Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 168. MAYO. Año 1979
SUMARIO
LA IGLESIA surgió de un grupo de amigos aglutina-
dos en torno a Cristo. La amistad se convirtió en
fraternidad y ésta en familia de Dios, la Iglesia.
Dentro de la Iglesia ―familia de familias, pueblo de pue-
blos y naciones y pueblo de Dios― todos los movimientos
que la han desarrollado o rejuvenecido, han pasado por
el mismo proceso: una amistad, una comunidad de her-
manos, una familia... Con gozos y esperanzas, con abne-
gaciones y sacrificios, y a veces con pruebas, como ocurrió
en la originalidad cristiana y como se repite en la totali-
dad de la historia de la Iglesia, todavía peregrinando
hacia el Padre. El Oratorio es uno de estos movimientos,
que tuvo su origen en un pequeño grupo de amigos reuni-
dos en torno a san Felipe Neri, hace cuatro siglos, en
Roma, y que se ha ido reproduciendo en otras partes,
también en Albacete.
ÚLTIMA MEDITACIÓN
LA MISIÓN DE SAN FELIPE NERI
LA PREDICACIÓN Y SAN FELIPE
EL ESCUDO DEL ORATORIO
SAVONAROLA
1 (81)
Tiempo de oración
ÚLTIMA MEDITACIÓN
DE GIROLAMO SAVONAROLA, DESDE LA CARCEL SOBRE EL SALMO 50,
POCO ANTES DE MORIR EN LA HOGUERA.
No atribuyas a temeridad, Señor, que yo desee enseñar a los pecado-
res tus caminos. Si me das el gozo de la salvación y me sostienes con
espíritu magnánimo, si me dejas libre, enseñaré tus caminos a los pe-
cadores. ¿Acaso es difícil esto para li que puedes suscitar de las pie-
dras hijos de Abraham?, (Mt 3, 9). Ningún mal puede ser obstáculo
para ti, si quieres hacerlo, porque «donde abundó el pecado sobrea-
bundará la gracia» (Rm 5, 20)...
En un momento, Señor, a Pablo, de perseguidor lo hiciste predicador,
tan santo y tan grande que trabajó más que todos los demás apóstoles.
¡Oh maravilla de poder! Si, de un pecador, quieres hacer un predica-
dor, ¿quién te lo puede impedir? ¿Quién te resistirá? ¿Quién puede
atreverse a exigirte explicaciones, Tú, que haces todo lo que te pro-
pones, dondequiera que sea, «en el cielo y en la tierra, en el mar y en
el fondo de los océanos?» (Ps 134, 6).
No se achaque, pues, a arrogancia mía si quiero mostrar tus caminos
a los pecadores. Yo sé que no puedo ofrecerte nada que más agrade a
los ojos de tu amor que este sacrificio, el mejor de todos y para mi
mismo, el más útil. Si transformas mi ser humano, enseñaré a los pe-
cadores tus caminos. No los caminos de Aristóteles o de Platón, ni la
complejidad de los silogismos, ni los dogmas de la filosofía, ni las
hinchadas palabras de los retóricos, ni la astucia de los negocios del
mundo, ni los caminos de la vanidad que llevan a la muerte, sino tus
caminos y los caminos de tus preceptos. No un sólo camino, sino mu-
chos caminos, porque son muchos tus preceptos, aunque todos van a
parar en uno solo, que es el de la caridad...
Yo enseñaré tus caminos a los pecadores, a cada uno según su con-
dición y capacidad. Y volverán a ti los que te han abandonado,
(Ps 50, 15), porque no me predicaré a mí mismo, sino a Cristo crucifi-
cado. Y no volvieron para pronunciar mi alabanza, sino la tuya. Aban-
donarán sus caminos y vendrán a los tuyos, avanzando por ellos has-
ta llegar a ti.
2 (82)
LA MISIÓN DE SAN FELIPE NERI
por John Henry Newman
SAN FELIPE, cuya misión alcanzó al
papa, a los cardenales, a los nobles,
a los filósofos, literatos y artistas,
comenzó adoctrinando a los pobres
que se encontraban en el portal de las
iglesias romanas. Durante años, ésta fue
su ocupación, aunque muy pronto añadió
a este trabajo otro de la misma especie:
comenzó a recorrer plazas, negocios, co-
mercios y escuelas «hablando de cosas
espirituales con toda clase de personas
con mucha seriedad y convicción». Y so-
liendo concluir con esta expresión: Bien,
hermanos míos, ¿cuándo nos decidiremos
a servir a Dios?
Roma estaba sumida, en aquel momen-
to, en un estado muy diverso del que
había conocido poco antes, en tiempos de
Savonarola. La justicia divina la había
herido unos años antes de que llegara
allí Felipe, si bien aquella dolorosa justi-
cia sólo había sido como el preludio de
grandes misericordias.
Alemanes y españoles habían asediado
la Ciudad Eterna, la habían tomado y sa-
queado cometiendo excesos y ultrajes tan
terribles hasta poderse decir que supera-
ban a los padecidos por la invasión de
los bárbaros, los sufridos por las tropas
nominalmente cristianas de Carlos V. Los
daños externos de su esplendor no han
sido reparados hasta ahora, pues sus igle-
sias fueron arruinadas y desfiguradas, sus
conventos depredados sus cardenales,
sacerdotes, religiosos y monjas tratados
del modo más indigno y muchos asesina-
dos. Se cometieron innumerables sacrile-
gios. El pueblo pensaba que todo ello era
el cumplimiento de las predicciones de
ruina proferidas por Savonarola. Pero
ci medio de tantas miserias se manifestó
la gracia de Dios, y la población culpable
respiró finalmente.
Primeramente fue san Cayetano, que
había sido perseguido por la soldadesca,
que comenzó a exhortar a la oración y a
la penitencia: después fue el influjo de la
predicación de san Ignacio. Finalmente
vino san Felipe, pero, según su estilo
característico, «como un rumor suave de
aire renovador». Sus palabras, decían,
eran como el rocío sobre la yerba reseca.
Tal como he dicho, comenzó con los
pobres, después fue a por los negociantes
y propietarios, los cajeros de los bancos,
y también a por los vagabundos en los
lugares de encuentro público. Animado
por sus primeros éxitos, se dirigió no sólo
hacia los indiferentes, sino también a los
de vida más depravada y supo ganarlos,
también, para Dios.
Su caridad le llevó al peligro de situa-
ciones escabrosas, pero supo defender su
virtud, al ser atacada, rechazando victo-
rioso las tentaciones que le tendieron.
Durante todo este tiempo de apostola-
do laical, visitó hospitales donde fue so-
lícito del bien físico de los cuerpos lo
mismo que de la salud de las almas de
los enfermos.
Tal fue su vida, antes de abandonar su
retiro en las basílicas y cementerios, y
duró cerca de diez años. Al finalizar este
período se unió a una pequeña comuni-
dad de personas piadosas que no supera-
ban el número de quince, que eran, se
nos refiere, «sencillas y pobres, pero lle-
nas de espíritu y devoción, que se esti-
mulaban en el deseo de la perfección cris-
tiana con las palabras y el ejemplo».
3 (83)
Felipe, aunque era todavía laico, predi-
caba, lo cual, por resultar insólita, pro-
vocaba la burla de jóvenes disolutos que
acudían a oírlo solo para ridiculizarle:
pero resultaba peligroso acercarse a él:
en cierta ocasión treinta de estos se con-
virtieron a la vez tras uno de los sermo-
nes de Felipe.
Felipe, con los que le seguían, se ocupó
en atender a los peregrinos que acudían
a Roma ya los enfermos que salían del
hospital todavía convalecientes. De este
modo su labor se extendió poco a poco,
no sólo con los enfermos y peregrinos
que acudían a Roma de diversas partes,
sino también entre hebreos y gentes que
habían abandonado la Iglesia y que eran
recuperados por Felipe.
Así pasó unos quince años, en Roma,
antes de recibir la ordenación sacerdotal:
luego, desde los 35 años, ya sacerdote,
hizo del ministerio de oír confesiones
una verdadera misión a lo largo de otros
15 años en los que, junto con otras obras,
ganó, para después de su muerte, el titulo
de Apóstol de Roma.
LA PREDICACIÓN Y SAN FELIPE
SAN Felipe combatió tanto la impreparación (a algunos les hacía
escribir el sermón antes de pronunciarlo) como la fatuidad y el
exhibicionismo de los primeros discípulos que tuvo en el Oratorio.
A Manni, que predicaba de memoria, le hizo repetir hasta seis veces
un sermón demasiado atildado. La primera vez el Santo no le dijo
ninguno de sus defectos (tal vez, no habría admitido la paternal co-
rrección...), de modo que la gente, cuando veían subir a Manni al
púlpito se decían: «Este Padre es el que sólo sabe un sermón». Pero
Manni creía que la orden del Santo obedecía a que el sermón era
muy bueno... hasta que cayó en la cuenta de lo contrario al llegar
a la sexta vez, y entonces el Santo le dijo que ya bastaba, una vez
aprendida la lección.
A Tarugi, en cierta ocasión que hablaba enardecido del sufrimiento
y de la santidad, con gran aplomo y autoridad, lo interrumpió para
decir a toda la gente que «aquello eran sólo palabras, puesto que en
el Oratorio todavía nadie había verdaderamente sufrido ni siquiera
dado una gota de sangre por Cristo».
Como dice uno de sus biógrafos, san Felipe «concebía la palabra de
Dios como un alimento, como el pan cotidiano de las almas, y fue
el primero en introducir la costumbre de suministrarlo al pueblo
cada día, e incluso varias veces al día, e hizo que la predicación
obedeciera a una línea de sinceridad, de intimidad, de compenetra-
ción entre orador y auditorio».
4 (84)
El escudo
del Oratorio
NO se trata de hacer disquisiciones heráldicas, sino simple-
mente de explicar el fundamento simbólico que justifica el
conjunto ―por otra parte poco complicado― de los ele-
mentos integrantes del escudo del Oratorio, desde antiguo, que,
sobre campo azul, contiene tres estrellas doradas de ocho pun-
tas, un corazón llameante en el centro y, envolviéndolo, dos
lirios. Las distintas Congregaciones del Oratorio que se han ido
fundando a través de los cuatro siglos de existencia de la obra
de san Felipe, lo han adoptado con algunas modificaciones que
respondían, en cada caso, al particular sentido de cada nueva
Congregación oratoriana. También, el Oratorio de Albacete,
tiene su propio escudo. Pero expliquemos el significado del ori-
ginario.
El punto de partida es el escudo con
campo azul y tres estrellas doradas,
propio de los Neri, apellido ennoblecido
por un antepasado de nuestro Santo, su
bisabuelo Giovanni Neri (1), que fue
notario del arzobispado de Florencia,
del de Fiesole y, finalmente, por mucho
tiempo, de la Signoria o gobierno de la
ciudad (2), lo cual le llevó a intervenir
en asuntos importantes de interés públi-
co. La función del notariado, en Floren-
cia, era considerada un arte mayor y
confería la cualificación de nobleza a
quien la ejercía. A partir de este origen
nobiliario, hay otros Neri con cargos y
misiones parejas a tal rango; pero lo
cierto es que, al llegar al padre de nues-
tro Santo, Francesco Neri, el esplendor
de tal nobleza familiar ha decaído, pues
aunque el padre de san Felipe también
(1) El apellido "Neri" resultó de la abreviación de
"Ranieri", que es el que lleva el progenitor del
citado Giovanni.
(2) La estrella significa la fe, la fidelidad, el ideal,
la suerte. . . En nuestro caso no hay duda que se
refiere a la fusión notarial o fedataria. Por lo
menos en algunas corporaciones notariales, de
nuestro mismo tiempo, usan en su sello oficial
o escudo colegial, el elemento estrella" y el
lema de "nihil prius fide". En el caso del Neri,
encontramos tres estrellas porque fueron tren
las más importantes funciones notariales ejer-
cidas, a decir, la del arzobispado de Florencia,
Ta del arzobispado de Fiesole y, finalmente, en
la Signoria o gobierno de la ciudad.
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es notario y conserva teóricamente el
honor heredado y profesional que le
corresponde, son muchos los que en
Florencia ejercen esa profesión en aque-
lla época y pocos los que pueden vivir
holgadamente en ella, como ocurre con
los Neri.
Es cierto que les queda al linaje de
los Neri, si no el honor encopetado de
una nobleza señorial, si el de las vir-
tudes cristianas de su hogar intacha-
ble, que tal vez el mundo no estima
tanto, pero que pueden preparar el
camino de un santo, como es en el caso
de Felipe.
De todas formas, alguna nostalgia se
despertaría, de vez en cuando, en el
corazón del pobre notario Francesco
Neri, humillado por las circunstancias
de tiempos peores para su familia,
cuando los biógrafos nos presentan el
siguiente episodio, por lo demás alec-
cionador, precisamente a propósito de
escudos, linajes y blasones. Ya sabemos
que san Felipe, adolescente, abandona-
ba Florencia para dirigirse a casa de
unos tíos que tenía en san Germán, en
el reino de Nápoles, que estaban en bue-
na posición y querían prohijarlo. Cuen-
tan pues, que al despedirse de Florencia,
su padre le daba un diploma con el ár-
bol genealógico de los Neri, seguramen-
te para recordarle la nobleza originaria
y para que hiciera honor a la misma
con su conducta, ante lo incierto de su
futuro y el dolor de la separación. El
joven Felipe tomó el documento que su
padre le entregaba y lo rompió en peda-
zos mientras decía: «Padre mío, vale
mucho más tener el nombre escrito en
el libro de la vida eterna». Esta expre-
sión, más que un acto de desprecio,
contenía un propósito que más adelan-
te iba a confirmar la santidad de su
vida.
Ya establecida la Congregación por
él fundada, los primeros sucesores de
san Felipe, al diseñar un escudo para
la divisa de la obra del Santo, que se
proponían continuar, recuperaron el
original de los Neri y le añadieron dos
elementos ―el corazón y los lirios―
que, de algún modo, expresaban lo
esencial de la fisonomía espiritual de
san Felipe: en primer lugar el corazón,
que sintiose poseído por el fuego del
La oración oficial de la Iglesia es la obra maestra de la piedad
católica: basta conocerla para descubrir en ella el tipo perfecto
de la vida espiritual más elevada construida sobre la plenitud
de Cristo. El gesto, la palabra, el símbolo, son instrumentos (no
fines en sí mismos) magistrales e infalibles para expresar y
para renovar en las almas la obra salvífica de Cristo. Todo
se adopta y amolda a este fin: verdad, bondad, belleza, para
dar a Cristo el dominio que le pertenece por derecho de cre-
ación y por derecho no menos verdadero de rescate.
Card. Giulio Bevilacqua, C. O.,
en el prólogo a una obra de Romano Guardini
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Espíritu Santo, en un impulso de cari-
dad y gozo que mantuvo toda su vida;
en segundo lugar los lirios, símbolo de
la pureza y del ejemplo que purifica
—«¡somos en el mundo, el perfume de
Cristo!», decía san Pablo (2 Cor 2, 15)―
y, además, el lirio está en el escudo de
Florencia, que el Santo siempre recordó
y amó.
En cuanto al escudo del Oratorio de
Albacete, quiere representar una trilo-
gía: Cristo (la cruz), la virgen María
(los lirios) y san Felipe (las estrellas de
los Neri); trilogía en vuelta en un deseo
de lo que dio forma a la obra de Cristo,
la Iglesia, de la colaboración de María
a la Redención, y de la santidad de
Felipe: es decir, el aliento fecundante
del Espíritu Santo, característico del
Oratorio.
La costumbre de diseñar escudos es
antigua, pero tal como, por medio de
la heráldica, la conocemos nosotros, no
empezó hasta la edad media, relacio-
nada, seguramente, con la conveniencia
de poner señales de identificación sobre
los escudos de los caballeros revestidos
de armaduras. Luego pasó a dinastías,
linajes, gremios y apellidos. Tratadistas
franceses y alemanes regularon de mo-
do estricto un conjunto de normas que
se extendieron a toda Europa y que
subsisten todavía. Era en el siglo XV y
XVI cuando la heráldica fue una moda
que alcanzó a todos: reyes, papas, no-
bles y profesiones distinguidas. Tenía
también interés para identificación de
corporaciones civiles o eclesiásticas y,
por esto, no es extraño que, si bien dán-
dole un significado simbólico solamente
sobrenatural, también en el Oratorio,
como en otras partes, se pensara en
diseñar un escudo propio, un distintivo
más como recuerdo y estímulo para
imitar las virtudes y seguir el ejemplo
La Iglesia vive de la oración:
de su oración se puede
conocer la medida de su
estatura real, de su capacidad
para inserir el tiempo en la
eternidad, lo humano en lo
divino. Nada revela mejor el
valor y la dignidad moral de
un culto que el género de
plegaria que coloca en los
labios de sus creyentes. A
partir de la multiplicidad,
intensidad, elevación de sus
centros de oración se puede
desunir el acopio de las
fuerzas de las cuales dispone
el cristianismo para vencer
los asaltos sincronizados de
los paganismos y de los
ateísmos de derecha y de
izquierda. Por esta razón,
todo cuanto disminuye,
desequilibra, amenaza o
separa del tiempo y de la
dedicación 4 la oración,
consecuentemente disminuye,
separa, amenaza a la propia
religión.
Card. Giulio Bevilacqua, C. O.,
en Mondo moderno e Cristo
del Santo, que para ostentar noblezas
insulsas. Pues entonces, como ahora,
siguen siendo verdad las palabras del
adolescente san Felipe: que lo impor-
tante no son los escudos, ni las genea-
logías de la tierra, sino el hacer por
atener el nombre escrito en el libro de
la vida..
7 (87)
SAVONAROLA,
precedente histórico de san Felipe
HAY un par de figuras, entre las predilecciones de
san Felipe, que llaman la atención por la acepta-
ción sin reservas que de las mismas hace, a pesar
I de la diferencia temperamental que le distingue de
ellas y, también, por el hecho de que esas figuras se enfrenta-
ron con el papa, mientras que san Felipe, si bien no le falta-
ron problemas —¡precisamente con san Pío V!­ , su actitud
no fue de discutir, sino de paciencia, hasta que las envidias
y calumnias cedieron a la verdad y se abrió paso la justicia
de su recta intención. Nos referimos al dominicano Girolamo
Savonarola, trágicamente enfrentado con Alejandro VI, y al
beato franciscano Jacopone da Todi, en contraste con Boni-
facio VIII. La poesía de Jacopone da Todi da lugar a los
célebres laudi musicados, cantados en las reuniones de los
seguidores de san Felipe, y serán el precedente de los Ora-
torios musicales, invención afortunada que luego utilizarán
formalmente los grandes músicos a partir de los barrocos.
Pero aquí nos vamos a referir solamente a Girolamo Savona-
rola.
Todos los biógrafos de san Felipe refieren el hecho de
que él había añadido, de propia mano, una aureola de santo
a la estampa del retrato del fraile dominicano de san Marco, y
que, en medio de las discusiones elevadas a la más alta instan-
cia para obtener la condenación de sus escritos, san Felipe
lo defendía sin reserva como santo y ortodoxo sin tacha.
Esta fidelidad al buen recuerdo de Savonarola nos la
8 (88)
aclara un poco la historia de Florencia y lo que Felipe había
aprendido de labios de su propio padre.
El célebre prior de san Marco había conmovido la vida
entera de Florencia desde que puso el pie en la ciudad florida
de la orilla del Arno, en 1482, hasta su muerte en la hoguera,
acaecida dieciséis años más tarde, tras ser excomulgado por
un papa sacrílego, Alejandro VI, el cual, según Machiavelli
(Principe, cap. XVIII), «no hizo ni pensó jamás en otra cosa
que en engañar a los hombres». Entre otras razones, alguna
mella habría hecho el resentimiento y el despecho en Alejan-
dro VI, que había ofrecido el cardenalato a fray Girolamo
Savonarola si consentía en ciertas gestiones políticas respecto
a la rivalidad entre la coalición papal y Carlos VIII de Fran-
cia, que significaban, prácticamente, la pérdida de la indepen-
dencia de Florencia frente a los Estados Pontificios. Savona-
rola no se prestó a ello y respondió con dignidad: «No quiero
divisas rojas a no ser la de la sangre misma del martirio».
Respuesta que ya encerraba un presentimiento porque, en
efecto, la muerte le llegó por causa del mismo que le hubiera
vestido de rojo si, en vez de mantenerse en su integridad de
profeta, se hubiese avenido al juego de la política. Esta digni-
dad del fraile se hizo patente, una vez más, en el momento de
la ejecución cuando, el legado papal, mientras le degradaba
de su condición de clérigo, le dijo: «Yo te separo de la Iglesia
de Dios, de la militante y de la triunfante». A lo que Savona-
rola contestó con serenidad, corrigiendo la evidente exagerada
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maldición: «De la militante podéis hacerlo, pero excluirme
de la triunfante no corresponde a vos».
Fue quemado su cuerpo en la Piazza della Signoria de
Florencia, ante el pueblo atónito. Recogidas sus cenizas, fueron
esparcidas en las aguas del Arno. Era el 23 de mayo de 1498.
San Felipe Neri
Diecisiete años más tarde, el 21
de julio de 1515, nacería san Feli-
pe, en una casa de la otra orilla
del río ―Oltrearno, en Costa san
Giorgio―, desde una colina abierta
a la vista más hermosa de la ciu-
dad, extendida a la derecha del
río. Felipe, de niño, acostumbraría
su mirada a la contemplación de
su ciudad, tan cerca de aquel lugar
tranquilo e iluminado, que le bas-
taba cruzar el Ponte Vecchio para
penetrar en sus calles más céntri-
cas. Era el camino que, recién na-
cido, hicieron sus padres con él en
brazos para llevarlo hasta el bap-
tisterio de san Giovanni, frente al
Duomo, porque, como buenos flo-
rentinos, querían que recibiera
nombre cristiano en el mismo lugar
donde los hombres más famosos y
los más santos de sus compatriotas
habían sido bautizados.
El padre de san Felipe ―Fran-
cesco di Filippo da Castelfranco―,
que contaba veintiún años cuando
tuvo lugar el dramático proceso de
Savonarola, se habría referido mu-
chas veces a aquel suceso en las
conversaciones familiares, durante
la infancia y la adolescencia de
san Felipe. Por otra parte era
imposible no recordar aquellos he-
chos extraordinarios avivados, a la
vez, por la sucesión de aconteci-
mientos patentes a todos, como fue,
por ejemplo, la restauración de la
república en 1528 ―Felipe tenía
trece años en un intento por
evitar tanto el envolvimiento polí-
tico del poder papal como el domi-
nio, por otro lado, del omnipotente
yugo imperial que pretendía some-
ter toda Italia, incluida, natural-
mente, no sólo la independiente
Florencia sino también los Estados
del papa. Los florentinos se apresu-
raron a esculpir el nombre de Jesu-
cristo en el portal del palacio de la
Signoria―y que el tiempo todavía
no ha borrado, para significar
que no aceptaban más dominio,
sobre ellos mismos, que el del Se-
ñor. Una vez más Florencia no se
resignaba a ser manoseada ni me-
cida por intrigas de familias pode-
rosas que lo eran solamente según
el beneplácito extranjero o la du-
reza del despotismo que ejercían
(aunque excepcionalmente hubie-
ran dado algunos gobernantes be-
neméritos).
San Felipe, adolescente, pudo
recoger los latidos de aquel ideal
ciudadano. Una democracia, una
Grecia cristianizada se auspiciaba
10 (90)
para aquel pueblo culto, inteligente
y refinado, cuna del arte y del
esplendor plástico y literario que
extendería más allá de sus propios
límites, tan concentrados, y que
luego se reconocería universalmen-
te con el nombre de Renacimiento,
en las ciencias, en las letras y en
las artes, en el campo mismo de la
vida y del hombre, todo ello con-
siderado no como un lujo del pro-
greso económico o de la concentra-
ción del poder, sino como el logro
de una madurez de la civilidad
―la "civiltá"―, no solamente com-
patible con el Cristianismo, sino
estimulado por la dignidad y la
libertad que reconoce y defiende
en el hombre cuando es fiel al
Evangelio.
La gran desilusión
Pero el resurgir de este ideal
duró poco. Expulsados los Médicis
de Florencia, seguirían intrigando
desde fuera. Además se resignaban
malamente al fracaso cuando dos
de ellos habían logrado escalar el
papado —León X (1513-1521) y
Clemente VII (1523-1534)— en
aquella época en la que la silla de
Pedro tenía con frecuencia un as-
pecto e importancia más bien polí-
tica que religiosa. A la sazón Julio
de Médicis, que había sido carde-
nal-arzobispo de Florencia (1513--
1523), ocupaba el solio pontificio
con el nombre de Clemente VII, y
debía el encumbramiento sin duda
a su apellido medíceo, por haber
nacido (en dudosa legitimidad) de
Juan de Médicis, y por ser primo
del papa León X. Clemente VII,
hábil político, consumó la desgra-
cia de Florencia, al ponerse de
acuerdo con el emperador Carlos
V, con el que se reconciliaba por
la boda de sendos hijos: Alejandro
de Médicis que lo era del prime-
ro, según presumen los historiado-
res― y Margarita, hija natural del
emperador.
Con escándalo de los florentinos
―y de los mismos romanos―,
cuando todavía era reciente la tris-
te fama del "Saqueo de Roma"
(1527) consumado por el empera-
dor, éste es coronado por el papa
en la catedral de Bolonia (24 de
febrero de 1530) y, seis meses des-
pués (12 de agosto), el yerno del
emperador, Alejandro de Médicis,
podía prepararse para ser insedia-
do como duque de Florencia, por-
que la ciudad capitulaba ante la
perentoria alternativa de ser sa-
queada o ceder al regreso de los
Médicis.
Esta restauración, impuesta por
las armas extranjeras, no represen-
tó la paz prometida, porque a ella
siguió la dureza de la represión
sanguinaria y vengativa a pesar de
los pactos estipulados en la rendi-
ción, reducidos a expresión de la
hipocresía política del tirano. El
pueblo florentino veía, atemoriza-
do, cómo había sido decidida su
suerte entre la discusión y la re-
conciliación de dos poderes que le
eran ajenos; desplazado por los
grandes que daban trono a los hijos
11 (91)
de su deshonor, soportaba la gran
desilusión de sus esperanzas frus-
tradas.
Cuando todo esto sucedía, san
Felipe tenía quince años, los sufi-
cientes para comprender y com-
partir aquel dolor colectivo.
Adiós a Florencia
No fueron estos hechos los que
decidieron la partida de san Felipe
hacia san Germán. Pero se fue con
estas impresiones, que permanece-
rían imborrables junto al amor
jamás extinguido por su ciudad y
al recuerdo de aquella figura en
quien se personificaban las más
legítimas aspiraciones de indepen-
dencia, de paz, y de honestidad
ciudadana: Savonarola.
San Felipe abandonó Florencia
no antes de fines del año 1532 y no
más tarde de 1533, cuando, camino
de san Germán, hacia la casa de
sus tíos, pasaría por Roma, sin que
se hubiese borrado totalmente de
la ciudad del Tíber las huellas del
saqueo de 1527, y cuando todavía
ocupaba su sede el papa Clemente
VII, que podía recordar haberlo
visto, siendo niño, en la misma
Florencia, de arzobispo. Huellas y
recuerdos de los poderosos que no
habían consentido la realización
de aquella "utopía cristiana", dos
veces intentada y siempre fracasa-
da inmerecidamente, en aquella
ciudad gentil y noble, de sabios,
artistas y santos, que habían humi-
llado los adoradores de Marte y los
codiciosos de poder.
El padre de san Felipe, cuentan
los biógrafos, no podía disimular
su horror cada vez que la palabra
"excomunión" era expresada de
algún modo; sin duda porque iba
asociada a aquella pesadilla, no
totalmente extinguida, de la mal-
dición caída sobre aquel fraile aus-
tero y santo que deseaba el bien
de la ciudad y le ofrecía un ideal
que la purificara de sus vicios; un
ideal que la gente sencilla y de co-
razón franco aceptó con entusias-
mo (Bartolomeo della Porta, Luca y
Ambrogio della Robbia, Boticelli,
Michelangelo, Pico della Mirándo-
la...), aunque al herir y dar muerte
al pastor se dispersara el rebaño.
Savonarola
no fue un político
Evidentemente que Savonarola
no podía ser indiferente a los po-
líticos. Pero él mismo no era un
político, ni quiso serlo. Los nego-
cios políticos sólo le interesaban de
un modo accidental; es más místico
que político o, en todo caso, meta-
político. Intenta dar un espíritu en
medio de un estado de corrupción
instalada; él intenta dar a Floren-
cia un clima moral sin intervenir
directamente en los negocios de
No tengo miedo de nada si tengo tiempo para orar.― San Felipe Neri
12 (92)
gobierno, en los que nunca intervi-
no salvo al ser requerido para mi-
siones de paz. Ya hemos visto que
ni siquiera el cardenalato le hizo
dudar de su posición únicamente
profética, fiel a un esquema que
mantuvo sin alteración durante
todos los años de su predicación.
Decía que las reformas deben «co-
menzar con las cosas espirituales,
que están por encima de todas las
materiales» y por esto deben ser
antepuestas y preferidas, pues «to-
do bien temporal debe servir al
bien moral y religioso porque de
él depende». Era contrario a las
discordias y divisiones políticas y,
del mismo modo que en sus pre-
dicaciones se veían reflejadas las
denuncias contra la injusticia de
la oligarquía medícea, no dudaba
tampoco en denunciar públicamen-
te los abusos que cometieran los
que se profesaban sus partidarios,
cuando se dejaban arrastrar de ex-
cesos justicieros, como en el caso de
las sentencias de muerte a raíz de la
conspiración combinada con el ase-
dio fracasado de Pedro de Médicis.
No eran, según él, las estructuras
temporales las que salvaban a los
hombres, sino los hombres verda-
deramente libres según Cristo los
que debían salvar las estructuras.
(Lo mismo que recordaría, entre
otros, el filósofo Jaime Balmes en
el siglo pasado). Añadía: «Si habéis
oído decir que las ciudades no son
gobernadas mediante padrenues-
tros, recordad que este es el pre-
cepto de los tiranos, de los enemi-
gos de Dios y de la cosa pública,
la regla para oprimir y no para
liberar y elevar una ciudad».
Savonarola era un profeta, nada
más que un profeta desarmado.
La situación de Florencia
con Savonarola
Políticamente, la república de
Florencia había perdido su pureza
con el advenimiento de los Médi-
cis, que imprimieron un tono auto-
crático a su política; bajo la cober-
tura de la prosperidad, con ellos la
demagogia sustituyó a la democra-
cia. La voz de Savonarola, no como
programa político, sino como puri-
ficación colectiva de las costum-
bres ciudadanas, si se acomodaban
a las enseñanzas del Cristianismo,
daría lugar a los intentos de res-
tauración democrática a que nos
acabamos de referir.
Como observa Jean Touchard, el
carácter espiritual y moralizante
de la predicación de Savonarola,
desembocaba en consecuencias uni-
versales, por lo menos en lo concer-
niente a Italia. Porque si en Flo-
rencia comenzaba y prosperaba la
verdadera reforma, luego se exten-
dería fuera de la ciudad: «Pueblo
de Florencia, comenzaréis la refor-
ma de Italia entera y extenderéis
vuestras alas sobre el mundo para
propagar, a gran distancia, la refor-
ma de todos los pueblos». No in-
cluían estas palabras un estímulo
para una expansión dominadora,
sino ejemplar que, evidentemente,
13 (93)
alarmaba a los poderes autocráti-
cos, pero que, en realidad, se en-
cuentra en la profundización de la
propia espiritualidad cristiana, que
no podía ser exclusiva de los flo-
rentinos, y que ha sido la exhorta-
ción constante del Cristianismo. No
es política cristiana, sino conse-
cuencia política del Cristianismo.
No es extraño que participaran
en estas mismas ideas figuras huma-
nistas como Marsilio Ficino y Pico
della Mirandola, sedientos de uni-
versalismo.
Frente a las multitudes que estu-
vieron arrebatadamente pendientes
de él, tal vez no tuvo en cuenta,
desde el punto de vista meramente
humano, la veleidad de los entu-
siasmos populares, que si le siguie-
ron en tantas manifestaciones apa-
rentemente sinceras de conversión
colectiva y de adhesión constante,
luego, en una trágica mezcla de
miedo, indiferencia y curiosidad
estúpida, asistieron sin protesta o
aturdidos a su suplicio.
Desde lejos había tenido Savona-
rola el presentimiento de su sacrifi-
cio y, si pudiéramos entretenernos
en el conjunto de todo su papel
como predicador florentino, com-
probaríamos sus esfuerzos pacifi-
cadores, su dolor cuando no era
comprendido su espíritu, su celo
por el bien espiritual de los mismos
que se le habían declarado enemi-
gos, y muchos detalles que nos des-
cubrirían las angustias de su cora-
zón en lucha con Dios, a través de
la oración, en la sinceridad de un
intento por ser lo más fiel posible
a la recta interpretación espiritual
de todo su proceder. «Señor mío,
te miro a ti, que eres la primera
verdad y quisiste morir por la ver-
dad, y triunfaste muriendo; también
yo estoy dispuesto a morir por tu
verdad», decía dos años antes de
su muerte ya presentida. Y tam-
bién: «Quisiera refugiarme en un
puerto y no encuentro el camino;
quisiera descansar y no hallo lugar;
quisiera permanecer en silencio y
no puedo, porque la palabra de
Dios está en mi corazón, como un
fuego que me consume si no lo co-
munico». Pedía, repetidamente, que
le dejaran tiempo para la oración,
porque sólo en ella podía meditar
lo que el Señor quería que dijese.
El catolicismo liberal del siglo
XIX ha querido ver, en Savonaro-
la, al hombre político, paladín y
mártir de la libertad y de la demo-
cracia; pero un análisis atento de sus
predicaciones, — afortunadamente
conservadas, porque las escribía
todas antes de pronunciarlas―, de
sus libros y de su proceder, de-
muestra que, los que tal afirman,
desconocen el sentido que tenían
las palabras "democracia" y "liber-
tad" para el famoso dominico, y no
tienen bastante en cuenta todo el
complejo histórico en que tenía que
moverse. Fue, sí, un gran predica-
dor, no más que un profeta desar-
mado que predicaba la vuelta a
Cristo en medio de un mar de co-
rrupciones. Fue incómodo a los co-
rrompidos y por esto eliminado.
14 (94)
Savonarola y Machiavelli
La muerte de Savonarola no sólo
pudo contemplarla el padre de san
Felipe: en la Piazza della Signoria,
a contemplar la hoguera mortal
estaría también otro joven, Machia-
velli, que contaba ya veintinueve
años, y que sacaría sus consecuen-
cias ante el fracaso del fraile. «El
príncipe, pensaría, será admirado
por su fuerza y no importa tanto que
sea amado como que sea temido).
Machiavelli no se apoyará en la
moral o en el bien, como Savona-
rola; sino en el éxito y en la fuerza.
Machiavelli sí fue un político.
Machiavelli fue el inventor de
esa fórmula peligrosamente ambi-
gua y, a veces diabólica: el realismo
político. Los medios no importan
demasiado con tal que sirvan al fin
en el realismo público del "arte de
lo posible". Admiraba a los Borgia
porque eran capaces de éxito; en
particular admiraba a César Borgia
y lo tiene en cuenta en su Principe,
a pesar de sus crímenes ―no ex-
cluido el del marido de su propia
hermana Lucrecia―. En realidad la
utopía política de Machiavelli era
sustancialmente la de Alejandro VI,
inmoral o, por lo memos, amoral.
Frente al Principe, de Machiavel-
li, el Trattato sul regimento di Fi-
renze de Savonarola, cuya conclu-
sión es que son los propios pueblos
los que acaban reduciendo el Esta-
do a la medida que merecen, será
siempre, además de realista, más
válida y más honesta. Savonarola
veía la posibilidad de autonomía
de lo temporal si se basaba en la
reforma moral de ciudadanos y go-
bernantes, fundidos en el deseo sin-
cero del bien común, en la concor-
dia y en la verdadera justicia; en
cambio, Machiavelli secularizaba lo
temporal sin limitar, cuando fuese
políticamente necesario (?), la ac-
ción del príncipe «contra su propia
fe, contra las virtudes de humani-
dad y caridad y aun contra la reli-
gión» («supuesto que tenga una»,
apostillará más tarde Napoleón,
cuando el libro de Machiavelli cai-
ga en sus manos y sus principios
en la avidez de su filosofía política).
De todos modos, aunque los discí-
pulos del político florentino se ha-
yan multiplicado a través del tiem-
po, la historia demuestra que, pre-
cisamente el "machiavelismo" ha
conducido a la ruina no sólo del
Estado sino también, uno tras otro,
la del príncipe que lo ha regido.
Frente a Machiavelli observamos
cómo Savonarola fue siempre cons-
tante en sus afirmaciones y en su
conducta; aquél, en cambio, vivió
en continua contradicción: republi-
cano perseguido durante el domi-
nio de los Médicis, partidario de
éstos cuando la república se restau-
raba, parecía la encarnación de los
contrastes de la sociedad de su tiem-
po, ora despreocupada gozando del
jolgorio que le organizaban los Mé-
dicis esplendorosos, ora pietista y
compungida ante la predicación de
de Savonarola.
Sobre el regimiento de lo tempo-
15 (95)
ral no podemos negar a Machiavel-
li el mérito de la sinceridad, porque
nos dice cómo son y cómo proceden
los que las manejan y, por lo tanto,
cómo ha de proceder el que quiera,
aquí mismo, un triunfo: Savonarola,
en cambio, no busca un triunfo te-
rreno como fin, porque este fin no
puede existir como bien supremo.
Exigiendo más, es más realista: hay
que hacer posible, cada vez más, la
verdad, el bien y la justicia, por
medio de una continua conversión
a Dios, sumo bien y suma verdad.
Para Machiavelli "lo posible" es lo
único bueno, justo y verdadero en
el orden terreno y no subordina, su
modo de entender este fin, a ningún
otro. Todas las indagaciones de Ma-
chiavelli por los caminos de la his-
toria y todas sus experiencias de la
vida política, no le proporcionaron
el consuelo de verse reconocido
en vida, por ningún mérito, no obs-
tante haber sido, sin discusión, el
mejor prosista del Renacimiento
italiano y de haber deseado since-
ramente, también él, mejores días
para Florencia y para Italia.
Savonarola, un reformador
Girolamo Savonarola había naci-
do en Ferrara el 21 de septiembre
de 1452. Después de una buena edu-
cación humanística y cristiana, de-
cidió entrar en la orden de santo
Domingo, cuando estaba a punto de
cumplir los veintiséis años. Más
tarde (1482) fue transferido a Flo-
rencia, como profesor de los estu-
diantes de su misma orden.
En Florencia, el convento de san
Marco era ya famoso por su gran
biblioteca, por sus pinturas artísti-
cas (Fra Angelico), y considerado
como un centro de ciencia teológi-
ca y humanística. Pero Savonarola,
a quien sus superiores ya habían
descubierto un talento singular, im-
presionaba a sus alumnos por la
especial importancia que daba a la
interpretación de la Sagrada Escri-
tura, superando, aun conociéndolas
y pudiéndolas discutir, todas las su-
tilezas neoplatónicas que algunos
gustaban mezclar como exponente
de erudición, incluso en la predica-
ción, salpicada de alusiones a Pla-
tón, Aristóteles e incluso Ovidio. Es
decir, estudio y predicación sin in-
fluencia alguna sobre la vida, subs-
tancialmente académica y, por esto
mismo, amparada y subvencionada
por los grandes señores. Era una de-
coración más del humanismo puesto
de moda. Savonarola, en cambio,
«cuando se ponía a interpretar mís-
ticamente la Sagrada Escritura, sus
conceptos no eran ideas meramente
humanas, sus expresiones no eran
producto del arte retórico, sino
efecto de un ser superior». Mientras
hablaba de los libros santos todo
el mundo estaba tan absorto escu-
chándole, que el silencio era abso-
luto y se podía percibir, únicamen-
te, su voz, por mucha que fuese la
afluencia de los asistentes. Una sola
cosa entristecía al auditorio, y era
el fin de la lección, pues tanto era
el placer que daba oírlo. Y había
razón para ello porque sus enseñan-
zas no eran de aquéllas construidas
16 (96)
a base de frases brillantes y de fá-
bulas que sólo sirven para el deleite
del oído, o basada en argumentos
científicos y humanos que pueden
sólo hinchar la inteligencia pero no
alimentarla, sino que era una doc-
trina como bajada del cielo, que
elevaba la mente de los hombres y
les hacía descubrir la excelencia
del creador y, purificado el corazón
de pasiones humanas, les encendía
en amor a Dios. Así decía uno de
sus discípulos, Roberto Ubaldini.
Era una predicación nueva que
volvía a la genuinidad evangélica.
Una predicación que san Felipe, en
su Oratorio, impondría en contra
de la corriente ampulosa, estéril y
mundana que también encontraría
en Roma.
Cuando fue elegido prior de san
Marco, empezó la reforma del con-
vento, dejando siempre en libertad
a sus hermanos de comunidad, pa-
ra que le siguieran en sus ideas de
reforma y vuelta estricta a la auste-
ridad primitiva; nadie fue coaccio-
nado y la mayoría le secundaron,
La ejemplaridad de la vida de apos-
tolado, oración y estudio de los frai-
les dominicos de san Marco eran
una fuerza moral que respaldaba
todo su influjo en la ciudad. Nadie
jamás dejó de reconocer la integri-
dad de la vida de Savonarola, a pe-
sar de lo que esto doliera a sus ene-
migos que, no pudiéndole culpar de
nada más, finalmente le acusaron de
orgulloso y sospechoso de herejía.
Pero, después de su muerte, al ser
examinada con todo rigor la totali-
dad de sus escritos por una comi-
sión teológica nombrada por Pablo
IV, hubo de reconocerse oficialmen-
te que nada había en sus palabras de
«herético o cismático». Los domini-
cos de la Minerva, en Roma, espera-
ban ansiosos y preocupados el ve-
redicto de la comisión cuando san
Felipe, reunido con ellos, arrobado
en éxtasis, anticipaba a los asisten-
tes que Savonarola quedaba final-
mente rehabilitado de manera so-
lemne. Esto ocurrió en 1558 y puso
fin a especulaciones y maledicen-
cias, vertidas con apariencia de
buen celo, pero en realidad inspira-
das por la envidia. Penas de las que
san Felipe también había tenido
experiencia.
En aquella época en que, desde el
papado hasta el más bajo nivel de
la Iglesia, todos los cristianos tenían
necesidad de reforma y conversión,
tanto para superar la esclerosis de
lo antiguo que se desmoronaba y
que no era reparable sin un rejuve-
necimiento interior basado en la
sinceridad evangélica, como para
ofrecer una interpretación de nove-
dad cristiana a un mundo que ama-
necía entre convulsiones provoca-
das por la gran variedad de descu-
brimientos que, dadas las relativas
dimensiones de la humanidad, re-
sultaban colosales, la actitud de Sa-
vonarola en Florencia, y su intento
de total renovación cristiana, era
natural que tropezase con la oposi-
ción de los que, apegados a su pro-
pia posición e intereses, usaban el
poder de que disponían para asegu-
rar su miope y perezosa seguridad
solamente terrena.
17 (97)
A pesar de lo cual es preciso re-
conocer que no todos los que se
opusieron al fraile de san Marco,
obraron de mala fe: la ambigüedad
religioso-temporal acumulada a la
figura histórica de la Iglesia de
aquellos tiempos, daba sobrado pie
para ello, y no todos eran capaces
de mirar más allá y purificar su fe
de las confusiones externas que la
obstaculizaban. Ni todos los que le
eran adictos comprendieron bien
y siempre su espíritu, como suele
ocurrir en los casos de las adhesio-
nes multitudinarias. Por eso hay en
la vida interior de Savonarola una
lucha espiritual entre la soledad de
su alma y Cristo, con todo un cal-
vario interior que nos lo descubre y
muestra profundamente humano.
Savonarola, como todo reforma-
dor, cuando invocaba el regreso a
la autenticidad primigenia restau-
radora, lo que hacía era anticiparse
a la misma evolución histórica, em-
pujándola con su ardor de apóstol,
acelerando la maduración de los
tiempos, que los mediocres no podí-
an entender, y que los egoístas e ins-
talados temían.
La huella de Savonarola
en san Felipe Neri
Pero volvamos a aquellos días de
tristeza en que san Felipe abandona
Florencia, testigo y participe de una
gran desilusión de toda la ciudad,
discutida y puesta a precio entre
los dos grandes poderes del mundo
de aquel tiempo. Florencia ya no
puede ser libre.
El recuerdo que de Florencia se
llevaba Felipe no era feliz. Pero
del mismo modo que aquel fraile
había amado a la Iglesia hasta la
misma muerte, un buen cristiano
no perdía la fe por los malos ejem-
plos de los pilares de su apariencia
institucionalizada. Felipe amaba a
la Iglesia que había amado Savona-
rola, y amaba la libertad que había
hecho grande, gloriosa y culta su
ciudad y que Savonarola había pro-
clamado y defendido. Seguramente
que estas impresiones influyeron
en la vida de Felipe que no sólo
busca la libertad frente a las rique-
zas que podían ofrecerle sus tíos de
san Germán, sino que, cuando llega
a Roma para quedarse para siempre
en la ciudad cabeza de la Iglesia,
elije pacíficamente un modo libre y
honesto de vivir, y su sentido de la
libertad cristiana le lleva a una po-
sición lo más alejada posible de las
instituciones, aunque fuesen de la
Iglesia y que, por eso, duda mucho
antes de hacerse sacerdote.
Finalmente, a los treinta y cinco
años se ordenó, en un momento en
que la Iglesia-institución iba cam-
biando, aunque no por ello dejó de
tener su parte de dificultades, en
especial durante los primeros tiem-
pos de su apostolado y del Oratorio.
Si bien ya se podían considerar di-
ficultades y persecuciones inevita-
bles en el curso de la vida, dada la
general mediocridad humana.
Cuando repasamos los consejos
que san Felipe daba respecto a la
forma de predicación en el Orato-
18 (98)
rio, nos parece que reproduce el
estilo savonaroliano. Y lo mismo
cuando aconseja tener a diario un
caso de Sagrada Escritura o de mo-
ral, y cuando ama a la juventud,
para la cual Savonarola pedía «ma-
estros buenos, no sólo buscadores
de dinero» con su oficio.
Savonarola escribía tratados de
filosofía, de Sagrada Escritura, de
moral, pero era, además, buen poeta
y músico también bueno, pues des-
de joven tocaba con singular maes-
tría el laúd y era capaz de compo-
ner. No hace falta recordar que san
Felipe también era poeta, ni la im-
portancia que él daba a la música
en el Oratorio: Aminuccia, Palestri-
na, Soto, hijos espirituales de san
Felipe, las composiciones de los
Laudi, la invención del Oratorio
musical, bastan sobradamente a
demostrarlo.
Y el arte. Algunos han querido
presentar a Savonarola como un
iconoclasta; lo cual no es cierto, co-
mo podrían desmentirlo Botticelli,
Michelangelo, los hermanos della
Robbia, Bartolomeo della Porta, y
otros discípulos suyos, también ar-
tistas, aunque no tan notables. Lo
cual no quiere decir que fuese par-
tidario de la pornografía ni del li-
bertinaje en la vida de los artistas.
Las artes, junto con la ciencia y la
virtud, se cultivaban en el conven-
to de san Marco. Y existía una ra-
zón de persuasiva congruencia: si
Savonarola llegó a querer Floren-
cia, a pesar de ser forastero, con
una entrega tan radical, tenía que
hacerlo, forzosamente, a través de
un corazón de artista, sin lo cual ni
la habría llegado jamás a compren-
der ni podido amar: «O Firenze,
Firenze... Oh Florencia, amada de
Dios, no tengas miedo, no tengas
miedo ni temas: Dios todopoderoso
ahora y siempre quiere para ti la
libertad, si te mantienes fiel a él, si
guardas tu fe, si tu corazón es fer-
voroso, si pones tu fortaleza en la
paciencia».
San Felipe, en Roma, también,
siendo forastero, acabó amándola e
identificándose con ella, y no por
consentir en las corrupciones que
encontró allí, arrugando la faz de la
Iglesia, sino esforzándose en restau-
rarla, para hacerla digna de Cristo.
No hay, entre san Felipe y Sa-
vonarola, una adecuación tempera-
mental, pero sí una misma actitud
frente al bien espiritual, frente a los
objetivos, hasta poder establecer
un paralelo convincente y de algún
modo consciente, por lo que res-
pecta a nuestro santo.
Afortunadamente, la Iglesia ne-
cesitada de reforma, no había de
tardar en emprenderla. Si Savona-
rola hubiese nacido cincuenta años
más tarde, le hubiéramos encontra-
do al lado de san Felipe, de san Ca-
milo de Lelli, de san Félix de Can-
talizio, de san Carlos Borromeo, de
san Pío V... Pero, tal vez, para que
éstos y otros fueran santos se nece-
sitó la anticipación del ejemplo, só-
lo en apariencia frustrado, del prior
de san Marco, fra Girolamo Savo-
narola, que ellos pudieron por lo
menos en parte recoger y hacer
fructífero.
19 (99)
GOZOSAMENTE CELEBRAREMOS LA
FESTIVIDAD
DE
NUESTRO SANTO PADRE
FELIPE NERI
EL SÁBADO, DÍA 26 DE MAYO,
EN LA MISA DE LAS 8 DE LA TARDE
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 2. 5. 79
20 (100)