar en alguna iglesia —¡en la Ciudad Santa hay quinientas! —
y acercarse un momenlino a los pies del Sagrario y, muy a menudo también al
sepulcro de un santo de predilecta veneración.
El fervor de Ángelo Roncalli
El papa Roncalli, de joven, había sido uno de estos estudiantes sonrientes,
apresurados, bulliciosos. Como otros, había transitado muchos pomeriggi por
esas calles y plazas romanas y visitado sus iglesias haciéndose, al fin, asiduo a
las visitas breves de las que espiritualmente le atraían con preferencia. Mon-
señor, cardenal y finalmente papa, cuando volvía a la Chiesa Nuora, para arro-
dillarse una vez más ante el sepulcro de san Felipe, en la capilla lateral decorada
con la pintura de Guido Reni, recordaba sus años de estudiante y aquellos
atardeceres fervorosos y esperanzados —de gracias, no de dignidades— de
poco antes de su sacerdocio. Algo de sus sentimientos podemos adivinarlos si
abrimos su Giornale dell'anima, desde un par de años antes de estrenar sacer-
docio. Después de un retiro nos dice, por ejemplo, en una de sus páginas:
Visité a san Felipe, san Ignacio, san Juan Bautista de Rossi, san Luis,
san Juan Berchmans, santa Catalina de Siena, san Camilo de Lelis...
Y no nos cuesta nada imaginar ese cruzar calles, plazas y callejuelas para alcan-
zar las no demasiado distantes iglesias de la Vallicella, el Gesú, Sant Ignazio, la
Minerva..., en uno de sus atardeceres fervorosos, cuando se apaga, despacio, la
luz del sol, y se enciende la del alma.
7 (87)
San Felipe de 1903
Pero a nosotros nos ha llamado especialmente la atención la nota espiritual
que el mismo día de san Felipe, del año 1903, cuando acababa de ser ordenado
subdiácono en la basílica de san Juan de Letrán. Recuerda haber asistido a la
fiesta del Santo en la Chiesa Nuova:
«Hoy el pensamiento de san Felipe me ha sostenido suavemente todo
el día. Desde una tribuna de la iglesia he asistido cómodamente a las
solemnísimas funciones en la Vallicella, he saboreado la música de
Capocci, he visitado con piedad las habitaciones del santo, y también
lag tan históricas y preciosas de san Girolamo della Carita; pero
más que todo he vuelto mis ojos, mi pensamiento, mi corazón a la
gloriosa tumba, y he rezado mucho.
¿Por qué no tengo ni tiempo ni una pluma tan fácil para escribir de
este santo como quisiera como el corazón me dictaría? San Felipe es
uno de los santos que me es más familiar, a cuyo nombre se unen tan-
tos dulces recuerdos de mi historia íntima. Siento que amo a san Fe-
lipe de un modo particular, y me encomiendo a él con gran confianza.
¡Oh mi buen padre Felipe!, me entendéis sin hablaros. Se acerca el
tiempo; ¿dónde está en mí el tomar vuestra imagen? ¿dónde el espejo
de vuestras virtudes? 1Ayl ojalá entienda yo los principios de vuestra
escuela mística para el cultivo del espíritu, y me aproveche de ellos:
humildad y amor. Seriedad, seriedad, bendito Felipe, y alegría sana,
purísima, y entusiasmo fecundo de grandes obras.
En esta novena del divino Espíritu, vuestra novena de otro tiempo,
volveré de nuevo a vos con frecuencia. Bendito Felipe, ayudadme a
preparar la casa; acerco mi pecho helado al vuestro abrasado de
amor, de Espíritu Santo: ¡Fac ut ardeat cor meum!»
Aquel 26 de Mayo de 1903 peregrinó holgadamente por los lugares romanos
de san Felipe —en Roma, el día de san Felipe, era festivo ya que es co-patrón de
la ciudad junto con los apóstoles san Pedro y san Pablo— y visitó, después de
san Juan de los Florentinos, la iglesia —más bien el "nido" del Oratorio— de
san Jerónimo de la Caridad, que casi por fuerza el santo dejó para trasladarse
a la nueva iglesia de la Vallicella. Pero aquí es donde san Felipe vivió los últi-
mos tiempos, celebró sus últimas memorables misas y descansa en el sepulcro
que todo romano conoce y venera.
El 26 de mayo de 1963, el papa Roncalli yacía lúcido, en el umbral de la
muerte, y recordaría el tránsito, día por día, de su amado san Felipe.
Nosotros aquí, en Albacete, colocábamos la primera piedra a nuestra igle-
sia con esperanza y con el amor a nuestro Santo y al Papa: el papa Juan, cuyo
dolor nos parecía semilla en los cimientos de lo que nos atrevíamos a iniciar.
8 (88)
Creo en Dios y creo en el hombre,
imagen de Dios
Creo en los hombres,
en su pensamiento,
en su trabajo agotador
que los ha hecho ser lo que son.
Creo en la vida 1
como alegría y como duración:
no préstamo efímero dominado por la muerte,
sino como un don definitivo.
Creo en la vida
como posibilidad ilimitada
de elevación y sublimación.
Creo en la alegría
y la gloria de cada estación,
de cada etapa,
de cada Aurora,
de cada ocaso,
de cada rostro,
de cada rayo de luz,
que parte del cerebro,
de los sentidos,
del corazón.
Creo en la posibilidad de una gran familia humana
como Cristo la quiere:
intercambio de todos los bienes del espíritu
y de las manos
en la paz.
Creo en mí mismo,
en la capacidad que Dios me ha conferido,
para que pueda experimentar la mayor de las alegrías,
que es la alegría de dar y de darse.
Card. Giulio Bevilacqua, C.O.
9 (89)
«No me da miedo nada, si antes tengo un poco de tiempo para tratar con Dios»
SAN FELIPE NERI,
fundador, sin pretenderlo, de la
CONGREGACIÓN DEL ORATORIO
POR LAS calles de Roma, allá por
cl año 1590, se veía pasar a aquel
hombre lleno de bondad, de frente
clara, barba frondosa, alto, desgarbado,
que se movía con amplios gestos y reía y
hablaba con todo el mundo. Se llamaba
Felipe Neri. Nada le agrada tanto como
decir una agudeza, mezcla chispeante de
inteligencia, picardía bondadosa, cono-
cimiento de los hombres y optimismo
cristiano, que provoca la risa a quien le
oye, pero que, a flor de un nivel que
parece simplemente humano, siempre
ofrece una lección simpática de las cosas
del espíritu y un irresistible estímulo
para el bien obrar. A veces se diría que
se propone no decir nada en serio. Pero
no es más que una forma de ejercer la
humildad; humildad y desenvoltura, mez-
cladas de gentileza, que atraen infalible-
mente a las almas.
ALGO MÁS QUE "DON DE GENTES"
Camina por las calles, más bien de
prisa; siempre le aguarda, más cerca o
más lejos, un deber de caridad, de celo
apostólico. De todas maneras, ti encuen-
tra a un conocido, no deja de saludarle y,
en la mayoría de las ocasiones, se une a
él, deteniéndose, si le sobra tiempo, o
arrastrándolo a paso largo, y riendo,
mientras dice algo que pueda ser benefi-
cioso al acompañante, difícilmente in-
demne a la observación del Padre Felipe,
que se fija en todo y habla y mira al in-
terlocutor, no se sabe si en broma o le-
yendo en el alma lo que Dios le revela.
Siempre descubre algo de que reírse y
algo bueno que decir: envuelve las sen-
tencias serias con una sonrisa y, cuando
reprende, parece que acaricia el corazón;
pero no le gustan las dulzonerías pseudo-
piadosas. Es compasivo, humano; sonríe
siempre y, sin dejar de hacerlo, alienta y
empuja a todos en el cumplimiento sen-
cillo y abnegado del deber de cada día y
de cada instante.
10 (90)
Tiene muchos adeptos, porque todos
quieren ser amigos suyos. Sus discípulos
forman una alegre brigata, que todos co-
nocen en Roma. Diríase que en ella sólo
se busca el jolgorio, y no pasa día sin que
el Padre Felipe gaste una broma a alguien,
o a varios de los que se le acercan. Su
continua hilaridad de espíritu es
comunicativa, y el sentido del hu-
mor del cual nunca se desprende,
es el punto de confluencia de la ter-
nura con la ironía, del consejo mo-
ral y de la broma, la encrucijada en
que, la libertad del espíritu cristia-
no, estalla en alegría clara y limpia.
UN MÍSTICO QUE
NO LO PARECE
Pero, al mismo tiempo, este per-
sonaje tan curioso y desconcertan-
te, es un hombre de maravillosa
pureza de espíritu y un gran místi-
co, a quien el cielo colma de gracias
visibles y de carismas espirituales. Cuén-
tase que, el mismo Jesucristo, lo ha mar-
cado con una señal, en un misterioso cara
a cara del cual Felipe no habla jamás; se
dice que, en uno de sus largos ratos de
oración, fue tal la vehemencia de sus
suspiros, que se sentía morir; sobre todo
cuando, aun antes de ser sacerdote, en
vísperas de la fiesta del Espíritu Santo,
vio descender un globo de fuego que le
entró en el corazón, hinchándolo hasta
arquearle las costillas, que cedieron a la
turgencia milagrosa del órgano dilatado,
incapaz de contener la inmensidad de su
amor sobrenatural. La dulce angustia de
aquel momento pasará, pero ya para
siempre sentirá un calor sobrenatural y
unas palpitaciones anunciadoras de los
éxtasis que lucha por evitar y que aca-
barán por obligarle a decir misa en su
habitación, porque ya le es imposible
celebrarla sin esos arrobamientos habi-
11 (91)
tuales, que le confunden y que, ni las
bromas ni las agudezas, de que es
pródigo su hablar, son capaces de
disimular mientras mezcla sus sonrisas
con lágrimas...
APÓSTOL SIN MÉTODO
Su deseo de hacer el bien, no tiene
límites, ni pretende fines especiales,
con tal que puedan inscribirse en la
órbita inmensa de la caridad. No
1 pretende apoyarse, ni establecer una
espiritualidad propia; pero los que se
acercan a él y siguen sus consejos, se
dan cuenta cómo se les simplifica la
vida espiritual, que cada vez se parece
más a la de los cristianos de la primera
generación de la Iglesia. No inventa
métodos, ni le preocupa demasiado la
organización, ni confía mucho en los
sistemas. Dice siempre que, si le dejan
tiempo para orar, no le preocupa ni le
asusta nada y se siente con fuerzas
para todo. Vive en una época agitada,
convulsa, cuando el protestantismo ha
causado profundas heridas en el cuer-
po de la Iglesia. No faltan los que se
preocupan organizando, estudiando,
planeando obras y emprendiendo san-
tas batallas para el triunfo del bien: él
aplaude y hasta ayuda generosamente
todas estas empresas; pero se apoya y
confía en motivos aún más sobrenatu-
rales y, por lo tanto, más sencillos,
más universales, más duraderos. Ora-
ción, sacramentos, liturgia, caridad:
eso es todo y todo está en eso.
CAMBIA A LOS HOMBES,
Y CAMBIA ROMA
Respeta la fisonomía espiritual de
cada alma, y conduce a cada una según
el particular modo de ser de ella y lo
especial que Dios le pide. Acuden a
su confesonario y recogen lecciones
santas, más bien breves; pero siempre
certeras, que les orientan hacia el
trato con Dios, por la oración y los
sacramentos, y al ejercicio vital de la
caridad. Y todo con sinceridad, con
alegría, con sencillez y constancia que,
poco a poco, transforma la vida de
la ciudad de Roma, porque acuden a
sus plantas los pobres y los ricos, los
sencillos y los sabios, los criados, los
empleados, los médicos, los hombres
de leyes, los sacerdotes y religiosos,
los obispos, los cardenales y el mismo
Papa, en demanda de oraciones y de
luz. A veces no es preciso que los
penitentes abran su corazón: el Padre
Felipe les adivina los pecados, espe-
cialmente aquellos que no dirían o
que se olvidaban... Si el penitente le
pregunta cómo ha podido conocer las
faltas y el estado del alma, el Padre
Felipe responde con una clara sonrisa
y dice: «por el color de tu pelo» y,
dándole un tirón de orejas, que sabe
más a caricia que a reprensión, le
impone la penitencia y le despide.
Así era ese Felipe Neri, que Floren-
cia había visto nacer en 1515 —año
fasto en que santa Teresa también
había venido al mundo en Ávila—, de
una familia de la burguesía, lindando
con la nobleza, pero pobre; que de
pequeño habíase mostrado tan encan-
tador, hasta merecer el sobrenombre
de "Pippo buono" —el buen Felipín—
y que a los diecisiete años, en lugar
de aprender los secretos del negocio,
junto a uno de sus tíos, se había entre-
gado súbitamente al servicio de Cristo.
COMENZÓ COMO
APÓSTOL SEGLAR
Durante años, viviendo a la buena de
Dios, durmiendo en los pórticos de las
iglesias si, después de larga oración,
12 (92)
se le echaba encima la noche, o en su
cuarto pobrísimo y limpísimo, que un
amigo florentino le cedía a cambio de
cuidar de la instrucción de sus hijos,
había sido el joven Felipe en Roma,
uno de aquellos apóstoles seglares,
testimonios sencillos de la palabra de
Cristo, inconcebibles hoy día, pero no
tan extraños en aquellos tiempos y en
aquella Roma. En todos los barrios,
aun en los de peor fama, predicaba al
aire libre, a un auditorio benévolo, y
alcanzaba sorprendentes conversiones.
Hacía excursiones por la campiña que
rodea la Ciudad Santa y se detenía
largamente en los lugares que favore-
cían la oración, por la vía Appia, o
emprendía el peregrinaje a las "siete
iglesias", las más célebres y santas
basílicas de la ciudad.
La Cofradía de la Caridad, que en-
tonces contaba con miembros de todas
las clases sociales, no tenía servidor
más abnegado, que este raro seglar de
labios llenos de Dios, dispuesto siem-
pre a ofrecerse al prójimo.
Poco a poco se constituye, en torno
suyo, un grupo de fieles, reclutado en-
tre aquellas gentes que interpelaba
por las calles, con el grito famoso: «Y
bien hermano, ¿no es hoy que nos
disponemos a practicar el bien?». Es
curioso ver cómo vivía totalmente
entregado a Dios, pero no se le ocurría
hacerse sacerdote, por más que había
seguido los estudios de filosofía y de
teología. Había estudiado para mejor
conocer a Dios, y poder amarle más
y poder hablar de él en todo lugar y
ocasión, sin embargo se gozaba en su
condición de seglar, que le permitía
penetrar en todas partes donde se
pudiera hacer el bien, llevando la
luz de la verdad y el calor del amor
cristiano: calles, plazas, tiendas, ban-
cos, amigos por todos los sitios, a los
que el sacerdote habría retraído, pero
que, en cambio, recibían con simpatía
las palabras de Felipe y hasta le
seguían en sus buenas obras.
EL PRINCIPIO
DEL ORATORIO
No obstante, el sacerdote que le
confesaba, Persiano Rosa, mitad padre
espiritual y mitad compañero de sus
hazañas, le convenció, finalmente, de
que su total consagración al bien de
las almas resultaría híbrida sin el
sacerdocio y, puesto que preparación
no le faltaba, en poco tiempo se dispuso
para recibir las órdenes sagradas.
Tenía entonces, san Felipe, treinta y
seis años. En su cuarto de s. Girolamo
della Caritá, cuya iglesia servía junto
con otros sacerdotes, se reunían algu-
nos de sus discípulos, sin aire formal
alguno, para tratar de las cosas de
Dios, tomando tal vez, al comenzar,
un pasaje de un buen libro y lanzán-
dose en seguida al comentario familiar
y espontáneo, en el que participan
todos, si bien al terminar, el Padre
Felipe resume y, si es preciso, corrige
y puntualiza en pocas palabras lo más
importante.
Pronto el cuarto del Santo fue inca-
paz y se le unió la habitación contigua;
pero ni aun con el derribo de un
tabique se resolvía la angostura del
lugar, por lo cual tuvieron que invadir
el desván de la iglesia, al que llamaron
el Oratorio, porque era menos que
iglesia y más que cuarto... Allí, mayor
número de asistentes, pueden parti-
cipar en las reuniones, que siguen
conservando las mismas características
con que se iniciaron y terminan con
un poco de oración en común. Más
adelante se pasa a la iglesia, buscando
13 (93)
un espacio mayor, sin embargo sigue
llamándose el Oratorio, no ya por
razón del lugar, sino de las prácticas
que integran las originales reuniones.
Los que a ellas asisten son los hijos
espirituales del Padre Felipe, los del
Oratorio. Aun así siguen los seglares
participando en los comentarios, que
versan sobre la vida de Cristo y de los
Santos más imitables y sobre la historia
de la Iglesia, en especial de los prime-
ros tiempos, sobre las virtudes cristian-
as, y cabe también la música, de la
que Felipe es un enamorado original y
exigente: no quiere que siga la costum-
bre de cantar en la Iglesia melodías
dulzonas y afeminadas, por más que
tal fuera el estilo de entonces, y encar-
ga a alguno de sus hijos espirituales,
que son músicos, la composición de
melodías en las que se emparejen la
unción religiosa, con la sencillez y la
dignidad artística. Esos músicos son
Palestrina, Aminuccia, Soto... Para oca-
siones especiales, les encarga composi-
ciones más largas, pero no tanto que su
ejecución dure más de una hora, en las
que se glosa un paisaje bíblico, o se
escenifica un misterio cristiano, dando
lugar a las piezas musicales conocidas
con el nombre de Oratorios, que más
tarde cultivarán otros músicos, también
famosos, como Bach, Haendel, Perosi...
CRECIMIENTO Y PRUEBAS
Aquellas peregrinaciones y visitas a
lugares sagrados que, de seglar, reali-
zaba él solo, ahora las repite acompa-
ñado de esta pléyade de asistentes al
Oratorio, cada vez más numerosos.
No falta quien tilde a Felipe de in-
novador y que sospeche de sus buenas
intenciones; otros le censuran porque
prescinde de ciertos formalismos tra-
dicionales que considera inactuales y
accidentales y, por ello, un obstáculo
para su labor apostólica. En especial le
echan en cara el que admita a seglares
en los sermones que se hacen en la
iglesia, durante el Oratorio: él contesta
que está siempre presente para evitar
que se desvíe la sana doctrina y para
corregir si se errara, aun cuando cuida
que los que hablan no lo hagan sin
preparación, cuando no se limitan a in-
terrogar para aprender, sino que expo-
nen algún punto razonado de doctrina
o de la vida de Cristo y de la Iglesia;
dice que así la gente entiende más, en
especial si se evita que los sermones
sean demasiado largos, para lo cual él
ha decidido que los que se predican
allí tengan una cuarta parte de la ex-
tensión que habitualmente se les con-
cede en otros lugares. Las acusaciones
llegan al mismo Papa, por boca de es-
píritus mezquinos y envidiosos. Se le
presenta a Felipe una dolorosa prueba,
que supera con la gracia de Dios, y que
sirve para que enseguida su Obra pros-
pere y acoja a muchas más almas, hasta
convertirse en el medio principal que
tiene la Providencia para restaurar las
costumbres y devolver el esplendor de
la virtud eclesiástica a la corrompida
sociedad romana de aquellos tiempos.
Obrando así, ¿pensaba Felipe Neri
crear una Orden? Ciertamente no, y se
habría sorprendido si alguien le hubie-
se dicho que, sin saberlo, fundaba una.
Incluso hubiese respondido, con su risa
abierta, que ya había bastantes con las
antiguas, que estaban en trance de re-
formarse, y con todas las que habían
sido creadas en los últimos treinta años:
los Padres Teatinos, los Barnabitas...
y los Oblatos de Monseñor Carlos Bo-
rroneo, sin olvidar los más activos de
todos, los del Padre Ignacio, a los que
su nuevo General conducía a la gloria...
No había necesidad de una nueva Con-
14 (94)
gregación. Y, aunque no lo había pre-
tendido, tal va a ser el resultado del
espontáneo esfuerzo del buen Santo.
CONSOLIDACIÓN
Entre todos los que cotidianamente
participan en los ejercicios del Orato-
rio, ha nacido una hermandad. Algunos
toman en ella un papel relevante: el
sastrecillo florentino Parigi, que sirve
durante treinta años a Felipe en san
Jerónimo; el antiguo comerciante Cac-
ciaguerra, que se ha convertido en un
místico exaltado; el elegante Tarugi,
camarero secreto del Papa a quien sus
bellas vestiduras de terciopelo no le
impiden mezclarse con la fiel brigata;
el rústico estudiante de los Abruzzi,
Baronio, que será cardenal y un gran
investigador.
Desde ahora, el Oratorio celebra sus
reuniones en la nueva iglesia, más vas-
ta, de Santa María in Vallicella, y mul-
titudes enteras solicitan tomar parte en
ellas. Pero el grupo que dirige todo eso
sigue siendo pequeño, acaso no llegue a
quince miembros. Cierto que, en otras
partes, a pesar de las dudas y resisten-
cias del Santo, surgen imitaciones de su
apostolado. No obstante, él sigue sin
preocuparse de organizarlo, confiando
más en la espontaneidad progresiva de
los sucesos, impulsados por el celo y la
rectitud de intención, que por el com-
promiso de las leyes. No es hasta 1575,
por orden expresa del Papa, que Felipe
aceptará que su libre movimiento jurí-
dicamente se convierta en una nueva
Congregación. Pero será una Congrega-
ción de tipo muy singular cuyos miem-
bros, sometidos a una regla simple,
vivirían en unión de plegaria y de ac-
ción, donde la observancia se regiría
más por el amor a la Casa y a los herma-
nos que por una reglamentación rígida.
INFLUJO DEL ORATORIO
Y con todo, este primer Oratorio, tan
original, tan poco organizado, ejercerá
una influencia considerable y formará
al servicio de la Iglesia un grupo de
selección para las grandes luchas de su
tiempo. La idea proliferará, más que
la institución misma: tanto irradiaba de
ella el poder espiritual. En el siguiente
siglo la recogerá en Francia el cardenal
de Bérule, para formar un Oratorio
poderoso, sólido, muy distinto en sus
apariencias, pero muy próximo en el
espíritu, al del sublime vagabundo de
las calles de Roma. En su tiempo y en
su propio país, el ejemplo del Oratorio
actuó sobre el clero: a esta «escuela de
santidad y alegría cristiana», los cléri-
gos de Italia, deben quizá ciertos rasgos
característicos de simplicidad y de
gentileza que aún conservan.
En cuanto al Santo fundador, reclui-
do en su celda por la enfermedad y la
vejez, tendrá un fin digno de su vida.
Flaco, vuelto semejante a un bello cirio
o a un pergamino gastado, estará siem-
pre y hasta el fin, abrasado por la mis-
ma fiebre gozosa, por la misma llama
sobrenatural. A todos los que acuden a
visitarle, repetirá incansablemente el
precepto que ha hecho suyo desde su
adolescencia: «Vivir siempre en Dios
y morir a sí mismo...» Después, en el
momento que los médicos, solemnes,
anunciarán que su salud es perfecta, y
que octogenario, llegará a nonagenario,
un día, como si fuera su última jugarre-
ta, dulcemente descansará en el Señor,
mientras ante los escasos testigos de su
tránsito, alza, para bendecir, una mano
muy pálida, y un murmullo, apenas
perceptible, fluye de sus labios. Era la
Festividad del Corpus, el 26 de mayo
de 1595.
Daniel Rops,
de la Academia Francesa
15 (95)
John
Henry
Newman
Varias veces nos hemos ocupado de Newman, y lo haremos de nuevo. Pero en
estas semanas, en los medios católicos su nombre ha resonado con mayor relieve.
Una síntesis de su actualidad dentro del marco general de la Iglesia que podemos
llamar "conciliar", dada la repercusión que ha tenido el Vaticano II, nos la ofrece
el académico francés Jean Guitton, buen conocedor y estudioso del célebre orato-
riano inglés, que hace algún tiempo dio una conferencia magistral en el Oratorio
Romano, que resumimos a continuación.
CUANDO en 1879, el papa León
XIII creaba cardenal al P. John
Henry Newman, del Oratorio de
Birmingham, este gran apologeta de la
Iglesia elegía para su escudo una línea
quebrada, símbolo del devenir de la
historia, y tres corazones, que signifi-
caban estas tres facetas del amor: amor
eterno, comunicación intima del amor y
el amor a Dios. Su lema fue: Cor ad cor
loquitur: el corazón habla al corazón.
Es preciso penetrar con el corazón
en el corazón de Newman para vis-
lumbrar su genio y su Santidad, e in-
terpretarlos, en esta hora del Concilio,
con toda actualidad.
¿Quién era Newman?
Sin duda alguna, junto con Pascal,
es uno de los mayores genios del cato-
licismo; tal vez el mayor de todos, en
los tiempos modernos.
Se da una relación de reciprocidad
entre los grandes genios y los sucesos
extraordinarios de la historia: aquéllos
los anuncian con reclamo profético,
mientras que éstos, con claridades de
luz retrospectiva, confirman las profe-
cías de los primeros.
Asimismo Newman nos aclara el su-
ceso del Concilio, y el Concilio viene a
justificar a Newman. Porque el proble-
ma de hoy es el problema que Newman
ya se había planteado: la humanidad
se desenvuelve en un mundo nuevo,
descubierto después del siglo XVI, en
sus dimensiones de historia y concien-
cia. Ahora bien, para recorrer, explo-
rar y definir este mundo, carecemos de
instrumental o, mejor dicho, no nos lo
han suministrado los pensadores cató-
licos, sino los reformados o incluso los
mismos ateos (Hegel, Nietzsche, Marx,
Freud, Sartre, Bultmann, Kierkegaard,
Barth). Pero hay una sola excepción, en
el siglo XIX, y ésta es Newman, que ha
querido dar a la Iglesia un nuevo méto-
16 (96)
do, adaptado a las nuevas dimensiones
del mundo, a la problemática nueva,
no para destruir, sino para salvar el
catolicismo.
De donde hay que considerara New-
man como un genio verdaderamente
excepcional, fascinador, por su estilo
—prosa o poesía—, por su ansiedad
abnegada, por su confianza sin límite.
Esto explica su encuentro con la men-
talidad oratoriana, con el genial san
Felipe Neri, el santo de espiritualidad
intima, maestro de almas, por la men-
talidad —la razionale—, al estilo, a su
modo, de san Agustín, de santo Tomás.
Es de notar que los grandes espíritus
raramente hablan de sí mismos; sin
embargo Newman, como san Agustín,
no oculta la propia personalidad y nos
la descubre revelando un profundo
conocimiento de la propia intimidad.
Tres aspectos
del genio de Newman
Camino, verdad, vida: he aquí los
tres aspectos con que se nos presenta
Newman, porque su genio es todo eso.
Seguir su camino significa penetrar
en la esencia de su predestinación, si
examinamos, una vez más, la parábola
de su existencia.
Nacido en 1801, en el seno de una
familia rígidamente calvinista, que
odiaba todo lo que tuviera el más
lejano sabor de "papismo", profunda-
mente sensible y dotado de una aguda
inteligencia, más bien tímido, pero
ansioso, atormentado por el ansia de
verdad, a los dieciséis años descubre
la experiencia espiritual de la soledad
absoluta de su existencia.
Cuenta treinta y tres años cuando
llega por primera vez a Roma, donde
se mezclan en él sentimientos de
admiración y de horror ante el espec-
táculo de la Ciudad Eterna, vista desde
el ángulo de sus prejuicios. Baja hasta
Sicilia y la enfermedad lo pone al bor-
de de la muerte. Regresa a Inglaterra;
pretende restaurar el sacerdocio angli-
cano depurando su Iglesia. Se dedica
ansiosamente a la historia de la Iglesia,
ávido de verdad, y comienza a com-
probar que, en la Iglesia católica, el
laico ocupa un lugar eminente. Más
adelante dirá que el laico debe ser
consultado incluso en materia de fe,
y se entretendrá en demostrar que,
varias veces, los laicos han salvado
a la Iglesia, por la fidelidad a sus
dogmas, incluso frente a defecciones
masivas de los obispos (en el Arrianis-
mo, por ejemplo).
La verdad,
la filosofía
El segundo aspecto, la verdad.
Para Newman filosofar es buscar la
verdad, pensando, como los clásicos
y, además, rogando.
17 (97)
Los problemas de Dios, de la reali-
dad histórica de Cristo, de la Iglesia,
le acucian constantemente en su red
de verdad. Y Newman, sincerísimo,
se plantea un problema fundamental,
encarándose con la hipótesis de la
verdad de la Iglesia católica, para
aclarar, de una vez, si se trata de la
verdadera Iglesia de Cristo o de una
traición al Evangelio.
Es éste un problema ecuménico por
excelencia.
Newman repasa la liturgia, examina
toda la edificación dogmática, el Papa-
do, el culto a María, y se pregunta qué
relación tienen con las verdades reve-
ladas. ¿Se trata de una corrupción o
de una identidad? En busca de una
respuesta escruta los concilios, observa
lo que ha dado origen a las herejías...
Finalmente, en el recogimiento de
Littlemore, llega a la conclusión de
esta certidumbre luminosa: la Iglesia
católica es la continuadora de la Iglesia
fundada por Cristo, que crece como
planta grandísima surgida de la hu-
mildad de la simiente.
Medita entonces sobre la historia de
esta Iglesia, la verdadera; revisa ideas,
formas, estructuras, tiempos, cambios;
reconoce el desarrollo de la verdad,
sin caer en el evolucionismo. Definiti-
vamente: encuentra en la Iglesia el
solo eje en el que permanece la idea
original de Dios, la permanencia del
tipo, la conservación del pasado, la
consideración esperanzada de lo por
venir.
Es entonces cuando, a pesar de todo
—su propia Iglesia (anglicana), sus
parientes, sus amigos, su ambiente—,
penetra en la que él llama "plenitud
católica". Esto ocurría en 1815: en el
mismo año en el que Renan perdía
la fe, Newman entraba en la Iglesia
católica.
La vida: alma y tiempo
Los grandes evolucionistas desem-
bocan en la inmanencia; sin embargo
Newman, que descubre la verdad y la
vida en el desarrollo del pensamiento,
reafirma la trascendencia de Dios,
creador del tiempo y activo a través
del mismo. Descubre la verdad en la
identidad, cuando se le evidencia el
solo lugar —la Iglesia católica— en el
cual permanece la verdad, y desarrolla,
entonces, el misterio metafísico más
profundo: el de la presencia de la ver-
dad en el tiempo, «imagen móvil de
la eternidad».
Newman, con su vida, nos transpor-
ta hasta el campo de la inteligencia y
de la piedad: desde la intimidad del
Ser por excelencia —myself and my
Creator—, hasta el encuentro con san
Felipe Neri, tan diferente de él, aunque
tan unido a él también, precisamente
en virtud del lema elegido por el futuro,
cardenal: cor ad cor loquitur.
El amor lo lleva a buscar y a encon-
trar, en el espíritu de san Felipe, la
tranquilidad de ánimo, la alegría, el
gozo de sentirse a un tiempo ciuda-
dano del cielo y de la tierra. Cual
«explorador de un mundo invisible»,
Newman penetra en la historia y nos
inicia en la espiritualidad del amor,
a través de una experiencia personal
vivida profundamente, en intimidad y
pureza.
Newman ahonda en los conceptos de
alma y tiempo. Nos advierte que el
presente tiene sus obscuridades, pero
que, sin embargo, adquiere relieve
con el recuerdo de Cristo, mientras
que el pasado se revive y la memoria
se santifica. Un desarrollo purificador
nos lleva desde el tiempo hasta la
eternidad...
18 (98)
En conclusión: el Concilio ha venido
dar vida a cuanto Newman había
vaticinado, en cuanto a la liturgia, 80-
bre el pueblo de Dios, sobre la tradición
viva, sobre la libertad religiosa, sobre
el primado de Pedro. El proceder de
los Papas Juan XXIII y Pablo VI, que
se abren al mundo para atraerlo con
las armas de la luz y no para conde-
narlo con anatemas, coincide con la
idea newmaniana sobre el desarrollo
de la Iglesia; y lo mismo el interés por
hallar fórmulas nuevas para hacer
penetrar ideas inmutables y eternas.
El misterio de Newman —que ya Pío
XII había presentido como un futuro
doctor de la Iglesia— nos lleva hasta
san Agustín, que se nos revela en sus
Confesiones y que contempla a la
Iglesia en su Civitas Dei.
Agustín y Newman, dos genios, dos
doctores de la Iglesia. Newman se
destaca y crece como un gigante, en
nuestra época: es Grecia, es el Ático
que se hacen cristianos a través de
las brumas británicas y a través de la
meditación gálica y céltica.
En la hora actual es necesario situar
el pensamiento moderno de la historia
y de la conciencia, más allá del ateísmo
que amenaza dominarlo, porque —tal
como Agustín y Newman han demos-
trado— la conciencia humana y el deve-
nir de las cosas conducen a la Iglesia.
Algunos consejos de s. Felipe.
• No quiero escrúpulos ni melancolías entre
los de mi casa.
• No hurtéis el hombro a la cruz que el
Señor os envía porque os exponéis a tro-
pezar con otra mayor.
• Que los jóvenes se mantengan castos y
los mayores no se dejen dominar por la
avaricia y todos seremos santos.
• Nunca hará progreso alguno en la virtud
quien, de algún modo, se deja llevar de
la avaricia.
• Si encontrara a diez hombres verdadera-
mente desprendidos, me vería con ánimo
de convertir el mundo.
• No dejéis nunca la oración para ir en pos
de lo que os divierta: primero la oración,
después la diversión.
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EL DIA
26 DE MAYO
LA IGLESIA UNIVERSAL
BLE CELEBRA
LA FIESTA DE
SAN
FELIPE
NERI
VENERADO
CON ESPECIAL GOZO
EN EL ORATORIO
COMO PADRE
Y FUNDADOR
LAUS
Director. P. Ramón Mas, C.O. - Edita o Imprime Congregación del Oratorio
Placeta da S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L AB 103/22 - 15. 6. 74
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