Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 130. MARZO. Año 1975.
SUMARIO
MÁS ALLÁ del dolor, de la muerte; más allá de las
mentiras y de los pecados de los hombres, está la
verdad y la vida nueva que Cristo estrena y ofrece
a los hombres, asociados a su misterio. Desde el tiempo,
pero más allá del tiempo; desde lo humano, pero más allá
del hombre; en el mundo, pero más allá de la creación.
El misterio cristiano no es una oscuridad, sino un amane-
cer. Tal vez nos falte comprender por qué y cómo el Bau-
tismo es un nacimiento.
MEJOR QUE ANTAÑO
EL GOZO PASCUAL
LA FE DIFÍCIL
EN LA VERDAD, EN LA BELLEZA
DERECHOS HUMANOS Y LIBERTAD RELIGIOSA
LA VIDA SIGUE Y EL MUNDO SE TRANSFORMA
CATOLICISMO "DE CONSUMO"
"EL SACERDOTE Y LA POLÍTICA"
LA FE EN EL DIABLO
1 (41)
MEJOR
QUE
ANTAÑO
HAY QUIEN siente reluctancia
a las estadísticas, a los sondeos
de opinión, a los estudios so-
ciológicos... No son más que técnicas
auxiliares de la capacidad humana,
prolongación, en cierto modo, de su
alcance natural, recurso inteligente al
servicio de su talento observador, de
su laboriosidad analítica, previos a
juicios y decisiones. Sabemos que los
juicios del hombre son aproximados,
que valen más por su honestidad que
por su matemático acierto, sabemos
que sus decisiones, necesitan de conti-
nuos afinamientos, precisamente para
no abdicar de su perfeccionamiento
inagotable. Por eso, cuando se nos
habla de cifras en función de la fe o de
otros valores espirituales, no podemos
darles valores absolutos ni exactos,
sino tomarlos como aproximación de
la realidad que se describe.
En nuestra época no faltan los que, a
propósito del cristianismo, creen asis-
tir a un descenso de su vigor, a una
disminución de sus fieles, a vacilacio-
nes que lo inhiben de la realidad que
lo reclama...
Si tomamos, por ejemplo, la propor-
ción entre sacerdotes y fieles, en los
dos últimos siglos, en España, cierto
que asistimos a un descenso relativo
de reducción a la décima parte: hace
doscientos años que había, en España,
un sacerdote por cada ciento cuarenta
habitantes, mientras que en la actuali-
dad a un sacerdote le corresponde una
cantidad casi diez veces superior de
fieles. Pero ¿puede ello tomarse como
un descenso de la fe del pueblo cris-
tiano español? ¿Hace dos siglos, la
fe de los españoles, tenía la vitalidad
de hoy en día? ¿Cuál era la calidad
de aquella fe? ¿Qué proyección en
la cultura, el compromiso social, la
promoción de la justicia, la defensa
de la libertad, el respeto de la dig-
nidad humana, que superara, con to-
das sus deficiencias, la situación
actual?
No se trata de desdeñar lo positivo
de épocas pasadas, puesto que también
aquellos valores han influido en la re-
vitalización y concienciamiento actual.
Lento renacimiento tenemos hoy, pero
renacimiento al fin. Se puede objetar
que la Iglesia es criticada, incompren-
dida, que la misma autoridad del Papa
es mirada recelosamente o discutida.
Pero no se debe olvidar, por ejemplo,
que en el siglo pasado, se tachaba de
marxista y socialista a León XIII por
haber publicado una encíclica social,
óptima en su tiempo, pero de plan-
teamientos débiles si los comparamos
con las exigencias de Juan XXIII y de
Pablo VI.
Lo que ocurre es que imaginamos
que el cristianismo es algo que se al-
canza y tiene como un dato que ya no
varía. Lo que ocurre es que, entonces
como ahora, teníamos y tenemos un
catolicismo de adscripción sociológica,
heredado, supuesto, sin bastante base
reflexiva para un compromiso vital. Y
pasa que hoy, al urgir más vivamente
este aspecto, se nos cae toda la teatra-
lidad de apariencias que sirven cada
vez menos. Si algo se pierde hoy, no
se pierde nada, porque se pierde lo que
no vale. Por lo tanto, progresamos.
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El gozo pascual
EL GOZO de nacer, el gozo de renacer. Porque el gozo es la vida.
Frente a nuestras limitaciones, a nuestros errores, a nuestros males, los
hombres reaccionamos con el apresuramiento de remedios provisionales,
pero no de curaciones, ni de soluciones totales. No buscamos sentido, solu-
ción o remedio de la vida, sino simplemente remedios y correcciones de
Aspectos parciales, accidentales, de la vida. Nos cuesta centrar en lo sus-
tantivo la razón, el sentido, la fuerza del todo de la vida: la misma eternidad
la dimensionamos y la concebimos como un añadido, como una sucesión
de la vida temporal.
Por esto nuestros gozos —también nuestras tristezas, es verdad— son
igualmente parciales, efímeros, accidentales. Para que vuestro gozo sea
colmados, dijo el Señor; pero nosotros no lo entendemos, a no ser a través
de la imaginación de una suma o colección reunido de pequeñas alegrías.
Y Cristo no dijo "gozosos", "alegrías": sino "gozo completo", "alegría total".
Lo dividimos todo y nos dividimos a nosotros mismos. También Dios
paso a ocupar una parte, una sección de 1090tros mismos; no dejamos que
nos invada, que actúe desde el todo de nuestra personalidad.
Por esta razón, posiblemente, no acabamos de comprender el por qué
de la grandeza del gozo pascual, que tiene dos nombres, pero un solo
sentido: la vida en Cristo. Vida que se adquiere en el Bautismo, vida que se
recupera o restaura en la Penitencia reconciliadora.
La Pascua, quo está en la cúspide, es el centro de todo el culto de la
Iglesia, que contiene la plenitud de todo su mensaje cristiano, era la cele-
3 (43)
bración de la Resurrección del Señor, no solamente en el recuerdo conme-
morador de su triunfo sobre la muerte, sino de su eficacia en los hombres.
La alegría por la victoria de Cristo se unía al pozo de ver crecer la vida de
la Iglesia por el nacimiento de nuevos hijos suyos, en el Bautismo de la
noche pascual. Pero antes, en el mismo orden, recibía, el Jueves Santo, la
consolación de la reintegración de los pródigos, de los penitentes que vol-
vían a la casa del Padre. Recuperados éstos, nacidos los bautizados, tras
In catequesis que a partir de la Biblia, seguida de espacios de oración, se
había llevado a cabo durante toda la Cuaresma. Porque ésta era el tiempo
especialmente destinado a la instrucción y preparación de los que iban a
ser bautizados en Pascua Y. Además, el tiempo en que serían reconciliados
los pecadores públicos. Quedan todavía, en nuestro actual Miércoles de Ce-
niza, el rito simplificado ―extendido ahora a todos los fieles― por el cual
estos pecadores eran excluidos de la comunidad y destinados a la peniten-
cia, hasta su readmisión si daban pruebas de haberse convertido. El Ponti-
fical Romano conserva todavía los vestigios y el carácter colectivo de esta
reconciliación, que tenía lugar el Jueves Santo, que era como una Pascua
anticipada.
No eran estos simples ritos místico-folklóricos. Una mezcla de legalismo,
moralismo y rito de cumplimiento "prêt à porter", con el que hemos trivia-
lizado las cosas santas, nos puede dificultar la comprensión de aquellas
prácticas, que no desembocan en la curación de remordimientos, sino en
el gozo de la conversión y la vida en Cristo: que no corregían un aspecto o
añadían una carencia a lo perfectible, sino que contemplaban la totalidad
del hombre: que sobrepasaban el individualismo, el privatismo egoísta,
porque se pertenecía a la comunidad, y era incompatible la idea de pecado
sin entenderla como separación de ella, como traición a ella, como daño
causado a los hermanos.
En el siglo IV podemos contemplar a san Ambrosio que obliga al empe-
rador Teodosio a hacer pública penitencia, y el emperador se postra ante
la asamblea de los cristianos, como otro pecador, mientras rezan los fieles
para que le sea perdonado su pecado. El pecado era que, a raíz de haber
sido asesinados algunos funcionarios imperiales en Tesalónica, 61 ordenó
una brutal represión. «David ora rey y también fue pecador», decía al obispo
excusándose Teodosio: pero Ambrosio le replicó: «Pues si le has imitado
siendo pecador, imítale haciéndote penitente». San Ambrosio no temió ser
acusado de injerencia indebida en asuntos de orden público; el emperador
pudo percatarse que la conversión al Cristianismo le obligaba a algo más
que a ostentar el nombre de cristiano, y la Iglesia se gozó de recuperar a
un pecador que se reconciliaba con ella.
Ello nos puede dar una idea de la seriedad con que se valoraba tanto
el Bautismo como la necesidad de una conversión si éste era conculcado,
fuese quien fuese. Ese respeto, esa seriedad, desembocaban en el gozo
pascual: algo más, mucho más, que el sosiego y consolación privada y
provisional a lo que reducimos, tantas veces, la "paz del alma".
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La fe difícil
RETRASAR una adhesión puede
ser egoísmo, debilidad, pereza,
miedo; pero precipitarla puede
ser irreflexión y ligereza. Cierto que
los hombres somos capaces de lo uno y
de lo otro; pero conviene que sepamos
distinguir entre sí ambos extremos, y
más particularmente cuando sea para
referirnos a los problemas de la fe.
No se trata de hacer la apología de
las reticencias, pero no es menos cierto
que, quien fácilmente lo cree todo, en
la mayoría de los casos lo que ocurre
es que no cree nada.
Hay espíritus que van despacio a
abrazar la integridad de la fe que se
les propone, no por cobardía, sino
precisamente por la seriedad con que
proceden y por el respeto que Dios les
merece. Puede ser, incluso, que yendo
más allá de la materialidad del simple
anuncio que de Dios les llega, sientan
la necesidad de tomar perspectivas
que dilaten el marco de la original
visión que se les descubre y ahonden
en la misma primera verdad que les
pone en contacto con el problema de
Dios. La fe no resulta de un silogismo,
no entra a empujones en el alma, aun-
que sí debe apoyarse en una profunda
y sobrenatural convicción, que ni se
improvisa cuando se inicia ni en sus
sucesivos desarrollos.
A Newman, después de haberse
convertido, le achacaban algunos ca-
tólicos el que "no hiciera más conver-
siones" entre sus amigos de la Univer-
sidad, y no se daban cuenta que se
comportaba de acuerdo con el doble
respeto que Dios le merecía y que le
merecía la conciencia y la libertad de
sus amigos. La Iglesia no aumenta ni
se hace más santa porque tenga más
partidarios, sino porque tenga más
fieles que llegan a la fe y secundan la
gracia con y desde la libertad que Dios
ha sido el primero en darles y, por
igual razón, respetarles. Apostolado
no es proselitismo.
Cristo mandó que su Evangelio fuese
anunciado a todos los hombres; en
Cristo, decía san Pablo, se ha de con-
jugar y ha de converger todo, porque
Dios quiere que todos los hombres
lleguen a él; la Iglesia ha estereotipado,
desde los escolásticos, la frase de que
los sacramentos han de alcanzar y
son para los hombres — «sacramenta
propter homines». Pero no debemos
de olvidar que, cada vez que se dice
"hombre" se connota un ser racional
y libre, al que destruiríamos con el
intento de reducirlo o no dejarle que
reaccione y nos responda de acuerdo
con sus características esenciales. Sólo
las propagandas despiertan reacciones
interesadamente dirigidas a obtener
la respuesta de la sugestión, sin dar
tiempo a la reacción reflexiva y verda-
deramente humana. Pero evangelizar
no es hacer propaganda.
5 (45)
En nuestros días se habla mucho
—¿demasiado?— de "crisis de fe". Se
tiene la impresión, en ocasiones, que
la expresión se utiliza para englobar
cualquier otra clase de problema o
para justificar, entrándola en la co-
rriente de la moda, Dios sabe qué
estupidez o ignorancia. Pero no puede
negarse que las transformaciones pro-
fundas de la vida que nos toca pro-
tagonizar, imponen replanteamientos
igualmente profundos y decisivos. Esta
exigencia, no exenta de riesgos y de
dramatismo, es sin embargo saludable
en lo que tiene de purificadora, en la
autenticidad que reclama ante la asun-
ción de Dios.
Algunas veces, los problemas de las
conciencias que buscan y no están
lejos del Reino de Dios", no se refieren
al núcleo mismo de la fe, sino a deri-
vaciones de su interpretación sobre
las más inmediatas responsabilidades
que no podemos dejar de asumir ni
de relacionar con Dios: sacramentos,
oración, deberes profesionales y cívi-
cos, amor, educación, política, justicia
social, veracidad... Otro problema, no
indiferente, e igualmente compatible
con la integridad de la fe, está en la
inserción teórica y teológicamente
descrita del cristiano en la Iglesia,
pero en la práctica tan diluida en la
vaguedad comunitaria, anónima, des-
personalizada, de una adscripción
sociológica no fácilmente superable,
para la mayoría de los cristianos. Todo
lo cual no hace fácil la fe, si se toma
seriamente.
No abogamos por un quietismo fa-
talista o resignado, que niegue el
apostolado, ni por una dejación des-
cuidada en los que acusen los aldabo-
nazos de la fe. Se trata de purificar la
actividad, se trata de hacer como
hace Dios, sin abdicar de todo lo que
somos y podemos, sin deformaciones
ni olvidos, humilde, respetuosamente.
Porque Dios es grande, y nunca acaba
de conocerse completamente.
Podemos ayudar a conocer a Dios
—somos imagen suya—, pero no pode-
mos imponer ni su aceptación, ni todas
las consecuencias de su aceptación.
Podemos completar su actividad, pero
no podemos suplir la personal de
quien ha de aceptarle. Podemos com-
prender, sin embargo, ―y debemos
respetar― a los que sinceramente le
buscan, en la medida en que también
nosotros le busquemos. Y le buscare-
mos con tanta mayor sinceridad, como
nos respetemos ―también― a nosotros
mismos.
CONFERENCIAS
SEÑORAS 12 AL 14 DE MARZO
JUVENTUD 31 DE MARZO AL 2 DE ABRIL
HOMBRES 12 AL 14 DE MARZO
6 (46)
Liturgia:
En la verdad,
en la belleza
NOS QUEJAMOS con frecuencia del devocionismo que todavía padecemos,
en amplias zonas, y que sacrifica el valor de la liturgia en aras de conce-
siones anquilosantes, que se camuflan como tradición venerable cuando,
en realidad, no pasan de posticerías para entretener, aunque se llamen actos de
piedad. Pero afortunadamente estamos en una situación que parecía envidiable
a los que deseaban un reencauzamiento del culto y de la verdadera piedad hace
apenas un siglo o siglo y medio.
El Renacimiento había asustado a los cristianos: menos a esos santos que
emprendieron una renovación cuyo impulso todavía nos alcanza, a través de las
obras que institucionalizaron. La Revolución Francesa fue apenas comprendida,
y a ella se unió rápidamente el fenómeno napoleónico que removió toda Europa
y, enseguida, la revolución industrial que cambiaba profundamente los empla-
zamientos y las relaciones de los hombres. Al fatalismo milenarista medieval
le sucedía, ahora, el pesimismo o el fanatismo milagrista que se endurecía en
intransigencias monolíticas mientras se esperaba una extraordinaria interven-
ción de Dios que restaurara el orden que se creía roto. Es la hora del romanti-
cismo, de los que miran hacia atrás ―historicistas― o se repliegan hacia adentro
―sentimentales―. Pero también es la hora de los que superan cualquier evasión
y sacan de la Historia, de la conciencia y de la mirada puesta en el mundo que
les circunda, un aliento de verdad, de belleza, de intuición que se proyecta al
futuro y que señala caminos de renovación.
Es en este momento que aparece el gran impulso del renacimiento litúrgico
de la Iglesia, y su hombre es el benedictino Próspero Pascual Guéranger. Su
figura pertenece a una colección de hombres de mente clara, de corazón valiente
y enamorados de la Iglesia, que señalan el principio de la renovación contem-
poránea del Cristianismo en Occidente.
Comienza la renovación litúrgica en Francia, con Dom Guéranger, y sus
"Instituciones Litúrgicas" y el más divulgado "Año Litúrgico". De Francia pasa
u Europa y, en España, a principios de este siglo, entra y se mantiene en Mont-
serrat. No más ni menos lento aquí que en otras partes. Persiste la cerrazón de
un tradicionalismo mal entendido, que se opone o resiste, por lo menos, al "mo-
vimiento litúrgico", el cual, a pesar de todo, trabajosamente es verdad, avanza
por toda Europa y logra, casi ya en nuestros días, algunas reformas, hasta que
7 (47)
se celebra el II Concilio Vaticano, cuyo primer documento será dedicado, preci-
samente, a la renovación de la Sagrada Liturgia.
La renovación litúrgica que, en un principio se apoyaba en la revisión his-
tórica y la restauración del canto gregoriano, llega a nuestros momentos en log
que se plantea la invención de formas nuevas, más adecuadas al hombre y a las
circunstancias actuales.
Llegaremos a ver algunas de estas reformas. Pero lo importante será que
sepamos recoger el espíritu de los pioneros que las hicieron posibles, tanto
tiempo atrás. Que amemos a la Iglesia, que venzamos las turbaciones del vaivén
que conmueve nuestra época, que seamos sabios, que ―como ellos― sintamos un
gran respeto a la originalidad cristiana y una gran valentía frente a la novedad
entusiasmadora de cada instante, para que, con unción, con sentido y cultivo de
la belleza, recojamos, inventemos y ofrezcamos signos de conjunción que nos
reúnan y hermanen en el culto que hay que dar a Dios. Esos pioneros no fueron
ni arqueologistas románticos, ni gentes que jugaban a estrenar novedades, o
"'a ponerse reformas" porque creyeran que se les había hecho viejo el último
juguete estrenado. Lo que ellos nos dieron no se hizo viejo, sino que se fue
desarrollando, a pesar de las oposiciones y las incomprensiones de los timoratos,
de los cerriles o de los ignorantes, hasta provocar el actual clima de apertura,
indudablemente prometedor ante el futuro.
En este año se cumple el primer centenario de la muerte de este gran hom-
bre que fue Dom Guéranger, abad de Solesmes. No podemos olvidarnos, más
cerca de nosotros mismos, de los primeros que aquí recibieron e impulsaron
aquella renovación: Marcet, Gomá, Cirera, Carreres, Clascar, Gubianas, Sunyol...
Y, precisamente fallecido en estos días, no podemos olvidarnos del benemérito
escolapio padre Miguel Altisent, ese gran apóstol del canto gregoriano, sabio,
trabajador, optimista, generoso, de labor fecunda no solamente en la dirección
y magisterio en el Pontificio Instituto de Música Sagrada de Milán, en tiempos
del cardenal Schuster, sino también del Conservatorio Municipal de Música y
del Seminario Conciliar de Barcelona.
Ellos supieron edificar el culto a Dios en la verdad, la unción, el gozo, la
belleza, y darle la elocuencia sobrenatural del signo que, sin beaterías ni falsi-
ficaciones, reúne junto a la mesa del Señor, como retoños de olivo, a los hijos
de la Iglesia.
Donde la Iglesia obtuviera una zona de "libertad"
para ella sola, no pasaría, a lo sumo, de conseguir
"otra' esclavitud que le impediría ser universal.
8 (48)
DERECHOS
Y LIBERTAD
CUANDO la Iglesia defiende los
derechos fundamentales huma-
nos frente a instancias interna-
cionales o nacionales, frente a grupos o
individuos, trátese de derechos socia-
les, políticos, culturales o cualesquiera
otros, está defendiendo la libertad
religiosa, y no puede defender a ésta
sin defender a aquellos porque nacen
de la misma raíz teológica. El que
arranque un derecho, extirpa el mano-
jo entero.
Cuando la Iglesia defiende la liber-
tad religiosa de los católicos está de-
fendiendo la de todos los hombres, y
no puede defender la de aquéllos sin
la de éstos: si algo ha quedado, además,
claro en el Concilio es que la Iglesia
renuncia a situaciones de privilegio
que sean exclusivamente tales: se con-
tenta con ejercer los derechos huma-
nos también en el campo de la libertad
religiosa. (Y, cuidado con batir palmas
antes de tiempo, no exige poco.)
Podrá llamar la atención que en un
país donde la situación histórica de
la Iglesia ha parecido (y en muchos
aspectos ha sido) privilegiada, afirme-
mos que es preciso aplicarle en ade-
lante todos los corolarios prácticos del
principio de libertad religiosa.
En efecto, habrá que vencer muchas
rutinas en la mentalidad de los ciuda-
danos, muchas resistencias en la de
algunos políticos, muchos malentendi-
dos sistemáticamente cultivados contra
el Concilio.
La Iglesia quiere libertad para orga-
nizarse internamente. Comienza por
querer decidir sin intromisión exterior
alguna el nombramiento de los suceso-
res de los apóstoles (es problema inter-
no de la Iglesia si estos obispos van a
ser auxiliares, coadjutores, arzobispos
o cardenales, cuántos y con qué tareas).
Es la Iglesia la única a quien toca
decidir si va a organizar conferencias
episcopales, nacionales, o internacio-
nales (para la Iglesia, lo internacional
es sólo regional) y qué atribuciones
van a tener. La resistencia a reconocer
la personalidad de la Conferencia
Episcopal o de comisiones episcopales
especializadas es poco realista: la Igle-
sia se presenta ante el Estado tal como
ella quiere ser y es. De la misma
manera, si el Concilio ordena estable-
cer consejos presbiterales y pastorales,
las diócesis los establecerán, y las
relaciones del Estado con las diócesis
tendrán en cuenta la estructura que las
diócesis se habrán dado a sí mismas.
Hasta con diáconos permanentes si los
obispos se han decidido a ordenarlos.
Las circunstancias territoriales de
la Iglesia son cosa suya tanto si se trata
de archidiócesis, diócesis, arciprestaz-
gos o parroquias, como de los nombra-
mientos de sus curas de almas. Por
ejemplo, dentro de las fronteras de un
Estado no pueden ser criterios políti-
cos los que determinen la distribución
de archidiócesis, sino precisamente
pastorales, que eviten que nadie con-
sidere a la Iglesia como instrumento
para la realización de otros objetivos
que los del espíritu, por legítimos que
en sí sean.
Jesús Iribarren,
en el diario "YA", 22-1-75.
9 (49)
La vida sigue
Y el mundo
Se transforma
 
CRISTO va llegando a su
plenitud, por nuestra
colaboración, suscitada por el
mismo, a partir de todas las
creaturas. Nos lo enseña san
Pablo. Hay quien se imagina
que la creación ha sido
terminada hace mucho tiempo,
lo cual es erróneo, ya que la
prosigue en las zonas más
bellas y profundas del mundo.
Hasta hoy la creación entera
está gimiendo toda ella con
dolores de alumbramiento
(Rom 8,22). Y nosotros
colaboramos a continuar la
creación, aunque sea con el
trabajo más humilde de
nuestras manos. Este es, en
definitiva, el sentido y el premio
de nuestros actos. Por medio de
cada una de nuestras obras,
trabajamos, atómicamente, pero
realmente, en la construcción
del Pléroma o, por mejor decir,
contribuimos a completar la
perfección de Cristo.
TEILHARD DE CHARDIN
en milieu divin.
POR LOS DATOS que tenemos los
hombres actuales, nos es imposible
reconocer una transformación en
las ideas y un cambio en la visión del
mundo y sus relaciones con los demás
hombre que haya sido más profundo y
extenso que el que Jesucristo nos traja
con su mensaje, con el ejemplo de su
vida, con la perpetuación de su influjo a
través de la Iglesia, que quiso formada
de hombres, a los que prometió no aban-
donar, pero aseguró, igualmente, que
irían creciendo en el conocimiento de
la verdad que, recibida del Padre, les
transmitió a ellos, hasta que se acabara
la construcción del Reino que el iniciaba
y cimentaba en su sacrificio, en la entrega
de todo su amor a la Humanidad.
10 (50)
La vida sigue. Él lo confirma con su
resurrección, a la que asocia, por la fe y
la gracia, a todos los que creen en él.
Desde Pascua, la vida es diferente por
el mundo. Los que solamente buscan se-
guridades, vacilan, dudan y posiblemente
acaben por abandonar a Cristo. Los que
buscan una verdad creciente, los que
encuentran en él al Hombre divino, al
Dios humano, ya no
Le abandonan jamás;
él es el nudo entre
contingencia y trans-
cendencia y desde él,
es posible el camino
de una progresiva a
inocente liberación.
Terrena para un solo
hombre y para todos
los hombres.
Cristo no pide la
parte de nada de
lo nuestro: nos deja
libres y por eso lo
pide todo. No es el
consuelo, o la razón,
o el remedio, o la
recompensa de nada:
es el principio y el
fin de todo: es la
Vida. No cabe abrir
paréntesis al tiempo, a las fuerzas, al
amor: Cristo suma y resume todo, Cristo
abraza al hombre entero: no le da nada
el que sólo le dé pedazos, recortes o
sobras de su ser, de su trabajo, de su
Ilusión, de su esperanza, de la razón de
todo su existir.
Cristo no completa la Humanidad, sino
que in salva, la libera, la redime, Cristo
no añade, sino que transforma.
11 (51)
Cristo ha entrado en la Historia y
ha tomado gestos nuestros: ha andado
por nuestros caminos, y su voz se ha
hecho eco en las manos del aire, Y
su mirada luz en los rostros de los
hombres, y su gracia ha limpiado de
tristezas los corazones afligidos y ha
liberado de angustias a los pecadores.
¡Ya es posible ser buenos y recoger
las fuerzas enardecidas para seguir
adelante y hacer un mundo nuevo,
como nueva es la vida que él estrena
y comparte con nosotros!
En él, el misterio de esta transfor-
mación se llevó a cabo de una vez para
siempre; pero en cada hombre, luego,
se está haciendo siempre, indefinida-
mente, porque no cabe, ni acaba en
un momento, mientras la vida sigue
para cada mortal y para el mundo.
Por esta razón no entiende a Cristo el
que confunde la fe con una adhesión
estática, supuesta implícitamente per-
durable. Hasta en el seno de la Iglesia
la vida de fe está sin cesar sometida a
sacudimientos que la estimulan y dis-
ponen a una mejor interpretación del
mundo y de los hombres a la luz de
Cristo.
Siempre está amaneciendo; siempre
aparecen luces nuevas en los caminos
del mundo y Cristo andando por ellos,
al encuentro de los que creen en él,
aun mezclando la fe con confusiones
y temores, mientras les dice todos
los días, como a los discípulos: «¡No
tengáis miedo; yo os precedo; id a
todos los hombres y anunciad mi
Evangelio!...».
San Pablo añadirá: «¡Cristo ya no
muere más!»
Nos falta, solamente, comprender,
inscribir en la suya nuestras muertes,
las contradicciones de los límites hu-
manos, de los errores y malicias no
redimidas todavía, y surgirán de estos
dolores "cristianos" la fuerza libera-
dora de la Humanidad, la construcción
del Reino de Dios.
VIERNES
SANTO
VIA-CRUCIS
a las 8 de la mañana
12 (52)
Catolicismo
«de consumo»
A CIERTA actualización o pervivencia de deformaciones pasadas, se le po-
dría llamar hoy "catolicismo de consumo". No puede tener su origen en
la verdadera y misma Iglesia, porque se lo impide, afortunadamente, la
Escritura siempre abierta, la Palabra de Dios que es viva y cortante, el ejemplo
de los santos, la historia de dos milenios, las actitudes y las voces de los profe-
tas de nuestros días, la asistencia del Espíritu prometido. Allí donde callaran
los hombres, hablarían las piedras. ¿O es sólo dulce y lejana poesía el Evange-
lio del Señor?
El consumo
El consumismo, por lo menos en Occidente nos sitúa en una sociedad en
la cual, bienes y servicios se producen y se consumen, de forma creciente, por
los miembros que se integran en el sistema, con igual creciente satisfacción; es
un modo de igualar al hombre no transformándole, sino añadiéndole más cosas
Y más necesidades; es pretender servirle decírselo, por lo menos, no a base
de ofrecerle lo que necesita, sino fomentándole necesidades para que esté pen-
diente, deseoso, de lo que interesa —desde los polos de la economía, del poder—
darle. No se colman necesidades, sino que se crean, se artificializan, se manejan,
excitan y dirigen, para que solicite precisamente lo que se le quiere dar o ven-
der. El consumismo tiende, especulativamente, a satisfacer necesidades que
sólo él crea, por imposición o sugestión activa; no a desarrollar, respetándolo,
al hombre como es. El hombre como persona interesa poco; valen en cambio,
las cantidades, el número y la cifra. Cuando lo que se trata es reducible a can-
tidad, se hace manejable, utilizable. La cantidad es el alma, lo demás es papel
fino de fantasía que lo envuelve, adorna y disimula la rudeza o la dureza, fría,
intrascendente.
El consumismo, si por una parte tiende a una cierta integración de las cla-
ses sociales, aunque sin producir la hermandad entre los hombres, por otra
crea hábitos y moldea mentalidades igualmente despersonalizadas: incapaces
de pensar", imprudentes para elegir, impotentes para bastarse. Sus alegrías no
serán las de estrenar el gozo de algo que acaban de crear, sino de llegar a tocar
o tener lo que se ilumina en los escaparates. No inventan, sino que compran y
gastan; 110 aprenden, sino que se divierten; no se alimentan, sino que mascan
o paladean; no aman, sino que se consuelan y detienen en el placer; no se pre-
paran para la vida, sino que se equipan para mejor aprovecharse de los demás.
13 (53)
Consumo y espíritu
El consumismo materializa al hombre; sofoca su desarrollo espiritual y,
apenas adquiere una pseudo-adultez, agudiza su egoísmo y canaliza por el cual-
quier valor espiritual que se le presente. Con tal que se tenga en cuenta ese
egoísmo, que se fomente discretamente, que se responda a su estimulación de
manera adecuada, sin ofender vanidades, es posible endosar productos espiri-
tuales (?) con la seguridad de su aceptación. Es posible vender cuadros para
decorar paredes, y metros de libros para llenar estanterías de bibliotecas sin
que el adquirente entienda de pintura o lea libro alguno; es posible encontrar
quien patrocine una obra cultural, no por amor a la cultura, sino porque el
precio de la protección resulta proporcionado y ventajoso —todo considerado—
para el prestigio del protector...
Y, cuando lo espiritual no sólo es arte, literatura o cultura en general, sino
que incluye a Dios, también es posible etiquetar productos preparados para
consumir. Pero entonces nos encontramos que lo espiritual se nos reduce a psi-
cológico porque descendemos al terreno del sentimiento y de las sugestiones,
con el nombre de Dios al fondo.
Catolicismo "de consumo"
Sería posible, por ejemplo, despertar miedos, cultivar escrúpulos, o levan-
tar ilusiones cuya respuesta posterior estuviera en el contenido de una religión
que ofrecemos. Como se ofrece un calmante para una dolencia física, podríamos
hablar de un tranquilizador para las conciencias; en vez de proponer un ideal
verdadero, podríamos entretener los sentimentalismos... En el caso del Cristia-
nismo bastaría que silenciáramos toda la fuerza de su carga positiva, compen-
sándola o frenándola con respuestas a invenciones o exageradas necesidades
espirituales (por no decir individualistas), a partir de parcialismos y deforma-
ciones de lo que es auténtico cristianismo.
i No faltan los que, en moral, en liturgia, en disciplina de sacramentos y en
alguna otra materia, silencian o tardan en declarar el valor de lo estrictamente
preceptivo y presentan como preceptos lo simplemente directivo; los que pre-
tenden crear incompatibilidades entre el significado del Evangelio y el orden
de la Iglesia; los que se pegan a las letras y sofocan el espíritu... Los que hablan
hasta la saciedad de lo que es "conveniente" como si se tratara de lo verdade-
ramente necesario" y silencian lo realmente "necesario"... como si no fuera
conveniente.
Claro: un catolicismo que se entendiera así no impondría radicalizaciones
ni exigencias totales. Y por eso resulta más cómodo dar la vuelta y hacer ex-
cursiones consumiendo accidentalidades que nos eviten el compromiso de lo
auténtico y válido. Por ejemplo: nos gustan más los espectáculos litúrgicos que
decidirnos a hacer y mantener comunidades eucarísticas; preferimos que nos
hablen de la confesión "de devoción" que de la conversión de los pecados y,
si nos hablan de pecados, que sea dándonos enseguida la fórmula automática
14 (54)
que nos tranquilice, a nivel íntimo,
anónimo, descomprometido e indivi-
dualista, a que nos encaren con la
verdadera significación del pecado en
lo social y nos digan y señalen qué son
y dónde están estos pecados.
Un catolicismo reducido a artículo
de consumo psicológico, como gastro-
nómico lo sea una receta de cocina, en
la indumentaria y la elegancia, una
prenda de vestir, o en lo estético una
propaganda para adelgazar sin pasar
hambre, está a pique de no tener más
importancia ni trascendencia que lo
que convenga, en su orden, al paladar,
a la moda o a la buena salud.
El consumismo ha traído los super-
mercados, cuyo éxito parece que está
en que, además de que constituye un
permanente espectáculo-feria, ofrece
despersonalizadamente lo que la apa-
rentemente libre sugestión del visitan-
te al fin elige... y paga.
No faltan los que imaginan una Igle-
sia como un gran y universal super-
mercado de gracias, en la que uno
entra y permanece anónimamente y
utiliza los mecanismos sacramentales
para tranquilizarse o consolarse entre
paréntesis vitales de evasión del mun-
do de la realidad para subir a fantasías
momentáneas en las que parece que
se está cerca de Dios, porque se está
lejos de todo. Un Dios consumido por
el sentimiento, o que justifica tras los
resquemores del remordimiento; pero
del que no se quiere que nos pida
nada, más allá del silencio.
Hay catolicismo de consumo allí
donde funciona la alternativa miedo—
consuelo, acomplejadora, y generadora
de mansedumbres fingidas, de sonri-
sas sin amor, de virtudes adquiridas
o construidas como las colecciones de
los álbumes. Hay catolicismo de con-
¡SEÑOR JESÚS!
Mi Fuerza y mi Fracaso
eres Tú.
Mi Herencia y mi Pobreza.
Tú mi Justicia,
Jesús.
Mi Guerra
y mi Paz.
¡Mi libre Libertad!
Mi Muerte y Vida,
Tú.
Palabra de mis gritos,
Silencio de mi espera,
Testigo de mis sueños,
¡Cruz de mi cruz!
Causa de mi Amargura,
Perdón de mi egoísmo,
Crimen de mi proceso,
Juez de mi pobre llanto,
Razón de Mi Esperanza,
¡Tú!
Mi Tierra Prometida
eres Tú...
La Pascua de mi Pascua,
¡nuestra Gloria
por siempre
Señor Jesús!
Mons. Pedro M. Casaldáliga, C.M.F.
15 (55)
sumo allí donde el medio justifica el fin o, por lo menos, preocupa más que el
fin; allí donde la organización substituiría al Espíritu y el sentido de empresa
la vida fraternal. Se aleja, en cambio, esta tentación, allí donde se entiende
principalmente como positivo, constructivo, proyectado y compartido, en el
mundo, en la vida, el Evangelio del Señor.
El peligro de un catolicismo de consumo se aleja en la medida que vaya-
mos haciendo más presente y total en nuestros actos, esa Iglesia en la que nos
incorporamos a Cristo, y, por supuesto, en la medida en que nos respetemos y
respetemos al hombre. Si no partiéramos de esa actitud y esa honradez no po-
dríamos entender jamás por qué razón Cristo dijo a Pedro y a sus compañeros:
«Os haré pescadores de hombres», y, en cambio, no dijo a Mateo o a los del
Templo: «Os haré mercaderes de hombres».
No podemos suponer lo que no existe.
Suponemos tener una fe que nos falta.
Suponemos un cristianismo, en la sociedad, que
todavía está por desarrollarse.
Suponemos unos éxitos que sólo están en la fan-
tasía de los hombres que pretenden protago-
nizarlos.
Suponemos demasiadas cosas, cuando nos refe-
rimos a Dios; en último término, suponemos
que él cuidará de suplirnos en todo.
Cuando cunde la tristeza, o el desaliento por
parecernos que se derrumban logros, o que se
niegan triunfos, en realidad deberíamos creer
que sólo se desvelan verdades: desaparecen
los sueños.
Dejemos de soñar, y construyamos. Desde la
verdad, buscada, recogida, vivida, proclamada.
Lo demás no lleva a Dios.
16 (56)
«Cartas cristianas» del cardenal
Enrique y Tarancón sobre
"El sacerdote y la política"
«Son muchos los que acusan a la Iglesia de hacer política
desde el momento en que ella deja de hacer su política».
En el semanario diocesano "Iglesia de Madrid", tiene
costumbre de publicar cada semana una colaboración el
cardenal y obispo de aquella archidiócesis, bajo la rubrica
general de "Cartas cristianas". El pasado 17 de febrero
aparecía la primera de una serie, sobre el mismo tema,
que reproducimos a continuación.
LA OPINIÓN pública está franca-
mente desorientada. Se dice y
se repite con machacona insis-
tencia que la Iglesia "hace política".
Que muchos sacerdotes se olvidan fre-
cuentemente de su sagrada misión y
abordan temas y toman posturas que
no les corresponde, porque son de
marcado carácter temporal.
Algunos han llegado a afirmar que
el Concilio Vaticano II y varios Sínodos
de los obispos, particularmente los dos
últimos, han querido dar a la misión
de la Iglesia una proyección más quo
temporal, especialmente política, que
está fuera del encargo que hizo a la
Iglesia Jesucristo y que no se compa-
gina con el Evangelio.
Creo que es indispensable hacer un
poco de luz sobre esta cuestión, en
beneficio de todos. Y aún juzgo indis-
pensable anteponer unos "prenotan-
dos" que nos ayuden a centrar el tema.
1.° Es necesario advertir, en primer
lugar, que esta acusación no es nueva.
Se va repitiendo desde el principio a lo
largo de toda la historia de la Iglesia.
Las acusaciones que los escribas y
fariseos presentan ante Pilato contra
Jesucristo son acusaciones políticas:
«Prohíbe pagar el tributo al César».
«Solivianta al pueblo». Por eso le pre-
sentan el dilema con toda claridad en
el plano político: «Si sueltas a éste, no
eres amigo del César; todo el que se
hace rey se enfrenta al César».
2. ° Los que hemos vivido en España
en tiempos de la segunda República,
somos testigos de que también enton-
ces la persecución del Gobierno contra
la Iglesia, la quema de conventos, las
leyes discriminatorias contra los cató-
licos se querían justificar por razones
políticas: «La Iglesia es enemiga del
17 (57)
régimen». «Los frailes son enemigos
del pueblo, que ha dado a sí mismo la
República».
3. ° Es evidente, además, que en
otras épocas relativamente recientes,
el clero español estaba enormemente
"politizado". Había curas "carlistas",
"conservadores", "liberales". Y nadie
se extrañaba demasiado de ello, aun-
que, en no pocas ocasiones, Bu postura
política casi les enfrentase con sus
obispos y hasta con el Papa.
4.° Tampoco extraña ahora, en algu-
nos ambientes ―en aquellos, precisa-
mente, en los que más se protesta por
la supuesta politización de eclesiásti-
cos― que existan curas plenamente
identificados con tendencias o movi-
mientos políticos de signo extremista
conservador.
Todos estos hechos nos demuestran
que el problema no es tan sencillo ni
tan claro como quieren hacernos ver
los que se rasgan públicamente las
vestiduras ante cualquier afirmación
de un sacerdote que no les resulta
grata o ante cualquier postura sacerdo-
tal que choque con su postura política.
Y que las acusaciones que se formulan
contra la Iglesia en general o contra
obispos o sacerdotes en particular, no
siempre son desinteresadas ni obede-
cen a motivos exclusivamente religiosos. [1]
5.° Es un hecho constante, además,
que todos los gobiernos de todos los
tiempos y de todos los pueblos han
querido "utilizar" la fuerza moral de
la Iglesia.
Con rectitud de intención muchas
veces ―la Iglesia puede ayudarles
para mantener el orden y la paz
de la sociedad―, con intención menos
recta, otras ―quisieran "servirse" de
la Iglesia para apoyar sus propias con-
vicciones o posturas políticas―, lo
cierto es que es esa una constante en
la Historia.
Las mismas persecuciones contra la
Iglesia obedecen, la mayor parte de
las veces al hecho de que no puedan
conseguir ese servicio que ellos le
piden.
La Iglesia, entonces, hace política,
según ellos, precisamente porque se
niega a hacer "su" política.
6° La postura del Concilio ha pre-
tendido clarificar ese aspecto que en
demasiadas ocasiones estaba confusa.
Ha querido concretar la acción de la
Iglesia —también en ese campo— para
evitar los perjuicios que el anterior
estado de cosas había producido a la
Iglesia.
En teoría, ya casi todos aceptan el
planteamiento del Concilio.
La "independencia" de las dos so-
ciedades Iglesia-Estado, y de las dos
autoridades dentro de una correcta y
leal colaboración en beneficio del
hombre a cuyo servicio están tanto la
Iglesia como el Estado.
Pero no parece fácil hacer entender
que la colaboración se puede prestar
y consintiendo o disintiendo, alabando
o criticando, siempre que la crítica sea
justa, razonable, correcta y respetuosa.
Ni es fácil conseguir que las ideas
encaucen y moderen las apetencias
particulares, sobre todo cuando una
práctica de muchos años y unas ideas
aceptadas como permanentes han he-
cho cristalizar una actitud mental muy
arraigada.
Es necesario tener en cuenta esos
"prenotandos" para poder hablar
del tema "El sacerdote y la política"
con serenidad y para que se haga la
luz en esa confusión en que nos vemos
envueltos.
18 (58)
La fe en el diablo
Resulta cómodo echar las culpas al diablo. Es el recurso pobre del que quiere
excusarse de los propios yerros: como si la vida fuese un concurso de tensiones
que nos sujetan opuestamente, Dios hacia el bien, y el diablo hacia el mal; como
una lucha entre dos poderes, de resultado incierto; como si Dios pudiera "perder".
Reproducimos unas palabras del teólogo Peter Knauer, de la Facultad de Teología
de Frankfurt, sobre el diablo.
PIENSO que un católico ni tiene
que creer, ni necesita creer, ni
puede crear en el diablo. Senci-
llamente: porque la fe de los cristianos
se refiere sólo a Dios... En la fe se
trata de nuestra unión con Dios y de
nada más; se trata de nuestra partici-
pación en la relación divina de Jesús,
y por eso la existencia de seres crea-
dos nunca puede ser objeto de fe.
Si se me preguntara sobre la existen-
cia del demonio, yo respondería lapida-
riamente con san Pablo: «Los ídolos
no son nada». Y puesto que se habla
tanto del diablo, se podría decir en
todo caso: con este nombre se alude a
toda forma de divinización del mun-
do, en contraposición a la fe como
unión con Dios: cuando uno se hace
un dios a su medida, cuando uno se
adhiere absolutamente a cualquier co-
sa de este mundo, cuando uno tiene
una mentalidad humana". Es una ma-
nera simbólica de querer tener a Dios
de otra manera, a querer alcanzarlo de
forma distinta que en la fe.
Con frecuencia se habla del diablo
como si fuera una naturaleza personal
y no meramente un símbolo. Pero si
es que tiene una personalidad, es en
todo caso una personalidad que recibe
prestada de Dios, en cuanto que uno
pervierte en cierto sentido la relación
personal que mantenemos con Dios en
la fe, orientándola hacia algo del
mundo.
La fe en Jesucristo me libera de la
necesidad de creer en un demonio. Ella
hace innecesario el imaginar un mundo
poblado de toda clase de espíritu y me
sitúa en el mundo real.
Cabe preguntar si hay espíritus pu-
ros, ángeles o demonios. Pero esa cues-
tión ya no pertenece al ámbito de la
fe, si es que bajo la fe se entiende una
relación exclusiva con Dios.
19 (59)
TRIDUO PASCUAL
JUEVES SANTO
Tarde, a las 8. MISA DE LA CENA DEL SEÑOR.
Podrá visitarse el Santísimo Sacramento sólo
hasta la medianoche de este día.
VIERNES SANTO
Mañana, a las 8, VIA-CRUCIS por el parque.
Tarde, a las 8, CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN
DEL SEÑOR.
VIGILIA PASCUAL
A las 11 de la noche del sábado. La Misa de esta
noche es ya la de Pascua, cuya celebración se
completa con la participación en la liturgia del
DOMINGO.
La iglesia se abre siempre media hora antes de
comenzar los cultos.
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 103/62 - 7.2.75
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