Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 143. OCTUBRE. Año 1976.
SUMARIO
OCTUBRE es austero, aunque no triste. Se han reco-
gido las últimas cosechas del verano. La tierra ya
no dará más, si, otra vez, no le echamos primero.
Por eso hay que preparar los campos para la sementera.
Hay que volver a tensar los esfuerzos, menos clamorosos,
pero más constantes. La pausa tomada por las cosechas
gozadas no puede ser demasiado larga. Las fiestas inter-
minables enervan, mientras la vida erige y espera ―no
sólo en los campos― la generosidad de otra siembra. Se
hará, y el hombre crecerá otro poco, sobre la tierra, hacia
otro sol de otro verano.
LOS QUE SE "BORRAN" DE DIOS
LÍMITES
Y AHORA, LOS NUDISTAS
LA DESIGNACIÓN DE OBISPOS
SÓLO DOS MIL AÑOS
ATEÍSMOS
EL NIÑO, SIN CLASE DE RELIGIÓN
AFIRMACIONES PARA NUESTRO TIEMPO
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LOS QUE
SE "BORRAN"
DE DIOS
HA DE HABER un orden,
también en la vida espiri-
tual del hombre, como la
hay, por pura exigencia
de la misma naturaleza,
en el orden físico y biológico.
Orden no es rigidez, ni esclavitud,
sino conducción de la libertad. El des-
ordenado acaba sofocado, agotado, roto
en la misma esclavitud de su arbitra-
rio, descuidado e irracional proceder.
Muchos se quejan de la falta de me-
dios de formación cristiana, o de opor-
tunidades para la puesta al día de una
instrucción deficiente, recibida de mo-
do elemental, en edad infantil, y luego
jamás remodelada. No es extraño que
se quejen de las dificultades que en-
cuentran para afrontar la problemática
de la vida cuando no se quiere o no se
puede arrinconar la fe al intentar re-
solverlas. Existe un notable desnivel
entre lo poco que se sabe y se dedica
de atención a Dios, y lo mucho que
nos absorben e interesan las demás so-
licitudes temporales. No es extraño
que se produzcan eso que ha venido
en llamarse "crisis de fe" y, hasta cier-
to punto, el no producirse podría ser
señal de inconsciencia. Pero no basta
con lamentarlo. Muchas veces tales la-
mentos proceden de muy dudosa sin-
ceridad, en vano intento de justificar-
nos de descuidos y perezas por haber
desperdiciado fáciles y óptimas oca-
siones para cultivar nuestra fe.
No nos perdamos en lamentos, ni
en reproches de deberes incumplidos
achacados a los demás. Nosotros, ¿qué
hacemos y, si algo hacemos, con qué
orden y con qué constancia? Si duda-
mos de qué medida debemos aplicar a
nuestra vida religiosa, a mantenernos
en una fe que no se desentienda del
contexto de todo nuestro hacer y vivir,
es fácil llegar a algún criterio práctico
comparando las energías que dedica-
mos a todo lo que no es Dios. ¿Qué le
dedicamos a Dios? ¿Cómo asistimos a
Misa? ¿Qué interés ponemos en la vida
de la Iglesia, como plan de Dios en el
mundo, no como mera curiosidad po-
lemizada para lucirnos en discusiones,
o para justificar nuestro descuido, cul-
pando a los demás? ¿Y qué hacemos
para que los demás, a través de nues-
tra vida y trato, puedan ver (sin exhi-
bicionismo ni disimulada vanidad be-
atil) la sinceridad de nuestra fe?
Lo sorprendente es que, para mu-
chos que todavía se llaman cristianos,
exista el recuerdo de Dios, a pesar de
dedicarle tan poca atención. No es
extraño que, después de una larga
temporada con una idea de Dios tan
"accidental", acaben muchos borrán-
dose del Cristianismo: o porque han
crecido en otros conocimientos y han
quedado atrasados en los que les que-
daban de Dios, o porque en Dios ya
no encuentran consuelo o diversión o
halago, o porque para ser consecuentes
para con su fe, aún elemental, deberían
imponerse unos esfuerzos a los que se
resiste su falta de generosidad. Y por
no tener que reconocerlo, "se borran"
de Dios.
2 (122)
Límites
CONOCER sus propios límites constituye el secreto de la fuerza del
hombre. Conocerlos para hacer todo lo que alcanza: conocerlos pa-
ro no hacer menos, ni más.
Esforzarse no es impregnar de furia temperamental el impulso de cada
intento, de cada acción. Esforzarse es no ceder a pereza o cobardía algu-
na; pero no es apostar y romper, en hipoteca suicida, dando el salto en el
vacío, tentando a Dios. Los demasiado partidarios de esfuerzos extraordi-
narios no suelen mantener la constante del ordinario, esforzado y sencillo
hacer.
La fuerza de que disponemos y que hemos de poner entera en el traba-
jo, en la fiel dedicación al bien que hemos de hacer, ha de ser iluminada; el
impulso ha de ser conducido. Hay una racionalidad incluso para lo santo:
fuera de ella, o vivimos de ilusiones, o tentamos a Dios. Lo primero es ton-
tería, lo segundo es pecado.
Cuando incurrimos en alguno de esos fallos, debemos imputarlo a no
haber siquiera mirado, o a haber confundido o a haber prescindido del
dato de nuestros propios límites: éstos nos los da la inteligencia, los juzga
e interpreta la conciencia y los decide la libertad depurada de arbitrarie-
dades. La libertad es preciosa, pero delicada porque su recto uso supone
una profunda y arraigada honradez.
El limite de lo que podemos y debemos hacer, en su validez inmediata e
instantánea, está más hacia ACA de la absoluta, última y rotunda perfec-
ción de lo que alcanza el ideal: el sonido es más rápido que los cuerpos te-
rrestres concretos, la luz es más rápida que el sonido, y la Inteligencia más
rápido que la luz. Se alcanza, finalmente, el ideal, no en la explosión de un
instante, sino en el progreso diligente de paso tras paso y día tras día. Hoy
no podemos hacer, todavía, la tarea de mañana, no podemos anticipar al
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esfuerzo actual el contorno circunstancial todavía inexistente ―no habría
aire para este pájaro, ni mar para este pez―: pero mañana depende ya de
hoy y engarzamos su eficacia en este presente no despreciado.
La fuerza y la sabiduría del hombre creyente dependen de la atención
y el respeto a este orden establecido por Dios: es un orden natural, pero
que sirve de cauce ―como el de los ríos al agua― para todo lo sobrenatural.
Hay que mantener, indeclinable, la tensión hacia el ideal, pero sin olvi-
dar los medios, andando a pie los caminos. San Agustin nos hizo lo adver-
tencia que en si mismo, reflexivamente, experimentó, de que Dios que nos
ha dado la existencia, el ser, sin consultarnos a nosotros, no obra en noso-
tros ningún crecimiento en el bien, sin nuestra consciente y diligente cola-
boración. Este crecimiento o desarrollo no se opera de manera instantánea,
sino sucesiva, esforzada y prudente.
Conocer los propios límites, para no desperdiciar ni malgastar ninguna
energía, lo mismo que para no caer en el vértigo de ninguna presunción o
temeridad. Hay falsas humildades que cubren perezas o disimulan cobar-
días, y fingidas valentías enraizadas en la presunción y la soberbia. La vida,
la libertad, no admiten huidas ni dimisiones: exigen, sencillamente, honra-
dez, generosidad, modestia, constancia y fe.
No un esfuerzo nacional,
sino un esfuerzo humano.
Yo imagino que la Humanidad, cuando haya comprendido, en bloque,
que está sellada sobre sí y que solamente puede contar con ella en el
mundo (si no en los cielos) para salvarse (experimentalmente, bien
entendido), sentirá en primer lugar pasar por sus fibras un inmenso
estremecimiento de caridad interna. Nos ocurre al percibir, por relám-
pagos, qué tesoros de bondad oculta el hombre para el hombre, en su
corazón. Pero estos tesoros están casi siempre cerrados, de forma que,
de la sociedad, apenas conocemos más que las servidumbres y los tro-
piezos: los hombres de hoy viven al azar, sin buscarse y sin amarse...Si
la presión de una gran necesidad común llegase a vencer nuestras re-
pulsiones mutuas y a romper el hielo que nos aísla, ¿quién puede saber
qué bienestar y qué ternura no saldrían de esa multitud armonizada?
Entrevemos justamente, en la hora presente, lo que puede ser un
esfuerzo nacional. Será preciso, sin embargo, que la Humanidad adulta,
bajo pena de perecer a la deriva, se eleve hasta la idea de un esfuerzo
humano, específico e integral.
Teilhard de Chardin
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Y ahora, los nudistas
NO SOMOS historiadores ni an-
tropólogos, y no vamos a dis-
cutir, aquí, de si el vestido es o
no indispensable al cuerpo humano o
simplemente se trata de un adorno
que comenzó por vanidad o supersti-
ción y que luego, en progresiva sofis-
ticación, el vicio cultural ha convertido
en imprescindible, entre otras cosas,
porque el hombre ha descubierto la
comodidad de la protección térmica
de tal envoltorio o el realce estético,
por lo menos ocasional, que le propor-
ciona. Y que si ahora, en amplios
sectores, no se acepta la desnudez ha-
bitual, es porque ya ha perdido, sin
hacer por recuperarla, su primitiva
ingenuidad y se le han atrofiado las
capacidades físicas de acomodación o
resistencia inmediata frente a las in-
clemencias exteriores. Dicen que las
guerras las hacen hombres "vestidos";
pero también es verdad que el buzo
lo mismo que el astronauta necesitan
complicados "vestidos" especiales pa-
ra descender a las simas o alcanzar las
alturas de lo desconocido y maravi-
lloso.
Todo puede y seguramente, debe
relativizarse. El hombre es un ser en
transformación y, al mismo tiempo,
transformador del entorno que le en-
vuelve y habría mucho que discutir
sobre hasta qué punto las transforma-
ciones o cambios que introduce en su
modalidad vital constituyen siempre
un hito del progreso humano o, acaso
representan, en alguna ocasión, un re-
greso que el cansancio de lo sencillo,
en ingrata reacción, le provoca. La
técnica ―también es arte y es técnica
el vestido― puede multiplicar los va-
lores naturales y agilizarlos... y puede,
contradictoriamente, destruirlos.
No vamos pues a discutir. Pero sí a
referirnos a algo chocante, a nuestro
juicio, porque puede significar que, a
pesar de la invocada vuelta a la sim-
plicidad, incurran (por lo menos el
sorprendente detalle que vamos a re-
latar) en aparentes artificios y utiliza-
ciones de lo divino, más bien propios
de la sociedad o culturas que precisa-
mente ellos, denuncian.
La Federación Internacional de Nu-
distas, el pasado mes de agosto, cele-
bró su Congreso en una isla de Rhin
y, con tal ocasión, solicitaron y obtu-
vieron que un pastor luterano fuese a
bendecir su asamblea, compuesta por
miembros de todas las procedencias
ideológicas y religiosas de un crecido
5 (125)
número de países, principalmente
europeos de aquende y allende del
"telón de acero". Lo cierto es que, en
otra no muy lejana ocasión, y para un
suceso semejante, habían hecho la
misma solicitud a sacerdotes católicos,
quienes, advertidos por su obispo, no
accedieron.
Tenemos dos cosas a objetar ―no al
pastor, sino a los nudistas―: en pri-
mer lugar se nos antoja que es que-
rer "vestir" de forzada religiosidad la
simplicidad natural de la filosofía que
profesan. Lo cual nos lleva de la mano
a esta segunda reflexión, ya apuntada:
incurren o reproducen la tendencia
abusiva, tantas veces criticada, de la
hipocresía burguesa, hipercivilizada,
amiga de los convencionalismos espiri-
tuales y las apariencias falaces, o invo-
cadora de una trascendencia que uti-
liza como medio, pero se resiste a ad-
mitir como fin.
Hoy, la Iglesia, las iglesias, recupe-
ran con vehemencia su original misión
de predicar, evangelizar, enseñar,
adoctrinar en la fe; incluso denunciar
los errores que se oponen a ella y a lo
que es fundamental en la naturaleza,
de modo que no queda tiempo para
adornos y comparsas, políticas, cultu-
rales o filosóficas. Se resiste el Evan-
gelio a ser utilizado.
Cabe, en ellos, sin embargo, una ex-
cusa y es que, conscientes o no de su
error o su abuso, es cierto que no han
pedido a nadie que bendiga armas ni
aliente, sacrílegamente, en nombre de
Dios, guerra alguna; ni predique espe-
ranzas de cielo, callando la denuncia
de las injusticias de la tierra.
La «prenotificación oficiosa»
y el «derecho de veto»
en la designación de obispos
LA LLAMADA "prenotificación
oficiosa" o "simple", por la cual
Ja Santa Sede comunica a un Go-
bierno los nombres de los candi-
datos al episcopado, por si tiene
objeciones políticas oponibles a
los respectivos nombramientos,
va a ser la forma que sucede a la del desa-
fortunado Concordato ―en desmantelación―
de 1953, para la provisión de las sede, epis-
copales en territorio del Estado español.
Voces autorizadas se han apresurado a
puntualizar que tal "prenotificación" no po-
día equipararse al derecho de veto", puesto
que, tal como se especifica en el documento
suscrito por ambas partes (Santa Sede y
Estado español), la valoración de las posi-
bles objeciones políticas corresponden, en
ultimo término, "a la prudente consideración
de la Santa Sede".
Esto, sin embargo, no significa otra cosa
que, de producirse y mantenerse objeciones,
la Santa Sede puede, teóricamente, imponer
su punto de vista y desafiar las que estime
improcedentes. Lo cual es muy dudoso que
llegue jamás a producirse. Precisamente pa-
ra que no se produzca se desciende a este
"acuerdo" que transforma el más rígido y ce-
sarista anterior, de 1953, que tan perjudicial
ha sido al bien espiritual del pueblo fiel es-
pañol, al dar una reiterada imagen politiza-
da a los miembros de la jerarquía eclesiásti-
ca española, con una confusión a pique de
reproducir la del arrianismo histórico, siglos
ha superado.
El acuerdo, de todos modos, tiene de po-
sitivo el siguiente significado: que reconoce
prácticamente, por lo menos, la inviabilidad
de aquella confusión que instrumentalizaba
a la Iglesia para utilidad del dominio polí-
tico interior, en un Estado débil y discutido.
No corresponde a nosotros analizar hasta
qué punto benefició o perjudicó al Estado
tal estrategia; pero ciertamente perjudicó a
la Iglesia, mediatizada políticamente, con
males que sería largo enumerar, pero que,
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desde una visión de fe, es fácil poner en
evidencia. De proseguir se habría llegado a
una Iglesia poco más que folclórica, conver-
tida en elemento administrativo del Estado.
El bien de la levadura evangélica no se
habría acabado de extinguir, pero siempre
"a pesar" de la falsa apariencia dada por la
autodefinición oficial del catolicismo nacio-
nal. No es poco, pues, lo alcanzado ahora.
Pero no es bastante, y hay que confiar que,
el principio que con tal acuerdo se estable-
ce, progrese hacia la total independencia
espiritual y jerárquica de la Iglesia.
Córrase o no se corra para aclarar que no
se trata, la "prenotificación oficiosa", de un
"derecho de veto", ya resulta sintomática
que se hagan precisas tales aclaraciones.
Aunque sea evidente que, formalmente, tal
puntualización resulta válida, queda expe-
dita, sin embargo, la posibilidad del hecho",
o virtualidad implícita de la coacción moral,
incluso antecedente. El compromiso del
"secreto" con que las diligencias se han de
llevar a cabo protege la consecuente. Esa
"prenotificación" no es pues un simple y
comprensible acto de cortesía", sino un ta-
miz que actúa de condicionador político.
Antes existía la selección política de dere-
cho" y ahora el condicionamiento político
"de hecho".
Resumidas comparativamente, la situación
creada por el Concordato de 1953 y la actual,
resulta lo siguiente: en aquél, las objeciones
a los seleccionados por el Estado, las podría
poner la Santa Sede; ahora, las objeciones, a
los seleccionados por la Santa Sede, las pue-
de formular el Gobierno español. Después
de un primer ensayo primaveral, pero falaz,
aquel procedimiento ha conducido a blo-
queamientos ya irreductibles; está por ver
a dónde nos va a conducir el de ahora, más
allá de los primeros expectantes ensayos.
Porque el problema sigue siendo el mismo:
con presiones llamadas jurídicas", concor-
datarias o contractuales primero, o con tan-
teos y, en realidad, ofertas o consultas al
César ahora. En lo civil, la contra prestación
correspondiente seria, que también para los
cargos políticos y administrativos más rele-
vantes, existiera el requisito equivalente de
una "prenotificación oficiosa" a la Santa
Sede, por si hubiera objeciones "religiosas"
oponibles al candidato del Estado en las fun-
ciones de gobierno. Por lo mismo que se
comprende que la Iglesia nunca exigirá esto,
no debiera ocurrir lo contrario cuando se
trata de la designación de sus jefes o pasto-
res. Es patente.
Está muy bien el principio que encabeza
el artículo primero del reciente documento,
en el que se dice textualmente: "El nombra-
miento de arzobispos y obispos es de la ex-
clusiva competencia de la Santa Sede". Pero
esto se dice siempre: lo malo son los aña-
didos.
El único matiz o condición comprensible
en la hipótesis de un Estado aconfesional,
podría ser la de que éste se reservara la
concesión del permiso civil de residencia,
en el extraordinario supuesto de que los de-
signados fueran extranjeros. El resto es
asunto interno y, como se dice en el texto,
de la exclusiva competencia de la Santa
Sede", de la Iglesia. Y no menos.
7 (127)
Sólo dos mil años
SI COMPARAMOS esta cifra con
la edad, indescifrable, del mun-
do; si se compara con la del pla-
neta Tierra, si con la aparición de la
vida en él; si con la edad de la Huma-
nidad o con los más antiguos vestigios
de su búsqueda de Dios, ¿qué son sólo
dos mil años?
Hace sólo casi dos mil años que
Jesucristo dijo a los que eran simiente
de la Iglesia: "Id por todo el mundo,
anunciad el Evangelio a todos los
pueblos".
¿Se ha cumplido este encargo de
alcance universal?
La Humanidad creía y sigue cre-
yendo en el Dios verdadero o en dioses
falsos, pero todavía, tomada mayorita-
riamente, el anuncio del Evangelio de
Jesucristo no ha cubierto la faz de la
tierra. ¿Son dos mil millones, son tres
mil millones los que falta por evange-
lizar? Dedicados específicamente a es-
ta parte de la humanidad que no tiene
noticia de Cristo, la Iglesia tiene poco
más de cien mil personas ―más del
doble son mujeres― plenamente de-
dicadas a este apostolado pionero o,
como se le suele llamar, "misional".
El resto del apostolado más o menos
organizado se ejerce en el manteni-
miento de las grandes zonas con tra-
dición cristiana, de las que tampoco
es siempre posible restar sacerdotes y
religiosos y religiosas para destinar a
la evangelización exterior.
Además, el Evangelio no es un pro-
yecto culturizador, sino un anuncio
que espera la respuesta libre de las
conciencias y que, en el marco social,
Do debe desplazar las culturas para
imponer otras nuevas, sino servir de
levadura para fecundar en la fe y la
gracia las autóctonas. Esta razón tam-
poco permite la ligereza "conquista-
dora", "propagandística" o política
con que los poderes del mundo impo-
nen sus intereses e ideologías domi-
nadoras. No es "un reino de este mun-
do" o como los de este mundo. Parece
que la Iglesia va despacio, pero, en
comparación con el alzamiento y el
hundimiento y ruina de las estrategias
y reinos temporales, la Iglesia, con
medios más humildes, mantiene una
permanencia y crecimiento superior a
los regímenes, dinastías o instituciones
que han intervenido en la Historia.
Esta constatación, en modo alguno,
puede satisfacer al verdadero creyen-
te, para que se desentienda de la mi-
sión expectante, que es esencial a la
presencia de la Iglesia en el mundo.
Pues a pesar de la superior permanen-
8 (128)
cia de la Iglesia, ésta no ha desarrolla-
do toda su eficacia, ni en los mismos
que nos profesamos creyentes, ni ha
sido siempre la santidad el testimonio
que los que desconocen a Cristo, han
podido contemplar en ella. Su misma
presencia en medio del mundo la ha
salpicado del polvo de sus vanidades
y egoísmos y, lo prodigioso ha sido
que, a pesar de tales riesgos y condi-
cionamientos históricos, ha mantenido
íntegra la verdad recibida de Cristo:
para decirla a los demás y para apli-
cársela a ella misma, vuelta siempre
en constante conversión.
Cuando pensamos en lo que falta
todavía por evangelizar, miremos, ade-
más, cerca de nosotros mismos, y mi-
rémonos a nosotros mismos, porque
predican a los infieles no solamente
los cien mil misioneros, hermanos
nuestros, que están en continentes dis-
tantes. Los que allí se les acerquen y
les oigan las palabras del anuncio
evangélico, enseguida les preguntarán
de dónde vienen y, al fin, nos mirarán
a nosotros: mirarán nuestra sociedad,
nuestras leyes, analizarán nuestras
instituciones y los ideales e intereses
que nos dominan, y no bastará que
nos llamemos "cristianos" si las con-
ductas lo desmintieran.
Si les hemos de predicar a Cristo y
esperamos de ellos una adhesión no
infantilizada, o fanática o enajenante,
sino una aceptación de hombre libre
que acaba de descubrir a Dios y su
proyecto en el mundo ―el Reino de
Dios―, y hemos de decirles la ver-
dad, no podremos hacerlo sin recono-
cer que Judas y Caín están todavía
con nosotros, porque hemos blasfema-
do llamando "santas" a algunas gue-
rras, porque a ellos mismos les vendi-
mos Y Vendemos armas para que
hagan las suyas y nos ahorremos de
las nuestras, porque les hemos robado
sus riquezas, les hemos explotado ha-
ciéndoles trabajar y vivido de este
beneficio, y no les hemos instruido
por temor de que descubrieran, más
deprisa, nuestra hipocresía.
Esas grandes zonas de tradición
cristiana, no son todavía cristianas:
errores y pecados, satisfacciones anti-
cipadas y retrasos de conversión man-
tienen la misma urgencia, necesitan
la misma reiterada predicación de una
verdad sólo parcialmente conocida o
sólo parcialmente aceptada. Sin poder
negar todo el cambio enorme que,
desde hace dos mil anos, a partir de
la predicación del Evangelio, se ha
obrado en el mundo, queda, todavía
y aquí, otro tanto por hacer.
Lejos de su propio país, en la avanzadi-
lla misionera de la Iglesia, hay poco más
de 100.000 hombres y mujeres que han
consagrado su vida a la evangelización
de los que no conocen a Cristo. De cada
diez de ellos, uno es español y, entre los
españoles, la mayoría vascos.
9 (129)
ATEÍSMOS
PERDER la fe no es fácil. Por más que, como don, no alcance
P lo absoluto y, como experiencia, sea un bagaje provisional,
no definitivo, como todo lo que cabe en la temporalidad de la
vida del hombre. La fe comienza como una gracia, cuyo conteni-
do es la semilla de un conoci-
miento sobrenatural de Dios,
que luego la inteligencia, la li-
bertad y todas las capacidades
del hombre, peregrino en este
mundo, deben secundar.
La fe es un principio de cono-
cimiento y una búsqueda de
Dios. La fe no es el producto de una conclusión silogística, aun-
que ningún silogismo, sin vicio lógico, se le puede oponer. Los que
hubieren llegado a un conocimiento de Dios como Ser cumbre
puesto en la cima del orden ontológico universal, no habrían lle-
gado a tener fe por la simple conclusión de su razonamiento, que
conviene en llamar "Dios" al ser supremo, tras el cual sigue la co-
lección de los restantes seres inferiores.
Una idea naturalizada de Dios puede resultar de alguna utilidad
para explicarse otras cosas, puede servirles de recurso para
amortizar dudas o ahorrarse indagaciones sobre problemas físicos
o éticos difíciles de afrontar. Pero Dios es más que una razón su-
prema, o que un motor universal. El Dios cristiano, por lo menos,
no puede ser utilizado para ahorrarnos los planteamientos más
difíciles de la vida, sino, en todo caso, para estimularnos 0, más
bien, comprometernos a encararnos con ellos e intentar resolver-
los honesta y generosamente, con criterios que no suprimen, desde
la eminencia de la fe auténtica, todo el esfuerzo natural, aunque
elevado por y hacia la trascendencia.
Por estas razones, cuando hay gentes que nos dicen que han
perdido la fe, puede pensarse que, en realidad, lo que han per-
dido, con independencia del nombre que le den, no era la fe, sino,
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a lo sumo, alguno de sus sucedáneos. No pudieron perder lo
que no habían tenido.
Y en cuanto a la pérdida de la verdadera fe, a la apostasía como
tal, al abandono total de la referencia a Dios desde el conoci-
miento sobrenatural de la pri-
mera, aunque imperfecta, since-
ra iniciación cristiana, es algo
que ocurre con poca frecuencia,
porque hace falta un rechazo
insistente y protervo que, inclu-
so para un acto negativo, requie-
re una fuerza y calidad personal
que no alcanza la mediocridad de los que, tomando la fe como
sugestión, también padecen la sugestión de haberse desprendido
de ella.
Hay maneras de entender la fe y formas de creer que no tienen
nada, o tienen muy poco que ver con la fe genuina. Existen
verdaderos ateísmos envueltos en leves sugestiones pseudo-religio-
sas, insustanciales, a modo de refugio, transferencia o simple
enajenación.
Por otra parte ―y sin proclamar el principio de su legitimación
universal―, hay ateísmos o formas de negación de Dios, que
no están lejos, en quienes los profesan, de actos de acercamiento
a la verdadera fe. Los que rechazan a un "dios" convencional,
complemento burgués de egoísmos radicales, deformación mano-
seada del Dios grande de la Biblia y de Jesucristo, decoración cul-
tural o acomodo legitimador de seguridades discriminatorias, no
merecen reproche ni desde la posición de la fe. Reniegan de un
dios que tampoco es cristiano. Si lo confunden con el del Cristia-
lo hacen por error.
Si su negación de Dios no parte de resentimiento alguno, sino de
haber elegido algo que estiman mejor, perseguido y procla-
mado, bajo las formas de justicia y de verdad, de respeto y
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defensa leal de todo el orden creado, en eso mismo ya se
mueven, aunque lo ignoren, a impulsos del mismo Dios ver-
dadero, en quien dicen no creer, aunque ya se hallan cerca
de él.
Está más cerca de Dios el hombre que lo niega, pero se en-
trega a un ideal de bien para ser compartido con todos
sus semejantes, sin permitir que se le corrompa ese mismo
ideal por concesiones al propio egoísmo o a la soberbia, que
el que se declara fiel y cristiano, pero que sólo busca en Dios
una seguridad que le ampare, le honre o le libre de miedos,
La fe, lo mismo que un ideal, y más todavía que un ideal,
vale más que la vida. Un verdadero idealista puede com-
prender algo de lo que es la fe cristiana, aunque él mismo
no sea creyente. Y un verdadero cristiano puede ser el mejor
idealista.
Pero un resentido o un perezoso, ni podrá racionalmente
descubrir la felicidad, ni será capaz de ideal alguno, ni
podrá prepararse para el primer acto de fe que ilumine y li-
bere su vida y se convierta en luz para los demás.
El común de los hombres consideran a Dios como
un ser a distancia. Pero el cristiano que se mueve
en su presencia, que acoge su Espíritu, no se ve
precisado a buscar sus huellas fuera de sí mismo.
Movido, conducido por Dios, le basta dejarse lle-
var... Yo no digo que esto ocurra de manera ab-
soluta, pero sí que resulta del estado del alma que
se alcanza por la oración mantenida y vigilante.
Card. NEWMAN
12 (132)
comentario leve:
EL NIÑO,
SIN CLASE DE RELIGIÓN
SE TRATA de un supuesto no
imaginario: un niño regresa
del colegio público, al comen-
zar el curso y ya con los libros
"nuevos". El maestro les ha dicho,
en clase, que no les explicará reli-
gión, que la pueden estudiar por su
cuenta, en el libro de E. G. B. co-
rrespondiente.
No vamos a discutir, aquí y aho-
ra, sobre la conveniencia o no de
incluir las materias de religión en
las escuelas de alumnos supuesta-
mente bautizados y miembros, con
sus familias, de la Iglesia. Incluso
vamos a prescindir de si el maestro
puede o no inhibirse de esta parte
del programa de enseñanza esta-
blecido. Puede que él mismo no
tenga fe y prefiera no incurrir en
hipocresías; puede que su propia
formación religiosa sea tan elemen-
tal o borrosa que no llegue a situar
su importancia en relación con el
conjunto de las otras materias y op-
te por "aprovechar mejor el tiempo"
explicando matemáticas o geogra-
fía...; puede, incluso, que no sepa
distinguir entre lo que, en materia
de religión, deba ser objeto de es-
tudio y conocimiento, de lo que,
por referirse a la inmediata prepa-
ración para recibir los sacramentos,
corresponda al sacerdote y de este
modo, olímpicamente, se desentien-
da de todo.
Lo que aquí nos llama la aten-
ción es la más común reacción que
es obra de los padres del niño que
llegó a casa con el mensaje de que
en la escuela el maestro les dijo que
no enseñaría religión, que la estu-
dien por su cuenta. Suponemos que
la familia que oye al niño es cris-
tiana. ¿Cuál será su reacción? Al fin
y al cabo son los primeros respon-
sables del niño, antes y por encima
de la misma escuela.
Es posible que la familia lamente
la indebida omisión; es menos pro-
bable que en la familia se asuma la
tarea de suplir y dar la instrucción
religiosa que el colegio descuida. Y
es casi seguro que, si en vez de tra-
tarse de la religión, el niño hubiese
llegado a casa diciendo, por ejem-
plo: "El señor maestro nos ha dicho
que no enseñará aritmética, o gra-
13 (133)
mática, o historia... y que, como
está en el libro, la estudiemos por
nuestra cuenta", allí se armaba la
de Troya.
La familia, llamada cristiana o
no, levantaba clamorosa protesta,
exigía inmediata rectificación y ga-
rantía de integridad en la enseñan-
za. Y si tal exigencia no era infali-
blemente atendida, obtenía la ex-
pulsión del maestro si se tratara de
un colegio estatal, o infamaba al
establecimiento y directores si era
un colegio privado, y el niño era
llevado a otro centro.
Pero con la religión no ocurre
así. Salvo poquísimas excepciones,
incluso la familia "cristiana", se re-
signa. El niño, hasta donde alcance
en su reflexión, sacará la conse-
cuencia de que poca importancia
debe tener todo eso de Dios y la re-
ligión cuando el maestro, sin rubor,
la relega, y la familia se desinteresa.
La "religión"... Eso: una costum-
bre, una tradición, un sentimiento,
un complemento, un adorno, a ve-
ces una distracción. Lo importante,
lo único verdaderamente importan-
te para tantos paganos que se lla-
man ―no importa― "cristianos", es
lo demás. Lo demás, como dicen,
"da cuartos", y los cuartos dan se-
guridad, infunden respeto y pro-
porcionan bienestar. Incluso bioló-
gicamente, a los espiritualmente
huecos.
Lo peor de estas familias, no es
que sean paganas, sino que, siendo
todavía, pasen o se hagan pasar
por "cristianas".
UN
DIOS
GRATUITO.
Cuando Dios muere
en una sociedad,
de su cadáver surgen
dioses alienantes.
Pero el único Dios vivo
es el Dios de Jesucristo;
un Dios que no se impone,
sino que se entrega;
cuya relación con el hombre
no es una explicación,
sino una salvación.
Un Dios en lucha radical
contra los dioses.
Un Dios gratuito,
pero no superfluo.
Sólo la fe
en este Dios gratuito
esteriliza el cuerpo social
contra la alienación religiosa.
José M. González-Ruiz
14 (134)
documento:
AFIRMACIONES
PARA UN TIEMPO
DE BUSQUEDA
Con el título que antecede, un grupo de teólogos españoles, muy próxi-
mos a la Conferencia Episcopal, presentaba, a principios del pasado verano,
un documento que trataba de "redefinir" el papel de la Iglesia en España, en
el momento actual. Se intenta desvincular la misión de la Iglesia de la que
pudiera resultar de la identificación con cualquier molde cultural, o un con-
cepto de la sociedad, o un medio político. Es algo de lo que, de modo y con
estilo y oportunidad periodística, nos han recordado y recuerdan con insis-
tencia cristianos sinceros como el moralista Aranguren o teólogos avanzados
como González Ruiz.
Aunque el documento es interesante en toda su extensión, aquí reprodu-
cimos solamente sus últimos párrafos.
Incompatibilidades
estructurales y éticas-
cas con el capitalis-
mo y el marxismo
• No pocos cristianos, que perciben agudamente la
incompatibilidad entre las estructuras capitalistas y la
realización de una comunidad fraternal universal, optan
por el socialismo, considerado como alternativa global y
opuesta a la sociedad capitalista.
Desde un punto de vista teórico y global, no es difícil
detectar la convergencia existente entre ciertos objetivos
del socialismo y las exigencias éticas de la vida cristiana.
La satisfacción de las necesidades personales y comu-
nitarias, en lugar de la búsqueda del lucro privado; la
abolición de cualquier forma de explotación y opresión,
mediante la creación de estructuras opuestas a la discri-
minación clasista; la acentuación del carácter comunita-
15 (135)
rio del hombre.... solicitar la adhesión del cristiano, que
quiere ser fiel a las exigencias del seguimiento de Jesús.
La Iglesia, Indepen-
diente y crítica
Con todo, sería peligroso desconocer el pluralismo de
las concepciones teóricas, de las realizaciones prácticas y
de los programas políticos que se esconden bajo el mismo
denominador común de socialismo, dentro de los cuales
se contienen afirmaciones inconciliables con la fe cristia-
na. La autonomía del cristiano en la construcción del
mundo no es tan ilimitada que le permita acoger cual-
quier ideología o aprobar indiscriminadamente cualquier
programa político. Si no queremos desembocar en un nue-
vo dualismo o en un reduccionismo que extenúe los con-
tenidos de la fe, hay que reconocer a ésta la capacidad
de someter a crítica, desde su peculiar punto de vista, to-
das las ideologías y programas.
La Iglesia estimula
y anticipa la justi-
cia y la fraternidad
La salvación cristiana trasciende las realizaciones hu-
manas, al mismo tiempo que asume y estimula las aspi-
raciones y realizaciones que contribuyen a crear progre-
sivamente al hombre como imagen de Dios, en su doble
vertiente personal y comunitaria. La convergencia no pue-
de convertirse en identificación; la fe no puede reducirse
a cobertura de nuestros proyectos; la racionalidad políti-
ca no es la última palabra para el cristiano; la Iglesia no
es simplemente la reunión de los que se identifican con el
mismo proyecto social.
La libertar de la
Iglesia y la autono-
mía de los cristia-
nos • Hay que afirmar que la Iglesia debe ser una comu-
nidad real, en la que se viva personal y socialmente el
Evangelio más allá de las exigencias de las leyes civiles
y de los usos de la sociedad circundante, de tal manera
que aparezca ante los hombres el ejemplo vivo de una vi-
da humana reconciliada, libre y liberadora, que sea a la
vez crítica y estímulo para la sociedad entera. Aunque la
Iglesia, por su origen y por la naturaleza de sus últimos
objetivos, no puede identificarse con ninguna institución
humana ni ningún objetivo histórico, ella tiene que testi-
ficar y trabajar en favor de un progreso real de la huma-
nidad hacia el modelo esperado del Reino de Dios, encon-
trándose con todas las fuerzas positivas y nobles que
mueven a la humanidad, y manteniéndose a la vez distan-
16 (136)
ciada y libre para criticar en ellas todo lo que no esté su-
ficientemente abierto u orientado a esta plenitud final, que
no nace de la tierra, sino que tiene que ser esperada como
don de Dios a los hombres de buena voluntad. Los cristia-
nos, bajo su personal responsabilidad, tienen que trabajar,
por todos los medios posibles y legítimos, en favor de esa
permanente humanización de la sociedad, pensando que
así cumplen los mandamientos de Dios, santifican su nom-
bre y preparan la venida de su Reino.
Por todo ello es preciso reconocer la validez de los es-
fuerzos por independizar a la Iglesia de las vinculaciones
sociológicas y políticas que le impiden realizarse a sí mis-
ma auténticamente como una comunidad de creyentes y
ejercer tanto su función crítica y respecto de todos los as-
pectos pecaminosos y deficientes de la sociedad como su
función estimulante y anticipada en favor de una huma-
nidad siempre más justa y más fraterna. La Iglesia debe
mantenerse siempre en una dolorosa dialéctica con la so-
ciedad entera, pero no puede dejarse en volver enteramen-
te por ninguno de los polos dialécticos en que vive disocia-
da la humanidad. Dejaría de hacer sus aportaciones
específicas al conjunto de la sociedad y de la historia.
La Iglesia, comuni-
dad corresponsable
• Los ministros de la Iglesia son escogidos y consa-
grados para dirigir la vida religiosa de los creyentes, ali-
mentar y estimular su fe, presidir sus celebraciones, ex-
presar y mantener continuamente la unidad de cada
comunidad de creyentes y de todas las comunidades en-
tre sí, sin perjuicio de una auténtica corresponsabilidad
de todos los miembros del Pueblo de Dios.
La primacía del cul-
to "en espíritu y
verdad"
Esta misión no puede ser nunca instrumentalizada por
las opciones políticas de quien las desempeña. Su ordena-
ción y sus funciones específicas tienen sólo significación y
autoridad dentro de la comunidad misma y respecto de
los creyentes; ante el conjunto de la sociedad, y desde un
punto de vista civil, son ciudadanos como los demás, so-
metidos a las mismas leyes que los demás, y sin otra
autoridad o relevancia que la que sus méritos personales
les confieran. No tiene un sentido claro que los sacerdotes
se sientan dirigentes de barrio o animadores de grupos
17 (137)
políticos, ni que los obispos se sientan llamados a orientar
las actuaciones políticas de sus conciudadanos. Puede ser
que el peso de nuestras tradiciones haga esto todavía ine-
vitable, pero es necesario darse cuenta de que es ésta una
situación confusa, indiferenciada y arcaica, con demasia-
dos rasgos de una sociedad medieval, y aun precristiana.
Mientras tanto, los temas específicos que sustentan la fe
y construyen la Iglesia no son suficientemente atendidos,
entre otras cosas, porque no se confía suficientemente en
el valor humanizador de la religiosidad ni del culto ver-
dadero respecto de todas las realidades humanas; también
las económicas, sociales y políticas.
La Iglesia ha de
afirmarse desde sí
misma
Los cristianos y todos los miembros de nuestra sociedad
tienen derecho a esperar de los pastores que aclaren los
elementos y objetivos primordiales de la Iglesia, su forma
específica de situarse y actuar en la sociedad contempo-
ránea, así como las principales incompatibilidades con
las estructuras y con la ética del capitalismo y del mar-
xismo. Han quedado atrás los tiempos de la indetermina-
ción, de la timidez y de las convivencias. La Iglesia debe
afirmarse y hacerse respetar desde ella misma y desde
unas posiciones sólidas y claras.
La autonomía de la
sociedad civil para
sus problemas polí-
ticos y jurídicos
• Entramos en una época de creciente libertad y plu-
ralidad social. Es importante que la Iglesia subraye su
diferenciación del resto de la sociedad. No en el sentido de
ofrecer a los cristianos refugio en un paraíso espiritualista
al margen de la vida real y de los verdaderos conflictos de
los hombres, sino para delimitar bien su propio origen, sus
formas de vida, sus propias competencias y sus aportacio-
nes específicas a la redención y a la liberación de la hu-
manidad y de los hombres concretos. Para ello es preciso
reconocer a la sociedad civil su plena autonomía respecto
de sus propias cuestiones, acostumbrarse a decidir los pro-
blemas de la comunidad política por procedimientos polí-
ticos. Es urgente sentar las bases para que los problemas
políticos o jurídicos que se pueden plantear dentro de poco
entre nosotros no se quieran resolver en el campo de los
ordenamientos civiles por procedimientos, y mucho menos
por imposiciones, religiosas. Que los problemas que hayan
de ser dilucidados políticamente en el campo de las insti-
18 (138)
tuciones y los ordenamientos civiles y jurídicos no se
conviertan en nuevas divisiones dentro de la Iglesia ni en
fuente de nuevos rechazos desde la sociedad frente a una
Iglesia civilmente prepotente. Temas como el del divorcio
tienen que tener un tratamiento propio dentro de la Iglesia
para los creyentes que quieran vivir de acuerdo con las
exigencias de la fe cristiana, y otro diferente como objeto
del ordenamiento civil.
La fe es liberadora
y humanizante
• Deseamos una Iglesia que sea de verdad la comu-
nidad de los creyentes convertidos al Evangelio de Jesu-
cristo, una Iglesia de hombres que crean en Dios como
origen y garantía de la plena salvación de los hombres y
testifiquen ante la sociedad el valor liberador y humani-
zante de esta fe. Una Iglesia que no pretenda imponerse
al resto de la sociedad ni quiera fortalecerse con privile-
gios sociales, sino que viva civil y políticamente en la
misma condición que los demás ciudadanos y grupos
sociales; una Iglesia que honre el nombre de Dios ante
los hombres y contribuya positivamente a acercar la vida
humana al Reino de Dios esperando, sin separarse de la
historia y sin confundirse con ella, sin huir del mundo y
sin conformarse con él, formando realmente parte de la
sociedad, y no dejándose asimilar por nada ni por nadie.
Una Iglesia convertida y sostenida por la esperanza de
una humanidad justa y feliz que viene de Dios.
1 de junio de 1976
Ricardo Alberdi, Rafael Belda, Olegario González de
Cardenal, Juan Martin Velasco, Antonio Palenzuela,
Fernando Sebastián, José María Setién.
En los movimientos juveniles estadounidenses
(hippies) había mucha más rebeldía que vo-
luntad de revolución.
José Luis L. Aranguren
19 (139)
HORARIO DE MISAS
DOMINGOS Y DÍAS FESTIVOS:
10, 11 Y 12 DE LA MANANA
SÁBADOS Y VÍSPERAS DE FIESTA:
8 DE LA TARDE
DÍAS LABORABLES:
7,45 DE LA MAÑANA Y 8 DE LA TARDE
LAUS
Director: Ramon Mas Casanelles - Edita a imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 109/69 - 15. 10. 76
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