Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 145. DICIEMBRE. Año 1976.
1 (161)
SUMARIO
CUANDO Dios entra en la historia – tiempo y espacio,
de los hombres, también nace". Luego acepta la humil-
dad de morir, como los hombres; pero transforma la
muerte en un supremo y glorioso nacimiento: la Resurrección.
Dios se encarna y entra en nuestra vida, y los cristianos cree-
mos y la fe nos incorpora a la suya: renacemos después de na-
cer. Ya no es la vida un continuo morir, ni el hombre un
proyecto para la muerte, sino un ser abierto a la bienaventu-
ranza. Por eso los primeros cristianos llamaban, a lo que los
paganos denominaban "muerte", el nacimiento para el cielo"
v la "vida en Cristo". Hay dos nacimientos: el terreno y el de
la bienaventuranza; para el fiel siempre es Navidad.
UNA SÚPLICA A JESU-CRISTO
JESUCRISTO
TESTIGOS DE JESUCRISTO
PENSAMIENTOS DE GANDHI SOBRE JESUCRISTO
UNA MUJER...
EL APOCALIPSIS DE SAN JUAN
EL CAMINO DE LA FE
2 (162)
Cuando
todos
los hombres
quieran
ser hermanos
el mundo entero
se habrá
convertido
en familia
de Dios
y siempre
en todas partes
para todos
será
Navidad
Felicidades
y la paz de Cristo
a todos nuestros amigos y lectores
3 (163)
tiempo de orar:
UNA SUPLICA
A JESU-CRISTO
Señor Jesu-Cristo,
tú, que eres a un mismo tiempo, el Dios que salva a los hombres
y el Hombre que lo puede todo ante Dios,
nosotros te invocamos,
te alabamos y dirigimos a ti nuestra súplica.
Hazte presente, en medio de nosotros,
con tu indulgencia,
con tu compasión,
con tu perdón.
Despierta, en nuestros corazones, los deseos que tú puedas colmar;
en nuestros labios, las súplicas que puedas complacer:
en nuestras obras, los actos que puedas bendecir.
Cuando pensamos en tu nacimiento según la carne,
no te pedimos que se repita de nuero para nosotros,
la maravilla que sucedió una vez;
pero sí te rogamos que nos hagas nacer a tu Divinidad.
Lo que tú, por puro don, realizaste corporalmente en María,
de un modo único,
llévalo a cabo, ahora, por tu Espíritu, en la Iglesia.
Que su fe indefectible te conciba;
que su inteligencia, sin error, te alumbre y manifieste;
que su alma, fortalecida por el Todopoderoso,
te guarde y sostenga por siempre jamás.
(Misal mozárabe)
4 (164)
Jesucristo
EL QUE SE APROXIME a Jesucristo con ideas preconcebidas y cerra-
das sobre Dios, poco o nada comprenderá de su mensaje. Esta pre-
concebida cerrazón o seguridad conceptual, con Dios como pretexto,
pero en realidad producto del egoísmo o del orgullo, no hay que atri-
buirla solamente a los fariseos de entonces ya sus sucesores, que de modo
inexacto pero provisionalmente válido llamamos "beatos", sino también a
los hipercríticos y escépticos de entonces y de ahora, porque todos ellos
partían y parten de preconceptos que son incapaces de revisar.
No es a fuerza de aplicar la idea de Dios ―o una idea de Dios― a Jesu-
cristo que se nos manifestará su divinidad. Verdadero Dios y verdadero
hombre, no es desde Dios que constatamos que es realmente hombre (éste
quedaría difuminado), sino que es desde el hombre Jesucristo que se nos
revela Dios: Quien ve a mí, ve al Padres.
Antes de que la divinidad sea gloria de la naturaleza humana de Cristo,
la humanidad de Cristo es instrumento de la divinidad.
No somos partidarios del hombre Jesús, que sirvió de envoltorio histó-
rico a la divinidad: no somos "jesusistas". Nos llamamos y somos "cristia-
nos", es decir, creemos en un hombre ungido, penetrado, en la raíz misma
de su ser, allí donde se hace única la persona (en el mismo gozne donde se
apoya), por la divinidad: divinidad que se nos manifiesta" a través de su
integra y entera humanidad.
Jesucristo es el hombre salvador ungido por la divinidad, formando con
ello un solo ser, soportado en una sola personalidad.
Cristo es hombre, coincidente en todo con nosotros, menos en el mal de
que venía a liberarnos.
No podemos disminuir al hombre para que resplandezca Dios, ni rele-
gar la divinidad enfatizando al hombre. Jesucristo es la presencia de Dios
en el hombre: es el Reino de Dios, ya aquí, realizado en su convergencia
divino-humana, como debe realizarse en nosotros, en la fe y la gracia.
5 (165)
Verdaderamente hombre, con hambre y sed como la nuestra con frío,
calor y cansancios como los nuestros: con gozos y tristezas humanas; con
Amor, misericordia y compasión que empeñan enteramente su corazón de
hombre: su valentía y generosidad. Su alma serena y su entrega sublime
tuvieron expresión humana, como pueden tenerla nuestros actos y nuestros
sentimientos, nuestra inteligencia y nuestros ideales. Cabalmente por esto
somos, los hombres, capaces de entenderle y, entendiendo a Cristo, se "nos
manifiesta" Dios.
Los Evangelios nos muestran cómo entendieron n Cristo los primeros
cristianos, son la respuesta de la fe de los primeros que le conocieron y
comenzaron a comprenderle. Esta comprensión ―esta fe― le hizo libres.
Entendieron que Cristo era, efectivamente, el Salvador, el libertador.
No podrá entender a Cristo ―o comenzar a entenderle― el que suponga
que in fe en el producto organizado de conceptos estáticos sobre la divini-
dad. La fe es la apertura del alma a la manifestación de los signos divinos.
El vehículo del "signo" siempre es humano, y Jesucristo es el gran signo de
Dios, el grande y único Sacramento, en el que se realiza el encuentro del
hombre con Dios. Nadie puede ir al Padre si no es por medio de 61, de Cristo.
Y para conocer al Padre, hemos de aprenderlo de Cristo, nos lo ha de reve-
lar él. Descubriremos el rostro de Dios en los rasgos del hombre de Nazaret
y. Al ir profundizando en el conocimiento de Cristo, llegaremos a descubrir
la huella y los rasgos de Dios en los demás hombres. Es la síntesis del Reino
de Dios.
En el rostro de Cristo no leerán la presencia de la divinidad el fatuo y
el saciado, el pedante o el rico, el que se cree sabio o el egoísta desconfia-
do, el escéptico, el computador pragmático, el que infinitiza su propia limi-
tada racionalidad... tanto si lo hace "en favor de Dios o "en contra" de
Dios. Descubrirá la divinidad en el hombre de Nazaret el que tenga hambre
y sed de justicia: el que sea bastante inteligente para reconocer humilde-
mente su propia pequeñez, el que sea limpio de corazón...
Como la Virgen, como José, como los pastores, como aquellos forasteros
astrónomos, sabios humildes...
No como Herodes, ni como los escribas y fariseos, ni como Pilatos, ni
como Caifás... Ni siquiera los que crean en el verdadero Dios. Hi su modo
de creer tiene espíritu de secta. No comprenderán a Cristo los que presumen
de creer, ni los que presumen de no creer. No sabrán qué es la libertad, no
tendrán el gozo de ser hijos de Dios, no conocerán a Dios como Padre. Do
serán hermanos de Jesucristo, el hermano mayor de los hombres, el primo-
génito universal.
Leyendo la historia de todo lo que Cristo ha hecho, me parece
que el cristianismo aún no ha sido realizado... En la vida de
una religión, dos mil años pueden ser pocos.― MAHATMA GANDHI
6 (166)
LOS PRIMEROS
TESTIGOS
DE JESUCRISTO
PARA las primeras generaciones
cristianas un santo era, ante to-
do, un "testigo" de Cristo, una
piedra viva de la Iglesia, un ser huma-
no en el que se había realizado el Rei-
no de Dios.
Si nosotros nos detuviéramos a con-
siderarlos única y principalmente co-
mo "modelos de virtudes" o como "va-
lederos intercesores", no podríamos
comprender lo mejor del Evangelio,
más allá de darle una coloración poéti-
ca y sacarle una utilidad moralizadora.
Los santos eran ―son― miembros
de la comunión mística con Cristo. No
eran adheridos, sino unidos a Cristo.
Eran, sin borrar su personalidad, ex-
tensión y desarrollo, testimonio y has-
ta "palabra" de Cristo a los hombres,
como Cristo era la Palabra del Padre.
Un ejemplo ―duda el más com-
pleto que podemos hallar en todo el
calendario― lo tenemos en un grupo
de santos que siguen inmediatamente a
la celebración del nacimiento de Nues-
tro Señor Jesucristo. Es claro que nos
referimos a s. Esteban protomártir, los
santos Inocentes y u. Juan evangelista.
Desde principios de la Edad Media
―siglos V y VI― ya aparece su rela-
ción con la celebración de la Navidad
en todas las liturgias existentes, como
figuras ceñidas armónicamente al sig-
nificado de la fiesta del Señor, que les
antecede como núcleo mistérico del
que reverberan.
No es por azar, decía san Thomas
Becket, que la Iglesia celebra la fiesta
de san Esteban casi al mismo tiempo
que la del nacimiento del Señor; cuan-
do gozamos recordando el nacimiento
de Cristo nos dolemos, al mismo tiem-
po, pensando en su muerte y cuando
nos dolemos de la muerte ―de los pe-
cadores causantes de la muerte― del
primer mártir de Cristo, nos alegra-
mos de que fuera éste su primer testi-
go en la tierra y su primer santo que
nace al cielo. «No lo olvidéis ―con-
cluía el santo inglés, al fin también él
mártir― porque es posible que, den-
tro de poco, tengáis otro mártir que,
con seguridad, tampoco será el último.
Pensad a menudo en ello».
Newman, a propósito del martirio
de san Thomas Becket, veía en la
acción de Enrique II de Inglaterra
contra Becket, el inevitable contraste
entre el mundo y la Iglesia. La Iglesia
solamente no es perseguida cuando
incumple su misión, decía Newman.
Los Herodes del mundo no la persi-
guen cuando no habla de conversión,
o cuando vende adulaciones.
El llanto de las madres de Belén por
el derramamiento de la sangre de sus
hijos, apenas nacidos, es símbolo de los
estragos que hasta en los más inocentes,
comete el miedo del déspota, que no
quiere otro reino que el suyo propio.
Juan, el más joven de los apóstoles
del Señor, pero también el que sobre-
vive a todos, es la palabra encendida
del Evangelio que ninguna persecu-
ción puede apagar; es la juventud in-
marcesible de la fe; es la Navidad que
no acaba, que culmina en ese mar de
luz que él mismo nos descubrirá en el
Apocalipsis, donde Dios iluminará los
rostros de todos los que le han confe-
sado, de todos los que han sido, con
su valentía y su inocencia, "testigos"
de Cristo en el mundo.
7 (167)
Pensamientos de Gandhi
sobre Jesucristo
Jesús pertenece al mundo entero, a todas las razas, a todos los
pueblos, cualquiera que sea el modo como Dios se manifieste
en ellos a través de la fe heredada de sus antepasados. No se
debiera celebrar el nacimiento de Cristo en un solo día del
año, sino cada día, porque él revive, continuamente, en cada
uno de nosotros.
Estoy convencido de que, si Cristo volviera al mundo, ben-
deciría las vidas de muchos que jamás oyeron mentar su
nombre, pero que, con su vida han reproducido las virtudes
que Cristo practicó: virtudes de amar al prójimo más que a
uno mismo, de hacer el bien a todos y de no hacer mal alguno
a nadie.
No siento la necesidad de compartir la fe de los cristianos
para que me dé cuenta del influjo de Cristo en mi vida. Yo
también rechazo las armas impuras como él rechazaba el
peso de todo pecado... Yo me siento unido al Creador, no al
destructor de la vida.
Muchas veces me ha sucedido no saber por dónde tomar par-
tido. En tales casos he acudido al Nuevo Testamento y he
encontrado, en su mensaje, iluminación y fuerza.
8 (168)
Dondequiera que reina el amor en plenitud, sin idea alguna
de venganza, Cristo está allí, viviente. Cuando será establecida
la verdadera paz, ya no será necesario hacer ninguna mani-
festación: se hará patente y esplendorosa en nuestra vida
individual y colectiva. Entonces podremos decir que Cristo
no nace en un día del año. Será un suceso que se realizará
en cada una de nuestras vidas... Es posible permanecer en
paz en medio de todos los conflictos y contradicciones, pero
solamente cuando se hace sacrificio de la propia vida, y cuan-
do se acepta la propia cruz para resolver tales contradicciones.
He aquí por qué no podemos pensar en el nacimiento de
Cristo sin pensar, al mismo tiempo, en su muerte, en su muer-
te de cruz, que es un suceso eterno reproduciéndose, sin cesar,
en esta nuestra tempestuosa vida.
Me sentí lleno de alegría cuando leí el Evangelio: encontraba
en él una confirmación de mis pensamientos, precisamente
allí donde menos se me había ocurrido que podía ocurrir.
Los hombres no han sido bastante humildes, ni bastante des-
prendidos de sus bienes, ni purificados de su afán de poder
para alcanzar a comprender el mensaje de Cristo.
9 (169)
Una
mujer...
LAS MADRES, las esposas, las her-
manas, las vírgenes... Todas las
mujeres buenas se pueden ver
en este espejo colosal que san Juan se-
ñala en el marco sin límites del cielo.
Juan, en Patmos, llegado a la an-
cianidad, no pudo contener más, se-
pultada en el corazón, la imagen que
había recogido en aquel día de su ju-
ventud cuando, crujiendo la tarde, el
Maestro, desangrándose en la Cruz,
moría completamente desnudo, pero
le ofrecía a él, discípulo amado, toda
y su única riqueza terrena: una mujer,
aquella mujer que le había compren-
dido, correspondido y ayudado: «He
aquí a tu madre». Y a ella: «He aquí
a tu hijo». Y Juan, abrazándola como
un tesoro inmarcesible, la llevó a su
casa y vivieron juntos todo el naci-
miento de la Iglesia. La Iglesia era to-
do el precio del dolor y toda la gloria
del amor de Cristo.
Una mujer era entonces, poco me-
nos que ahora, un ser humano secun-
dario. No obstante, para confusión de
los fuertes, en Cristo había resultado
el elemento humano colaborador más
fiel, más generoso y más inteligente.
Acostumbrados, ya entonces, los va-
rones, a presidir, a decidir y a depre-
dar, despreciaban a las mujeres: se
utilizaba su asistencia, se silenciaban
sus méritos, se explotaban sus cansan-
cios sin recompensa como sierva y
criada gratuita, humillada como un
objeto dócil al capricho del hombre.
Aunque el judaísmo superaba en sen-
tido humano y espiritual las corrien-
tes paganas, no se veía inmune de ese,
por lo menos tácito, relegamiento in-
discutido.
Pero Cristo habló con las mujeres.
Era imposible que no fueran o no se
hicieran buenas al tratar con él. Juan,
más cerca que nadie, recogió este da-
to, hizo, con él, una imagen en su co-
razón, y la guardó. Le fue creciendo
en el cielo del alma, como el contem-
plativo que ve fuera lo que lleva, lu-
10 (170)
minoso, dentro. El cielo de su alma no
perdió jamás el azul de su primera
juventud y, un día, como tesoro guar-
dado en cofre que rompe la cerradura,
se abrió, en el Apocalipsis, con este
grito glorioso para dar, en pocas pala-
bras, en la fuerza viva de una visión
celestial, lo que hermosamente veía y
entendía que es la Iglesia. Es como
una mujer: es una madre y esposa y
hermana y virgen. Y se extasió con-
templándola. Era la exaltación de lo
femenino traducido en elocuencia
cristiana, de lo que él había aprendi-
do desde la Cruz y hasta la última Eu-
caristía y el último anuncio del Evan-
gelio y la última confidencia que la
Madre de Jesús le había hecho del Hijo.
Por eso, cuando Juan ha de hablar,
sin poder callarse, del ideal, de la
obra y del amor de Cristo, estiliza y
multiplica por cifras de estrellas y
envuelve con mantos de sol la figura
de aquella mujer que amó y guardó
por encargo de Cristo. Una mujer que
fue la primera cristiana, la piedrecita
primera y más limpia de la Iglesia.
Tan limpia hasta romperse en clari-
dades refulgentes de los colores de to-
das las piedras preciosas, convertidas
en muros translúcidos y en almenas
centelleantes, en puertas de oro y en
bóvedas de luz del Templo de Dios,
de la Iglesia gloriosa.
Un día, meditándolo, Teilhard de
Chardin escribiría: «Nada grande se
construye en este mundo sin la mu-
jer... ¡ni siquiera la Encarnación!».
Apareció en el cielo una magnífica señal: una mujer en-
vuelta en el sol, con la luna bajo sus pies y en la cabeza
una corona de doce estrellas... Vi entonces un cielo nue-
vo y una tierra nueva... Y vi bajar del cielo, de junto a
Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada co-
mo una novia que se adorna para su esposo... Y se acer-
có uno de los siete ángeles y me habló así: «Ven acá, voy
a mostrarte a la novia, a la esposa del Cordero»... Tem-
plo no vi ninguno, su templo es el Señor Dios, soberano
de todo, y el Cordero... La gloria de Dios la ilumina... y
se pasearán las naciones bañadas en su luz.
(Apocalipsis, 12, 1; 21, 1, 2, 9, 23, 24)
11 (171)
El Apocalipsis
de san Juan
CUANDO, desde nuestro medio
cultural, nos acercamos a la Bi-
blia, influidos como estamos por
el pensamiento griego y la practicidad
romana, se nos hace difícil evitar re-
ducciones en alguno de estos sentidos
incluso en los escritos del Nuevo Tes-
tamento. Todavía podemos afinar más
diciendo que, de las influencias reci-
bidas, son creadoras de una verdadera
historiografía, dos civilizaciones, dos
pueblos: el griego y el israelita. Pero
conviene que no olvidemos que, mien-
tras en Grecia forman el centro de su
historia e historiografía, la política y las
luchas de los estados y de los poderes,
en Israel su historia comienza con la
creación del mundo por Dios y el cen-
tro de la misma es la acción de este
Dios sobre los hombres y el mundo, ha-
cia un fin que la escatología anuncia y
que el desarrollo del profetismo, o sea
la apocalíptica, describe cómo llegará.
Profecía y apocalipsis se relacionan.
El género apocalíptico no aparece, por
supuesto, con el último libro del Nue-
vo Testamento, atribuido a san Juan.
Este libro está, en realidad, impregna-
do de imágenes, de ideas y de palabras
del Antiguo Testamento, y se nutre
del inmenso acervo de la tradición
judía, y nada o muy poco de él com-
prenderá quien lo quiera interpretar
a base de conceptos ajenos a esta cul-
tura, rica, específica y relativamente
cerrada, toda vez que los influjos que
le llegaran de fuera, resultaban en
cualquier caso integrados desde un ta-
miz espiritual y estricto, conscientes
como eran los judíos de su identidad
y de su "elección".
De donde, cuando se hace referencia
a las dificultades interpretativas que
tiene el libro del Apocalipsis, es que
se llega a él con el desconocimiento
previo de la tradición en que se apoya,
en especial los libros de Daniel, de
Isaías, de Zacarías y de Ezequiel, por
citar los más significativos. Y conocer
a estos profetas no es solamente leer-
los, sino situarlos en el contexto histó-
rico interno y paralelo.
San Juan escribió el Apocalipsis al
final del siglo primero, cuando los ma-
les de la Iglesia no podían venirle de
la falta de cohesión interna, sino de
corrientes gnósticas y de un cierto ra-
cionalismo a fin de cuentas otra vez
judaizante. Y más que esto, la presen-
cia de un poder político, el del imperio
romano, que amenazaba con aniquilar
a la Iglesia apenas nacida: estamos en
el momento de la persecución de Do-
miciano: que no es el Herodes judío,
sino el Herodes universal, dispuesto a
tragarse a ese hijo ―el Cristo místico―
que la Iglesia engendra, como se nos
describe en la imagen del dragón ―el
césar― amenazando a la mujer ―la
Iglesia―.
San Juan quiere confortar, dar espe-
ranzas, insistiendo en la fidelidad has-
ta el triunfo total, que Dios, Señor del
mundo y de la historia de los hombres,
prepara para ser el mismo su fidelidad.
Los símbolos, nunca arbitrarios ―ni
siquiera los contenidos en cifras mate-
máticas― disimulan frente al profano
el significación que tenían para aquel
presente, y alargan a todos los tiempos
el valor de su aplicación a toda la histo-
ria de la obra de Cristo y de la misión y
presencia en el mundo de la Iglesia.
12 (172)
documento:
EL CAMINO
DE LA FE
En la encrucijada de un mundo nuevo, que surge entre angustias y espe-
ranzas, los obispos holandeses publicaron, este año, una carta pastoral, invi-
tando a abrir los ojos, para interrogar el momento presente, en el que, entre
clamores de justicia y libertad, se anteponen radicalismos de violencia, que
algunos creen justificada, pero que en realidad es opuesta al ansia y al des-
tino de amor y felicidad, que el ser humano busca y necesita; violencia que,
descarada o enmascarada de hipocresías, es siempre anti-cristiana, venga de
donde venga.
¿La fe en Jesucristo, sirve para algo, en este momento de cambio? Sí, la
fe nos permite llegar a ser verdaderamente hombres, aun entre las fluctua-
ciones entre la esperanza y el temor, entre los endurecimientos que retrasan
y las ansias que empujan la irreversible renovación, entre las alegrías y las
amarguras.
Seleccionamos algunos párrafos del cap. II de esta carta pastoral, cuando
se refiere a Jesucristo.
Las enseñanzas y el destino de Jesús fueron vividos,
por sus discípulos, como una liberación. Por esto se atre-
vieron a darles el nombre de "Evangelio", es decir, de
Buena Nueva. Pero el vigor de este Evangelio parece
como si se hubiera debilitado con el curso de los siglos.
Existen pensadores contemporáneos que se preguntan,
con cierto desdén, qué clase de liberación pretende pre-
conizar. Exhiben el argumento de que la mayoría de cris-
tianos no tienen el aspecto de ser "liberados" de casi nada.
Además, estos cristianos, ¿acaso no participan, en gran
parte, a la instalación de una cultura que no tiene nada
de liberadora?
13 (173)
Las grandes pregun-
tas sobre Jesucristo
Es preciso preguntarse que había en el corazón mis-
mo de la vida de Jesús, y cómo se explica la intensidad
de las esperanzas de sus primeros discípulos. ¿Cuál era:
la fuente de la alegría provocada por la promesa de una
liberación general, prefigurada en el mismo destino de
Jesús? Y, todavía más: existe una visión del mundo ca-
paz de aportar algún apoyo al destino del hombre?¿0
es que permanece impotente en medio del dinamismo de
nuestra época?
El camino de la fe
Nosotros creemos que Jesucristo es a un mismo tiem-
po, verdadero Dios y verdadero hombre. Por esto sabemos
que su persona contiene, para nosotros, profundidades
insondables y un misterio impenetrable. La grandeza
misteriosa de Jesus se impuso también a sus contempo-
ráneos en circunstancias determinadas. Los Evangelios
refieren, repetidas veces, como la gente se maravillaba
ante su persona, sus palabras, sus actos... «¿Quién es
éste a quien hasta los vientos y el mar obedecen?» (Mt. 8,
27). Ni siquiera los mismos apóstoles comprendieron a
fondo a Jesús durante su vida terrena. Su espíritu es-
taba entenebrecido. Sólo muy lentamente, a través de
pruebas, de incertidumbres y de dudas, llegaron, final-
mente, a la plena fe en Jesús. En este proceso de los
apóstoles hacia la fe, podemos reencontrarnos también
nosotros, cuando vemos en la historia que nos relata el
Evangelio, que sólo lentamente arraigo en el corazón de
los apóstoles.
Jesús, diferente de
los fariseos
Del campo insignificante de Galilea un joven irrumpe,
de manera inesperada, en la actualidad. Pero, ¿puede
salir algo bueno de un pueblo como Nazaret? Se trata de
un predicador que recorre el país enseñando. Pero no
lo hace, como los fariseos, envolviendo conceptos entre
sutilidades y charlatanerías; él enseña con autoridad.
¿Qué significa esto? Porque la autoridad difícilmente con-
siente ser definida, sino que se impone por los resultados:
puede, en el fondo de cuanto dice, reconocerse la semilla
de la Ley de Moisés, pero como una tarea que debe ser
llevada a término y como una salvación que hay que
realizar.
14 (174)
Jesús, presencia de
de Dios
Esa autoridad insondable se exterioriza y prolonga
en un poder sorprendente para transformar en práctica
viva la palabra enseñada. Jesús cura enfermos y expulsa
espíritus impuros; su acción libera vidas hundidas. Anun-
cia de modo convincente que el hombre puede encontrar
la salvación, que Dios ha venido en busca del hombre.
Pero Jesús no solamente predica, sino que hace presente
a este Dios esparciendo, con la vida de cada día, la gracia
y el perdón. Sus hechos y sus gestos constituyen la pre-
sencia de Dios.
El choque y las con-
tradicciones
Su manera de obrar es tan inspiradora y purificadora
que coge de improviso y sorprende a muchas personas
Este choque produce resultados diferentes. Algunos se
sienten atacados: ven que se derrumba la credibilidad
de su propio personaje ―construido a la medida de su
egoísmo o de su vanidad― y se cierran a la conversión
pedida por Jesús. A partir de este momento andan en
busca de una acusación contra Jesús, para hacerle des-
aparecer y morir.
Pero otros se llenan de entusiasmo, porque descubren
que sus vidas se abren a rieras posibilidades, y de este
descubrimiento sacan fuerzas para comenzar de nuevo,
para convertirse. Se hacen discípulos de este rabí, de su
maestro, el Maestro: ¿a quién iríamos, sino a él que posee
palabras de vida eterna? (conf. Jo 6, 68). Sedientos de
espíritu, beben su mensaje de confianza en Dios, de co-
munión fraternal y de servicio modesto.
Perciben que están liberados respecto a las fuerzas
que les impedirían vivir en espíritu y de verdad.
Cuando se interrogan sobre las intenciones más pro-
fundas de la vida de Jesus, descubren la voluntad de
llevar a los hombres al Reino de Dios. Este Reino se cons-
truye a partir del amor desinteresado a Dios y a los
hombres. En Jesus mismo este reino se ha hecho realidad
viva. En sus relaciones con el Padre, Jesús lo revela
como un Padre que ama y que toma sobre si el cuidado
de los hombres. Este cuidado y esta bondad hacia ellos,
sobre todo hacia los más pobres, muestran que estos hom-
bres que nos parecen extranjeros son, en realidad, nuestros
hermanos.
15 (175)
Lo esencial: Dios
Padre de los hom-
bres
La conducta de Jesús atrae nuestra atención sobre un
punto que, precisamente en nuestra situación, reviste gran
importancia, porque puede constituir una fuente de valen-
tía frente a la vida. Desde ahora, en la vida cotidiana,
Dios es nuestro Padre; desde ahora, mientras el crecimien-
to doloroso se cumple en nuestra historia, todavía, con sus
caprichos y sus ambigüedades; desde ahora, podemos.
DECLARACIÓN ACERCA DE LAUS.
En lo que el Artículo 24 de la vigente Ley de Prensa e Im-
prenta afecta a esta publicación, se hace constar:
Que LAUS, Publicación del Oratorio, es propie-
dad de la Congregación del Oratorio de san Felipe
Neri, persona jurídica debidamente inscrita en el
Registro de Empresas Periodísticas, del Ministerio
de Información y Turismo.
Que, lo mismo que las demás obras apostólicas
del Oratorio, se mantiene, económicamente, de
las aportaciones espontáneas de los fieles y del
producto del trabajo de los miembros de la Con-
gregación.
Que Ramón Mas Cassanelles, como director de la
revista es el responsable de su contenido.
Al cumplir con estas declaraciones lo que prescribe la Ley
y, en especial, en orden a enterar a los lectores de los re-
cursos y situación económica de la publicación, tomamos
ocasión para expresar nuestro agradecimiento a todos cuan-
tos nos alientan y ayudan en el sostenimiento de nuestra
modesta tarea.
16 (176)
pues, aceptar nuestra existencia plenamente confiados,
toda vez que Dios es nuestro Padre.
La vida de Jesús nos muestra cómo podemos nosotros
sacar fuerzas insospechadas de este abandono a Dios,
nuestro Padre. La certidumbre de que Dios nos ama pue-
de convertirse en nuestra existencia, en una prueba de ver-
dad indiscutible, en el sello que marca al creyente. Jesús
nos da el ejemplo de una vida enteramente vivida en la
intimidad del Padre, hasta el final.
El fracaso humano
de Jesús
Cuando decimos hasta el final, queremos también in-
dicar hasta el fondo de la amargura. Porque la historia
de Jesús, cuyo inicio fue lleno de promesas, se acaba en
el dolor, la humillación, el abandono y la muerte. Los
enemigos de Jesús encontraron, por fin, una acusación
que, a pesar de los fallos que contenía, pudo ser transfor-
mada en condenación. El suceso (en la "justicia" de los
hombres se repite muchas veces) no logró atraer demasia-
do la atención. Excepto para algunos fieles adictos, la
gente está demasiado ocupada en preparar las fiestas que
se echan encima. Y es en esta soledad casi total que mue-
re el profeta de la vida nueva e indestructible. Su Dios,
¿dónde está ahora? ¿Dónde están sus hermanos?
La última palabra
no dicha
Las Escrituras enseñan que "la última palabra" no
ha sido todavía pronunciada. El Dios fiel que mantiene
sus promesas hará sus pruebas, durante el viaje a través
del desierto árido y después de haberlo cruzado. El que
orienta de este modo su fe no puede conocer jamás el fra-
caso definitivo; el dolor se transformará en fecundidad de
bien, dará sus frutos. He aquí lo que dice el salmista a
propósito del creyente, la vida del cual mira y camina
hacia Dios: «Es como un árbol plantado junto al curso
del agua, que da fruto cuando llega el tiempo; no se
agostan, no caen sus hojas, y todo lo que emprende pros-
pera» (Salmo 1).
La figura típica del
justo
Jesús es la figura de este destino del justo. Ha sido cla-
vado en la cruz y entregado a la muerte. Pero Dios lo ha
llamado nuevamente a la vida, lo ha librado de las an-
gustias de la muerte, porque no era posible, no podía per-
17 (177)
mitir que fuese retenido en poder de ésta (Act. 2, 23-24).
Dios no deja que se pierdan los que andan buscando sus
caminos. Dios no abandona a la corrupción a los que ca-
minan con la fe puesta en él y obedeciendo su voluntad:
los que son justos, los que son para los hombres una fuerza
de salvación.
En Jesus ha sido revelado el destino final del justo. En
el abandono más total, en la humillación más vergonzosa
ha comenzado la realización esplendorosa del plan de
Dios para la humanidad entera. El Salvador de tantas
personas reencontradas, Dios, que lo había suscitado, no
lo ha abandonado a la corrupción. Ha resucitado y se ha
convertido en nuestro Salvador o, como dice Pedro a la
multitud reunida en el primer Pentecostés, «que toda la
casa de Israel sepa con certeza: que Dios lo ha constituido
Salvador y Cristo» (Act. 2, 36).
El suceso de la resurrección ha abierto los ojos a sus
discípulos y les ha dado el testimonio que resuena desde
entonces, cuando lo pronunció el apóstol Tomás, en toda
la Iglesia: «Señor mío y Dios mío» (Jo. 20, 28). Jesús es el
Hijo de Dios.
El Cristianismo no
es una promoción,
sino un camino
Nosotros, los cristianos, no somos gente "que ha llega-
do", gente "que ha ascendido", gente que ha conseguido
que el mundo reconozca su mérito... Somos, los cristianos,
como dijo san Agustin, gente que está en marcha, que ca-
mina, y, el que camina, "no ha llegado". Simplemente,
trabajamos como todos los hombres en la realización de
una existencia digna del hombre. Este trabajo no es un
pasatiempo, ni consiste en lograr una felicidad estrecha.
A la luz de la promesa de Dios, el esfuerzo que ponemos
por su Reino distingue nuestra manera de entender la vi-
da, ahora y aquí, en la obediencia creadora a su voluntad.
Obediencia que no sigue únicamente caminos de seguri-
dades previamente señaladas. Se trata de una obediencia
en la búsqueda, atentos a las exigencias cambiantes
de cada tiempo. Esta obediencia muestra la fuerza del
Evangelio que, sin descanso, nos empuja bien consciente-
mente a cómo la voluntad de Dios se ha de cumplir aquí
ahora.
18 (178)
Todas las semanas en
vida nueva
―Una completa información de la Iglesia
en España y en el mundo
―Un estudio del problema de mayor ac-
tualidad ―Una visión cristiana del mundo político,
social, cultural y artístico
vida
nueva
Revista semanal de
información general
y religiosa
P.P.C. - E. Jardiel Poncela, 4
Apartado 19.049 - Madrid (16)
19 (179)
NAVIDAD
DE NUESTRO SEÑOR
JESUCRISTO
MISA
DE MEDIANOCHE
También en la noche de Año Nuevo,
Solemnidad de santa María
y Octava de Navidad
LAUS DEO
LAUS - PUBLICACION DEL ORATORIO - APARTADO 182 - ALBACETE
20 (180)