Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 137. ENERO. Año 1976.
SUMARIO
NO NUEVO, y más nuevo que otras veces. Ojalá.
Para los cristianos, sin embargo, esa novedad está
siempre presente; el tiempo es siempre una nove-
dad que amanece para ser colmada de crecimiento. Balan-
ces y expectativas, para recomenzar siempre, sin repetir,
Inventando.
REFERENCIAS DE UNA HOMILÍA
EL BALANCE DE LA PAZ
CRISTO, PARADOJA ABSOLUTA
NUESTRA GLORIA Y NUESTRA VERGÜENZA
SIN PROBLEMAS
GUERRAS MATERIALISMO PLACER
RESCOLDO DE LIBERTAD
DEL DICHO AL HECHO
UN MAPA PARA MEDITAR
DOS POEMAS
1
El cardenal Tarancón
publica el texto de su
homilía ante el Rey,
con las referencias
de las fuentes empleadas.
EL ÚLTIMO número del Boletín ofi-
cial de la Archidiócesis de Madrid-
-Alcalá, que corresponde al mes de
diciembre de 1975, publica la ho-
milía pronunciada por el cardenal Taran-
cón en la misa del Espíritu Santo, que se
celebró en la mañana del 27 de noviembre
pasado, con motivo de la exaltación del
Rey don Juan Carlos I al trono de España.
La novedad de esta nueva visión con-
siste en que ahora aparece acompañada
de un cúmulo de citas bíblicas, de refe-
rencias al Concilio Vaticano II, al Sínodo
de obispos en Roma (año 1971) y de los
documentos de la propia Conferencia
Episcopal Española. Es decir, que refiere
el conjunto de las fuentes a partir de las
cuales se redactó la ya famosa homilía.
Prescindiendo de las citas bíblicas, re-
lativamente identificables por el lector
asiduo de las Sagradas Escrituras, vamos
a enumerar sucintamente las de los docu-
mentos eclesiales utilizados en la homilía.
Así, del Vaticano II cita:
―"GAUDIUM ET SPES" en sus nú-
meros 43, 76, 27 y 35;
• números 11 y 18;
• Del Sínodo de los obispos, celebrado
en Roma el año 1971, dos veces se refiere
al documento sobre "La justicia en el
mundo".
• De Pablo VI, cita la "Octogésima ad-
veniens" número 51.
• De la Conferencia Episcopal Españo-
la cita los siguientes documentos:
―"ORIENTACIONES DOCTRINA-
LES Y PASTORALES SOBRE LA
LIBERTAD RELIGIOSA", del 22
de enero de 1968;
―WALGUNOS PRINCIPIOS CRISTIA-
NOS RELATIVOS AL SINDICA-
LISMO", del 21 de julio de 1968;
―"LA VIDA MORAL DE NUESTRO
PUEBLO", del 16 de junio de 1971;
―"LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD
POLÍTICA", de 17 de abril de 1975
en sus números 20, 46, 42 y 62:
―"LA RECONCILIACIÓN EN LA
IGLESIA Y EN LA SOCIEDAD",
número 28.
Es evidente que un cristiano al corrien-
te de las enseñanzas del magisterio ecle-
siástico no podía sorprenderse de ningún
extremo del contenido de aquella homi-
lía, síntesis transparente y elemental de
la posición de la Iglesia y de cuáles deban
ser sus relaciones con los poderes de este
mundo.
OMISIÓN.- Nuestros lectores habrán podido comprobar la falta de referencia al texto titula-
do "LAS RELACIONES CIVILES", que ocupaba las página 15-18 del Boletín del
pisado mes de Diciembre. Fue una omisión involuntaria: pertenece a la Encíclica
"PACEM IN TERRIS", de Juan XXII, en un números del 9 al 34, ambos inclusive.
2
El balance
de la paz
LOS BALANCES. Todo el mundo hace balances al fin y comienzo del
año. Columnas de números o listas de sucesos. Y todo clasificado:
lo positivo, lo negativo; pequeño juicio final de lo bueno y de lo malo.
Junto a la lamentación de los fracasos, la ilusión de las esperanzas, de
las expectativas de resarcimiento, del tesón que, aleccionado por la ex-
periencia en uno y otro sentido, afianza los aciertos y corrige las desvia-
ciones. El "debe" y el "haber", lo que se carga o acredita en la cuenta de
cada persona, de cada entidad, de cada tarea, de cada ideal, de cada pro-
pósito que ha sido intentado. Números rojos y números negros, y comenzar
de nuevo.
Pero en nuestra época casi que no se pueden llevar cuentas separadas
de nada. Todo se influye y condiciona, todo se relaciona, todo es interde-
pendiente. Cuando queremos elegir un nivel positivo que lo abarca todo, y
volvemos la vista al año transcurrido y miramos luego adelante, hacia el
porvenir que nos espera, lo que lamentamos de lo pasado y lo que más
deseamos del futuro gira en torno al tema de la paz, ese balance siempre
negativo, de desaciertos, tristezas, crímenes, injusticias, que sigue aver-
gonzando al hombre, capaz de progreso técnico, pero todavía incapaz de
organizar la convivencia justa y pacífica.
En apariencia no hay en estos días, grandes guerras: ni Alejandro, ni
Aníbal, ni las guerras medievales, ni la bota de Napoleón, ni la locura de
Hitler son escándalo presente. Pero de las experiencias de las pasadas
crueldades el hombre ha extraído no siempre una lección de buena volun-
tad, constructiva y pacífica, sino el refinamiento de un egoísmo cultivado a
costa de injusticias todavía vigentes.
Se explotan las rivalidades y los rencores de la infancia de los pueblos
para que gasten sus escasos ahorros en el juguete cruel de las armas,
3
única mercancía cuyo precio jamás se regatea; se utilizan los más pobres
como colchón bélico de los intereses de los más ricos; se ocupan de acuerdo
o por fuerza, los puntos neurálgicos y estratégicos del origen y de las rutas
de las materias primas, controladas monopolísticamente por una selección
cooptada del poder mundial, para que pueda vivir espléndidamente ―el
rico Epulón de la parábola evangélica―, mientras los más pobres, que son
la mayoría, forman la pirámide de dolores y de sangre en que se apoyan
los astutos fratricidas.
Caín anda todavía suelto.
Es verdad que se habla de justicia, pero si la palabra la pronuncia
el débil se le llama subversivo; si el poderoso que quiere ser honrado, le
ridiculizan sus amigos ricos. Y queda abierto el reto a la desesperación y a
la violencia. Las guerras no las hacen los pobres ―¿con qué?― para implan-
tar su justicia, sino los poderosos para detenerla.
El progreso de la justicia no es fruto de la convicción de los que suelen
acumular el poder de decisión en el mundo, sino solamente la transigencia
medida e indispensable, para evitar la paralización de los mecanismos so-
ciales que permiten continuar utilizando a los que reclaman, mientras se
estudia una compensación para resarcirse, sin que lo adviertan los perju-
dicados, por si más adelante osaran volver a exigir un poco más. Y no hay
guerra mientras por este procedimiento se continúa asegurando lo que, de
otro modo, se exigiría por la fuerza.
El hombre no es amado, sino utilizado. Todavía son muy pocos los que
de verdad desearían un mundo, en el que ya no sólo todos tuvieran más,
sino que todos fuéramos mejores. Da más miedo un hombre que quiera ser
hombre, que quiera ser libre, que no un glotón o un vanidoso. Por eso se
sacrifica una parte considerable de la humanidad a pasar hambre y persis-
tir en su pobreza, para poder aquietar o distraer a los mediocres cuyo ideal
está en el estómago y cuya gloria se exhibe en los escaparates para consu-
mistas, La paz es la obra de la justicia; la justicia es el fruto de la verdad, y la
verdad está en el orden que Dios ha puesto en las cosas.
Pero a Dios lo dejamos lejos, y, si se nos dice que se hizo hombre y que,
todos somos hermanos suyos y hermanos entre nosotros, le cantamos un
villancico... pero volvemos a lo nuestro. Es decir, al egoísmo, a la lucha por
las seguridades, por la eliminación de rivales, por el atrincheramiento en
la fuerza acumulada. Y decimos que los demás son malos, para que Dios
tenga el deber de complacernos solamente a nosotros, y le exigimos y le
dictamos lo que ha de hacer para nuestro bien. No nos convertimos a él,
sino que lo convertimos a nosotros.
Así, el balance de la paz continúa siendo miserable, pobrísimo. El hom-
bre, la vida del hombre, la dignidad del hombre, valen poco; valen las cosas,
aunque sea a costa del hombre. Y por esto no hay paz, verdadera paz, paz
cristiana.
4
CRISTO,
PARADOJA
ABSOLUTA
NACIÓ pobre en un mundo que
interpretaba los bienes de la
tierra como señal de bendición
divina. Desde el principio es persegui-
do: la huida, el exilio; viene a salvar
y da lugar a la muerte de los inocentes.
Los pastores han podido admirarse
de la luz milagrosa, los magos se han
postrado en su presencia: pero son,
solamente, signos esporádicos, antici-
pación de la mañana pascual. Lo cierto
es que, desde su infancia, su vida apa-
rece como un comentario a la palabra
de Juan, después de la curación del
ciego de nacimiento: «he venido a este
mundo para que los ciegos recobren
la vista, y los que vean se vuelvan
ciegos» (9,39).
La vida sigue. Un día entra en una
ciudad e invita a Levi (que será Mateo)
a que le siga. Es un cobrador de im-
puestos, un colaboracionista del domi-
nador que tiene el país ocupado. ¡Qué
discípulos escoge el Mesías que viene
a liberar a su pueblo, sometido ahora
al yugo romano! Los demás discípulos
no son ni doctores ni maestros. Los
doctores y los maestros son los califi-
cados de ciegos y conductores de cie-
gos. Desde hace tiempo, ellos han
administrado la salvación como una
empresa capitalista, y, atentos a los
conceptos y a las leyes, se han olvida-
do de la libertad y del amor, sin los
cuales la obediencia a Dios es pura va-
nidad.
El escándalo va en aumento: anuncia
a Leví que va a comer con él. "¿Por
qué come con los publicanos y peca-
dores? (Mateo, 9, 9). Y hará lo mismo
con Zaqueo; y en esta misma línea no
tendrá inconveniente en hablar con
las mujeres, incluso pecadoras, y que
una de ellas derrame perfume sobre
sus pies.
Su obra evangelizadora es otra para-
doja. ¿No estará perdiendo el tiempo?
¿No podría procurarse medios más
eficaces? ¿Visitar a los poderosos? Pero
ni siquiera les pide permiso para
anunciar su mensaje y hacer milagros.
¿No hubiera sido lo normal que se
apoyara en las personas significadas y
rectora, de la sociedad? No las cree
capaces de buena voluntad.
Por otra parte, este hombre habla
de Dios como nadie jamás lo ha hecho,
y todos están de acuerdo en reconocer
en él una elevación moral que no es
común. Para los fariseos, lo común, lo
normal, es concordar con su sociedad.
Los propios familiares de Jesús du-
dan de él: «intentaron, Bus parientes,
llevárselo, porque decían: ha perdido
la cabeza» (Marcos, 3, 2/). Con todo,
5
los fariseos quedan sorprendidos ante
las réplicas irónicas y certeras, de la
habilidad con que se deshace de sus
intrigas, hasta el día en que Jesús
cederá voluntariamente porque habrá
llegado la hora del Padre... Pero inclu-
so en este día, intentarán mantener la
ficción de locura. El manto real con
que Herodes lo cubrirá, el cetro y la
corona expresarán esta impostura ante
el mundo.
La paradoja central, origen de todas
las demás, la que convierte a Cristo en
signo de contradicción, en piedra de
escándalo, se realiza en la Cruz. Allí
se expresa que, en un mismo ser, cabe
que sea amado de Dios y tenido por
malhechor. Paralelamente, el misterio
insondable de Jesús, amado del Padre,
y al mismo tiempo sufriente: ¿puede
quedar espacio al dolor en un ser
totalmente invadido por el amor sin
límite?
En diversas ocasiones, el evangelio
de san Juan, nos presenta a Jesús en
una sorprendente ambigüedad: habla
de su "elevación" sin precisar si se
trata de la Cruz o de la glorificación.
Es el mismo camino el de la Cruz que
el de la glorificación. Todas las teolo-
gías y todas las espiritualidades pro-
fesan lo mismo: conviene morir para
vivir. De este modo Jesús ha sido el
primero en cumplir el mensaje de las
bienaventuranzas. Con su ejemplo ha
quedado claro cuál sea el camino a
seguir. Desde este momento, la fe en
Cristo, no sirve para sufrir menos,
sino para seguirlo mejor.
El tema es todavía más amplio.
Podemos limitarnos a una simple con-
sideración: ¿Dónde está la sociedad
dispuesta a aceptar las bienaventuran-
zas como norma para el desarrollo?...
No hay que temer. La sociedad sabe
protegerse contra pensamientos dema-
siado elevados que puedan poner en
contingencia un orden cuyas raíces
están en la injusticia. A los iluminados,
como máximo, les deja hablar; incluso
utiliza sus palabras para convertirlas
en verdades de exhibición.
Pero es preciso reconocer que el
orden de las sociedades no es el orden
de las personas. A las personas se les
puede predicar las bienaventuranzas;
las personas pueden aceptarlas. Y no
solamente pueden aceptarlas, sino que
deben aceptarlas cuando pretendan
salir de la mediocridad vital, y seguir
conscientemente a Cristo.
E. Vilanova
(en Q.V.C, n° 78)
A veces se compara la crueldad del hombre con
la de las fieras; pero esto es injuriar a las fieras.
Dostoievski.
6
Nuestra gloria
y nuestra vergüenza
TERTULIANO había exclamado:
«¡Cuánto debería valer para
Dios el hombre, que Dios tam-
bién se hizo hombre!».
El hombre valía y vale lo que Dios
le ha hecho y le ha dado. Es creación
suya, reflejo suyo, espejo y semejanza
de su Inteligencia y de su Libertad.
Nosotros, los cristianos, vemos la
grandeza del misterio de la encarna-
ción de Dios, de su entrada en nues-
tra vida, por el nacimiento de Cristo,
desde Dios. Admitimos un plan que
incluye a "Dios con nosotros": las dis-
cusiones de si esa inclusión funciona
como cima apoteósica que cierra todo
el misterio de Dios con la Creación, o
de si viene como precondicionada por
la necesidad de restauración del orden
que el hombre altera, dejado solo y li-
bre, puede interesarnos menos a la
hora en que la especulación es poste-
rior al hecho, cuando Cristo es parte
de nuestra Historia. No cabe ya alter-
nativa entre gloria y liberación, por-
que la redención es gloria y gozo, y el
gozo y la gloria es "libertad de hijos
de Dios", y porque Cristo ha querido
"que nuestro gozo sea pleno".
Estamos todavía discutiendo, los
humanos, sobre nuestros derechos na-
turales, escribiendo o exigiendo decla-
raciones solemnes, o leyes reformadas
que incluyan de forma explícita y
aseguren de manera eficaz el respeto
de la dignidad humana. Y todavía no
lo hemos conseguido, porque no nos
sentimos aún depositarios de la cali-
dad natural que nos enriquece, por-
que nos desconocemos en lo mismo
que somos, porque desconfiamos de
nosotros mismos, porque el pesimis-
mo nos hace maniqueos impeniten-
tes... Pero debería de haber bastado,
si tenemos fe, si nos atrevemos a lla-
marnos "cristianos", admitir que so-
mos hermanos de Cristo". ¡Esa es
nuestra dignidad, nuestra libertad,
nuestra riqueza y nuestro gozo!
No es una dignidad sin gozo, ni es
un gozo si no procede de la gratitud
humilde y limpia; si no nos admira,
al margen de toda utilitarista mecani-
zación salvadora" o aseguradora de
negocios eternos". Dios no se hace
hermano nuestro para quitarnos mie-
dos, sino para darnos alegría y gozo;
luego "el gozo nos hará fuertes" y esa
"fuerza de Dios" alejará los miedos.
La vergüenza de llamarnos cristia-
nos está en que, ni como humanos,
nos respetamos a la hora de buscar
cómo organizar nuestras relaciones y
el reconocimiento y respeto físico y
espiritual de nuestra simple condición
creada. ¡Esa es nuestra vergüenza!
Como hombres, reconocer y respe-
tar; corno cristianos, amar y liberar al
hombre, para preparar el "reino de
Dios". Es inútil hablar de "amor" y
7
anunciar "libertad" sin partir de la
indispensable sinceridad en el respe-
to del hombre como ser natural. Pro-
nunciar estas palabras no tiene ningún
sentido, más allá de la declamación
huera, decorativa o ignorante.
Es sorprendente oír las voces de los
que ni siquiera son cristianos, pero se
sienten hombres y claman por la de-
fensa de la dignidad humana, y lu-
chan en busca de fórmulas concretas
con las que, además de los principios
teóricos (cada vez, sincera o hipócri-
tamente, menos atacados), se den las
condiciones reales y prácticas en las
que no se menoscabe la eficacia de ta-
les principios, sin rupturas, violencias
ni excepciones que los desmientan.
El hombre vale por lo que es, por
lo que Dios le ha hecho y le ha dado.
Constituye la maravilla mayor, para
el hombre mismo, su propio ser, en el
orden puramente sensible. Cuando se
le atropella, siempre es sin razón y
por no querer admitir o buscar la
verdadera razón, incluso solamente
natural, de su dignidad y excelencia.
Pero, además, Dios se ha hecho her-
mano del hombre. Cuando nos juzgue
de cómo hemos aceptado y agradecido
esta hermandad, nos medirá de cómo
lo hemos sabido encontrar, descubrir
y respetar ―¡y amar!― en el pobre,
en el hambriento, en el forastero, en
el encarcelado. Y es que Cristo fue
pobre en su tierra, y mirado como ex-
traño allí mismo ―no sólo en Egipto,
como un emigrado más...— y fue de-
tenido, y ejecutado, como un subver-
sivo, como un criminal más.
Nació en la miseria, y murió en un
patíbulo. De lejos, lo bendecimos con
la comodidad que da la distancia. De
cerca, no estamos seguros de diferen-
ciarnos demasiado de aquellos mis-
mos que lo vieron: de los pocos que lo
amaron y de los muchos que lo maldi-
jeron.
La miseria... El patíbulo... Todavía
son posibles entre los hombres que
nos llamamos cristianos. Ni hemos
descubierto nuestra propia dignidad,
ni hemos agradecido la fraternidad de
Dios. Todavía.
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Apartado 182
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8
SIN PROBLEMAS
QUISIERAN algunos, un mundo
sin problemas o, por lo menos,
su propia vida a salvo de cual-
quier contratiempo, dolor o
conflicto. Dios mismo es admitido si
se les presenta como "complemento"
(además gratuito) de las insatisfaccio-
nes temporales. Como si se tratara de
un Dios "arrepentido" de haber crea-
do al hombre endeble e incompleto
y por eso, comprometido, de alguna
maniera, a reparar sus deficiencias.
La hipótesis de un hombre no total-
mente completo, puede admitirse pero
no como consecuencia de un fallo cre-
ador, sino precisamente como una
condición que reta, al mismo hombre,
a una constante superación de la que
еѕ сараz, у сuya capacidad ha recibido
de Dios.
Dios lo da todo; pero la creatura
racional no puede ser, respecto de
Dios, el "aprovechado" que se arrima
a la fuente de soluciones. Dios no debe
suplir las capacidades que ya ha anti-
cipado en el hombre y que éste, sin
perezas, debe poner y mantener en
movimiento.
Lo malo de lo que se recibe sin
esfuerzo propio, no es ya que no se
suele agradecer, sino que ni siquiera
se estima y acaba, fatalmente, malo-
grado.
Los espíritus egoístas, o los apoca-
dos pero que se miran siempre a sí
mismos, en el espejo de una vanidad
y un sentimiento que no abandona el
marco de la propia figura, los que
necesitan de la protección ajena, los
que necesitan más mimos que ideas,
más sensiblerías que convicciones, los
perezosos cuya única excepción dili-
gente es la del cultivo de la picaresca
del "aprovechamiento", tendrán hartas
dificultades para aceptar a un Dios no
falsificado, no reducido a complemento
vital, más o menos hipotético, pero a
fin de cuentas gratuito.
Una vida sin dudas, sin cansancios,
sin angustias, sin dolores, es imposi-
ble. Sin la poda del dolor, del esfuerzo,
de la abnegación, el hombre no se
desarrolla, no pone a flote todo lo
bueno que Dios le ha dado. Cualquier
bondad superpuesta al hombre, no
sería ni comprendida ni valorada ni
agradecida ni estimada por él, si él
mismo no trabaja" y descubre, por
esa colaboración con el don que recibe
y el fruto que crea, el valor y la her-
mosura de su propio crecimiento.
No basta la simple y pasiva recepti-
vidad; ni basta pedir y lloriquear. Hay
que hacer, y hacer bien, sin envidiar
ni suplantar a nadie. Sino mirando a
Dios y acabando, en nosotros, lo que
él ha comenzado.
No hay problemas. El problema, si
acaso, es pensar demasiado en nosotros
mismos; es la falta de abnegación.
9
jóvenes.
SOIS vosotros, los jóvenes
en cuya generación se ha descubierto
casi con espíritu subversivo
el desengaño de la capciosa
o al menos insuficiente
sabiduría de las generaciones
que os precedieron
las que os inculcaron
la locura de la guerra por el poder
del materialismo como única justicia
del placer como turbia ceguera
por encima de los deberes
y superiores destinos de la vida.
Jóvenes, el vacío os ha devastado
y un afán íntimo y poderoso
os ha vuelto a colocar
casi inconscientemente
en la corriente de una invitación
que no se puede rechazar:
«Venid a Mi todos los que estáis fatigados
y cargados, que Yo os aliviaré».
PABLO VI,
Navidad de 1975
GUERRAS MATERIALISMO PLACER
HABRÍA que invertir el orden: no
es que las guerras nos hayan
podido hacer materialistas y
que el materialismo nos haya condu-
cido al placer. Más bien es, en todo
caso, a partir de éste, desde la gloto-
nería enervante de toda sensualidad
que se degenera hacia la miopía del
materialismo: y es el materialismo
que desata el egoísmo febril, descon-
fiado y avariento, que origina las gue-
rras, esas violencias colectivas cuyo
substrato profundo siempre es eco-
nómico. No importa que los ideólogos
10
deformadores del pensamiento y con-
culcadores de la libertad humana,
hayan construido justificaciones pos-
teriores para pretender legitimarlas.
Ni la verdadera justicia, aun humana,
ni ningún derecho, aun divino, pue-
den triunfar con ninguna guerra.
Avergonzados de sus propios críme-
nes, los manipuladores de la humani-
dad, han pretendido excitar el fana-
tismo de los ignorantes presentándoles
las guerras como venganza de Dios,
cuya ejecución delegaba en los mor-
tales, y se ha hablado de "guerras
santas", de "cruzadas", de "luchas de
religión". Pero resulta, aun histórica-
mente, que la "Guerra Santa" (1) de
log musulmanes lo mismo que las
"Cruzadas" de los cristianos (1) son,
respectivamente, espúreas sacraliza-
ciones posteriores, respectivamente, a
Mahoma y a Cristo.
Es un escándalo, para las genera-
ciones jóvenes de hoy, que puedan
asistir al espectáculo mundial que
pretende simultanear el prestigio de
los pueblos civilizados con su paralelo
activo Comercio de armas. La explica-
ción está en el "dinero inicuo", no en
otras razones. Las guerras son sagradas
sólo en la medida en que el "dios" es
el dinero", es decir, se llaman "sagradas" [1]
―tomando "en vano" lo sagrado―
cuando resulta que son solamente
idolátricas.
Cierto que la idolatría, que es sólo
una falsificación del verdadero Dios
―no importa que usen el nombre del
11
Dios verdadero si designan a un
dios falso―, sirve para absolutizar
exigencias que ningún poder sim-
plemente humano, podría imponer.
Es, una vez más, el pecado de tomar
el nombre de Dios en vano; de fal-
sificarlo para mejor aprovecharse
del prestigio de lo verdadero para
que prospere la falsedad.
Guerras, materialismo, placer...Se
impone un regreso a la austeridad.
La felicidad del hombre no está
en el estrago de los sentidos: éstos
no pueden substituir ni sofocar la lla-
ma del espíritu, sino que deben ser
lenguaje e instrumento de su vigor.
La materia, ni su dominio, ni su
reparto, pueden, por sí solos, ser el
fundamento de ninguna justicia.
El único triunfo posible y válido,
en este mundo, no puede ser el de
la fuerza, ni el de la razón man-
tenida por la violencia. Porque el
medio destruiría, contradictoria-
mente, cualquier afirmación de ra-
zón y de verdad.
Langostinos con cáscara
Invitado a una boda relativamente distinguida, y en el banquete, le
sirvieron a un amigo de los novios, lo mismo que a los demás comen-
sales, un plato de langostinos. Algo inexperto en exquisiteces, le resul-
taba una novedad y, sobre todo, una complicación la de averiguar el
modo correcto de comerlos sin llamar la atención.
Turbado y perplejo y sin ni siquiera esperar a ver cómo se despa-
chaban los demás, cogió tenedor y cuchillo y consiguió seccionar las
articulaciones y anillos y se los comió con cáscara.
Cuando luego, campechano, contaba su aventura, añadía que no pu-
do hacer otra cosa, ya que carecía de libertad para decir allí, y para
ahorrarse el tremendo experimento, que no le gustaban". Antes, cierto
que había comido marisco; pero en los bares, sin etiqueta.
En la vida hay muchas cosas ―y no sólo "de comer"― que cuando
afrontarlas pide algún esfuerzo al que no se está acostumbrado o, sim-
plemente, un esfuerzo que no se quiere hacer, surge la misma alterna-
tiva: si se permite la reacción con libertad, se desprecia o rechaza con
alguna conveniencia o calificación vana: no me gusta", "no es impor-
tante", "es perder el tiempo"... (lo de Machado: altivez «que desprecia
cuanto ignora»).
Pero si no hay libertad... Se come o se traga con cáscara. La indi-
gestión o la nausea es posterior, pero se ha salido del paso, si bien en-
contrando disgusto en lo que debía haber sido agradable, u obscuro lo
que debía haber sido claro, o malo lo que era realmente bueno.
El problema de si la libertad depende de uno mismo o de los demás,
ya es otra cuestión.
12
Rescoldo de libertad
EN un artículo de Henri Fresquet,
sacerdote y periodista católico,
publicado en el diario indepen-
diente Le Monde, a principios del pa-
sado verano, se hacía referencia al
aumento progresivo de la asistencia
a los cultos que ―dentro de lo que
cabe― es dado registrar en los países
de la órbita marxista; tampoco faltan
allí vocaciones al sacerdocio y a la vida
evangélica.
¿Es posible buscar razones a este
fenómeno? ¿Es que allí "eran" más
cristianos que nosotros? ¿Es que se
produce la reacción del indómito ser
humano, que desprecia lo que es fácil,
afirma lo que se niega, o reclama lo
que se le prohíbe?...
Una explicación extremando estas
hipótesis reduciría al capricho la se-
riedad del fenómeno. Cabe un examen
más razonable acercándonos a la rea-
lidad de lo sucedido y acercándonos
al indeclinable valor del espíritu hu-
mano, inextinguible en las exigencias
de su inteligencia y de su libertad.
Allí, la Iglesia, al principio de las
restricciones y difamaciones padecidas
a causa de los impedimentos y castigos
"legales" del sistema policíaco estatal,
pasó por la humillación de no poder
contrarrestar la propaganda de des-
prestigio, cómodamente organizada
desde el poder, con miras a sembrar
el desconcierto y la confusión de la
masa creyente, cuyo sector más débil
y desorientable pasaría enseguida a la
duda y, desde sus primeras vacilacio-
nes, optaría por el abandono; al mismo
tiempo se producirían las deserciones
―solapadas primero, acomodaticias
o incluso descaradas al fin― de los
oportunistas de todas partes que, des-
de la ambigüedad o la hipocresía, so
apuntan al último vencedor para hacer
méritos ante las nuevas situaciones.
Cuando las situaciones de poder bas-
culan hacia un polo exclusivo y mono-
polista que se radicaliza y discrimina
y trata como enemigos a los disidentes
o no colaboradores, la cobardía y el
miedo sugieren mil formas de huida
del propio deber, de deserción de la
misma fe y hasta de traición. Luego, si
se puede, se buscan o inventan razones
o motivos que den apariencia de justi-
ficación al abandono o a la infidelidad.
Pero basta que quede, de la Iglesia,
un rescoldo de autenticidad. «No ten-
gas miedo, pequeño rebaño» había
dicho el Señor a la minoría sencilla y
fiel. Aunque la fe y la perseverancia
de los pocos no les suprime el dolor.
El dolor es la apuesta cristiana para
toda fecundidad espiritual. El dolor
ayuda, en primer lugar, a volver a la
verdad, a la realidad, al "des-engaño".
El dolor, desde la fe, también es peni-
tencia, por las veces en que, colectiva-
mente, los cristianos se hubieran re-
signado ―¿y complacido?― con las
apariencias de triunfos paralelos a los
13
mundanos, o comparsas de los mun-
danos.
Pero el dolor o, más claramente, la
persecución, era infligida a la Iglesia
por los tiranos, no por crueldad capri-
chosa, sino porque, si bien intencio-
nados, pensaban que ella era enemiga
de la que creían verdadera justicia
que intentaban implantar y hasta im-
poner ―y el fallo estaba en los medios
injustos de hacerlo―, o, si mal inten-
cionados, la indignación resentida de
tener que reconocer que la Iglesia,
precisamente por su esencia espiritual,
constituía el último y principal ba-
luarte donde se afirmaban y defendían
―o se podían afirmar y defender―
los derechos naturales del hombre,
criatura de Dios, y esto constituía para
ellos un estorbo. Desde Juliano el
Apóstata hasta los apóstatas de los
derechos de Dios en el hombre, en
cualquier lugar, en cualquier tiempo
y bajo cualquier signo, verán siempre
en la Iglesia, cuando no sea domesti-
cable, una resistencia que hay que
eliminar, suprimiéndola o, cuando ello
no sea posible, neutralizar su influjo
con el metódico desprestigio.
Pero la más artera técnica es al fin
siempre vulnerable porque se ha de
enfrentar con algo que no puede, de
modo absoluto, ni suprimir ni indefi-
nidamente sofocar, y que el mismo
intento persistente pone de manifiesto
sus terribles contradicciones. El valor
de la esencia del hombre es una cons-
tante indestructible. Al hombre se le
puede momentáneamente engañar, se
le puede desviar, se le puede utilizar
y manipular, y es capaz de corrupcio-
nes; pero jamás de modo absoluto. La
obra de Dios permanece, y todo cuanto
se opone a ella y a sus leyes, todo
cuanto pueda parecer que momentá-
neamente la detiene y falsifica, se tra-
duce, al fin y en conjunto, como un
superior reto que la estimula a la afir-
mación y al crecimiento. Al fin y en
conjunto no es sólo al final de los
tiempos, sino también ahora y aquí,
sin aplazamiento. Es absurdo cruzarse
de brazos y esperar, dice José Agustin
Goytisolo, porque «no existe un solo
fin del Mundo, sino pequeños fines de
pequeños mundos». Y, ante Dios, no
hay mundo más pequeño, ni más frá-
gil que el de las tiranías.
Allí donde las tiranías han agredido
la libertad de los hombres y, por lo
mismo, la libertad también de la Igle-
sia, ésta ha conocido el anuncio de su
dolorosa purificación, pero también de
su paciente crecimiento. Crecimiento,
que no hinchazón; realidad, que no
apariencias; espíritu, y libertad y ver-
dad, que no ideologías pseudojustifi-
cadoras de egoísmos pluralizados o
soberbias sacralizadas. Cuando esto
ocurre, frente a toda idolatría, la Igle-
sia repite al hombre la unicidad de
Dios, y esta verdad es la libertad del
hombre. Sólo ella; las esclavitudes son
el peso de las idolatrías.
Y por eso, los hombres, que no
pueden, finalmente, renunciar a su sed
de libertad, vuelven y buscan a Dios.
El rescoldo de la Iglesia, es fuego de
libertad. Libertad de hijos de Dios.
Muchos de los que ―dándose o
sin darse cuenta― no entienden a
la Iglesia o han reducido a Dios a un
espantajo, no es que tienen necesidad
de convertirse: ante todo les conviene,
más bien, desentumecer su mente, re-
nunciar a la voluptuosidad aturdidora
y ser, en principio, simplemente, hom-
bres. Si es hombre y se siente tal, será
capaz de ser libre. Y, libre, podrá ser
hijo de Dios.
14
DEL DICHO AL HECHO
LAS PALABRAS que pronun-
cian los hombres de la Iglesia,
re les quiere dar, en ocasiones,
mayor significado o distinto significa-
do del que les es propio. Todavía, lo
más lamentable es que, en otras oca-
siones, ni siquiera se atiende a sus
palabras, sino que se quiere ―o requie-
re― simplemente, la simbólica pre-
sencia de un personaje eclesiástico
para que añada color o su peculiar
prestigio sacral a lo que concurre.
Son modos equivocados de enten-
der. La lealtad, la cortesía de los hom-
bres verdaderamente espirituales, no
se inhibirá de esta presencia si suponen [1]
buena intención en quienes les
invitan. Pero la Iglesia, donde quiera
que sea invitada o pueda estar, tiene
una única misión esencial: la de pre-
dicar.
Su predicación ni es un refrendo,
como desearían los siempre dispuestos
a utilizarla, ni es una condena, como
algunos podrían reconducir determi-
nados aspectos del anuncio de su men-
saje fielmente cristiano.
La Iglesia ―la Iglesia de Cristo, la
verdadera Iglesia de fariseada y evan-
gélica― ni es "partidaria" de un siste-
ma económico, ni de un régimen
político, ni de una teoría científica; ni
tampoco es oponente. Como mucho, es
de modo irrenunciable partidaria del
hombre y de sus derechos, porque el
hombre es creación de Dios y su dig-
nidad y sus derechos se los ha dado
Dios mismo, reconózcanlo luego, o no,
las sociedades y los regímenes del
mundo.
Quien quiera que tenga una idea
aproximada de la verdadera naturale-
za y auténtica misión de la Iglesia, no
entenderá de otro modo ni sus pala-
bras ni sus gestos.
Es justo el que la deja hablar, y es
noble quien la quiere oír. Pero ni es
santo el oyente porque oye, ni concede
nada que exceda lo simplemente natu-
ral quien la deje hablar. Dejar hablar
es simplemente un deber; oír es un
acto de atención y de libertad. Obrar,
en cambio, es lo que santifica, lo que
califica de cristianos. Por sus frutos
les conoceréis.
Pero el obrar de los oyentes, ya no
es imputable a la Iglesia. Ella sólo lo
es, delante de Dios, de las palabras
que les dice.
Católico será ―dejando muy de lado
toda presunción y blasones― el que
además de oír, hace.
Cada vez que veamos una cierta
austeridad y sencillez en un oyente,
podemos suponer, en principio, que
quiere oír para poner en obra lo que
se le dice. Contrariamente, cada vez
que se exageren las calificaciones y se
cargue la ostentación de adjetivos de
catolicismo, podemos sospechar que
el tal catolicismo se queda en pura
decoración.
15
UN MAPA PARA MEDITAR
LA SOCIOLOGÍA es una ciencia
humana positiva que consiste
en la observación de los hechos
sociales considerados como interre-
laciones humanas y como elementos
colectivos que influyen y condicionan
los comportamientos, las motivacio-
nes, los valores y las creencias de las
personas y de los grupos.
El hombre vive en comunidad y en
ella organiza sus actividades. No nos
puede sorprender que la Iglesia, a la
hora de proponerse el mejor modo de
hacer llegar a todos los hombres el
mensaje cristiano, también observe los
mismos hechos sociológicos del lugar
donde evangeliza. Esta observación
no alcanza hasta la profundidad del
espíritu de cada hombre, ni mucho
menos, e incluso se debe limitar a
datos que siempre son relativos, pero
que, por otra parte, por lo menos de
modo provisional, tienen el valor del
síntoma no desdeñable, sobre todo si
se relaciona con otros aspectos que
tiendan a completar la realidad.
16
Esto explica por qué se vienen cele-
brando estudios, congresos y confe-
rencias de "Sociología Religiosa" y
que adquieran, cada vez, mayor relie-
ve, tanto por la seriedad de las inves-
tigaciones, como por las aplicaciones
que de ellas se hacen en el terreno
pastoral.
En España ha sido notable el fruto
de las actividades del INSTITUTO DE
SOCIOLOGÍA Y PASTORAL APLI-
CADAS, de Barcelona, al frente de su
director el Dr. Rogelio Doucastella,
cuya experiencia, no consta sólo por
las numerosas publicaciones, estudios
y aportaciones que tienen en su haber,
sino, últimamente, por su colaboración
en la XIII Conferencia Internacional
de Sociología de la religión, celebrada
el último verano en Lloret de Mar,
cerca de la Ciudad Condal.
El mapa que ofrecemos a la medi-
tación de nuestros lectores, y del que
es autor el referido sacerdote barcelo-
nés, se apoya en la observación de un
hecho" para conjuntar una perspectiva
de la práctica religiosa en España. El
hecho elegido ha sido el de la asis-
tencia dominical a la Celebración eu-
carística.
Sabemos de la relatividad de estos
datos, explica el citado autor, pero
creemos que aunque representen par-
cialmente la totalidad de la vida reli-
giosa de los católicos españoles aún
siguen siendo muy válidos por varias
razones. Y una de ellas es el poder de
convocatoria que tienen todavía nues-
tros templos todos los domingos, su-
perior ciertamente al de los miles de
espectadores de los campos de fútbol,
a pesar de la desmesurada publicidad
que les dedican los medios de comu-
nicación, pues en España el periódico
de mayor tirada es de tema deportivo,
el aliciente quinielístico absorbe pen-
samientos y conversaciones de fin y
principio de semana, etc.
Otra razón es el hecho de que, en
la sociología de los comportamientos
humanos, el factor religioso es alta-
mente significativo por sus derivacio-
nes socio-políticas, históricas, cultura-
les y emotivas profundas.
El mapa plantea, junto al problema
del vacío religioso en la gran ciudad,
el angustioso retraimiento de las zonas
industriales y la fidelidad del mundo
rural. Si bien es de notar que, en cifras
relativas, la zona de una mayor reli-
giosidad en todo el mapa español la
constituye el país Vasco, a pesar de ser
preponderantemente industrializado,
mientras que el nivel de más baja re-
ligiosidad corresponde a la provincia
de Madrid, donde el predominio no
es del sector industrial, sino el de los
servicios. De las cuatro provincias que
superan ligeramente el mínimo de
Madrid, solamente la de Barcelona
cuenta con la preponderancia del sec-
tor industrial, ya que Almería y Huel-
va son principalmente agrícolas, y
Cádiz, como Madrid, en auge de los
17
servicios. Una cierta aproximación en
renta per cápita, correspondería a Vas-
conia con Madrid y Barcelona: casi el
doble y, a veces, más que la de las otras
provincias citadas, del Sur español.
Pero si intentamos una síntesis por
regiones, podríamos establecer los si-
guientes datos:
En Andalucía, de los 5.906.730 habitantes, van a misa el 22,4 por
ciento de los preceptuados;
en Cataluña, con 5.457.441, van el 21,66;
en la zona de Madrid (Castilla la Nueva), de 5.492.165, van el 17,57;
en Vasconia y Navarra, de 2.455.653, asisten el 71,27;
y en Castilla la Vieja y León, con 1.885.283, asisten el 65,27.
El peso de Madrid, Barcelona y An-
dalucía son definitivos en este balance
estadístico.
No se puede soslayar, al considerar
la religiosidad preponderante del mun-
do rural, la cuestionable valoración
cualitativa que debe asignársele ante el
fenómeno migratorio, puesto que re-
sulta evidente el abandono religioso
producido en los desarraigados que
llegan a la ciudad en busca de trabajo
o empleo que les faltaba en el campo.
¿Qué valor tenía aquella religiosidad
o aquella práctica tan pronto abando-
nada?
De todos modos, cabe concluir que
algo más de diez millones de españo-
les van a misa cada domingo.
Y, de estos diez millones, ¿cuántos
comulgan o cuántos, más allá de la
mantenida persistencia de un compor-
tamiento sociológico, se sienten cris-
tianos convencidos y activos, y no
meros cumplidores de un precepto?
Es un mapa para meditar. Un mapa
de la "católica" España.
Ésos que desean ser tan fuertes como
el universo, lo que de veras desean es,
únicamente, que el universo sea tan
débil como ellos mismos.
Gilbert K. Chesterton
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Dos poemas
Nada serenidad, paz recogida.
Eléctrica la luz, la voz, el viento,
y eléctrica la vida.
Todo electricidad, todo presteza
eléctrica: la flor y la sonrisa,
el orden, la belleza,
la canción y la prisa.
Nada es por voluntad de ser, por gana,
por vocación de ser. ¿Qué hacéis las cosas
de Dios aquí: la nube, la manzana,
el borrico, las piedras y las rosas?...
¡Asfalto!: ¡qué impiedad para mi planta!
¡Ay, qué de menos echa
el tacto de mi pie mundos de arcilla
cuyo contacto imanta,
paisajes de cosecha,
caricias y tropiezos de semilla!
Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores. ·
Tristes, tristes.
Miguel Hernández
19
¿QUÉ ES EVANGELIZAR?
EVANGELIZAR significa para la Iglesia llevar la Buena
Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con
su influjo, transformar desde dentro, renovar a la mis-
ma humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las
cosas» (Apocalipsis, 21, 5). Pero la verdad es que no
hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hom-
bres nuevos, con la novedad del bautismo (Romanos,
6, 4) y de la vida según el Evangelio (Efesios, 4, 23-24).
La finalidad de la evangelización es, por consiguiente,
este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en
una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evan-
geliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje
que proclama (Romanos, 1, 16), trata de convertir al
mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de
los hombres, la actividad en la que ellos están com-
prometidos, su vida y su ambiente concretos.
Exhortación apostólica,
EVANGELII NUNTIANDI (8. 12. 1975)
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita o imprimes Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 108/62 - 17. 1. 76
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