Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 170. OCTUBRE. Año 1979
SUMARIO
EL MUNDO no está enfermo de males ni intoxicado
de errores, sino, más bien, ayuno de bienes y nece-
sitado de verdades. Alimentarle con la verdad que
sabemos y podemos comunicar, fortalecerle con ese bien
que tenemos y debemos compartir, y educarle para que
no desperdicie fuerzas ni desprecie la verdadera luz: ésa
es la misión que nos incumbe, aun antes de protestar por
lo que honestamente no nos gusta. Olvidarlo sería ingra-
titud por una capacidad recibida y, además, traicionar
un encargo que nos compromete ante Dios, y unos frente
a otros, porque Dios es padre de todos, y todos somos
hermanos.
A PARTIR DE LA PALABRA
MISIÓN Y PACIFICACIÓN
«TUS INDIAS SON ROMA»
LA MISIÓN ES UNA NUEVA CONSTRUCCIÓN
EL CRISTIANISMO Y LA CIVILIZACIÓN
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A PARTIR DE LA PALABRA
CUANDO la Iglesia asume e ins-
titucionaliza las obras de los
santos y fundadores, lo hace
no solamente porque reconoce la
oportunidad de exaltar el valor
universal de las mismas, sino por-
que vienen a enriquecer con nue-
vas modalidades, la encarnación
del Evangelio en la vida. Cada obra
de apostolado, cada empresa de vi-
da de perfección, cada sociedad o
instituto religioso constituyen otras
tantas manifestaciones de un mismo
dinamismo apostólico y santifica-
dor, ejercido en nombre de Cristo,
vivido en Cristo. Unidad y variedad
que son, providencialmente, fuerza
Y agilidad a un mismo tiempo, in-
dispensables a su misión.
Cada una de estas empresas es
celosa de lo que la distingue y
especifica dentro de la Iglesia. Se
trata de un celo perfectamente jus-
tificado: porque en esta razón espe-
cífica está su propio origen y la
motivación de su existencia.
No pocas veces ha sido tarea di-
fícil pretender encuadrar o "enva-
sar" en leyes, necesarias a toda
institución, lo más original y pro-
pio, lo más característico de las
obras de los santos. Los oratorianos
sabemos la repugnancia que san
Felipe profesaba hacia el exceso
de leyes, y cómo se avino, urgido
finalmente, por el mismo Papa en
persona, a elegir en Congregación
aquella comunidad espontánea ―di-
ríamos hoy― de tiempo reunida en
torno a él mismo, gobernada sin
leyes, con sólo la caridad.
Pero ¿qué era lo propio y espe-
cífico de la obra de san Felipe?
¿Qué era lo nuclear en el Oratorio?
¿Qué era lo que podría dar motivo
para que su obra se institucionali-
zara? ¿Qué llamaría la atención de
los hombres de Iglesia para empu-
jarle a aceptar la erección de su
obra en Congregación?
La denominación "del Oratorio",
que luego ha prevalecido, vino del
lugar donde se celebraban las reu-
niones: pasados los años de aque-
llos primeros encuentros, en peque-
ño número de asistentes, que tenían
lugar en su misma habitación, de
una manera informal y espontánea,
fue necesario disponer de un lugar
más espacioso, medio salón medio
templo, para el que la palabra "ora-
torio" parecía adecuada. De esta pa-
labra, y también de una parte de
lo que en tales reuniones se hacía,
se quiso deducir ―tal vez demasia-
do precipitadamente—, que la obra
2 (124)
de san Felipe Neri era una como
genial empresa de "apostolado de
la oración". No se podría negar
que el Santo fue tanto un hombre
de oración que, en ciertas épocas
de su vida, por lo menos, ocupó el
ejercicio de la misma muchas horas
del día y noches enteras, y que
siempre fue el respirar de su alma,
gozosamente amiga de Dios. Y que
supo enseñar a los demás a tratar
con Dios, enfervorizándoles, hasta
elevar sus mentes y convertir en
oración los pensamientos y la vida.
Pero todo esto era más bien el fru-
to; la obra del Oratorio tenía otro
centro.
El "ejercicio" propio del Orato-
rio consistía en el peculiar modo
de tratar la palabra de Dios: los
"sermoni", los "ragionamenti", el
modo espontáneo de las "conver-
saciones" generalmente dialoga-
das, pero no tan divagantes, en las
que sacerdotes y seglares partici-
paban, sin aires doctorales, «sin
buscar aplauso, a la manera popu-
lar, como hacía san Francisco de
Asís», escribía el discípulo predi-
lecto de san Felipe, Tarugi (29.6.
1584).
En los primeros tiempos en que
esta forma comienza a prosperar,
existe, en la comunidad oratoriana
inmediatamente formada por san
Felipe, un celo muy concreto e
interesado en mantener la pureza
original de su estilo «sobre la con-
versación de la forma antigua del
Oratorio en la cual intervienen to-
dos los que hablan en él». Repeti-
das revisiones quieren asegurar la
fidelidad a lo que se reputa como
peculiar y característico del ejerci-
cio del Oratorio, es decir, «la pala-
bra de Dios, tratada de manera sen-
cilla, familiar, con fruto y digni-
dad». Los primeros padres del Ora-
torio (Talpa) atribuyen a Tarugi
el saber interpretar este estilo de
manera magistral por lo que es
llamado «Maestro y dux verbi del
Oratorio».
Cuando el Oratorio, abierto a to-
dos, sacerdotes amigos y seglares
que reciben el influjo espiritual de
san Felipe, parece que tiende a des-
viarse o perder algo de este estilo
y modo peculiar de tratar la "pala-
bra de Dios", se comienzan a tomar
precauciones y establecer normas
(Lib. II Decr., 16. 7. 1587; 18. 10.
1589; Lib. III Decr., 1.1. 1594) para
que los invitados a hablar, que no
son del Oratorio, se avengan a su
estilo. Finalmente se llega a excluir
3 (123)
a los eclesiásticos ajenos al Orato-
rio (Decr., 20. 5. 1596).
En cambio, cuando los Escola-
pios redactan sus Constituciones
se dice en ellas (Pars III, cap. 7) que
se observe en la predicación la elo-
cuencia familiar «que usan los RR.
Padres del Oratorio de Roma».
«Nosotros hablamos al corazón»,
decía Tarugi. Era un género nuevo
de elocuencia, muy distante del
usado en aquel tiempo; nuevo has-
ta formar escuela, hasta ser algo
típicamente peculiar del Oratorio,
hasta constituir lo más "original"
de sus reuniones, a las que acu-
dían las almas ansiosas de verdad
y sinceridad. Eran, estas reuniones,
«una conversación con los oyentes;
así lo entendían unánimemente
todos los Padres: la predicación fa-
miliar era la característica esencial
del Oratorio» (Ponnelle-Bordet).
J. H. Newman, en una de sus
conferencias sobre el Oratorio, re-
fiere el testimonio del padre Man-
ni, hijo espiritual del Santo, que
recordaba que «el oír diariamente
la palabra de Dios, vale por los
demás ejercicios de piedad».
El padre Gülden, del Oratorio de
Leipzig, escribió: «Por palabra de
Dios, no se entendía solamente las
palabras de las Sagradas Escritu-
ras, sino también el "verbum", que
había tomado forma en la historia
de la Iglesia, en su vida y en sus
obras, y también en el "verbum"
que nosotros podemos encontrar
en todo ser humano, hermano nues-
tro, si estamos dispuestos a recoger
su "ingenium" y lo que el Espíritu
Santo le dicta. No se trata, hoy,
de detenernos a estudiar escolás-
ticamente todos estos aspectos de
la "palabra de Dios", sino de medi-
tarla individual y coloquialmente,
y responder con la oración y asi-
milarla y fundirla en nosotros con
la plegaria, hasta realizarla en las
obras. Dispuestos a llegar hasta las
fuentes, y hacer que nos influya,
acogiéndola dentro de nosotros, pe-
ro con referencia siempre al ser hu-
mano, tal como hoy se presenta...»
Luego la oración es sobre este ob-
jeto, es el trabajo interior del espí-
ritu desde este objeto, hacia Dios...
Y, en fin, podría añadirse lo de la
"sola caritas", el capítulo de la ale-
gría, de la libertad. Y hasta llegar a
la predilección tradicional del Ora-
torio por la Liturgia, que siempre
comienza, o debe comenzar, siendo
el anuncio del Evangelio, palabra
que ha de hacerse vida; sin ello se
reduciría a esquemas rituales inú-
tiles, lo que debería ser el encuen-
tro gozoso del hombre con Dios.
Hace cuatro siglos, pues, que el
Oratorio trajo a la Iglesia esa vuel-
ta a la simplicidad del anuncio del
Evangelio, del comentario vivo,
sencillo, serio, espiritual, encarna-
do de la palabra de Dios. Entonces
impresionó, porque respondía a la
realidad. Que es la urgencia que
subsiste siempre, cuando se trata
del Evangelio, de la palabra de
Dios, del Dios que habla en las San-
tas Escrituras, en la vida de la Igle-
sia, en la Historia del mundo y en
la conciencia de los hombres.
4 (124)
MISIÓN Y PACIFICACIÓN:
el ejemplo de Ramón Llull
LA IGLESIA es esencialmente
misionera y comenzó a partir
de la irradiación apostólica
de las primeras comunidades cris-
tianas. La proyección del anuncio
de Cristo se ha ido cumpliendo, a
través de veinte siglos, porque los
cristianos han ido a presentar el
Evangelio a los hombres que lo
desconocían o porque éstos han
rodeado a los cristianos y han pre-
guntado por Cristo. Además de este
anuncio hacia fuera, la Iglesia ha
tenido que seguir predicando la
Palabra a sus fieles, porque toda
vida en crecimiento supone, desde
el espíritu, un proceso de profun-
dización, y el cristianismo es esen-
cialmente vida y es espiritual.
San Pablo se nos muestra como
arquetípico en toda la riqueza de
aspectos desde los cuales conside-
ramos la misión, o anuncio del
mensaje cristiano, el Evangelio.
Cualquier replanteamiento que nos
hiciéramos ha de consistir en una
vuelta al Nuevo Testamento y sin
olvidarnos nunca de tener en cuen-
ta al Apóstol por antonomasia. Ade-
más, cada época ha propiciado cir-
cunstancias, modos y estilos que
la posterior evolución histórica ha
mantenido o superado. En cada
época y momento de la vida del
hombre, la Iglesia se ha esforzado
en cumplir el encargo misional,
que ha de ser juzgado de acuerdo
con las respectivas situaciones y
mentalidades propias de su tiempo.
Hoy en día, por ejemplo, pensa-
ríamos que sería una aberración y
un contrasentido emprender cruza-
das para extender el conocimiento
del Evangelio o para rescatar reli-
quias cristianas. Pero hemos de
abstenernos de precipitar nuestro
juicio sobre las cruzadas de la
Edad Media, sin antes tener en
cuenta el contexto histórico en que
se inscribían aquellas gestas que
ahora creemos desafortunadas, pe-
ro que, en parte por lo menos,
tuvieron su significación misione-
ra, protagonizada especialmente
por los franciscanos y dominicos,
que significaron el aspecto pacífico
en el enfrentamiento de pueblos y
razas entonces en contienda.
Otro tanto nos ocurriría con la
expansión misionera del Renaci-
miento, motivada por los descubri-
mientos geográficos de España y
5 (125)
Portugal, para cuyo socorro evan-
gelizador la Santa Sede establecía
una especial Congregación —de
Propagación de la Fe― que, por
otra parte, jamás pudo actuar por-
que los Reyes conquistadores con-
dicionaban la expansión de la fe
a sus miras imperialistas, sin admi-
tir la autonomía de la Iglesia en la
misión evangelizadora. A pesar de
lo cual hubo santos misioneros y
no fue inútil la mediatizada activi-
dad de los predicadores, si bien se
perdieron, irremisiblemente, mu-
chos elementos culturales indíge-
nas, perfectamente integrables en
el Evangelio, que fueron destrui-
dos con la implantación de los
nuevos modelos impuestos por la
civilización imperial.
Y otro tanto con los recientes
colonialismos, que veían bien la
misión evangelizadora si comple-
taba la culturización de los domi-
nados y no creaba problemas de
indocilidad frente a la metrópoli
beneficiada con las riquezas natu-
rales extraídas a bajo o ningún
precio. En el Congo, por ejemplo,
frente a míseros botiquines que
acarreaban los abnegados misione-
ros o que existían en los pocos y
mal provistos hospitales, no falta-
ban aparatos de rayos X a la salida
de las minas, para "registrar" a los
miserables que trabajaban en ellas,
a la salida, no fuera que se hubie-
sen tragado algún diamante... Ni
había, en el momento de su inde-
pendencia, siquiera dos docenas de
indígenas universitarios...
Muchas veces, lo que la Iglesia
decía al hombre negro, lo desmen-
tía el hombre blanco, que además
era cristiano (?).
La misión siempre ha sido difí-
cil, siempre ha sido una cruz, ade-
más de una divina e inevitable
urgencia. Todavía hoy, un día y
otro, podemos leer en los diarios
que un misionero o sacerdote ha
sido asesinado, y no por los caní-
bales, sino por el poder estableci-
do, y como represalia o medida
enmudecedora de una palabra que,
aunque esté en el Evangelio, com-
promete la codicia de los tiranos.
Pero, para los que se acerquen
con imparcialidad a las páginas de
la historia, es posible siempre ha-
cer un balance positivo de la con-
tribución que la Iglesia hizo a la
pacificación, aun en los momentos
en que se pretendía justificar la
Ei bien que cada uno de nosotros somos capaces de hacer,
no podemos delegarlo en los demás porque todos tenemos
una misión de la que hemos de responder, en la iglesia,
Ante Dios y Ante nuestros hermanos.
6 (126)
licitud de la violencia al servicio
de causas justas o tenidas por tales.
En apoyo de ello queremos traer
un par de nombres significativos,
que surgen en la Edad Media, del
hervor de las Cruzadas, que ellos
entendían como una empresa más
bien para convencer a infieles
―«pues para poder ser convenci-
dos Dios hizo a los hombres racio-
nales » (Llull)— que para vencerles
y obligarles con la fuerza de las
armas.
En el siglo XIII nos encontramos
con dos varones santos, Ramón de
Penyafort y el beato Ramón Llull
(barcelonés el primero, mallorquín
el segundo), opuestos al sentido
violento de la "cruzada". En el de
Penyafort, universitario, eximio
jurista, no encontraremos en sus
escritos expresiones negativas, co-
mo era el estilo de otros escritores
de la época, con el famoso "contra"
—contra iudeos", "contra genti-
les" "contra sarracenos"... Y su
actuación y celo apostólico nos
confirma, a pesar del acceso que
tuvo entre los "grandes" del mundo
"confesor de reyes y de papas"...,
como le llama el cantar popular
la ausencia de tentaciones de vio-
lencia al servicio (?) de Cristo: no
era con la fuerza de las armas, sino
con el respeto del hombre y en el
diálogo fraterno que se puede lle-
gar a la auténtica verdad, al fondo
del espíritu, a Dios.
No le iba a la zaga el beato
Ramón Llull. ¿Se conocieron am-
bos? Llull era paje de Jaime I EI
Conquistador, cuando el de Penya-
fort, hombre maduro, "confesaba
reyes y exhortaba papas..."
Llull se inició en la corte, pero
a los treinta y tres años (1263),
tocado por Cristo, cambió de rey:
lo sería Jesucristo, el Amado. Eran
aquellos, tiempos de fe y de gestos
heroicos y él abandonó todo, deci-
dido a emplear sus energías en el
servicio de su Señor y en la con-
versión de los no cristianos. Más
tarde, su ardiente amor a Cristo
nos dará, entre otros escritos, su
incomparable Llibre d'Amice Amat,
verdadera joya de la literatura
mística; de su amor a las almas
surgirán varias obras directamente
misioneras, en las que estudiará
las diversas religiones de que tiene
noticia, reflexionará sobre lo que,
en su época, serían los "signos de
los tiempos" aplicándolos al desig-
nio de santificación universal que-
rido por Dios, y hará una exposi-
ción nítida e irónica sobre la esen-
cia del cristianismo. Además, una
amplia y vivacísima concepción
religiosa será vertida en su poema
Blanquerna, la más conocida de
sus obras.
Como del resto ha hecho siempre
la Iglesia ―salvo en aquellos casos
en que ha sido subyugada y utili-
zada por los poderes de este mun-
do, como instrumento de coloniza-
ción cultural—, Llull tuyo, como
Ramón de Penyafort, una gran pre-
ocupación por asimilar la lengua
y la cultura de los pueblos que
quería evangelizar. En aquella épo-
7 (127)
ca, en la que el Mar Mediterráneo
podía considerarse, como observa
Metodio da Nembro, el "lago ára-
be", no solamente profundizó sus
estudios de latín, para hacerse en-
tender de las altas jerarquías de la
Iglesia, sino que estudió la lengua
Y las manifestaciones culturales
árabes, siguiendo con ello la mis-
ma dirección que el de Penyafort
había iniciado al fundar escuelas
lingüísticas en Túnez, Barcelona y
Murcia para el estudio del árabe,
hebreo, turco, eslavo... en orden a
misionar las riberas mediterráneas.
El colegio de Palma de Mallorca,
fundado en 1275 por Ramón Llull
obedecía a la misma preocupación,
especialmente en lo relativo al
mundo islámico. Aquí estuvo Llull
por espacio de un decenio, escri-
biendo, enseñando, hasta que em-
prendió una serie de viajes cerca
de los reyes cristianos, papas y
cardenales para excitarlos a cola-
borar con su plan pacífico de evan-
gelización. Casi treinta años duro
su peregrinar, desde Mallorca, a
las costas del Norte de África, a
las cortes de los reyes, a la del
Papa... Finalmente encontró la
muerte en el martirio en el último
de sus tentativos entre los musul-
manes.
Aparentemente, no tuvo éxito la
porfía de Ramón Llull. En reali-
dad, su canto Desconhort, escrito
en Roma en 1295, tal vez la más
importante de las obras llullianas
por su fuerza dramática y por su
interés autobiográfico, revela los
sentimientos de su corazón afligi-
do, al ver que no se le hacía caso
cuando presentaba su plan —¿utó-
pico?— para convertir el mundo.
Pero, ¿tenía razón en despreciar
sus planes de evangelización pací-
fica aquel mundo cristiano medie-
val que había conocido el fracaso
de las "cruzadas"?... Sí, a pesar de
los mitos de heroicidad, la razón
de la fuerza había fracasado ¿por
qué no se daba una oportunidad a
la fuerza de la razón manifestada
con el amor, no de unos cuantos
misioneros soñadores con el mar-
tirio, sino de la cristiandad entera,
hermana de media humanidad ig-
norante del Evangelio? No armas
de violencia, sino "armas espiri-
tuales", repetirá Ramón Llull: «ora-
ción, mortificación, sacrificio, cien-
cia...» Es la obsesión que gravita
en toda su obra Ars magna, impo-
sible de comprender sin este su-
puesto.
Las exigencias más audaces para
una presentación del Evangelio con
toda su pureza a las masas que lo
desconocen, hoy encontrarían, en
Llull, no sólo un precedente, sino
un maestro, joven todavía, ante el
amanecer de un mundo en trans-
formación, absurda si no es inspi-
rada por la trascendencia.
Llull comprende, en pleno siglo
XIII, que la Iglesia no se puede
resignar a la cerrazón impuesta
por unos límites que determinan
la "Cristiandad". Esos límites han
de derribarse y hay que penetrar
más allá, sin límites. Por ello pide,
8 (128)
ya entonces, que la Iglesia, no se
resigne a mantener y defender la
pureza de su fe, sino que la co-
munique activamente, disponiendo
todos los medios a su alcance y
que, para ello, instituya un orga-
nismo que articule todo este dina-
mismo apostólico, a escala univer-
sal. No se le hizo caso. Pero tres
siglos más tarde, después de unos
primeros tentativos de san Pío V
―contemporáneo de san Felipe
Neri—, Gregorio XV, en 1622,
instituía ese organismo con el
nombre de "Sagrada Congregación
para la Propagación de la Fe", que
ahora se llama con más propiedad,
"para la Evangelización de los
Pueblos". Esta institución surgía
en la Iglesia ante la apremiante
necesidad de evangelizar las gran-
des zonas de la tierra descubiertas
en el siglo XVI; pero es curioso
constatar cómo, los países descu-
bridores más directamente intere-
sados, se negaron a aceptar la
jurisdicción del nuevo organismo
pontificio en las tierras de su do-
minio, cuya evangelización estuvo
directamente supeditada al poder
político respectivo. Por lo cual, di-
cha "Congregación para la Propa-
gación de la Fe" tuvo que alterar la
finalidad para la que fue fundada
y los papas la dedicaron a la lucha
por la recuperación de los países
protestantes. Extorsión que ha sido
recientemente subsanada. En reali-
dad, propiamente para las misio-
nes, ha funcionado sólo reciente-
mente. Ello puede explicar, por lo
menos en parte, algunos de los pro-
blemas actuales que, en el orden
cristiano, tienen presentados los
países latinoamericanos.
Pero Llull, además de un orga-
nismo central eclesiástico, asistido
por un conjunto convencional de
delegaciones periféricas que coor-
dinaran toda la actividad misione-
ra de evangelización, insistía para
que, paralelamente, se operara una
igualmente universal reforma del
mundo católico, no sólo en el as-
pecto religioso, sino también en
el político y social, sin lo cual la
evangelización se habría reducido
a un recurso hipócrita para dilatar
el dominio de los reyes cristianos,
pero no para la verdadera exten-
sión espiritual del reino de Dios.
Por lo tanto, con idéntico compro-
miso global, pero cumpliendo ca-
da cual el propio deber específico
―papas, reyes, cardenales, hom-
bres de Iglesia, sabios...— todos
debían trabajar en orden a la pro-
pagación del Evangelio. No sería
difícil encontrar en la voz del pro-
tagonista de Blanquerna resonan-
cias del Vaticano II en el capítulo
VI del decreto Ad gentes. Llull
siente, vivamente, el valor y la
fuerza del "deber misionero" y lo
subraya repetidas veces.
Obviamente, el compromiso uni-
versal de todos los creyentes cons-
tituye el único verdadero proble-
ma para una concreta y eficaz
evangelización mundial, problema
siempre vivo y de extrema actuali-
dad.
9 (129)
«Tus Indias son Roma»
ERA el año 1556, cinco justos que san Felipe había sido
ordenado sacerdote. Ya su celo apostólico era conocido
por Roma entera, que iba acudiendo, poco a poco, a
las reuniones de la tarde que ya se llamaban popular-
mente "el Oratorio del Padre Felipe", iban a oírle, no por sim-
ple curiosidad, sino para dejarse guiar por él. Era muy difícil,
en aquellos comienzos de la labor sacerdotal de san Felipe,
distinguir dónde acababa la charla, la lección, el comentario
espiritual o la conferencia, y dónde comenzaba la conversa-
ción, el diálogo y el trato de amigo más allá de la admiración
o el devocionismo o el apego personal. La espontaneidad, la
sencillez y el fervor cristiano eran las cualidades del estilo
con que san Felipe trataba allí los temas de doctrina y piedad,
tomando como base algún hecho de actualidad o la lectura de
algún libro o algún documento interesante.
En cierta ocasión fueron leídas y comentadas allí unas
cartas llegadas de Indias, donde san Francisco Xavier y otros
misioneros acababan de descubrir una mies inmensa de almas
que reclamaban mayor número de operarios evangélicos. El
propio san Felipe creyó sentir el grito misionero de un lla-
mamiento que le empujaba a ir allá y concibió la idea de ir
acompañado de sus más adictos seguidores. Pero no quiso
partir sin antes someter sus planes al consejo de un prudente
sacerdote, y acudió a la abadía de san Pablo extramuros para
10 (130)
exponer sus proyectos y pedir luz a un monje benedictino
que le remitió a un santo varón, el padre Vicente Chettini, a
la sazón Prior del monasterio de Tre Fontane. San Felipe des-
ahogó su corazón con toda la ilusionada generosidad de sus
ansias misioneras. El virtuoso monje le oyó y pidióle luego un
tiempo para pensar, sin darle una respuesta inmediata. Pasa-
dos unos días Felipe volvió al monasterio de Tre Fontane, y
el santo Prior le dijo: «Hijo mío: tus Indias son Roma».
San Felipe recibió esta respuesta como un oráculo, y
nunca más pensó en abandonar Roma, pues en verdad harto
había en ella que hacer. Proceder de otro modo, en su caso,
hubiera sido ceder o mezclar, con lo bueno de la empresa de
"ir a las Indias", el espíritu de aventura o cambiar ilusión por
ideal. Su perseverancia en Roma no fue el establecimiento de
una seguridad honrosa, pues huyó siempre de las garantías o
derechos que da lo institucional y del prestigio que hasta lo
santo puede conferir. Se mantuvo en Roma, y la amó como
algo que Dios le daba, para trabajar en ella hasta cambiar su
faz de ciudad pomposa y cortesana, reconquistándola para
que fuera centro del fervor cristiano. Roma, en efecto, tras la
presencia de aquel florentino sobrevenido, se purificó de aires
disipantes y de muchas vanidades, para volver a encontrar
gusto en la palabra de Dios, en la oración, en las obras de jus-
ticia y de caridad social, en el arte y la sana alegría.
11 (131)
documento:
LA MISIONES
UNA NUEVA
CONSTRUCCIÓN
Puede decirse que, pensando en el aniversario de su pontificado, el papa
Juan Pablo Il reemprende el mismo discurso de hace un año para extenderse
en un pensamiento que se vio forzado a condensar y resumir, porque eran
demasiadas las cosas que tenía que decir al mundo, en sus primeras palabras.
Ahora toma ocasión, con la Jornada Mundial dedicada a las Misiones, para
exponernos su pensamiento, y lo recogemos aquí, en estas palabras que escri-
bió el pasado 14 de junio, solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, dirigidas
a todos los cristianos.
A todos mis hermanos e hijos en Cristo:
Al inaugurar el ministerio apostólico el domingo 22
de octubre del pasado año —fecha que felizmente coin-
cidió con la Jornada Misionera Mundial en la Iglesia
Católica― no pude omitir, entre las intenciones primarias,
que hervían en mi ánimo en aquella solemne circunstan-
cia, la referencia al problema siempre actual y urgente
de la dilatación del Reino de Dios entre los pueblos no
cristianos. Dirigiéndome a todos los fieles esparcidos por
el mundo, recordé cómo aquel día la Iglesia rezaba, medi-
taba y trabajaba para que las palabras de vida de Cristo
llegaran a todos los hombres a fin de que fueran acogidas
como mensaje de esperanza, de salvación, de liberación
total.
Aquel pensamiento se renovó en mí mientras componía
la primera carta encíclica y trataba el tema de la misión
de la Iglesia al servicio del hombre: y ahora vuelve a
vibrar todavía con mayor insistencia a la pista de la Jor-
12 (132)
nada Misionera del próximo otoño. A este respecto me
parece oportuno repetir y desarrollar una afirmación que
tan sólo pude enunciar en la referida encíclica, cuando
escribí que «la misión nunca es una destrucción, sino una
reasunción de valores y una mueva construcción» (nº 12).
Verdaderamente esta expresión puede ofrecer un tema
adecuado para nuestra común reflexión.
La misión no es
destrucción
de valores
¿Cuántos y cuáles son los valores presentes en el hom-
bre? Recuerdo rápidamente los que son específicos de
nuestra naturaleza, tales como la vida, la espiritualidad,
la libertad, la sociabilidad, la capacidad de entrega y de
amor; los que proceden del contexto cultural, en el que se
halla situado el hombre, como la lengua, las formas de
expresión religiosa, ética, artística; los que derivan de su
compromiso y de su experiencia en la esfera personal,
familiar, laboral y en las relaciones sociales.
Ahora bien, el misionero, en su obra de evangelización,
establece contacto con este mundo de valores más o menos
auténticos y desiguales: frente a ellos el misionero tiene
que adoptar una actitud de atenta y respetuosa reflexión,
preocupándose de no sofocar jamás, sino de salvar y des-
arrollar estos bienes acumulados en el curso de tradicio-
nes seculares. Hay que reconocer el constante estudio en
que el trabajo misionero se inspira y debe inspirarse al
acoger estos valores del mundo, en el que desarrolla su
actividad: la actitud de fondo en los que llevan el feliz
anuncio del Evangelio a las gentes es la de proponer pero
no imponer la verdad cristiana.
La dignidad del
hombre está
en su libertad
Esto lo exige, ante todo, la dignidad de la persona
humana, que la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo,
ha defendido siempre contra cualquier forma aberrante
de coacción. La base fundamental e irrenunciable de esta
dignidad es la libertad. Además lo exige la naturaleza
misma de la fe, que solamente puede nacer de una libre
adhesión.
El respeto al hombre y la estima «por todo lo que el
mismo ha elaborado en el interior de su espíritu respecto
de los problemas más profundos y más importantes» (R.
N. 12) siguen siendo los principios básicos para toda recta
13 (133)
actividad misionera, entendida como prudente, oportuna,
activa siembra evangélica y no como erradicación de
lo que, por ser auténticamente humano, tiene un valor
intrínseco y positivo.
La misión es
reasunción
de valores
«Las nuevas Iglesias —se lee en el Decreto Ad Gentes—
reciben de las costumbres y tradiciones, de la sabiduría y
doctrina, de las artes e instituciones de sus pueblos, todo
lo que puede servir para confesar la gloria del Creador,
para ensalzar la gracia del Salvador y para ordenar
debidamente la vida cristiana» (n° 22). La acción evan-
gelizadora debe, por lo tanto, tratar de dar relieve y des-
arrollar todo lo que hay de válido y sano en el hombre
evangelizado y en el contexto social y cultural al que
pertenece. Con un método atento y discreto de educación
(en el sentido etimológico de "extraer"), la acción evan-
gelizadora debe hacer que broten y maduren después de
haberlos purificado de las incrustaciones y sedimentos
acumulados en el tiempo, los auténticos valores de espiri-
tualidad, de religiosidad, de caridad que, como "semillas
del Verbo" y "signos de la presencia de Dios", abren el
camino a la aceptación del Evangelio.
Misión
y patrimonio
de los pueblos
Haciendo propia la «riqueza de las naciones, que han
sido dadas a Cristo en herencia» (A. G. 22), e iluminando
con la palabra del Maestro aquella suma de costumbres,
tradiciones y conceptos que constituyen el patrimonio
espiritual de los pueblos, la Iglesia contribuirá también a
la construcción de una civilización nueva y universal,
que, sin alterar la fisonomía y los aspectos típicos de los
diversos contextos étnico-sociales, alcanzará su perfeccio-
namiento al adquirir los más elevados contenidos evangé-
licos. ¿No es este, quizás, el testimonio que nos llega de
tantos países de misión (pienso por ejemplo en las Iglesias
de África) donde la fuerza del Evangelio, libre y conscien-
temente aceptado, lejos de anular, ha potenciado las ten-
dencias y los aspectos mejores de las culturas locales y
ha favorecido su desarrollo ulterior?
El Evangelio de Cristo ―recuerda también el Conci-
lio en una bella página de la Constitución Gaudium et
Spes― renueva constantemente la vida y la cultura del
14 (134)
hombre caído, combate y elimina los errores y males que
provienen de la seducción permanente del pecado. Puri-
fica y eleva incesantemente la moral de los pueblos: con
las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas
las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pue-
blo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura
en Cristo. Así la Iglesia, cumpliendo su misión propia,
contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y civil...
(nº 58).
La misión es
una nueva
construcción
La acción evangelizadora, tratando de transformar
"desde dentro" a cada criatura humana, introduce en las
conciencias un fermento renovador capaz de alcanzar y
transformar, con la fuerza del Evangelio, los criterios de
juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las
líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los mo-
delos de vida de la Humanidad, que están en contraste
con la palabra de Dios y con el designio de salvación
(Evangelii Nuntiandi, nº 19). Solicitado por este impulso
interior, el individuo se siente movido a adquirir una
conciencia cada vez mejor de su realidad de "cristiano",
esto es, de la dignidad que le es propia como ser humano,
creado a imagen y semejanza de Dios, ennoblecido por
la misma naturaleza del acontecimiento de la encarna-
ción del Verbo, destinado a un ideal de vida superior.
Aquí encontramos las bases de aquel "humanismo
cristiano", en el que los valores naturales se integran con
los de la Revelación: la gracia de la filiación adoptiva
divina, de la fraternidad con Cristo, de la acción santifi-
cadora del Espíritu.
Así resulta posible el nacimiento de la "nueva criatu-
ra" enriquecida al mismo tiempo por los valores humanos
y divinos: he aquí al hombre nuevo", elevado a una di-
mensión trascendente, de la que obtiene la ayuda indis-
pensable para dominar las pasiones y para practicar
las más arduas virtudes, tales como el perdón y el amor
al prójimo convertido en hermano.
El hombre nuevo
Educado en la escuela del Evangelio, el "hombre nue-
vo" advierte el compromiso de convertirse en promotor
de la justicia, de la caridad y de la paz en el contexto
15 (135)
sociopolítico, al que pertenece y se convierte en artífice
o al menos en colaborador de aquella "civilización nue-
va", cuya carta magna es el Sermón de la Montaña. Por
eso aparece claro que la renovación promovida por la
actividad evangelizadora, aunque es esencialmente espi-
ritual, se dirige al corazón del grave e inquietante pro-
blema de las injusticias y de los desequilibrios sociales
y económicos, que atormentan a una gran parte de la
humanidad y puede contribuir a su solución.
Evangelización y promoción humana, si bien son
netamente distintas (Evangelii Nuntiandi, nº 35), se ha-
llan entrelazadas por un vínculo indisoluble, que encuen-
tra significativamente su ligazón en la más elevada de
las virtudes cristianas: la caridad. Allí donde llega el
Evangelio, llega la caridad., afirmaba mi predecesor
Pablo VI en el mensaje para la Jornada Misionera de
1970. En realidad los misioneros no han descuidado
jamás este compromiso fundamental, esforzándose siem-
pre por integrar su específico servicio "pro causa salutis"
con una decidida y constructiva acción en favor del des-
arrollo. De ello es demostración espléndida el floreci-
miento, en todos los países de misión, de escuelas, hos-
pitales, institutos, además de una serie de iniciativas en
el campo técnico, asistencial, cultural, que son fruto tanto
de duros sacrificios personales por parte de los mismos
misioneros, como de ocultas renuncias por parte de tantos
hermanos suyos, que residen en otras partes.
Además del buen ejemplo, el ministerio sacerdotal
conoce sólo la predicación como método para curar.
Solamente la palabra sirve de instrumento, de ali-
mento, de aire saludable. La palabra es la medicina
que suministra, la palabra es el fuego de que se
sirve, para cauterizar, la palabra es el bisturí que
corta: 110 puede disponer de nada más.
S. Juan Crisóstomo,
en Del sacerdocio, Libro IV
16 (136)
Colaboración
a las Obras
Misionales
Edificando la Humanidad nueva, penetrada por el
Espíritu de Cristo, la actividad misionera se presenta al
mismo tiempo como el instrumento idóneo y eficaz para
resolver no pocos males del mundo contemporáneo: injus-
ticias, opresión, marginación, explotación, soledad. Como
todos pueden ver, es una obra inmensa y estimulante
a la que cada cristiano debe prestar su propia colabo-
ración.
En realidad, la difusión del anuncio de salvación,
lejos de ser prerrogativa de los misioneros, es un grave
deber que corresponde a todo el Pueblo de Dios, como
ha recordado autorizadamente el Concilio: «Todos los
fieles, como miembros de Cristo vivo, tienen el deber de
cooperar a la expansión y dilatación de su Cuerpo» (Ad
Gentes nº 36). Por eso no puedo dejar de insistir acerca
de este deber como conclusión de estas palabras mías.
Los que habiendo recibido el don de la fe gozan de
las enseñanzas de Cristo y participan de los Sacramentos
de su Iglesia, precisamente por la fuerza del mandamiento
del amor y también por la solidaridad de la caridad no
CONVERSACIÓN
PARA LOS AMIGOS DEL ORATORIO
UN VIAJE AL PAÍS DE JESUCRISTO
mesa redonda
LUNES, 15 DE OCTUBRE, A LAS 8.30 DE LA TARDE,
EN LA SALA DEL ORATORIO SECULAR.
17 (137)
pueden desinteresarse de los millones de hermanos, a los
que todavía no se ha anunciado la Buena Noticia. Ellos
deben participar en la acción misionera ante todo con la
plegaria y con la ofrenda de los propios sufrimientos:
esta es la manera más eficaz de colaboración desde el
momento en que precisamente por el Calvario y por la
cruz de Cristo realizó su obra redentora. Después deben
sostener la acción misionera con generosas ayudas con-
cretas, porque en las tierras de misión las necesidades de
orden material son inmensas e innumerables.
La primacía
del esfuerzo
misionero
Estas ayudas, recogidas por las Obras Misionales Pon-
tificias ―órgano central y oficial de la Santa Sede para la
animación y cooperación misionera— se distribuyen des-
pués con justicia y oportunidad entre las Iglesias jóvenes.
4 estas obras —advierte el Concilio― debe reservarse el
primer lugar, porque son los medios para infundir en los
católicos, desde la infancia, el espíritu verdaderamente
universal y misioneros (Ad Gentes, 38).
Efectivamente, las Obras Misionales Pontificias ase-
guran una eficaz coordinación con la visión global de los
proyectos y las peticiones; y porque de ellas parte, rami-
ficándose, la red capilar de la caridad misionera.
La circulación
de la caridad
Pero su razón de ser no se limita tan sólo a una fun-
ción organizativa: en realidad las Obras Misionales Pon-
tificias están llamadas a desempeñar un papel de activa
mediación y comunicación inter eclesial, favoreciendo un
contacto frecuente y fraterno entre las diversas Iglesias
locales, entre las de antigua tradición cristiana y las de
reciente fundación. Y ésta es una función mucho más
elevada porque directamente refleja y promete la circu-
lación de la caridad.
Expresando desde ahora viva gratitud a todos los que
han de acoger con corazón abierto este mensaje, invoco
la plenitud de los favores celestiales sobre los venerados
Hermanos en el Episcopado, sobre sus comunidades dio-
cesanas y ante todo sobre cada uno de los misioneros y
misioneras y sus respectivos Institutos, mientras, en pren-
da de mi inolvidable afecto, imparto a todos la Bendi-
ción Apostólica.
18 (138)
EL CRISTIANISMO NO ES UN HECHO
DE CIVILIZACIÓN, SINO QUE SE
INCORPORA A LAS CIVILIZACIONES
Aparece en toda su urgencia la necesidad que el cris-
tianismo tiene de incorporarse él mismo a las civiliza-
ciones de oriente, extremo y próximo, y de África...
Esta evangelización de civilizaciones enteras aparece
como necesaria, pero es también absolutamente non
mal. El cristianismo no está ligado a ninguna civiliza-
ción particular. No es un hecho de civilización. Es
una irrupción de Dios en la historia. El hecho de que
se haya expresado primariamente a través del mundo
occidental, no significa que deba ser identificado con
occidente. No hay que olvidar, además, que la revela-
ción se realizó en primer lugar en una raza y lengua
semíticas. La evangelización del mundo grecorroma-
no representó una primera transferencia de la pala-
bra de Dios de un ámbito cultural a otro. Actualmente
nos enfrentamos con la necesidad de llevar a cabo
una nueva transferencia.
Por consiguiente, no debemos mostrarnos intoleran-
tes ante la existencia de culturas distintas de la nues-
tra, ni desear destruirlas para imponer la nuestra. Al
contrario, deberíamos pensar que tenemos necesidad
de esas culturas para completar la nuestra. Nada es
más obtuso que un exclusivismo lingüístico. La huma-
nidad sería menos noble si no existiera China, Arabia,
y el mundo de los pueblos de piel oscura.
Jean Daniélou,
en Essai sur le Mystère de l'Histoire
19 (139)
FORMACIÓN
CRISTIANA
DE GENTE JOVEN
TODOS LOS DOMINGOS
A LAS 12,45
EN LA IGLESIA DEL ORATORIO
A PARTIR DEL 21 DE OCTUBRE
Para ayudar a los padres
a dar ideas cristianas a sus hijos
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 12. 10. 79
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