Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 132. MAYO. Año 1975
SUMARIO
La verdad hace libres; la libertad facilita el entusiasmo
espontáneo del bien; la actividad llevada con el gozo de
Dios en el alma es el mejor apostolado y, seguramente, el
único verdadero apostolado. Y el apostolado resume todo
el amor a la Iglesia y todo lo que puede hacer un ser hu-
mano que se consagra a Dios. Dedicamos este número a
nuestro Santo Padre Felipe Neri, que es ejemplo de liber-
tad en el amor, de fidelidad en el bien, de entusiasmo por
la Iglesia, a la que amó y sirvió, de una manera original
y al mismo tiempo sencilla, en una época que se parecía
mucho a nuestros tiempos.
LLEGAR A ROMA
DE SUS DÍAS Y DE NUESTROS DÍAS
SE TRATA DE SER, O DE RENUNCIAR A SER
«DE LOS CARDENALES, EL ROJO...»
EL TEMPLO, UN SIGNO
LO INSTITUCIONAL EN EL ORATORIO
ROMA, VOCACIÓN DE SAN FELIPE
1 (81)
Director: Ramón Mas Casanelles
Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1
Apartado 182 - Albacete
Depósito Legal AB 103-62
2 (82)
LLEGAR A ROMA
EN ITALIA y especialmente en
Roma, existe una expresión
―que tiene sin duda sus equ-
ivalencias en otras partes― para
designar a aquellos que, de alguna
parte, llegan a la Ciudad Eterna, con
el propósito de alcanzar un puesto
lo más digno posible, en la escala de
las promociones humanas, porque
no se han resignado con la suerte
de su origen llegaban a Roma los
llamados, llegaban los que se hacían
llamar, y "llegaban" los que, metidos
en la ciudad, se adscribían a per-
sonajes influyentes, o emprendían
estudios que les dieran notoriedad:
para que, destacándose, finalmente
fueran "colocados" o "Ascendidos".
Algo tiene que ver con ello el refrán
de que «todos los caminos van a Ro-
ma», si bien no era menos cierto que
eran más bien los caminantes quie-
nes pensaban ir a Roma, porque era
llegar a algo. Por esto les llamaban
―y la expresión no se ha perdido del
todo― "gli arrivati", es decir los que,
finalmente, han llegado a coronar
una ambición.
Alrededor de la estructura admi-
nistrativa eclesiástica se arremolina-
ban los mendigos de las calles y los
ambiciosos de los palacios. Prove-
nientes, unos, y huyendo de su ori-
gen miserable, acudían atraídos por
el relativo esplendor de cuyas miga-
jas les alcanzara algo para subsistir
Y así remediar su verdadero pobreza
o, en no pocos casos también, usarla
como disimulo de la holganza y de
In pereza, con el disfraz picaresco
de la mendicidad. Otros, en cambio,
y quién sabe si más pobres", se
introducían en el laberinto de una
diplomacia interesada en el cultivo
de las propias "ambiciones cortesa-
nas", y raro era que de tal insisten-
cia no se lograra, al fin, algún éxito.
Roma, de alguna manera capital
de Occidente y centro visible de una
sociedad ―la Iglesia― universal, era
como la meta y el punto de partida,
a la vez, de todos los caminos. Desde
todas partes se iba a Roma, y desde
Roma se podía alcanzar a todas
partes. Piedad o ambición, miseria o
sabiduría, podían recorrer el mismo
camino.
De donde el sentido peyorativo
dado a la expresión de "gli arrivati"
en busca de situación, así que la
obtenían, disimulada o no con la pie-
dad, el celo o la sabiduría. Por esto,
en las primeras Reglas del Oratorio,
se establecía que sus miembros uno
pueden pedir ni aceptar cargos…
ni frecuentar curias, ni solicitar para
sí o para otros oficios o beneficios..
A pesar de que, también entonces,
en amplios sectores de la gente sim-
ple y pueblerina, no eran mal vistos
los ascensos de aquellos que veían
encumbrarse, porque aquellas pros-
peridades se consideraban, a veces,
como algo en lo que participaban,
3 (83)
dado que el hombre siempre ha pro-
pendido a extraer de si mismo o a
aproximar a sí mismo sus héroes o
sus ídolos.
Las ideas de san Felipe, en cambio,
eran totalmente diversas. Ni para si
mismo, ni para los suyos quiso jamás
ninguna dignidad, y sabemos por la
historia cómo fueron recibidas las
primeras impuestos por la autoridad
del propio Pontífice, a algunos del
Oratorio, que huyeron para no ser
alcanzados y obligados a aceptar.
o cedieron sólo ante el categórico
mandato que ofrecía, como alterna-
tiva, la misma excomunión.
Cuando san Felipe llegó a Roma,
no lo hizo ni como candidato a la
profesión de la mendicidad, ni para
"hacer carrera en las promociones
tentadoras que, sin duda, habría po-
dido alcanzar'.
San Felipe llegó a Roma atraído
por la idea de poder vivir en ella
cerca de todo lo que le podía satisfa-
cer en sus ideales de santidad: Dios,
la Iglesia, los Santos ...
No acudía a Roma huyendo de la
pobreza material, sino, más segura-
mente, buscándola: no acudía allí
añorando grandezas, porque en Flo-
rencia, menos grandilocuentes, pero
mejor armonizadas, las podía con-
servar en la tradición renacentista,
de arte, saber y letras, que entonces
la mantenían, todavía, como la "Ate-
nas" de Europa.
San Felipe llegó a Roma y sintió
renacerse a si mismo: allí, de un
modo sencillo y original al mismo
tiempo, podría entregarse a Dios en-
teramente. Lo comprendió así, lo
creyó posible y se quedó.
RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO.
―Prevalencia de la caridad sobre la ley.
―Espíritu de fe y oración, y de caridad y servicio, estimulado y
alimentado por el estudio familiar de la Palabra de Dios y el
trato espiritual.
―La Eucaristía como centro de toda la vida.
―Dedicación al bien y al progreso de la Iglesia, por la peculiar
vinculación del Espíritu a su misterio.
―Entrega a la Congregación, de sus miembros, por la libre
voluntad de permanecer siempre en ella hasta la muerte. Sin
votos, juramentos o promesas. Libertad que concuerde al má-
ximo con el espíritu del Evangelio.
Su fuerza, como en las primeras comunidades cristianas, debe
consistir más en el mutuo conocimiento, en el respeto y en el
verdadero amor a la convivencia familiar, que en la multitud
de miembros.
(De las Constituciones)
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De sus días
y de nuestros días
LOS MÁS recientes historiadores
de san Felipe no han dejado de
notar la semejanza de su tiempo
con el nuestro y, en apoyo de este pa-
ralelo, afirman que sería un santo de
nuestros días.
Pero los santos lo son, precisamente,
porque alcanzan esa posibilidad valo-
radora que les universaliza. La Iglesia,
cuando los proclama y propone sus
ejemplos, más que medir la grandeza
de sus méritos ―otros cristianos no
proclamados santos, pueden también
tenerlos a cuales. O incluso mayores―
lo que reconoce es la aptitud para que
puedan proponerse a todos los fieles.
El mismo hecho de la reducción del
calendario, hecha recientemente, obe-
dece, no a una revisión por la que se
desvaloriza los santos excluidos del
calendario universal, sino que se esti-
ma que su ejemplo no es tan extensivo;
a algunos, en efecto, sin cancelarlos
de la lista, los reduce a la veneración
de sólo una parte de la Iglesia (nación,
diócesis...)
Por esto puede decirse que los tan-
tos del calendario universal, son de
todos los tiempos y son para todos los
hombres. Al menos en la intención de
la Iglesia al proponerlos como ejemplo,
de manera oficial y litúrgica, a todos
los fieles.
Por otra parte, en el caso de san
Felipe Neri, es verdad que su tiempo y
el nuestro están en profunda relación;
y también es cierto que, su estilo, sería
adecuado especialmente para nuestra
época.
No estamos tan distantes, en el tiem-
po, porque todavía nos movemos, his-
tóricamente, al impulso que tomó el
mundo del Renacimiento. De aquella
época a la nuestra, no registramos ―O
no "acabamos" de detectar― fuerzas
transformadoras de tan decisivo influ-
jo. Fue una época en que el mundo se
rompió y se duplicó al mismo tiempo;
pero esto que ocurría fuera, se pro-
ducía igualmente dentro del hombre
mismo. Por una parte la escisión pro-
testante y la inesperada perspectiva
de un Mundo nuevo, más allá de los
mares; por otra y desde las fuertes
corrientes humanísticas del siglo XIV,
al redescubrimiento del hombre mismo
que podría resumirse, sin necesidad
de oponerlo a Dios, en la idea de "se-
cularismo". No era crisis de la Iglesia,
sino crisis del mundo, lo mismo que
ahora. Era también el momento en
que la Iglesia se esforzaba por buscar
como ofrecer a los hombres el Evan-
gelio. No era una oposición de la Iglesia
al mundo. Era una época para santos,
también como ahora.
Se terminaba un período en el que
ya no cabía la idea de una Cristiandad
cerrada, de un mundo contenido en el
círculo de un orden presidido por
Dios, con sólo el contraste de la infi-
delidad anti-cristiana, imagen del in-
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fierno, donde termina la tierra o donde
termina la fe, y que por ello había
que temer o había que combatir. Los
que no están en la Iglesia no son, por
necesidad, tenidos por enemigos de
Dios. Mientras que en Europa Lepanto
actúa de nivelación compensatoria en
la balanza del descalabro protestante,
más lejos de estas miras del triunfalis-
mo "cruzado" y mundano de una fe
utilizada como complemento político,
se abren las perspectivas de una por-
ción innumerable, todavía no medida,
de Humanidad, inocente e ingenua, en
pro de la cual no faltarán, enseguida,
hombres de Iglesia sabios y honestos
―Vitoria, Bartolomé de las Casas... ―
que los defenderán no solamente des-
de el reconocimiento de su derecho
a la independencia, y a no ser "con-
quistados", ni expoliados, sino a ser
instruidos pacíficamente en las verda-
des cristianas, sin imposiciones arma-
das, sin "cruzadas" y sin guerras.
No importa que, todavía hoy, haya
mentes rezagadas al siglo XIII. No es
culpa de la Iglesia. No importa que
los rezagados "se llamen" cristianos,
Es el polvo del camino que levanta
nubes contra la luz. Y es señal de que
nos movemos en el camino. Seguimos,
todavía, desde el Renacimiento, con la
necesidad de no confundir el camino
con la meta, ni el orden de los destinos
entre Iglesia peregrina y Reino de
Dios. Y estamos todavía en la necesi-
dad de purificarnos en esta distinción,
precisamente frente a la resistencia
por mantenerla.
La época de san Felipe, y en general
todo el Renacimiento, para la Iglesia,
representó que el mundo no podía
contemplarse como una tarea conclui-
da, sino, todo lo más, a medio hacer.
Las guerras ya, jamás, podían defen-
der los peligros contra la fe. La fe no
se conquista, ni se defiende. La fe
nace de la conversión y crece con la
santidad. La fe no se añade a nada,
sino que lo ha de transformar todo.
Y, cuando lo que se creía seguro, de
algún modo falla, es que no había sido
penetrado totalmente, en profundidad
por la fe. El mundo no estaba hecho,
ni en lo que ya se tenía, ni en lo nuevo
que aparecía rin haber sido esperado.
No se podía perder el tiempo en
conmemorar triunfos, o celebrar triun-
fos de triunfos. Quedaba un gran ca-
mino, una tarea siempre nueva, mucho
por hacer y por hacerlo santamente.
La simplicidad de los medios que fan
Felipe pone en esta tarea, es un estilo
también adecuado para hoy: lo insti-
tucional queda reducido a lo mínimo,
para que lo espiritual se manifieste
más libremente y, por lo mismo, más
eficaz y sinceramente.
Si encontrara a diez hombres verdadera-
mente desprendidos, me vería con ánimo de
convertir el mundo.
6 (86)
Se trata de ser
o de renunciar a ser
SER, y más allá de la apariencia
del ser. Ser profundamente, ésa
es la cuestión.
No fue Shakespeare, con la for-
mulación terminante de su conocida
alternativa; ni siquiera los griegos y
Aristóteles, preocupado por las dos
primeras causas del ser ―la "materia",
la forma"―; no fueron las meditacio-
nes de los hombres, sino el Dios de la
Biblia que dio lugar a que éstos her-
manaran ontología y trascendencia,
desde que Él proclamaba su aseidad y
su santidad. Ser y ser santos, es la
"semejanza" de naturaleza y de gracia,
real y vocacional, de cada hombre,
cuando se detiene a pensar, en pro-
fundidad, sobre las raíces y el alcance
de su propia vida.
"El hombre vale lo que descubre
y afirma de sí mismo. Y el hombre
es santo en la medida en que toma
conciencia de que esta afirmación le
remite a Dios y se halla dispuesto,
sinceramente, a adoptar actitudes con-
gruentes con esta radical convicción.
El hombre es un ser racional que se
afirma sincera y modestamente; el
santo es un hombre convencido de
que Dios le ha llamado, y va hacia ÉI.
Su vida tiene la paz de un encuentro
y la inquietud de una búsqueda, leal,
sostenida, apasionada y clarividente.
Parece contradecirse mientras se apro-
xima más de cerca a la armonía de lo
sobrenatural, porque va acertando a
conciliar lo que la vulgaridad es in-
capaz de entender. Por esta razón a
veces no son comprendidos los santos,
a pesar de la simplicidad con que se
comportan y se expresan.
El santo es un ser convencido y
sencillo. Un convencido ―un creyen-
te― que va a Dios por los atajos de la
verdad.
Estamos acostumbrados a buscar en
los santos los detalles accidentales, los
gestos periféricos de su personalidad,
y damos rodeos a su verdadero ser,
más miedosos que reverentes ―como
hacemos, a veces, con Dios―, como si
temiéramos que, de adivinar o enfren-
tarnos, cara a cara, con lo más autén-
tico de su ser, pudiera comprometer
nuestros prejuicios, nuestros intereses,
que protegemos más con apariencias
que con realidades, y nos obligara ―O
denunciara, de no hacerlo, de no ac-
ceder― a transformarnos como y
desde donde no quisiéramos.
Nos gustan santos con "milagros",
con gestas heroicas que permitan fá-
ciles transferencias fantásticas, para
alejarnos de la realidad de la vida y
de la necesidad de revisar nuestras
actitudes frente a ella.
Los santos eran gentes como noso-
tros. Lo más importante para la Iglesia
y ante Dios, en sus vidas, no suele ser
lo que parece, a nuestros ojos, como
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muy extraordinario. Nos sucede que,
lo mejor de ellos mismos, nos queda,
por lo común, desconocido, porque no
acertamos a entender, o porque ellos
no saben cómo explicar. Pero lo mejor
de ellos está en su vida ordinaria y
corriente.
Nosotros, incluso cuando decimos
"actitudes," corremos el riesgo de
entenderlas como apariencias". Pre-
ocupados, en demasía, por salvar el
exterior; guiados de la vanidad que
adopta gestos benignos para ocultar las
rudezas del egoísmo hasta el orgullo;
que despreciamos lo que nos cuesta
aprender, nos quedamos en modelacio-
nes externas sin que nos quede apenas
tiempo para cultivar, además del "pa-
recer", lo único que realmente intere-
sa, es decir, el "ser".
Se trata de ser, de ser totalmente;
de asumir la plena conciencia del
existir y de abrirse al entender de
la relación hacia Dios, que nos tras-
ciende. Es una convicción profunda
y sencilla, de correspondencia a Dios,
desde la fe. Se trata de "ser" desde
la fe. Se trata de una afirmación que
se traduce en la vida, pero que no
es, precisamente, poner a Dios en la
vida, sino, más bien, poner la vida en
Dios.
No se trata de reducir a Dios, de
modelar a Dios, de meter a Dios, por-
que correríamos el riesgo de transfor-
marlo en ídolo. No se trata de modelar,
de adornar a los santos, de detenernos
en lo que en ellos no9 parece espec-
tacular y extraordinario, porque los
reduciríamos a héroes mitológicos, a
pesar de que les llamáramos cristianos.
No se trata de colocarnos, de parecer,
de aparentar, porque sería fatiga inútil
y falsa virtud.
Ser, ser de verdad; no parecer, por-
que parecer equivale a no ser. Un ídolo
que parece Dios, no es Dios; un santo
que parece un héroe, no es un herma-
no nuestro; un cristiano que no quiera
ser y comportarse como hijo de Dios,
Lo entiende qué es ser cristiano. Y no
lo es.
El Cristianismo es una vocación a
la santidad. Los santos tomaron en
serio esta verdad, se convencieron de
ella. Eran como nosotros; tal vez, sólo
más sinceros que nosotros. Y fueron
derechos a Dios, desde la profunda
verdad de su ser, sencillos y constan-
tes. Se preocuparon de "ser" sin mi-
rarse a sí mismos (sin preocuparse de
parecer"), sino mirando a Dios. No
pensaron nunca lo que parecían; no
tuvieron tiempo porque les faltaba
para mirar más lejos de sí mismos,
trascendiéndose, hacia Dios.
Preocupado por la sencillez y la sinceridad, decía
con frecuencia san Felipe a los suyos, para librar-
los de las más sutiles desviaciones de la vanidad,
que carcome tantas veces el mismo valor de lo que
podría ser bueno y virtuoso: «Ser, ser, y no parecer».
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«De los cardenales, el rojo…»
LOS historiadores del Madrid del
s. XIX cuentan que las diligen-
cias llegaban a diario con gentes
que ponían pie en la corte, por lo me-
nos para colocarse" y, si era posible,
hacer, además "carrera". Puede que
esto se deba decir de todas las ciuda-
des que eran y son corte, por lo menos
en el sentido temporal y político. No
nos extraña que la Roma del s. XVI,
en pleno esplendor renacentista, lla-
mara la atención de los ambiciosos que
también acudían allí, revueltos entre
los peregrinos o simples visitantes pia-
dosos. Por otra parte, ese vacío de po-
der debido al desmembramiento del
viejo imperio romano, había impelido
al Papado a organizar el dominio de
las tierras que le eran inmediatas y
sirvió de apoyo a la independencia de
su misión, multiplicando cargos y em-
pleos. Aunque hoy sería impensable
tanto aquella situación, como la pre-
tensión de repetir el influjo que indis-
cutiblemente ejerció en Europa.
Llegaban cada día a Roma, hombres
que, por huir de la pobreza de su
origen, o por probar fortuna para su
ambición de grandeza ―y tal vez sin
dejar de ser de alguna manera creyen-
tes― tomaban como perfectamente
compatible decirse cristianos y deseo-
sos del bien de la Iglesia, a la par que
acudían y buscaban relaciones con
personajes de la curia romana, con el
afán de hacer notar sus cualidades y,
mediante la recomendación, el trato, la
relación personal, la táctica exhibición
de méritos, tal vez el porte ambicio-
samente estudiado de aparente virtud,
consiguieran algún empleo, cargo, pre-
latura... La meta era el episcopado, el
cardenalato, tal vez, ¡el mismo papa-
do!
Cuando vemos que san Felipe parece
resistirse y retarda su misma ordena-
ción sacerdotal puede que hubiera, en
este gesto abstentivo, un querer per-
manecer al margen de los que él veía
con prisas para recibir las órdenes sa-
gradas y, lo antes posible, disponerse
a "far carriera".
Lo cierto es que san Felipe fustigó
siempre cualquier afán o estudio para
escalar puestos honoríficos en la Igle-
sia y que, tan bien lo había imbuido a
sus discípulos, que cuando el papa
quiso elevar al cardenalato a César
Baronio, el discípulo más querido de
san Felipe, hubo de ser vencida su
resistencia a aceptar la púrpura, bajo
pena de excomunión. «Siempre he
predicado y he escrito contra los que
esperan ser promovidos a obispos y a
cardenales ―decía llorando Baronio―
y ahora me obligáis a dar ese mal
ejemplo ante todo el mundo».
San Felipe Neri solía decir: «De los
cardenales solamente el rojo: para dar,
si conviene, la sangre por Cristo».
9 (89)
EL TEMPLO,
UN SIGNO:
RESONANCIA
DE LA PRESENCIA
DE DIOS
CUANDO hace doce años,
echamos los cimientos a
nuestra iglesia, pensamos,
por un momento, en darle una
forma elevada, con agilidad de
alturas que pudieran significar
mejor la aspiración sublimadora
que el culto, las súplicas y el
acercamiento a la trascendencia
confieren a un lugar sagrado.
Pensábamos en un conjunto de
formas resumido en una verti-
calidad emergente por encima de
los pinos que por dos lados en-
vuelven ―y envolvían, todavía
mejor― el emplazamiento del
Oratorio. Pero para ajustarnos
a las vigentes disposiciones mu-
nicipales relativas a esta zona
circundante al Parque, que no
consienten mayor elevación ar-
quitectónica que la de dos plan-
tas, buscamos el resultado de una
plasticidad, para nuestro templo,
que ni causara ni padeciera la
brutalidad de contrastes antiesté-
ticos junto a las previsibles futu-
ras construcciones en el espacio
todavía edificable en esta inme-
diatez, como, del mismo modo,
hemos visto que se ha tenido en
cuenta, con justicia, en el nuevo
edificio, frente a la iglesia, para el
Museo Arqueológico Provincial.
Ello no obstante, al por una parte obli-
gó a aguzar más el ingenio a nuestros
arquitectos, y exigió mayor esfuerzo para
todos, por otra no supuso una renuncia
ni para la estética, ni para la búsqueda
de la síntesis simbólica que acompaña
siempre a la expresión sensible y signifi-
cativa de lo sagrado.
10 (90)
No vamos a describir, en estas líneas,
todos los detalles convergentes en la idea
paulina de la coedificación en Cristo.
Aunque la elección de la piedra supuso
una novedad en los estilos dominantes en
la ciudad, y aunque esta novedad luego
ha sido reproducida o imitada, no fueron
solamente las razones estéticas las que
motivaron la elección del material, sino
el poder significativo de la conjugación
ordenada de lo diverso y originario en la
mística simbólica del templo de Dios.
A nuestro templo no le faltas imágenes
que representen a santos: las piedras, y
Como "piedras vivas" en el templo de
Dios, en la edificación del cuerpo de
Cristo", representan las que están, bien
puestas, en sus paredes, hermosas y sóli-
das. No es la masa informe ―el montón
sino el orden construido, la diversidad
integrada― la pared que alberga en el
centro de la luz, la piedra clave, el altar,
Cristo, como corazón en el cuerpo, que
sostiene y difunde la vida.
Construimos nuestra iglesia como el
que hace una señal, como el que edifica
un símbolo, como el que graba una ex-
presión para que se haga permanente
una intención y una búsqueda de Dios y
el deseo de encontrarlo siempre y mejor
en este espacio simbólico, que llamamos
"lugar sagrado", no para excluir o negar
la presencia de Dios en las demás cosas,
sino porque nos sirve como de atalaya
para, desde aquí, llevar la mirada al
mundo y ver mejor su estar en todas las
cosas.
Un templo cristiano no es para sepa-
rarnos del mundo, sino para interpretarlo
mejor. Necesitamos todavía señales, toda-
vía lugar desde donde tomar perspectivas,
para interpretar cristianamente la vida:
por eso es legítimo que hagamos y tenga-
mos templos, y que tomemos pretexto de
la conveniencia de limitar un espacio
para el culto, para la palabra y para la
oración, con el fin de hacer, de este mis-
mo esfuerzo constructor y delimitador,
un signo plástico, fruto de la inteligencia,
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del arte y del trabajo; fruto de la ima-
ginación, del amor y la generosidad;
fruto, en definitiva, de la creatividad
de la fe, y convertirlo en un signo más
que nos recuerde y señale a Dios.
Un templo es también material; pero
significativo. Un templo que hacen los
hombres, tiene el significado que le
ponen los hombres o que refuerzan
los hombres.
En el mundo vale, es, lo que también
significa, lo que de alguna manera
señala algo que está más allá de su
mismo contenido. No hay absoluta-
mente nada que no nos remita más
allá de su mismo limite sensible. La
razón de ser de las cosas materiales,
nos diría Teilhard, es su aptitud para
que se transformen en incandescencia
espiritual; y esto no es panteísmo, sino
restitución al orden de Dios de las
cosas creadas, transfiguración espiri-
tual del cosmos, donde todo, en Dios,
tendrá su sentido de liberación, porque
expresará su gloria.
Vivimos y nos movemos entre sig-
nificados; todo contiene algún signifi-
cado, cuando sabemos, desde la fe,
leer" en el mundo. San Ireneo decía,
mirando el mundo creado, que «todo
es signo».
Por esta misma razón, Cristo cuando
instituyó los sacramentos, no tuvo que
inventar signos: los encontró hechos, y
sólo tuvo que recoger, de la significa-
ción de las cosas, algunas que acotó
y tradujo en sacramento, para que
no solamente remitiera a Dios, sino
contuviera un contacto, un encuentro
con él.
Nosotros quisiéramos también, que
nuestra iglesia fuese siempre este lu-
gar sacramentalizador del encuentro
de los cristianos con el Señor: palabra,
plegaria, liturgia. Que lo sensible se
hiciera entender como expresión que
remite más allá de su misma histórica
elocuencia, cruzada de tiempo y espa-
cio, vestida de orden y formas, como
una caracola enorme que nos acerca
al mar, como una resonancia de la
presencia de Dios.
Estoy convencido de que san Felipe, al
fundar el Oratorio, tuvo muy presentes en
su espíritu, la sociedad cristiana en toda
la fe, la sencillez y el amor de los pri-
meros tiempos de la Iglesia.
Card. CAPECELATRO
12 (92)
Lo institucional
en el Oratorio
NO SERÍA nada difícil poder de-
mostrar que san Felipe Neri,
habría preferido no fundar nin-
gún nuevo instituto. Tampoco podría
afirmarse que despreciaba lo institu-
cional de la Iglesia, porque fue siempre
respetuoso con lo que ella organizaba
y hasta llevó muchas vocaciones a
Órdenes e institutos y hasta animó a
algunos a fundarlos, por ejemplo en
el caso de su penitente san Camilo de
Lelis, o de san Carlos Borromeo. Res-
petaba a los demás, pero no lo quería
para él ni siquiera para aquellos que
más de cerca reunía y se compenetra-
ban con sus propósitos.
Tampoco resultaba que su tiempo
contemplara una crisis de las institu-
ciones, aunque se operaran profundas
transformaciones en las existentes y
surgieron las nuevas que, en la apa-
riencia de entonces, resultaban casi
revolucionarias. Amigo de san Ignacio,
muy amigo de los dominicos, agradeci-
dísimo de los benedictinos y alabador
de los hijos de san Francisco, nadie
habría podido tacharle de iconoclasta
de la vida religiosa institucional. Pero
no la quería para él, ni para los suyos.
Lo cual no solamente le llevó a contra-
riedades en su vida, sino muchas a sus
sucesores que, a través de cuatro siglos
de existencia de la obra del Oratorio,
todavía causa sorpresa a no pocas gen-
tes de Iglesia, esa peculiaridad intro-
ducida, casi sin pretenderlo, por san
Felipe Neri, en la historia de los lla-
mados estados de perfección", a base
de vida, en grupos más bien no muy
numerosos, sin vínculo alguno de votos
o promesas "religiosas", pero con ob-
servancia de la vida evangélica o, más
bien, ―como llamaban las primeras
generaciones cristianas― "apostólica",
de entrega libre, pero mantenida, de
práctica consagración a Dios y servicio
de la Iglesia.
El Oratorio, esa convivencia apostó-
lico-sacerdotal, familiar y evangélica,
libre y perseverante, abnegada y go-
zosa, respetuosa de las personalidades
de sus miembros, pero espontánea-
mente convergente en el influjo apos-
tólico, donde la ley es la costumbre y
la costumbre surge de la libertad, y
la libertad del gozo en el trabajo, y
el trabajo de la fuerza del amor, es
difícil de encasillarla en los moldes
técnicos de los "estados" clásicos de
perfección, sistematizados con preci-
sión en las leyes eclesiásticas. El Ora-
torio es asistemático, pero no desor-
denado.
Glosadores y postglosadores de los
siglos XII y XIII, que creyeron descu-
brir la sabiduría ordenada del Derecho
romano, llevaron los principios de éste
a no pocos aspectos de la vida eclesiás-
13 (93)
tica, y seguramente con innegable pro-
vecho, si bien se produjeron algunos
excesos por precipitación al adaptar
leyes pasadas a tiempos presentes. En
el Oratorio también se miró a la Histo-
ria, pero no para buscar fórmulas lega-
les, sino el espíritu de las primeras
generaciones cristianas, las vidas de
los santos y el mismo proceso de la
Iglesia a través del tiempo. En esto fue
Baronio un ejemplar discípulo de san
Felipe. Decía el Santo: «En el cielo no
se os preguntará qué votos habéis he-
cho, sino qué virtudes habéis practica-
do». Pero sabemos que no despreciaba
los votos y que alentaba a formularlos
a quien se sintiera con inclinación a
ellos; pero no en el Oratorio.
Pocas leyes quería, aunque sabemos
cuán exigente era con lo que juzgaba
esencial y cómo, a los que más amaba,
más exigía en la prontitud gozosa de
estar siempre dispuestos a obedecer, a
ser desprendidos, a ser leales y since-
ros, respetuosos y abnegados, ordena-
dos y generosos. En cierta ocasión,
el mismo Baronio pudo darse cuenta
de que no habría dudado el Santo de
despedirlo, si, por un momento más,
hubiese porfiado en reservar para un
bien a su antojo, una posibilidad ―la
primera― con que podía colaborar a
las evidentes necesidades del aposto-
lado de la casa.
No despreciaba las leyes, pero sabía
y recordaba que las leyes valen bien
poco, sin el amor, y que éste las con-
tiene y supera todas, porque hace más
de lo que puede mandar la ley: ésta
resulta como el reducto último del
mínimo al que no alcanza la caridad;
pero no suple la caridad, cuando la
caridad es más que un simple nombre
y más que un solo sentimiento; cuando
no es una debilidad, sino una verda-
dera fuerza para seguir adelante con
el bien, urgente y hermoso, que lleva
a Dios, que une a Dios y descubre su
presencia en el mundo.
El Oratorio no tiene apenas leyes:
sus miembros no hacen votos, pero
aspiran con libertad y perseverancia a
la vida del Evangelio. Tal vez sea posi-
ble achacar a la falta de una fuerte
legislación o de una estructuración or-
ganizada centralmente, el hecho de
que, después de cuatro siglos de vida,
no haya tenido una expansión o creci-
miento cuantitativo mayor. Pero tam-
poco lo pretendía san Felipe. Quería
que cada casa fuese autónoma, como
lo son las familias, incluso de la misma
sangre, sin que ello les dispense de
quererse, relacionarse y ayudarse.
Por otra parte, otros institutos más
próximos al molde "religioso" lo han
imitado y, en cierto modo, se puede
decir que el Oratorio ha crecido en
ellos, aunque sin su nombre. Sería, por
ejemplo, impensable el actual movi-
miento de los institutos seculares" sin
el precedente del Oratorio de San Feli-
pe en las formas históricas de vida de
consagración a Dios.
Pero el Oratorio, en san Felipe, que
le resultaba más bien de una recomen-
dación del Papa, que quería dar estabi-
lidad a su obra, que no de un propósito
de "fundador" tradicional, no aspira-
ba a la grandeza de las fundaciones
clásicas. «La Iglesia se adorna con la
variedad», decía, parafraseando al sal-
mista, y también convenía que, en esta
diversa floración apostólica del campo
de la Iglesia, hubiera la modesta apor-
tación de la singular manera de enten-
der con su peculiar sencillez y au-
sencia de complicación, el camino del
Evangelio y el amor por servir a la
Iglesia.
14 (94)
Roma,
vocación
de san Felipe
EN NUESTROS TIEMPOS ha sido
el también florentino Giovanni
Papini quien ha puesto de relie-
ve la profunda florentinidad de san
Felipe Neri. Cuando se destaca la ori-
ginalidad de su vida en la ciudad de
Roma, su modo de comportarse en
algunos aspectos decisivos de sus acti-
vidades, hay que acudir, de algún
modo, a su florentinidad, a su "genia-
lidad" toscana y florentina.
Un momento de tristezas
No hacía mucho que san Felipe, de
camino hacia sus parientes ricos de
san Germano, cerca de Montecassino,
había cruzado la ciudad de Roma, que,
a buen seguro, no le habría sido indi-
ferente. Cabe pensar, incluso, que esta
primera impresión de transeúnte por
la ciudad de los Papas pudo ser la
semilla de un pensamiento que luego
llegaría a madurez y se convertiría en
propósito, tras la breve experiencia
que hizo en el negocio de su tío, que
quería prohijarlo y hacerle heredero,
ya que carecía de descendencia y,
tanto él como su esposa, tenían cariño
al joven Felipe.
No sin tristeza había dejado Floren-
cia y con algún pesar se despediría de
sus parientes ahora, en san Germano,
para ir a Roma y detenerse en ella.
Pero Roma, especialmente aquel año
(1534) era una ciudad triste: se añadía a
la ruptura luterana el cisma de Inglate-
rra. Y tampoco ofrecía la confortación
de una paz interior, entre los mismos
que se llamaban o tenían por cristia-
nos: Roma conservaba los estigmas
del saqueo de las tropas cierto que
reclutadas entre los protestantes, para
mejor asegurar la eficacia del ataque,
del emperador católico Carlos V, man-
dadas contra el Papa, y que habían con-
vertido las basílicas en cuadras para
caballos y cuarteles de la soldadesca.
Roma era una ciudad triste, enton-
ces. Escenario, Italia ―los "grandes"
siempre hacen sus guerras lejos de su
propio territorio y a costa del de los
demás...― de las rivalidades de dos
soberanos jóvenes y ambiciosos ―Car-
los V y Francisco I―, había sido reco-
rrida sin reparar en destrozar su arte
o profanar lo sagrado. Si bien la Paz
de Barcelona (1529) concedía la garan-
tía de un respiro recuperador: en ella
el emperador se comprometía a respe-
tar Florencia a cambio de ser coronado
emperador en Bolonia por el Papa, y
éste no sería de nuevo molestado. El
Papa accedió a este precio por la paz.
15 (95)
Roma y Florencia
Más importante que haber dado Flo-
rencia a Roma papas florentinos, era
que le había dado los artistas que la
habían embellecido. Un florentino no
se podía sentir extraño en la ciudad
del Tíber. Con independencia del as-
pecto clerical, que después de un pasa-
do influjo español había vuelto a los
italianos y, particularmente, a los fio-
rentinos, con los Médicis, había en la
ciudad del Tíber una extensa y diná-
mica colonia florentina, dedicada al
comercio, y no desentendida ni de la
cultura ni del arte. En particular la vía
Giulia ―todavía subsistente― parecía
un alargamiento de un "viale" de la
ciudad del Arno: comercios, bancos,
"botteghe di artigiani", que hablaban el
italiano más puro, que deambulaban,
sin sobrecarga de ampulosidad, con la
elegante sencillez de los toscanos. En-
tre ellos fue a parar nuestro joven. No
tenía necesidad de proseguir hasta
Florencia, porque aquello era una
"borgata fiorentina" y, además, solda-
da a la Roma de los santos. No impor-
taba que ésta presentara el aspecto
maltrecho de desastres o pesimismos
todavía no superados del todo. Tam-
bién de Florencia podía recordar san
Felipe, aunque él mismo no hubie-
ra sido testigo de aquellas desdichas,
los días amargos de la confrontación
entre Savonarola, el íntegro defensor
espiritual de la ciudad de las flores, de
los poetas y la cuna del Renacimiento,
enfrentada al desconcertante rigor de
Alejandro VI. El padre de san Felipe
sí había sido testigo de aquellos días
aciagos, en que se perdía el ideal de un
pueblo cuyo error había sido la demo-
cracia y el haber empleado más ener-
gías su el cultivo de la belleza y en el
trabajo artesano, que en tas intrigas y
el arte de la guerra. Si hubiesen sido
menos comerciantes, menos artistas y
más guerreros habrían superado aque-
llos fracasos. Ellos, idealistas, creyeron
que bastaba con no querer dominar a
los demás y se olvidaron de que los
demás se les iban a echar encima,
codiciosos del fruto de su trabajo,
suplantadores del esplendor de sus
méritos, secuestradores de sus artistas,
que luego llamarían "italianos", pero
que eran "florentinos".
Seglar en Roma
Curiosamente sucedería que Felipe,
jamás dejaría de ser florentino, pero
arraigaría en Roma hasta convertirse
en el sacerdote más popular de la
ciudad santa; tanto, que luego sería
Patrón de la ciudad, junto a los Após-
toles Pedro y Pablo.
No obstante, Felipe, no pensó en
hacerse sacerdote. El ideal de su vida
parecía colmado a través de su vida de
seglar. Llega allí cuando cuenta dieci-
nueve años. Había recibido la buena
educación que correspondía a su edad,
pero proseguirá estudiando en la Sa-
pienza, y proveerá a su subsistencia
aceptando la preceptoría de unos niños
de un florentino amigo suyo. El tiempo
libre lo dedicará a la oración y al apos-
tolado.
De este modo pasó una buena quin-
cena de años. Los historiadores nos lo
describen como dado a la predicación
sin haber recibido ningún mandato
para ello, y dedicado a la profesión de
una perfección cristiana sin regla. Una
vida ocupada y libre al mismo tiempo,
hasta cierto punto sorprendente, por
lo insólito de que un seglar, aunque
buen conocedor de la filosofía y teolo-
gía, con sencillez y convicción tratara
16 (96)
de las cosas de Dios. Aunque indepen-
diente, atraía a otros compañeros para
dedicarse, con ellos, a obras asisten-
ciales, en aquella época en que los
hospitales eran albergues de enfermos
sin personal asistente regular y estaban
a merced de la espontaneidad de gente
de bien, siempre escasa o escrupulosa;
y en la atención de peregrinos que
acudían a Ruma, bien por devoción,
bien para añadirse a la mendicidad
ciudadana.
El amor
a la independencia
Podríamos pensar que se trataba de
una especie de "bohemia santa" la de
Felipe. Hasta cierto punto lo fue. No
era sólo en ese estilo libre de vida,
aunque sí diferenciado un tanto del de
otros parecidos.
Por aquellos tiempos existían en Ro-
ma unos tipos independientes y libres,
mezcla de mendicidad peregrinante y
de santón profesional, extravagantes e
inofensivos a la vez, entre los que, sin
duda, habría sido posible descubrir
algún óptimo cristiano sencillo y des-
conocido, pero también algún vividor
de la mendicidad profesional. Les lla-
maban "eremitas".
San Felipe habría podido ser inclui-
do en esta categoría de personas: sus
largas horas de soledad por la campiña
romana, donde buscaba la paz para la
meditación en las cosas de Dios, alter-
nadas con jornadas de intensa activi-
dad y trato con las personas, de forma
abierta y espontánea, animando a todos
a la santidad y a las buenas obras, po-
día haber sido la mejor versión de
este tipo de "gente de Dios" que abun-
daba por las iglesias, murmurando
oraciones o pordioseando en los pórti-
cos, piadosos e inofensivos. Sólo que
san Felipe, a pesar de la radical modes-
tia de su vestir y comportarse, ni era
un mendigo, ni un devoto ignorante y,
a pesar de la libertad de su proceder,
no era, toda su actividad y entusiasmo
contagioso para el bien, un antojo im-
provisado de celo arrebatado más o
menos pintoresco, impertinente o fa-
nático.
San Felipe revelaba una personali-
dad seriamente dedicada a unos propó-
sitos de bien, en todo compatibles con
su carácter alegre, con su jovialidad
incitante y comunicativa, muy diferen-
te del pintoresquismo santón que a
veces envolvía aquellas figuras pareci-
das. Limpio, aseado, sencillo y distin-
guido a la vez, mantenía el sentido de
delicadeza y distinción, nada ostentosa,
de buen florentino; sus palabras, ges-
tos, mirada y porte revelaban, sin pre-
tenderlo y sin darse cuenta, la nobleza
desteatralizada y sincera que, lo mis-
mo que la inteligencia y la bondad,
impedían ser pedante y salvaban de
la fatuidad pretenciosa de los ambicio-
sos.
El mejor tiempo
de su vida
Esa Roma con aspecto de corte no
le inquietaba, pero prescindía de ella
hasta lograr organizarse a si mismo,
con libertad entera de movimiento, tan-
to en el aspecto de su piedad y trato con
Dios, como en el correlativo de una
actividad apostólica. Era un auténtico
florentino, para quien los centralismos
absorbentes despertaban alergias en el
ánimo. Es posible que su misma inten-
ción primera de no hacerse sacerdote
obedeciera a ese deseo de mantenerse
libre. Cabía la humildad, pero también
17 (97)
la táctica; así nadie se metía con él,
y el bien es libre o, por lo menos, era
relativamente libre en Roma y enton-
ces.
Conservaba el recuerdo de Savona-
rola, plantado en su ánimo, 110 ya por lo
que oyera contar a su propio padre, en
la infancia, sino porque había apren-
dido las primeras letras del amor a
Dios entre los dominicos del convento
de san Marco, en Florencia, donde tan
vivo era el recuerdo del mártir que
ardió en la hoguera por su ciudad. Los
florentinos habían sido siempre libres;
la grandeza de sus hombres, de sus
artistas y de sus santos, creció en la
autonomía de una civilidad ilustrada
y honesta, sin envidia de lo ajeno, ni
ostentación de lo propio. El talante flo-
rentino acompañaba a san Felipe, tam-
bién en Roma, donde podía ser prueba
evidente el trato especial que mantuvo
siempre con los dominicos romanos de
la Minerva, en especial cuando los in-
tegristas de aquella época ―cada una
tiene los suyos― intentaban a toda
costa, obtener la condenación de Savo-
narola como hereje, sin conseguirlo...
«Lo mejor que he aprendido en mi
vida — solía decir Felipe – lo he
aprendido en los dominicos de san
Marco de Florencia».
La orden dominicana se distinguía,
en su estructura, por el cultivo de un
respeto a la autonomía de sus casas y
de sus miembros, en mayor grado que
en otras órdenes de la Iglesia.
Los años de la juventud romana de
san Felipe, no fueron pues de desorde-
narla bohemia espiritual, sino que, en
libertad es cierto, pero con el uso ra-
cional que correspondía a un compro-
miso cui la santidad, representaron el
crecer y expansionarse de su persona-
lidad, piadosa e intelectualmente bien
equipada, para una tarea de bien a
la que prestó todo su entusiasmo de
joven.
¿Para qué
ordenarse, pues?...
Hubiera seguido siempre así.
Pero en la vida de san Felipe hay
dos momentos en los que esa máxima
libertad para el bien que la caracteriza,
admite la intervención de un consejo
que la modifica. Estos dos momentos
se representan por la intervención,
primero, del sacerdote Persiano Rosa
y, después, por la del papa Gregorio
ХІІІ.
Este buen sacerdote era amigo de
san Felipe, a quien solía confesar y al
que además acompañaba en sus em-
presas de celo. Algún influjo tendría
en Felipe cuando, en poco tiempo le
convenció para que recibiera el sacer-
docio.
Las razones de Persiano Rosa nece-
sitan poca indagación, puesto que Feli-
pe reunía todas las condiciones que se
pudieran requerir para esperar lo me-
jor de su sacerdocio. Pero había, ade-
más, otras razones que seguramente
influirían en el buen amigo de Felipe.
La Iglesia, después de la crisis protes-
tante, se mostraba cada vez más vigi-
lante y no le faltaban motivos cuando
menudeaban desviaciones de iluminis-
mo que la mano de la Inquisición tra-
taba enseguida de atajar. Cierto que
era en Italia, la Inquisición, menos
temible que en otras partes, donde,
como en España, el matiz político la
convertía en instrumento de policía
dependiente del poder secular. San
Ignacio, llegado por aquellos tiempos
a Roma, casi en todas partes por don-
de, decía él, "había peregrinado", tuvo
18 (98)
siempre algo que ver con el famoso
Tribunal; el mismo celo de Felipe que-
daba mejor garantizado si lo ejercía
desde el sacerdocio. Persiano Rosa en
persona podía serle ejemplo de cómo
era posible moverse en la práctica del
bien, con holgura y cierta independen-
cia, en la Roma clerical de entonces. Y
a Felipe no le faltaba ni preparación
espiritual, ni estudios. Tomose pues la
decisión en el Año Santo de 1550, y
al siguiente fue sacerdote: san Felipe
contaba, a la sazón, treinta y cinco
años.
Los que conocían a Felipe y a Per-
siano Rosa, solían decir que san Felipe
se había ordenado a la fuerza y que
hubiera preferido mantenerse siempre
seglar y bien lejos de tener que ver ni
siquiera con la dignidad sacerdotal o
cualquier forma de jerarquía eclesiás-
tica.
Luego se demostraría cómo el sacer-
docio, lejos de frenar o encasillar el
celo de Felipe, lo aseguró, lo multipli-
có y preparó su consolidación para el
futuro.
El sentido de la libertad
en san Felipe
Pensamos que no hace falta desta-
car la legítima singularidad del estilo
de nuestro Santo. No era la libertad
para huir de nada, ni para sacudirse
nada, sino la libertad para hacer más,
y para hacer mejor. En el momento en
que se le lleva a convencerle de que,
el mismo bien que quiere hacer sal-
drá ganando, accede sin réplicas de
ningún género. Luego la Providencia
confirma la prudencia de la decisión
tomada.
Bastantes años más tarde, después
de una larga vida sacerdotal pródiga
en frutos de santidad y de apostolado,
otra intervención decisiva le conven-
cerá, esta vez, de la conveniencia de
erigir en Congregación aquella obra de
hecho que se aglutinaba en su persona,
y por razones de alguna manera pare-
cidas a las que le llevaron al sacerdo-
cio.
Esta vez era el propio Papa, conoce-
dor y deseoso de hacer bien a aquel sa-
cerdote, que estimaba tan sinceramen-
te, del que ya se habían dicho inconve-
niencias y contra el que la envidia
se había cebado, sólo por la adhesión
popular que alcanzaba entre el pueblo
romano, por otra parte cada vez más
fervoroso y más alejado de la munda-
nidad cortesana de otras épocas. Gre-
gorio XIII quiso atajar, de una vez,
todas sospecha, y creyó que al dar un
respaldo oficial a toda la obra de san
Felipe, alejaba sospechas de los mal in-
formados y desautorizaba, implícita-
mente, a malévolos y calumniadores.
Persiano Rosa nos dio un sacerdote;
Gregorio XIII nos dio la Congregación
del Oratorio. Ambos, buenos y pru-
dentes, intervienen en la vida de san
Felipe, modificando su posición y con-
venciéndole para alterar, de algún mo-
do, la excesiva simplicidad del primer
planteamiento de Felipe.
Esta simplicidad no fue arrinconada,
sino más bien garantizada y protegida,
para que luego pudiera reconocerse al
ser transmitida a través de la Iglesia.
La Iglesia que san Felipe amaba y que
por eso le atrajo a Roma y, una vez allí,
en ella se quedó para siempre. Luego
la Iglesia devolvió a san Felipe su
amor, y lo merecía porque él había
cambiado la faz de aquella Roma en-
tristecida por las desdichas de otros
tiempos, y la había rejuvenecido con
el ejemplo de sus virtudes.
19 (99)
LUNES,
DÍA
26
DE
MAYO
LA
IGLESIA
UNIVERSAL
CELEBRA
LA
FIESTA
DE
NUESTRO
SANTO
PADRE
FELIPE
NERI
FUNDADOR
DEL
ORATORIO
EN ALABANZA DE DIOS
Laus Deo
20 (100)