Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 133. JUNIO. Año 1975.
SUMARIO
LA IGLESIA, como espiga de hombres que va cre-
ciendo en el campo del mundo, zarandeada por los
vientos, pero con el oro en sus granos, como la gra-
cia de Dios en las almas. La lluvia y el aire limpian los
tallos cimbreantes, y crecen bendecidos por la claridad
estival que se aproxima. Los apóstoles están aquí, presi-
didos por el primero de la lista que nombra el Señor,
cuando busca "trabajadores" para su campo: es Pedro.
"IGLESIA Y MUNDO"
EL DERECHO A LA LIBERTAD
SÓLO LA LIBERTAD
INDISPENSABLES CRITERIOS CRISTIANOS
LOS DERECHOS HUMANOS
LOS ESTATUTOS DEL HOMBRE
LIBERTAD, RESPETO, PLURALISMO
DESDE CONSTANTINO
IGLESIA-ESTADO SEGÚN EL VATICANO 
1 (101)
IGLESIA Y MUNDO
("Gaudium el spes" - n. 76)
ES de gran importancia, sobre todo
donde rige la sociedad pluralista,
que se tenga la visión apropiada
de la relación entre la comunidad
política y la Iglesia, y que claramente se
distinta entre lo que obran los cristianos,
individual o asociadamente, en su propio
nombre como ciudadanos guiados por la
conciencia cristiana y entre lo que llevan
a cabo en nombre de la Iglesia, juntamen-
te con sus pastores.
La Iglesia, que no se confunde de nin-
guna manera con la comunidad política,
por razón de su oficio y competencia y
que no se liga a ningún sistema político,
es signo y juntamente defensa de la tras-
cendencia de la persona humana.
La comunidad política y la Iglesia son
independientes y autónomas una de otra
en el propio campo de cada una. Ambas,
con todo, aunque por título diverso, están
al servicio de la vocación personal y
social de los mismos hombres. Este ser-
vicio lo ejercitarán tanto más eficazmente
cuanto más procuren las dos una sana
cooperación entre sí, teniendo en cuenta
las circunstancias de los lugares y los
tiempos. En efecto, el hombre no está
limitado al solo orden temporal, sino que
viviendo en la historia humana, conserva
íntegramente su vocación eterna. La Igle-
sia a su vez, fundada en el amor del
Redentor contribuye a que la justicia y
la caridad florezcan cada vez más dentro
de una misma nación y entre las nacio-
nes; reverencia y promueve la libertad
política de los ciudadanos y su responsa-
bilidad, predicando la verdad evangélica
e iluminando todos los campos de la
actividad humana por medio de su doc-
trina y través el testimonio de los cris-
tianos.
Los Apóstoles y sus sucesores, así co-
mo los cooperadores de éstos, se apoyan
para el ejercicio de su apostolado en el
poder de Dios, al ser enviados para
anunciar a los hombres a Cristo Salvador
del mundo, el cual manifiesta bien a
menudo la fuerza del Evangelio en la
misma debilidad de sus testigos. Todos
los que se dedican al ministerio de la
palabra de Dios, es necesario que utili-
cen los caminos y medios propios del
Evangelio, que son diversos en muchas
cosas de los medios que usa la ciudad
terrena.
Las cosas terrenas y aquellas que su-
peran este mundo en la condición huma-
na están estrechamente unidas entre sí,
y la misma Iglesia usa las realidades
temporales cuanto lo pide su propia mi-
sión. No pone sin embargo su esperanza
en privilegios ofrecidos por la autoridad
civil; más aún, renunciará al ejercicio
de ciertos derechos legítimamente ad-
quiridos, allí donde con su uso se ponga
en duda la sinceridad de su testimonio
o donde las nuevas condiciones de vida
exijan otra ordenación. Pero siempre
y en todas partes, se le ha de permitir
que predique la fe con auténtica libertad,
que enseñe su doctrina sobre la sociedad,
que ejerza su oficio entre los hombres
de manera expedita y que proclame su
juicio moral aun de cosas que tocan al
orden político, cuando lo exijan así los
derechos fundamentales de la persona o
la salvación de las almas, poniendo en
juego todos y solo, los recursos que es-
tán conformes con el Evangelio y con
el bien universal según la diversidad
de los tiempos y la variedad de las con-
diciones.
Adhiriéndose fielmente al Evangelio y
ejercitando su misión en el mundo, la
Iglesia a quien pertenece fomentar y
elevar todo lo verdadero, bueno y bello
que se encuentra en la comunidad hu-
mana (1), fortalece la paz entre los hom-
bres para gloria de Dios (2).
(1) Cfr. Conc. Vat. II, Lumen gentium, n. 13.
(2) Lucas, 2, 14.
2 (102)
El derecho
a la libertad
EL CONCEPTO de libertad es hu-
mano y es cristiano. Después
de Cristo, aun las formulacio-
nes históricas que no lo han nom-
brado, no obstante lo han supuesto.
El Cristianismo suprimió la clasifi-
cación de los hombres entre libres
y esclavos: no existe, para él, más
esclavitud que el pecado, ni más
libertad que la fe. La fe, nos recor-
dará el evangelista san Juan (8, 32),
es la verdad que hace libres.
En nuestra época existe una sensi-
bilidad más despierta por la libertad
del hombre, talvez porque concurren
las mayores posibilidades tanto en
el sentido de asegurar su progreso,
como en el de manipular al hombre
en sentido opuesto.
Después de engancharse el mundo,
después de las "guerras de religión",
después de las "revoluciones" con-
vulsionantes, los hombres han co-
menzado A hacer proclamas, sin
duda bien intencionadas, en pro de
esa libertad esencial y necesaria
para que el ser humano conserve su
dignidad y la desarrolle.
Hay un concepto liberal de
la libertad y de su derecho, que
podemos encontrar en la DECLA-
RACIÓN DE LOS DERECHOS DEL
HOMBRE Y DEL CIUDADANO, de la
Revolución Francesa de 1789, y, más
recientemente, en la DECLARACIÓN
UNIVERSAL DE LOS DERECHOS
DEL HOMBRE, de las Naciones Uni-
das, de 1048, y la CONVENCIÓN EU-
ROPEA SOBRE LOS DERECHOS
DEL HOMBRE Y LAS LIBERTADES
FUNDAMENTALES, del Tratado de
Roma de 1950.
La Iglesia ha mostrado respeto y
estima a estas formulaciones; pero a
partir de Juan XXIII, ha añadido su
reflexión teológica, ante la ne-
cesidad de aplicar la noción y el de-
recho a la libertad a la necesidad de
3 (103)
vivir en una sociedad pluralista, en
la que es preciso superar la intran-
sigencia y facilitar el dialogo. LA
Verdad no se puede imponer: como
el alimento ―ella lo es de la inteli-
gencia, dice san Agustin― ha de ser
Asimilado, no tragado a la fuerza.
Es significativa la actitud del papa
León XIII respecto a los católicos
franceses reacios a aceptar la amor-
tización del antiguo régimen y
negándose colaborar con el liberal.
A poco menos de un siglo, todavía
sería útil a católicos de países menos
evolucionados, la lectura de sus encí-
clicas Immortale Dei y Liber-
tas. De todos modos, hasta Pio XII,
ha prevalecido en la mayoría de
4ectores católicos, la posición que
defendía el derecho a la libertad
fundándolo en el que tiene la "ver-
dad" en si misma, a ser proclamada
por encima de todo error. Puesto
que la verdad necesita y exige la
libertad por imperio de su mismo
Valor objetivo.
Juan XXIII no niega el valor y el
derecho objetivo de la verdad. Pero
esta verdad es para el hombre. No
basta la simple proclamación dog-
mática. Ha de ser protegido el bus-
cador honesto y el destinatario de
esta verdad, para que pueda ser una
verdad viva, humana. El hombre
mismo en una verdad: es una criatu-
ra de Dios, que lo ha hecho libre y
que, por eso, conoce y quiere. Esta
capacidad humana, recibida del Cre-
ador, ha de ser amparada por los
derechos del hombre.
La verdad es para el hombre; el
hombre en el sujeto de esta libertad.
El objeto es la verdad buscada, acep-
tada, creída, profesada, proclamada,
vivida, transmitida a la sociedad en
lo que influye.
El fundamento de Can libertad
está en la exigencia de la dignidad
de la persona humana: Todos los
hombres deben estar inmunes de
coacción tanto de personas parti-
culares, como de cualquier potestad
humana, conforme a su dignidad,
impulsados a buscar la verdad, sobre
todo lo que se refiere a la religión.
A este respecto es interesante leer
la declaración conciliar Dignita-
tis humanæ, sobre la libertad
religiosa, en especial los números 2
El límite de esta libertad está en
el justo orden público. Que es la
tutela eficaz, en favor de todos los
ciudadanos, de estos derechos como
parte fundamental del bien común,
que es el conjunto de condiciones de
la vida social mediante las cuales
los hombres pueden conseguir su
propia perfección y desarrollo. Por
lo demás, se debe conservar la regla
de entera libertad en la sociedad,
según la cual, debe reconocerse al
hombre el máximo de libertad.
Las limitaciones deben ser iguales
para todos los hombres, y el derecho
a la libertad ha de ser reconocido
en el ordenamiento jurídico de la
sociedad, de forma que se llegue a
convertir en un derecho civil.
El derecho a la libertad es, desde
Juan XXIII, no sólo el derecho de la
verdad especulativamente conside-
rada; sino el derecho de la verdad
para la vida, y para la vida precisa-
mente del hombre. Es un derecho
del hombre. La documentación con-
temporánea de la Iglesia a este res-
pecto es abundante y retener que
principios para relacionarlos con
las situaciones actuales de convi-
vencia resulta indispensable al cris-
tiano medianamente formado.
4 (104)
Sólo la libertad
pide la Iglesia a las potencias de la tierra
para llevar a los hombres
su mensaje de vida
LA FUERZA espiritual que, por
primera vez en la Historia, se
enfrenta con los poderes tempo-
rales para exigir una distinción entre
política y religión, es el Cristianismo.
En la vida de los hombres, el origen
del poder político y las primeras for-
mas de su organización, van confun-
didos con el concepto de lo sagrado.
Los reyes son dioses.
Los primeros cristianos pagaron el
tributo de tres siglos de persecuciones,
de suplicios, cárceles, torturas, difama-
ciones y muertes, porque se negaban
a ofrecer incienso al César, y «no
podían dar al César lo que era de
Dios»). En un principio las calumnias
difundidas desde el poder, pudieron
impresionar a los ciudadanos paganos,
desconocedores de la realidad de las
vidas de los bautizados y del sentido
de las actividades de los ministros del
Señor, empleados en la caridad indis-
criminada, en la defensa de los escla-
vos, en el socorro de los pobres...
Si por el contrario los cristianos más
significados, obispos y presbíteros, se
hubiesen ofrecido como policías del
César, en vez de perseguidos, hubie-
ran sido glorificados, recompensados
y enaltecidos frente a todos.
Hemos de agradecer, las generacio-
nes posteriores, la integridad y ente-
reza de los primeros cristianos. Ellos
salvaron el espíritu que tenían que
transmitir a los demás hombres, por-
que, recordando la promesa de Cristo,
no temieron a «los que pueden quitar la
vida del cuerpo, pero no la del alma».
Y fue a costa de esta valentía que
consiguieron el primer paso en la libe-
ración del hombre. Hemos de decir "el
primer paso", porque el proceso sigue
todavía. Este primer paso consiste en
el reconocimiento, por lo menos teóri-
co, de la independencia de la Iglesia.
La práctica, que pertenece al andar
histórico, tiene sus más y sus menos,
entre épocas más pacíficas y otras con-
flictivas. La Iglesia, en este mundo,
sigue sometida al zarandeo que el Se-
ñor pronosticó a Pedro, el primer Papa,
refiriéndose precisamente a sus angus-
tias y al martirio que le aguardaba.
Y mártires fueron la serie de los pri-
meros papas que iniciaron la era cris-
tiana.
Con el correr de los siglos, si por lo
menos en muchas ocasiones no se ha
podido negar este derecho a la propia
independencia, la práctica de los reyes
y gobiernos seculares, difícilmente se
5 (105)
han mostrado limpios de injerencias
indebidas en lo espiritual, y ha habido
y sigue habiendo ejemplos de rechazo
total y el no menos frecuente de teórica
aceptación y hasta de proclamación de
esta independencia, pero desmentida
con procedimientos de presiones e
intromisiones tendentes a convertir la
religión en un agregado político, do-
mesticado y utilizado con el evidente
escándalo de las masas que ven con-
fundidos los planos espiritual y tem-
poral.
Otras veces el escándalo no es me-
nor cuando, en el intento, por otra
parte de la Iglesia, precisamente de
mantenerse en su independencia polí-
tica, como es su deber, es hostigada
por negar una docilidad a ultranza que
no puede dar sin traicionar la presen-
tación de su mensaje, desvinculado de
todo monopolio político. En no pocas
ocasiones se la acusa de "hacer políti-
ca", y de "políticos" se acusan, para
desprestigiarlos, a sus obispos y a sus
sacerdotes, precisamente porque se
niegan a secundar la política que se les
impone, o, simplemente, porque se
muestran demasiado neutrales ante
bandos opuestos sobre cuestiones que
son opinables, o porque auxilian a
perseguidos o socorren a pobres vícti-
mas de cualquier forma de opresión.
En un mundo donde todavía existe la
tortura, la represión violenta, y la
razón de la fuerza, no es extraño que
la Iglesia, pacificadora sin armas y
predicadora de la verdad y de la jus-
ticia, que no puede permanecer en
silencio porque es, como dice el Vati-
cano II (IM, 76), «signo y salvaguardia
del carácter trascendente de la perso-
na humana», cause irritación cuando
predica su verdad y recuerda las exi-
gencias de la justicia.
Por esta razón, en el Concilio Vati-
cano II, cuando los obispos de todo el
mundo se dirigieron a los gobiernos de
las naciones, lo único que les pidieron
fue la libertad para predicar la verdad
cristiana ―entera, evidentemente―. Es
cierto que la Iglesia no puede prestarse
a refrendar un determinado régimen
político o a hacer propaganda de un
partido; ella sirve al pueblo, el bien
común, que son, por otra parte, lo que
puede justificar a un régimen en parti-
cular o a los partidos políticos.
Decían a este propósito los Padres
conciliares:
«¿La Iglesia, después de casi dos mil años de vicisitudes de todas clases en
relaciones con vosotros, las potencias de la tierra, qué os pide hoy?... No os
pide más que libertad: la libertad de creer y predicar su fe; la libertad de amar
a su Dios y servirlo: la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje
de vida. No la temáis: es la imagen de su Maestro, cuya acción misteriosa no
usurpa vuestras prerrogativas, pero que salva a todo lo humano de su fatal
caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad, de belleza.
Dejad que Cristo ejerza esa acción purificante sobre la sociedad. No lo cruci-
fiquéis de nuevo; eso sería sacrilegio, porque es Hijo de Dios; sería un suicidio,
porque es Hijo del hombre. Y a nosotros, sus humildes ministros, dejadnos
extender por todas partes sin trabas la buena nueva del evangelio de la paz,
que hemos meditado en este Concilio. Vuestros pueblos serán los primeros
beneficiarios, porque la Iglesia forma para vosotros ciudadanos leales, amigos
de la paz social y del progreso» (Mensaje, 4, 5).
6 (106)
Indispensables
criterios
cristianos
PARA un gano criterio cristiano
en la interpretación del mundo
actual, no basta la fidelidad im-
plícita y genérica a la Iglesia, sino que,
cuando es posible a un nivel medio de
inteligencia, es indispensable ilustrar
las ideas cristianas fundamentales con
la más reciente y actual doctrina ma-
gistral de la Iglesia. Es un contrasenti-
do, por desgracia harto frecuente, que
todavía se den casos de cristianos de
buena fe, relativamente cultos por
haber recibido una instrucción media
o superior, pero que, en lo que se re-
fiere al cultivo de sus ideas cristianas,
no han sobrepasado el estrato del ni-
vel sentimental de la infancia o el in-
completo y crítico de la adolescencia.
No hay mala voluntad, pero sí algo
de pereza o falta de orden en la orga-
nización y desarrollo de sus curiosi-
dades o inquietudes intelectuales,
cuando del Cristianismo se trata.
Todos hablamos del Concilio, de las
directrices sociales de la Iglesia, o invo-
camos los principios en que ella basa
los derechos y deberes políticos de los
ciudadanos; todos queremos renovar,
como se dice, las estructuras, hacer un
mundo mejor, organizar más justamen-
te la convivencia; todos queremos una
Iglesia más cerca del hombre, más con-
creta en la aplicación de la verdad
cristiana a la vida, no sólo individual,
sino social y colectiva de los hombres...
Y mientras pensamos, decimos o
deseamos tales cosas ―muy nobles
por cierto― no dejará de haber algu-
nos hombres que, en verdad, se pre-
ocupen y estudien y reflexionen, con
verdadera dedicación, sobre todos es-
tos aspectos y problemas. ¡Menos mal!
Pero es de lamentar que muchos
hombres y mujeres podrían más de
cerca estar informados, y conociendo
mejor, ellos mismos sentirse más se-
guros en la posesión de la verdad
cristiana y más generosos en la exten-
sión de esta verdad, donde quiera que
estén. Por otra parte, todos los cambios
que se desean, no se producirán por-
que una minoría entusiasta estudie,
predique o escriba, y obre y se com-
prometa de acuerdo con lo que des-
cubre que la Iglesia le propone y el
mundo necesita, sino que será preciso,
para un efectivo cambio y transforma-
ción, no sólo aparente, que todos cuan-
tos seamos capaces de saber y de
entender, no cerremos nuestras men-
tes y nos ilustremos, siquiera modera-
damente, en el mayor conocimiento
de estos principios renovadores que
podemos encontrar en los últimos do-
cumentos de la Iglesia.
Es indispensable a un cristiano que
haya cultivado su inteligencia en otros
campos, conocer, además, los últimos
documentos de la Iglesia. No bastan la
fe, el Credo, las prácticas habituales de
7 (107)
piedad y el ajustarse a un moralismo
más o menos admitido como cristiano.
La vida, múltiple y variada constante-
mente, nos reta a una interpretación
nueva e inmediata para la que necesi-
tamos, además del contenido que po-
demos llamar tradicional de la fe, el
conocimiento de los planteamientos y
directrices más recientes de la Iglesia,
en el campo doctrinal. No se trata de
que todos seamos teólogos; pero sí que
se trata de adquirir el hábito de referir
a las directrices más actuales de la
Iglesia, los sucesos que contemplamos,
cuya realidad fluyente está tan cerca
de nosotros y que hasta, en ocasiones,
nos atañe en nuestras propias respon-
sabilidades de profesión o de ciudada-
nía, tanto a nivel personal como en el
compartido en la sociedad.
El Cristianismo es comunitario, 90-
cial, universal. Ni la Iglesia ni, por lo
tanto, el cristiano, pueden desenten-
derse de «los gozos y las esperanzas,
las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo... » porque
«la Iglesia se siente íntima y realmente
solidaria del género humano y de su
historia» (IM, 1).
Todo cristiano medianamente ins-
truido debe tener, entre los libros de
su pequeña o grande biblioteca, ade-
más de la Biblia y un buen Catecismo,
los Documentos del último Concilio y
alguna colección de los escritos ponti-
ficios que más directamente se refieren
a la vida social, política y económica,
desde una perspectiva cristiana, en
orden a la interpretación de nuestra
contemporaneidad.
Recomendamos estos dos volúmenes, ambos de la
colección B.A.C. minor:
• CONCILIO VATICANO II. Constituciones. Decretos.
Declaraciones.
• OCHO GRANDES MENSAJES. Rerum novarum. Qua-
dragesimo anno. Mater et magistra. Pacem in terris.
Ecclesiam suam. Populorum progressio. Gaudium et
spes. Octogesima adveniens.
Los encontrará en toda librería bien provista y, más seguramente,
en una librería religiosa. Si los solicita de la colección que le indi-
camos, los adquirirá bien editados, complementados con índices
que facilitan su manejo y de precio verdaderamente económico.
Hay personas que se lamentan de que la Iglesia no ofrece orienta-
ciones que sean válidas para nuestra época. Vd. nunca será de
ellas si acude con frecuencia a esta documentación y la aplica a la
época que vivimos.
8 (108)
Los derechos humanos.
La Iglesia proclama los derechos del hombre y reconoce y
estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está
promoviendo por todas partes tales derechos. (IM, 41).
Es necesario que se facilite al hombre todo lo que este necesita
para vivir una vida verdaderamente humana, como son:
el alimento, el vestido, la vivienda,
el derecho a la elección de estado y a fundar una familia,
a la educación,
al trabajo,
a la buena fama,
al respeto,
a una adecuada información,
a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia.
a la protección de la vida privada y
a la justa libertad también en materia religiosa. (IM, 26).
La conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que
en diversas regiones del mundo surja el propósito de estable-
cer un orden político-jurídico que proteja mejor en la vida
pública los derechos de la persona, como son:
el derecho de libre reunión,
de libre asociación,
de expresar las propias opiniones
y de profesar privada y públicamente la religión. (IM, 73).
Es inhumano que la autoridad política caiga en formas totali-
tarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la
persona o de los grupos sociales. (IM, 75).
Les es lícito a los ciudadanos defender sus derechos y los de
sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando
los límites que señala la ley natural y evangélica. (IM, 74).
9 (109)
LOS ESTATUTOS DEL HOMBRE
(Del joven poeta brasileño Tiago de Mello)
ARTICULO 1
Se decreta: que, a partir de este momento,
la verdad es un valor;
que de ahora en adelante,
la vida es un valor.
ARTICULO 2
Se decreta: que todos los días de la semana,
comprendidos los miércoles de ceniza más oscuros,
tienen el derecho de convertirse
en mañana de domingo.
ARTICULO 3
Se decreta: que, a partir de este momento,
habrá girasoles en todas las ventanas,
y que todos ellos tendrán derecho
de abrirse en la sombra,
y que todas las ventanas, durante todo el día,
permanecerán abiertas al verdor de la esperanza.
ARTICULO 4
Se decreta: que, a partir de este momento, el hombre
ya no tendrá más necesidad de dudar de sus semejantes;
que el hombre tendrá confianza en el hombre
como la palmera pone sus brazos en el viento,
como el viento pone sus alas en el aire,
como el aire en la luz y el canto del cielo.
ARTICULO 5
Queda establecido: que ya no será jamás necesario
usar de la coraza del silencio
ni de la armadura de las palabras.
Todo hombre se sentará a la mesa
con la mirada pura,
porque la verdad será servida
antes que el cubierto.         
10 (110)
ARTICULO 6
Se decreta: que el más grande sufrimiento,
ha sido y será, siempre jamás,
no poder dar amor a quien se ama
y no saber que es el agua quien da a la planta
el gran milagro de la flor.
ARTICULO 7
Se establece, por definición:
que el hombre es un animal que ama,
y que en ello hay más hermosura
que en la primera luz de las estrellas de la mañana.
ARTICULO .8
Se decreta: que nada será ni mandado ni prohibido.
Todo estará permitido,
incluso jugar con los rinocerontes
y el pasearse, al atardecer,
con una begonia inmensa en el ojal.
ARTICULO 9
Se decreta: que el dinero
guardado en el gran cofre del miedo,
se transformará en arma fraternal
para defender el derecho a cantar
y a la fiesta del día que nace.
ARTICULO FINAL Declaramos: está prohibido el uso de la palabra "Libertad".
Además, esta palabra será suprimida de los diccionarios
y de la maceración engañosa de las bocas.
Desde este momento,
la libertad será algo vivo y transparente,
y permanecerá
y permanecerá, para siempre,
en el corazón del hombre.
PARRAFO UNICO: «Una sola cosa queda prohibida:
amar sin amor».
11 (111)
Libertad, respeto, pluralismo
Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las
que la mayor parte de los ciudadanos participa con verda-
dera libertad en la vida política. (IM, 31).
El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opinio-
nes temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos
que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver.
Los partidos políticos deben promover todo lo que a su juicio
exige el bien común; nunca, sin embargo, está permitido ante-
poner intereses propios al bien común. (IM, 75).
Son muchos y diferentes los hombres que se encuentran
en una comunidad política, y pueden con todo derecho in-
clinarse hacia soluciones diferentes. (IM, 74).
Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en ma-
teria social, política e incluso religiosa, deben ser también
objeto de nuestro respeto y amor. (IM, 28).
La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia,
no se confunde en modo alguno con la comunidad política,
ni está atada a sistema político alguno, es a la vez signo
y salvaguarda del carácter trascendente de la persona
humana. (IM, 76).
La Iglesia nada desea tanto como desarrollarse libremente,
en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que re-
conozca los derechos fundamentales de la persona y de la
familia y los imperativos del bien común. (IM, 42).
12 (112)
Desde Constantino
LA IGLESIA iba creciendo, al
margen del Estado, y perseguida
intermitentemente por éste, en
los primeros siglos de muestra era.
Los recursos a la legislación profana
que protegía las fundaciones funerati-
cias ―las catacumbas― y la interpo-
sición de particulares que ofrecían sus
casas para el culto eran, en un princi-
pio, el único apoyo externo, aunque
precario, en que la creciente sociedad
podía apoyarse. Finalmente se había
convertido en una realidad innegable
y el mismo poder político hubo de
reconocerlo.
Prescindiendo de leyendas, el pri-
mer emperador que reconoció a la
Iglesia como sociedad organizada, ex-
cusándola de rendir el culto divino a
su persona, fue Constantino. Con algu-
na precipitación se habla a veces de
la "conversión" de este emperador, la
cual, en todo caso, fue muy tardía ...
En realidad, por el Edicto de Milán,
de 313, aunque era el Cristianismo el
que quedaba favorecido por la libertad
que se le reconocía lo cierto es que
esta libertad se concedía para toda
religión, cristiana o no, para que cada
uno encuentre aquella religión que él
mismo considera que le conviene.
Lactancio escribirá que «al fin Dios ha
suscitado un gobernante que ha roto
los perversos y sangrientos edictos de
los potentados y se ha compadecido
del humanu linaje».
La tentación
constantiniana
Constantino siguió recibiendo ho-
menajes de reconocimiento divino por
parte de sus súbditos, sólo que no los
exigía de los cristianos. De cómo él
entendió y de cómo trató a la Iglesia, a
la que daba la paz y concedía libertad,
es difícil formarse criterios más allá de
lo que los mismos hechos manifiestan.
Para algunos Constantino encadenó a
la Iglesia al poder político y la conci-
bió subordinada a él, como un recurso
de cohesión espiritual en un momento
crítico de desintegración política y de
peligro de desmoronamiento imperial;
otros, en cambio, edifican toda una
leyenda de visiones y milagros, y casi
le canonizarían.
Es verdad que, en el primer concilio
de Nicea, el año 325, cuando Constan-
tino ofreció una comida a los obispos,
muchos de los cuales habían sufrido
el zarpazo de recientes persecuciones,
éstos ―cuenta el historiador Eusebio―
«creían hallarse en el Paraíso». Era
el descanso y el reconocimiento del
triunfo de la fe, después de persecu-
ciones, cárceles, martirios y calumnias
que el mismo poder secular que ahora
les agasajaba, antes les había infligido.
No debemos acusar de debilidad
a estos obispos; ni tampoco llevar al
extremo de la astucia la táctica de
Constantino. Éste, como político, creyó
13 (113)
que una fe única y universal, por otra
parte probada y acreditada con la
ejemplaridad de quienes la profesa-
ban, le sería ciertamente útil desde el
punto de vista político. Y por esto quiso
protegerla.
El ideal hubiera sido ni protección,
ni persecución; sino simple y leal reco-
nocimiento. Toda la historia posterior
de la Iglesia encontrará las horas de
su dolor más amargo y humillante, en
las desfiguraciones a que la sometan
sus "protectores" y en las persecucio-
nes de aquellos (¡a veces los mismos!)
que sin fe, no pueden comprenderla
«porque su reino no es de este mundo».
El cesaropapismo
Fue Teodosio el Grande quien, en
el año 380 declaró el Cristianismo reli-
gión oficial del Estado. Tanto la Iglesia,
como su doctrina y su derecho, pasan
a formar parte del derecho público ro-
mano. El emperador pretenderá, para
sí, el poder de decidir tanto sobre
cuestiones disciplinares como dogmá-
ticas: convoca concilios, toma parte en
ellos, confirma sus decisiones, promul-
ga leyes contra la herejía y el cisma.
Puede decirse que es una vuelta al
criterio clásico imperial romano, sólo
que ahora el emperador no tiene ho-
nores de divinidad y que, también, se
ha arrinconado el politeísmo; pero,
como entonces, el emperador monopo-
liza lo sagrado y los sacerdotes depen-
den de él.
La Iglesia no permanece pasiva.
Ambrosio de Milán reacciona: «El em-
perador está dentro de la Iglesia, pero
no encima de ella. Un buen emperador
busca favorecer a la Iglesia, no com-
batirla».
El riesgo es evidente: en vez de
cristianizar lo civil, se había civilizado
(politizado) lo sagrado, otra vez.
El cesaropapismo tuvo dos evolu-
ciones debidas a la crisis del imperio
romano: el reparto de la herencia de
Teodosio, que lo dividió en dos ―orien-
tal y occidental―, desembocó en la
cristalización del cesaropapismo aco-
gido y desarrollado en Constantinopla,
del que es ejemplo la Iglesia ortodoxa
griega, dependiente del poder civil, y
la prevalencia, sembrada de luchas,
de la independencia de los Papas, en
Occidente.
Cuando Odoacro remitió a Constan-
tinopla las insignias del imperio ro-
mano, que cede a la avalancha de los
pueblos del Norte europeo, en el caos
de Occidente, permanece una sola
fuerza real, aunque no física, que es la
Iglesia, no solamente capaz de sostener
todo un siglo de invasiones bárbaras,
sino de hacerse reconocer por los re-
cién llegados. Es el papa León I, el
que se enfrenta a Atila, y amansa a sus
huestes evitando, así, la destrucción
de Roma.
Los pueblos tribales venidos del
Norte tampoco están preparados para
suceder al imperio romano. Hay un
vacío de poder que, en principio mo-
ralmente suple el Papado. Pronto,
apenas sea posible porque el orden
político se vaya consolidando, el Papa
pondrá la corona de emperador a un
rey cristiano, Carlomagno, para que
cuide de defender a la Cristiandad. El
Papa es Pedro, y envaina la espada.
Las dos espadas
La resurrección de estos títulos
imperiales era una ficción: había su-
14 (114)
cedido al mundo antiguo la idea de la
"Cristiandad", la convergencia reli-
giosa y estatal del reino de Dios en la
tierra.
El papa Gelasio, a finales del siglo
V, se refiere a dos poderes, a "dos
capadas" para gobernar el mundo: la
de los sumos pontífices y la de los re-
Parecía una idea equilibradora y per-
durable; pero de la teoría a la realidad
los tiempos se movieron, durante la
Edad Media, en pro de una u otra
prevalencia. Había una razón para la
prevalencia moral de la autoridad de
los jerarcas eclesiásticos, y era que
representaban la única autoridad con
suficiente prestigio y continuidad en
el mundo occidental, la que reunía a
hombres más cultos, la que asumía la
atención de la beneficencia, y, en es-
pecial durante los siglos XII y XIII
con papas como Gregorio VII, Inocen-
cio III. Bonifacio VIII, el desarrollo
de la vida monástica y su influjo civi-
lizador, la irradiación cultural de las
universidades, hacía que fueran, ade-
más de los mejores servidores del
pueblo, los asesores en toda empresa
cultural o en cualquier problema jurí-
dico, en el que los reyes se vieran
implicados.
Estos, más por acumular fuerzas
con que oponerse a sus rivales, que
por absorber a la Iglesia, procuraban
influir en ella y tenerla a su disposi-
ción, o castigarla si no correspondía a
sus pretensiones.
No podemos olvidar que la Sociedad
de Naciones, y su resurrección en la
O.N.U. actual son creación de nuestros
días, y que, de alguna manera, ese
poder mediador, pacificador y de co-
hesión, correspondió, en el Medioevo,
por inercia de los tiempos, a la Iglesia
y de manera muy decisiva. El concepto
de "Cristiandad" que hoy ya no nos
vale - porque supondría un error de
Quienes son, o pueden llegar a ser, capaces de
ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es la
política, prepárense para ella y procuren ejerci-
tarla con olvido del propio interés y de toda ga-
nancia venal. Luchen con integridad moral y con
prudencia contra la injusticia y la opresión, la
intolerancia y el absolutismo de un solo hombre
o de un solo partido político; conságrense con
sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y
fortaleza política, al servicio de todos.- (IM, 75).
15 (115)
perspectiva en los actuales plantea-
mientos del mundo que amanece,
jugaba un papel indispensable en las
relaciones entre los pueblos tenidos
por cristianos.
Se reconocía que todo poder viene
de Dios y que, por lo mismo, debe
servir a Dios. La Iglesia no ejercía el
poder secular, pero, indirectamente,
lo alcanzaba: un rey excomulgado no
podía exigir obediencia de sus súbdi-
tos.
Situaciones que hoy no admitiría-
mos, entonces eran aceptadas. El mis-
mo poder temporal del Papa en los
Estados Pontificios, que sería ahora
un lastre impertinente y absurdo, ha
sido, no obstante, recogido en la mí-
nima y simbólica expresión del Estado
de la Ciudad del Vaticano, como ga-
rantía de independencia política del
Papa, como Jefe de la Iglesia. Menos
afinado que esta actual situación -los
tiempos cambian y cambian las ideas
de los hombres, algo de ello tuvieron
los poderes políticos de los pontífices
medievales.
El protestantismo
y los regalismos
La consolidación de la revolución
protestante se debió, especialmente, al
apoyo político, cediendo a convertirse
en "iglesias nacionales" de sus respec-
tivos reyes, e independientes de Roma.
Es la aplicación de las ideas cesaristas
la de que el súbdito debe seguir la
religión del rey, como reza el principio
consagrado finalmente en Westfalia,
al buscar el equilibrio religioso euro-
peo (1648).
Pero, si por una parte los príncipes
protestantes piensan tener a su dispo-
sición una fuerza moral complementa-
ria para su política interior, en tiem-
pos en que la idea de imperio también
entra en crisis ("el rey es emperador
dentro de su reino"), no quieren ser
menos los soberanos católicos: pro-
nuncian siempre la palabra de Dios"
y se profesan devotos y cristianos,
pero exigen prerrogativas "nacionali-
zadoras" y tienden a convertir a la
jerarquía en burocracia estatal, inter-
viniendo en su designación, imponien-
do el "plácet" a los documentos pon-
tificios, y si bien suelen premiar con
dádivas a la Iglesia, no son más que
asignaciones por servicios desempeña-
dos en la enseñanza y beneficencia
que complementan las limosnas de los
fieles.
El daño de esta injerencia atávica
ha sido grande para la Iglesia, porque
le ha proporcionado una jerarquía
dócil a los reyes, con frecuencia
ambiciosa de escalar grados que ellos
les concedieran, y menos fiel a la sede
Romana. Los peligros de cismas, y los
verdaderos cismas habidos (arrianis-
mo, protestantismo, ortodoxos orien-
tales...), no se podrían explicar sin
la injerencia de lo secular en la Igle-
sia.
Los reyes tenían un complemento
espiritual que reforzara su prestigio
frente al pueblo.
La misma elección del Sumo Pontí-
fice estaba sometida al veto de los
reyes, hasta principios de nuestro ac-
tual siglo XX, y por cierto ejercido.
Las diversas manifestaciones rega-
listas merecerían un esclarecimiento
aparte. De ellos no estuvo inmune nin-
gún príncipe "católico" y constituyen
el último capítulo de las servidumbres
de las que la Iglesia intenta deshacer-
se.
16 (116)
Principios fundamentales
que deben regular
las relaciones Iglesia-Estado
según el Vaticano II
EL CONCILIO Vaticano II, en varios de sus documentos, se refiere a las
relaciones Iglesia-Estado. Tomamos solamente algunos de sus párrafos
más significativos: en concreto el número 76 de la constitución Gaudium
et spes, que trata de la Iglesia y el mundo (IM) actual; el número 13 de la decla-
ración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa (LR), y el número 7 del
decreto Apostólicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares (AS). Todos
ellos son puntos básicos de referencia que permiten establecer los siguientes
principios:
Libertad de la Iglesia. Es el principio más importante. Libertad no sola-
mente proclamada, ni sólo sancionada con las leyes, sino también
practicada con sinceridad. Y debe haber concordancia entre libertad
de la Iglesia y libertad religiosa reconocida como un derecho a todos
los hombres y a todas las comunidades, cualesquiera que sean sus
creencias. Son exigencias de esta libertad:
―regirse por sus propias normas;
―honrar a la Divinidad con culto público;
―ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y
sostenerlos y orientarlos mediante su doctrina;
―promover instituciones adecuadas a estos fines;
—derecho (por supuesto) de reunión;
―nombrar, con entera libertad, ministros y jerarquías propias, sin
injerencia del poder político; lo contrario desfiguraría a la so-
ciedad religiosa y la convertiría en "sección" de la administra-
ción y los jefes religiosos en "funcionarios estatales":
―comunicarse libremente con las autoridades y comunidades
religiosas con sede en otros países;
―erigir edificios, adquirir y disfrutar bienes convenientes a su
misión;
―enseñar, profesar públicamente, de palabra y por escrito, la fe;
―manifestar el valor de la doctrina para la ordenación de la
sociedad y beneficio de toda actividad humana.
17 (117)
Autonomía del Estado y de la Iglesia. Ambas comunidades, «la comuni-
dad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en
su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título,
están al servicio de la vocación personal y social del hombre», como
dice la const. Gaudium el spes (76, c). Esta autonomía recíproca res-
ponde a la voluntad del Creador (id. 36, b).
Cooperación para el bien social. Puesto que tanto la comunidad política
como la Iglesia están al servicio de la vocación personal y social del
hombre, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, me-
jor realizarán este servicio. La Iglesia, al predicar la verdad evangélica
e iluminar todos los sectores de la acción humana con su doctrina y
con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la
libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano y consolida la
paz en la humanidad para gloria de Dios (IM, 76, c, e).
Distinción, no confusión, con todo poder político. En virtud de su misión
y de su competencia, y porque es a la vez signo y salvaguardia del
carácter trascendente de la persona humana. Máxime cuando la reco-
nocida libertad del hombre se manifiesta en la sociedad pluralista, en
la que caben variadas opciones políticas y soluciones técnicas, que son
de la competencia de la comunidad política y de los individuos perso-
nalmente considerados. Por eso, la recta concepción de las relaciones
entre Estado e Iglesia, debe evitar cualquier confusión y distinguir
netamente, además, la actuación personal o asociada de los cristianos
como ciudadanos, de la que lleven a cabo en nombre de la Iglesia y
en comunión con sus pastores (IM, 76, a).
Discernimiento moral de inspiración cristiana. La exigencia de la dis-
tinción entre Iglesia y Estado y partidos políticos, no puede conside-
rarse como una inhibición del deber que la Iglesia tiene y que, para
ser fiel a la predicación de la fe, le lleva a reclamar el que, en todo
momento y en todas partes pueda predicar esta fe con auténtica liber-
tad, y enseñar su doctrina social, ejerciendo su misión entre los hom-
bres sin traba alguna y dando su juicio moral, incluso sobre materias
referentes al orden político, cuando juzgue que lo exijan los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas. Precisamente
la libertad y el no poderse confundir con ideologías políticas ni esta-
dos temporales, la capacita para esta función de discernimiento cris-
tiano sobre toda la realidad de la actuación humana.
Los medios. Como las realidades temporales y las realidades sobrenatu-
rales están estrechamente unidas entre sí, la Iglesia se sirve de medios
temporales en cuanto su propia misión lo exige. Aunque no pone su
esperanza en privilegios dados por el poder civil, e incluso renuncia
18 (118)
al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos cuando com-
prende que su uso puede empanar la pureza de su testimonio o las
nuevas condiciones de vida exijan otra disposición. La Iglesia utiliza
todos los medios con tal que sean conformes al Evangelio y al bien de
todos según la diversidad de tiempos y de situaciones. Por esta razón
los medios que convienen al Evangelio se diferencian en muchas cosas
de los medios que la ciudad terrena utiliza.
Todo lo cual, que responde al pie de la letra de cuanto la Iglesia sostiene a
este respecto, no significa que sea ella enemiga ni del Estado ni de las relacio-
nes que para el bien de los hombres convenga que mantenga con él. Pero seña-
la continuamente cuál es su posición y reclama sin cesar esta independencia y
libertad como premisa indispensable de su propia vida y de la misión y servicio
que ha de prestar a la ciudad secular.
No otro significado tiene el voto manifestado en el Concilii Vaticani II, por
la reunión de todos los obispos del mundo, cuando en el n. 20 del decreto Chris-
tus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos, se pide que en lo sucesivo no
se concedan a las autoridades civiles más derechos o privilegios de elección,
nombramiento, presentación o designación para el cargo del episcopado y se
meta para la conveniente liquidación de los existentes, por pacto o costumbre.
: El mismo espíritu reflejan los párrafos finales del Mensaje del Concilio a la
humanidad, en el cual, al dirigirse a los gobernantes de los pueblos, les piden,
una vez más, la libertad.
Sobre las bases de esta auténtica y sincera libertad se puede edificar la sana
y constructiva relación entre la Iglesia y cualquier Estado o sistema político que
no sea contrario al Derecho natural y, por lo mismo, a los derechos de los hom-
bres, y se evita el mal de la persecución, o el opuesto y equívoco de la confusión
o absorción pretendida por las tentaciones totalitaristas, que pueden, tal vez,
salvar apariencias de bien a corto plazo, pero que acaban desfigurando la verda-
dera faz de la Iglesia, o se transforman en persecución, tan pronto ella reacciona,
aunque sea pacíficamente, y muestra los primeros signos de que se resiste a
ser manipulada.
LAUS
no se publica durante los meses
de JULIO, AGOSTO Y SEPTIEMBRE.
Reaparecerá el mes de OCTUBRE.
19 (119)
HORARIO DE MISAS
JULIO - AGOSTO - SEPTIEMBRE
DOMINGOS Y DÍAS FESTIVOS:
10, 11 Y 12 DE LA MAÑANA Y 8 DE LA TARDE
SÁBADOS Y VÍSPERAS DE FIESTA:
8 DE LA TARDE
DÍAS LABORABLES:
7,45 DE LA MANANA Y 8 DE LA TARDE
EN OCTUBRE SE REPONDRÁ LA MISA FESTIVA DE LA UNA
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1. Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 103/62 - 21. 6. 75
20 (120)