Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 150. MAYO. Año 1977
SUMARIO
LA IGLESIA celebra las fiestas de los Santos, no para
alimentar el mito a que es propenso remitirse el
hombre elemental, sino precisamente para ir des
montándolo, de modo que, esas figuras destacadas
que nos recuerdan, al reproducirlo, el rostro de Cristo pre-
sente en su Iglesia, sean cada vez menos una substitución
de los héroes mitológicos del paganismo, y nos introduz-
camos en la realidad sobrenatural de aquello que la fe,
convertida en vida, pudo lograr en los que de veras se han
entregado al Evangelio y puede, todavía, lograr en noso-
tros si, como ellos, nos abrimos a la Palabra del llama-
miento definitivo al bien, al Reino de Dios, sin búsqueda
de prestigios que la vanidad podría sugerir incluso en las
apariencias de la misma santidad, sin huidas enajenantes
del deber inmediato de hombres de esta tierra, aunque
para el cielo. Como fueron los santos: enamorados, realis-
tas y sobrenaturales.
PARA SER SANTOS
EL ORATORIO
SAN FELIPE NERI
LA ORIGINALIDAD DEL ORATORIO
RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO
1 (81)
PARA SER SANTOS
Si me pedís lo que hay que hacer para ser perfec-
tos, os lo digo inmediatamente, sin dudar:
―no dejéis que la pereza os retenga en cama ni
un minuto más del señalado para levantaros,
―que vuestro primer pensamiento sea para Dios;
―id a su encuentro en la Eucaristía;
―haced bien vuestras oraciones;
―tomad el alimento para mantener vuestras fuer-
zas usadas para glorificar a Dios;
―no os disipéis;
―higienizad la mente;
―un paréntesis, cada atardecer, para el estudio
y la meditación de Dios;
―luego mirad, con calma, vuestra conciencia,
cada día;
―acostaos a la hora debida, para el descanso
necesario.
Esto basta para ser perfectos.
Estar pendientes de grandes resultados como conse-
cuencia de los esfuerzos hechos con finalidad reli-
giosa es algo tan natural como inocente, y nos ocu-
rre por la inexperiencia de la clase de trabajo que
debemos emprender, y que tiene más de constancia
que de heroicidad o cosa extraordinaria: se trata de
transformar el corazón y la voluntad del hombre.
Card. J. Henry Newman, C. O.
2 (82)
El Oratorio
Distante de cualquier concepción estructural previa, de cualquier plan
ni siquiera catequético, fue la actuación de san Felipe, de la que se
derivó el Oratorio. Ei Oratorio, en la mente de san Felipe y en la rea-
lidad histórica de su origen, no surgió del apostolado de un grupo
de clérigos dados a la formación cristiana de una m9A o grupo más am-
plio de seglares, simpatizantes de san Felipe o parroquianos del Oratorio.
Sucedió a la inversa que de un grupo de seglares, amigos, hijos espiritua-
les, seguidores y entusiastas de san Felipe. Algunos se hicieron sacerdotes
para colaborar en lo que había resultado una obra o ―todavía más― un
ambiente de encuentro con el Padre de todos, surgido de la espontanei-
dad de un apostolado más bien informal, apoyado en la relación de amistad,
cuyo centro era la personalidad de san Felipe.
Las leyes aún eclesiásticas, los métodos aún espirituales, tenían poca
cabida en el modo de hacer de san Felipe. Y por eso pasó desapercibido en
un principio y resultó difícil de comprender más tarde y hasta fue combati-
do y perseguido, porque sólo podía reconocerse, en él, junto a una gran li-
bertad en el proceder, la afirmación y el influjo constante de una persona-
lidad irreemplazable: todos aquellos seguidores eran sus amigos y, de 18A
Amistad, acaban un modo nuevo y generoso de entregarse a Dios y vivir el
cristianismo con alegría. San Felipe sólo pudo ser acusado de personalista
Y en efecto, no podía negarse que se destacaba de los demás; pero la fuerza
de su personalidad no resultaba del desahogo de la vanidad que crea, por el
Activismo, su propio marco, sino que procedía del desarrollo de un corazón
optimista y cristiano, que contagiaba a los demás para el bien. Sin leyes, sin
métodos, sin fórmulas.
Algunos han entendido el Oratorio como un pequeño grupo de clérigos
especializados para atender a una especie de consultorio espiritual de ur-
gencias y problemas de la conciencia. El pensamiento de san Felipe era más
Amplio y más sencillo; si bien se trataba de una simplicidad ―no dejadez,
descuido, pereza mental...― inteligente, un modo de hacer profundamente
humano. IA ofrenda de una Amistad y lealtad en el trato y acercamiento do
Cristo, en el estudio de su Palabra y en la transformación en vida de la ver-
dad sobrenatural que se descubría en la oración, en la espontaneidad del
momento, en la oportunidad del lugar, en la exigencia del amor, sin escrú-
pulos ni artificios.
3 (83)
SAN FELIPE NERI,
fundador de la
CONGREGACIÓN DEL ORATORIO
POR LAS CALLES de Roma, allá
por el año 1590, se veía pasar a
aquel hombre lleno de bondad,
de frente clara, barba frondosa,
alto, desgarbado, que se movía
con amplios gestos y reía y ha-
blaba con todo el mundo. Se llamaba Feli-
pe Neri. Nada le agrada tanto como decir
una agudeza, mezcla chispeante de inteli-
gencia, picardía bondadosa, conocimiento
de los hombres y optimismo cristiano,
que provoca la risa a quien le oye, pero
que, a flor de un nivel que parece simple-
mente humano, siempre ofrece una sim-
pática lección de las cosas del espíritu y
un irresistible estímulo para el bien obrar.
A veces se diría que se propone no decir
nada en serio. Pero no es más que una
forma de ejercer la humildad; humildad
y desenvoltura, mezcladas de gentileza,
que atraen infaliblemente a las almas.
Camina por las calles, más bien de
prisa: siempre le aguarda, más cerca o
más lejos, un deber de caridad, de celo
apostólico. De todas maneras, si encuen-
tra a un conocido, no deja de saludarle
y, en la mayoría de las ocasiones, se une
a él, deteniéndose, si le sobra tiempo, o
arrastrándolo a paso largo, y riendo,
mientras dice algo que pueda ser bene-
ficioso para el acompañante, difícilmente
indemne a la observación del padre Feli-
pe, que se fija en todo y habla y mira al
interlocutor, no se sabe si en broma o
leyendo en el alma lo que Dios le revela.
ALGO MÁS QUE "DON DE GENTES"
Siempre descubre algo de que reírse y
algo bueno que decir: envuelve las sen-
tencias serias con una sonrisa y, cuando
reprende, parece que acaricia el corazón;
pero no le gustan las dulzonerías pseudo-
piadosas. Es compasivo, humano; sonríe
siempre y, sin dejar de hacerlo, alienta y
empuja a todos en el cumplimiento sen-
cillo y abnegado del deber de cada día y
de cada instante.
Tiene muchos adeptos, porque todos
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quieren ser amigos suyos. Sus discípulos
forman una alegre brigata, que todos
conocen en Roma. Diríase que en ella
solamente se busca el jolgorio, y no pasa
día sin que el padre Felipe gaste una
broma a alguien, o a varios de los que
se le acercan. Su continua hilaridad de
espíritu es comunicativa, y el sentido
del humor del cual nunca se desprende,
es el punto de confluencia de la ternura
con la ironía, del consejo moral y de la
broma, la encrucijada en que, la libertad
del espíritu cristiano, estalla en alegría
clara y limpia.
UN MÍSTICO
QUE NO LO PARECE
Sin embargo, al mismo tiempo, este
personaje tan curioso y tan desconcer-
tante, es un hombre de maravillosa
pureza de espíritu y un gran místico, a
quien el cielo colma de gracias visibles
y de carismas espirituales. Cuéntase que,
el mismo Jesucristo, lo ha marcado con
una señal, en un misterioso cara a cara
del cual Felipe no habla jamás; se dice
que, en uno de sus largos ratos de ora-
ción, fue tal la vehemencia de sus sus-
piros, que se sentía morir; sobre todo
cuando, aun antes de ser sacerdote, en
vísperas de la fiesta del Espíritu Santo,
vio descender un globo de fuego que le
entró en el corazón, hinchándolo hasta
arquearle las costillas, que cedieron a la
turgencia milagrosa del órgano dilatado,
incapaz de contener la inmensidad de su
amor sobrenatural. La dulce angustia de
aquel momento pasará, pero ya para
siempre sentirá un calor sobrenatural y
unas palpitaciones anunciadoras de los
éxtasis que lucha por evitar y que aca-
barán por obligarle a decir misa en su
habitación, porque ya le es imposible
celebrarla sin esos arrobamientos habi-
tuales, que le confunden y que, ni las
bromas ni las agudezas, de que es pro-
digo su hablar, son capaces de disimu-
5 (85)
lar mientras mezcla sus sonrisas con
lágrimas...
APÓSTOL
SIN MÉTODO
Su deseo de hacer el bien, no tiene
límites, ni pretende fines especiales,
con tal que puedan inscribirse en la
órbita inmensa de la caridad. No
pretende apoyarse, ni establecer una
espiritualidad propia; pero los que se
acercan a él y siguen sus consejos, se
dan cuenta cómo se les simplifica la
vida espiritual, que cada vez se parece
más a la de los cristianos de la primera
generación de la Iglesia. No inventa
métodos, ni le preocupa demasiado la
organización, ni confía mucho en los
sistemas. Dice siempre que, si le dejan
tiempo para orar, no le preocupa ni le
asusta nada y se siente con fuerzas
para todo. Vive en una época agitada,
convulsa, cuando el protestantismo
ha causado profundas heridas en el
cuerpo de la Iglesia. No faltan los que
se preocupan organizando, estudiando,
planeando obras y emprendiendo san-
tas batallas para el triunfo del bien: él
aplaude y hasta ayuda generosamente
todas estas empresas; sin embargo
se apoya y confía en motivos todavía
más sobrenaturales y, por lo tanto,
más sencillos, más universales, más
duraderos. Oración, sacramentos, li-
turgia, caridad: eso es todo y todo está
en eso.
CAMBLA A LOS HOMBRES
Y CAMBIA ROMA
Respeta la fisonomía espiritual de
cada alma, y conduce a cada una según
el particular modo de ser de ella y lo
especial que Dios le pide. Acuden a
su confesonario y recogen lecciones
santas, más bien breves; pero siempre
certeras, que les orientan hacia el
trato con Dios, por la oración y los
sacramentos, y al ejercicio vital de la
caridad. Y todo con sinceridad, con
alegría, con sencillez y constancia que,
poco a poco, transforma la vida de la
ciudad de Roma, porque acuden a sus
plantas los pobres y los ricos, loa sen-
cillos y los sabios, los empleados, los
criados, los médicos, los hombres de
leyes, los sacerdotes y religiosos, los
obispos, los cardenales y el mismo
Papa, en demanda de oraciones y de
luz. A veces no es preciso que los
penitentes abran su corazón: el padre
Felipe les adivina los pecados, espe-
cialmente aquellos que no dirían o
que se olvidaban... Si el penitente le
pregunta cómo ha podido conocer las
faltas y el estado del alma, el padre
Felipe responde con una clara sonrisa
y dice: «por el color de tu pelo» y,
dándole un tirón de orejas, que sabe
más a caricia que a reprensión, le im-
pone la penitencia y le despide.
Así era ese Felipe Neri, que Floren-
cia había visto nacer en 1515 ―año
fasto en que santa Teresa también ha-
bía venido al mundo en Ávila―, de una
familia de la burguesía, lindando con
la nobleza, pero pobre; que de pe-
queño se había mostrado tan encan-
tador, hasta merecer el sobrenombre
de "Pippo buono" ―el buen Feli-
pín―, y que a los diecisiete años, en
lugar de aprender los secretos del
negocio, junto a uno de sus tíos, se
había entregado súbitamente al servi-
cio de Cristo.
COMENZÓ COMO
APÓSTOL SEGLAR
Durante años, viviendo a la buena de
Dios, durmiendo en los pórticos de las
iglesias si, después de larga oración,
6 (86)
se le echaba encima la poche, o en su
cuarto pobrísimo y limpísimo, que un
amigo florentino le cedía a cambio de
cuidar de la instrucción de sus hijos,
había sido el joven Felipe en Roma,
uno de aquellos apóstoles seglares,
testimonios sencillos de la palabra de
Cristo, inconcebibles hoy día, pero no
tan extraños en aquellos tiempos y en
aquella Roma. En todos los barrios,
aun en los de peor fama, predicaba al
aire libre, a un auditorio benévolo, y
alcanzaba sorprendentes conversio-
nes. Hacía excursiones por la campiña
que rodea la Ciudad Santa y se dete-
nía largamente en los lugares que fa-
vorecían la oración, por la vía Apia, o
emprendía el peregrinaje a las "siete
iglesias", las más santas y célebres
basílicas de la ciudad.
La Cofradía de la Caridad, que en-
tonces contaba con miembros de todas
las clases sociales, no tenía servidor
más abnegado, que este raro seglar de
labios llenos de Dios, dispuesto siem-
pre a ofrecerse al prójimo.
Poco a poco se constituye, en torno
suyo, un grupo de fieles, reclutado
entre aquellas gentes que interpelaba
por las calles, con el grito famoso: «Y
bien hermano, ¿no es hoy que nos
disponemos a practicar el bien?» Es
curioso ver cómo vivía entregado total-
mente a Dios, pero no se le ocurría ha-
cerse sacerdote, por más que había
seguido los estudios de filosofía y de
teología. Había estudiado para mejor
conocer a Dios, y poder amarle más
y poder hablar de él en todo lugar y
ocasión, sin embargo se gozaba en su
condición de seglar, que le permitía
penetrar en todas partes donde se pu-
diera hacer el bien, llevando la luz de
la verdad y el calor del amor cristiano:
calles, plazas, tiendas, bancos, amigos
por todos los sitios, a los que el sa-
cerdote habría retraído, pero que, en
cambio, recibían con simpatía las pa-
labras de Felipe y hasta le seguían en
sus buenas obras.
EL PRINCIPIO
DEL ORATORIO
No obstante, el sacerdote que le
confesaba, Persiano Rosa, mitad padre
espiritual y mitad compañero de sus
hazañas, le convenció, finalmente, de
que su total consagración al bien de
las almas resultaría híbrida sin el
sacerdocio y, puesto que preparación
no le faltaba, en poco tiempo se dispu-
so para recibir las órdenes sagradas.
Tenía entonces, san Felipe, treinta y
cinco años. En su cuarto de "san Giro-
lamo della Caritá", cuya iglesia servía
junto con otros sacerdotes, se reunían
algunos de sus discípulos, sin aire
formal alguno para tratar de las cosas
de Dios, tomando tal vez, al comenzar,
un pasaje de un buen libro y lanzán-
dose en seguida al comentario familiar
y espontáneo, en el que participan
todos, si bien al terminar, el padre
Felipe resume y, si es preciso, corrige
y puntualiza en pocas palabras lo más
importante.
Pronto el cuarto del Santo fue inca-
paz y se le unió la habitación contigua;
pero ni aun con el derribo de un tabi-
que se resolvía la angostura del lugar,
por lo cual tuvieron que invadir el
desván de la iglesia, al que llamaron el
Oratorio, porque era menos que iglesia
y más que cuarto... Allí, mayor núme-
ro de asistentes, pueden participar en
las reuniones, que continúan conser-
vando las mismas características con
que se iniciaron y terminan con un
poco de oración en común. Más ade-
lante se pasa a la iglesia, buscando
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un espacio mayor, sin embargo sigue
llamándose el Oratorio, no ya por
razón del lugar, sino de las prácticas
que integran las originales reuniones.
Los que a ellas asisten son los hijos
espirituales del padre Felipe, los del
Oratorio. Aun así siguen los seglares
participando en los comentarios, que
versan sobre la vida de Cristo y de los
Santos más imitables y sobre la histo-
ria de la Iglesia, en especial de los
primeros tiempos, sobre las virtudes
cristianas, y cabe también la música,
de la que Felipe es un enamorado ori-
ginal y exigente: no quiere que siga la
costumbre de cantar melodías dulzo-
nas y afeminadas en la iglesia, aunque
tal fuera el estilo de entonces, y encar-
ga a alguno de sus hijos espirituales,
que son músicos, la composición de
melodías en las que se emparejen la
unción religiosa, con la sencillez y la
dignidad artística. Esos músicos son
Palestrina, Aminucia, Soto... Para oca-
siones especiales, les encarga composi-
ciones más largas, pero no tanto que su
ejecución dure más de una hora, en las
que se glosa un paisaje bíblico, o se
escenifica un misterio cristiano, dando
lugar a las piezas musicales conocidas
con el nombre de Oratorios, que luego
cultivarán otros músicos, también fa-
mosos, como Bach, Haendel, Perosi...
CRECIMIENTO Y PRUEBAS
Aquellas peregrinaciones y visitas a
lugares sagrados que, de seglar, reali-
zaba él solo, ahora las repite acompa-
ñado de esa pléyade de asistentes al
Oratorio, cada vez más numerosos.
No falta quien tilde a Felipe de in-
novador y que sospeche de sus buenas
intenciones; otros le censuran porque
prescinde de ciertos formalismos tra-
dicionales que considera inactuales y
accidentales y, por ello, un obstáculo
para su labor apostólica. En especial le
echan en cara el que admita a seglares
en los sermones que se hacen en la
iglesia, durante el Oratorio: él contesta
que está siempre presente para evitar
que se desvíe la sana doctrina y para
corregir si se errara, aun cuando cuida
que los que hablan no lo hagan sin
preparación, cuando no se limitan a in-
terrogar para aprender, sino que expo-
nen algún punto razonado de doctrina
o de la vida de Cristo y de la Iglesia;
dice que así la gente entiende más, en
especial si se evita que los sermones
sean demasiado largos, para lo cual él
ha decidido que los que se predican
allí tengan una cuarta parte de la ex-
tensión que habitualmente se les con-
cede en otros lugares. Las acusaciones
llegan al mismo Papa, por boca de es-
píritus mezquinos y envidiosos se le
presenta a Felipe una dolorosa prueba,
que supera con la gracia de Dios, y que
sirve para que pronto su Obra prospe-
re y acoja a muchas más almas, hasta
convertirse en el medio principal que
tiene la Providencia para restaurar las
costumbres y devolver el esplendor de
la virtud eclesiástica a la corrompida
sociedad romana de aquellos tiempos.
Obrando así, ¿pensaba Felipe Neri
crear una Orden? Ciertamente no, y
se habría sorprendido si le hubiesen
dicho que, sin saberlo, fundaba una.
Incluso hubiese respondido, con su ri-
sa abierta, que ya había bastante con
las antiguas, que estaban en trance de
reformarse, y con todas las que habían
sido creadas en los últimos treinta
años: los Teatinos, los Barnabitas... y
los Oblatos de Monseñor Carlos Borro-
meo, sin olvidar los más activos de to-
dos, los del padre Ignacio, a los que su
nuevo General conducía a la gloria...
No había necesidad de una nueva Con-
8 (88)
gregación. Y, aunque no lo había pre-
tendido, tal va a ser el resultado del
espontáneo esfuerzo del buen Santo.
CONSOLIDACIÓN
Entre todos los que cotidianamente
participan en los ejercicios del Orato-
rio, ha nacido una hermandad. Algunos
toman en ella un papel relevante: el
sastrecillo florentino Parigi, que sirve
durante treinta años a Felipe en san
Jerónimo; el antiguo comerciante Cac-
ciaguerra, que se ha convertido en un
místico exaltado; el elegante Tarugi,
camarero secreto del Papa a quien sus
bellas vestiduras de terciopelo no le
impiden mezclarse con la fiel brigata;
el rústico estudiante de los Abruzzi,
Baronio, que será cardenal y un gran
investigador.
Desde ahora, el Oratorio celebra sus
reuniones en la nueva iglesia, más vas-
ta, de santa Maria in Vallicella, y mul-
titudes enteras solicitan tomar parte en
ellas. Pero el grupo que dirige todo eso
sigue siendo pequeño, acaso no llegue
a quince personas. Cierto que, en otras
partes, a pesar de las dudas y resisten-
cias del Santo, surgen imitaciones de
su apostolado. No obstante, el sigue sin
preocuparse de organizarlo, confiando
más en la espontaneidad progresiva de
los sucesos, impulsados por el celo y
la rectitud de intención, que por el
compromiso de las leyes. Hasta 1575,
por orden expresa del Papa, no acepta
Felipe que jurídicamente su libre mo-
vimiento se convierta en una nueva
Congregación. Pero será una Congre-
gación muy singular cuyos miembros,
sometidos a una regla simple, vivirán
en unión de plegaria y de acción, don-
de la observancia se regiría más por
al amor a la Casa y a los hermanos que
por una reglamentación rígida.
INFLUJO DEL ORATORIO
Y con todo, este primer Oratorio,
tan original, tan poco organizado, ejer-
cerá una influencia considerable y for-
mará al servicio de la Iglesia un grupo
de selección para las grandes luchas
de su tiempo. La idea proliferará, más
que la institución misma: tanto irra-
diaba de ella el poder espiritual. En el
siguiente siglo la recogerá en Francia
el cardenal de Bérule, para formar un
Oratorio poderoso, sólido, muy distin-
to en sus apariencias, pero muy próxi-
mo en el espíritu, al del sublime vaga-
bundo de las calles de Roma. En su
tiempo y en su país, el ejemplo del
Oratorio actuó sobre el clero: a esta
«escuela de santidad y alegría cristia-
na», los clérigos de Italia deben quizá
ciertos rasgos característicos de genti-
leza y simplicidad que aún conservan.
En cuanto al Santo fundador, reclui-
do en su celda por la enfermedad y la
vejez, tendrá un fin digno de su vida.
Flaco, vuelto semejante a un bello cirio
o a un pergamino gastado, estará siem-
pre y hasta el fin, abrasado por la mis-
ma fiebre gozosa, por la misma llama
sobrenatural. A todos los que acuden a
visitarle, repetirá incansablemente el
precepto que ha hecho suyo desde su
adolescencia: «Vivir siempre en Dios
y morir a sí mismo...» Después, en el
momento que los médicos, solemnes,
anunciarán que su salud es perfecta, y
que octogenario, llegará a nonagena-
rio, un día, como si fuera su última
jugarreta, dulcemente descansará en el
Señor mientras ante los escasos testi-
gos de su tránsito, alza, para bendecir,
una mano muy pálida, y un murmullo,
apenas perceptible, fluye de sus labios.
Era la Festividad del Corpus, el 26 de
mayo de 1595.
Daniel Rops,
de la Academia Francesa
9 (89)
LA ORIGINALIDAD DEL ORATORIO
PODRÍAMOS afirmar muy bien
que, la primera originalidad
del Oratorio, es precisamente
la de haberse iniciado sin
intentar nada de lo que ha-
bitualmente se entiende como una
"fundación", San Felipe ni siquiera
había imaginado hacerse sacerdote y,
muy pasados los treinta años, recibi-
das ya las órdenes sagradas, tampoco
se puso a pensar, ni remotamente, en
entrar ni crear ninguna orden o con-
gregación, ni nada que se le asemejase.
De lo único que no cabe duda alguna
es de la sinceridad y autenticidad de
su cristianismo, asumido en la cumbre
de su adolescencia, una vez abando-
nada la oportunidad de heredar a
unos tíos suyos, establecidos al sur de
Roma, cerca de Montecassino, en el
reino de Nápoles. Y, como hay que
tener en cuenta la huella de los do-
minicos de san Marcos de Florencia,
inseparable del recuerdo y de la sim-
patía por Savonarola, habrá que supo-
ner que algún influjo ejercerían en su
espíritu y, tal vez, en la orientación
definitiva de su vida, los monjes be-
nedictinos de Montecassino cuyo mo-
nasterio, seguramente, visitó más de
una vez. Por lo demás, todas las apa-
riencias de su comportamiento, desde
que dejó a sus tíos y, al regresar pre-
sumiblemente hacia Toscana, se detu-
vo ―¡para siempre!― en Roma, no nos
permiten más que suponer que su en-
trega al apostolado, a la piedad y vida
de oración y a la Iglesia, la concebía
y practicaba al margen de fórmulas o
disciplinas u organizaciones estableci-
das o por establecer.
El mismo hecho de detenerse en
Roma, sin proseguir el camino de re-
greso a Florencia, hay que tomarlo
como un hecho de inspiración espon-
tánea.
Era un florentino
Como de Florencia la libertad, de
la Roma de entonces podía predicarse
el poder. Florencia no había sido po-
derosa, a pesar de sus talentos políti-
cos, aunque si se había hecho respetar
al demostrar con sangre y heroísmo
cómo estimaba ella sus derechos y
10 (90)
sus libertades. Roma, en cambio,
si era poderosa e influyente ―a
veces, también, desafortunada-
mente influida...―, y acudían a
ella, cuando no los mismos re-
yes y emperadores, por lo me-
nos sus embajadas, presumiendo
de cristianismo y buscando, a tra-
vés de mil manejos diplomáticos
a base de promesas o presiones,
o incluso amenazas y guerras,
una patente de "cristianismo"
que avalara la fe blasonada, co-
mo resorte político para planes
de dominio. Esta Roma, conver-
gencia de la política europea, no
podía interesar a san Felipe que,
como buen florentino, contem-
plaba como una grandeza hinchada.
Antes que escenario de esta farragosa
apariencia, Roma era y debía ser el
corazón de la Iglesia.
Por otra parte, como florentino sa-
bía que su ciudad había padecido
mucho de la política de los extraños,
en el vaivén de las rivalidades hege-
mónicas europeas ―principalmente
entre franceses y españoles―, con en
[foto: CARLO MARAFTA, Palazzo Pitti, Firenze]
medio el Papado, en realidad a merced
de soberanos políticos "demasiado"
cristianos. (Los restos de pompa que
todavía pueden disgustarnos en el
aparato de las ceremonias papales,
son el remanente del contagio de las
vanidades cortesanas introducidas por
el influjo de los reyes y emperadores
de entonces, cuando Papas, cardenales
y obispos eran hechura del poder
11 (91)
político de turno que, en cada lugar,
"protegía" a la Iglesia, y que no se
hacía más conforme al ideal de
Cristo, sino que presionaba todo lo
posible para conformar la Iglesia
al poder político que les convenía,
haciéndola dócil, útil a sus miras
de oportunidad terrena; daban o
reconocían a la Iglesia un "poder"
para inmediatamente domesticarlo
y someterlo al suyo propio de 90-
beranos temporales).
El sentido de la libertad
Nada amaban tanto los florenti-
nos como la libertad. En esta liber-
tad habían creado obras imperece-
deras sus artistas, escrito sus libros
los literatos y progresado artesanos
y comerciantes, celosos todos de la
independencia de su ciudad, culta,
hermosa, laboriosa: tal vez por ello,
precisamente, envidiada, luego so-
metida y hasta depredada por los
que gastaban más en armas que en
libros, en vicios que en cultivo de
la belleza, o dados al expolio más
que a la laboriosa creación. Y es
que, después del esplendor de la
antigua Grecia clásica, todavía no
había ni ha habido ninguna otra
ciudad o pueblo de mayores glorias
literarias o de las artes plásticas,
ni de más agudas intuiciones cien-
tíficas, que los que produjo, albergó
y propagó la Florencia del Renaci-
miento. Allí la libertad era creado-
ra. Hombres eminentes, artistas
completos, nacidos o criados en su
cerco, educados por sus maestros,
pudieron asombrar al mundo, y
todavía no han sido superados.
Ningún escritor ni poeta ha iguala-
do a Dante; ningún arquitecto,
ningún escultor a Miguel Ángel;
ningún ceramista a los Luca de la
Robbia; ningún metalista los bron-
ces de Ghiberti o de Donatello; nin-
gún estilista el 'campanile' soberbio
e ingrávido de Giotto; ni los éxtasis
luminosos de Fra Angelico sobre
las paredes del convento de san
Marcos...
Todos ellos, y más, fueron crea-
dores porque eran libres. Roma
podía comprar arte, el arte de log
florentinos; pero no supo crear el
propio, como los florentinos. Los
florentinos embellecieron Roma,
sin empobrecerse ellos mismos.
La libertad
de la pobreza
La pobreza, como virtud cristia-
na, no es carencia ni miseria, sino
más bien selección. Gaudí había
dicho que la elegancia solamente
lo es cuando surge de la pobreza;
no del empacho de la ostentación.
Humanamente es pobre el que ca-
rece de lo necesario; pero cristiana-
mente es pobre el que sabe prescin-
dir, a tiempo y sin tristeza, de lo
innecesario que estorba al espíritu,
que empaña la transparencia de lo
auténtico.
12 (92)
San Felipe amó la pobreza y la
quiso para los suyos. La ausencia
de apoyos o de métodos, la falta de
organización, la aparente imprevi-
sión, no era en él descuido o deja-
dez perezosa que busca farisaica
justificación de pretextos evangéli-
cos, sino la consecuencia de su con-
fianza en lo único que tiene algún
valor, y por lo único que merece
descargarse de otras preocupacio-
nes que harían gravoso el andar,
que acortarían el vuelo de los ide-
ales, que convertirían en humanas
solamente, las empresas y los pro-
pósitos de bien que han de ser cris-
tianos.
Pasó su juventud de seglar en
Roma, trabajando para sostenerse,
y no más; estudiando las verdades
sobre Dios; haciendo el bien a todos
sin llamar la atención de nadie. Sin
yugos, sin divisas, sin compromi-
sos, sin votos.
Y seguiría siendo siempre seglar,
hasta más allá de los treinta años,
muy bien cumplidos. Ni sacerdote,
ni fraile, ni servidor de prelados,
ni secretario de políticos. Ni "colo-
cado", ni recomendado, ni aprove-
chado... como tantos que pululaban
en busca de medros, prebendas o
vida honorable y fácil. Libre, sola-
mente libre para hacer el bien.
Esta libertad para la virtud la
dejará como una tradición irrenun-
ciable a sus discípulos, que nunca
harán voto alguno y que, a pesar
de esa insólita singularidad en cual-
quier instituto de vida evangélica,
la Iglesia reconocerá y protegerá, y
luego otros imitarán.
¿Por qué Roma?
¿Por qué, de regreso de san Ger-
mán, donde dejaba un buen porve-
nir y una herencia, san Felipe no
siguió hasta Florencia, y se detuvo
en Roma?
A pesar de todo, Roma era el
corazón de la Iglesia, y ni todo en
ella reflejaba tanta corrupción co-
mo había denunciado Lutero y
otros ‘novadores'. Y, en todo caso,
el mal de lo que se ama no se cura
abandonándolo. Hay una presencia
de amor, que está ahí porque siem-
pre espera, porque aguarda el re-
medio. Esa fe, cuando es pura,
personalmente desinteresada, nun-
ca sufre decepción. San Felipe era
un joven, un hombre de fe que, con
su corazón florentino, amaba Roma
por lo bueno que tenía, que tuvo
y que le faltaba por tener. El quiso
ser cristiano allí, donde mártires y
santos de siglos atrás habían santi-
ficado lo que la reciente pompa se-
cular profanaba. Él sería cristiano
allí, en Roma.
Nunca más abandonó Roma.
Cuando años adelante se llegaría a
la fundación del Oratorio, éste ad-
quiriría un carácter marcadamente
ciudadano, de modo que, al estable-
cerse el Oratorio en otras ciudades,
y a pesar de mantener entre las
13 (93)
diversas casas ―o "congregacio-
nes"― relaciones fraternas, cada
una de ellas llegaría a una identifi-
cación con el lugar de radicación,
favorecida por la autonomía y por
la inmutada adscripción y perma-
nencia de los miembros que inte-
gran cada una de tales comunidades
autónomas. El Oratorio sería, en
cada lugar, una institución ciuda-
dana. Ello no como efecto de crite-
rios de dispersión atomizante, sino
para mejor y más generosa colabo-
ración, aportando su especificidad a
la tarea más amplia y genérica de
cada diócesis, en cuyo marco se
desenvuelve, y bajo la garantía de
ser un instituto reconocido de "De-
recho pontificio", por la especial
protección y vigilancia que la Santa
Sede ejerce sobre todo el instituto,
que adquiere, en conjunto, la forma
de una confederación de casas au-
tónomas. Cada ciudad es otra Roma
para los oratorianos que en ella se
hubieren establecido.
Lo universal
en san Felipe
Apologizando su florentinidad,
insistiendo en su inmutada perma-
nencia romana, podría parecer re-
cortado el impulso "católico", uni-
versalizante que debe acompañar
todo auténtico cristianismo, y, por
lo tanto, el de nuestro Santo.
Pero cuando los remedios a los
males de la Iglesia se buscaban en
fórmulas de gran amplitud táctica,
la posición de Felipe, frente a la
Iglesia de su tiempo, aparece, sin
haberlo él pretendido como una
lección peculiarísima de entender
lo universal. Precisamente uno de
los males que entonces aquejaban
a la organización eclesial era la
excesiva confianza en los apoyos y
la efectividad terrena, que sabemos
siempre ambigua desde una óptica
evangélica. Felipe supo conjugar lo
que parecía opuesto, no por tole-
rancia táctica y recíproca de crite-
rios diferentes, de espiritualidades
diversas, sino como una comple-
mentariedad enriquecedora: preci-
samente porque nunca renunció a
su genuina florentinidad, a su espí-
ritu libre y democrático, a su no
rebuscado talante de buen artista,
a su agudo y benigno realismo his-
tórico, a la inteligente ironía ante
cualquier imperialismo, y contri-
buyó a restituir a la Roma renacen-
tista, el buen gusto de las esencias
cristianas, guardadas en la palabra
de Dios, en la necesidad de abrirse
libremente a la oración, en el bien
obrar frente a todas las necesidades
de los pobres o de los ignorantes.
Y supo poner en todo ello la nece-
saria sencillez y hasta la elegancia
y la simplicidad sincera, culta y
alegre de buen florentino, muy en
contraste con el énfasis de cual-
quier centralismo sostenido por
artificialidades o imposiciones pre-
carias.
14 (94)
Los romanos de noble corazón le
comprendieron y aceptaron el men-
saje de su vida; sin pretender ser
maestro de nadie, sin publicar nin-
gún método apostólico o ascético
especial, hizo escuela, y la denomi-
nación misma "del Oratorio" devi-
no el símbolo de una manera libre
pero fiel y perseverante de dedicar-
se a Dios sin dejar los propios pues-
tos, impregnando de simpatía todo
el gozo espiritual de ser enamora-
dos del Evangelio. Si bien, inevita-
blemente, antes de alcanzar esta
estilización del ser y el hacer del
Oratorio, pasó una larga época emi-
nentemente personal, en la que san
Felipe lo era todo, en la iniciativa,
en la dirección espiritual, en el
apostolado, en la escuela de la ora-
ción, y el cuarto de san Felipe pri-
mero, y la casa del Oratorio des-
pués, se convertían en punto diario
y constante de encuentro entre "el
Padre" y su creciente discipulado.
Tanto que, al fin, Roma cambió la
imagen de ciudad profanizada a
ciudad piadosa, donde tenían menos
que encontrar los ambiciosos de
prelaturas o los emisarios de tempo-
ralidades. Por eso san Felipe, des-
pués de su muerte, fue proclamado
patrón de la ciudad, y sigue siéndolo
con san Pedro y san Pablo, los após-
toles universales por excelencia.
No fue un subversivo
No fue un subversivo en el senti-
do irracional que se puede dar a
ese concepto. Pero, desde luego, su
modo de hacer y entender la vida
cristiana se separaba y contrastaba
con el modo de entender el cristia-
nismo gran cantidad de personas
tenidas por fieles y hasta por re-
verenciables. El conservó, toda la
vida, algo más que simpatía por
aquel fraile de san Marcos, de Flo-
rencia, Jerónimo Savonarola, que
CONFERENCIA
PARA LOS AMIGOS DEL ORATORIO
SAN FELIPE: SU ESPIRITU, SU OBRA
Por el P. Ramón Mas
LUNES, 23 DE MAYO, A LAS 8,30 DE LA TARDE,
EN LA SALA DEL ORATORIO SECULAR
15 (95)
veneró siempre como a un santo
Savonarola, que no era florentino
de nacimiento, supo comprender
y amar el valor y las virtudes de
aquellos ciudadanos, y sí fue una
fuerte y terrible protesta contra la
opresión e inmoralidad extraña.
San Felipe no tenía el temperamen-
to de Savonarola, pero admiraba su
gesto y su muerte. La situación, en
Roma, para Felipe, era distinta de
la de Savonarola en Florencia, si
bien la coincidencia resultaba de
que ambos, cada uno en su lugar,
llegaban de otra parte. Sin embargo
se sentían comprometidos a procla-
mar y a hacer un bien a la ciudad
adoptada. Ese compromiso de bien
les daba ciudadanía y más cuando
era la fe la raíz del impulso que les
movía.
No todo fue fácil en san Felipe,
pero nada le hizo modificar sus
propósitos. Al final, la fundación
de la Congregación del Oratorio fue
el resultado de una imposición del
Papa, Gregorio XIII, mejor conven-
cido que sus predecesores, de la
bondad y oportunidad de la obra
del Santo, y decidió la "fundación"
para que ya nadie más le acusara
de franco-tirador apostólico, ni le
fuera con denuncias de supuestas
clandestinidades o de falsedades
calumniosas, o como dejado de la
mano de la disciplina eclesiástica,
de la que se mostraban tan celosos
los que confundían la misión de la
Iglesia tomándola como un imperio
paralelo al temporal, burocratiza-
do, administrado, controlado, como
"los reinos de este mundo".
El crecimiento
del Oratorio
Una breve observación a lo que
podría llamarse la expansión del
Oratorio, suministra datos que con-
firman su originalidad, mejor que
disquisiciones ascéticas o jurídicas.
Es cierto que san Felipe no se
detuvo excesivamente a dar impor-
tancia o a dramatizar sobre las di-
ficultades, acusaciones y persecu-
ciones que hubo de padecer de
parte de los malévolos e influyentes
que querían acabar con él y con su
obra: llegó a tener que comparecer
ante el cardenal-vicario del papa
Pío V, y soportar la falsa acusación
de personalismo y soberbia: se le
reconocía que hacía el bien, pero
movido «por la ambición personal
y la soberbia propia», se le dijo.
Llegó a estar suspendido, sin poder
celebrar Misa, sin poder reunirse
con sus discípulos...
Pero esto pasó al fin. Aprobada
y "legalizada" por Gregorio XIII su
obra, tras la consolidación vino el
interés de algunos en imitarla en
otras partes. San Felipe no se opuso,
pero con la salvedad, como princi-
pio, de que cada nuevo Oratorio
conservara su independencia, lo
mismo que ocurre con los hijos de
una familia cuando dejan el hogar
16 (96)
paterno para constituir el nuevo
hogar propio y una nueva familia:
sigue el afecto, entrañable, pero
cada cual es responsable de su casa
y en su casa.
Esta actitud le costó discusiones
y diferencias con san Carlos Borro-
meo, que quería le cediera un pe-
queño equipo de oratorianos para
cierta reorganización del clero mi-
lanés. A san Felipe se la hacía difí-
cil contrariar a un cardenal de tan
reconocido celo y tanto prestigio,
pero, al fin no cedió y le dijo que
él mismo buscara entre los sacerdo-
tes diocesanos los que le pudieran
servir para aquel propósito. San
Carlos, no de muy buen gusto, hizo
la fundación similar a la de Felipe,
pero con una nota que la diferen-
ciaba y que san Felipe no admitió
para los suyos: la estrecha depen-
dencia diocesana de modo que el
Obispo era el superior de la comu-
nidad. Algo perfectamente admi-
sible, pero que no entraba en la-
mente de nuestro Santo.
Más adelante, en Francia, en
tiempos de Enrique IV, el cardenal
De Bérule quiso imitar el Oratorio
de san Felipe. Los oratorianos no
opusieron ningún reparo, ni hubo
roce alguno con el virtuoso carde-
nal francés, que fundó una Con-
gregación llamada igualmente "del
Oratorio de san Felipe Neri", aun-
que limitada al territorio galo. Esta
congregación tiene una historia
llena de frutos para la Iglesia y
para la cultura francesa y con ella
siempre han existido fraternales
lazos de afecto y leal colaboración.
Extendido por el mundo, el Ora-
torio, se ha caracterizado por el
ensamblamiento que le une a cada
uno de los lugares de su radicación.
Los votos, la autonomía
La Iglesia, como dice el salmista
«se adorna con la variedad» y, en
ella, el Oratorio, como institución,
representa algo muy especial que
deriva, inequívocamente de crite-
rios contra los cuales san Felipe
jamás cedió: especialmente en rela-
ción con los votos religiosos y con
la autonomía de las casas o "con-
gregaciones". Son características a
las que no han faltado aplausos
mientras otros, por otra parte, no
han acabado nunca de comprender,
en especial si han partido de esque-
mas mentales estandarizados, sin
regresar a las formas de vida evan-
gélicas apostólicas y si se han pre-
cipitado en la generalización de
métodos acreditados con razón por
su eficacia, en particular después
de la Compañía de Jesús, fundada
por san Ignacio de Loyola, e imi-
tada, en mayor o menor escala y
con mejor o peor acierto por los
fundadores posteriores a este vasco
insigne. La misma formación semi-
narística, aún reciente, conservaba
rasgos evidentes de la imitación
jesuítica.
17 (97)
El Oratorio es mucho menos
importante, pero sin duda radi-
calmente diferente, y no lo han
comprendido los que se han acer-
cado a analizarlo con el prejuicio
de tipicidades en sí mismas exce-
lentes para lo que eran, pero no
absolutamente generalizables y, por
consiguiente, discordantes con el
estilo, modo de ser y originalidad
oratorianas.
Lo curioso es que, sin despreciar
jamás los méritos insignes de las
grandes órdenes religiosas, la Igle-
sia, gobernada por el Espíritu más
que por los hombres, ha querido
reconocer obras y modos de apos-
tolado y santificación que, con ve-
nir en realidad de bastante antiguo,
luego resultan concordantes y hasta
modélicas para la praxis cristiana
contemporánea, para el sacerdocio
y para el apostolado que ahora lla-
mamos "nuevo".
San Felipe no admitió jamás, ni
para si ni para los suyos, que se
emitiera voto alguno en su Congre-
gación. El que sienta necesitar el
medio de los votos para mejor obe-
decer o hacerse santo, vaya donde
con tanto mérito los profesan; a él
le bastaba la sinceridad fluyente de
la virtud continua y libremente
practicada. No más, no menos.
La autonomía que, hasta antes
de la existencia del Oratorio, sólo
se daba en la clausura monástica,
el Oratorio la recoge para el apos-
tolado ministerial y abierto. En ca-
da casa, como en los monasterios
benedictinos, o como en las "pro-
vincias" de las órdenes o congrega-
ciones centralizadas que nosotros
llamamos 'Prepósito", o simplemen-
te 'Padre') es, jurídicamente, "supe-
rior mayor", como el provincial de
una Orden o de una Congregación
religiosa, o como el Abad de un
monasterio. Una Delegación de la
Santa Sede controla periódicamen-
te las gestiones, de modo parecido
a como existe para toda parcela
autónoma de la Iglesia, y de acuer-
do con las leyes canónicas.
Las predilecciones
Tal vez, como los hijos pequeños
de la grande e inmensa familia
eclesiástica, el Oratorio haya sido
favorecido, a través de sus cuatro
siglos de existencia, de numerosas
atenciones y de pruebas de amor y
confianza, que no habría atinado a
esperar. La historia del conjunto
de los Oratorios demuestra que sí
ha podido hacer algún bien a la
Iglesia, a veces precisamente por el
modo peculiar de su originalidad.
No nos sentimos inútiles, ni mejores
que otros, sino simplemente gozo-
sos. Lo poco que entre todos hemos
podido hacer en la preparación y
en el mismo reciente Concilio res-
pecto a ecumenismo y a liturgia,
ya nos confortaría.
18 (98)
Por otra parte, los últimos Papas
han sido buenos amigos y protecto-
res del Oratorio: Pío XII, en su
infancia monaguillo del Oratorio
romano, cuando era sacerdote y
trabajaba en la Secretaría de Esta-
do, gozaba, como en un descanso
espiritual, yendo todas las semanas
a ejercer algún día el sagrado mi-
nisterio junto a los Padres romanos,
en el Oratorio. Juan XXIII, estu-
dioso y devotísimo de Baronio,
primer discípulo de san Felipe, era
amigo entrañable del cardenal Be-
vilacqua, del Oratorio de Brescia.
Y, en Brescia, el joven Montini,
conducido por Bevilacqua, se en-
trenaba en el apostolado y descu-
bría su vocación sacerdotal que le
llevaría al Papado, desde el cual,
con frecuencia, reclama cerca aque-
llos oratorianos más venerables,
compañeros de juventud y de sus
empresas apostólicas iniciadas en
el bullicio de aquel Oratorio lom-
bardo, para revivir la amistad, la
sencillez de la compañía, como
pretexto para el consejo, la refle-
xión y las esperanzas, ante el bien
que sigue quedando por hacer...
El Oratorio es pequeño, en la
Iglesia; pero nació del Espíritu que
da originalidad a todo, que enri-
quece toda variedad, que "sopla
donde quiere". El mismo Espíritu
que se posesionó del corazón de
san Felipe, para la verdad, para el
bien, para la belleza, para la ale-
gría, para la libertad...
RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO
―Prevalencia de la caridad sobre la ley.
―Espíritu de fe y oración, y de caridad y servicio, estimulado
y alimentado por el estudio familiar de la Palabra de Dios y
el trato espiritual.
―La Eucaristía como centro de toda la vida.
―Dedicación al bien y al progreso de la Iglesia, por la pecu-
liar vinculación del Espíritu a su misterio.
―Entrega a la Congregación, de sus miembros, por la libre
voluntad de permanecer siempre en ella hasta la muerte.
Sin votos, juramentos o promesas. Libertad que concuerde
al máximo con el espíritu del Evangelio.
―Su fuerza, como en las primeras comunidades cristianas,
debe consistir más en el mutuo conocimiento, en el respeto
y en el verdadero amor a la convivencia familiar, que en la
multitud de miembros.
(De las Constituciones)
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EL DIA
26 DE MAYO
LA IGLESIA UNIVERSAL
CELEBRA
LA FIESTA DE
SAN
FELIPE
NERI
FUNDADOR
DE LA CONGREGACION
DEL ORATORIO
LAUS
Director: Ramon Mas Casanelles - Edita o imprime Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 108/62 - 1.5.77
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