Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 140. ABRIL. Año 1976.
SUMARIO
«NO ES otra cosa la Eucaristía que el amor reves-
tido de discreción; Cristo está presente y oculto
en ella. Da el vértice de la vida mientras asume
todas las inmovilidades y silencios de la muer-
te. Es el lenguaje oculto de Dios, pero es, además, la suge-
rencia de un método: conversión del mundo no desde el
exterior al interior, sino desde dentro afuera». — CARD.
GIULIO BEVILACQUA, C. O.
EL PRECEPTO DOMINICAL
PARTIR EL PAN
LOS NO COMULGANTES
LA EDAD DE COMULGAR
LA MISA DE AYER, DE HOY Y DE MAÑANA
LA ESPERANZA: TEOLOGÍA E HISTORIA
1 (61)
EL PRECEPTO DOMINICAL
SI todavía hoy la Iglesia nos invita a celebrar juntos,
cada domingo, el memorial del Señor, lo hace por
fidelidad al Maestro y porque desea continuar una
tradición de plegaria, vital para su propia existencia co-
munitaria y para su desarrollo en el mundo.
Esta invitación, a lo largo del tiempo, ha tomado la
forma de un precepto porque la Iglesia sabe hasta qué
punto este encuentro fraterno con el Señor es fuente de
vida. Sería tanto como desconocer su intención profunda
tomarlo como un simple precepto legalista, arbitraria-
mente impuesto desde fuera: este precepto se reduce a
traducir y concretar la invitación del Señor a sus dis-
cípulos de comer la Pascua con ellos hasta su retorno
glorioso.
En verdad, no se trata ante todo de "tener que"
asistir a Misa, sino de "poder" participar en ella. No se
trata, en primer lugar, de lo que nosotros podamos sen-
tir o experimentar, sino de lo que el Señor realiza en
esta acción. Solamente la fe puede abrirnos a éste que
llamamos, precisamente, "misterio de la fe" y permitir-
nos medir o entrever su valor.
A cuantos se les ocurra pretextar que la celebración
litúrgica, tal como se les ofrece a ellos, les resulta dema-
siado extraña a la vida y a los problemas de los hom-
bres, o demasiado artificial y anónima para que sea una
verdadera comunidad y una liturgia viva, les diremos:
«Solamente tenéis derecho a criticar la celebración de
la asamblea en que estáis, después de haber agotado
todos los medios de vuestra propia aportación autén-
ticamente personal, como algo de vosotros mismos».
La Escritura compara a los cristianos con las "pie-
dras vivas" que han de edificar conjuntamente el cuerpo
de Cristo. La Iglesia es algo que no puede construirse
con materiales "pre-fabricados", sino soldando con ce-
mento cada piedra, porque es a la totalidad de cada
uno de nosotros a quienes corresponde hacernos templo
vivo en el que habita Dios.
L. J. card. Suenens,
Primado de Bélgica
2 (62)
Partir
el pan
LOS PRIMEROS cristianos se reunían para «partir el pan». El gesto
de Cristo en el Cenáculo fue recogido y repetido por los inmediatos
seguidores suyos: ese pequeño grupo adicto que le encontró a la orilla
del Jordán, o a la del lago de Galilea, o en los caminos y poblados, y
que fue aumentando en número, por las predicaciones y signos que en él
veían, hasta que la contradicción del Calvario y la confusión que de aquel
fracaso les vino, fue compensada por el redescubrimiento de la Pascua.
Esos que habían conocido directamente al Señor, vivían en el corazón
y en la fe lo que de su presencia misteriosa quedaba.
A nosotros, los fieles de veinte siglos más tarde, nos gustaría saber
cómo fue la primera Eucaristía, la primera Misa de los apóstoles cuando,
sin la aforada compañía del Señor, más vivo el recuerdo, después de
Pentecostés, un día, Pedro, reunido con los demás, curado ya de todos los
miedos, fortalecido en su fe y en su amor al Maestro, comenzó a hablar de
su recuerdo y de aquel Jueves, preludio de la Pasión, que ahora llamamos
«Santo», y cogió el pan y el cáliz con el vino, para repetir el gesto de Jesús,
presentificando aquella «acción en memoria suya». Y «dio gracias», «partió
el pan» y «lo distribuyó». Tres hitos de una acción misteriosa, de un sacra-
mento.
El Señor Jesús había comenzado su obra con un grupo de amigos. Ésa
había sido toda su previsión organizativa. Los amigos son fieles al recuerdo
y viven en el amor. El recuerdo, ahora, no era una tristeza, no era el dolor
de una ausencia, sino el gozo de haber vivido con el Maestro. Y sin exigir
la mediación de milagros, sabían que, cuando estaban reunidos en su nom-
bro, recordándolo, «el Señor estaba en medio de ellos».
No eran solamente los doce, porque el grupo iba creciendo. La Eucaris-
tía era el centro de convergencia de amistad y de misterio. Sin ritual espe-
cial, con sencillez Absoluta, se celebraban las primeras Eucaristías. Eran
expresión de la unión con Cristo y de la caridad entre los hermanos.
Era un banquete fraternal y sagrado. La idea de banquete de carácter
sagrado no es exclusivamente cristiana: la encontramos en casi todos los
3 (63)
pueblos primitivos y también entre los judíos. Los primeros cristianos lla-
maban a estas reuniones «âgapes»; reproducían la práctica profana y judía
con la fidelidad al ejemplo y ni recuerdo del Señor, que en el banquete
pascual instituyó la Eucaristía, llamada así porque en el Cenáculo comenzó
Jesús «dando gracias», y luego «partió el pan» y «lo repartió en comunión».
Luego, cuando la comunidad original creció, no siempre el aumento de
la cantidad de fieles correspondió con la misma profundización de la fe.
San Pablo se verá precisado a reprender a los corintios que tales cele-
braciones hubieran degenerado, entre ellos, en abusos y comilonas por las
que, los recién convertidos, una vez pasados los primeros fervores, volvían
a las costumbres de los banquetes paganos, impropios de la reunión fra-
ternal de la comunidad de fieles: el egoísmo, la exhibición de clase, no se
habían erradicado con el simple pasajero entusiasmo inicial.
El rito eucarístico de la «fracción del pan» hubo de estilizarse en fuerza
del mismo deseo de fidelidad y en evitación de desvíos. De todas formas,
perduró, durante siglos, una cantidad de formas de ritos eucarísticos,
equivalentes, en substancia, pero reveladores de la gran variedad de cul-
turas en medio de las cuales iba penetrando el Cristianismo. Prevaleció
finalmente el formulario eucarístico de la iglesia romana, tal vez porque
fue precisamente el más sencillo, sobrio y coherente.
La Eucaristía es la Pascua renovada en la Iglesia, es el cielo en el alma
para el fiel, y es el abrazo al Señor y a los hermanos junto al altar. Desea-
ríamos para este sacramento la pervivencia de su espíritu originario, no
Yo sólo el del Cenáculo, junto al Señor, sino el de los primeros cristianos,
el de las reuniones que Pedro presidia, que los demás apóstolos imitaron y
que, como signo de fe y de caridad, se fue celebrando en comunidades
esparcidas por todos los camino6 que pisaban los primeros discípulos del
Señor, en reuniones donde todos se conocían, todos se amaban, perseve-
rando en la renovada memoria del Señor, para siempre.
«Ellos contaron cómo habían reconocido
al Señor al partir el pan»-
LUCAS, 24, 35
4 (64)
Los no comulgantes
CUANDO los derrotistas se lanzan a
denunciar la baja de la fe de los
cristianos, podríamos objetarles,
en nuestra situación, que preci-
samente es en estos tiempos cuando en
mayor número, los que asisten a la cele-
bración eucarística, participan en ella
acercándose a comulgar. Poco a poco se
comprende cada vez mejor, que la santa
Misa no es un rito para presenciar, sino
una acción que pide, esencialmente, ser
realizada y participada comunitariamen-
te, oyendo la misma Palabra y comiendo
del mismo Pan, para glorificación de Dios
Y crecimiento de la caridad entre los
hermanos. El recuerdo del cenáculo y
la fe en Cristo, que se entregó por los
hombres, no tendría ningún sentido, aun-
que fuese proclamada por los asistentes,
si la Misa se tomaba como mera ceremo-
nia para espectadores o "cumplidores**
de Misa de alcance...
Los cristianos conscientes no se han
resignado nunca a ese mero cumplimien-
to, válido solamente para retardados,
olvidadizos o semi-infieles que a duras
penas arrastran, aunque bautizados, la
autodenominación de "cristianos" o, re-
forzando el título, de "católicos".
Nos ha de confortar ver que cada día
comulga mayor número del relativo a los
asistentes a la Misa; cada vez está más
lejos la asistencia pasiva de los sólo pre-
ocupados por absolver una "obligación"
de precepto, en una ceremonia rutinaria
Y, para ellos, siempre demasiado larga.
De todos modos, queda todavía un
margen largo de fieles que asisten a la
celebración de la santa Misa y no se acer-
can a comulgar. ¿Por qué esa abstención?
No podemos coger a cada una de estas
personas y establecer, inconsideradamen-
te, un juicio sobre ellas: pero el conjunto
del fenómeno sí que debe ser, por lo
menos, expuesto en líneas generales, para
deshacer errores, para clarificar concep-
tos y, tal vez, también para ahuyentar
escrúpulos.
Debe haber, entre los no comulgantes,
personas de un gran respeto hacia lo
divino, que, con toda honradez, no se
creen dignos de acercarse al Señor, pare-
cidos al publicano del Evangelio, a quien
Cristo alabó; del mismo modo que puede
haber fariseos, que presuman su piedad,
como si Dios necesitara de ellos.
Pero entre esos humildes publicanos
debiera suscitarse el estímulo de un acer-
camiento sacramental a Cristo: con ellos
debe ocurrir, muchas veces, que toman
por impedimento a la comunión, cosas
que no lo son y que, una conversación o
una confesión con el sacerdote, les aclara-
ría dudas y les daría la paz de descubrir
que no están tan lejos del reino de Dios,
como ellos, por un exceso de temor o
de miramiento, encerrados en sí mismos,
suponen.
Es también posible que, en determina-
dos casos, esa asistencia mezclada de
inhibición, son debida a desconocimiento
de lo que es la Mina, y que deban ins-
5 (65)
truirse, catequizarse, poner a la altura
de los demás conocimientos que poseen,
los demasiado pobres y elementales que
tienen sobre Dios, el Cristianismo, la Eu-
caristía.
Es cierto que la Iglesia no ha urgido
las conciencias a comulgar constante-
mente en cada Misa, a todos los que a
ella puedan asistir. Pero ello no ha sido
más que una transigencia comprensiva
hacia posibles situaciones transitorias de
conciencia, cuya normalización dependía
de la libertad del cristiano. Por este res-
peto a la conciencia, y como un límite, en
realidad mínimo, ha establecido, desde
siglos, que, por lo menos, el fiel debe
comulgar en Pascua, que es lo que enten-
demos por "cumplimiento pascual" de
los fieles. Pero esto no puede tomarse
como un límite jurídico, soportado o
cumplido el cual, ya basta para ser
cristiano. Ningún fiel de la primera vene-
ración de seguidores del Evangelio lo
habría admitido. Y ninguno de ellos asis-
tía a una celebración eucarística sin que
comulgara en ella. Una Misa con asis-
tentes no comulgantes, habría sido un
absurdo, no habría tenido sentido. Sólo
la introducción de una mentalidad casuís-
tica, objetivalizadora, juridicista a ultran-
za, perteneciente a filosofías ajenas al
Evangelio, ha podido convertir en espec-
táculo lo que debe ser participación.
Lo único que había en las Misas primi-
tivas con la admitida presencia de no
comulgantes, era la catequesis que prece-
día a la celebración eucarística propia-
mente dicha y que es, en nuestra estruc-
tura de celebración actual, la parte que
denominamos "Liturgia de la Palabra,
hace poco, "Misa de los Catecúmenos". A
esta parte asistían los que se preparaban
a recibir el Bautismo y, también, los pe-
nitentes que se disponían a reintegrarse
a la comunidad cristiana que habían aban-
donado.
Hemos llegado, por inercia y absurdos
convencionalismos, a admitir esas Misas
de cumplido social, en bodas, funerales,
primeras comuniones... en las que Dios y
la Eucaristía ocupan sólo alguna o ningu-
na atención, sino simple pretexto de fon-
do para acompañar o quedar bien con la
familia o amigos, cosa muy legitima. Pero
en ella, poner una celebración sacramen-
tal a la que se asiste con espíritu ajeno,
en la que Dios es postergado, resulta
irrespetuoso. Dios no debe ser un pretex-
to para cumplidos de acontecimientos
sociales.
¿Cuándo acabaremos con todo ello?
Un cristiano normal debe sentirse ex-
traño en una Misa en la que no comulgue,
o al imaginar una comunión sin asistir a
la Misa. Ni Misa sin comunión, ni comu-
nión, sin Misa.
Ni Misa sin comunión,
ni comunión sin Misa.
6 (66)
La edad de
comulgar
LA INDICACIÓN de los siete años
no constituye un precepto, sino
un criterio para designar la apa-
rición de la conciencia en el hombre,
ese principio de responsabilidad, de
capacidad de usar de la inteligencia y de
moverse con la voluntad en la com-
prensión y elección del bien. Se puede
discutir de si son o no los siete años o si
es sólo alrededor de esta edad que se
produce la aparición de la conciencia
humana, o de qué grado de conciencia
es capaz de alcanzar un niño y de cuál
es la indispensable para acercarse a
recibir al Señor.
Siete años. ¿Y por qué los siete años?
Hay una tendencia cultural a hacer
intervenir el número siete en los cóm-
putos de las etapas de la vida humana.
El número siete no sólo es importante
y significativo bíblicamente. Siete y
los múltiplos de siete han parecido
marcar, más o menos, la escala de
capacidades del ser humano en las
instituciones jurídicas romanas: siete
el límite de la infancia, catorce la pu-
bertad y veintiuno (con oscilaciones)
la mayoría de edad.
Infancia es la edad del que no puede
o no sabe hablar. Hablar es expresar
el pensamiento. Nada o poco tiene
que decir el que no sabe o no puede
pensar. Pero, todavía esto, admitiría
muchos matices y prolijas discusiones.
Hasta épocas relativamente recientes
se han cometido verdaderas atrocida-
des al suponer capacidad de responsa-
bilidades en menores de edad, aunque
supuestamente llegados a la discreción
post-infantil.
Cuando se trata de comulgar por
primera vez, ¿es suficiente una ele-
mental y muy simple discreción, sin
más? ¿Bastan los simples siete años?
¿O señala la conveniencia de acercar
el niño a la Eucaristía, esa tan frecuen-
temente aducida razón de la "inocen-
cia" infantil? ¿Tiene algún valor, o se
puede llamar inocencia" la "ignoran-
cia" o incapacidad tanto de bien como
de mal?... Evidentemente, la inocencia
no es algo negativo, que deba condi-
cionar la Gracia, eminentemente posi-
tiva, de un sacramento.
En el momento en que despojemos
de mundanidad la primera comunión
de los niños y, sobre todo, en el mo-
mento en que los padres verdadera-
mente cristianos, tomen, precisamente
ellos, la responsabilidad de lo que es
la primera comunión de sus hijos,
todas estas cuestiones quedan fácil-
mente resueltas. Lo que no puede ser
es acercar a un niño a la Eucaristía si
no le acompañan ―no sólo en este
acto, sino en el ejemplo que debe pre-
cederle y en la perseverante práctica
cristiana que lo ha de continuar― co-
mulgando al lado de ellos. La primera
7 (67)
comunión no es "una puesta de largo**
sacramental, no es un acontecimiento
social ―que "todos los niños lo hacen…
entre nosotros"―, no es una transi-
gencia con la que han de pactar incluso
los no creyentes ni practicantes, para
que, en adelante, no les molesten con
preguntas los vecinos o amigos cató-
licos"... Sería tomar el nombre y las
cosas de Dios en vano, a costa del bien
de los propios hijos comulgantes quie-
nes, tras las primeras juguetonas co-
muniones infantiles, no tardarían, por
inercia doméstica y social, en abando-
narlas: como un juego entraron en
ellas y con igual ligereza las abando-
narían.
Los padres cristianos que creen
que sus hijos han llegado a la
suficiente discreción para que partici-
pen y reciban la Eucaristía, deben
tomar este acontecimiento como algo
que les afecta totalmente: ellos mismos
han de dar ejemplo de asistir y parti-
cipar en la Eucaristía, y no solamente
en la inmediata circunstancia de esta
"primera comunión" sino que, pre-
viéndola ―en el caso de que se hubie-
ran alejado de Dios o prescindido de
los sacramentos― y deseándola since-
ramente, con fe cristiana, como un
bien para sus hijos, sean ellos, los
primeros por ser mayores, quienes
vuelven a Dios para que, los niños,
vean como normalidad el acto que
sólo consciente y sinceramente se les
invita a realizar.
La Eucaristía es la "comunión", la
unión con Dios y los hermanos: si
esta unión con Dios y fraternal no se
intenta realizar, ¡por lo menos!, a nivel
familiar y de modo más que esporádi-
co, aislado o circunstancial, no pasa
de banalidad... por más relojes que
le regalen al nene o medallas que le
cuelguen a la nena y besos a manta
de abuelos y tías, y desayunos extra-
ordinarios, y fotografías, y regalos, y
vestidos, y estampas... Riada munda-
na, festera e inútil; Dios trivializado,
desconocido y ausente.
Si esto pudiera ocurrir, lo honesto
es esperar, convertirse y preparar lo
que debe ser una comunión" con el
Señor, de todos los de la casa, si la
casa es de cristianos. La primera co-
munión de un niño que se prepara (7)
en soledad a ella, que luego, si conti-
núa comulgando o yendo a Misa, se-
guirá yendo solo y aburrido, hasta
que se olvide y lo deje del todo, según
el ejemplo doméstico, no puede ser,
salvo milagro, un bien para ese niño.
Es una mentira social, en esta sociedad
donde hasta lo santo y religioso se
somete a convencionalismo huero, cos-
tumbrista y sociológico.
Es verdad que, en muchas ocasiones,
la conciencia de ese ejemplo que hay
que dar al niño comulgante, supone
un despertar en la conciencia de los
padres, no irreligiosos, sino simple-
mente olvidadizos, aburguesados, pe-
rezosos para las cosas de Dios; pero
aun en estos casos, el despertar de la
conciencia paterna es necesario y su
perseverancia indispensable para que
el niño que es acompañado un día a
recibir al Señor, tome este acto como
una prueba de amor inolvidable de los
que más quiere y más le quieren en
esta vida.
La edad de comulgar de un niño es
aquella en que sus padres (cristianos
o vueltos a un sincero y práctico cris-
tianismo) y él, son capaces de com-
prender este abrazo que juntos dan y
juntos reciben a Cristo y de Cristo.
El número de los años no tiene im-
portancia.
8 (68)
Oración de caminante.
SER en la vida romero,
romero solo que cruza
siempre por caminos nuevos.
Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa,
ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos.
No sabiendo los oficios
los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquier sirve, cualquiera…
menos un sepulturero.
Un día todos sabemos
hacer justicia.
Tan bien como el Rey hebreo
In hizo Sancho el escudero
y el villano Pedro Crespo.
Que no hagan callo las cosas
ni en el alma ni en el cuerpo.
Pasar por todo una sola vez
una vez sólo y ligero.
ligero, siempre lіgего.
Sensibles a todo viento
y bajo todos los cielos,
poetas, nunca cantemos
In vida de un mismo pueblo
ni la flor de un solo huerto.
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.
LEÓN FELIPE
9 (89)
La Misa de ayer, de hoy y de mañana:
¿comunidad, espectáculo, devoción, costumbre o precepto?
QUE TENGA que ser mandado a
un cristiano el ir a Misa es, más
bien, una vergüenza: porque
descubre que no sabe lo que es la Mi-
sa, o bien ―vergüenza todavía ma-
yor― porque, aún sabiéndolo, deja al
Señor de lado, revelando que la im-
portancia de un encuentro sacramen-
tal con Cristo tiene, para este perezoso
o negligente, un valor simplemente
residual, es decir, que relega la parti-
cipación en la Eucaristía para cuando
no tenga "cosas más importantes".
Otras veces, lo que queda de celo
por asistir a las Misas dominicales o
festivas, parte del miedo a cometer un
pecado de omisión, sin que se le ocu-
rra que, la renovada Cena del Señor,
es el encuentro sacramental con él y
el fraternal con los hermanos en la
fe ―¿sospecha, acaso, que los tiene?―
Preocupado por librarse de, al menos,
ese pecado fácil de evitar, acude re-
signado a aguantar o estar simplemen-
te en una Misa "válida para cumplir
el precepto", respecto de la cual le
preocupa, con mentalidad confusa-
mente disciplinaria, la casuística de
desde hasta dónde se puede recortar
para que sea solamente pecado venial,
y hasta dónde sería mortal: es el clá-
sico "cumplidor" farisaico que inva-
riablemente recorta la Misa al princi-
pio o al fin y que, del resto, está y
soporta, distraída o supersticiosamen-
te, un rito que jamás comprendió ni
le importó comprender.
El Dios de estos cristianos es difícil
de describir, pero no es el Dios de
Jesucristo. Se trata de un dios ―¡hay
que escribirlo en minúscula!― más
bien producto imaginativo, acomoda-
ticio al molde distante de lo descom-
prometido; un Dios neutro, del cual
tal vez se diga ―en algún atropellado
"Padrenuestro"― que es padre de
"todos", pero no provoca ni exige her-
mandad ninguna entre los hombres;
un dios para la frialdad de la mente;
un dios que, si alguna exigencia llega
a formular a quien cree en él, ha de
ser escondida y jamás publicada, por-
que sólo pueden ser exigencias de lo
que de antemano se le va a negar y
10 (70)
archivar a disposición de la oportuna
misericordia de alguna o ninguna con-
fesión; cómoda misericordia que per-
dona y tan misericordiosa (?) que
dispensa de la corrección y enmienda...
Un dios tranquilizador, justificador,
solucionador, gratificador y, sobre to-
do, aséptico, lejano o alejado con es-
peso diafragma de silencio para cual-
quier delación de hipocresías. Un
dios que no contradice, ni objeta, ni
reprende; un dios arreglador y pac-
tista. Un dios autofabricado, hecho a
medida, a imagen y según el interés
del propio hombre que se lo crea, para
excluir, de cuajo, el propósito y la
alegría de descubrir, respetar y desa-
rrollar, en sí mismo y en los demás,
la imagen del Dios verdadero, indele-
ble aunque el orgullo la emborrone,
aunque el egoísmo la contraiga.
Un dios pagano, porque en vez de
creer en el Dios verdadero, creen en
las fuerzas, las razones, las pasiones y
los miedos, de los que no se han libe-
rado. Porque no se han convertido
del paganismo a la fe cristiana, sino
que han convertido su "cristianismo"
en otro, remodelado, paganismo. Su
cristianismo es una simple colección
de substituciones mitológicas, que
cultivan porque complace sus miras
y tranquiliza (?) su psicología.
Su ir a Misa, su "estar" en la Euca-
ristía, nunca les abrirá a un encuentro
comunitario. Quieren Misas cortas,
rápidas, neutras y válidas. Los sermo-
nes alargan inútilmente el mínimo
suficiente a la validez del precepto.
Se encuentran en el templo extraños
al sacerdote que celebra, a los demás
fieles asistentes que concurren y sólo
algo cerca de "su" dios... porque este
dios son ellos mismos. Van allí a ado-
rarse. «No son como los demás hom-
bres...»
Para ellos, la Iglesia, como mucho,
es una gran "administración" ―con
paralelismo con lo civil de lo que
ellos entienden por espiritual― de
una especie de "servicios públicos"
que se llaman "sacramentos" ―super-
mercado de gracias y perdones― por
los que complace o satisface necesida-
11 (71)
des, legítima situaciones y calma
inquietudes propias del ser huma-
no. Y basta.
En cuanto a la Palabra de Dios,
se admiten referencias solamente a
supuestos muy distantes o muy re-
motos o bien el anuncio con prin-
cipios tan generales y ambiguos
(salvo para los enemigos") que a
nada comprometan y nada denun-
cien. Si Cristo no lo hizo así, es por-
que Cristo "era diferente" y porque
"nosotros no somos Cristo".
TROS cristianos no se resignan
con tanta fingida neutralidad,
con tanta asepsia y prefieren elevar
a signo colectivo, por lo menos, la
convergencia numérica de tantos o,
de otro modo, realzar algún aspecto
sensible que transforme en espectá-
culo, tributario de una ideología o
de un goce estético por lo menos,
la plural coincidencia de fieles o,
más bien, espectadores.
No cabe duda que, buena parte
del ceremonismo exagerado que
han padecido los ritos eclesiásticos,
se ha debido a esta inflación venida
del mundo profano, anticipador de
triunfos que no son de este mundo,
y tendente a transformar en cere-
monias principescas o reales log
actos litúrgicos más solemnes, en
conciertos los cánticos para alabar
a Dios, en declamación teatral o
exhibición académica la predica-
ción sagrada, y la concurrencia en
vida de sociedad, exhibicionista,
clasista y mundana.
Todo el oropel del que la Iglesia,
recogiendo el polvo de los siglos,
se quiere despojar, como decía Juan
XXIII, se debe a la pompa palacie-
ga, especialmente renacentista, que
si no en todas partes, sí a veces en
las más significativas, le daba apa-
riencias de señorialismo feudal o
de grandeza cortesana, aunque per-
dida en el aturdimiento del boato
mundano, se seguía celebrando una
Eucaristía sin participación, deco-
rativa y elegante, para conmemorar
¿Demasiado respeto o frialdad de corazón?
¿A causa de qué frialdad de corazón, o de qué su-
perstición puede suceder que, los que se llaman cristia-
nos, se mantengan alejados de este sacramento? ¿No
resulta verdaderamente lamentable encontrar que se
abstienen, algunos, de participar en la mayor de las
bendiciones al alcance de nuestra miseria y pobreza?
La verdadera razón por la que algunas gentes no se
Acercan a comulgar es ésta: no desean llevar una vida
verdaderamente de acuerdo con la religión: no quieren.
comprometerse a mantenerla y piensan que, al comul-
gar, este acto les obligaría a reformas de vida que no
quieren admitir. En el fondo es también a causa de una
profunda falta de confianza... Por esta razón estas gen-
tes no se acercan a Cristo para vivir espiritualmente de
él: saben, presienten que si ellos no se entregan de ver-
dad, tampoco él se entregará a ellos.
Card. John H. Newman, C. O.
12 (72)
sucesos sociales o actos políticos,
trivializada y sin que la mayoría de
asistentes se acercaran a recibir la
comunión. Profanación incompren-
siblemente consentida del sacra-
mento de la Eucaristía, en la que se
confunde lo espectacular, que le es
ajeno, con lo comunitario, que le es
esencial y propio. Y esto lo hemos
visto incluso en nuestros días.
A esa pompa lamentable se opo-
ne, en ocasiones ―a veces, curiosa-
mente, coincide...― una reacción
piadosa, devota, intimista. Se pasa
de un extremo a otro, o se juntan
los extremos.
A la soledad egoísta de un Dios
"sólo para mi" se le añade un sen-
timiento devocionero, como el de
esas Misas afortunadamente decre-
cientes, en las que, paralela a la
sumisa voz del sacerdote celebran-
te se sobreponían, a las celebracio-
nes eucarísticas, rezos y prácticas
con el mismo pragmatismo incohe-
rente y absurdo de los que, todavía,
llegan tarde a Misa, aprovechan
para confesar, alcanzan a comulgar
y salen del templo antes de que se
acabe la entera celebración... Su-
perficialismo e ignorancia que no
coinciden con las personas menos
cultas únicamente, sino en el que
inciden incluso las que se tienen
por "formadas" (así lo creen ellas)
cristianamente.
Hasta que ese Dios mío" no sea
"nuestro", hasta que no se supere
en muchas almas esa cerrazón cen-
trípeta hacia dulzuras imaginarias
de un Dios demasiado escondido,
no llegaremos a la caridad cristia-
na, generosa y abierta. «¡Id a todo
el mundo!»..., dice todavía el Señor
a los que creen en él.
EN LOS primeros tiempos del
Cristianismo no existía ningún
mandamiento, ni necesidad de pre-
cepto para acudir y participar en
la Eucaristía. El cristiano deseaba
encontrarse con sus hermanos, y la
comunidad de hermanos echaba de
13 (73)
menos el ausente, cuando no estaba
a la hora de partir el pan". Lo pe-
or que hubiese podido suceder a
uno de ellos era verse excluido de
la comunión, del encuentro sacra-
mental y comunitario en la Euca-
ristía. Luego, a esto, lo hemos lla-
mado "excomunión" y clasificado
como "pena canónica" o legal de la
Iglesia, raramente aplicable, porque
no son detectables las ocasiones
en que pudiera hacerse o, porque
cuando aparecen, acompleja fulmi-
narla contra quien la merece.
Se excomulga el que se encierra
en su pecado, en su desamor, en
su dejación de la amistad de Cristo
y en el desprecio o descuido de los
hermanos. El pecado es el desamor,
o el amor agriado y vuelto egoísmo:
todo lo que podemos llamar pecado
contiene este núcleo obtuso al bien,
que va más allá y más a lo cierto
de las simples listas que nos con-
feccionamos.
¡Claro que es un deber ir a Misa!
Pero, al mismo tiempo, ¡cuán des-
graciado es el cristiano que va a
Misa solamente por deber! ¿Pode-
mos considerar cristiano al que no
estima la Eucaristía?
BIEN están, o bien estarían las
Misas numerosas, si a ellas se
acude o concurre no simplemente
a cumplir y despacharse un precep-
to, lo más deprisa, mecánico y ex-
pedito posible, sino con el corazón
sosegado, que es capaz y está dis-
puesto para sacar de la misma
magnitud en la que participa con
visión de fe, la elevación comuni-
taria, el significado de fraternidad,
que todos funden en la alabanza
de Dios y en la participación de
una misma verdad en la Palabra
que se anuncia y del mismo Pan
que se distribuye. Pero estamos tan
poco lejos de este ideal.
Será preciso, no precisamente
reformar la Misa, sino reformarnos
a nosotros mismos, y recomenzar,
para que, en la celebración euca-
rística, sin traicionar su sentido,
seamos continuadores de los pri-
meros que se reunieron en recuerdo
de la Cena del Señor y se miraban
como hermanos. Habrá que revisar
actitudes para prepararlo y dispo-
nerlo.
Posiblemente los que más lo ne-
cesitarían serían los primeros en re-
chazar la empresa, pero alguna vez
será preciso recomenzar de veras.
Falta gente en Misa, y sobra gen-
te en Misa. Y hay una cantidad de
cristianos hartos y satisfechos en su
mediocridad, pero presumiendo a
destiempo de cristianos, que, plan-
tados, como diría el Señor, en la
puerta, ni acaban de entrar, ni
dejan hacerlo a los que quieren
entrar. Y hay muchos que creen
que no son tenidos por cristianos,
que buscan a Dios, que no se atre-
ven a comulgar, que tienen deseos
sinceros del Señor, que están más
cerca de él que los hartos y satisfe-
chos de siempre, y no podemos, por
amor de ellos, seguir cultivando el
error por entretener la bobería y
callar la verdad.
Las ideas no valen por lo útiles que resultan, sino por
lo mucho que cuestan y exigen. ― Card. Giulio Bevilacqua, C.O.
14 (74)
LA ESPERANZA:
teología e historia
PARTIMOS de los dos tipos de religiosidad: el on-
tológico-cultural y el ético-profético y tras anali-
zarlos se aplicarán a la realidad de nuestro
cristianismo.
La religión de los "misterios"
Este tipo de religión florece en el helenismo, con su
concepción pesimista, circular, de la historia. En esta
concepción del tiempo, como algo que se repite siempre,
nacen las religiones mistéricas como un intento de libe-
ración. Ya que el hombre en esta cultura también está,
como el tiempo, cerrado y sin esperanzas. Esta religión,
por medio del mito divino, ofrece una esperanza. Re-
cordemos que los misterios más recurrentes atañían a
la muerte y resurrección del dios. Mito que nace de la
experiencia cosmológica de la muerte y resurrección de
la naturaleza. De esta manera, se ofrecía una esperanza
por medio de la identificación con el dios que rompía
el círculo cerrado de la historia del hombre. Esta salva-
ción era individual y fuera de la historia.
La religión bíblica
El Antiguo Testamento ofrece una concepción lineal
del tiempo, tiene un principio y avanza hacia un fin y un
final. Esta religión bíblica es una religión de esperanza
dentro de la historia. El fin de la historia se concibe
como solución, avance, plenitud. Esta es la postura de
15 (75)
los profetas del Antiguo Testamento (recordemos que
la idea de la resurrección, de la «otra vida», es bastante
tardía, aunque haya una cierta intuición de que el hom-
bre no acaba tras la muerte); así la esperanza mesiánica
se vivía en la historia y su horizonte era más bien te-
rrestre, hasta los últimos siglos antes de Cristo.
El Cristianismo y
sus desviaciones
El cristianismo neotestamentario parte de una acti-
tud bíblica de concepción lineal del tiempo, esperanza
mesiánica que incide en la historia, esperanza hacia la
cual camina y avanza la historia.
Los primeros cristianos han creído en la resurrección
de Cristo, esta fe es el núcleo del ser cristiano. La fe en
la resurrección de Cristo incluye una fe en nuestra resu-
rrección (por una cierta identificación con Cristo resuci-
tado), es decir, una vida misteriosa más allá de la muer-
te. Con lo que el centro de gravedad de la existencia
humana del individuo se transporta más allá de la
historia.
Es una modificación que la fe cristiana hace de la
concepción veterotestamentaria, lo que le da una mayor
analogía con la concepción circular del tiempo de las
religiones mistéricas. Ahora bien, esta analogía es bas-
tante superficial. Lo confirma la idea de la parusía, la
nueva venida de Cristo al final. El camino no se había
acabado, pues faltaba esta nueva venida. La última pa-
labra del Apocalipsis es: «Ven, Señor Jesús». Así pues,
la actitud del cristiano primitivo es de esperanza, que
se fija en la historia: «ven aquí».
Los cristianos, en el transcurso de la historia y, so-
bre todo, en los tiempos modernos han hecho una sim-
plificación del enriquecimiento del Nuevo Testamento,
fijándose en una concepción semejante a los misterios
paganos del helenismo. La maldad del mundo, de la
sociedad y del hombre; un cierto fatalismo y una salva-
ción que es un asunto personal, mi identificación con
Cristo, que viene del cielo y no tiene nada que ver con
la tierra. Lo importante es, pues, que la gente, a través
de una práctica litúrgica con los sacramentos, con la
sumisión a la pastoral de los curas, obtenga esta iden-
tificación y vaya al cielo. Es una concepción pagana,
mientras que los primeros cristianos, de una manera
más compleja que en el Antiguo Testamento, decían
16 (76)
«Ven, Señor Jesús». El Mesías de los profetas, es el del
amor, de la lucha en el mundo por la justicia, lucha de
la verdad, del testimonio, de vida vivida.
Es éste un cambio radical que se ha hecho poco a
poco. Como cristianos debemos reconocer que hemos
interpretado mal el cristianismo con graves resultados.
Y con la responsabilidad también histórica debemos
reconocer las consecuencias de esa mala interpretación
del sentido del tiempo y de la historia propios del cris-
tianismo.
Fuera del cristianismo, en el siglo XIX, nació un
movimiento caracterizado por una fuerte esperanza his-
tórica: El marxismo.
Marxismo y Liberalismo
Prescindiendo de otros intereses que la verdad y la
justicia, hay una cierta analogía entre la actitud de los
mejores marxistas y la actitud bíblica en lo que se re-
fiere a la concepción lineal del tiempo y a la esperanza
de que la historia puede ser encauzada hacia un fin,
que es una solución de progreso. Por otra parte, veo
una segunda analogía entre el conservadurismo capita-
lista (incluso el más iluminado) y el pensamiento grie-
go, en cuanto que ambos presentan un pesimismo histó-
rico. No hay, creo, ningún liberal honesto que no tenga
hoy conciencia del hecho de que la sociedad liberal ca-
pitalista es inhumana; pero piensan que es imposible
una mejor, y que cualquier intento radical de cambiar-
la está condenado a caer en mayores males. He aquí su
mesianismo histórico y he aquí por qué el liberalismo
intenta salvar algunas grandes individualidades. (EI
ideal del liberalismo no es resolver el problema para
todos, sino hacer que los más dotados vayan adelante.
Es una mentalidad de élite).
Así pues, éstos son los problemas en el mundo ac-
tual, frente al tercer mundo, a América latina, etc., la
comunidad cristiana es profunda y fundamentalmente
aliada del conservadurismo social liberal-capitalista; es,
pues, antitética a la línea socialista. Mi reflexión quiere
descubrir la raíz de este hecho; no es un mero análisis
político.
Si el cristianismo no hubiera perdido su concepto
lineal del tiempo y el sentido histórico de la esperanza,
su reacción ante la revolución del 1848 habría sido di-
versa. Habría descubierto el valor profundo del mar-
xismo, frente a la concepción circular del tiempo del
inundo moderno, su pesimismo histórico y su indivi-
17 (77)
dualismo exacerbado. Habría podido reconquistar la
visión lineal del tiempo y de la historia que ofrece la
biblia. Pero, por el contrario, los cristianos aceptaron
la concepción circular del tiempo, el pesimismo históri-
co y la concepción de una salvación litúrgica, mistérica,
independiente de la marcha de la historia.
Esperanza histórica
y esperanza profética
Antes de acabar quiero hacer una clarificación im-
portante. La esperanza cristiana es propiamente una
esperanza profética, no es pues, en este sentido, una
esperanza histórica.
La esperanza profética no excluye la esperanza his-
tórica, pero no se confunde con ésta. La esperanza his-
tórica es una esperanza que debe ser construida por el
hombre con instrumentos de análisis científico y de
análisis racional, pero con una apertura. Erich From
(en La Revolución de la Esperanza) dice que el funda-
mento de esta esperanza histórica es la certeza de la
incertidumbre, es decir, que la historia puede reservar
siempre novedades. Es cierto que tenemos una respon-
sabilidad y una posibilidad. Hay en esta esperanza una
postura existencial: la no aceptación del pesimismo
definitivo. No es mítica, pues busca en el presente la
posibilidad de abrirse hacia un futuro mejor. Evidente-
mente la esperanza escatológica, profética, religiosa, es
una esperanza trascendente porque espera una vuelta
del Cristo vencedor. Y esta esperanza es decididamente
peligrosa, porque si se comprende mal puede convertir-
se en instrumento de evasión y de injusto conformismo
histórico.
El creer o no creer no es asunto simplemente de la
inteligencia o voluntad, es un misterio, pero para mí,
creyente, la fe es verdaderamente un acceso a la verdad;
aunque profundo y desconcertante. Por esto no es ex-
traño que la fe sea peligrosa, que sea fácil malinterpre-
tarla, que sea posible darle una explicación que no es
otra cosa que una traición, y no esta esperanza trascen-
dente, auténtica, que es compatible con la búsqueda de
caminos para la esperanza histórica y que incita a esto.
La resurrección de
Cristo y la historia
del hombre
La esperanza mesiánica es peligrosa porque puede
llevarnos a una especie de pasividad... Ven, Señor
Jesús y mientras llegas yo canto tus alabanzas y basta.
Este peligro se supera si entendemos a Pablo (que por
su dedicación al "misterio" de Cristo y su helenismo
es de los que más se prestan a una mala interpretación
según los misterios griegos).
18 (78)
Pablo nos da el más antiguo testimonio de la fe de
los cristianos en la resurrección de Jesús (1 Co 15). Nos
dice que entre la resurrección de Cristo y la parusía
está todo el tiempo de la historia, y durante este tiempo
Cristo reina misteriosa y ocultamente. Es un dato de fe.
Reina para hacer avanzar el amor y la justicia contra las
potencias del mal en el mundo (egoísmo, instrumentos
de opresión y la opresión misma) y la muerte es la últi-
ma de las potencias malignas que él vencerá. Esta es
una concepción profética, indicación de marcha que nos
dice al menos esto: la venida de Cristo no es inde-
pendiente de lo que pasa en la historia. No hay historia
circular que repite la opresión como si esto fuese el
tejido fatal de la historia y después, de repente, viene el
En esta concepción pagana no es el Señor el que
viene, sino que somos nosotros los que andamos en las
nubes hacia el misterio de aquel Dios. En Pablo, aparece
que si no hay en la historia una maduración de esta lucha
contra las potencias, no hay resurrección para nosotros
y si no hay resurrección nuestra no hay resurrección de
Cristo y toda nuestra religión sería un mito vacío.
Si el creyente no busca en la historia una esperanza
histórica no es un obrero de aquella esperanza trascen-
dente. Esta esperanza escatológica, sin confundirse con
la esperanza histórica, es convergente con ella.
Si yo espero mi resurrección es porque espero la ve-
nida de Cristo, y si espero la venida de Cristo es porque
creo en su resurrección; pero si creo en la resurrección
de Cristo, yo creo que Cristo es el Señor de la historia y
que la historia está misteriosamente redimida y que la
salvación es también historia y que, por tanto, se debe ir
realizando en la historia a manos de los hombres ilumi-
nados por el Espíritu. Incluso cuando no creen explíci-
tamente. (Perdónenme los no creyentes, como creyente
pienso que incluso los que no creen están bajo el influjo
del misterioso Espíritu de Dios).
Debemos, pues, alcanzar el peso que tiene la esperan-
za en la fe cristiana. No estamos ya más en un círculo,
estamos en camino hacia la justicia y juntos esperamos
a Cristo que vendrá ―él― para concluir este camino de
manera tan misteriosa como incomprensible.
José M. Díez-Alegría,
en RASSGNA DI TEOLOGIA, n. 15
19 (79)
«Cualquier palabra del Evangelio no tiene
vida por sí misma, sino que está siempre en
espera de una circunstancia, de un suceso,
de un encuentro. Cuando éste llega te das
cuenta que la palabra ha sido pronunciada
para ti y que tú eres para ella. Y te coge,
te oprime, te tortura, te sabe a nueva, y ya
no pertenece más al mundo de las cosas
escritas, sino que penetra en tu sangre y no
puedes deshacerte de ella. No tienes otro re-
medio que rebelarte contra ella... o acoger-
la, vivirla, y transformarte para ser mejor».
Card. Giulio Bevilacqua, C. O.
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri. 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 26. 4. 76.
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