Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 129. FEBRERO. Año 1975.
SUMARIO
LA CUARESMA, entendida sólo como austeridad,
coincide, este año, con el principio de una época
crítica que afecta a todo el mundo. Pero para el
Cristianismo la austeridad no es solamente privación y
ayuno, sino, principalmente, tiempo de reforma, de con-
versión. Podemos, en el mundo, en nuestro mundo, tomarlo
y tratarlo desde nuestra reforma personal y social y,
desde esta asunción, no tendremos más remedio que ayu-
nar, que desprendernos. No llegaremos a ser "buenos"
porque ayunamos, sino que haremos bueno y generoso
nuestro ayuno si nos convertimos.
BUENO, MEJOR, ÓPTIMO
DIOS, MÁS GRANDE
LA RECOMENDACIÓN
«LOS CURAS... QUE TRABAJEN»
FALTA LIBERTAD
CREER EN DIOS, EN JESUCRISTO, EN EL AMOR
LAS "RIQUEZAS" DE LA IGLESIA
HACIA ADELANTE
1 (21)
Bueno,
mejor,
óptimo
EL PRINCIPIO de la Cuaresma
de este año 1975 coincidirá, en
España, con la entrada en vigor
del nuevo Ritual de la Penitencia, tal
como ha decidido la última Asamblea
de la Conferencia Episcopal española.
No vamos a dar aquí un resumen
de su contenido, cuya introducción y
comentario —puesto que se trata de
una reforma calificada de importante—
necesitaría ser precedida de una sufi-
ciente ilustración histórica en relación
con este sacramento y su observancia y
uso en la Iglesia. El solo hecho de la
actual reforma da por descontado que
la disciplina hasta ahora vigente no era
satisfactoria. Ahora se tratará de apre-
ciar cómo la reforma que se introduce
remedia lo que parecía ya inadecuado
Se admiten tres modos de celebrar
la reconciliación: confesión y absolu-
ción individual; en segundo lugar, y
en el marco del templo con varios
penitentes, pero manteniendo también
la confesión y absolución individual
para cada uno de ellos; en tercer lugar,
para casos o situaciones verdadera-
mente especiales y extraordinarios, la
confesión y absolución general. Todo
lo cual no altera, sino que más bien
recoge y ordena, con leves variaciones,
lo observado hasta el presente, desde
la reforma tridentina, en el siglo XVI,
salvo la novedad de introducir la lec-
tura de la Palabra de Dios y alguna
modificación en cuanto al lugar y sede
de la celebración, que acabarán de ser
precisadas en la atendida reforma del
Código de Derecho Canónico.
Tal como ocurre en casos parecidos,
los que esperaban una reforma pro-
funda, creen escasa en posibilidades
la lograda, y, opuestamente, parece
muy grande y hasta exagerada, a aque-
llos que imaginan que la disciplina
sacramental del Concilio de Trento se
limitó a canonizar módulos sacramen-
tales que habían llegado invariados
hasta el desde los orígenes del Cristia-
nismo. En el centro, sin opinar, está
la gran masa de imparciales o, mejor,
de indiferentes, que ni les preocupa
demasiado el rito que desaparece, ni
el que modestamente lo reforma.
Cualquier parecer o juicio se plantea
siempre del mismo modo, frente a la
masa de bautizados: cómo resolver la
alternativa entre primacía de la evan-
gelización o de la sacramentalización;
opciones a oponer y conciliar, en el
más noble esfuerzo pastoral, pero siem-
pre problemáticas. Desde Trento son
cuatro siglos; hasta Trento fueron die-
ciséis, entroncados, precisamente, con
las primeras generaciones cristianas.
A los decepcionados les diríamos
que no se puede pasar por alto el sig-
nificado de una reforma, siquiera sea
pequeña, en una materia que parecía
intocable. La experiencia posterior
puede sugerir otras. Las soluciones
óptimas no pertenecen al orden de este
mundo; las buenas" merecen llamarse
buenas si están abiertas a la supera-
ción, a mejorarse. Y, hoy en día, nadie
puede negar a la Iglesia, tomada en
conjunto, esa apertura.
2 (22)
Dios, más grande
TAL VEZ se llame en el futuro, nuestra época, la de la secularidad. Será, en
todo caso, en un sentido más profundo que el que pueda darle la moda
de cierta superficialidad acomodaticia que, en el juego de las inevitables
variaciones de la fluidez de la vida, adopta posiciones y usa vocablos que se
introducen sin preocuparse demasiado de lo que significan y, por lo tanto, de
aquello a lo que comprometen. Nuestra época será, seguramente, la de la
secularidad: entendida no como disolución de cristianismo, sino como univer-
salización de su influjo, penetración de su fuerza en el mundo, aunque a veces
ese influjo no vaya etiquetado con su nombre.
En los albores de la humanidad, cuando el hombre establecía los primeros
contactos con el Absoluto, al margen de la misma revelación, creía descubrir
la voz de Dios en el fragor de los ríos caudalosos, en la fuerza impetuosa del
viento, en la altura imponente de las montañas, en la claridad vivificadora del
Bol... Más tarde, el hombre logra abstracciones personalizadas y construye con
ellas mitologías, y acude a Dios o a los dioses en busca de la última explicación
de los misterios de la naturaleza; o de una justificación sacralizadora del poder
de unos sobre otros para imponer o mantener una jerarquía en las relaciones
humanas; o para colmar el déficit de tantas debilidades e insuficiencias mediante
la complementariedad implícita de lo divino. En conjunto era un camino hacia
la universalización de la relación del hombre con Dios. Sabemos que el pueblo
que mejor se dispuso a lograrla fue el que el mismo Dios se fue cuidando y en
medio del cual apareció, históricamente, hecho Hombre.
Pero esa fuerza universalizadora de la relación divino-humana que Cristo
representaba, era tan enorme que, este pueblo, el mejor preparado y, a fin de
cuentas, el que "mejor" le recibió (los primeros colaboradores, los primeros
cristianos, fueron judíos...), no alcanzó, unánimemente, a comprender el signi-
ficado universal de esa entrada de Dios en la Historia. Cristo fue sacrificado;
las primeras dificultades que tuvieron los apóstoles les vinieron de sus mismos
hermanos de raza.
3 (23)
El concepto de "raza" será substituido, luego, en veinte siglos, por otros
que se irán relevando, pero con efectos equivalentes: las dificultades que va a
encontrar el Evangelio serán las surgidas de no resistirse a ser limitado, exclu-
sivizado, controlado, sometido... Los hombres le ofrecerán recompensas, le
pagarán precios, si se resigna a servir de "complemento" a sus intereses con
tal que no los trascienda. Las pompas, las grandezas, los honores, aunque se
digan para honra de Dios, no serán nunca desinteresados.
Pero la Historia, que Dios empuja, va haciendo su camino y, con o sin eti-
queta divina, se prolonga en dilatación universalizadora, abriendo más cómodo
marco para la autenticidad del Evangelio. Algunos, sin embargo, llamarán y
llaman crisis, peligro, pérdida, a lo que no es ni más ni menos que acercamiento
a los designios de Dios, siempre positivos.
Resultará siempre más difícil abrirse y aceptar y comprender esta perspec-
tiva secularizadora, en la medida que, desinteresados en mayor o menor grado
del resto de los hombres que Dios quiere transformar en hijos de su reino, la
idea que tuviéramos de Dios fuese reducible a la pagana o pre-cristiana de un
Dios capaz de ser aprovechado" por nosotros, de un Dios que tenemos al lado,
de un Dios "importante" y propicio, que nos complemente, "que nos dé" como
nos puede dar un amigo rico, temido y reverenciado, junto al cual podemos
ser pobres sin incomodidad, porque él es rico por nosotros y, junto al cual,
conservamos ficticiamente el honor de la pobreza y las ventajas de la riqueza.
Una carga de paganismo y judaísmo, no mal intencionado, pero favorecido
por inercias que nada tienen a ver con la virtud en ninguno de sus verdaderos
sentidos, puede, con frecuencia, colocarnos en semejantes actitudes. No pasamos
de admitir y "adorar" a un Dios a nuestra disposición: consolador, talismánico,
legitimador. Y rebajamos insensiblemente —y trivializamos— los sacramentos
a facilidades consoladoras o tranquilizantes, y la ampulosidad o artificialidad
de los ritos en moldes culturales de valor social, más que de significado sobre-
natural.
La secularización desmonta los errores individuales y la teatralidad social
del Evangelio así utilizado, de la Iglesia así entendida, así profanizada, reducida,
emparejada con lo que le es ajeno y que, por ello mismo, la disipa, esclaviza y
falsifica.
Nuestros días representan un capítulo más en este andar de la Iglesia
mezclada en la historia de los hombres. Es un tiempo bendito, en el cual,
con claridades y dolores, se dan pasos hacia el bien de la verdad evangélica
que libera, que espiritualiza, que universaliza el mensaje del Señor.
No es que Cristo vino al mundo, hubo unas cuantas persecuciones de los
malos y se hizo la calma y todo quedó bien y hecho definitivamente, salvo el
surgir esporádico de uno que otro subversivo que dijo algo impertinente o
molesto. No. La Iglesia sigue comenzando, como Cristo, frente a la Sinagoga y
frente al mundo. Ni puede ser continuación de la Sinagoga, ni puede ser un
poder más entre los poderes. A diferencia de la calidad de éstos, el de ella es
espiritual, es, por lo tanto, universal en extensión y profundidad, es... "dife-
rente". Secularidad quiere decir, para ella, bien entendido, esa diferencia que
universaliza su eficacia.
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moral colectiva:
La recomendación
LA PRÁCTICA de la "recomendación" es un síntoma de ausencia de senti-
do moral, o de deformación social con la que nos tropezamos una y otra
vez. Personas de las que se podría esperar un amor a la justicia y una
rectitud humana en las actitudes en que basan sus relaciones con los demás,
nos ofrecen, una y otra vez, el triste ejemplo, en el que alternan o se mezclan
la ignorancia, la ligereza, la picardía, la vanidad o el egoísmo, que hacen impo-
sible cualquier mejoramiento para una justa convivencia basada, como ha de
ser, en la honestidad. No digamos nada de los que abiertamente prescinden,
por principio, de cualquier base para una ética social.
Aunque no la hayamos incluido en la lista que nos hemos confeccionado
de nuestras cosas malas, la "recomendación" es, a secas, inmoral. La práctica
de la recomendación inutiliza la eficacia de las buenas leyes, relegándolas a la
categoría de decoración o espantajo sólo para pobres e ignorantes; los listos, los
pillos, se hacen, entre ellos, cada vez que les conviene, privilegios a medida.
Desprecian el Derecho y desprecian, si no los utilizan, a los demás.
Pero, para la inmoralidad de la recomendación, no hace falta que ella
constituya una excepción clandestina del orden legal; basta que incida contra
cualquier norma en la que se base la convivencia humana. La recomendación
siempre es para colar o para colarse, por encima del orden que deben observar
los demás —los honestos o los pobres—; es no querer esperar lo que debe
compartirse o repartirse entre todos; la recomendación está siempre en favor
del encumbrado, del colocado en el puesto clave, del que ofrece o del que se
esperan "favores a cambio", igualmente al margen del orden y, por lo tanto,
de la justicia escrita o no escrita.
Cuando a un ordenamiento social supuestamente justo se le hacen conti-
nuas excepciones o se le opone un sistema relacional o de soluciones basadas
en la recomendación", dejamos que un cáncer corroa el sentido general de
justicia, cultivando el desaliento de los buenos, el resentimiento impotente de
los desfavorecidos y el desprecio de los más inteligentes hacia las instituciones
en las que el orden y la justicia se suelen representar.
Algunos de escandalizan por la inmoralidad de la recomendación frente a
situaciones de verdadera entidad cuantitativa o de significación institucional
social, económica o política, pero la practican en su esfera más reducida con
absoluto espíritu de despreocupación y ligereza, sin apercibirse que, propor-
cionalmente, incurren en la misma clase de responsabilidad que censurarían
en instancias superiores.
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Tal ligereza, compartida en amplios sectores, lleva al error irreflexivo de
aceptar fácilmente como si el hacer una "recomendación" equivaliera a hacer
una "obra buena". No se dan cuenta, o pretenden no darse cuenta que, al reco-
mendar a alguien para que obtenga sin merecer, o pase sin deber, o consiga
anteponiéndose a otro, lo que hacen es actuar como si tuvieran autoridad para
sentenciar con peor suerte a los que carecen de recomendación o, simplemente,
no recurren a su sistema.
Hasta cierto punto puede decirse que os peor un hábito social de esta índole
que una ley injusta: ésta puede corregirse al ser descubierta o denunciada en
una sociedad sana; en cambio, un medio social saturado de repetidas y minús-
culas corrupciones, se hace prácticamente indiferente a las leyes injustas y
sabe prescindir de las justas que no le acomodan.
Cuando pretendiendo justificar la "recomendación se invoca la injusticia
de la norma o la insuficiencia o dificultad de alcanzar lo pretendido por cauces
normales o según el orden establecido, el remedio estará en cambiar, o en crear
las situaciones que permitan cambiar la realidad general injusta, más que
mantener la viciosa táctica de perpetuar con excepciones repetidas la absurdi-
dad de una normativa o la ausencia de una autoridad frente a lo injusto. Cuando
se pueda alegar que el que pretende conseguir un favor o ejercitar un derecho
os incapaz por sí mismo de hacerlo y que por esto se le "recomienda", no puede
llamarse a esto recomendación, sino gestión o intercesión —que es muy dife-
rente—, pero aun así, y salvando la emergencia de cada situación, lo correcto
es instruir y formar al interesado para que, capacitado, cuando sea posible, por
sí mismo obtenga lo que pretende. También es lícita la intercesión o mediación
cuando tiende a corregir o neutralizar la manifiesta injusticia del que debe
conceder lo que se pide, pero sabemos que actúa por favoritismo o "acepción
de personas". Pero tal juicio es muy arriesgado.
No es "recomendación" hacer un favor que no perjudica a nadie, que no
antepone ni cuela a nadie, sino que facilita y amplía a más el beneficio compar-
tido de lo bueno y de lo útil.
No es recomendación interceder en favor del pobre, del oprimido, del
marginado. Pero éstos, por desgracia, no tienen quien les recomiende, y muy
pocos que intercedan o medien por ellos.
LAUS
se reparte gratuitamente a los
amigos del Oratorio que lo solicitan.
Envíen su dirección as
LAUS - Apartado 182 - Albacete
6 (26)
«LOS CURAS...
¡QUE TRABAJEN!»
ES VERDAD que se ha asimilado la actividad de los ministros de la
Iglesia a la de ciertas profesiones liberales o intelectuales y que,
cuando se evoca el concepto "trabajo" se quiere significar, con fre-
cuencia, el pico, la pala, el martillo, la máquina... Pero, curiosamente, los
que en principio aplaudirían que los sacerdotes fueran mandados a ese
trabajo, no mandan al mismo a los abogados, médicos, maestros o ingenie-
ros. Se puede y se debe suponer, legítimamente, que si éstos han de llevar
a cabo con la debida dedicación y competencia el ejercicio de su profesión
específica, no les quede demasiado tiempo para otros trabajos o que, si les
sobrara algún momento, tal vez no conseguirían demostrar peculiar habili-
dad precisamente en el trabajo mecánico. ¿Será que no se atreven a exigir-
les talos fatigas complementarias porque la justa norma de pagar por sus
servicios y consultas ha acostumbrado a sus clientes a estimar cuantitativa-
mente —¡somos tan materialistas los humanos! — el valor de sus respectivas
profesiones?
Pero al sacerdote no le exigimos, en su orden, menos "capacitación
profesional", aunque no paguemos las consultas. Olvidamos, contra cual-
quier leyenda edificada por la vulgaridad, por la ignorancia o por la envidia,
que el sacerdote ha tenido que adquirir una cultura humana y teológica por
lo común con medios más austeros que los de las personas que se han
dedicado a estudios civiles y que el esfuerzo posterior para mantener un
nivel cultural de acuerdo con las exigencias de su vocación en servicio de
los hombres no han podido ser menores. Los fieles exigen, del sacerdote,
ciencia y experiencia que no se obtiene por infusión, sino con trabajo y
estudio y sin expectativas de gratificaciones. La posibilidad y la capacidad
para mantener ese nivel en servicio de los demás es necesariamente varia-
ble. Pero en general, en la Iglesia, no tenemos menos de lo que nos mere-
cemos y de lo que, entre todos los fieles, hemos sido capaces de posibilitar:
Si en este aspecto alguien encuentra faltas, que dé un paso adelante,
que estudio y rece, que se entregue a Dios, que venga y que nos ayude a
servir mejor a los hermanos: en el supuesto, naturalmente, de que sea
creyente. Pero si no tiene fe y nos juzga, que compare la Iglesia —fieles y
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pastores— con otras instituciones y con las que mejor conoce por ser parte
de ellas y vea si, en proporción, se hacen más cosas: asistencia sanitaria,
docencia, trabajo editorial, arte...
¿Negocios en todo esto?... En cualquier caso, para el que no creyera
y no pudiera ver en dicho trabajo un medio apostólico, debiera de reconocer
el justo precio de un servicio prestado. Pero es sintomático que no se den
demasiadas imitaciones privadas de sistemas parecidos. Si fuera realmente
"negocio", las habría. Solamente puede hacerlo el Estado con el respaldo
del contribuyente, como es lógico. Y lo normal es que al Estado le cueste
una cama en el hospital o una plaza en una clase, algo más de lo que, para
un mismo servicio, todo considerado, logre la economía en una casa asis-
tencial religiosa o en una escuela de la Iglesia.
Pero ¡ya tenemos al cura que trabaja!...
Si se dedica a un trabajo manual no le faltarán críticos que piensen y
digan que es lástima congelar, en aquellas horas de trabajo, la posibilidad
de rendimiento cultural que sus estudios podrían ofrecer, en vez de parali-
zarse en cansancios musculares. De todas formas, es posible que el propio
interesado supere tales juicios materialistas y piense que el Señor también
trabajó manualmente.
Si la ocupación a que se dedica es menos humilde, de acuerdo con su
capacidad profesional o científica complementaria, entonces las críticas
también existirán para censurar, por lo menos, el que «ocupe un puesto
que haría más falta a un padre de familia... etc.»
Tal vez la explicación de todo esté en la enorme superficialidad y falta
de conocimiento con que suele hablarse de estas cosas por los profanos,
aunque se llamen creyentes a sí mismos, o cristianos...
Daría ganas de decir a los que critican de esta manera: «¡Vengan aquí,
no sigan fuera: entréguense a Dios, pónganse a nuestro lado, ayúdennos,
enséñennos y hagamos, entre todos, las cosas mejor: el Cristianismo no es
un espectáculo para ver, o un ágora para discutir simplemente, sino una
vida para vivir, y para vivirla entre muchos. Vengan, vengan más cerca: no
para criticar sin compromiso, sino para prometer y comprometer la vida!»
Pero no vendrán; lo más fácil es que no vengan, o que vengan muy
pocos. Muy pocos son, entre los que critican así, que saben lo que es trabajo
o que han ganado, alguna vez, el pan que se comen,
anualmente.
Como quiera que no puede edificarse comunidad cristiana alguna que
no tenga como raíz la Santa Eucaristía y en torno a su celebración se
desenvuelva, los miembros de la Congregación del Oratorio la conside-
ran como el centro de toda su vida y unidad.
(Const. del Oratorio, n. 10)
8 (28)
Falta libertad
SE TRATE de Chile o de Checoslovaquia, los totalitarismos no se resignan
a dominar los cuerpos, sino que quieren controlar las inteligencias y,
desde ellas, gobernar el hombre o reducirlo por la coacción o el miedo.
En Checoslovaquia tropieza la Iglesia con continuas dificultades, aunque
no puede, el Estado, erradicar la fe de sus súbditos. Pero la coacciona, la asusta
y la discrimina. Cuando un obrero checoslovaco solicita un puesto de trabajo,
debe rellenar un cuestionario, en el que se encuentran, entre otras, las siguien-
tes preguntas: «¿Es usted defensor de la ideología científica marxista, y desde
cuando? ¿Frecuenta usted las ceremonias religiosas? En caso afirmativo, ¿desde
cuándo? ¿Qué necesidad tiene usted de asistir a esos ritos? ¿Sus hijos están
inscritos en los cursos de instrucción religiosa? ¿Van a la iglesia?»
Naturalmente el candidato al puesto de trabajo será admitido o excluido,
no solamente según la necesidad que haya para ocuparlo, sino teniendo en
cuenta el sentido dado a las preguntas que se le han formulado.
Si dejamos el signo marxista checoslovaco y pasamos al neofascismo chile-
no, vemos que la dictadura del general Pinochet toma sus medidas de represión
contra una Iglesia que no le es dócil, ni silenciosa, que no se limita al modelo
de una Iglesia apartada de los problemas de los hombres, preocupada de la
gloria de Dios", y callada aunque se violen los derechos fundamentales de la
persona humana, se mantengan encarcelamientos sin proceso y se torture a los
detenidos. En efecto, el cardenal de Santiago, Silva Henríquez, y el obispo de
Valdivia, Santos Ascarza, fueron elegidos regularmente para representar a la
Conferencia Episcopal chilena en el pasado Sínodo de Obispos tenido en Roma:
pero el dictador lee prohibió salir de Chile para ir a Roma, temeroso de que
dieran una imagen no aprobatoria de la política del país frente a los demás
obispo y que acudieron de todas las partes del mundo, a la Ciudad Eterna.
Aunque, sin necesidad de que los dos prelados viajaran ni abrieran la
boca, In imagen de aprobatoria la daba el mismo general Pinochet con su gesto
de prohibición. Desde un principio no le ha perdonado al cardenal que no se
prestara a moldear una Iglesia nacional domesticada, aduladora, o simplemente
silenciosa, y se mantuviera, en cambio, respetuoso e inflexible, recordando las
exigencias del Evangelio en orden a la justicia y a la verdadera paz.
9 (29)
Creer en Dios,
creer en Jesucristo,
creer en el amor
y en la vida
«Quien cree que Jesús es el Cristo,
ha nacido de Dios..."
Y ésta es la victoria que ha vencido
al mundo: nuestra fe».
(I Juan, 5, 1-4)
SABEMOS que las "profesiones de fe"
no agotan el contenido de la misma.
El conjunto de conceptos que enun-
cia tienen un valor de creencia colectiva
modélica, paradigmática, simbólica: de
donde "símbolo de la fe". La Iglesia no
duda en adoptar esa denominación.
Las verdades que son contenido de la
fe, no se crean; a veces se descubren, se
desarrollan, se explicitan. En esa expli-
citación y desarrollo intervienen factores
de capacidad y madurez cultural humana.
No sería difícil comprobarlo al examinar
las sucesivas fórmulas o símbolos de la fe
que la historia de la Iglesia ha producido.
El cardenal Newman en el siglo pasado,
el padre Arintero, cerca de nosotros, en el
presente, se ocuparon de este fenómeno;
por otra parte, el anuncio implícito en las
palabras de Cristo, cuando hablaba a los
apóstoles asegurándoles que irían siendo
guiados hacia la completez de la verdad,
sucesivamente, se refería a la asistencia
divina, conduciendo al hombre hacia la
total liberación —"total "redención"— de
la Verdad de Dios aceptada como vida.
El hombre es para la verdad, y el
hombre es para Dios. Busca, se acerca. A
veces no importa demasiado cómo se
denomine esta dinámica. Es una parábola
misteriosa, pero verdadera, en cuyo senti-
do se mueve y avanza toda la humanidad,
según leyes finalmente convergentes, co-
mo san Pablo proclamaba en su carta a
los Romanos.
Dios, Jesucristo, el mundo, el amor, la
existencia... son la respuesta colectiva a
una serie de preguntas que una revista
francesa hace poco ha formulado a sus
lectores. Respuestas reveladoras de una
mentalidad fiel contemporánea, incomple-
ta seguramente, pero significativa porque
pertenece a nuestro tiempo y lo armoniza
con la trascendencia.
En realidad ésta es la tarea de la fe,
que es siempre "en el tiempo", fuera del
cual ya no cabe.
10 (30)
Con las numerosas respuestas obteni-
das por dicha revista —"Informations
Catholiques Internationales"— sería po-
sible confeccionar un "credo" o, si se
prefiere, un "símbolo de la fe" de nuestro
tiempo.
Nosotros ofrecemos algunas muestras,
a continuación, a modo de florilegio.
«Creo en Jesucristo, el único porvenir del
hombre y de la humanidad».
«Creo en Dios Creador, el cual, teniendo
en cuenta a la creatura hecha a su imagen,
ha encarnado su Amor infinito en la humani-
dad de Jesús, su Hijo, que se ha manifestado
por su Espíritu».
«Creo en el Espíritu que, lo mismo hoy
como siempre, permite que nos reconozca-
mos como hijos de un mismo Padre y como
hermanos de Jesucristo y también hermanos
entre nosotros».
«Creo en Dios, en su amor revelado por
Jesucristo, y lo amo por su Espíritu. Creo
que permanece en nosotros, si nosotros cre-
emos en Él».
«Creo en Dios Padre, que nos ha manifes-
tado su amor mandándonos a su Hijo, Jesu-
cristo, el cual, por su pasión, su muerte y su
resurrección, nos ha obtenido el Espíritu
Santo, prenda de nuestra filiación divina
y garantía de la esperanza de nuestra resu-
rrección gloriosa por los méritos de Jesu-
cristo».
«Creo en Jesucristo, Dios y hombre, resu-
citado y viviente, que nos ha revelado el
amor del Padre que lo ha enviado en medio
de nosotros, que por medio del Espíritu San-
to, nos ha agrupado como hermanos».
«Creo en el Amor que se comunica en y
por Jesús, el Cristo».
«Creo en Jesucristo, el Hijo de Dios, que
nos ha mandado el Espíritu para hacernos
vivir en Iglesia».
«Creo en Dios que nos ha enviado a su
Hijo para enseñarnos el Amor, y el Espíritu
para conducirnos a la unión».
11 (31)
«Creo en Dios, el solo capaz de dar un
sentido a la vida. Creo que es un padre
que nos ama como nos lo ha demostrado
al entregarnos a su Hijo. Creo en el Hijo
de Dios que me ha amado y se ha entre-
gado por mí; en quién y por quién poseo
Ta la vida eterna. Creo en el Espíritu
Santo que me conduce y hace de mí un
hijo de Dios, un miembro del Cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia».
«Creo en Jesucristo, que nos ha revela-
do el amor del Padre y que nos lo sigue
revelando hoy en día, por su Evangelio
siempre actual, por su Espíritu vivifica-
dor, por su Iglesia que lo escucha y por
el mundo, lazo de Su Presencia».
«Creo en un Dios de amor único que
ha creado el Mundo, y enseguida lo ha
rescatado y le ha revelado el Amor y el
Camino hacia una Salvación en la cual la
humanidad reconocerá su verdadera faz».
«Creo en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios
viro, Tenido a la tierra para comunicar-
nos su Palabra de Vida y su Espíritu de
Amor, para que la humanidad se pueda
reunir definitivamente en la Alegría y en
la gloria del Padre».
«Creo en Jesucristo, como revelación
concreta del Amor de Dios para mí, para
nosotros. Creo en el Espíritu que me per-
mite perdonar».
«Creo en Dios, "Aquel que Es", mani-
festado en cada uno de los hombres por
medio de su Espíritu. Jesucristo es la más
elevada realización de lo que el hombre
ha sido llamado "a ser"».
«Creo, ante todo, en la plenitud de una
vida que no puede sacar sus fuerzas ni
desembocar en otra cosa que en el amor,
y en Jesucristo que me lo ha hecho des-
cubrir».
«Creo en Dios que su Amor y luz de log
hombres; en Jesucristo su hijo que nos
ha revelado este Amor y en el Espíritu
que tanto hoy como ayer permite que nos
reconozcamos conjuntamente como hijos
de un mismo padre».
La predicación sacerdotal, especialmen-
te difícil en las circunstancias actuales...-
no debe exponer la Palabra de Dios de
modo general y abstracto, sino aplicando
la perenne verdad del Evangelio a las
circunstancias concretas de la vida.
(P. O. n. 4)
Lo que modo de exhortación dice el Concilio a los sacer-
dotes en su deber de instruir al pueblo en las cosas de Dios
al comentar la divina Palabra, vale también para todos los
cristianos cuando abren la Escritura Santa y convierten su
lectura en oración iluminadora y estimulante para la vida
concreta de cada día y cada circunstancia.
12 (32)
Las "riquezas"
de la Iglesia
NO HACE mucho, con el fin de puntualizar algunos extremos aireados por
la ligereza periodística de cierta prensa sensacionalista y mal informada
—o mal informadora—, que había hecho incursiones en el sensacio-
nalismo fácil e impune de las finanzas vaticanas, el diario de la Ciudad del
Vaticano. "L'OSSERVATORE ROMANO", publicó unas sencillas y serenas
palabras en sus páginas. Decía, entre otras cosas que omitimos por amor a la
brevedad:
«Los medios financieros de la Iglesia no se nutren de tributos o impuestos.
Existe la espontánea generosidad de los fieles y, al mismo tiempo el sentido
de responsabilidad de quien debe administrar los bienes que provienen de
la caridad y a la caridad vuelven, después de haber cumplido su misión de
justicia. Existen, además, severos controles que, según la estructura de la
Iglesia, son ejercidos por aquellos que, en virtud de su autoridad, correspon-
de responsablemente. Indagaciones extrañas son, por lo menos, indiscretas;
y es descortés, por no decir ofensivo, que se pretenda indagar y prejuzgar
desde la incompetencia o, peor todavía, desde posiciones de menos garantía
de honestidad en comparación de los responsables en la materia».
A veces cabe pensar que, como la Iglesia no tiene cárceles, ni policía, ni
ejército para hacer valer por la fuerza sus derechos, por esta razón, los hombres
materialistas, a los que impresiona solamente la fuerza, no temen ser impru-
dentes e injustos con ella, seguros de la impunidad, pues los deberes de la
conciencia cuentan poco para ellos. Como replicaba Napoleón a las razones
objetivas de la Iglesia, indócil a sus pretensiones: Pero... ¿cuántas divisiones
tiene el Papa? Y arremetió contra él.
Cómo surgió el patrimonio eclesiástico
Es obvio que la misión de la Iglesia necesita algún apoyo material: la evan-
gelización, el culto, las obras de misericordia por ella emprendidas y sostenidas
fueron posibles y crecieron merced a los dones espontáneos de los fieles. Espe-
cialmente en la Edad Media, mientras la ciudad secular se organizaba y atendía a
sus gastos por los impuestos obligatorios que los reyes exigían de sus súbditos,
13 (33)
la Iglesia se diferenciaba por la libertad que respetaba en éstos y se dedicaba
al bien y al trabajo, mientras los jefes de los pueblos empalmaban unas guerras
con otras, debatiendo en ellas ambiciones, predominios y rivalidades, que diez-
maban a sus súbditos y agotaban las arcas reales. La Iglesia, mientras tanto,
representaba la paz laboriosa, la cultura, la beneficencia. Las limosnas, las
propiedades acumuladas, la austeridad y buena administración —por lo menos
mejor que las de los seculares— permitía la dedicación, además del culto y la
predicación que le eran esenciales, a multitud de obras de asistencia totalmente
relegadas a su solicitud: asilos, hospitales, colegios. Las Universidades, las
bibliotecas, los centros de cultura, nacieron y estuvieron largo tiempo bajo el
único amparo de la Iglesia.
La Iglesia cuidaba los cuerpos enfermos; la Iglesia enseñaba, incluso, el
mejoramiento de los cultivos; la Iglesia copiaba los libros sagrados y las obras
clásicas de la antigüedad; la Iglesia estimaba el arte: la Iglesia formulaba el
Derecho y discutía el absolutismo de los príncipes, no sólo en su defensa, sino
todavía con mayor énfasis para proteger a los más abandonados e incapaces de
hacerse oír por ellos mismos —Vitoria, Suárez, Bartolomé de las Casas... —
aunque le acarreara la represión de los reyes que se llamaban "cristianos", y
tal vez creían serlo, pero a su modo, y a base de un Evangelio previamente
censurado.
En la Edad Media y entrada la Moderna, los hombres fuertes y emprende-
dores, pero materialistas, preferían dedicarse a la guerra, que les diera gloria y
botín afortunado, o establecerse en lugares donde el comercio pudiera enrique-
cerlos fácilmente, o partir a países lejanos para conquistas de tesoros fabulosos.
Mientras, los hombres de Iglesia —"ora et labora"— se dedicaban al culto y al
estudio y predicaban el amor cristiano y civilizaban la rudeza de costumbres
todavía bárbaras de hombres para los que el nombre de Dios representaba
algo, aunque no bastante para que les sirviera más para esta vida que como
remedio de los miedos de la otra.
Las discusiones con los reyes
La Iglesia, no se podía negar, era un "poder", pero esencialmente un poder
popular: que no descendía de arriba, sino que subía del pueblo. Y era a ella a
quien el pueblo acudía cuando se sentía amenazado por cualquier forma de
despotismo. En el asentamiento de su influencia social valía el reconocimiento
popular de una misión espiritual; valía, también, la confianza de su bondad y
doctrina, y valía, finalmente, el apoyo que le daba su independencia económica,
obtenida por acumulación espontánea, austera y generosa del cumplimiento de
misiones espirituales y humanitarias que todos podían reconocer.
Pero los reyes, salvo excepciones, no se entusiasmaban demasiado con las
doctas sabidurías, ni les inquietaban las verdades eternas si no se creían en el
mismo borde de la eternidad... En cambio, si codiciaban las posesiones ecle-
siásticas, por lo cual las relaciones con la Iglesia no pudieron, en razón de esto,
14 (34)
ser siempre pacíficas. Reclamaban a la Iglesia tributos para sostener las campa-
ñas militares, del mismo modo que exigían la contribución de todos los demás
súbditos; pero la Iglesia se resistía a que unos bienes que debían atender a
obras de misericordia espiritual o corporal, se utilizaran para los presupuestos
de guerra. Ella prefería la paz a la guerra, los libros a las espadas, las univer-
sidades y los monasterios a los cuarteles y a los palacios.
El mantenimiento del poder, transmitido incluso como herencia familiar,
y la satisfacción de la gloria y la fama eran las preocupaciones de los reyes.
Si la sabiduría y la virtud eran invitadas al final, se hacía, en todo caso, para
prestigiar lo consumado que si, por añadidura, se acompañaba con algún honor
sagrado, tanto mejor completaba el adorno y la justificación ante el pueblo de
buena fe que, a la postre, era el único que sufría y pagaba las guerras y las
absurdas emulaciones de príncipes rivales codiciosos.
La Iglesia defendía su independencia, con más éxito o con menos; y con
más o menos acierto. A la hora de emitir cualquier juicio sobre sus actitudes,
no puede hacerse sin contemplar el conjunto de su relación con el mundo
donde se hallaba situada y se verá, como constante, la porfía por mantener una
independencia con medios pacíficos para anunciar libremente el Evangelio, no
siempre perseguido, pero muchas veces temido por los situados en el poder.
Si la verdad que ella ha de decir no incidiera en este mundo real en que vivi-
mos, no molestaría jamás. Y si incidiera, pero no rozara en absoluto la justicia
y las realidades económicas, tampoco le pasaría nada.
El primer anticlericalismo
No hace mucho que Pablo VI, en uno de sus discursos, y a propósito de la
moda del anticlericalismo, ya observaba que no surgió, el primero, de las cla-
ses populares. Estas se hacen hostiles o críticas de la Iglesia, cuando, abusando
de su ignorancia, los más poderosos y astutos las incitan demagógicamente para
engañarlas y, así, distraerlas de otros problemas que los situados no podían
resolver con su poder y su fuerza, ni con su astucia y saber. Así, por ejemplo,
aunque la "Semana Trágica" de Barcelona, en 1909, se achacara a Francisco
Ferrer y Guardia y se pretendiera hacer justicia mediante su precipitada con-
dena a muerte y ejecución consiguiente, lo más interesante —nunca aclarado—
sería saber quién o quiénes, con qué dinero y de dónde, mandaron a Alejandro
Lerroux a aquella ciudad —que, como otras, tenía sus problemas, pero no
principalmente religiosos— para que incitara a la violencia y al incendio san-
guinario, soliviantando a las masas, que de este modo desviaban, pero no re-
solvían ningún problema. ¿Qué tenían que ver los conventos incendiados con
todo aquel haz de problemas político-sociales? O, en 1834, ¿qué tenían que ver
los cien frailes asesinados en Madrid, con la epidemia del cólera, y cómo expli-
car la pasividad de las autoridades para no atajar los asesinatos?
Si España era pobre, si la sanidad era mala, si el pan era caro, si los men-
digos muchos, resultaba, segura y principalmente, de que no había podido, o no
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CONFERENCIAS
CUARESMALES
EN EL ORATORIO
SENORAS: Días 12, 13 y 14 de marzo
(de miércoles a viernes). A
las 5,30 de la tarde.
JUVENTUD: Días 31 de marzo, 1 y 2 de
abril (de lunes a miérco-
les), a las 8,30 de la tarde.
HOMBRES: Días 12, 13 y 14 de marzo
(de miércoles a viernes), a
las 8,30 de la tarde.
En cada una de las series de conferencias, pre-
cederá la celebración de la santa Misa: para las
señoras, a las 5 de la tarde; para la juventud y
para los hombres, a las 8 de la tarde,
en la capilla del Oratorio.
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había sabido, o no le habían dejado, o no había querido administrar mejor un
imperio que se le caía de las manos entre algaradas zarzueleras y codicias exa-
geradas de los encumbrados; pero la culpa no era de la Iglesia. Ésta, no dudará
en prestar su inteligencia y rectitud —Balmes, o la bondad excesivamente
crédula de un hombre piadoso San Antonio M. Claret— para tratar de salvar
a España de sus males; pero no lee harán caso.
La desamortización de 1837
En realidad fue un bien para la Iglesia, una purificación; aunque sus auto-
res no pretendieran esto precisamente. Lo lamentable fue que los bienes del
expolio no fueran empleados en remediar ningún mal. O lo que es lo mismo:
que fueran a parar a las arcas de los codiciosos de siempre, que nada tocara a
los pobres, que la pregonada "reforma agraria" ni se hiciera entonces ni nunca
jamás.
No habría inconveniente en traspasar al Estado el cuidado de aquellas obras
que la Iglesia atendía, en orden a la cultura y a la asistencia y que, en tal su-
puesto, pudieran ayudar aquellos bienes —¡y no sólo aquéllos! — a misión tan
noble. Pero sabemos que no fue ese su destino, que las pretendidas reformas
sociales partiendo de la base económica que ofrecieran aquellos bienes inmo-
vilizados, no llegó nunca; que no revirtió en los pobres, cuyos nuevos amos
—cuando se trató de tierras de cultivo— fueron más exigentes y menos gene-
rosos que los anteriores; que fue un engaño para el pueblo y un beneficio sólo
para los ya establecidos en el poder, para mejorar títulos nobiliarios o constituir
la base fácil de otros nuevos. No importa que luego, para "hacer la paz" con la
Iglesia, y para no hacerse de mal-ver del todo por los gobernados, se accediera
a una mínima compensación que representaba, simbólicamente, la restitución de
lo usurpado. Restitución que se llamó, en los presupuestos estatales, "dotación
para el clero" o, más vulgarmente, "paga" de los curas, porque sólo la percibían
los que tenían, en la Iglesia, "cura de almas".
La Iglesia, cuando se resistía al expolio, no lo hacía con menos derecho,
aunque sí con menos fuerza, que la que hubiera opuesto cualquier otra entidad.
La Iglesia no tiene cárceles, ni policía, ni ejército para hacer valer sus derechos
con la exigencia de la coerción física. Tiene solamente su razón. En aquella
ocasión le faltaban las garantías de que sus bienes se iban a destinar a los fines,
aunque no religiosos, de mejoramiento social que se decía. La experiencia no
se hizo esperar para confirmar los motivos de esta sospecha. Luego, en todas
partes, se ha podido demostrar que nadie ha hecho mejor ni más económica-
mente, en cultura y en beneficencia, lo que ella ha sido capaz de hacer.
Para qué necesita dinero la Iglesia
En esencia, la misión de la Iglesia, podría bastar en la celebración del culto
a Dios y la predicación en libertad del Evangelio. Necesita pues, en esencia,
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lo que de soporte material y económico sea preciso para esto: necesita poder
formar a sus ministros, necesita poder hacer llegar su doctrina a los hombres,
necesita poder celebrar el culto para sus fieles.
Tiene derecho, además, a los derechos que no se pueden negar a nadie: a
hacer el bien, toda clase de bien a los hombres. Y derecho a todas las activida-
des que, en justicia, no se pueden negar a las personas físicas o jurídicas. Los
derechos que a ella se le reconozcan dependerá del concepto más o menos
exacto que se tenga de la justicia. Tiene derecho a la propiedad, a la libertad,
al respeto, a la comunicación. Puede dar y aceptar, decidir, vender, comprar
cosas materiales en relación con sus fines esenciales y con sus actividades
secundarias, pero siempre benéficas y de las que tomó la iniciativa y el cargo,
generosamente, cuando la sociedad más atrasada, era lanzada a las guerras y
los poderes no se preocupaban de la asistencia misericordiosa de los cuerpos
y de la instrucción de los espíritus.
Hoy, más evolucionada la sociedad, los poderes públicos asumen el deber
de la asistencia y la seguridad social, de la cultura, de multitud de servicios
indispensables a la convivencia, y la Iglesia se alegra de que sea así. Pero ella,
aun en el supuesto del secularismo más exigente, tiene, como otro ente, perfec-
to derecho a elegir y regular sus actividades, esenciales o secundarias, y a ser
respetada. Nadie puede monopolizar el derecho a hacer el bien.
Si todavía es blanco de críticas, éstas proceden de espíritus malévolos y
desagradecidos de todo y tanto bien como ella ha hecho a través de los siglos,
cuando otros más poderosos económicamente, y más obligados, malversaron
riquezas que poco o nada beneficiaron a la humanidad. Y todavía hoy en día,
ella acompaña su evangelización, en todas partes, con esa multitud de obras
buenas y generosas cuyo valor, económicamente estimable, no se debe criticar,
sino reconocer y alabar, como un ejemplo que perdura, impenitente en hacer
el bien, a pesar de las pasadas expoliaciones, de las pasadas y presentes envi-
dias y de las ligerezas de siempre, de los que la juzgan sin conocerla, o le
exigen sin exigirse.
La edad de las naciones ha pasado: ahora se tra-
ta, si no queremos perecer, de sacudir los viejos
prejuicios y de construir la tierra.
Teilhard de Chardin
18 (38)
Hacia adelante
CONSTANTEMENTE el pasado del hombre le empuja hacia atrás.
Pero Dios, sin cesar, lo impulsa hacia adelante, hacia el porvenir
que le abre.
Cuando el hombre imagina a Dios, se lo representa como dotado
de un cuerpo inconmensurable: tanto, que no cabe imaginar un
porvenir que pueda ser otra cosa que la pura y simple prolongación
de este pasado inmenso.
Pero el Dios bíblico, el que aparece y se muestra en la Sagrada
Escritura, vemos que no cesa de recordarle la urgencia de disponer-
se a construir lo nuevo, totalmente nuevo, y que quiere hacer enten-
der que su eternidad ha de ser para sus creaturas, una desbordante
sorpresa, manifestada y crecida poco a poco, hacia horizontes adon-
de las conduce.
El hombre, en cambio, al pensar en la felicidad y en el paraíso,
siente que su corazón se funde de nostalgia, y se vuelca hacia paraí-
sos perdidos. Pero el Dios bíblico intenta, todavía, llevarlo adelante,
hacia la Jerusalén celestial, ciudad universal cimentada en el amor
de Cristo, que se construye día a día con las piedras vivas que so-
mos nosotros.
El hombre se da cuenta de su miseria, tiene conciencia de su
pecado y se siente aprisionado por la fatalidad de sus propios actos:
cae una y otra vez sobre sus propios errores, vuelve rencorosamente
mal por mal, y desespera de encontrar una salida a su desgracia.
El Dios bíblico solicita su conversión, lo invita a volver su rostro
hacia la esperanza. Concediéndole su perdón, quiere que suprima de
su mente la pesadilla de la culpabilidad y le propone ser su amigo.
Desde esta amistad podrá entrar en comunicación con el mundo y
con los hermanos: así, el horizonte se ilumina, el porvenir se abre...
Es lo que decía el patriarca Atenágoras: «Si nos abrimos al Dios-
Hombre que todo lo hace nuevo, desaparece el pasado, él mismo lo
borra y nos brinda un tiempo nuevo en el que todo es ya posible»).
(Del libro de A-M Besnard, titulado
"Pour Dieu il n'est jamais trop tard")
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CONFERENCIAS
CUARESMALES
EN EL ORATORIO
SENORAS: Días 12, 13 y 14 de marzo
(de miércoles a viernes), a
las 5,30 de la tarde.
JUVENTUD: Días 31 de marzo, 1 y 2 de
abril (de lunes a miérco-
les), a las 8,30 de la tarde.
HOMBRES: Días 12, 13 y 14 de marzo
(de miércoles a viernes), a
las 8,30 de la tarde.
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 103/62 - 10.2.75
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