Publicación
mensual del Oratorio. |
Núm. 132. MAYO. Año 1975 |
SUMARIO |
La verdad hace libres; la
libertad facilita el entusiasmo |
espontáneo del bien; la
actividad llevada con el gozo de |
Dios en el alma es el
mejor apostolado y, seguramente, el |
único verdadero
apostolado. Y el apostolado resume todo |
el amor a la Iglesia y
todo lo que puede hacer un ser hu- |
mano que se consagra a
Dios. Dedicamos este número a |
nuestro Santo Padre Felipe
Neri, que es ejemplo de liber- |
tad en el amor, de
fidelidad en el bien, de entusiasmo por |
la Iglesia, a la que amó y
sirvió, de una manera original |
y al mismo tiempo
sencilla, en una época que se parecía |
mucho a nuestros tiempos. |
LLEGAR A ROMA |
DE SUS DÍAS Y DE NUESTROS
DÍAS |
SE TRATA DE SER, O DE
RENUNCIAR A SER |
«DE LOS CARDENALES, EL
ROJO...» |
EL TEMPLO, UN SIGNO |
LO INSTITUCIONAL EN EL
ORATORIO |
ROMA, VOCACIÓN DE SAN
FELIPE |
1 (81) |
Director: Ramón Mas
Casanelles |
Edita e imprime:
Congregación del Oratorio |
Placeta de S. Felipe Neri,
1 |
Apartado 182 - Albacete |
Depósito Legal AB 103-62 |
2 (82) |
LLEGAR A ROMA |
EN ITALIA y especialmente
en |
Roma, existe una expresión |
―que tiene sin duda
sus equ- |
ivalencias en otras
partes― para |
designar a aquellos que,
de alguna |
parte, llegan a la Ciudad
Eterna, con |
el propósito de alcanzar
un puesto |
lo más digno posible, en
la escala de |
las promociones humanas,
porque |
no se han resignado con la
suerte |
de su origen llegaban a
Roma los |
llamados, llegaban los que
se hacían |
llamar, y
"llegaban" los que, metidos |
en la ciudad, se
adscribían a per- |
sonajes influyentes, o
emprendían |
estudios que les dieran
notoriedad: |
para que, destacándose,
finalmente |
fueran
"colocados" o "Ascendidos". |
Algo tiene que ver con
ello el refrán |
de que «todos los caminos
van a Ro- |
ma», si bien no era menos
cierto que |
eran más bien los
caminantes quie- |
nes pensaban ir a Roma,
porque era |
llegar a algo. Por esto
les llamaban |
―y la expresión no
se ha perdido del |
todo― "gli
arrivati", es decir los que, |
finalmente, han llegado a
coronar |
una ambición. |
Alrededor de la estructura
admi- |
nistrativa eclesiástica se
arremolina- |
ban los mendigos de las
calles y los |
ambiciosos de los
palacios. Prove- |
nientes, unos, y huyendo
de su ori- |
gen miserable, acudían
atraídos por |
el relativo esplendor de
cuyas miga- |
jas les alcanzara algo
para subsistir |
Y así remediar su
verdadero pobreza |
o, en no pocos casos
también, usarla |
como disimulo de la
holganza y de |
In pereza, con el disfraz
picaresco |
de la mendicidad. Otros,
en cambio, |
y quién sabe si más
pobres", se |
introducían en el
laberinto de una |
diplomacia interesada en
el cultivo |
de las propias
"ambiciones cortesa- |
nas", y raro era que
de tal insisten- |
cia no se lograra, al fin,
algún éxito. |
Roma, de alguna manera
capital |
de Occidente y centro
visible de una |
sociedad ―la
Iglesia― universal, era |
como la meta y el punto de
partida, |
a la vez, de todos los
caminos. Desde |
todas partes se iba a
Roma, y desde |
Roma se podía alcanzar a
todas |
partes. Piedad o ambición,
miseria o |
sabiduría, podían recorrer
el mismo |
camino. |
De donde el sentido
peyorativo |
dado a la expresión de
"gli arrivati" |
en busca de situación, así
que la |
obtenían, disimulada o no
con la pie- |
dad, el celo o la
sabiduría. Por esto, |
en las primeras Reglas del
Oratorio, |
se establecía que sus
miembros uno |
pueden pedir ni aceptar
cargos… |
ni frecuentar curias, ni
solicitar para |
sí o para otros oficios o
beneficios.. |
A pesar de que, también
entonces, |
en amplios sectores de la
gente sim- |
ple y pueblerina, no eran
mal vistos |
los ascensos de aquellos
que veían |
encumbrarse, porque
aquellas pros- |
peridades se consideraban,
a veces, |
como algo en lo que
participaban, |
3 (83) |
dado que el hombre siempre
ha pro- |
pendido a extraer de si
mismo o a |
aproximar a sí mismo sus
héroes o |
sus ídolos. |
Las ideas de san Felipe,
en cambio, |
eran totalmente diversas.
Ni para si |
mismo, ni para los suyos
quiso jamás |
ninguna dignidad, y
sabemos por la |
historia cómo fueron
recibidas las |
primeras impuestos por la
autoridad |
del propio Pontífice, a
algunos del |
Oratorio, que huyeron para
no ser |
alcanzados y obligados a
aceptar. |
o cedieron sólo ante el
categórico |
mandato que ofrecía, como
alterna- |
tiva, la misma excomunión. |
Cuando san Felipe llegó a
Roma, |
no lo hizo ni como
candidato a la |
profesión de la
mendicidad, ni para |
"hacer carrera en las
promociones |
tentadoras que, sin duda,
habría po- |
dido alcanzar'. |
San Felipe llegó a Roma
atraído |
por la idea de poder vivir
en ella |
cerca de todo lo que le
podía satisfa- |
cer en sus ideales de
santidad: Dios, |
la Iglesia, los Santos ... |
No acudía a Roma huyendo
de la |
pobreza material, sino,
más segura- |
mente, buscándola: no
acudía allí |
añorando grandezas, porque
en Flo- |
rencia, menos
grandilocuentes, pero |
mejor armonizadas, las
podía con- |
servar en la tradición
renacentista, |
de arte, saber y letras,
que entonces |
la mantenían, todavía,
como la "Ate- |
nas" de Europa. |
San Felipe llegó a Roma y
sintió |
renacerse a si mismo:
allí, de un |
modo sencillo y original
al mismo |
tiempo, podría entregarse
a Dios en- |
teramente. Lo comprendió
así, lo |
creyó posible y se quedó. |
RASGOS ESENCIALES DEL
ORATORIO. |
―Prevalencia de la
caridad sobre la ley. |
―Espíritu de fe y
oración, y de caridad y servicio, estimulado y |
alimentado por el estudio
familiar de la Palabra de Dios y el |
trato espiritual. |
―La Eucaristía como
centro de toda la vida. |
―Dedicación al bien
y al progreso de la Iglesia, por la peculiar |
vinculación del Espíritu a
su misterio. |
―Entrega a la
Congregación, de sus miembros, por la libre |
voluntad de permanecer
siempre en ella hasta la muerte. Sin |
votos, juramentos o
promesas. Libertad que concuerde al má- |
ximo con el espíritu del
Evangelio. |
Su fuerza, como en las
primeras comunidades cristianas, debe |
consistir más en el mutuo
conocimiento, en el respeto y en el |
verdadero amor a la
convivencia familiar, que en la multitud |
de miembros. |
(De las Constituciones) |
4 (84) |
De sus días |
y de nuestros días |
LOS MÁS recientes
historiadores |
de san Felipe no han
dejado de |
notar la semejanza de su
tiempo |
con el nuestro y, en apoyo
de este pa- |
ralelo, afirman que sería
un santo de |
nuestros días. |
Pero los santos lo son,
precisamente, |
porque alcanzan esa
posibilidad valo- |
radora que les
universaliza. La Iglesia, |
cuando los proclama y
propone sus |
ejemplos, más que medir la
grandeza |
de sus méritos
―otros cristianos no |
proclamados santos, pueden
también |
tenerlos a cuales. O
incluso mayores― |
lo que reconoce es la
aptitud para que |
puedan proponerse a todos
los fieles. |
El mismo hecho de la
reducción del |
calendario, hecha
recientemente, obe- |
dece, no a una revisión
por la que se |
desvaloriza los santos
excluidos del |
calendario universal, sino
que se esti- |
ma que su ejemplo no es
tan extensivo; |
a algunos, en efecto, sin
cancelarlos |
de la lista, los reduce a
la veneración |
de sólo una parte de la
Iglesia (nación, |
diócesis...) |
Por esto puede decirse que
los tan- |
tos del calendario
universal, son de |
todos los tiempos y son
para todos los |
hombres. Al menos en la
intención de |
la Iglesia al proponerlos
como ejemplo, |
de manera oficial y
litúrgica, a todos |
los fieles. |
Por otra parte, en el caso
de san |
Felipe Neri, es verdad que
su tiempo y |
el nuestro están en
profunda relación; |
y también es cierto que,
su estilo, sería |
adecuado especialmente
para nuestra |
época. |
No estamos tan distantes,
en el tiem- |
po, porque todavía nos
movemos, his- |
tóricamente, al impulso
que tomó el |
mundo del Renacimiento. De
aquella |
época a la nuestra, no
registramos ―O |
no "acabamos" de
detectar― fuerzas |
transformadoras de tan
decisivo influ- |
jo. Fue una época en que
el mundo se |
rompió y se duplicó al
mismo tiempo; |
pero esto que ocurría
fuera, se pro- |
ducía igualmente dentro
del hombre |
mismo. Por una parte la
escisión pro- |
testante y la inesperada
perspectiva |
de un Mundo nuevo, más
allá de los |
mares; por otra y desde
las fuertes |
corrientes humanísticas
del siglo XIV, |
al redescubrimiento del
hombre mismo |
que podría resumirse, sin
necesidad |
de oponerlo a Dios, en la
idea de "se- |
cularismo". No era
crisis de la Iglesia, |
sino crisis del mundo, lo
mismo que |
ahora. Era también el
momento en |
que la Iglesia se
esforzaba por buscar |
como ofrecer a los hombres
el Evan- |
gelio. No era una
oposición de la Iglesia |
al mundo. Era una época
para santos, |
también como ahora. |
Se terminaba un período en
el que |
ya no cabía la idea de una
Cristiandad |
cerrada, de un mundo
contenido en el |
círculo de un orden
presidido por |
Dios, con sólo el
contraste de la infi- |
delidad anti-cristiana,
imagen del in- |
5 (85) |
fierno, donde termina la
tierra o donde |
termina la fe, y que por
ello había |
que temer o había que
combatir. Los |
que no están en la Iglesia
no son, por |
necesidad, tenidos por
enemigos de |
Dios. Mientras que en
Europa Lepanto |
actúa de nivelación
compensatoria en |
la balanza del descalabro
protestante, |
más lejos de estas miras
del triunfalis- |
mo "cruzado" y
mundano de una fe |
utilizada como complemento
político, |
se abren las perspectivas
de una por- |
ción innumerable, todavía
no medida, |
de Humanidad, inocente e
ingenua, en |
pro de la cual no
faltarán, enseguida, |
hombres de Iglesia sabios
y honestos |
―Vitoria, Bartolomé
de las Casas... ― |
que los defenderán no
solamente des- |
de el reconocimiento de su
derecho |
a la independencia, y a no
ser "con- |
quistados", ni
expoliados, sino a ser |
instruidos pacíficamente
en las verda- |
des cristianas, sin
imposiciones arma- |
das, sin
"cruzadas" y sin guerras. |
No importa que, todavía
hoy, haya |
mentes rezagadas al siglo
XIII. No es |
culpa de la Iglesia. No
importa que |
los rezagados "se
llamen" cristianos, |
Es el polvo del camino que
levanta |
nubes contra la luz. Y es
señal de que |
nos movemos en el camino.
Seguimos, |
todavía, desde el
Renacimiento, con la |
necesidad de no confundir
el camino |
con la meta, ni el orden
de los destinos |
entre Iglesia peregrina y
Reino de |
Dios. Y estamos todavía en
la necesi- |
dad de purificarnos en
esta distinción, |
precisamente frente a la
resistencia |
por mantenerla. |
La época de san Felipe, y
en general |
todo el Renacimiento, para
la Iglesia, |
representó que el mundo no
podía |
contemplarse como una
tarea conclui- |
da, sino, todo lo más, a
medio hacer. |
Las guerras ya, jamás,
podían defen- |
der los peligros contra la
fe. La fe no |
se conquista, ni se
defiende. La fe |
nace de la conversión y
crece con la |
santidad. La fe no se
añade a nada, |
sino que lo ha de
transformar todo. |
Y, cuando lo que se creía
seguro, de |
algún modo falla, es que
no había sido |
penetrado totalmente, en
profundidad |
por la fe. El mundo no
estaba hecho, |
ni en lo que ya se tenía,
ni en lo nuevo |
que aparecía rin haber
sido esperado. |
No se podía perder el
tiempo en |
conmemorar triunfos, o
celebrar triun- |
fos de triunfos. Quedaba
un gran ca- |
mino, una tarea siempre
nueva, mucho |
por hacer y por hacerlo
santamente. |
La simplicidad de los
medios que fan |
Felipe pone en esta tarea,
es un estilo |
también adecuado para hoy:
lo insti- |
tucional queda reducido a
lo mínimo, |
para que lo espiritual se
manifieste |
más libremente y, por lo
mismo, más |
eficaz y sinceramente. |
Si encontrara a diez
hombres verdadera- |
mente desprendidos, me
vería con ánimo de |
convertir el mundo. |
6 (86) |
Se trata de ser |
o de renunciar a ser |
SER, y más allá de la
apariencia |
del ser. Ser
profundamente, ésa |
es la cuestión. |
No fue Shakespeare, con la
for- |
mulación terminante de su
conocida |
alternativa; ni siquiera
los griegos y |
Aristóteles, preocupado
por las dos |
primeras causas del ser
―la "materia", |
la forma"―; no
fueron las meditacio- |
nes de los hombres, sino
el Dios de la |
Biblia que dio lugar a que
éstos her- |
manaran ontología y
trascendencia, |
desde que Él proclamaba su
aseidad y |
su santidad. Ser y ser
santos, es la |
"semejanza" de
naturaleza y de gracia, |
real y vocacional, de cada
hombre, |
cuando se detiene a
pensar, en pro- |
fundidad, sobre las raíces
y el alcance |
de su propia vida. |
"El hombre vale lo
que descubre |
y afirma de sí mismo. Y el
hombre |
es santo en la medida en
que toma |
conciencia de que esta
afirmación le |
remite a Dios y se halla
dispuesto, |
sinceramente, a adoptar
actitudes con- |
gruentes con esta radical
convicción. |
El hombre es un ser
racional que se |
afirma sincera y
modestamente; el |
santo es un hombre
convencido de |
que Dios le ha llamado, y
va hacia ÉI. |
Su vida tiene la paz de un
encuentro |
y la inquietud de una
búsqueda, leal, |
sostenida, apasionada y
clarividente. |
Parece contradecirse
mientras se apro- |
xima más de cerca a la
armonía de lo |
sobrenatural, porque va
acertando a |
conciliar lo que la
vulgaridad es in- |
capaz de entender. Por
esta razón a |
veces no son comprendidos
los santos, |
a pesar de la simplicidad
con que se |
comportan y se expresan. |
El santo es un ser
convencido y |
sencillo. Un convencido
―un creyen- |
te― que va a Dios
por los atajos de la |
verdad. |
Estamos acostumbrados a
buscar en |
los santos los detalles
accidentales, los |
gestos periféricos de su
personalidad, |
y damos rodeos a su
verdadero ser, |
más miedosos que
reverentes ―como |
hacemos, a veces, con
Dios―, como si |
temiéramos que, de
adivinar o enfren- |
tarnos, cara a cara, con
lo más autén- |
tico de su ser, pudiera
comprometer |
nuestros prejuicios,
nuestros intereses, |
que protegemos más con
apariencias |
que con realidades, y nos
obligara ―O |
denunciara, de no hacerlo,
de no ac- |
ceder― a
transformarnos como y |
desde donde no
quisiéramos. |
Nos gustan santos con
"milagros", |
con gestas heroicas que
permitan fá- |
ciles transferencias
fantásticas, para |
alejarnos de la realidad
de la vida y |
de la necesidad de revisar
nuestras |
actitudes frente a ella. |
Los santos eran gentes
como noso- |
tros. Lo más importante
para la Iglesia |
y ante Dios, en sus vidas,
no suele ser |
lo que parece, a nuestros
ojos, como |
7 (87) |
muy extraordinario. Nos
sucede que, |
lo mejor de ellos mismos,
nos queda, |
por lo común, desconocido,
porque no |
acertamos a entender, o
porque ellos |
no saben cómo explicar.
Pero lo mejor |
de ellos está en su vida
ordinaria y |
corriente. |
Nosotros, incluso cuando
decimos |
"actitudes,"
corremos el riesgo de |
entenderlas como
apariencias". Pre- |
ocupados, en demasía, por
salvar el |
exterior; guiados de la
vanidad que |
adopta gestos benignos
para ocultar las |
rudezas del egoísmo hasta
el orgullo; |
que despreciamos lo que
nos cuesta |
aprender, nos quedamos en
modelacio- |
nes externas sin que nos
quede apenas |
tiempo para cultivar,
además del "pa- |
recer", lo único que
realmente intere- |
sa, es decir, el
"ser". |
Se trata de ser, de ser
totalmente; |
de asumir la plena
conciencia del |
existir y de abrirse al
entender de |
la relación hacia Dios,
que nos tras- |
ciende. Es una convicción
profunda |
y sencilla, de
correspondencia a Dios, |
desde la fe. Se trata de
"ser" desde |
la fe. Se trata de una
afirmación que |
se traduce en la vida,
pero que no |
es, precisamente, poner a
Dios en la |
vida, sino, más bien,
poner la vida en |
Dios. |
No se trata de reducir a
Dios, de |
modelar a Dios, de meter a
Dios, por- |
que correríamos el riesgo
de transfor- |
marlo en ídolo. No se
trata de modelar, |
de adornar a los santos,
de detenernos |
en lo que en ellos no9
parece espec- |
tacular y extraordinario,
porque los |
reduciríamos a héroes
mitológicos, a |
pesar de que les
llamáramos cristianos. |
No se trata de colocarnos,
de parecer, |
de aparentar, porque sería
fatiga inútil |
y falsa virtud. |
Ser, ser de verdad; no
parecer, por- |
que parecer equivale a no
ser. Un ídolo |
que parece Dios, no es
Dios; un santo |
que parece un héroe, no es
un herma- |
no nuestro; un cristiano
que no quiera |
ser y comportarse como
hijo de Dios, |
Lo entiende qué es ser
cristiano. Y no |
lo es. |
El Cristianismo es una
vocación a |
la santidad. Los santos
tomaron en |
serio esta verdad, se
convencieron de |
ella. Eran como nosotros;
tal vez, sólo |
más sinceros que nosotros.
Y fueron |
derechos a Dios, desde la
profunda |
verdad de su ser,
sencillos y constan- |
tes. Se preocuparon de
"ser" sin mi- |
rarse a sí mismos (sin
preocuparse de |
parecer"), sino
mirando a Dios. No |
pensaron nunca lo que
parecían; no |
tuvieron tiempo porque les
faltaba |
para mirar más lejos de sí
mismos, |
trascendiéndose, hacia
Dios. |
Preocupado por la
sencillez y la sinceridad, decía |
con frecuencia san Felipe
a los suyos, para librar- |
los de las más sutiles
desviaciones de la vanidad, |
que carcome tantas veces
el mismo valor de lo que |
podría ser bueno y
virtuoso: «Ser, ser, y no parecer». |
8 (88) |
«De los cardenales, el
rojo…» |
LOS historiadores del
Madrid del |
s. XIX cuentan que las
diligen- |
cias llegaban a diario con
gentes |
que ponían pie en la
corte, por lo me- |
nos para colocarse"
y, si era posible, |
hacer, además
"carrera". Puede que |
esto se deba decir de
todas las ciuda- |
des que eran y son corte,
por lo menos |
en el sentido temporal y
político. No |
nos extraña que la Roma
del s. XVI, |
en pleno esplendor
renacentista, lla- |
mara la atención de los
ambiciosos que |
también acudían allí,
revueltos entre |
los peregrinos o simples
visitantes pia- |
dosos. Por otra parte, ese
vacío de po- |
der debido al
desmembramiento del |
viejo imperio romano,
había impelido |
al Papado a organizar el
dominio de |
las tierras que le eran
inmediatas y |
sirvió de apoyo a la
independencia de |
su misión, multiplicando
cargos y em- |
pleos. Aunque hoy sería
impensable |
tanto aquella situación,
como la pre- |
tensión de repetir el
influjo que indis- |
cutiblemente ejerció en
Europa. |
Llegaban cada día a Roma,
hombres |
que, por huir de la
pobreza de su |
origen, o por probar
fortuna para su |
ambición de grandeza
―y tal vez sin |
dejar de ser de alguna
manera creyen- |
tes― tomaban como
perfectamente |
compatible decirse
cristianos y deseo- |
sos del bien de la
Iglesia, a la par que |
acudían y buscaban
relaciones con |
personajes de la curia
romana, con el |
afán de hacer notar sus
cualidades y, |
mediante la recomendación,
el trato, la |
relación personal, la
táctica exhibición |
de méritos, tal vez el
porte ambicio- |
samente estudiado de
aparente virtud, |
consiguieran algún empleo,
cargo, pre- |
latura... La meta era el
episcopado, el |
cardenalato, tal vez, ¡el
mismo papa- |
do! |
Cuando vemos que san
Felipe parece |
resistirse y retarda su
misma ordena- |
ción sacerdotal puede que
hubiera, en |
este gesto abstentivo, un
querer per- |
manecer al margen de los
que él veía |
con prisas para recibir
las órdenes sa- |
gradas y, lo antes
posible, disponerse |
a "far
carriera". |
Lo cierto es que san
Felipe fustigó |
siempre cualquier afán o
estudio para |
escalar puestos
honoríficos en la Igle- |
sia y que, tan bien lo
había imbuido a |
sus discípulos, que cuando
el papa |
quiso elevar al
cardenalato a César |
Baronio, el discípulo más
querido de |
san Felipe, hubo de ser
vencida su |
resistencia a aceptar la
púrpura, bajo |
pena de excomunión.
«Siempre he |
predicado y he escrito
contra los que |
esperan ser promovidos a
obispos y a |
cardenales ―decía
llorando Baronio― |
y ahora me obligáis a dar
ese mal |
ejemplo ante todo el
mundo». |
San Felipe Neri solía
decir: «De los |
cardenales solamente el
rojo: para dar, |
si conviene, la sangre por
Cristo». |
9 (89) |
EL TEMPLO, |
UN SIGNO: |
RESONANCIA |
DE LA PRESENCIA |
DE DIOS |
CUANDO hace doce años, |
echamos los cimientos a |
nuestra iglesia, pensamos, |
por un momento, en darle
una |
forma elevada, con
agilidad de |
alturas que pudieran
significar |
mejor la aspiración
sublimadora |
que el culto, las súplicas
y el |
acercamiento a la
trascendencia |
confieren a un lugar
sagrado. |
Pensábamos en un conjunto
de |
formas resumido en una
verti- |
calidad emergente por
encima de |
los pinos que por dos
lados en- |
vuelven ―y
envolvían, todavía |
mejor― el
emplazamiento del |
Oratorio. Pero para
ajustarnos |
a las vigentes
disposiciones mu- |
nicipales relativas a esta
zona |
circundante al Parque, que
no |
consienten mayor elevación
ar- |
quitectónica que la de dos
plan- |
tas, buscamos el resultado
de una |
plasticidad, para nuestro
templo, |
que ni causara ni
padeciera la |
brutalidad de contrastes
antiesté- |
ticos junto a las
previsibles futu- |
ras construcciones en el
espacio |
todavía edificable en esta
inme- |
diatez, como, del mismo
modo, |
hemos visto que se ha
tenido en |
cuenta, con justicia, en
el nuevo |
edificio, frente a la
iglesia, para el |
Museo Arqueológico
Provincial. |
Ello no obstante, al por
una parte obli- |
gó a aguzar más el ingenio
a nuestros |
arquitectos, y exigió
mayor esfuerzo para |
todos, por otra no supuso
una renuncia |
ni para la estética, ni
para la búsqueda |
de la síntesis simbólica
que acompaña |
siempre a la expresión
sensible y signifi- |
cativa de lo sagrado. |
10 (90) |
No vamos a describir, en
estas líneas, |
todos los detalles
convergentes en la idea |
paulina de la
coedificación en Cristo. |
Aunque la elección de la
piedra supuso |
una novedad en los estilos
dominantes en |
la ciudad, y aunque esta
novedad luego |
ha sido reproducida o
imitada, no fueron |
solamente las razones
estéticas las que |
motivaron la elección del
material, sino |
el poder significativo de
la conjugación |
ordenada de lo diverso y
originario en la |
mística simbólica del
templo de Dios. |
A nuestro templo no le
faltas imágenes |
que representen a santos:
las piedras, y |
Como "piedras
vivas" en el templo de |
Dios, en la edificación
del cuerpo de |
Cristo", representan
las que están, bien |
puestas, en sus paredes,
hermosas y sóli- |
das. No es la masa informe
―el montón |
sino el orden construido,
la diversidad |
integrada― la pared
que alberga en el |
centro de la luz, la
piedra clave, el altar, |
Cristo, como corazón en el
cuerpo, que |
sostiene y difunde la
vida. |
Construimos nuestra
iglesia como el |
que hace una señal, como
el que edifica |
un símbolo, como el que
graba una ex- |
presión para que se haga
permanente |
una intención y una
búsqueda de Dios y |
el deseo de encontrarlo
siempre y mejor |
en este espacio simbólico,
que llamamos |
"lugar sagrado",
no para excluir o negar |
la presencia de Dios en
las demás cosas, |
sino porque nos sirve como
de atalaya |
para, desde aquí, llevar
la mirada al |
mundo y ver mejor su estar
en todas las |
cosas. |
Un templo cristiano no es
para sepa- |
rarnos del mundo, sino
para interpretarlo |
mejor. Necesitamos todavía
señales, toda- |
vía lugar desde donde
tomar perspectivas, |
para interpretar
cristianamente la vida: |
por eso es legítimo que
hagamos y tenga- |
mos templos, y que tomemos
pretexto de |
la conveniencia de limitar
un espacio |
para el culto, para la
palabra y para la |
oración, con el fin de
hacer, de este mis- |
mo esfuerzo constructor y
delimitador, |
un signo plástico, fruto
de la inteligencia, |
11 (91) |
del arte y del trabajo;
fruto de la ima- |
ginación, del amor y la
generosidad; |
fruto, en definitiva, de
la creatividad |
de la fe, y convertirlo en
un signo más |
que nos recuerde y señale
a Dios. |
Un templo es también
material; pero |
significativo. Un templo
que hacen los |
hombres, tiene el
significado que le |
ponen los hombres o que
refuerzan |
los hombres. |
En el mundo vale, es, lo
que también |
significa, lo que de
alguna manera |
señala algo que está más
allá de su |
mismo contenido. No hay
absoluta- |
mente nada que no nos
remita más |
allá de su mismo limite
sensible. La |
razón de ser de las cosas
materiales, |
nos diría Teilhard, es su
aptitud para |
que se transformen en
incandescencia |
espiritual; y esto no es
panteísmo, sino |
restitución al orden de
Dios de las |
cosas creadas,
transfiguración espiri- |
tual del cosmos, donde
todo, en Dios, |
tendrá su sentido de
liberación, porque |
expresará su gloria. |
Vivimos y nos movemos
entre sig- |
nificados; todo contiene
algún signifi- |
cado, cuando sabemos,
desde la fe, |
leer" en el mundo.
San Ireneo decía, |
mirando el mundo creado,
que «todo |
es signo». |
Por esta misma razón,
Cristo cuando |
instituyó los sacramentos,
no tuvo que |
inventar signos: los
encontró hechos, y |
sólo tuvo que recoger, de
la significa- |
ción de las cosas, algunas
que acotó |
y tradujo en sacramento,
para que |
no solamente remitiera a
Dios, sino |
contuviera un contacto, un
encuentro |
con él. |
Nosotros quisiéramos
también, que |
nuestra iglesia fuese
siempre este lu- |
gar sacramentalizador del
encuentro |
de los cristianos con el
Señor: palabra, |
plegaria, liturgia. Que lo
sensible se |
hiciera entender como
expresión que |
remite más allá de su
misma histórica |
elocuencia, cruzada de
tiempo y espa- |
cio, vestida de orden y
formas, como |
una caracola enorme que
nos acerca |
al mar, como una
resonancia de la |
presencia de Dios. |
Estoy convencido de que
san Felipe, al |
fundar el Oratorio, tuvo
muy presentes en |
su espíritu, la sociedad
cristiana en toda |
la fe, la sencillez y el
amor de los pri- |
meros tiempos de la
Iglesia. |
Card. CAPECELATRO |
12 (92) |
Lo institucional |
en el Oratorio |
NO SERÍA nada difícil
poder de- |
mostrar que san Felipe
Neri, |
habría preferido no fundar
nin- |
gún nuevo instituto.
Tampoco podría |
afirmarse que despreciaba
lo institu- |
cional de la Iglesia,
porque fue siempre |
respetuoso con lo que ella
organizaba |
y hasta llevó muchas
vocaciones a |
Órdenes e institutos y
hasta animó a |
algunos a fundarlos, por
ejemplo en |
el caso de su penitente
san Camilo de |
Lelis, o de san Carlos
Borromeo. Res- |
petaba a los demás, pero
no lo quería |
para él ni siquiera para
aquellos que |
más de cerca reunía y se
compenetra- |
ban con sus propósitos. |
Tampoco resultaba que su
tiempo |
contemplara una crisis de
las institu- |
ciones, aunque se operaran
profundas |
transformaciones en las
existentes y |
surgieron las nuevas que,
en la apa- |
riencia de entonces,
resultaban casi |
revolucionarias. Amigo de
san Ignacio, |
muy amigo de los
dominicos, agradeci- |
dísimo de los benedictinos
y alabador |
de los hijos de san
Francisco, nadie |
habría podido tacharle de
iconoclasta |
de la vida religiosa
institucional. Pero |
no la quería para él, ni
para los suyos. |
Lo cual no solamente le
llevó a contra- |
riedades en su vida, sino
muchas a sus |
sucesores que, a través de
cuatro siglos |
de existencia de la obra
del Oratorio, |
todavía causa sorpresa a
no pocas gen- |
tes de Iglesia, esa
peculiaridad intro- |
ducida, casi sin
pretenderlo, por san |
Felipe Neri, en la
historia de los lla- |
mados estados de
perfección", a base |
de vida, en grupos más
bien no muy |
numerosos, sin vínculo
alguno de votos |
o promesas
"religiosas", pero con ob- |
servancia de la vida
evangélica o, más |
bien, ―como llamaban
las primeras |
generaciones
cristianas― "apostólica", |
de entrega libre, pero
mantenida, de |
práctica consagración a
Dios y servicio |
de la Iglesia. |
El Oratorio, esa
convivencia apostó- |
lico-sacerdotal, familiar
y evangélica, |
libre y perseverante,
abnegada y go- |
zosa, respetuosa de las
personalidades |
de sus miembros, pero
espontánea- |
mente convergente en el
influjo apos- |
tólico, donde la ley es la
costumbre y |
la costumbre surge de la
libertad, y |
la libertad del gozo en el
trabajo, y |
el trabajo de la fuerza
del amor, es |
difícil de encasillarla en
los moldes |
técnicos de los
"estados" clásicos de |
perfección, sistematizados
con preci- |
sión en las leyes
eclesiásticas. El Ora- |
torio es asistemático,
pero no desor- |
denado. |
Glosadores y
postglosadores de los |
siglos XII y XIII, que
creyeron descu- |
brir la sabiduría ordenada
del Derecho |
romano, llevaron los
principios de éste |
a no pocos aspectos de la
vida eclesiás- |
13 (93) |
tica, y seguramente con
innegable pro- |
vecho, si bien se
produjeron algunos |
excesos por precipitación
al adaptar |
leyes pasadas a tiempos
presentes. En |
el Oratorio también se
miró a la Histo- |
ria, pero no para buscar
fórmulas lega- |
les, sino el espíritu de
las primeras |
generaciones cristianas,
las vidas de |
los santos y el mismo
proceso de la |
Iglesia a través del
tiempo. En esto fue |
Baronio un ejemplar
discípulo de san |
Felipe. Decía el Santo:
«En el cielo no |
se os preguntará qué votos
habéis he- |
cho, sino qué virtudes
habéis practica- |
do». Pero sabemos que no
despreciaba |
los votos y que alentaba a
formularlos |
a quien se sintiera con
inclinación a |
ellos; pero no en el
Oratorio. |
Pocas leyes quería, aunque
sabemos |
cuán exigente era con lo
que juzgaba |
esencial y cómo, a los que
más amaba, |
más exigía en la prontitud
gozosa de |
estar siempre dispuestos a
obedecer, a |
ser desprendidos, a ser
leales y since- |
ros, respetuosos y
abnegados, ordena- |
dos y generosos. En cierta
ocasión, |
el mismo Baronio pudo
darse cuenta |
de que no habría dudado el
Santo de |
despedirlo, si, por un
momento más, |
hubiese porfiado en
reservar para un |
bien a su antojo, una
posibilidad ―la |
primera― con que
podía colaborar a |
las evidentes necesidades
del aposto- |
lado de la casa. |
No despreciaba las leyes,
pero sabía |
y recordaba que las leyes
valen bien |
poco, sin el amor, y que
éste las con- |
tiene y supera todas,
porque hace más |
de lo que puede mandar la
ley: ésta |
resulta como el reducto
último del |
mínimo al que no alcanza
la caridad; |
pero no suple la caridad,
cuando la |
caridad es más que un
simple nombre |
y más que un solo
sentimiento; cuando |
no es una debilidad, sino
una verda- |
dera fuerza para seguir
adelante con |
el bien, urgente y
hermoso, que lleva |
a Dios, que une a Dios y
descubre su |
presencia en el mundo. |
El Oratorio no tiene
apenas leyes: |
sus miembros no hacen
votos, pero |
aspiran con libertad y
perseverancia a |
la vida del Evangelio. Tal
vez sea posi- |
ble achacar a la falta de
una fuerte |
legislación o de una
estructuración or- |
ganizada centralmente, el
hecho de |
que, después de cuatro
siglos de vida, |
no haya tenido una
expansión o creci- |
miento cuantitativo mayor.
Pero tam- |
poco lo pretendía san
Felipe. Quería |
que cada casa fuese
autónoma, como |
lo son las familias,
incluso de la misma |
sangre, sin que ello les
dispense de |
quererse, relacionarse y
ayudarse. |
Por otra parte, otros
institutos más |
próximos al molde
"religioso" lo han |
imitado y, en cierto modo,
se puede |
decir que el Oratorio ha
crecido en |
ellos, aunque sin su
nombre. Sería, por |
ejemplo, impensable el
actual movi- |
miento de los institutos
seculares" sin |
el precedente del Oratorio
de San Feli- |
pe en las formas
históricas de vida de |
consagración a Dios. |
Pero el Oratorio, en san
Felipe, que |
le resultaba más bien de
una recomen- |
dación del Papa, que
quería dar estabi- |
lidad a su obra, que no de
un propósito |
de "fundador"
tradicional, no aspira- |
ba a la grandeza de las
fundaciones |
clásicas. «La Iglesia se
adorna con la |
variedad», decía,
parafraseando al sal- |
mista, y también convenía
que, en esta |
diversa floración
apostólica del campo |
de la Iglesia, hubiera la
modesta apor- |
tación de la singular
manera de enten- |
der con su peculiar
sencillez y au- |
sencia de complicación, el
camino del |
Evangelio y el amor por
servir a la |
Iglesia. |
14 (94) |
Roma, |
vocación |
de san Felipe |
EN NUESTROS TIEMPOS ha
sido |
el también florentino
Giovanni |
Papini quien ha puesto de
relie- |
ve la profunda
florentinidad de san |
Felipe Neri. Cuando se
destaca la ori- |
ginalidad de su vida en la
ciudad de |
Roma, su modo de
comportarse en |
algunos aspectos decisivos
de sus acti- |
vidades, hay que acudir,
de algún |
modo, a su florentinidad,
a su "genia- |
lidad" toscana y
florentina. |
Un momento de tristezas |
No hacía mucho que san
Felipe, de |
camino hacia sus parientes
ricos de |
san Germano, cerca de
Montecassino, |
había cruzado la ciudad de
Roma, que, |
a buen seguro, no le
habría sido indi- |
ferente. Cabe pensar,
incluso, que esta |
primera impresión de
transeúnte por |
la ciudad de los Papas
pudo ser la |
semilla de un pensamiento
que luego |
llegaría a madurez y se
convertiría en |
propósito, tras la breve
experiencia |
que hizo en el negocio de
su tío, que |
quería prohijarlo y
hacerle heredero, |
ya que carecía de
descendencia y, |
tanto él como su esposa,
tenían cariño |
al joven Felipe. |
No sin tristeza había
dejado Floren- |
cia y con algún pesar se
despediría de |
sus parientes ahora, en
san Germano, |
para ir a Roma y detenerse
en ella. |
Pero Roma, especialmente
aquel año |
(1534) era una ciudad
triste: se añadía a |
la ruptura luterana el
cisma de Inglate- |
rra. Y tampoco ofrecía la
confortación |
de una paz interior, entre
los mismos |
que se llamaban o tenían
por cristia- |
nos: Roma conservaba los
estigmas |
del saqueo de las tropas
cierto que |
reclutadas entre los
protestantes, para |
mejor asegurar la eficacia
del ataque, |
del emperador católico
Carlos V, man- |
dadas contra el Papa, y
que habían con- |
vertido las basílicas en
cuadras para |
caballos y cuarteles de la
soldadesca. |
Roma era una ciudad
triste, enton- |
ces. Escenario, Italia
―los "grandes" |
siempre hacen sus guerras
lejos de su |
propio territorio y a
costa del de los |
demás...― de las
rivalidades de dos |
soberanos jóvenes y
ambiciosos ―Car- |
los V y Francisco
I―, había sido reco- |
rrida sin reparar en
destrozar su arte |
o profanar lo sagrado. Si
bien la Paz |
de Barcelona (1529)
concedía la garan- |
tía de un respiro
recuperador: en ella |
el emperador se
comprometía a respe- |
tar Florencia a cambio de
ser coronado |
emperador en Bolonia por
el Papa, y |
éste no sería de nuevo
molestado. El |
Papa accedió a este precio
por la paz. |
15 (95) |
Roma y Florencia |
Más importante que haber
dado Flo- |
rencia a Roma papas
florentinos, era |
que le había dado los
artistas que la |
habían embellecido. Un
florentino no |
se podía sentir extraño en
la ciudad |
del Tíber. Con
independencia del as- |
pecto clerical, que
después de un pasa- |
do influjo español había
vuelto a los |
italianos y,
particularmente, a los fio- |
rentinos, con los Médicis,
había en la |
ciudad del Tíber una
extensa y diná- |
mica colonia florentina,
dedicada al |
comercio, y no
desentendida ni de la |
cultura ni del arte. En
particular la vía |
Giulia ―todavía
subsistente― parecía |
un alargamiento de un
"viale" de la |
ciudad del Arno:
comercios, bancos, |
"botteghe di
artigiani", que hablaban el |
italiano más puro, que
deambulaban, |
sin sobrecarga de
ampulosidad, con la |
elegante sencillez de los
toscanos. En- |
tre ellos fue a parar
nuestro joven. No |
tenía necesidad de
proseguir hasta |
Florencia, porque aquello
era una |
"borgata
fiorentina" y, además, solda- |
da a la Roma de los
santos. No impor- |
taba que ésta presentara
el aspecto |
maltrecho de desastres o
pesimismos |
todavía no superados del
todo. Tam- |
bién de Florencia podía
recordar san |
Felipe, aunque él mismo no
hubie- |
ra sido testigo de
aquellas desdichas, |
los días amargos de la
confrontación |
entre Savonarola, el
íntegro defensor |
espiritual de la ciudad de
las flores, de |
los poetas y la cuna del
Renacimiento, |
enfrentada al
desconcertante rigor de |
Alejandro VI. El padre de
san Felipe |
sí había sido testigo de
aquellos días |
aciagos, en que se perdía
el ideal de un |
pueblo cuyo error había
sido la demo- |
cracia y el haber empleado
más ener- |
gías su el cultivo de la
belleza y en el |
trabajo artesano, que en
tas intrigas y |
el arte de la guerra. Si
hubiesen sido |
menos comerciantes, menos
artistas y |
más guerreros habrían
superado aque- |
llos fracasos. Ellos,
idealistas, creyeron |
que bastaba con no querer
dominar a |
los demás y se olvidaron
de que los |
demás se les iban a echar
encima, |
codiciosos del fruto de su
trabajo, |
suplantadores del
esplendor de sus |
méritos, secuestradores de
sus artistas, |
que luego llamarían
"italianos", pero |
que eran
"florentinos". |
Seglar en Roma |
Curiosamente sucedería que
Felipe, |
jamás dejaría de ser
florentino, pero |
arraigaría en Roma hasta
convertirse |
en el sacerdote más
popular de la |
ciudad santa; tanto, que
luego sería |
Patrón de la ciudad, junto
a los Após- |
toles Pedro y Pablo. |
No obstante, Felipe, no
pensó en |
hacerse sacerdote. El
ideal de su vida |
parecía colmado a través
de su vida de |
seglar. Llega allí cuando
cuenta dieci- |
nueve años. Había recibido
la buena |
educación que correspondía
a su edad, |
pero proseguirá estudiando
en la Sa- |
pienza, y proveerá a su
subsistencia |
aceptando la preceptoría
de unos niños |
de un florentino amigo
suyo. El tiempo |
libre lo dedicará a la
oración y al apos- |
tolado. |
De este modo pasó una
buena quin- |
cena de años. Los
historiadores nos lo |
describen como dado a la
predicación |
sin haber recibido ningún
mandato |
para ello, y dedicado a la
profesión de |
una perfección cristiana
sin regla. Una |
vida ocupada y libre al
mismo tiempo, |
hasta cierto punto
sorprendente, por |
lo insólito de que un
seglar, aunque |
buen conocedor de la
filosofía y teolo- |
gía, con sencillez y
convicción tratara |
16 (96) |
de las cosas de Dios.
Aunque indepen- |
diente, atraía a otros
compañeros para |
dedicarse, con ellos, a
obras asisten- |
ciales, en aquella época
en que los |
hospitales eran albergues
de enfermos |
sin personal asistente
regular y estaban |
a merced de la
espontaneidad de gente |
de bien, siempre escasa o
escrupulosa; |
y en la atención de
peregrinos que |
acudían a Ruma, bien por
devoción, |
bien para añadirse a la
mendicidad |
ciudadana. |
El amor |
a la independencia |
Podríamos pensar que se
trataba de |
una especie de
"bohemia santa" la de |
Felipe. Hasta cierto punto
lo fue. No |
era sólo en ese estilo
libre de vida, |
aunque sí diferenciado un
tanto del de |
otros parecidos. |
Por aquellos tiempos
existían en Ro- |
ma unos tipos
independientes y libres, |
mezcla de mendicidad
peregrinante y |
de santón profesional,
extravagantes e |
inofensivos a la vez,
entre los que, sin |
duda, habría sido posible
descubrir |
algún óptimo cristiano
sencillo y des- |
conocido, pero también
algún vividor |
de la mendicidad
profesional. Les lla- |
maban
"eremitas". |
San Felipe habría podido
ser inclui- |
do en esta categoría de
personas: sus |
largas horas de soledad
por la campiña |
romana, donde buscaba la
paz para la |
meditación en las cosas de
Dios, alter- |
nadas con jornadas de
intensa activi- |
dad y trato con las
personas, de forma |
abierta y espontánea,
animando a todos |
a la santidad y a las
buenas obras, po- |
día haber sido la mejor
versión de |
este tipo de "gente
de Dios" que abun- |
daba por las iglesias,
murmurando |
oraciones o pordioseando
en los pórti- |
cos, piadosos e
inofensivos. Sólo que |
san Felipe, a pesar de la
radical modes- |
tia de su vestir y
comportarse, ni era |
un mendigo, ni un devoto
ignorante y, |
a pesar de la libertad de
su proceder, |
no era, toda su actividad
y entusiasmo |
contagioso para el bien,
un antojo im- |
provisado de celo
arrebatado más o |
menos pintoresco,
impertinente o fa- |
nático. |
San Felipe revelaba una
personali- |
dad seriamente dedicada a
unos propó- |
sitos de bien, en todo
compatibles con |
su carácter alegre, con su
jovialidad |
incitante y comunicativa,
muy diferen- |
te del pintoresquismo
santón que a |
veces envolvía aquellas
figuras pareci- |
das. Limpio, aseado,
sencillo y distin- |
guido a la vez, mantenía
el sentido de |
delicadeza y distinción,
nada ostentosa, |
de buen florentino; sus
palabras, ges- |
tos, mirada y porte
revelaban, sin pre- |
tenderlo y sin darse
cuenta, la nobleza |
desteatralizada y sincera
que, lo mis- |
mo que la inteligencia y
la bondad, |
impedían ser pedante y
salvaban de |
la fatuidad pretenciosa de
los ambicio- |
sos. |
El mejor tiempo |
de su vida |
Esa Roma con aspecto de
corte no |
le inquietaba, pero
prescindía de ella |
hasta lograr organizarse a
si mismo, |
con libertad entera de
movimiento, tan- |
to en el aspecto de su
piedad y trato con |
Dios, como en el
correlativo de una |
actividad apostólica. Era
un auténtico |
florentino, para quien los
centralismos |
absorbentes despertaban
alergias en el |
ánimo. Es posible que su
misma inten- |
ción primera de no hacerse
sacerdote |
obedeciera a ese deseo de
mantenerse |
libre. Cabía la humildad,
pero también |
17 (97) |
la táctica; así nadie se
metía con él, |
y el bien es libre o, por
lo menos, era |
relativamente libre en
Roma y enton- |
ces. |
Conservaba el recuerdo de
Savona- |
rola, plantado en su
ánimo, 110 ya por lo |
que oyera contar a su
propio padre, en |
la infancia, sino porque
había apren- |
dido las primeras letras
del amor a |
Dios entre los dominicos
del convento |
de san Marco, en
Florencia, donde tan |
vivo era el recuerdo del
mártir que |
ardió en la hoguera por su
ciudad. Los |
florentinos habían sido
siempre libres; |
la grandeza de sus
hombres, de sus |
artistas y de sus santos,
creció en la |
autonomía de una civilidad
ilustrada |
y honesta, sin envidia de
lo ajeno, ni |
ostentación de lo propio.
El talante flo- |
rentino acompañaba a san
Felipe, tam- |
bién en Roma, donde podía
ser prueba |
evidente el trato especial
que mantuvo |
siempre con los dominicos
romanos de |
la Minerva, en especial
cuando los in- |
tegristas de aquella época
―cada una |
tiene los suyos―
intentaban a toda |
costa, obtener la
condenación de Savo- |
narola como hereje, sin
conseguirlo... |
«Lo mejor que he aprendido
en mi |
vida — solía decir Felipe
– lo he |
aprendido en los dominicos
de san |
Marco de Florencia». |
La orden dominicana se
distinguía, |
en su estructura, por el
cultivo de un |
respeto a la autonomía de
sus casas y |
de sus miembros, en mayor
grado que |
en otras órdenes de la
Iglesia. |
Los años de la juventud
romana de |
san Felipe, no fueron pues
de desorde- |
narla bohemia espiritual,
sino que, en |
libertad es cierto, pero
con el uso ra- |
cional que correspondía a
un compro- |
miso cui la santidad,
representaron el |
crecer y expansionarse de
su persona- |
lidad, piadosa e
intelectualmente bien |
equipada, para una tarea
de bien a |
la que prestó todo su
entusiasmo de |
joven. |
¿Para qué |
ordenarse, pues?... |
Hubiera seguido siempre
así. |
Pero en la vida de san
Felipe hay |
dos momentos en los que
esa máxima |
libertad para el bien que
la caracteriza, |
admite la intervención de
un consejo |
que la modifica. Estos dos
momentos |
se representan por la
intervención, |
primero, del sacerdote
Persiano Rosa |
y, después, por la del
papa Gregorio |
ХІІІ. |
Este buen sacerdote era
amigo de |
san Felipe, a quien solía
confesar y al |
que además acompañaba en
sus em- |
presas de celo. Algún
influjo tendría |
en Felipe cuando, en poco
tiempo le |
convenció para que
recibiera el sacer- |
docio. |
Las razones de Persiano
Rosa nece- |
sitan poca indagación,
puesto que Feli- |
pe reunía todas las
condiciones que se |
pudieran requerir para
esperar lo me- |
jor de su sacerdocio. Pero
había, ade- |
más, otras razones que
seguramente |
influirían en el buen
amigo de Felipe. |
La Iglesia, después de la
crisis protes- |
tante, se mostraba cada
vez más vigi- |
lante y no le faltaban
motivos cuando |
menudeaban desviaciones de
iluminis- |
mo que la mano de la
Inquisición tra- |
taba enseguida de atajar.
Cierto que |
era en Italia, la
Inquisición, menos |
temible que en otras
partes, donde, |
como en España, el matiz
político la |
convertía en instrumento
de policía |
dependiente del poder
secular. San |
Ignacio, llegado por
aquellos tiempos |
a Roma, casi en todas
partes por don- |
de, decía él, "había
peregrinado", tuvo |
18 (98) |
siempre algo que ver con
el famoso |
Tribunal; el mismo celo de
Felipe que- |
daba mejor garantizado si
lo ejercía |
desde el sacerdocio.
Persiano Rosa en |
persona podía serle
ejemplo de cómo |
era posible moverse en la
práctica del |
bien, con holgura y cierta
independen- |
cia, en la Roma clerical
de entonces. Y |
a Felipe no le faltaba ni
preparación |
espiritual, ni estudios.
Tomose pues la |
decisión en el Año Santo
de 1550, y |
al siguiente fue
sacerdote: san Felipe |
contaba, a la sazón,
treinta y cinco |
años. |
Los que conocían a Felipe
y a Per- |
siano Rosa, solían decir
que san Felipe |
se había ordenado a la
fuerza y que |
hubiera preferido
mantenerse siempre |
seglar y bien lejos de
tener que ver ni |
siquiera con la dignidad
sacerdotal o |
cualquier forma de
jerarquía eclesiás- |
tica. |
Luego se demostraría cómo
el sacer- |
docio, lejos de frenar o
encasillar el |
celo de Felipe, lo
aseguró, lo multipli- |
có y preparó su
consolidación para el |
futuro. |
El sentido de la libertad |
en san Felipe |
Pensamos que no hace falta
desta- |
car la legítima
singularidad del estilo |
de nuestro Santo. No era
la libertad |
para huir de nada, ni para
sacudirse |
nada, sino la libertad
para hacer más, |
y para hacer mejor. En el
momento en |
que se le lleva a
convencerle de que, |
el mismo bien que quiere
hacer sal- |
drá ganando, accede sin
réplicas de |
ningún género. Luego la
Providencia |
confirma la prudencia de
la decisión |
tomada. |
Bastantes años más tarde,
después |
de una larga vida
sacerdotal pródiga |
en frutos de santidad y de
apostolado, |
otra intervención decisiva
le conven- |
cerá, esta vez, de la
conveniencia de |
erigir en Congregación
aquella obra de |
hecho que se aglutinaba en
su persona, |
y por razones de alguna
manera pare- |
cidas a las que le
llevaron al sacerdo- |
cio. |
Esta vez era el propio
Papa, conoce- |
dor y deseoso de hacer
bien a aquel sa- |
cerdote, que estimaba tan
sinceramen- |
te, del que ya se habían
dicho inconve- |
niencias y contra el que
la envidia |
se había cebado, sólo por
la adhesión |
popular que alcanzaba
entre el pueblo |
romano, por otra parte
cada vez más |
fervoroso y más alejado de
la munda- |
nidad cortesana de otras
épocas. Gre- |
gorio XIII quiso atajar,
de una vez, |
todas sospecha, y creyó
que al dar un |
respaldo oficial a toda la
obra de san |
Felipe, alejaba sospechas
de los mal in- |
formados y desautorizaba,
implícita- |
mente, a malévolos y
calumniadores. |
Persiano Rosa nos dio un
sacerdote; |
Gregorio XIII nos dio la
Congregación |
del Oratorio. Ambos,
buenos y pru- |
dentes, intervienen en la
vida de san |
Felipe, modificando su
posición y con- |
venciéndole para alterar,
de algún mo- |
do, la excesiva
simplicidad del primer |
planteamiento de Felipe. |
Esta simplicidad no fue
arrinconada, |
sino más bien garantizada
y protegida, |
para que luego pudiera
reconocerse al |
ser transmitida a través
de la Iglesia. |
La Iglesia que san Felipe
amaba y que |
por eso le atrajo a Roma
y, una vez allí, |
en ella se quedó para
siempre. Luego |
la Iglesia devolvió a san
Felipe su |
amor, y lo merecía porque
él había |
cambiado la faz de aquella
Roma en- |
tristecida por las
desdichas de otros |
tiempos, y la había
rejuvenecido con |
el ejemplo de sus
virtudes. |
19 (99) |
LUNES, |
DÍA |
26 |
DE |
MAYO |
LA |
IGLESIA |
UNIVERSAL |
CELEBRA |
LA |
FIESTA |
DE |
NUESTRO |
SANTO |
PADRE |
FELIPE |
NERI |
FUNDADOR |
DEL |
ORATORIO |
EN ALABANZA DE DIOS |
Laus Deo |
20 (100) |
|