Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 141. MAYO. Año 1976.
SUMARIO
NOS ALEGRAMOS de ser hijos de Dios, miembros de
la Iglesia y discípulos de los santos, en este mundo
y en esta hora, cuando todavía es tiempo de Dios
y la tierra campo de la Iglesia para la fecundidad
de la gracia.
VOLVER AL EVANGELIO
LOS SANTOS, COMO CURIOSIDAD
¿QUÉ HACÉIS AHÍ PLANTADOS?...
CALCAR LE STELLE
EL ESPÍRITU DE SAN FELIPE NERI
VENDER LOS LIBROS
IGNACIO DE LOYOLA Y FELIPE NERI
1 (81)
Te damos gracias, Señor.
Te damos gracias,
Señor, Padre Santo,
Dios todopoderoso y eterno:
porque llenaste con los dones de tu gracia
al bienaventurado Felipe
y lo abrasaste en amoroso fuego.
El cual,
inflamado por esta caridad inefable,
una nueva Congregación instituía
para el bien de las almas,
y completo con el ejemplo de sus obras
las enseñanzas de salvación que a otros daba,
Rogamos, pues, a tu clemencia,
que al celebrar su fiesta
nos llenes de santa alegría,
nos muevas a seguir el ejemplo de su vida,
con su palabra nos instruyas
y con su intercesión a ti tan grata
nos protejas.
Por eso,
te damos gracias, Señor,
y te bendecimos.
2 (82)
Volver
al Evangelio
TAL VEZ sea hora do que vayamos acercándonos al Evangelio, purifi-
cados de la buscada utilidad para remediar los males del mundo. El
Evangelio no es el remedio del hombre, sino el alimento de la fe. Sin
esta fe es inútil abrir sus páginas, porque no se entenderá casi nada.
Los santos lo leyeron con fe: ésta les iba llevando la verdad del Evange-
lio a la vida. Para ellos vivir significaba hacer algo bueno y hermoso y man-
tenerse, sin arrepentimiento ni concesiones, en este afán. De esta búsqueda
y vuelta incondicionada al Evangelio hicieron toda su vida, y fueron felices A
partir de la fidelidad y constancia en su propósito. No e detuvieron a pensar
que se «sacrificaban» por nada, sino que pensaron que «ganaban» felicidad,
ya desde ahora y para ahora, y que esta felicidad se les iba haciendo mayor,
serenamente, en la medida en que la vida evangélica ―o «apostólica», como
se llamó en los primeros tiempos del Cristianismo― lee emparejaba con los
primeros inmediatos seguidores de Cristo, como fueron los apóstoles.
De donde, In primera y tal vez más peligrosa tentación que pudiera tener
la primitiva Iglesia, hubiera sido la de abandonar el mundo y escapar al
desierto, para evitar el riesgo de las contradicciones y sufrimientos que la
realidad temporal y humana aparejaba a la que no evita su contacto. Hubo,
inmediatamente antes de los tiempos de Cristo y hasta su contemporanei-
dad, el grupo judío de los esenios, observantes de una vida austera y
espiritual, pero alejada, separada del resto del pueblo, que Cristo segura-
mente conoció pero no imito ni enseñó a sus discípulos.
En cambio, Cristo, a sus inmediatos seguidores, les dio el mandato de ser
predicadores y testigos suyos en todo el mundo, no fuera del mundo. Le obe-
decieron así, porque después de la Resurrección del Señor, el anuncio de su
Palabra se centrifuga por toda la humanidad entonces conocida, con per-
severancia y paciencia y venciendo persecuciones con tesón y gozo interior,
que el martirio no apagaba. Fueron fuerte, porque eran felices. Creyeron
siempre que el Señor les había llamado a la felicidad: «¡Bienaventurados...!».
Más adelante, en el transcurso de la historia de la Iglesia, cada vez que
se opera un esfuerzo de crecimiento y so hace general un deseo de purifica-
ción (porque esta presencia necesaria en medio del mundo salpica de polvo
la blanca vestidura de la Esposa de Cristo), se producen «vueltas al Evangelio» {1}.
3 (83)
que tampoco son huidas del mundo, aunque faltos de perspectiva, los
mundanos lo juzguen así.
La primera importante reacción de este género, es el monacato, iniciado
en Oriente y enseguida, extendido a Occidente. Merced a él se remodelan
los rasgos evangélicos de la Iglesia, se cultiva y guarda el estudio de la Bi-
blia, se desarrolla la doctrina de la fe, y, desde nuestra posición, San Benito
puede ser considerado como ―Padre de Europa―, por lo que contribuyó él y
los monasterios en él inspirados, a ordenar el caos causado por el desmo-
ronado imperio romano Occidental.
En la Edad Media, en otros momentos de oscuridades, dejaciones o igno-
rancias, serán las Ordenes mendicantes las que asumirán la instrucción del
pueblo, con métodos que podríamos considerar, atendidas las circunstan-
cias de aquella sociedad, como revolucionarios, y obtienen, en efecto, entre
su labor y la desarrollado por el anterior movimiento monástico de Cluny,
una reacción beneficiosa para la Iglesia y para los pueblos europeos, igno-
rantes, violentos y mal organizados.
En el Renacimiento, después del rompimiento luterano, serán las organi-
zaciones religiosas nacidas del impulso de los santos, todavía más abiertos
que sus predecesores, los que harán la verdadera reforma, desde la Iglesia.
Y encontrarán dificultades parecidas a las que relativamente, ha encontrado
el movimiento legitimado por el reciente Concilio, en los conservadurismos
inmovilistas, del orden social en el que la reforma incide. Hubo, en el Rena-
cimiento, impulsos renovadores con miras organizativas universales, como
la de san Ignacio de Loyola, y las hubo más ceñidas a la constancia de una
labor mantenida en un lugar, como san Felipe, apóstol ciudadano, que cum-
ple bien reformando la ciudad de Roma, con sus prelados, clero y pueblo,
después de una larga vida consagrada a la ciudad a la que llegó como fo-
rastero, pero acabó amando como propia.
Todos procedieron del mismo modo: volviendo, desde la fe, al Evangelio,
que les era nuevo, siempre nuevo, para cada situación, para su propia con:
Versión, que nunca creyeron acabada, y para la evangelización de los de-
más, tanto más necesaria cuanto más se daba por supuesta.
Los santos no huyeron del mundo. Sin dejarlo, se hicieron con medios
por los cuales, aun estando en el mundo, no fueron absorbidos por él, aino,
al contrario, influyeron en él sin ser rebasados. Sólo por falta de fijarnos en
ellos los creemos tan distantes del mundo: imaginamos A san Antonio solita-
rio en el desierto, pero olvidamos que sostuvo espiritual y moralmente a su
amigo san Atanasio, comprometido en una de las más difíciles batallas que
tuvo que soportar la Iglesia, frente a los errores y al abuso del poder político
sobre la Iglesia: vemos a san Bernardo, pero no nos fijamos en el influjo y
Asistencia que prestó al papa Inocencio III: y parecidamente podríamos de-
cir de otros santos, como de san Felipe en la Roma de su tiempo.
Los santos eran frescor del Evangelio en medio del mundo, para renovar
a la Iglesia en cada momento que era más necesario recordar su juventud.
Y, cada vez que el mundo, con su egoísmo se hacía triste y con sus tristezas
se hacía viejo, rejuvenecían esperanzas de verdad nueva, de parte de Dios,
que la Iglesia, presente en el mundo, especialmente por ellos, ofrecía con
mensaje nuevo, más nuevo, a todos los hombres.
La Iglesia es hermosa, sigue siéndolo, porque puede, especialmente por
ellos, ofrecer todavía, siempre, la libertad de la verdad y la fuerza de la feli-
cidad.
4 (84)
Los santos,
como curiosidad
COMO otra forma de heroísmo,
también los santos, despiertan
la curiosidad, tan propia del
hombre. Pero de poco le sirve que se
fije en ellos, si la curiosidad no evolu-
ciona en interés por conocerlos mejor.
La curiosidad es superficial, el interés
profundiza.
Hay personas que se precipitan por
tener algún dato superficial sobre lo
que sea, pero que no persisten en ago-
tar el conocimiento que inician con
las primeras noticias de lo interesante.
Su posición responde más a una acti-
tud novelera y cambiante, que una
vez satisfecha apenas, abandona un
objeto para pasar a otro, que igual-
mente relegará... El curioso ni acepta
ni rechaza nada; se pasca, simplemen-
te, por lo nuevo, o que le parece
nuevo.
Es diferente la actitud del que es
capaz de interesarse. Este es como
una puerta abierta desde donde mira
y busca, para añadir a sus encuentros,
la decisión de la voluntad, la respon-
sabilidad de hacer una opción.
Los santos fueron personajes que se
interesaron fuertemente por Dios, y
no pueden ser entendidos por quien
no sea capaz por interesarse en algo
bueno, más allá de la sola curiosidad,
superficial y fugaz.
Al querer popularizar a los santos se
ha incurrido, alguna vez, en tomarlos
por los aspectos que pudieran llamar
más la atención, en singularidades
intrascendentes, en fijarnos y poner el
énfasis en aspectos meramente acci-
dentales que, tomados singularmente,
conducían a verdaderas deformacio-
nes y falsificaciones... La Iglesia, cada
vez que ha querido emprender una
labor depuradora de leyendas aplica-
das a las historias de los santos, ha
tropezado con los fanáticos que han
opuesto sus fantasías a la realidad
histórica que se les quería hacer en-
tender, y que rechazaban encerrados
en indolencias o conveniencias que
les hacían más cómodo el error que la
verdad. Hay derivaciones del culto a
los santos que son verdadera idolatría
material.
Pero los santos no han podido tener
mejor suerte que Cristo. También de
él los curiosos, los simplemente curio-
sos han hecho objeto de estudio (?)
parcial e intrascendente, con menos-
cabo de lo que es esencial en el Evan-
gelio. Ello ha llevado, en ocasiones, a
deformaciones prácticas que reduci-
rían el adoctrinamiento de Cristo a
pura traducción moralizante, fruto de
un esfuerzo que trata de esculpir un
hombre nuevo, sólo de nombre, pero
descuidando la conversión interior,
5 (85)
que es la verdadera renovación que
Cristo impone desde la fe.
Lo mejor de los santos no son que
anécdotas, ni sus "milagros", sino la
evolución de sus almas compenetradas
con Dios, su entender a Dios, su entre-
ga a la Iglesia, su sinceridad evangéli-
ca... Todo lo demás es resultado no
medido, pero amplísimo y generoso,
de una conversión profunda, interior,
creciente, rejuveneciéndose incesante-
mente, hasta el mismo momento de su
muerte, con una juventud de alma sin
límites, que las dificultades no amila-
nan ni las oposiciones detienen. Aman
a los hombres, pero miran a Dios.
Los santos no son extáticos, sino
activos, profundamente activos, si bien
el alma está pendiente de Dios en todo
cuanto ven y hacen, en todo cuanto
dicen e impulsan. Nada les es indife-
rente, pero son indiferentes a lo es-
pectacular y, por eso mismo, no hacen
ni dicen para ser vistos, para exhibi-
ciones ni espectacularidades, aunque
la presencia de Dios les comunica una
valentía y aplomo, audaz y sencillo a
un mismo tiempo, y parecen exigen-
tes simplemente porque son sinceros
y porque entienden noblemente que,
pedir menos, seria engañar a los que
quieren llevar a Cristo o a los que
hablan de Dios.
No tienen importancia los milagros
de los santos. Son de escaso interés
las anécdotas que de ellos se cuentan
―a veces las mismas atribuidas a san-
tos distintos...― cuando no ponen en
descubierto la profunda dedicación a
Dios y el amor con que dedican su vi-
da a los hombres.
Los santos no son seres a los que
hemos de remitir la santidad de la
Iglesia como si ellos ya nos excusaran
a los demás bautizados. Los santos son
seguidores de Cristo, como nosotros
que, igual que ellos, hemos de hacer
de Cristo nuestra vida.
Los que se acercan a sus vidas con
espíritu de curiosidad, nada entende-
rán de lo mejor de los santos. Serán a
lo sumo, los curiosos, coleccionistas
de biografías, con datos relativos a
personajes ilustres, auténticos o su-
puestos, pero no penetrarán nunca en
lo único realmente importante que
fueron. Pasarán de largo, sin compren-
derlos y sin aprender nada.
Los primeros cristianos y los santos no disponían
de pruebas más convincentes que las que tenemos
nosotros; sólo que su fe era más vigorosa.
Card. John H. Newman, C. O.
6 (86)
jóvenes:
«¿Qué hacéis ahí plantados,
mirando al aire?»
ESTAS mismas palabras, que
están entre los primeros ver-
sículos del libro de los Hechos
de los Apóstoles, se podrían decir a
multitud de embobados, como las
hubiera podido decir ese joven za-
ragozano, hace unas semanas, a un
buen grupo de conciudadanos su-
yos, espectadores pasmados de un
incendio que ―según relato de los
periódicos― "contemplaban sin
reaccionar ante las voces de auxi-
lio" que salían de una casa envuelta
en llamas. Pensarían, seguramente,
que "ya se había avisado a los
bomberos, que para eso están". Así
de previsores, de organizados y có-
modos; así de egoístas, de pobres y
de miedosos.
Pero el joven no les dijo nada.
Pasaba ocasionalmente por allí
montado en su moto. Simplemente:
se detuvo, descendió del pequeño
vehículo, paró el motor, vio y oyó
lo que todos y, sin dudarlo ni ha-
blar, se metió en la casa ardiendo
y al poco rato, sacó sus seis únicos
habitantes, que eran todos niños...
Una vez a salvo los niños, el jo-
ven cogió rápido el manillar de su
moto y, sin más ceremonias, se
marchó acelerando y echando
humo.
Gracias.
Dicen que ahora aquellos tran-
seúntes y vecinos espectadores del
incendio y testigos del gesto del
salvador desaparecido han acudido
al Ayuntamiento de Zaragoza para
que se averigüe la identidad del
joven motorista y, una vez locali-
zado, se le tribute un homenaje.
Pero pensamos que ojalá no lo
encuentren. ¿Para qué? Un home-
naje no limpia la vergüenza de la
pasividad y negligencia de muchos
que acudirían a aplaudir. Ni con-
templar incendios ni aplaudir ho-
menajes. Menos fiesta para todo, y
todo para la vida. Para la vida de
uno y de los demás, porque todos
y todo es de Dios.
El muchacho de la moto será
igualmente feliz ―o más feliz― si
no turban su gozo puro y sencillo
de haber cumplido con su deber.
Seguramente, como buen joven,
pensaría que no hay que premiar
7 (87)
lo debido, ni hay que convertir el
deber en negocio ni tampoco en
autopremio.
Dicen de la juventud... Y habrá,
como en todo, de todo. Pero hay
buena juventud.
Nos impresiona y llama la aten-
ción esa noticia captada por el in-
formador, porque revela la belleza,
no sólo de salvar la vida de cinco
seres humanos, sino porque se trata-
ba de niños, y los niños, sin tópicos,
son la esperanza de la humanidad.
Pero es bella, además y sobre todo,
por el modo de hacerlo. Los cobis-
tas, los vanidosos, los que se com-
ponen y se esfuerzan por "parecer"
fuertes, o bellos, o sabios, o pode-
rosos... pero esconden, envuelta en
corteza de apariencias, la mediocri-
dad vergonzante con que se arras-
tran por el mundo, nunca sabrán
imitar gestos adverbializados con
esta simplicidad elegantísima ―ágil,
oportuna y transparente― como "de
ángel de la guarda", que lo es por-
que se ignora a ella misma, que no
se busca a sí misma, sino que busca
el bien y lo hace.
Alegra ver, alguna vez, en los
periódicos, noticias confortadoras,
como ésta. El bien no sólo es posi-
ble, sino que existe, y existe entre
los jóvenes. Aunque estas noticias,
cuando aparecen, no se destaquen
en grandes titulares, como las que a
veces se conceden a las creaciones
o deformaciones de noticias que
pretenden sensacionalismos a base
de la verdad bastarda.
No se trata de mirar al cielo, ni
de pararse ante las hogueras de la
tierra. Se trata de mirar al corazón
y, desde el corazón, salir a apagar
las llamas o, por lo menos, a salvar
las esperanzas. Las esperanzas son
la semilla cierta de la vida, la vida
es de Dios, y el cielo es el corazón.
Que mire sin ver, que discuta
sin entender, que se pare sin oír la
bobería, pronta siempre al espectá-
culo morboso del mal, o a la diver-
tida fabricación de héroes para un
día. Pero la vida es hermosa por-
que hay que seguir andando; los
caminos nos esperan. Ni la venera-
ción de los santos nos libra de ser
virtuosos, ni los héroes provisiona-
les de cumplir con el propio deber.
Adelante. El nombre no importa.
«La palabra "amor" no estuvo referida a
Dios hasta que apareció Jesucristo»
Paul Valéry
8 (88)
CALCAR LE STELLE
Se l'anima ha da Dio l'esser perfetto,
Sendo, com'è, creata in un istante,
E non con mezzo di cagion cotante,
Come vincer la dee mortal oggetto?
Là 've speme, desio, gaudio e dispetto
La fanno tanto da sè stessa errante,
Si che non veggia, e l'ha pur sempre innante,
Chi bear la potria sol con l'aspetto.
Come ponno le parti esser rubelle
Alla parte miglior, nè consentire?
E questa servir dee, comandar quelle?
Qual prigion la ritien, ch'indi partire
Non possa, e alfin col piè calcar le stelle,
E viver sempre in Dio, e a sè morire?
SAN FELIPE NERI,
en su juventud
9 (89)
El espíritu
de san Felipe Neri
en el cardenal Bevilacqua
JEAN GUITTON, académico francés, al referir su encuentro romano con el
cardenal Bevilacqua, relata la imagen que el ilustre oratoriano le daba de san
Felipe, en la cual, sin darse cuenta, se revelaba a sí mismo. Jean Guitton es-
taba en Roma con ocasión del Concilio Vaticano II, en el que participaba co-
mo observador laico, y acababa de dar una conferencia en el Oratorio, sobre
Newman, cuyo conocimiento revela en varias de las obras que ha publicado.
Aquí transcribimos un fragmento de un trabajo como homenaje al cardenal
Giulio Bevilacqua, al producirse su muerte, precisamente en el mes de mayo
y cerca de la celebración de la Fiesta de san Felipe...
NO ES frecuente que, a la edad en que he llegado, ocurra el
fenómeno de nacer, crecer y desarrollarse una de aquellas
amistades profundas cuya raíz se encuentra en la admi-
ración.
Durante el Concilio un amigo me presentó al Padre Bevi-
lacqua, diciéndome: "Se trata de un religioso del tipo de aquel
Monsieur Pouget que usted mismo ha descrito y dado a conocer
en Francia; es un hombre único en su género, desconocido y
maravilloso". Yo vi a un oratoriano, con el cuello blanco, y
pensé enseguida en Bérulle, Malebranche, Gratry, Newman...;
pero era diverso.
10 (90)
Bevilacqua me condujo al Oratorio de Roma, en donde yo
acababa de hablar sobre La actualidad de Newman: en com-
pensación me hizo visitar las capillas, las reliquias de san Felipe
Neri, fundador de los Oratorianos. Hablaba con entusiasmo,
anhelante: recuerdo que se sentó frente a la mascarilla de san
Felipe, una de las más puras que existen en el mundo, humana
y sacerdotal al mismo tiempo. Me tomó la mano y se puso a
hablarme en estos términos (he encontrado en mi Journal las
huellas de esta conversación. Permítaseme transcribirla sin en-
miendas, porque contienen la vida del Padre, destilando gota a
gota desde su espontaneidad...)
"Es un santo extraordinario. Posee la arrogancia, la ale-
gría, el genio y el espíritu de independencia de los florentinos,
pero además el grancejo sobre sí mismo que es como la flor y la
sal y la gracia del verdadero humor (recordar aquel "spernere se
11 (91)
sperni" —burlarse de ser burlado, que es la razón de sus ocu-
rrencias y de sus bromas).
Pero tiene también el sentido humano del buen pueblo de
Roma, el sentido de la "buena vida", tan distante del de la
"dolce vita" que la frivolidad internacional atribuye a los ve-
necianos. Felipe se mezclaba con el pueblo, se le podía encon-
trar por los mercados y tiendas, amaba las fiestas romanas. Su
vida mística, tan fuera de serie, pero libre en absoluto de mor-
bosidades; el fuego de su corazón, vivo, lleno de vida y vivifi-
cante, hasta agitarlo arrobadamente, pero con fervor que que-
ría mantener en secreto. Para contenerlo, cuando celebraba la
Misa, tenía que rezarla deprisa, y así ocultar emociones. Pero
aquí, en esta capilla donde ahora nos encontramos, decía la
Misa despacio, tan despacio que quien le ayudaba podía lar-
garse un buen rato, desayunar incluso, y volver más tarde...
San Francisco de Asís experimentaba gracias místicas que
lo alejaban fuera de las condiciones humanas, por lo menos al
final de su vida. Y no podía ocultarlas; diría, casi, que no que
ría ocultarlas. Don Bosco era muy poco crítico sobre sus esta-
dos, y muy hábil en los negocios. Pero aquí no se trata de eso.
Diría, con Bergson, que se trata del misticismo en su plenitud,
el misticismo completo.
Y, entre paréntesis, yo encuentro vuestro Bergson como un
pensador también único y fuera de serie, un pensador de la ra-
za de san Felipe: su búsqueda dura toda la vida, es hombre y
filósofo, lo mismo que Felipe es hombre y santo. Bergson, al
final, se inclina ante Dios que ha descubierto a través de los
místicos completos, que sólo el Cristianismo puede producir.
Yo entiendo por místico completo el místico desconocido
por los demás, que vive la vida que viven todos, la vida más
común, la más independiente y la más jovial, sin sistema, aun-
que no sin intuiciones fulgurantes; sin narcisismo, sin ostenta-
ción, sin "devoción particular": y ved cuán raro es encontrar
esto en la historia del misticismo.
12 (92)
Con todo esto, y diría que in-
cluso a causa de esto, una autori-
dad tan notable sobre todos, incluso
sobre Carlos Borromeo que lo criti-
caba, incluso sobre el Papa (a quien
frecuentaba Baronio). Sin nada
extraordinario en apariencia, muy
al contrario de Catalina de Siena,
y sin ideas políticas personales, si
se exceptúan la ideas de reconcilia-
ción (sobre España y Luis IV, o por
la vuelta de Enrique IV). Con una
gran admiración por Savonarola
(próximo, en eso, a Catalina de
Ricci); mientras que Savonarola
representa la Edad Media, Felipe
anuncia la época moderna, el ver-
dadero Humanismo cristiano.
Yo no sé si vosotros, los france-
ses, habéis entendido esto del Ora-
torio. Porque el espíritu oratoriano
es lo opuesto al espíritu cartesiano.
Y en Francia sois demasiado car-
tesianos...
Decía estas últimas palabras con
la benevolencia de una sonrisa, y
luego continuaba:
Ningún particularismo, ni siquie-
ra en la santidad. No tenía pro-
gramas. Solamente el corazón
lleno, colmado, encendido por el
Espíritu Santo, y aquello que en
cada momento se le hacía espontá-
neamente reclamo. Un punto y
26 de mayo
festividad
de
SAN
FELIPE
NERI
fundador
del
Oratorio
13 (93)
basta. Era totalmente él mismo, pero abierto al Impulso divino:
ninguna composición previa, ninguna puesta en escena, ningún
aparato teatral. Alegría, alegría, lágrimas de alegría. La vida
humana asumida enteramente en la cruz y en el gozo.
Y pasar todo el día hablando con todo el mundo. La puer-
ta siempre abierta. Acoger, sublimar. Un poco de fantasía, un
poco de improvisión, agudeza y gracia, pero todo divino. La
familiaridad constante con el más grande y con el más
pequeño.
San Felipe fue el tipo más acabado de italiano y, me
atrevo a decir, de romano: una nobilísima sencillez sonriente
con todo el mundo. Contemplad este rostro, que la muerte no
pudo apagar..."
Yo lo oía, pensando que me estaba dando, en silencio, la
llave de oro para conocerle precisamente a él mismo.
Una de las ideas más amadas por Bergson era la división
entre "cerrado" y "abierto": Bevilacqua era un espíritu tan
naturalmente abierto que puede decirse de su vida que fue
empleada para abrir un poco más a cuantos se le acercaron
a él y le trataron.
Se debe venir a la Iglesia (desde la conversión), no
para ponernos a salvo de las desilusiones que haya
podido darnos el mundo, sino para hacernos santos.
Si llevamos este motivo, no sufriremos decepción
alguna; si llevamos otro, estamos ya engañados.
Card. J. HENRY. NEWMAN, C. O.
14 (94)
Vender
los libros
HUBO un tiempo en que los libros
eran un tesoro. Todavía, ahora,
son la mayor riqueza para un
estudioso. Aunque, en nuestro tiempo,
queda muy diversificada la clase de
libros: no es lo mismo un libro de
texto o científico, uno literario o na-
rrativo, un libro-reportaje o informe,
un libro de referencia fundamental,
etc. No envejecen todos de la misma
manera: la permanencia del interés
de un libro-reportaje puede superar
muy poco el de un número de revista
o hasta de periódico informativo de
vigencia fugaz, mientras que un libro
científico o de referencia fundamental
tardará más en hacerse viejo. De to-
das formas, en las librerías, cuando
alguien medianamente entendido va
a comprar un libro, inevitablemente
mira la fecha de edición y se exige
siempre la más reciente, como si un
libro no acabara de ser nunca algo
definitivo, como si los libros, aun los
científicos, "crecieran".
Cuando los libros no "crecían",
cuando no había, apenas, ediciones
posteriores de una obra "corregida y
aumentada", los libros conservaban
un valor constante, tanto como instru-
mento científico o cultural, como ma-
terial y económico. Desprenderse de
ello suponía una doble abnegación y
renuncia.
Hace cuatro siglos, cuando los libros
eran así de valiosos y tener algunas
docenas representaba algo más que
tener ahora unos cientos, san Felipe,
que terminaba de estudiar con éxito
filosofía y teología en Roma, recoge
todos sus libros y los vende.
En nuestros días, vender los libros,
no representaría el mismo desprendi-
miento. Existen, es cierto, cerca de las
universidades, en callejuelas inmedia-
tas al emplazamiento de las buenas y
bien provistas librerías más o menos
especializadas, que están al día de las
novedades que puedan interesar al
curioso o necesitar el estudioso, las
librerías de lance, pero tienen menos
importancia que en otros tiempos por-
que los libros envejecen en las mismas
librerías de nuevo, rechazados, si no
pertenecen a su última edición. El va-
lor de los libros viejos en las librerías
de lance, se debate entre la excepción
de dar con algún ejemplar de edicio-
nes ya agotadas, o el del papel viejo,
excepto en los de narrativa de desigual
interés y valor.
¿Por qué vendió todos sus libros san
Felipe, en especial, cuando sabemos
que, de sacerdote y entrado en años,
tenía buenos libros en su celda y es-
taba al corriente de las cuestiones
debatidas en las aulas de los estudios
romanos y gustaba de discutirlas, con
verdadera agilidad mental, entre los
jóvenes estudiantes? ¿Es que se había
cansado, como cuentan de algún centro
de estudios donde el aprender algunas
15 (95)
materias se toma como camino y carga
inevitable para empleos y condición
indispensable, pero odiada, por ello,
finalizado el último examen, se quema
el último libro de texto de la materia
aprobada, o se clava en la pared?
San Felipe jamás despreció la cien-
cia ni tuvo de ella la idea de ser utili-
zable en provecho propio y nada más.
Él, sin pensar ser sacerdote, acudió a
las aulas de la Sapienza de Roma, para
estudiar la ciencia de Dios. Si luego
resultó que al ser ordenado sacerdote,
varios años más tarde, ya tenía, sin
haberlo pretendido, los conocimientos
exigidos para ejercer el ministerio
que asumía por la ordenación, fue algo
que había dispuesto la Providencia,
sin previos cálculos del mismo Felipe.
De joven y seglar aprovechaba sus co-
nocimientos de Dios para hablar con
todo el mundo, sin énfasis ni arrogan-
cias, y llevar muchos a la conversión
y a una vida sinceramente cristiana
Fue, antes que sacerdote, un apóstol
seglar espontáneo, pero documentado.
Debió comprender que, casi siempre,
lo que se llama crisis de fe o crisis
religiosa y los problemas que dicen
tener los creyentes en relación con
Dios y la Iglesia, se reducen a la pura
realidad de su ignorancia.
Pero los libros tampoco lo son todo
sin la conversión del alma. Y la con-
versión es imposible donde no hay
desprendimiento. Por eso se quiso
desprender de su única riqueza y, sin
duda, de lo que, materialmente, más
quería.
Que el producto de la venta lo dedi-
cara a obras de piedad y de miseri-
cordia era normal en su espíritu, ya
que al apostolado espontáneo llevaba
consagrado todo su tiempo y todo su
hacer, excluido el tiempo indispensa-
ble para ganarse honestamente el pan
que comía. No tuvo codicias, no fue
pordiosero, no molestó a nadie, con-
servó su aire juvenil y simpático,
estudio, se dedicó intensamente a
Dios, habló de Dios sin previos pre-
parativos exteriores, pero habiendo
estudiado, rogado y reflexionado lar-
gamente, ininterrumpidamente sobre
Dios, la Iglesia y el ambiente donde
se movía. Luego, cuando a los treinta
y cinco años fue ordenado sacerdote,
casi sin darse cuenta, no tuvo que
hacer otra cosa que continuar una vida
que ya llevaba de tiempo ordenada a
un mismo fin invariado.
Volvió a tener libros y quiso que
los de su casa los tuvieran, y estimuló
las vocaciones intelectuales de los
suyos, cuando el sujeto se prestaba a
ello. Sin perder su sencillez, pero sin
degeneración plebeya, ni la ciencia ni
tampoco las artes le fueron indife-
rentes y fue, el Oratorio romano, un
cenáculo de mentes inteligentes, de
talentos artísticos y de hombres apos-
tólicos.
El egoísmo, el apego al dinero, es suficiente
para hacer estériles todas las gracias.
Card. J. H. Newman, C. O.
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De un imperio,
de una ciudad:
Ignacio de Loyola
y
Felipe Neri
CONSTITUYERON dos figuras
características de su tiempo y
de su lugar de origen. Coinciden
en su amor a Dios y a la Iglesia, viven
una misma época, llegan a encontrarse
en un mismo lugar, Roma, pero reali-
zan su apostolado de modo totalmen-
te diferente. Surgen de ellos dos orga-
nizaciones u obras que perpetúan su
influjo ―la Compañía en san Ignacio,
el Oratorio en san Felipe―, que igual-
mente reflejan el diverso origen e ins-
piración, como método.
No se trata aquí de comparar para
preferir, o para menospreciar. Los dos
santos eran amigos y, mientras san
Ignacio lamentaba no haberlo recluta-
do para su Compañía, san Felipe de-
cía, para ésta y otras ocasiones, para-
fraseando un salmo, que "la Iglesia se
adorna con la variedad".
La referencia a los dos santos tiene
algún interés por la relevancia univer-
sal que tuvo san Ignacio. Si san Igna-
cio hubiese sido de Castilla, habría
seguido pensando en los moros, como
la contemporánea y gran santa Teresa,
castellana; pero san Ignacio era vasco,
de un país periférico y abierto al mar,
no propenso a confundir el tesón con
la obsesión, ni aun con propósito de
bien, Santa Teresa, cuando el mundo
se hace súbita y geográficamente gran-
de, no piensa en continentes lejanos,
sino que ahonda para descubrir mora-
das interiores, los continentes del al-
ma. San Ignacio piensa en el mundo,
en "la conquista del mundo" y conci-
be una organización rígida, honesta y
poderosa, como un ejército espiritual,
la Compañía. Era soldado y le va bien
el esquema militar, sin deshumanizar-
le; llegaba a Roma como español, y no
podía desprenderse del prejuicio im-
perial de su oriundez. Para él era pre-
ciso conquistar el mundo, y el mundo,
le parecía poco para Dios. Estudia,
medita, reflexiona, reza, organiza, con-
quista elementos y emprende. Su efi-
cacia, admirada o envidiada, desper-
tará la atención de todos, en todas
partes. Otros, creyendo imitar algo
diverso, repetirán casi todos o por lo
menos algunos de los rasgos de su
técnica organizativa y apostólica. Exis-
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ten pocos hombres inventores y el
mimetismo es también una constante
de los paralelos históricos. A esta imi-
tación no escaparon muchos conventos
de otras Ordenes y Congregaciones,
ni los Seminarios y Casas de forma-
ción. Lo cual no es necesariamente un
mal en sí mismo. Todavía, en nuestra
época, serían repetibles formas actua-
lizadas de las renacentistas de san Ig-
nacio, en obras que parecen totalmente
distintas, algunas ni siquiera reli-
giosas.
San Felipe era diferente. San Felipe
era toscano, florentino, y también lle-
gó a Roma con su peculiar bagaje de
la tierra que le vio nacer, que abando-
nó en la adolescencia, pero que jamás
olvidó. El Renacimiento, en la historia,
no es Roma, aunque Roma lo reciba,
sino que es Florencia, que se lo da sin
perderlo. La Roma renacentista la
hicieron los florentinos. Florencia no
era un imperio, sino un centro de arte,
civilización, ciudadanía, laboriosidad
y libertad. En Florencia había las
"botteghe" de artesanos y artistas, de
comerciantes, de tejedores, de cera-
mistas; había estudios, escritores, po-
líticos y poetas. Allí lo material no era
jamás simple cantidad, sino recep-
táculo de la forma cualitativa de la
belleza o del orden sabio de la utilidad
común. Y había fiestas, alegría com-
partida, no para no trabajar, sino por
haber trabajado y merecido el gozo,
sólo turbado por injerencias extrañas,
cuando la ambición interna de la mi-
noría triste, se aliaba con la envidia
lejana de los despotismos amenazan-
tes, o de rivalidades europeas.
Savonarola, admirado y venerado
por fan Felipe, había sido uno de esos
mártires a la fuerza, víctima de la
última de esas crisis que turbó Floren-
cia, poco antes de abandonarla san
Felipe.
San Felipe, en Roma, no pensará en
organizaciones, sino en la espontanei-
dad y saber democrático florentinos.
El no concebirá ninguna organización
a modo centralizado, imperialista y
controlador, sino que, tal vez para
evitar degeneraciones, ni siquiera que-
rrá, en principio, fundar obra alguna.
No se le ocurre. Forzado, casi, accede-
rá, presionado por el Papa, a constituir
la "Congregación del Oratorio" y ten-
drá siempre muy poca confianza en
leyes, reglas, votos o métodos... Que
los adopten, que las sigan, que los
hagan los que sientan inclinación por
ello. El ama la genuina espontaneidad.
Bevilacqua ha descrito este espíritu
característico de san Felipe. Pero san
Felipe será constante en esta misma
sencillez; san Felipe permanecerá toda
la vida en Roma, y cambiará a Roma.
San Ignacio primero hizo unas leyes,
las guardó y luego fundó, meditada y
prudentemente, su Compañía. San Fe-
lipe no quiso escribir ni una sola ley.
Por eso su comunidad, como ocurre
en las familias, vivió de costumbres
más que de reglas y, cuando éstas
fueron escritas por sus discípulos tu-
vieron más bien estilo de crónica que
de cuerpo legal. Y, cada casa, luego,
sería, también como las familias, autó-
noma, aunque amiga, también como
en las familias cuando, de muchos
hijos, crecen nuevos hogares, y siguen
amándose.
San Ignacio llamaba a san Felipe
*campana" porque "tocaba a Misa y
se quedaba fuera" pues le había man-
dado algunas vocaciones que fueron
luego óptimos jesuitas, pero él, a pesar
de ser instado, no fue. Rivalidades no
hubo entre los dos santos. San Felipe
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seguía con lágrimas en los ojos la lec-
tura de las cartas que Javier mandaba
de misiones y casi le entró en duda de
si debía, él mismo, hacer otro tanto.
Pero un buen religioso al que consultó
le dijo tajantemente después de aten-
derle y encomendarlo a Dios: "Felipe,
tus Indias son Roma". Y Felipe lo
siguió al pie de la letra. De gran cora-
zón, no se dejó llevar de impulsos
románticos, ni de aventuras que Dios
no le pedía. Roma, pi grandeza de
gestos, ni jugarse la vida, sino gastarla
cada día junto al mismo corazón de la
Iglesia, en aquel momento un tanto
grandilocuente y paganizada por in-
flujo de grandezas que habían llegado
de fuera, incompatibles con el Evan-
gelio.
Le iría bien, a Roma, adonde llega-
ban embajadores imperiales, convir-
tiendo en Corte del mundo el rodal
de la Silla de Pedro, alguien que no
pretendiera hacer nada grande, sino
una "bottega" de santidad que, en
principio, ni casa necesitaba, porque
el bien, sin hábitos incluso, se podía
hacer en la misma calle, en las plazas,
en los mercados, tanto como en las
iglesias.
El llevó a Roma la simplicidad, el
sentido de la cultura no ostentosa, el
espíritu de libertad de su ciudad, ese
tener tiempo también para lo bello, no
reñido con la diligente laboriosidad:
la independencia para seguir siendo
uno mismo con el fin de poderse en-
tregar mejor a los demás. Y todo, no
como un juego de protesta, como una
explosión anárquica, sino como un
servicio que se ignora a sí mismo, co-
mo una disponibilidad simpática y leal,
purificada de ambiciones, allí mismo
donde las ambiciones llegaban de le-
jos no siempre para pedir perdón de
sus excesos, sino para conseguir ben-
diciones a sus respectivos proyectos
de grandeza.
No habría bastado pensar en "con-
quistar" el mundo, como san Ignacio
imaginó, convirtiendo a Dios el pre-
juicio imperialista que le acompañaba
si se hubiese dejado de lado el corazón
mismo de la Iglesia, es decir Roma.
Pero lo más bello es que san Felipe
tampoco imaginó que le fuese asignada
esa tarea, como una exclusividad ca-
rismática. Simplemente lo hizo, con la
perseverancia de todo su amor por
aquella ciudad que habían pisado los
apóstoles y que era la sede de los
Papas.
Los del Oratorio nos esforzamos por inter-
pretar y actuar otra vez la vida que se hacía
en la primitiva Iglesia.
Card. Francisco M. Tarugi, C.O.
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Hacer algo bueno es todo lo contrario a resignar-
se con una bondad mediocre.
Es imposible que haga oración el que no está
dispuesto a mortificarse; como es imposible que
un pájaro pueda volar sin alas.
El que esté dominado por la avaricia, o piense
en haciendas o las desee, jamás tendrá espíritu.
Se convierte antes un sensual que un avaro.
Dadme diez personas verdaderamente desprendi-
das y, con ellas, convertiré el mundo.
El tiempo de esta vida no es tiempo de dormir:
el cielo no se ha hecho para los poltrones.
Huid de las malas compañías, no miméis con
delicadezas vuestros cuerpos, aborreced la ociosi-
dad, orad mucho y recibid los Sacramentos.
Confiad en Dios y pensad que si quiere alguna
cosa de vosotros, Él os hará buenos y os dará con
seguridad las fuerzas para obrar.
SAN FELIPE NERI
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1. Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 103/62 - 18. 5. 76 (93).
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