Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 144. NOVIEMBRE. Año 1976.
SUMARIO
HAY una primavera oculta, de pensamientos y de
H ideales, hacia adentro, a punto de florecer, en el
I silencio del frío, en el alma que se recoge, cuando
los vientos desnudan los árboles y señalan el invierno
inmediato. La actividad humana no se detiene, el hombre
no muere, la vida sigue. Sólo los espantajos del miedo
quiebran las voces de esperanza. Pero la esperanza tam-
poco muere, porque está, pura, en todo lo espiritual. Y el
espíritu es incorruptible, aunque no lo sepan los cobardes
y los violentos.
EL AMBIENTE
LA IGNORANCIA DE DOLOR
LA TERNURA DE LA IGLESIA
SER Y HACER
APRENDER A MORIR
CREADOS PARA LA VIDA
LA HISTORIA NO ES NUESTRO ABSOLUTO
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tiempo de orar:
EL AMBIENTE
Señor, es hora de que tengas,
porque nuestro tiempo pasa
y nuestro mundo se acaba.
Tú nos diste la vida para convivir
y nosotros lo llevamos todo a la muerte,
a la guerra,
a la competencia
y al rechazo indiferente.
Tú nos diste árboles y bosques
y nosotros nos dedicamos a talarlos.
Tú diste la primavera a los pájaros
y los ríos a los peces,
y nosotros contaminamos el aire
y pudrimos las aguas
con los residuos industriales.
Ya la primavera se hace amorfa,
se vacían de vida los ríos,
se enrarece corrompida la atmósfera.
Tú nos diste el equilibrio de la creación
y nosotros la destruimos
y llevamos al fracaso.
Nuestro tiempo pasa, Señor.
Danos "tu" tiempo, para que podamos, todavía, vivir.
Danos el valor de servir a la vida y no a la muerte.
Danos tu futuro a nosotros y a nuestros hijos.
J. Moltmann
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La ignorancia
de dolor
EL HOMBRE es un ser limitado, pero abierto al crecimiento. El dolor,
cuando es entendido por el hombre, se convierte en escozor saludable
de ese crecimiento. Y lo que sería el supremo dolor, la muerte, desde
una visión cristiana no es la coronación de un absurdo, como pensara
Heidegger, ni el fin de la historia de un fracaso, como dijera Jaspers. Con
una intuición a desarrollar probablemente por el mismo, Roger Garaudy,
acaba de recoger, en el libro PAROLE D'HOMME, unas palabras de Walt
Whitman que le sirven para expresar, en una meditación de la muerte, la ri-
queza y generosidad de los que no pasan por la vida inútilmente encerrados,
perezosos, envidiosos y egoístas: La muerte es lo más hermoso que puede
sucedernos.
Dolor que avisa del límite de la fuerza humana y muerte que señala la
meta sensible y temporal de las relativas posibilidades de este ser cargado
de misterio y esperanzas, el hombre. Pero dolor y muerte que lo hacen sa-
bio. porque le encauzan y le apremian para el ceñimiento a la verdad, y la
verdad es profundamente pacificadora y bella: por eso la muerte es lo más
hermoso... Sólo lo inauténtico se resigna con la quincalla, imitadora y falaz.
El Cristianismo ha puesto en el dolor el valor del esfuerzo para el bien
y el sentido del lenguaje del amor. Y ha cambiado la muerte en puerta de
la Vida.
La muerte es hermosa, el dolor es fuente de sabiduría. Excepto para el
presuntuo80, que aquieta con íntima y escondida arrogancia, el desprecio
de lo que desconoce e ignora, levantando por fuera banderas de harapos
que no son más que polvorientas miserias. La miseria no es una sabiduría:
es un fracaso, aunque padecido a veces sin toda la culpa.
Cuando contemplam09 log males del mundo y de los hombres ―¡tantos!―,
no hace falta que nos los intentemos explicar cómo el efecto de grandes
maldades radicales. No somos maniqueos. Basta darse cuenta de las todavía
grandes ignorancias humanas y ver a los que andan vacíos de ideas claras
y sólidas, como se apresuran no siempre a aprender, sino a aparentar: no
siempre a ser, sino A improvisar astutamente la vanidad de una ficción
oportunista, Consumidora de las etiquetas de la moda, en palabras, en acti-
tudes, en enunciados, que no surgen de la convicción, sino de la somnolente
mediocridad consumista, creadora de nada, aprovechada de todo.
3 (143)
El dolor no se ha de buscar, ni la muerte ha de ser buscada, pero el he-
donismo que proclama felices a los que nunca sufren. O afortunados a los
protegidos sólo capaces de dolores imaginarios; o las enajenaciones que
tienden a falsificar incluso los mejores valores espirituales dejando sola-
mente espacio al dolor de la envidia, pueden llegar a secar el corazón del
hombre y a endurecer su sentimientos hasta hacerle pasar por el mundo
sin enterarse de lo mejor de la vida, sin hacer ningún bien a nadie, salvo el
gratificado, aprovechado nato del bien ajeno, infecundo Inconsciente y pre-
suntuoso del verdadero amor.
Para ser felices, para hacer felices, hemos de aprender y hemos de
enseñar la sabiduría serena del dolor. El dolor no buscado ni maldito, el
que la Providencia dosifica, el que Dios mismo unió a la dimensión humana
de la Encarnación, como lenguaje de su verdad, como verdad de su amor.
El hombre, y más el hombre cristiano, no ha de ser actor en la vida, no ha
de representar, ni preocuparse demasiado por parecer, aparentar, compo-
ner su imagen. El hombre, especialmente el hombre cristiano, ha de ser
autor de su vida, ha de ser, no en la apariencia de un marco construido o
elegido fuera de si mismo, sino desde dentro de sí mismo, desde el vértice
del mismo ser personal, en abertura indefinida hacia la generosidad grande
como el mundo.
Sin el dolor que fuerza el vértice de esa apertura, es imposible crecer
en el ser y es imposible multiplicar el amor en el mundo. Por esto hay ma-
les en el mundo. No por las consecuencias de grandes maldades radicales,
sino por las grandes ignorancias, especialmente por la ignorancia del do-
lor. Ignorancia de los hombres que, en apariencia moralmente neutrales
en la pobreza de su Vaciedad, aplican a ella el coeficiente de las aunque
no grandes sí verdaderas desviaciones de la vanidad, del egoísmo y de la
envidia y disparan el producto de los desastres, de las injusticias y de
la infelicidad que, con frecuencia, se cierne incomprensiblemente en los
grupos humanos.
Es la ignorancia de dolor.
El insensibilizado o el ignorante de dolor, nunca encontrará gozo en
crear nada; nunca será creador de nada, nunca dará nada. Dispuesto al
Cómodo recibir y guardarse, maldecirá la fuente que él mismo agota, sin
dar gozo A nadie, sin agradecer bien a nadie. Incapaz de la verdadera ale-
gría, incapaz de la sabiduría cristiana, incapaz del amor.
La presencia del dolor en la vida del hombre, y la culminación de In
muerte, experiencia indeclinable y única, seguirá siendo un misterio a des-
cifrar: pero sabemos que no es inútil su inserción en la vida del hombre. El
hombre solamente tiene una felicidad «semejante a Dios» cuando, de algún
modo, también crea, y el hombre sólo cree en la pureza y en la generosidad
del dolor. El hombre no es feliz cuando hereda ―en el Paraíso bíblico, el
hombre, heredero de Dios, envidió a su Hacedor: el primer pecado fue de
envidia de Dios, más que de orgullo, o como instrumento de orgullo―: el
hombre es feliz cuando orea. La creación, en Dios, es redundancia de su
gozo infinito; en el hombre, la creación, os esperanza y escozor doloroso.
Pero en uno y otro, es amor.
Es amor y es juventud: sólo lo creado es nuevo: sólo el creador es joven:
sólo el joven es feliz y sólo es feliz el joven. Sólo el que es capaz de ser feliz
es capaz de la generosidad creadora del dolor. Sólo desde esta generosidad
se alcanza la sabiduría.
Hay una fusión de eternidad y temporalidad. La eternidad puede incidir en cada
instante de nuestra vida. Es una experiencia en definitiva mística.- ARANGUREN
4 (144)
jóvenes:
La ternura
de la Iglesia
EL HECHO a que vamos a referir-
nos no lo comprenderían los
que, incluso el ministerio sacer-
dotal, lo consideran principalmente
"útil" e indispensable, todavía, para
aglutinar y mantener la perseverancia
en la fe a los que profesan el cristia-
nismo. Introducidos los conceptos de
"utilidad", "necesidad" y "escasez"
en la economía, y convertida en ins-
trumento de ésta a la política, nuestra
sociedad materializa y contabiliza has-
ta lo que es espiritual y lo desvirtúa y
corrompe. El hombre se hace superfi-
cial y desprecia ―por orgullo― lo
que ignora y denuncia los defectos de
lo que él mismo rompe o corrompe.
Pero lo material ocupa uno sólo de
los sentidos que entrecruzan el caña-
mazo sobre el que se construyen los
destinos del mundo. El cosmos no es
unidimensional, diga lo que quiera la
pedantería que sólo a gritos ahuyenta
el miedo de la propia vaciedad.
Hay otro sentido de coordenadas
que son las direcciones del espíritu, y
el espíritu es inextinguible. Más toda-
vía: no solamente inextinguible, sino
también espiritualizador de la materia
que intersecciona. Por esto pudo decir
clarividente y profético, Teilhard de
Chardin, que «la materia es la incan-
descencia del Espíritu».
La Iglesia no es materialista, sino
espiritual y espiritualizadora. Y el
peso de la aparente excesiva organi-
zación, se lo han cargado los hombres,
no Jesucristo. Por esta razón asistimos
hoy a una progresiva simplificación
que, cuando no se sabe interpretar,
tanto a partir de las iniciativas de sus
más altas instancias como del análisis
de las contradicciones providenciales,
se toman sus crisis por manifestacio-
nes de derrumbe y no de purificación.
Pero esto lo hacen los pesimistas. La
Iglesia es espiritual, principalmente
espiritual, y por eso inmarcesible.
Hace unos meses, Pablo VI rompió
una ley en favor del espíritu: unos lo
tomaron como una concesión senti-
mental, otros como un acto inútil. En
cambio, se trataba, siendo realmente
un gesto de ternura, de un acto profun-
damente espiritual, cristiano en el me-
jor sentido del Evangelio y de la vida
enraizada en Cristo.
En Turín, un joven de 19 años,
enfermo desde tiempo y consciente
de su próxima muerte, deseaba ser
5 (145)
sacerdote. Manifestó su deseo al obis-
po y el obispo habló al Papa y el Papa
no vacilo en hacer excepción a la regla
de la edad y a los estudios. El joven,
que se llamaba Cesare Bisognin, fue
ordenado sacerdote el día cuatro del
pasado mes de abril y expiraba san-
tamente veinticinco días más tarde.
Pudo celebrar la santa Misa, en su
mismo lecho de muerte, sólo diecisiete
veces: lúcidamente, serenamente, dul-
cemente.
Con sencillez, sin dramatismos, con
plena conciencia de la proximidad de
la muerte o, mejor dicho, de la proxi-
midad con Cristo, Cesare Bisognin,
anticipándose en la adultez del alma,
se configuró con Cristo sacerdote, y
convirtió en Misa su vida y su muerte,
más allá de lo ritual y espectacular.
Cuando se habla de "falta de sacer-
dotes" y de escasez de vocaciones" a
algunos pareció inútil y ribeteado de
sentimentalismo el acto en el que, el
cardenal Pellegrino, arzobispo de Tu-
rín, rodeado de sólo los familiares del
enfermo y un reducido grupo de ami-
gos íntimos, convertía en catedral la
sencilla habitación de aquel mucha-
cho, en altar el lecho y en ministro y
ofrenda el jovencísimo sacerdote que
consagraba.
Los que se extrañaron o criticaron,
no se daban cuenta de que nuestro
tiempo no debe preguntarse si faltan
O sobran sacerdotes, sino si somos o
no somos bastante cristianos los que
así nos denominamos. La preocupa-
ción no puede partir de los datos de
las estadísticas, sino del misterio y
de la vida, de la sinceridad y de la fe
cristiana. Cuestionar desde esta pers-
pectiva podría llevarnos ―¿quién sa-
be?― a la conclusión de que faltan
como de que sobran sacerdotes.
Hay que desechar la idea del sacer-
dote como "funcionario" de una "ad-
ministración sobrenatural" (?) llamada
Iglesia. Queda cada vez más atrás el
equívoco o la tentación de que la aspi-
ración al sacerdocio sea una promo-
ción por la que se "asciende" y sitúa y
prestigia al que se introduce en el esca-
lafón eclesiástico. Queda atrás incluso
el tufillo de vanidad tontil, disfrazada
de espiritualismo de bombonería, de
que «el sacerdote tiene un poder que ni
tuvo la Virgen» o de que está revestido
de «una dignidad que ni Dios concedió
a los ángeles», etcétera. Esto nos lle-
varía a la refutación de una cierta líri-
ca mariana con que se ha pretendido
lavar la culpa de la discriminación
eclesiástica de la mujer por parte de
las corrientes conservadoras y a la
valoración del movimiento seculari-
zador que disipa falsas espirituali-
dades.
Como en el Vaticano I se puso el
énfasis en el papado y en el Vaticano
II se detuvo en el episcopado, habrá
―lo exigirán las circunstancias, sin
tardar mucho― otro momento de la
Iglesia, cada vez más espiritual, que
revisará y revalorizará el sacerdocio
cristiano. Y la Iglesia crecerá en lo
hondo, como Cristo en el corazón de
ese joven de Turín. Porque la Iglesia
todavía es muy joven para que no es-
peremos de ella muchas cosas más.
Tiene, todavía, muchas reservas de
amor, de ternura, que le vienen de
Dios, y va superando las leyes de los
hombres para dar paso al espíritu del
Señor.
Ella es fundamentalmente espiri-
tual, como el amor. Somos los hom-
bres que la recargamos de estructuras
opresivas, o que no entendemos sus
gestos de amor.
6 (146)
SER Y HACER
NO PODEMOS renunciar a la
existencia. Ser, existir, es lo
primordial: todo el resto im-
porta por referencia al acto cons-
ciente del propio ser que es capaz
de conocer, contemplar y relacio-
nar. Y es a partir de este acto que
nos abrimos a la realidad inmensa
envolvente, llamados a colmar la
capacidad de comprensión natural
y, enseguida, despertados a una as-
piración por superarlo todo; aspira-
ción que, desde la fe, llamamos
vocación a la trascendencia.
Sin Dios sería impensable la rea-
lidad, la maravilla y la fuerza del
orden y de la bondad que descu-
brimos: nos dignifica, porque pone
de relieve nuestra propia grandeza;
pero al mismo tiempo nos reta, por-
que nada es estático, porque todo
aguarda un desarrollo, un creci-
miento que, desde el momento en
que lo descubrimos, ya depende
de nosotros.
Lo admirable y grandioso no es
sólo que Dios nos haya dado este
mundo, sino que, además, nos haya
equipado con fuerzas para transfor-
marlo, para superarlo, para me-
jorarlo.
No somos para estar, sino que
somos para hacer.
No cree el que está en la Iglesia,
o no está en la Iglesia el que cree;
sino que está en la Iglesia el que
hace, y cree el que hace, y por eso
está en la Iglesia: por creer hacien-
do, por hacer creyendo. La fe no
es estática. No puede serlo porque
es para este mundo, y este mundo
se mueve y es para ser movido.
Movido hacia Dios, hacia el Reino
de Dios.
Ser para hacer.
Ni la fe substituye la racionali-
dad del hombre; ni la gracia pres-
cinde de las fuerzas naturales, ni la
aspiración a Dios, si es legítima,
puede enajenarnos de la realidad
inmediata, que es marco de nuestra
actividad.
Donde haya todavía falta de de-
sarrollo de la racionalidad, donde
haya somnolencia mental, donde el
egoísmo haya transformado en hi-
pócritas los esfuerzos para hacer
del trabajo, elegido o impuesto, mu-
ralla para asegurar avideces, ce-
rrando más al hombre, atrofiando
o estrangulando su verdadera voca-
ción, el hacer no ayudará al creci-
miento del ser humano ni al verda-
dero progreso del mundo. El hom-
bre puede que "tenga" más cosas,
pero no será más hombre, ni mejor
7 (147)
hombre. Y el mundo tampoco será
mejor.
El hombre, ser libre y racional,
"es" según lo que sabe y quiere
hacer proyectado al mundo, mejo-
rando al mundo, entregándose y
"restituyendo" a través de esta en-
trega, el mayor don recibido. El
hombre cristiano crece en la medi-
da en que construye el Reino de
Dios.
Es un hacer, es un trabajo que
es una restitución. Es un despren-
dimiento, una abnegación libera-
dora que enriquece el "ser" del
hombre. El hombre no es lo que
tiene, ni lo que se pone, ni la fama
que se prepara, sino lo que sabe y
lo que hace de bien para el mundo,
para terminarlo. Porque el hombre
es más que un habitante o un con-
sumidor de este mundo; el hombre
ha sido creado creador, y debe
seguir la creación, o renunciar a
ser hombre, malgastando o rene-
gando, desagradecido e insensato,
de su propia naturaleza.
Las realidades últimas.
Las llamadas realidades últimas son, de hecho, las
"primeras". El hombre tiene que intentar comprender-
se radicalmente a partir de su plenitud.
Lo que se realiza en la existencia cristiana es, en el
fondo, un "nacimiento". El cristiano vive, en cuanto
que es cristiano, en la alteridad radical, en una gran-
deza única, en un futuro insuperable que se llama
bienaventuranza, cielo...
Por eso el gusto por la felicidad, la alegría de lo
grande, no es que pertenezca también al Cristianismo,
sino que caracterizan toda la realidad cristiana como
esperanza y orientación hacia adelante; como el ama-
necer de un día esperado.
Un hombre comienza a ser cristiano cuando de-
muestra a su prójimo, mediante una actitud ejercitada
y vivida, que nuestra vida está aún en devenir, que
Dios nos prepara una alegría eterna, que caminamos
hacia la plenitud de una vida que tiene el marco del
infinito.
L. Boros
8 (148)
APRENDER
A MORIR
NO HACE mucho, la revista francesa
"Gerontologie" ofrecía un resu-
men de las conferencias de la doc-
tora americana Elisabeth Kübler--
Ross, que se había dedicado a interrogar
a centenares de enfermos incurables.
Las preguntas, en sustancia, eran estas:
¿Qué significa morir? ¿De qué tienen, en
especial, necesidad los moribundos? ¿Qué
se puede hacer por ellos? ¿Qué es lo que
puede serles de alguna ayuda?
La doctora Kübler-Ross estaba conven-
cida de que tales enfermos, próximos a
la muerte, se encontraban en una profun-
da soledad y cercados por el terror. Sus
investigaciones se orientaban a buscar el
medio de remediar y evitar ambas cosas.
Llegó a la conclusión de que, los mori-
bundos, desean hablar de su muerte, si
bien el diálogo debe elegir el momento
oportuno. Además, lo normal es que los
moribundos hablen de la muerte con me-
nos terror que los sanos que les rodean.
Los moribundos deben ser respetados en
su libertad de personas, pero tienen el de-
recho de ser ayudados, mejor que nunca,
en el momento supremo de su existencia:
el trance de la muerte.
La doctora Kübler-Ross narra el caso
de un niño hospitalizado en Chicago, con
un tumor cerebral incurable. Obtuvo, en
la imposibilidad de una respuesta oral, un
dibujo del niño en el que le representaba
su actitud consciente frente a la muerte:
había diseñado un enorme tanque a punto
de arrasar una pequeña casita escondida
en medio de la hierba, de los árboles, bajo
un sol luciente. Le puso el titulo: "La ba-
talla del tanque". El tanque ―en un niño
la guerra― era el símbolo aterrador de la
muerte. Entre el tanque y la casita, a pun-
to de ser abatida, había una diminuta se-
ñal de "stop", que representaba el deseo
del niño, con ganas, todavía, de vivir, de
detener la fuerza brutal de esa destruc-
ción incomprensible.
La doctora prosiguió el trato con el ni-
ño, siempre en lenguaje de dibujos, ilu-
minados con lápices de colores. Al niño
le gustaba dibujar y, despierta y vívida
su inteligencia, le compensaba de la im-
posibilidad de hablar. Se hicieron amigos
y conversaron" muchas veces. Finalmen-
te le ofreció, con una sonrisa de felicidad,
un dibujo que substituía al del tanque
amenazador o, más bien, lo completaba:
el tanque estaba abajo, duro e incom-
prensiblemente inhumano, resumiendo la
más aberrante forma de violencia y de
muerte, la guerra. La casita seguía escon-
dida entre el follaje de los árboles y el
verde de la hierba. El sol también se des-
hacía en temblorosos rayos de azul y
amarillo, presidiendo una deseada clari-
dad superadora del drama de la tierra.
Pero de la casita escondida y amenazada
acaba de escaparse un pájaro con las alas
abiertas en actitud de subir al cielo. El
pájaro estaba dibujado en blanco y negro,
pero en una de sus alas alcanzaba uno de
los temblorosos rayos amarillos del sol y
la teñía, como dorándola.
Le ofreció otro papel para que le aca-
bara de explicar lo que significaba aquel
dibujo. Y el niño escribió esto: «Es el pá-
jaro de la paz, que escapa de la muerte y
huye al cielo, cogido de la luz del sol. Y
el pájaro es muy feliz».
Con oportunidad, con amor, con since-
ridad, hay que aprender y hay que ense-
ñar a morir.
9 (149)
Creados para la vida
Oh Dios, no de los muertos, sino de los vivos:
concédenos, hoy, que elevemos nuestra plegaria
con todos los que han terminado
su camino corporal.
Los que han muerto después de alcanzar el tiempo
de la vejez,
para contemplar su vida
y deducir la lección que da el tiempo,
para disponer el encuentro contigo
y convertirlo en alabanza.
Los que han muerto al ver destrozada su tarea,
apenas iniciada.
Los que han muerto por el odio de los hombres.
Los que han muerto mientras se preparaban para odiar.
Los que han muerto sin ver la luz del día.
Los que han muerto quitándose ellos mismos la vida.
Todos están cabe ti,
arrancados de nuestras disputas,
de nuestra asistencia, de nuestros juicios.
Eres tú quien interviene
y nuestras manos,
lo mismo solícitas que justicieras,
se han plegado.
10 (150)
Ellos son, en tu mano,
lo que somos nosotros
en la desnuda realidad,
cuando nuestra tensión puesta en acto
se esfuerza para inscribir dentro del mundo
la fuerza de la verdad.
Ellos y nosotros, te rogamos,
oh Padre inmenso,
a quien nadie ha podido jamás dar un consejo:
te rogamos
para que se termine en ellos
la deseada venida de tu Reino,
hasta la resurrección de sus cuerpos
y el acabamiento de tu justicia en el mundo.
Te confiamos nuestros hermanos en la fe:
que tu ternura los purifique
Y a nosotros nos eleve hasta ellos.
Te confiamos a todos los hombres,
porque a todos tú los creaste,
y no para la muerte,
sino para la vida.
Del libro "PROVOCATION A LA PRIERE",
de In comunidad dominicana de Arbresle.
11 (151)
Todas las semanas en
vida nueva
―Una completa información de la Iglesia
en España y en el mundo
―Un estudio del problema de mayor ac-
tualidad ―Una visión cristiana del mundo político,
social, cultural y artístico
vida
nueva
Revista semanal de
información general
y religiosa
P.P.C. - E. Jardiel Poncela, 4
Apartado 19.049 - Madrid (16)
12 (152)
documento:
LA HISTORIA
NO ES
NUESTRO ABSOLUTO
Continuador de la corriente cristiana y personalista iniciada por Emma-
nuel Mounier, juzgamos interesante, dentro de las expectativas de nuestra
circunstancia, el trabajo de Jean-Marie Domenach, que, con el título L'histoire
n'est pas notre absolu, apareció en el número 23 de LUMIERE ET VIE como
un análisis crítico de las absolutizaciones que una irreflexiva aceptación del
marxismo podrían introducirse, como nuevas enajenaciones, en los cristianos
en pugna por liberarse de las propias. Ofrecemos solamente los párrafos más
salientes.
La gran pretensión de nuestra época es la de volver a
empezar.
Ni el cristianismo ni el marxismo son algo de ayer, ni
su alianza ni su confrontación. El debate entre ellos no
comienza, sino que vuelve a empezar.
Un punto es olvidado con frecuencia por las dos partes:
la raíz de pensamiento de Marx es su radical crítica de la
religión que, yendo más allá de una crítica de la religión
del Estado, fundamenta una antropología en la cual la ſe
en Dios, incluso concebida como algo privado, no puede
encontrar su lugar, ya que es el principio que no cesará
de segregar la alienación.
La primacía de las
masas sobre la per-
sona Sin embargo, Althuser y sus discípulos consideran esta
crítica de la religión como un estadio superado del joven
Marx, ya que éste no llegó a ser marxista sino mucho más
tarde, después de la "ruptura epistemológica". El marxis-
mo sería en realidad una ciencia, precisamente el funda-
13 (163)
mento de toda ciencia del hombre. Pero al proclamar que
«la filosofía es la lucha de clases en la teoría», Althu-
ser no anula solamente la religión, sino toda la historia
del espíritu humano en su búsqueda del bien y de la ver-
dad. Y proclamando que «la historia es un proceso sin
sujeto», Althuser no elimina solamente a Dios, sino a la
persona, llevando al extremo la primacía de las masas so-
bre la persona.
Nos encontramos, pues, ante un dilema: o el marxismo
es un humanismo construido sobre un fundamento anti-
rreligioso (según la mayoría de los intérpretes), o el mar-
xismo es un antihumanismo, la ciencia de las estructuras
sociales.
En el primer caso, el problema del ateísmo se presenta
de la forma tradicional: Dios debe desaparecer para dejar
existir al hombre. Y entonces es todavía posible a los cre-
yentes explicar que este Dios rival es un Dios falso. Es
posible, al menos teóricamente, aceptar el reto del comu-
nismo: el hombre futuro, desembarazado de sus ídolos,
reencontrará la necesidad y el verdadero rostro de Dios.
El humanismo ateo
y la "muerte del
hombre"
En el segundo caso, la misma posibilidad de una resu-
rrección del Resucitado queda excluida, ya que tal acon-
tecimiento no puede tener lugar en un sistema donde todo
lo que no es producido por las masas carece de consisten-
cia alguna al no poderse referir a las instancias colectivas
donde la historia se inmoviliza en una inmensa transpa-
rencia, encerrada en sí misma. Este reo-marxismo coloca
a los creyentes ante una situación imprevista: luego de
tantas batallas contra el "humanismo ateo", resulta que
el ateísmo condena al humanismo. Y esta "muerte del
hombre es probablemente más grave para la fe que la
"muerte de Dios". El que Dios falte al hombre es una
prueba que se supera en la esperanza de la resurrección,
pero el que el hombre falte a Dios, excluye toda posibili-
dad de encarnación.
La verdad de la ac-
ción Hablar del marxismo no tiene hoy ningún sentido, pues
hay varios marxismos. Los cristianos deberían interrogar-
se ante este hecho. Su encuentro con el marxismo era
totalmente deseable, muchos le deben (le debemos) un
14 (154)
instrumento de crítica, implacable e irreemplazable. Pero
tengo la impresión de que no es esta disciplina lo que
muchos cristianos van a buscar en el marxismo, sino por
el contrario un lirismo abstracto cuyos grandes temas
reflejen los símbolos de su fe: la alienación es la figura
del pecado original, el proletariado es el Cristo Salvador,
la revolución es el Paraíso. Frustrados en su dogma reli-
gioso que se deshace, les es necesario un dogma político
que tenga respuesta para lodo. No hace mucho, un movi-
miento de acción católica proclamaba orgullosamente que
«había optado por la lucha de clases», como si la lucha
de clases fuera una cuestión de opción.
La "ortopraxis" y
la ortodoxia"
Yo he creído, y sigo creyendo, que el marxismo es un
elemento fundamental de toda conciencia política. Creí,
y sigo creyendo, que la caridad se prueba en la acción
política. Pero se cae en la ilusión cuando se cree que una
doctrina puede dar en la política el mismo género de certe-
za que el creyente encuentra en su fe. Hoy día escuchamos
una palabra nueva, "ortopraxis", que se opondría a la
"ortodoxia". Pero esta noción de una "acción verdadera"
no es consistente. ¡Cuántos han actuado en espíritu de
verdad y se han equivocado!
En ningún caso la acción es un criterio de verdad. Por el
contrario, la acción supone una opción de valor y una lec-
tura de la historia. La "ortopraxis" supone una operación
intelectual y no puede vanagloriarse de ninguna superio-
ridad sobre la reflexión. Escogemos en un sentido o en
otro, ya que "leemos" de una cierta manera el Evangelio,
y analizamos de una cierta manera el dato histórico.
"Actuar bien" suscita más problemas que el "pensar bien".
Uno y otro están unidos en una misma oscuridad, en una
misma dificultad. Pensar es fácil cuando no hay que ac-
tuar.
Las vacilaciones de
los marxistas
Si hubiera una "ciencia de la política", si el marxismo
nos suministrara el medio de comprender la historia y de
actuar como es preciso, no hubiera habido tantas dudas y
tantos errores.
A pesar de poseer la doctrina de la lucha de clases, los
marxistas alemanes (los más sabios de todos los marxistas)
15 (155)
tardaron mucho tiempo en ver claro, y su error facilitó la
toma del poder por el nazismo. Igualmente, a pesar de su
generosidad, los marxistas chilenos no se dieron cuenta
del peligro que les amenazaba. Y hablando de la América
Latina, donde el análisis marxista parece más adaptado,
más operatorio que en las ciudades superindustrializadas,
no se pueden contar los cambios de táctica, las idas y
venidas ruinosas... (por ejemplo sobre la guerrilla). Todo
esto no habría podido darse si el análisis marxista fuera
tan luminoso como pretenden algunos.
Los totalitarismos
marxistas
Justamente porque en el marxismo las opciones son
múltiples, la ortopraxis arrastra consigo fatalmente la
ortodoxia y el dogmatismo. Una "ciencia" susceptible de
interpretaciones diferentes, no puede subsistir a no ser
que una autoridad, un Estado, imponga la suya. Y así
surgen las filosofías de Estado, y el totalitarismo. Estali-
nismo o maoísmo. Cuando leo este elogio de un joven
cristiano: «la China, ese inmenso convento obligatorio»,
pienso que decididamente nadie podrá impedir que la
historia vuelva a empezar ni tampoco que los cristia-
nos sigan buscando en la política lo que ésta jamás les
podrá dar.
Seguridad y ver-
güenza Si tantos cristianos recurren al marxismo como a la
"ciencia construida de la práctica", se debe a un doble
motivo: por la llamada «necesidad subjetiva de seguri-
dad de los agentes de la historia» y por la vergüenza
que sienten de la larga solidaridad de su Iglesia con los
regímenes de explotación y de dictadura.
Por un lado, se quiere ir sobre seguro, se quiere por
encima de todo que ya desde ahora se haga la separación
entre buenos y malos, se busca una compensación a la
inseguridad de la fe comprometida en "lo temporal",
apoyándose sobre un conocimiento "positivo" ("científico")
de las leyes de la política.
Por otro lado, después de muchos siglos de predicar
a los cristianos la obediencia al orden establecido, con-
cebida como una réplica al orden divino, ahora predica
la revolución como una réplica a la subversión de Dios,
y se sustituye a los pobres por la clase obrera.
16 (156)
Las idealizaciones
históricas
Y, prescindiendo del hecho de que la clase obrera es
en un gran número de países un factor reaccionario, es
lamentable que los creyentes pongan sus esperanzas y
su caridad en un sujeto histórico idealizado (como por
ejemplo, antaño, en la nación-Estado). Con el riesgo de
ser mal comprendido por mis camaradas, debo recordar
que el obrerismo ha jugado un papel anti-político y
reaccionario en la Iglesia, como lo prueba la historia del
catolicismo social. La lucha de clases es una realidad
esencial (un elemento mayor de la interpretación de la
historia), pero no es la única (el motor de la historia).
A menudo he prometido una fuerte recompensa a quien
me citara un acontecimiento de importancia mundial
después del 36, cuyo determinante principal haya sido
la lucha de clases (*). Jamás he recibido una respuesta.
Y es que la lucha de clases es un elemento más, trabado
dentro del conjunto de fuerzas del cual todavía hoy por
hoy no tenemos teoría alguna que lo explique.
Los factores nacionalistas, culturales, religiosos han
jugado y juegan un papel considerable. ¿Por qué reducir-
los todos al determinismo de la producción? ¿Por qué no
admitir que un hombre pueda aferrarse a su tierra o a su
lengua hasta arriesgar su vida por ellas?
La ambigüedad de
la historia
Para mí éste es el punto de contradicción más fuerte
entre marxismo y cristianismo. Que el marxismo edifique
su teoría sobre la negación de Dios me parece menos
temible que la reducción que le inflige a la historia. El
mayor de los engaños es pensarse que una doctrina
puede explicar la totalidad de la realidad, pues el misterio
no está sólo en el cielo sino en la tierra, y no existiría un
misterio de la fe si no existiera un misterio de la historia.
Actuamos y continuaremos actuando sicut in enigma-
te, en la ambigüedad fosforescente de la historia y no en
la plena luz que nos prometen los doctrinarios.
() Quizá, he excluya el abominable golpe de estado de Chile. Ya he dicho
que en América Latina en donde el análisis marxista resulta más convin-
cente. Aun así, en el caso chileno fueron factor determinante las clases me-
dias ante las que el análisis marxista resulta balbuciente (cosa de la que
Europa ya se dio cuenta cuando el máximo tomó el poder).
17 (157)
la superación de la
historia
Si poseyéramos el secreto de la historia, el Dios de
Jesucristo no existiría, la revelación se encontraría en
otro sitio: en una clase concebida sin pecado. No podemos
al mismo tiempo conocer a Jesucristo y conocer la última
palabra de la historia como no podemos verdaderamente
desalienarnos sin confesar nuestra alienación de creatu-
ras. Nuestra finitud condiciona muestra liberación como
nuestra ignorancia del mañana condiciona nuestra espe-
ranza. Estamos plenamente en la historia sólo porque hay
un absoluto que la supera. La historia no es nuestro abso-
luto. Si lo fuera, se aboliría a sí misma, y en esto Althuser
nos muestra el final lógico del marxismo.
La integración del
marxismo
Se engañaría quien viera en estas conclusiones una La integración del
razón para abandonar el estudio de Marx. Como antes marxismo
Descartes, Marx ha entrado en nuestro pensamiento co-
mún. Los cristianos pueden integrar el marxismo y deben
hacerlo, como los ateos integraron hace tiempo el carte-
sianismo. Ya no podemos pensar seriamente sin Marx,
pero él no lo ha pensado todo. Hay tantas cosas sobre la
tierra y en el cielo sobre las que no ha hablado...
El marxismo como todos los dogmas se ha convertido
en un impedimento para vivir, para comprender, para
actuar. Cuando nosotros, católicos, tomamos distancias
respecto a nuestro dogma, ¿vamos a reanimar otro? En
nombre de la revolución, en nombre de las liberaciones a
realizar, comencemos por liberarnos de veneraciones ana-
crónicas.
Creo en la inmortalidad del alma, pero no me
imagino la Eternidad como un coro de especta-
dores pasivos y absortos, mirando a Dios. La sien-
to y la deseo de una manera activa, junto a mis
seres queridos; junto a los seres que Dios y yo
Amamos por una misma razón.
Narciso Yepes
18 (158)
«Volvería a renunciar a todo
para seguirle».
Levi.― El jefe, al que algunos llaman por su figura…
el Cristo. Yo no fui en su busca; fue él quien vino
a buscarme. Estaba en la puerta del banco, para
guarecerme de la lluvia y tuvo que apartarse para
dejarme paso. Aunque había oído hablar de él,
era la primera vez que le veía y he de reconocer
que su mirada me impresionó. Aquella mañana
apenas pude trabajar, le veía a través de las pare-
des de cristal de mi despacho... hasta que de pron-
to se acercó y entró. Le ofrecí un cigarro, y mien-
tras él lo encendía —has oído, Simón, lo aceptó
yo pensaba: «éste viene, como todo el mundo, a
sacarme dinero», y por primera vez en mi vida
estaba dispuesto a conceder un crédito sin garan-
tía, fuera cual fuera la cantidad. Cuando le pre-
gunté qué deseaba, me contestó: «Deja todo esto,
Leví, y únete a nosotros», y salió sin esperar si-
quiera mi respuesta. Pocos días después dimitía
de mi puesto y daba en mi casa una cena en su
honor. ¿Cuáles son sus intenciones? ¿Qué progra-
ma tiene? ¿A dónde nos conduce? Ni lo sabía en-
tonces, ni apenas lo sé ahora, después de tanto
tiempo. Habla de justicia, de libertad y de paz,
aunque eso lo dicen y lo han dicho todos los polí-
ticos del mundo... pero ¿es un político? Volvería a
renunciar a todo para seguirle.
Jaime Salom,
en "Tiempo de espadas", p. 39
19 (169)
Caminos.
¿Para qué llamar caminos
a los surcos del azar?...
Todo el que camina anda,
como Jesús, sobre el mar.
Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino
sino estelas en la mar.
Antonio Machado
LAUS
Director: Ramon Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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