Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 135. NOVIEMBRE. Año 1975.
SUMARIO
SI el silencio que imponen los primeros fríos sirviera
para recoger nuestro pensamiento, para encontrar-
nos a nosotros mismos y abrirnos al ámbito sincero
de la fe, podríamos hacer la vida más hermosa
y fecunda, aunque veamos ahora caer las hojas de los
árboles.
No importa, no es la muerte: cuando las ramas se
hacen rugosos brazos desnudos e, inmisericorde, el leñador
tala el mudo ademán tendido al cielo invocando la ultima
luz, no obstante, debajo tierra, silenciosamente, permane-
cen intactas las raíces y crecen más deprisa, para que el
árbol tenga, cuando vuelvan las hojas y las flores y los
frutos, el tronco más recio.
No hay muerte, no hay dolor infinito, no hay fracaso.
Todo es esperanza, dolorosa y humilde, pero inmortal.
«MYSELF AND MY CREATOR»
MIRAR HACIA DIOS Y MIRAR EL MUNDO
HISTORIA DE LA IGLESIA
LA ÚNICA ESPADA: LA PALABRA
LOS OBISPOS ARRIANOS
LOS PRIMEROS EMPERADORES CRISTIANOS" 
1 (141)
El Cristo aburrido de los aburridos cristianos
El Cristo aburrido de los aburridos, el de
quienes, porque creemos que ya tenemos fe,
nos hemos olvidado de Él.
Si uno saliera hoy a nuestras calles para
preguntar a los transeúntes qué saben de
Cristo, qué conviven de Cristo, ¿qué res-
puesta recibiríamos?
Somos como aquel hombre que nació a la
sombra de la catedral y jugó y creció en sus
atrios, y nunca se ha molestado en mirarla.
¿Cristo? Ah, sí. Sabemos que nació en
Belén, que estuvo un montón de años en Na-
zaret, que luego predicó unos meses, que
al final lo mataron.
Sabemos también que era Dios, pero
¿qué significa eso para nosotros?
Vivimos al lado de esta verdad como
junto a esa catedral que ni miramos.
Dios hizo al hombre semejante a sí mis-
mo, y el aburrido hombre ha terminado por
creer que Dios es semejante a ese aburri-
miento.
J. L. Martin-Descalzo
La vida de la Iglesia, semana tras semana,
sígala a través de
vida nueva
si todavía no la recibe, suscríbase pidiéndola a
P.P.C. Jardiel Poncela, 4 Madrid-16
o a una librería religiosa
2 (142)
«Myself and
my Creator»
UNAMUNO, ese gran preocupado por la muerte, pensador, buceador
de su misterio, había dicho: «La vida es la continua revelación de
nosotros mismos; cada día nos descubrimos; sólo con la muerte se
completa esta revelación» y nuestra propia vida.
Vamos a la muerte, los creyentes, para descubrir, para encontrar a Dios.
Ese Dios que imaginamos lejano, pero que llevamos dentro, tan cerca,
haciéndose claridad en el cielo interior de nuestra conciencia, limpia,
silenciosamente, como en un cielo estrellado en espera del gran amanecer,
en la soledad clamorosa del gran PRESENTE.
Descubrirnos a nosotros, poco a poco, es ir descubriendo a Dios. Descu-
brimiento que Newman experimentó ―myself and my Creator― cuando
nos confiesa que fue arrebatado por el pensamiento de esa doble realidad,
absoluta y luminosamente evidente, equivalente, como vivencia, a algo más
que a una conversión.
Superando los existencialismos, no es que nuestro destino cobra sentido
o se manifiesta absurdo según la alternativa de cómo lo refiramos a la
muerte. Para el cristiano la muerte es un hito ―el más decisivo, después de
nacer― en el que se acumula, resume y polariza, como experiencia y como
latido, el nacer y el vivir, descubriendo definitivamente a Dios: «yo, yo solo,
y Dios, mi Creador».
Que la vida sea no solamente preparar este descubrimiento, este en-
cuentro; pero que prepararlo resulte de haber comenzado a experimentar
su evidencia, mientras se hace creciente. Solamente de este modo se supera
toda fatalidad y, como nos diría Marcel, «el pasado y el porvenir se unen
en el seno de lo profundo» para hacernos «permeables a las infiltraciones
de lo invisible, para que, a partir de este momento, nosotros, que quizá no
éramos al principio más que solistas no ejercitados y, por eso mismo,
pretenciosos, tendamos a convertirnos poco a poco en miembros fraternales
y maravillados de una orquesta en que aquéllos a quienes indecentemente
llamamos los muertos, estén sin duda mucho más cerca que nosotros de
Aquél del que quizá no se debe decir que dirige la sinfonía, sino que ES
la sinfonía en su unidad profunda e inteligible; una unidad a la que no
3 (143)
podemos esperar acercarnos más que insensiblemente, a través de las
pruebas individuales, cuyo conjunto, imprevisible para cada uno de nos-
otros, es, sin embargo, inseparable de la vocación propia».
La idea de la muerte interviene como acto de comunión' que participa
en un orden de ámbito divino, alcanzable solamente a través del amor.
De todas formas es preciso superar, también aquí, el simple platonismo.
Es a partir de myself and my Creator, es a partir de la convergencia
viviente del 'yo y Dios" que se mira a lo demás, a los demás, y que nos
Vamos abriendo, comunicando, abrazando, descubriendo el bien, haciendo
el bien, haciendo bueno lo que descubrimos, haciéndonos buenos mientras
hallamos. Esa es la gran 'comunión' cristiana, hasta que, en la muerte,
nos abriremos a lo que hemos vivido en la tierras concluye también un
personaje marceliano en La soif.
Por lo tanto, es necesario 'vivir" intensamente, vivir 'yo y Dios', mantener,
partir siempre y llegar siempre a esta experiencia que ya hemos dicho,
Newman expresó condensando el tacto de Dios dentro del alma, en sí mis-
mo: myself and my Creator. Porque es la vida, y todo lo que hay más
allá de la vida, convertido en vida desde «el instante en que todo quedará
sepultado en el amor».
El pensamiento de la muerte acompaña constantemente el camino del
hombre lúcido. Los más sensibles (Jorge Manrique, Quevedo, Machado,
Unamuno, Miguel Hernández ...) y sinceros no han eludido enfrentarse
con él. Nuestro mundo, a pesar de todas las euforias o manipulaciones
experimenta también su amenaza, y lleva las heridas, nunca acabadas de
restañar, de sus últimos zarpazos. Y sigue con miedos que le acobardan
mientras le imponen silencios y falsedades en sus actitudes. Se llama 'vivir"
A lo que es sólo actividad vital falsificada. Harían falta valientes, para
encontrarse a sí mismos y encontrar a Dios. Y con Dios en el corazón,
mirarlo todo, descubrirlo ―re-descubrirlo― todo, y VIVIR, hasta que la muerte
―lo que llamamos 'muerte'― fuese alcanzada como el marco más amplio,
definitivo, de la plenitud de plenitudes: de nosotros en Dios, y de Dios en
todo.
San Pablo ya había dicho: «Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y
Cristo es de Dios». Más amplio o, por lo menos, más explícito que la "plenitud
de plenitudes" de la redundante y Angustiada intuición unamuniana.
La muerte, tu esclava, está a mi puerta. Ha cruzado el
mar desconocido y llama, en tu nombre, a mi casa.
Está oscura la noche y tiene miedo mi corazón. Pero yo
cogeré mi lámpara, abriré la puerta de mi casa, y le
daré, rendido, la bienvenida; porque es mensajera tuya
la que está en mi puerta.
La saludaré, llorando, con las manos juntas. La saludaré
mientras pongo a sus pies el tesoro de mi corazón.
Rabindranath Tagore
4 (144)
Mirar hacia Dios
y mirar el mundo
MIRAR HACIA Dios, mirar la
propia conciencia, mirar el
mundo.
Cristo nos abrió los ojos a un modo
nuevo de dirigirlos a esa triple con-
templación de la vida, que por él
sabemos que no es sólo movimiento,
que no es sólo pensamiento, que no
es sólo temporalidad.
Hay que mirar afuera desde dentro;
hay que mirar hacia dentro hasta
llegar a Dios y hay que contemplar a
Dios, desde la fe, situándonos nosotros
y comprendiendo el mundo. Pensar,
creer, mirar. Triple visión que "se
traduce" en novedad de vida: todo es
diferente; todo queda agilizado, tras-
cendido, transformado.
«Para que los ciegos vean...»
La peor de todas no es la ceguera
del cuerpo; la mayor claridad no es la
luz cósmica. Concretas, cuantificables,
quedan como trampolín de analogías
para verdades más altas, para vida
más plena, desde que Cristo vino a
abrirnos los ojos a otra "luz" que nin-
guna tiniebla puede sofocar, mientras
sube más alto, inalcanzable a los vien-
tos. El huracán que pretendiera extin-
guir su llama, por el contrario la
aventaría, provocando la incandescen-
cia del residuo de humo que se resin-
tiera a la ignición, secando las ramas
verdes para que puedan ser ofrenda
abrasada en el fuego, acelerando así y
purificando la transformación del pro-
yecto evangelizador que se va hacien-
do realidad y anuncio del auténtico
Reino de Dios.
«No tengáis miedo de los que sólo
pueden matar el cuerpo... »
El Señor da ánimos porque el miedo
es la forma de dolor más escondida en
el alma humana y la más extendida
entre los mortales. Sólo puede ocurrir
que el resplandor sea más grande, si
el dolor persiste. Se nos puede con-
sentir que demos para el cristiano y,
por supuesto, para la Iglesia, un sig-
nificado más que antropológico a la
conocida frase de Freud: «tanto como
dure su sufrimiento, puede todavía el
hombre superarse un poco, alcanzar
algo más» («So lange der Mensch lei-
det, kann er noch etwas bringen»).
Estamos en camino y es preciso
andar con los ojos abiertos: ver, con-
templar, entender, juzgar, interpretar
desde la propia conciencia unida a
Dios, la realidad circundante, que
nunca se da como una cosa definitiva-
mente hecha, sino fluyente, inacabada,
necesitada incluso de un sentido supe-
rior que, sin negligencia de lo evidente
y natural, lo eleva activamente a la
integración universalizadora, espiri-
tualizadora y trascendente del Reino
de Dios, todavía en trance de hacerse,
5 (145)
iniciado solamente y necesitado, por
lo tanto, todavía, del esfuerzo paciente
y perseverante, para ser llevado al
óptimo no alcanzado, aunque sabemos
que es vocación suya y nuestra, porque
somos hijos de Dios.
No sólo la humanidad, en sus más
vivas y profundas aspiraciones, sino,
dirá san Pablo, "la creación entera es-
tá como gimiendo mientras espera es-
ta transformación" iniciada por Cristo,
Señor del mundo, y destinada a ser
completada por la Iglesia, extensión y
crecimiento misterioso de Cristo en el
mundo que él mismo ha conquistado
y destinado a la suprema libertad de
hijos de Dios. Libertad que será mere-
cida y participada, si se acepta por la
fe y se intenta realizar generosamente
con la vida: mirando a Dios desde la
propia conciencia, mientras contem-
plamos este mundo que, gozosamente,
restituimos a Dios.
Debe ser desterrada la concepción
de hacer compatible "mundo" y
"Evangelio" porque conduce a un mo-
ralismo glotón y cicatero, cualesquie-
ra que sean los disimulos tranquiliza-
dores. Es, en todo caso, el compromiso
de una empresa por transformar el
mundo en Reino de Dios, desde la fe,
que no es ni un añadido, ni un ador-
no, sino una visión totalizadora y
transformante, fecundada por la expe-
riencia agradecida del don de Dios,
Gracia, amistad y vida de Dios en el
hombre, que por fuerza ha de ver las
cosas y tratarlas y realizarse a sí mis-
mo, de un modo "diferente" al simple-
mente natural. El que mire o juzgue
al cristiano o a la Iglesia desde el án-
gulo de esta sola visión, jamás lo com-
prenderá, o los combatirá como un
regreso, o como un exceso, igualmen-
te absurdos.
Ha sido preciso esperar hasta nuestros días para
que los hombres puedan tener', si quieren, el pensa-
miento y el corazón más libres para Dios. Ha sido
preciso llegar a esta época para que caiga el velo
de los enigmas que recubrían este mundo. En ade-
lante el hombre puede contemplar el mundo tal co-
mo es y, por lo tanto, ya no puede
confundirlo con Dios.
Ha sido preciso que llegáramos a esta época en la
cual existe una historia total en la que todos parti-
cipamos. Acaban de comenzar las verdaderas opor-
tunidades para el Cristianismo.
Karl Rahner
6 (146)
HISTORIA
DE LA IGLESIA
SE HA DICHO que la historia de
los Concilios de la Iglesia, es la
historia de los cismas y herejías
cristianas. Pero esto equivaldría a lo
que, paralelamente, también podría
decirse de la historia profana, si la
consideráramos como la narración
ordenada de las guerras y batallas de
los pueblos y series de reyes que las
protagonizaron. Lo cual, con razón, se
rechaza, como igualmente rechazamos,
por simplista, la primera hipótesis. El
romanticismo descubrió que la Histo-
ria no la hacen los reyes, sino los
pueblos, y que hay una alternancia
dialéctica hacia el progreso, cuyos
momentos críticos o dramáticos, son
síntomas o efectos de procesos más
profundos que hay que investigar,
recoger y construir, con ellos, síntesis
provisionales a partir de las cuales
nos abramos a una superior evolución,
incesante como la sucesión del tiempo,
y varia como la extensión múltiple de
fenómenos paralelos interrelacionados
que influyen en el caminar de la hu-
manidad.
No vamos a hacer filosofía de la
Historia, ni de la Historia de la Iglesia,
pero sí que debiéramos referirnos
siempre a ella, no como quien mira
desde el exterior y se detiene en algún
hecho o suceso señalado, sino añadien-
do a nuestra contemplación el presu-
puesto de la fe para que, lo que nos
atrae o aquello en lo que nos detene-
mos, pueda ser juzgado en función de
ella, y nos sirva, de este modo, para
nuestra misma vida de fe.
Es inútil, para el fiel, hacer referen-
cia alguna a la herejía, si el caso con-
creto que analiza no lo considera como
integrante del riesgo que entraña la
búsqueda de la verdad revelada, del
esfuerzo por desarrollar esta verdad,
estimulado, tal vez, por buscar en ella
una respuesta al reto que plantean
unas determinadas circunstancias his-
tóricas. Sin lo cual, todo lo que pudié-
ramos pensar de una desviación doc-
trinal, pongamos por caso, podría con
facilidad parecernos un dato más de
una serie de disparates teológicos pro-
ducidos por la estupidez del heresiarca
de turno, que inventó otra aberración.
No hay que querer pensar en una ver-
dad divina para poder llegar a la in-
vención de nuevas herejías; pero si
que es cierto que jamás comete error
alguno el que, siquiera sea por pereza
mental, tampoco usa su inteligencia
para aplicarla, reflexivamente, a ver-
dad alguna.
Ello explica que, cada vez que pon-
gamos nuestra mirada cristiana en la
vida de la Iglesia, no podemos hacerlo
7 (147)
sin acompañarla de la reflexión del
creyente. En cuyo caso, tanto de lo
que ―según una mirada asépticamente
natural― pudiera resultar positivo
(éxitos de la Iglesia), como negativo
(fracasos, problemas), siempre redun-
daría en ejercicio de la fe y, por con-
siguiente, en desarrollo y crecimiento
de ella.
Solamente los enfermizos, débiles o
infantilizados, son los que necesitan
de continuos estímulos y alientos (pro-
pagandas, estadísticas optimistas, in-
sinceridad triunfalista, disimulación
cobarde de las realidades, estrategias
deformadoras, ocultaciones, exagera-
ciones...). Cuando la verdad es que la
Providencia nos suministra, mezcladas
y alternadas, confortaciones y pruebas;
cuando también es verdad que, al mi-
rar el caminar de la Iglesia en su viaje
temporal, encontramos igualmente
momentos de confortante crecimiento
o purificación y otros de oscuridad y
zarandeo crítico.
Pero... ¡no pasa nada! Para los pri-
meros cristianos las persecuciones y
el martirio no suponían una catástrofe
aunque sí la habría considerado tal
cualquier mentalidad pagana, mien-
tras, desde lejos, nosotros mismos,
consideramos que aquella experiencia
fue gloriosa para la Iglesia y a ella con
evidente fruto podemos referirnos ca-
da vez que, circunstancias parecidas,
han proporcionado nuevos dolores a
los cristianos o a nosotros mismos.
Además, Cristo fue el primer mártir:
«el que quiera seguirme que se des-
preocupe de defender su vida, que
tome su propia cruz y que me siga, y
donde yo esté también estará él».
Las herejías a las que, desde nuestra
óptica, aplicamos esquemas segura-
mente demasiado sencillos, sabemos
que fueron el chisporroteo perdido de
un fuego de verdad que se hizo, poco
a poco, luz de la Iglesia. Como sin
persecuciones no habríamos tenido
mártires, sin errores que discutir, sin
búsqueda afanosa, inacabada, de una
verdad que la fe necesita como ali-
mento, no habríamos tenido Doctores
para sistematizar, de alguna manera,
el tesoro de la verdad que la Iglesia
quería legar a los hombres presentes
y a las generaciones que siguen.
Incluso el dolor de los cismas, se-
paraciones y rupturas de obediencia,
dispersiones en el rebaño del que de-
bía ser único bajo un solo Pastor, sir-
vieron para precisar la calidad y al-
cance del orden que debe reunirnos
en el camino hacia Dios a través del
tiempo, qué clase de autoridad o poder
es el de la Iglesia, cuáles son los pun-
tos críticos de su estructura, probable-
mente todavía demasiado parecida a
las temporales, pero sin duda relativa-
mente mejor que ellas, a las que ha
sobrevivido mientras, con medios mu-
chísimo más débiles, ha conseguido
mayor eficacia, habida cuenta de la
debilidad de los hombres, que es la
constante de cualquier institución hu-
mana y temporal.
La mirada sobre la Iglesia, tanto en
el pasado como en el presente, debe
limpiarse de derrotismos fatalistas lo
mismo que de apologías triunfalistas
y soberbias, para dar lugar a una mi-
rada serena y ferviente, desde la fe.
El cristiano no mira la Iglesia desde
fuera, sino que se siente y está dentro
de ella, y se alegra del bien que reci-
be, y descubre el bien que le falta, y
entiende los caminos por donde Dios
la conduce, y vive ―convive― su mis-
ma vida. En cualquier caso, el pasado
es lección, el presente reto.
8 (148)
La única espada: la Palabra
CUENTAN de Clodoveo, el rey
franco, que mientras escuchaba
el relato de la Pasión de Cristo,
llevado con indudable buena fe y típi-
co fervor de neófito, exclamo: «¡Ah, si
yo hubiese estado allí con mis fran-
cos!...»
Comprensible, perdonable. Pero del
mismo modo que el Señor no aceptó
el magnífico proyecto que le ofreció
el diablo, cuando fue tentado en el de-
sierto, habría renunciado al recurso a
la fuerza, a la seguridad del poder y a
la presión del prestigio y habría pre-
ferido, otra vez, un cristianismo cruci-
ficado. Incomprendido especialmente
por los poderosos, y crucificado por
ellos.
El mensaje cristiano ha de ser fuerza
de Dios, no imposición de los hombres.
Entre los judíos, la exclusividad de
Dios en toda obra verdaderamente
santa, ya la indicó Gamaliel, cuando
los otros grandes sacerdotes pedían la
muerte de los primeros predicadores
de la Palabra: «¡Israelitas, tened cui-
dado con lo que vais a hacer con estos
hombres!» Y les recuerda el triste
fracaso de dos agitadores ―Theudas y
Judas el Galileo― que, parada la racha
efímera de algunos éxitos, su influjo
quedó en el fracaso. Y continuó: «Este
es mi parecer: no os ocupéis de esta
gente y dejadla en paz. Si su idea y su
obra vienen de Dios, por mucho que
hicierais no las podréis dominar y os
estáis exponiendo a combatir contra
el mismo Dios».
Esta advertencia vale solamente pa-
ra el perseguidor que cree en la Divi-
nidad; mas no en el caso del incrédulo.
Aunque es difícil de admitir que la
persecución ―toda persecución― no
lleve emparejada la incredulidad, o la
pretextación de un concepto de Dios
que equivale al ateísmo. Porque quien
de veras admite y respeta a Dios, res-
peta igualmente su obra.
El que persigue no es de Dios, sino
que tiene el espíritu de la carne, diría
san Pablo: «El hijo de la carne perse-
guía al hijo del espíritu y así ocurre
todavía hoy» (Gálatas, 4, 29). Por el
contrario, sucede que «todos los que
quieren vivir piadosamente en Cristo,
sufrirán persecución» (2 Timoteo, 3, 12).
El evangelista san Juan, en el Apoca-
lipsis ve a la Iglesia en figura de mujer
que huye de la persecución, y simbo-
liza a los perseguidores en la gran
prostituta que persigue a los santos.
Así establecido parece como si que-
dara en completo desamparo la misión
del Evangelio, puesto que san Pablo
ni siquiera para imponer la verdad
admite que sea forzada o violentada
la conciencia de nadie, porque ejercer
tal tipo de presión, no sería solamente
herir la conciencia del débil, sino pe-
car contra Cristo (2 Corintios, 20). Y
afirma, seguidamente, que «las armas
de nuestro combate no son carnales».
De modo más tajante establecerá en la
carta a los Efesios (6, 17) que el arma
única, «la única espada del predicador
de Cristo es la Palabra ―el derecho a
predicar―, porque la palabra es la
espada del espíritu».
9 (149)
Los
Obispos
arrianos
«Los pastores se han comportado como unos insensatos, porque, salvo un
pequeño número que ha sido olvidado a causa de su insignificancia, o que
ha resistido a causa de su virtud, y que debía permanecer como semilla y
raíz de donde brotaría la Iglesia, renacida bajo el influjo del Espíritu Santo,
todos han cedido a las circunstancias, con la sola diferencia de que algunos
se han alineado entre los que triunfan como campeones y caudillos de la
impiedad, y otros han quedado como simples soldados, semi derrotados por
el miedo, pero egoístas y aduladores o, lo que tiene menos excusa, vencidos
por su propia ignorancia».
ERA SAN GREGORIO Nacianceno
quien, con las palabras que pre-
ceden, en el año 360, resumía
(Orat. XXI, 24) lo que había ocurrido
con la crisis arriana. Por el mismo
tiempo (a. 363) no le iba a la zaga san
Jerónimo, que escribía: Casi todas
las Iglesias ―es decir, diócesis― del
mundo entero, bajo pretexto de paz y
de sumisión al emperador, se han
contaminado de arrianismos. Y son
de entonces las célebres palabras que
resonaron en el concilio de Rimini:
«Ingemuit totus orbis et se te Aria-
num miratus est»; que era como decir:
«los fieles de la cristiandad se han dado
cuenta, con sobrecogedora sorpresa,
que sus jefes los han hecho arrianos».
Fue aquélla la mayor crisis que
jamás haya padecido la Iglesia, recién
salida, casi, de las catacumbas, cuando
ya, en el marco del reconocimiento
oficial de su derecho a evangelizar, el
ser obispo no equivalía a una candi-
datura para el martirio, sino que se
Comenzaba a convertir en promoción
honorable, paralela y hasta depen-
diente de los cargos de responsabili-
dad política. De perseguida la Iglesia
pasaba a reconocida y a protegida. Y
fue entonces cuando comenzó la atro-
cidad de una confusión político-ecle-
siástica, como jamás se haya repetido
en época alguna, puesto que incurrie-
ron en la herejía la inmensa mayoría
de los obispos.
10 (150)
Suceso irrepetible, pero que es pre-
ciso tener en cuenta cuando se quiera
comprender cualquier otra crisis pos-
terior: el cisma de Oriente, el com-
plejo problema de las investiduras en
el Medioevo, la escisión protestante
que inaugura la Edad Moderna, log
regalismos contemporáneos...por citar
los hitos más importantes, fueron y
son de algún modo, siempre, revivis-
cencias de aquella tremenda original
experiencia, prototípica de los dolores
y pruebas de la Iglesia sometida al
zarandeo de la Historia. Como si las
palabras del Señor a Pedro –*... y te
llevarán adonde tú no querrá se
cumplieran, en cada ciclo histórico,
para que el esfuerzo por superar la
contradicción del conformismo mun-
dano, resurja, rejuvenecida de eterni-
dad y purificada de incrustaciones
espúreas de triunfalismos anticipados,
la que todavía ha de actuar redimien-
do ―liberando― a los hombres, des
arrollando ella misma, cada vez más,
su libertad, su autenticidad,
John Henry Newman precisamente
iba en busca de esa "autenticidad" de
la Iglesia, hace siglo y medio cumplido,
cuando dio con el filón de este período
histórico decisivo. Se detuvo en él, lo
estudió a fondo, y nos legó su obra
decisiva sobre THE ARIANS OF THE
FOURTH CENTURY; ella representa la
premisa intelectual que le dispuso a
la gracia de su conversión al Catoli-
cismo: llegó al convencimiento de una
coincidencia de situaciones entre la
época arriana y el estado de la Iglesia
anglicana, en la que había sido edu-
cado y de la que era ministro. Su
reflexión fue consciente, dilatada y
profunda: terminó de escribir THE
ARIANS en diciembre de 1832 y entro
en la Iglesia católica el 9 de octubre
de 1815.
Los manuales de historia eclesiástica
al uso, demasiado esquemáticamente,
ordenan y sitúan la sucesión de cis-
mas y herejías, como crisis que ata-
ñen, respectivamente, a la obediencia
o vinculación en la única Iglesia de
Cristo, o como negación de verdades
dogmáticas. En determinados casos en
difícil no sólo deslindar, en un mismo
conflicto, la parte que corresponde a
cada uno de tales aspectos, sino el
grado en que uno interviene en fun-
ción del otro. Eu el caso concreto del
arrianismo, por más que se insista en
la cuestión conceptual o dogmática, lo
decisivo fue la intervención del poder
imperial y el juego de ambiciones,
para obtener o mantenerse en sedes
11 (151)
episcopales unos, o, desde el interés
imperial, por premiarlos para ase-
gurarse fieles colaboradores políti-
cos. La momentánea prosperidad
del error se debió o la intervención
política en la designación y remo-
ción de los pastores de la Iglesia,
liberada de las catacumbas, pero
no todavía de los poderes de este
mundo que veían en su interven-
ción una continuidad con lo que se
había observado anteriormente al
regular, desde el poder imperial, el
culto a los dioses paganos y hasta
a la arrogada "divinidad" del em-
perador. Era pedir demasiado, en
tan poco tiempo, más allá de esta
"utilidad" en la nueva fe, que sim-
plificaba en una sola el maremág-
num de divinidades anteriores, pero
que no conseguía, tan rápidamente,
el deslinde entre poder temporal y
libertad espiritual.
Los que critican o se lamentan
―¡y tantas veces con sobrada ra-
zón!― del poder temporal en los
asuntos de la Iglesia, no deberían
de olvidar que la escisión protes-
tante pudo prosperar merced al
apoyo que buscaron en los reyes
los disidentes del Catolicismo, ce-
diendo, naturalmente, a cambio de
la protección, una parte sustancial
de lo que debieran haber sido sus
poderes espirituales y su disciplina
interna. Los regalismos católicos
posteriores surgirán, desgraciada-
mente, como una imitación de la
invención protestante, y, en gene-
ral, serán de menor intensidad,
aunque las tensiones que produzcan
puedan alcanzar momentos verda-
deramente dramáticos para la Igle-
sia, siempre celosa de su libertad,
pero inerme, por principio, para de-
fenderla frente al aparato temporal.
Newman se dio cuenta que la
Iglesia anglicana, con una jerarquía
nombrada y dependiente del poder
real, con una estructura nacional,
no cumplía los ideales de univer-
salidad y libertad que Cristo dejó
a Pedro y, desde la contemplación
de la gran confusión arriana, pudo
comprender todas las demás y, sin-
gularmente, la que tenía tan cerca.
Y se hizo católico.
El vidrio, el sol, aquel verde sembrado,
ante la luz, de trigo transparente,
y la Verdad, no tienen más que un lado:
el silencio de Dios, más elocuente
que todo el idioma con que doro
tanta verdad como la lengua miente.
Miguel Hernández
12 (152)
HISTORIA DE LA IGLESIA:
Los primeros emperadores "cristianos"
EN LA EVOLUCIÓN de la vida de la Iglesia tuvie-
ron singular importancia los detentadores del
poder temporal, en el momento en que ella pasa
de la clandestinidad de las catacumbas al público
reconocimiento institucional y jurídico. No nos puede
sorprender, ni escandalizar el inicial entusiasmo y el
agradecimiento de los cristianos hacia los emperadores
―en especial Constantino― que les concedieron la
libertad para profesar públicamente la fe en Cristo. Los
consideraron como instrumentos providenciales al ser-
vicio de Dios, y en realidad ―consciente o inconscien-
temente― lo eran, aunque ello no eliminaba su posición
de políticos, ni alteraba la substancia de su mentalidad
pragmática y temporalista. Lo contrario hubiera sido
un milagro, equivalente al final triunfal de la Iglesia.
Ésta, en su caminar por el mundo, no perecerá; pero
será siempre peregrina; cualquier triunfo que pareciera
definitivo, o cualquier instalación en la seguridad, le
serán siempre ajenos, en su faz auténtica de fidelidad a
Cristo.
Las persecuciones habían exigido la pureza de una
fe a prueba de la propia vida. El Cristianismo no era
un honor, sino más bien una infamia; el sacerdocio no
era una dignidad, sino más bien una candidatura al
martirio. Las calumnias de los perseguidores habían
conseguido mantener, durante largo tiempo, la hostili-
dad de las gentes contra el naciente Cristianismo, pre-
sentado como enemigo de la sociedad y del Estado. Por
otra parte, los cristianos no disponían de ninguna voz
para defenderse, ni de poder alguno para exigir que
13 (153)
pudieran ser oídos. Sólo la paciencia, el derramamiento
abnegado de la propia sangre, y la infamia que les
reducía al silencio y a la clandestinidad: allí la fe era la
llama de su vida, y la vida enamoramiento desinteresado
y generoso de Cristo.
Tantos y tan grandes fueron aquellos dolores que,
al conseguir la primera libertad, la sorpresa del alivio
pudo traducirse en tentación de que toda posterior difi-
cultad había cesado para siempre. No todos, ni siempre
supieron mirar más alto y vencer la tentación; tentación
"constantiniana".
Constantino
Ello explica el mito con que se ha exagerado la figura
y la misma intervención de Constantino, al que sólo muy
hipotéticamente podemos llamar emperador "cristiano".
Fue en verdad el primero que permitió al Cristianismo
salir de la clandestinidad; pero todavía ahora nos sigue
resultando difícil descifrar hasta qué punto aceptó la fe
cristiana o cuáles fueran sus convicciones religiosas.
Los historiadores actuales ven en él a un político de
gran estilo, y fue precisamente su buen sentido político
que le llevó a reconocer para los cristianos el derecho
a profesar la propia religión. No otro es el significado
del Edicto de Milán, de 313:
«Hemos tomado esta resolución inspirados por
la sana y noble convicción de que nadie ha de
ser privado de la libertad de elegir y obedecer
las costumbres y el culto de los cristianos. Y
por ello con viene que a cada cual se le de la
facultad de encontrar la religión que él mismo
considere que le conviene».
Con ello Constantino dejaba de postergar a una parte,
aunque minoritaria, de sus súbditos, cuando se había
demostrado la falsedad de las calumnias que durante
más de dos siglos se habían fomentado y, por otra parte,
junto a la risibilidad con que el mismo Cicerón se había
referido a las divinidades del Olimpo (si bien juzgaba
indispensable fomentar su culto por el bien del Estado),
la probada lealtad ciudadana de los cristianos les hacía
acreedores de ese mínimo respeto a su libertad de con-
ciencia. Constantino al concederles este reconocimiento
aseguraba la paz y la convivencia ciudadana. Fue un
pragmático que obedecía a razones de Estado ―observa
14 (154)
Duchésne― cuando obsequiaba a los obispos, lo mismo
que lo había sido Diocleciano cuando los encarcelaba.
El Cristianismo sucedía, en cierto modo, al deca-
dente, diverso y disperso culto pagano. El Cristianismo
representaba una semilla de cohesión, universalizadora,
que prosperaba y se introducía sin renunciar a la man-
sedumbre; no sólo no había que temerle, sino que podía
ayudar, moralmente, a la unidad, desde la Iglesia, y por
reflejo, al mismo imperio.
Cuando con ocasión de la crisis arriana Constantino
toma la iniciativa ―¡no era ni siquiera bautizado!― de
convocar el concilio de Nicea, para zanjarla, lo que
le preocupa es la unidad manifiestamente política; en
cambio considera «cuestiones de poca importancia,
juegos de estudiantes inexpertos, materias en las cuales
cada uno puede pensar lo que le acomode» los más
trascendentales problemas teológicos, como entonces
y en aquellos debates eran las grandes cuestiones trini-
tarias. Y escribía, en efecto, al papa san Melquiades:
«Vuestra solicitud no ignora mi respeto por la Iglesia
católica auténtica, y no permitiré que seáis negligentes
o consintáis cualquier inicio de cisma o división».
Del
pre-cristianismo
al
Cristianismo
El Estado romano puede considerarse, al aparecer no
el Cristianismo, como la última evolución del Estado
pre-cristiano, o típicamente pagano: Toma la religión
―hecho común en la antigüedad― por su propia cuenta:
sacramentaliza el concepto de Estado, socializa lo divino
y deifica la política. El Estado romano representa la
evolución más elaborada de la convergencia que se u
descubre, en las más remotas formas de civilización,
entre poder político y poder sagrado, entre "divinidad"
y "realeza".
Constantino, tributario del concepto pagano del
Estado, dio libertad a la Iglesia, pero no comprendió el
Cristianismo. Esa falta de comprensión no procedía de
la malicia del emperador, sino de la mentalidad de la
que no se había desprendido. Mentalidad, por lo menos
errónea, que seguiremos encontrando en muchos "pro-
tectores" de la Iglesia. El cardenal Charles Journet, que
ha reflexionado principalmente ―antes del Concilio... ―
sobre la teología de la Iglesia, llega a la conclusión de
que la dificultad que el Cristianismo encontraba en el
15 (155)
Estado pagano, no era el que éste negara la divinidad,
sitio el haber socializado la religión y convertido en
idolatría el poder temporal. Es el error en que rein-
cidirán los regalismos, a pesar de llamarse sospechosa
y contradictoriamente "católicos" cuando en realidad
repiten la paganización del Cristianismo; es decir, cuan-
do lo reducen, como los emperadores romanos con sus
divinidades, a un factor complementario, útil y saludable,
instrumentalizado al servicio de sus miras temporales.
Reducción
pagana
El Estado pre-cristiano persiguió, primero, el Cris-
tianismo; más tarde lo permitió; finalmente se declaró
cristiano. Pero el Cristianismo oficialmente aceptado, si
bien superaba a las desacreditadas divinidades paganas,
les "sucedía" sin lograr operar, por automatismo histó-
rico, el cambio de mentalidad de los gobernantes, para
quienes, más que por el Reino de Dios (sólo indiscutido
si coincidía con el concepto e interés de sus propios
reinos terrenos), se movían por razones de táctica políti-
ca o preocupaciones de orden público. Cualquier situa-
ción posterior en la que se repitiera el predominio de
las mismas razones, será un Estado igualmente pre-cris-
tiano, sin que valga el énfasis con que se recargue la
confesionalidad que quiera acreditar. Y, cuando deci-
mos pre-cristiano, decimos, por supuesto, pagano.
La Historia es pródiga en confesionalidades, en
aceptaciones del Cristianismo que no equivalen más
que a una reducción pagana del mismo. A un superfi-
cialismo que no sobrepasa, a lo sumo, las categorías
culturales, pero que no profundiza en las radicales
exigencias evangélicas. Se ha aceptado el Cristianismo
sin comprenderlo; se ha aceptado precisamente porque
no se ha comprendido. Se ha aceptado un cristianismo
pomposo, sólo parcialmente moralizante y, por consi-
guiente, mudo o enmudecido, reducible a "magia" sin
Palabra, o a palabra sin Verdad, o a verdad sin Vida.
No es el fracaso del Cristianismo, porque no es el
Cristianismo.
El historiador Eusebio refiere cómo, en Nicea, con-
cluidas las sesiones del concilio, el emperador Constan-
tino que celebraba entonces el vigésimo aniversario de
su imperio, invitó a los obispos a un banquete suntuoso.
Los obispos, algunos de los cuales llevaban en sus cuer-
16 (156)
pos los estigmas de las torturas padecidas en las cárceles
y detenciones ordenadas por los precedentes empera-
dores, no salían de su asombro y creían encontrarse en
la antesala del Paraíso, como en un sueño. Aquello era
como el refrendo de una paz alcanzada ya, merecida
después de tantos sufrimientos, martirios, infamias y
contratiempos.
Después
de Constantino,
la purificación
en la fe
No podemos reprochar a aquellos pastores la inge-
nuidad de su confianza en los poderes imperiales tan
benevolentemente exteriorizados; ni podemos tampoco
criticar sin más la táctica de Constantino y exigirle
actitudes sobrenaturales de las que era incapaz. Pro-
porcionó un sosiego a la Iglesia, que ésta se apresuró a
agradecer; si bien, más que inaugurar una época de paz,
sería el punto de partida de una serie de violentas
luchas que ocuparían la historia de la Iglesia durante
medio siglo. Antes, en las persecuciones, habían pa-
decido los cuerpos; ahora padecerían las inteligencias.
Las heridas y la purificación no sería en la carne, sino
en la fe.
Ello vendría a confirmar que la paz del mundo no
es el ambiente donde se fragua la paz de Cristo, y que
la verdad del Evangelio será, perpetuamente, como un
signo de contradicción. La Iglesia no se establece, sino
que peregrina por el mundo. No se alcanza la rotundi-
dad de un triunfo para vivir, luego, de la ventaja de su
conquista, sino que se progresa y desarrolla de una etapa
a otra, en continua superación de un desarrollo que no
puede hacerse definitivo en el solo marco del tiempo.
El primer obispo
"cortesano"
y Constancio
Constantino muere en 337, tras haber aceptado el
bautismo cristiano en el lecho de muerte y de manos de
un obispo hereje, Eusebio de Nicomedia, que desplazó
al mismo Arrio en el progreso de la herejía, merced a
aventajar a éste en el arte de la ambigüedad y la intriga
política. Consiguió aparecer, con puntual oportunismo,
como enmendado de sus desviaciones arrianas, debido
a la intervención de la hermana del emperador y ver
realizada su ambición de ser nombrado obispo de la
capital del Imperio, Constantinopla. A partir de lo cual
17 (157)
jugaría un importante papel apenas desapareciera el
emperador Constantino.
«Es, este obispo, el primer ejemplo de esa desagra-
dable clase de teólogos y prelados cortesanos ―escribe
el historiador Ludwig Hertling―, dúctiles y aduladores
que en lo sucesivo apenas faltaron nunca allí donde
hubo soberanos que ambicionaran influir sobre los des-
tinos de la Iglesia».
Constancio, al suceder a su padre, en 337, no se li-
mitó a salvaguardar la paz y la unidad de la Iglesia, sino
que aspiró a imponer en ella su voluntad y sus convic-
ciones, que eran las arrianas. Su mentor era el obispo
Eusebio.
Pero Constancio, astuto, procedió, en un principio,
con cautela, no sólo para asegurar las posiciones que
iba tomando, sino en consideración de su hermano,
Constante, que gobernaba Occidente y era contrario al
arrianismo y seguidor estricto, por tanto, de las defini-
ciones de Nicea. Pero una vez muerto Constante, desató
su severidad contra los católicos, y dedicose a toda clase
de presiones, deportaciones, nombramientos, hasta que-
rer imponerse al mismo papa Liberio, a quien sometió a
toda clase de vejámenes, de forma parecida a como Na-
poleón haría para coaccionar a Pío VII, siglos más tarde.
La voz indómita
de la ortodoxia:
san Atanasio
La Iglesia no permanecía muda: las voces de san Ata-
nasio de Alejandría y de san Hilario de Poitiers, fueron
vigías permanentes y certeros, a quienes ni las amena-
zas, ni destierros, ni infamias hicieron callar jamás.
Desde la esfera política, se instalaba o se deportaba
a obispos, o se les hacía huir con amenazas de muerte, o
se esparcían infamias tendentes a neutralizar su influjo
en la Iglesia. Lo inás importante ya no era la defensa de
la verdad, o la clarificación de la doctrina: ambiciosos,
los expectantes aduladores buscaban la ocasión de "me-
recer" el apoyo imperial para ocupar o ascender a sedes
honorables; por parte del poder imperial, la de seleccio-
nar colaboradores adictos a sus miras políticas, descui-
dada la fe.
En 361 murió el emperador Constancio, harto dife-
rente de su padre Constantino. Solamente parecido a él
en que también fue bautizado en el lecho de muerte.
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La máxima
confusión
Los que escriben la Historia suelen definir a Juliano
el Apóstata, primo y sucesor de Constancio, como hábil
general en la guerra, pero mal político en la paz, por
fanático, presuntuoso, rayano en la neurosis.
Juliano el Apóstata no quiso ser ni católico, ni arria-
no. Deberíamos calificarle de neopagano. Hasta llegar al
poder se había fingido cristiano; pero apenas convertido
en emperador, se declaró filósofo, revistiéndose de la
máscara de la imparcialidad y la justicia, y ordenando
su política respecto a la religión, en dos frentes por una
parte intentando enfrentar a católicos y arrianos para
que ellos mismos se destruyeran en recíproca lucha, y
creando indirectas persecuciones legales, incruentas,
pero decisivas, que obligaban al silencio toda auténtica
predicación de la Palabra de Dios.
La cristiandad fue presa de indecible pánico y ya
creían que se encontraban a las puertas de las persecu-
ciones de un nuevo Decio o un nuevo Diocleciano.
Juliano no quiso atacar directamente a nadie, pero sí
confundir a todos, preparar el desprestigio del Cristia-
nismo e iniciar un regreso a las instituciones paganas
del viejo imperio, más dúctiles.
Pero su obra destructora se detuvo cuando moría
en el campo de batalla al cabo de guerrear dos años
escasos contra los persas.
Graciano:
la abolición
del paganismo
Constantino y los emperadores "cristianos" que le su-
cedieron retuvieron, sin embargo, el título y ministerio
de "sumo pontífice", lo cual, por sí solo, ya demostraba
la ambigüedad de su posición respecto al Cristianismo.
El primer emperador que rehusó estas prerrogativas
paganas fue Graciano, que prohibió todos los sacrificios
de divinización, clausuró los templos paganos y suprimió
este culto. Con su gesto se desdivinizaba el poder (hoy
diríamos que se "secularizaba"). «A Dios lo que es de
Dios y al césar lo que es del césar».
No obstante, en el futuro y hasta casi nuestros días,
en Occidente, la teoría de los orígenes y fuentes del
poder político, intentará reconstrucciones más o menos
filosóficas para reconducirlo a esta sacralización, espe-
cialmente los absolutismos teóricamente confesionales,
que buscarán en Dios su autojustificación. Ello contri-
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buirá a desfiguraciones lamentables de la Iglesia y, en definitiva, a un retraso
del Evangelio.
Pero el Reino de Dios, aun siendo "de Dios", no puede hacerse sin los
hombres. Pacientemente, a través de dolores, de incomprensiones sin cuento,
de nuevas persecuciones, pero sin agotar jamás la esperanza, la Iglesia camina
arrastrando el polvo de los siglos y los errores y los pecados de los hombres,
aguzando la fe, purificándose en el mismo dolor surgido del esfuerzo por ser fiel
a su Maestro: en el mundo, sirviendo así al mundo, pero sin ser del mundo.
HAY acusadores exigen-
tes que se dirigen a la Iglesia: «Decir, anunciar
solamente, no basta», le reprochan.
Pero deberían reconocer que no es poco decir con
sinceridad, decir con totalidad, decir con oportu-
nidad.
Decir así, es más que decir: es hacer.
Decir así es el quehacer esencial y primario de
la Iglesia.
Cristo murió por decir así la misma verdad que
la Iglesia transmite, también con dolores, dificul-
tades e incomprensiones, a los hombres de todos
los tiempos.
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 103/62 - 21. 11.75
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