Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 161. OCTUBRE. Año 1978
SUMARIO
EL MUNDO mira a Roma, donde el efímero pontifi-
cado de Juan Pablo I deja otra vez vacante la silla
de Pedro, tras la muerte de Pablo VI. Pero nada
ha sido inútil ni desgraciado. La Iglesia no mide tiempo
ni pesa cantidades, y recoge el tesoro de las palabras y los
gestos ―pocos o muchos, de los últimos pastores mientras
espera el gozo seguro de otra bendición de la Providencia,
de otras manos que recojan el cayado y continúen el ca-
mino con toda la grey expectante.
JUAN PABLO... 
EL PAPA DESEADO
JUAN PABLO I
EL PRIMER "ANGELUS" DE JUAN PABLO
LA IGLESIA QUE SONRÍE
IR A MISA EL DOMINGO
1 (101)
JUAN PABLO....II
COMO el rocío que se hace luz
efímera sobre las hojas y 80-
bre las flores, para saludar la
claridad amaneciente, y se pierde,
minúsculo, en la vaporosidad del
aire que irrumpe en las puertas de
la jornada, así la corta vida y la
humilde muerte del papa Juan Pa-
blo I se nos va en la fugacidad de-
clinante del verano, apenas iniciado
el gesto de su presencia luminosa
por el camino, en el sitio de Pedro.
Nos hubiera gustado saber lo que
este hombre bueno guardaba en su
corazón de cristiano para una Igle-
sia santa, para un mundo mejor, pa-
ra los hombres, para los jóvenes de
nuestro tiempo inquieto y, a la vez,
cansado, cuando angustias y espe-
ranzas se contradicen, y grito y
canción, y gemido de dolor e him-
no de esperanza abigarran, ensorde-
ciéndolo, el rumor de la vida. El
papa Luciani, ahora que acababa
de recibir, en su fe de cristiano, la
cualificación de hermano mayor de
todos, hubiera podido legítimamen-
te decirnos, más explícitos, sus pro-
yectos, descubrirnos en detalle sus
pensamientos, empujarnos con su
autoridad por el camino del gozo y
de la libertad salvadora del Evan-
gelio. Pero sólo un gesto, un ade-
mán, una palabra, una bendición y
una sonrisa... Y, abajo, entre los
hombres, los ojos abiertos, el cora-
zón en las manos y el aplauso del
pueblo como el canto del agua que
salta limpia, libre y clara, gozosa
y esperanzada. Y se ha ido, sin
acabarnos de revelar el tesoro que
guardaba...
Humanamente saltan las palabras
de desolación, quebranto, desgra-
cia; pero los cristianos sabemos que
ni siquiera la muerte es un fracaso
ni rompimiento, aunque los cálcu-
los de los hombres se dirigen a su-
plir o amaestrar, vestida de precau-
ciones excesivamente aseguradoras,
la desnudez amorosa de los desig-
nios de la Providencia que nos fuer-
za a proyectar con desprendimiento
y a juzgar con más pureza, no sola-
mente las obras de los hombres, sino
las mismas obras de Dios cuando en
ellas intervenimos los hombres.
El papa Luciani, Juan Pablo I, ha
muerto, para que, todo lo que espe-
rábamos después de Pablo VI, sea
más puro, más bueno, mas grande.
No se ha perdido nada. Uno siem-
bra ―cada uno siembra, todos siembran...―
y otro recoge. Cuando un
papa muere ―Ratti, Pacelli, Ronca-
lli, Montini, Luciani...― es como si
una rama del árbol de la Iglesia se
desgajara; pero no se pierde a la
deriva del naufragio pagano de la
muerte, sino que se hace remo que
suma impulsos a la nave de Pedro,
y el mástil crece, mientras escribe,
llevado de la mano de Dios, la tra-
yectoria ágil, intrépida, purificada,
del crecimiento de Cristo en el mun-
do, sobre la superficie inmensa del
tiempo, en la Historia.
Juan Pablo I y Juan Pablo II. Y
Pedro y Cristo.
2 (102)
El Papa deseado
RESULTABA sorprendente que al paso que se pretendía una mayor
y más acusada simplicidad, la solemnidad, estilizada por una acti-
tud de pureza despreocupada por el resultado, se convertía en
más grandiosa, más comprensible y más participada: aquella caja
de madera de ciprés sin pintar, sin Adorno alguno, lisa, sola, sobre el pavi-
mento enlosado de la enorme plaza de san Pedro, en el funeral de Pablo
VI, tenía más grandeza que todas las pompas fúnebres, que miles de
lámparas consteladas, que montañas de flores de recuerdo... Y el aplauso
espontáneo de la multitud congregada, como rumor de cascada que recoge
y guarda el abrazo inmenso de la magnífica columnata berniniana, valían
más que todos los himnos espirituales, que todas las músicas fúnebres que
los hombres pudieran dedicar para decir "adiós" desde la frontera de los
sentidos que nos separan de la inmortalidad, Al Padre común que se recoge
en el seno de Dios, donde nos espera para «estar siempre con Cristo» en la
paz, en la vida que no acaba en el amor.
Pero con sentido diverso, no de separación, sino de encuentro y pro-
mesa de compañía en otra etapa del camino de la Iglesia, también la sen-
cillez estallaba en la espontaneidad de protocolizada de un hombre son-
riente dispuesto a prescindir de grandezas significativas de simbologías
distanciadoras, que habla del papado como si se mirara al espejo con
la conciencia de cada oyente en la propia alma, que no le gustará usar
tiara, que no se sentará en un trono, que dirá a los que le han elegido:
«¡Que Dios os perdone!...» pero que aceptará el cargo y la carga para po-
derles servir, para servir a Dios, para servir a la Iglesia, para servir a todos
los hombres. Nadie hubiera imaginado que el "adiós" se repitiera tan pronto
en el mismo lugar, un mes más tarde, uniendo, casi, encuentro y despedida.
Sin nostalgias miramos el porvenir y se reaviva el deseo, todavía pre-
sentes las ideas que las mentes do claras mostraban al mundo para decir
le, seguramente, lo mismo que todos anhelaban, convertido en deseo y en
oración casi universal.
Pocos días antes del conclave, los teólogos más conspicuos del mundo
entero ―Albergo, de Bolonia: Chenu, Congar, Geffré, de Paris: Greeley, de
3 (103)
Chicago; Greinacher, Küng, de Tubinga. Grootears, de Lovaina: Gutiérrez, de
Lima: Schillebeeckx, de Nimega en Holanda― habían proclamado cuál sería
a su juicio, el Papa que necesitaba nuestro tiempo, y querían:
UN HOMBRE ABIERTO AL MUNDO, al mundo tal como es, con sus glo-
rias y sus miserias, respetuoso con la tradición, pero atento a las críticas
Actuales, a los signos de los tiempos, a la evolución de las actitudes huma-
nas, que hable a los hombres de un modo que le puedan entender, que irr-
adie humanidad...
UN GUÍA ESPIRITUAL, apoyado él mismo en la verdad, en la since-
ridad, que tenga valentía para fortalecer a los demás, más allá de esti-
mular con simples consejos, pero sin caer en el autoritarismo, de modo
que su autoridad personal, objetiva y carismática supere lo meramente
formalístico, oficial o institucional. Garantizador de la libertad en la Igle-
sia, en la que ejerce su autoridad más bien por inspiración que por
imposiciones, más por razones que por decretos, más por la búsqueda del
consenso en el diálogo que por decisiones aisladas.
UN AUTÉNTICO PASTOR, no sólo y primariamente de Roma, sino
universal, que sirve a los hombres antes que a las instituciones. Libre
de todo culto personal, libre de ansiedades... No un doctrinario defensor
de viejos bastiones sino más bien un pionero pastoral para una reno-
vación de la presentación y de la práctica del mensaje del Evangelio en la
Iglesia.
UN SINCERO COMPAÑERO DE LOS OBISPOS, más como hermano
de ellos, que como patrón a los que ellos sirven: que el Sínodo deviniera
más decisivo, en vez de permanecer como órgano meramente consultivo:
aceptación de la diversidad de naciones y mentalidades, las diferencias
entre jóvenes y ancianos y entre hombres y mujeres: también que en la
Curia no solamente tuvieran representación los teólogos de corte tradicio-
nalista sino. Además, los representativos de la teología católica contem-
poránea.
UN MEDIADOR ECUMÉNICO, de modo que se entienda el primado del
oficio de Pedro como una primacía de servicio en medio de la entera Cris-
tiandad, un oficio que ha de ser continuamente renovado según el espíritu
del Evangelio y ejercicio con responsabilidad y libertad cristiana; debe pro-
mover el diálogo y la cooperación con las demás Iglesias cristianas, remo-
ver obstáculos...también tomar con seriedad la relación de la Iglesia con
los judíos, el Islam, las demás religiones...
UN CRISTIANO GENUINO, lo cual no impone inmediatamente que ser
un santo o un genio: caben las limitaciones y defectos humanos, pero un
cristiano genuino quiere decir un hombre que en la palabra y en sus con-
vicciones es guiado por el Evangelio de Jesucristo tomado como una decisi-
va norma de vida.
Naturalmente, damos solamente un resumen de los criterios que los teó-
logos ofrecían, con independencia de la nacionalidad del candidato, en vis-
tas al bien y futuro de la Iglesia.
A cada uno nos corresponde pedir, rogar y merecer que el nuevo papi
responda a los deseos del mundo, de los cristianos y de la Iglesia.
4 (104)
JUAN PABLO I:
no tan inesperado,
no tan conservador,
no tan socialista
ES tan cierto que el anuncio de
lo seguramente esperado deja
de ser "noticia" (no es ningu-
na noticia decir en domingo que el
día siguiente será lunes...), que el
mismo material informativo, exce-
sivamente profesionalizado, tiende
a ser tratado o manipulado ―inclu-
so sin tendenciosidad maliciosa―
exagerando los detalles que pueden
suscitar mayor sorpresa; lo sorpren-
dente y lo novedoso be influyen y
así la avidez de la curiosidad ―su-
perficial, perezosa para las profun-
dizaciones, se siente satisfecha,
siquiera momentáneamente, en el
consumo de las noticias que espe-
ra, o busca o necesita para salir de
sí misma.
Decimos esto a propósito de la
elección de Juan Pablo I que, para
algunos y quizás también para mu-
chos, fue inesperada y sorprendente
cuando, en realidad, no sólo gené-
ricamente respondía equilibrada-
mente al conjunto de las tendencias
dominantes en la Iglesia actual,
profusamente señaladas desde to-
das las vertientes de la información
profana y religiosa, sino que, ade-
más, figuraba entre esa docena
larga de "grandes nombres" de
cardenales "papables", aunque no
estuviese entre los primeros: y
figuraba, en los comentarios, como
una alternativa hacia la síntesis de
las posiciones más destacadas. En
este sentido había sido el diario
genovés "Il lavoro" que, reuniendo
datos y buscando el equilibrio
deseado, situaba, en cuarto lugar,
como probable eligendo, al carde-
nal Luciani. En la prensa italiana
—"Il Popolo", "La Repubblica", "Il
Corriere della Sera"...— también
había figurado entre los catorce
cardenales que tenían más proba-
bilidades. La gran prensa interna-
cional —"Le Monde" francés, la
revista "Time" americana...― no
5 (105)
citaba entre los probables al car-
denal Luciani, pero tal vez haya
que pensar que, en Francia, la fi-
gura del cardenal Villot, verdade-
ramente "papable" pero no extin-
guido aún el recuerdo al fondo del
cisma de Avignon, y en América,
la posición hegemónica de los USA,
no les permitía la intuición impar-
cial, víctimas, respectivamente, del
prejuicio de la "grandeur" y de
la contradicción del hegemonismo
mundial.
En España, sin embargo, como
en Italia, sí que había circulado el
nombre del cardenal Luciani: los
diarios "El País", "Pueblo", "Ya".
"La Vanguardia", "ABC" e incluso
"El Alcázar" hacen conjeturas y
publican —"Ya"— una biografía;
la revista "Cuadernos para el Diá-
logo" en una de las cinco fotogra-
fías de los "papables" aunque todos
ellos lo presentaban como una fi-
gura relativamente conservadora,
dentro de la Iglesia italiana, pero
capaz de conjugar las diversas op-
ciones que el conclave trataría de
armonizar.
Hay que despejar el mito de la
sorpresa, por lo tanto.
Pero en España, todavía más que
HUELGA DE GASOLINERAS
El derecho de huelga es más antiguo en Italia
que en España. En cierta ocasión, el cardenal
Luciani, tenía anunciada una visita a una pa-
rroquia no muy alejada del centro de Venecia,
pero fue advertido de que no se disponía de
gasolina para la ida en coche y, al mismo
tiempo, el párroco telefoneaba Al cardenal
para establecer la anulación del acto y anun-
ciarlo al pueblo. No obstante, el cardenal in-
sistió en que haría la visita y dijo al párroco
que no se preocupara, que acudía a tiempo,
para todo lo establecido.
Efectivamente, el cardenal Acudió... montado
en bicicleta, y fue recibido con aplausos de
alegría por todos los fieles.
6 (106)
en Italia y en la misma Francia,
tras las primeras alabanzas de ri-
tual, de corrección y de rutina en
unos casos, y de devoción implícita
en otros, aparecieron algunas ma-
nifestaciones de recelo en relación
con el supuesto conservadurismo de
Juan Pablo I. Sería lamentable que
también sobre este aspecto se cul-
tivara el mito y se establecieran
preconceptos y sospechas. Bastaría
darse cuenta de la espontaneidad y
sencillez con que rompió, inmedia-
tamente, con ciertos formalismos
tradicionales, para rebatir cual-
quier afirmación categórica de con-
servadurismo. Y bastaría recordar
que algo parecido se dijo inmedia-
tamente después de la elección de
Juan XXIII a quien ciertamente,
su formación tradicional no impi-
dió —como bien lo hizo notar en
el prólogo del "Diario del Alma"
el padre Giulio Bevilacqua, amigo
y compañero del papa Roncalli—
iniciar las más audaces renova-
ciones en la Iglesia de nuestro siglo.
Lo que importa es que sea en ver-
dad un hombre de Dios con el ba-
gaje cultural y la lucidez sensata
que acompañen su camino de fe
como pastor de los que también
creen.
En una reciente entrevista al
cardenal Suenens le objetaban que
el papa Juan Pablo I no tenía ex-
periencia de la Curia romana y,
así, cómo podría completar la re-
forma iniciada por sus dos inme-
diatos predecesores, especialmente
por Pablo VI; pero el cardenal bel-
ga respondió: «Probablemente será
mejor que no haya sido antes cu-
rial para que pueda reformar la
Curia».
Otro mito informativo en torno
a Juan Pablo I era el de su padre
socialista. En cuanto a la simple
valoración del socialismo un cris-
tiano puede perfectamente repetir
las palabras que el mismo Papa
acababa de pronunciar a alguien
que aludía a los antecedentes de su
padre: «¡Qué pena que el socialis-
mo haya mezclado el ateísmo en
sus programas! ¡Qué tendrá que ver
la lucha por la justicia con el ma-
terialismo sin Dios!»
En otra ocasión había dicho:
«¡He heredado de mi padre una
desconfianza frente a cierto capi-
talismo que ha sido la fuente de
tantos sufrimientos, de tantas in-
justicias y de tantas luchas fratri-
cidas...!» Y el hermano del Papa, aclaraba
a un periodista: «Nuestra familia
era una familia de profunda tradi-
ción católica. Es verdad que mi
padre, emigrado en Alemania a la
edad de doce años, en busca de
trabajo, se afilió a sindicatos y a
la socialdemocracia. Pero aquel
partido no había sido nunca anti-
clerical; lo es, en todo caso, el
socialismo italiano. La realidad es
que yo siempre había visto a mi
padre creyente y practicante. En
mi casa rezábamos todos, todos los
días, y asistíamos a Misa. Mi padre
no se opuso a que mi hermano
7 (107)
Albino estudiara para sacerdote y
le costeó la carrera».
No debía ser, en fin, tan remota
o imprevista su elección cuando,
en el mismo día, cerca de las ocho
de la tarde, más de media hora
antes de que la despistada Televi-
sión Española interrumpiera (?)
sus programas para dar la noticia,
en Roma, "L'Osservatore Romano"
sacaba a la calle, húmeda de tinta,
una edición extraordinaria, de sus
ocho grandes páginas, dos de las
cuales estaban dedicadas, además
de la noticia de la elección, a una
amplia biografía —por supuesto
preparada y compuesta, como otras
probables, de antemano― bajo el
título: «El don de la claridad, el
carisma de la simplicidad», y para
subrayar la continuidad con el
pontificado de Pablo VI, reproducía
la homilía del cardenal Luciani
pronunciada en el Congreso euca-
rístico de Pescara, en la que se ma-
nifiesta en la línea del pensamien-
to del papa Montini.
Llevaba razón, seguramente, v
acertó en su pronóstico, el "Comité
americano para la elección en
sable de un Papa" (en América se
hacen "comités" para todo...), cuan:
do había dicho en Roma: «Se busca
un hombre que sepa sonreír, Dara
hacerlo Papa».
Desaparecido el papa Luciani, si-
gue abierto el mismo deseo, y ojalá
este optimismo cristiano sobresalga,
una vez más, por encima de cual-
quier apresurado y trivial sensacio-
nalismo alimentador del consumis-
mo informativo.
Dios es "Madre"
Juan Pablo I comentaba el pasaje de Isaías del cap. 49, 14-15: «Y Sion
ha dicho: Dios me ha abandonado; mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Es
que una madre puede olvidarse de su hijo?... Pero aunque esto pudiera
ser, yo, tu Dios, jamás me olvidaría de ti».
Y Juan Pablo, desde la ventana donde se asomaba a la hora del Án-
gelus para decir unas palabras de saludo a los fieles que le aguardaban
desde la plaza de san Pedro, añadió: «Dios es Madre, Dios es más Madre
que las madres....
Abajo, interrumpiendo sus palabras, espontáneamente las mujeres se
pusieron a aplaudir al Papa; los diarios del mundo, cuando daban la
noticia, añadían que las feministas de todas partes se alegraban de oir
esta voz de la Iglesia.
Pero este pensamiento estaba ya en la Biblia, lo habían enarbolado
los Profetas, lo habían comentado e ilustrado los santos Padres... Sólo
después, los "hombres fuertes" comenzaron a olvidarlo con su visión
unilateral y masculinista del mundo, y de un Dios como si mundo. Dios
es Padre, Dios es Madre, y más que padre y que madre.
8 (108)
El primer "Ángelus"
de Juan Pablo I
Ayer por la mañana, fui a la Sixtina a votar
tranquilamente. Nunca había imaginado lo que iba a
suceder. Apenas comenzó el peligro para mí, los dos
compañeros que tenía al lado me susurraron palabras
de ánimo. Uno me dijo: «Ánimo, si el Señor da un peso,
dará también las fuerzas para llevarlo». Y el otro com-
pañero: «No tenga miedo, en el mundo entero hay mu-
cha gente que reza por el nuevo Papa"
Luego, al lle-
gar el momento he aceptado.
Después vino la cuestión del nombre, porque tam-
bién preguntan qué nombre se quiere tomar y yo había
pensado poco en ello. Hice este razonamiento: «El papa
Juan quiso consagrarme obispo él personalmente aquí
en la Basílica de san Pedro. Después, aunque indigna-
mente, en Venecia le sucedí en la cátedra de san Mar-
cos, en esa Venecia que aún está completamente llena
del papa Juan. Lo recuerdan los gondoleros, las religio-
sas, todos. Pero el papa Pablo no sólo me ha hecho car-
denal, sino que unos meses antes, sobre el estrado de
la Plaza de san Marcos, me hizo ponerme completa-
mente sonrojado ante veinte mil personas, porque se
quitó la estola y me la puso sobre las espaldas. Jamás
me he puesto tan colorado. Por otra parte, en quince
años de Pontificado, este Papa ha demostrado no sólo
a mí, sino a todo el mundo, cómo se ama, cómo se
sirve y cómo se trabaja y sufre por la Iglesia de Cristo.
Por estas razones dije: «Me llamaré Juan Pablo».
Entendámonos, yo no tengo la "sapientia cordis"
del papa Juan, ni tampoco la preparación y la cultura
del papa Pablo, pero estoy en su puesto, debo tratar
de servir a la Iglesia. Espero que me ayudaréis con
vuestras plegarias.
JUAN-PABLO I, 27.8.78
9 (109)
La Iglesia que sonríe
LARGAS semanas nos ha acompañado san Mateo, desde
el sermón de las Bienaventuranzas, la predicación del Reino,
su misterio a través de las parábolas, que dibujan la futura
Iglesia, con sus apóstoles y Pedro que se adelanta en la fe y
que el Señor bendice y pone por fundamento...
Cuando moría Pablo VI, si las lecturas diarias y dominica-
les de la misa no nos habían resbalado por la mente, estábamos
preparados, desde la Palabra, para entender el Calvario y el
Tabor de Pablo VI y para —enseguida― abrirnos a la esperan-
za en el andar de la Iglesia. Porque en ninguna institución el lu-
to se transforma tan rápidamente en gozo y la muerte en signo
de resurrección, como en la Iglesia. En su continuado andar el
cayado de un pastor pasa a las manos de otro, para una etapa
más, que resume y multiplica el impulso de la precedente an-
dadura.
En el caminar de la Iglesia por el mundo, el gesto renova-
dor de Juan XXIII y la herencia tremenda de Pablo VI, con-
vergen en Juan-Pablo I, que sonríe a los caminos del futuro que
la Providencia gobierna. Consumidos los últimos años de la
generosa vida de Pablo VI, aunque los cansancios no apagaran
la luz de sus palabras ni el ejemplo de sus gestos, el mundo en-
tero estaba a la expectativa de una alegría que cambiara en
optimismo la "mestizia", la aflicción de las críticas y las dificul-
tades de un mundo y una época chirriante de cambios y trans-
10 (110)
formaciones... Y las amplias cristaleras de la "loggia" de san
Pedro se abrían, con rapidez sorprendente, para derramar so-
bre el mundo la imagen sonriente de Juan-Pablo I, casi sin más
programa que su mismo nombre, ni más discurso que su sonri-
sa fugaz, como la luz que huye.
Esa misma sonrisa que la muerte, avara de luz, ha eclipsa-
do, pero que ha de reaparecer magnificada en el rostro inmar-
cesible de la Iglesia, que no se cansa, ni envejece, ni muere.
Como sol que renace la Iglesia renueva sus esperanzas.
Aunque la formemos hombres, no ocurre en ella como en los
reinos de este mundo: aquí las sucesiones no son "reacciones"
sino desarrollo, camino y continuidad; en los reinos del mun-
do, las dinastías y los relevos en el poder, traumatizan la histo-
ria de las sociedades, en la Iglesia ―salvo que los hombres la
salpiquen con sus mediaciones e intereses terrenos— es siem-
pre un renacer sereno y pacífico, prometedor de cosechas de
bien universal; en los reinos de los hombres se discuten o se
intentan proteger derechos o intereses contingentes, en la Igle-
sia se construye el Reino de Dios, que no descuida, pero que
trasciende lo creado. Los reinos del mundo acaban con el
mundo y acaba, cada uno, antes de que acabe el mundo: el
dinero los corrompe y la envidia y la violencia los manchan.
Los reinos del mundo quieren reducir, a su misma condición,
el propio Reino de Dios y, en segmentos o partes aisladas de
11 (111)
su historia, consigue falsificaciones pasajeras y asustar con
el esporádico zarandeo de la duda; pero la Iglesia, a pesar de
todo, no acaba en ninguna época, ni desaparece con ninguna
dinastía, ni cierra ninguna frontera: sigue, renace, se rejuvene-
ce a cada paso, porque va más allá de la Historia: más allá del
mundo, de los hombres y del tiempo.
Por eso puede sonreír siempre.
«Caro Pinocchio...»
Cuando ya era patriarca de Venecia, el actual pontífice Juan Pablo I. publicó una serie
de cartas a personajes clásicos, cuya referencia le servía de apoyo para deponer, con sen-
cillez y de modo directo, sus ideas cristianas. Traducimos un fragmento de una de las más
célebres, dedicada a Pinocho: personaje de ficción que todos los niños y adolescentes ita-
lianos conocen perfectamente.
EN tu camino hacia la indepen-
dencia, como casi todos los jó-
venes que rondan la edad de
17 a 20 años, tropezarás tal vez tam-
bién tú, querido Pinocho, con el duro
escollo de la fe. Respirarás objecio-
nes antirreligiosas con la facilidad
inconsciente con que se respira el
aire, en la escuela, en la fábrica, en
el cine... Si tu fe es como un montón
de buen trigo, se te avalanchará un
ejército de ratones a comérselo. Si
es un vestido, cien manos se alar-
garán a rompértelo a tirones. Si es
como una casa, picos y azadones la
desmantelarán. Será necesario que
sepas defenderte: de la fe, en la ac-
tualidad, podrás conservar sólo lo
que sepas defender.
Para muchas objeciones hay una
respuesta persuasiva. Para otras, en
cambio, todavía no se ha encontra-
do una explicación exhaustiva.
¿Qué hacer? ¡No abandonar la fe!
Recuerda que Newman decía: «Diez
mil dificultades no llegan a formar
una sola duda».
Y no te olvides de estas dos cosas:
Primero: hemos de tener en esti-
ma todo lo que tenemos por cierto,
a pesar de que no sea la certísima
que dan las matemáticas. Que han
existido Napoleón, César, Carlo-
magno no es cierto como la ecua-
ción 2 más 2 igual 4, pero es cierto
de certeza humana, histórica. En
este mismo modo es cierto que ha
existido Cristo, y que los Apóstoles
lo vieron muerto y luego resucitado.
Segundo: el hombre tiene nece-
sidad del sentido del misterio. «No
existe nada de lo cual lo sepamos
todos, decía Pascal. Sé muchas co-
sas de mí pero no todo; no sé, con
precisión, qué es mi vida, mi misma
inteligencia, el grado de salud que
(continúa en la pág. 18)
12 (112)
documento:
IR A MISA
EL DOMINGO
En las siguientes líneas traducimos los párrafos más destacados de un
folleto publicado por la Abadía de Montserrat, en su colección «L'Espiga»
y que ha escrito Pere Puig i Mirosa, a guisa de reflexión y respuesta a la
corriente más o menos generalizada, especialmente entre los jóvenes, que
cuestiona la preceptiva asistencia dominical a la celebración de la Eucaristía.
De un tiempo a esta parte, más de una vez, se ha re-
petido este eslogan: «Si no te viene en gusto no es preciso
que vayas a misa el domingo». Puede ser que incluso haya
sacerdotes que lo prediquen abiertamente. Tampoco es
nuevo oír a jóvenes que dicen: «No voy a misa porque la
misa no me dice nada», «porque me aburro», «porque no
me gusta», «porque no quiero hacer comedia»... Parece
una cuestión de sinceridad y, bajo este aspecto, la juventud
en masa deja de asistir a misa. El abandono se ha propa-
gado como una epidemia, con la angustia consiguiente de
muchas personas responsables: padres, educadores, sacer-
dotes.
Las causas
del abandono
Pero el descenso de la práctica dominical no es de
ahora. Hace años que, tanto en el campo como en la ciu-
dad, abunda la gente que abandona habitualmente la misa
festiva. Varios factores concurren en el fenómeno: el des-
censo del sentido religioso, la secularización, el ansia de
Independencia, el egoísmo, el comodismo, la complejidad
de la vida, el sentido que se da al "fin de semana", la
13 (113)
inmigración... Del examen honesto de cada uno de estos
factores se llega a la conclusión de que no todos ellos
significan descuido o mala voluntad: para el trabajador
rendido por la fatiga del trabajo semanal, para el inmi-
grante no aclimatado en el nuevo ambiente, para mucha
gente que tiene su domingo acaparado por servicios o tra-
bajo, la práctica dominical no resulta fácil; sin hablar de
las personas enfermas o delicadas, de los ancianos o de
los que viven lejos de alguna iglesia.
La sinceridad
Lo nuevo, actualmente, es que el abandono de la misa
festiva se produce también en el seno de las familias tra-
dicionalmente practicantes y, como afirman, por razones
de sinceridad.
¿Qué yace bajo la apariencia de este fenómeno? Si
dejamos de lado los abusos inevitables, creemos que, en
conjunto, es un síntoma que revela el tránsito de una si-
tuación legalista, y en ocasiones farisaica, a una situación
que quiere ser honrada y auténtica.
Pedagogía de
la obligación
Sin olvidar el esfuerzo digno de alabanza del incesan-
te adoctrinamiento catequístico y, en especial, del Movi-
miento Litúrgico que, a lo largo de todo este siglo, ha tra-
bajado tenazmente para dignificar la celebración de la
misa y hacerla comprensible al pueblo que se interesaba,
la instrucción ordinaria ha resultado insuficiente, porque
no se ha superado, en líneas generales, la idea de que, ir
a misa el domingo, era simplemente un precepto de la
Iglesia.
Resultados y
contradicciones
De ello se han derivado, o se derivan todavía, diversos
inconvenientes: un cristianismo fundado en la casuística
moral y en el miedo; una asistencia a misa frecuentemente
pasiva y superficial, sin frutos de vida; un fomento de se-
guridades que se refugian en el mínimo moral, con el afán
de esquivar el pecado grave; mala conciencia, incluso a
veces entre personas que estarían justificadas para no
asistir a misa, debido a reales dificultades físicas o mora-
les que se lo impiden; la falsa idea de que "ser un buen
cristiano" se identifica con el hecho de asistir a misa, de
tal modo que los que no asisten ―con frecuencia pobres
14 (114)
y trabajadores, gentes que soportan el peso más duro en
la sociedad― no pueden considerarse practicantes ni, por
lo tanto, buenos cristianos, y, en cambio, los ricos y ha-
cendados sí. Situación que oculta una verdadera injusticia
Y que contradice directamente las bienaventuranzas del
reino.
Las recientes
reformas
De otra parte ―y la dificultad viene de lejos hasta
que no se ha llegado a las recientes reformas, la misa re-
sultaba ininteligible y se hacia forzosamente pesada.
Con el Concilio y las subsiguientes reformas hemos
pasado a unas celebraciones que, en general, resultan más
ágiles, más participadas, más festivas, más inteligibles y
más fructuosas, gracias a la introducción de la lengua y
del canto del pueblo en la liturgia.
Al mismo tiempo, el ansia de autenticidad ha desper-
tado en muchos un sentido de responsabilidad más atento.
Y esta responsabilidad conduce a la crítica sana de algu-
nas misas todavía rutinarias o barrocas o inadaptadas,
sea por el contenido de las homilías o las plegarias... Un
hecho todavía más importante lo ha constituido el poner
en evidencia el mal de fondo: el legalismo y sus conse-
cuencias.
Para decirlo claramente: si el abandono del precepto
dominical indica, por lo común, un descenso de la vida
cristiana, es preciso declarar, por otra parte, que la simple
asistencia a la misa con la finalidad de cumplir el precepto
no es garantía absoluta de vitalidad cristiana. Es indis-
cutible que se da el caso de personas no practicantes que
han aceptado un compromiso de vida en favor de los de
mus; del mismo modo que es evidente que existen prac-
ticantes no comprometidos y de vida egoísta. Ante tal
constatación cabe esta pregunta: ¿quiénes están más cerca
del Evangelio?
Es precisamente esta constatación ―no el capricho
sistemáticamente contestatario―, lo que hace que muchos
jóvenes dejen la misa con el pretexto de que la Eucaristía
del domingo es un ritualismo sin consistencia, que fomenta
la evasión ante los deberes que impone la vida de cada
día. Y es que la sola pedagogía de la obligación lleva
solamente al miedo al pecado y al fomento de la auto--
15 (115)
satisfacción del deber cumplido, pero no al compromiso
evangélico.
Es preciso, por lo tanto, redescubrir la Eucaristía en
sus dimensiones propias, como signo y motor de vida
cristiana.
Un enfoque
más evangélico:
Será preciso Insistir, con preferencia, no ya sobre el
precepto, sino sobre las motivaciones del precepto. Aquí
las resumimos:
día del Señor
1) El domingo en el día del Señor. Es la conmemo-
ración de su triunfo pascual. Jesucristo resucitado vive
en medio de nosotros y nos salva. Su triunfo sobre la
muerte es también el triunfo sobre nuestra miseria. La
Eucaristía actualiza esta Pascua y la presencia del Señor
entre nosotros. Es preciso participar en esta Eucaristía
si, mínimamente, queremos corresponder al amor primero
de nuestro Dios y Señor.
día del hombre
2) El domingo es, también, el día del hombre.
Como Jesus lo decía de la fiesta de los judíos: «El sábado
(domingo cristiano) es para el hombre». El hombre puede,
tiene derecho a la fiesta, a descansar del trabajo fatigoso,
a rehacer su salud corporal y psíquica, a estrechar los
lazos familiares y sociales, a enriquecer culturalmente su
espíritu; tiene más tiempo para rogar y para dedicar a
Dios. Es preciso, pues, que salga del vértigo de cada día
y que restaure su cuerpo y su espíritu, individual y colec-
tivamente. Se le ofrece esta oportunidad en el encuentro
dominical.
día de la Iglesia
3) El domingo es el día eclesial por excelencia.
Los cristianos se alegran y hacer fiesta, porque Cristo en
su muerte y su resurrección los ha salvado. Y lo celebran
reuniéndose en torno a la mesa de Cristo, la misma que
les ha preparado mientras les dice: «Tomad y comed».
El domingo es el día en que, reunidos en asamblea,
adquieren conciencia viva del hecho que, en Cristo, somos
una gran familia que tenemos a Dios por Padre. La
Palabra de Dios nos ilumina, nos conforta y nos respon-
16 (116)
sabiliza; luego tomamos el Cuerpo de nuestro Salvador,
mientras celebramos «el memorial» de su muerte y su
resurrección, hasta que vuelvas al final de los tiempos,
cuando esta familia habrá llegado «a la plenitud de
edad», como dice san Pablo.
Si estas motivaciones las hacemos nuestras, tendre-
mos necesidad de integrarnos en la asamblea dominical
del Señor, será un gozo formar parte de ella ―y dolor
las veces que una dificultad nos impida asistir― y se
traducirá en un compromiso de vida cristiana sin el cual
la Eucaristía sería nada más que una mera evasión o, si se
quiere, un pasatiempo.
Cuando faltan estas convicciones, es que todavía se
permanece en un estado de inmadurez, fluctuante, pro-
pensos a dejarse arrastrar por el viento que sopla más
fuerte y se cae, en general, del lado en que nos esclaviza
más fácilmente el egoísmo o el capricho.
El precepto
Pero, ¿y el precepto?
El precepto subsiste todavía, como un estímulo externo
para la inmadurez en la vida cristiana, para todos aque-
llos que tienen necesidad de una ley que les ayude a
andar. El cristiano maduro, en cambio, no tiene necesidad
del precepto y prescinde prácticamente de él: prescinde
no porque lo desprecie o se haya abolido, sino porque no
se mueve por el peso de la ley externa o por el miedo al
castigo, sino más bien por el amor y por el convencimien-
to y gusto de las motivaciones expuestas. El precepto le
sobra. Le sería tan absurdo como si, en la vida física, el
Estado impusiera la obligación de comer bajo pena de
multa o cárcel.
El que ama no necesita ley externa, porque tiene una
exigencia interna que le lleva a hacer infinitamente más
de lo que prescribe una lista completa de deberes.
La historia
Con esta libertad interior, que dicta el amor de Cristo,
vivían las primeras generaciones cristianas. San Lucas
nos dice que «tomaban parte asiduamente en las ense-
ñanzas de los apóstoles, en la fracción del Pan (Euca-
ristía) y en las plegarias. Y tomaban el alimento con
17 (117)
alegría y simplicidad de corazón» (Hechos, 2, 42-46). La
«fracción del Pan» no era impuesta como un deber. Se
reunían el domingo para rememorar y renovar la expe-
riencia pascual de las apariciones del Señor muerto y re-
sucitado. Sólo cuando comenzó a decaer la visión festiva
del domingo se introduce como un deber la asistencia a la
asamblea dominical.
Nada sin la
conversión
Con todo lo expuesto no hemos constatado, todavía, a
determinadas dificultades. Si el precepto subsiste, ¿es de
todo punto indispensable cumplirlo, quiérase o no?
Dejando de un lado las situaciones de imposibilidad,
hay otros casos en los que, un mínimo de honradez, hace
obligatoria la abstención. Veamos algunos importantes.
La caridad
Dice Jesús: «Si presentas tu ofrenda en el altar y allí
te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí
la ofrenda ante el altar y corre antes a hacer las paces
con tu hermano, y después vuelve y presenta tu ofrenda»
(Mateo 5, 23-24). La Iglesia ha entendido siempre este pa-
saje en el sentido de que, antes de participar en la Euca-
(viene de la pág. 12)
gozo, etc. ¿Cómo puedo, pues, pre-
tender comprender y saber todo lo
que se refiere a Dios?
Pero las objeciones más frecuen-
tes las oiréis referidas a la Iglesia.
Tal vez te pueda servir una anéc-
dota referida a Pitigrilli. Es ésta: en
Londres, en el Hyde Park, un pre-
dicador al aire libre sufre repetidas
interrupciones por parte de un in-
dividuo mal aseado, sucio, despei-
nado, que dice: «Hace ya veinte si-
glos que existe la Iglesia y todavía
el mundo está lleno de ladrones,
adúlteros y asesinos». «Lleváis ra-
zón, responde sin inmutarse el pre-
dicador, y, además hace dos millo-
nes de siglos que existe el agua en
el mundo y daos cuenta en qué es-
tado tenéis vuestro cuello».
En otras palabras: ha habido pa-
pas malos, obispos malos, sacerdo-
tes malos y católicos malos. Pero
esto, ¿qué significa? ¿Que ha sido
aplicado el Evangelio? No, sino que
significa lo contrario: que el Evan-
gelio no ha sido aplicado.
Querido Pinocho, sobre los jóve-
nes como tú existen dos frases fa-
mosas que te las quiero decir. La
primera que te recomiendo es de
Lacordaire: «¡Tened un criterio y
hacedlo valer!» La segunda es de
Clemenceau y, sinceramente, no te
la recomiendo: «No tiene ideas, pe-
ro las defiende ardorosamente».
18 (118)
ristía, es indispensable una sincera reconciliación con el
hermano. El que no se quiera reconciliar no puede par-
ticipar en ella. Es un precepto divino, que prevalece sobre
el precepto de la Iglesia de asistencia a la misa dominical.
Habrá que distinguir sinceramente y sin hipocresías entre
verdadera voluntad de perdonar y sentimiento: la Euca-
ristía ayudará a llevar el sentimiento a la voluntad.
La Justicia
Algo parecido dice san Pablo respecto a los ricos que
oprimen a sus hermanos pobres. Lo dice a propósito de los
ágapes fraternos que acompañaban la celebración de la
Eucaristía en los primeros tiempos. A veces se ponía en
evidencia la división injusta entre ricos y pobres: «En los
ágapes cada uno se adelanta a tomar la propia cena, y
mientras uno queda con hambre, otro se embriaga... ¿Es
que tomáis a la ligera a la Iglesia de Dios y queréis con-
fundir y humillar a los que no tienen nada?» (1 Cor. 11,
21-22). La Eucaristía es signo del Cuerpo de Cristo: de su
cuerpo físico y también de su cuerpo místico, que son
todos los fieles, unidos en comunión de fe y de caridad.
Si la comunidad está profundamente dividida por una
injusticia que hace imposible la caridad, la Eucaristía se
convierte, parcialmente, en una mentira.
Es preciso una sincera conversión antes de acercarse
a la Eucaristía. El que no quiera vivir como cristiano no
tiene derecho a integrarse en la asamblea.
Huelga decir que el que no cree tampoco tiene derecho
a la asamblea eucarística, porque introduce una división
más profunda en el Cuerpo de Cristo: no es cristiano.
Es preciso
ir a Misa
Resumiendo: ¿es preciso ir a misa el domingo?
Sí, es preciso: si se quiere ser fiel a Cristo y si se quiere
agradecer su amor; si se quiere sentir el gozo de ser cristia-
no y se quiere vivir con plenitud la comunión eclesial; si
se quiere vivir según las exigencias de la fe y de la vida
cristiana. Y también, naturalmente, si se quiere cumplir
un precepto de la Iglesia.
Pero, el que no quiera vivir como cristiano..., es
mejor real y honestamente, que no haga comedia. Que se
abstenga; que antes se convierta, como dice el Evangelio:
«El Reino de Dios está cerca, convertíos y creed en la bue-
na nueva» (Marcos 1, 15).
19 (119)
gente
joven
del Oratorio
TODOS LOS DOMINGOS
A LA UNA MENOS CUARTO:
FORMACION
CRISTIANA
DE
GENTE JOVEN
DE 9 A 16 AÑOS
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D. L. AB 103/62 - 22.5.70
20 (120)