Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 177. MAYO. Año 1980
SUMARIO
LA IGLESIA es como un árbol, Cristo como la vid:
Los santos son ramas de ese árbol, y sarmientos
unidos a la vid; el árbol da fruto a su debido tiem-
po, la vid da vida a los sarmientos. Plantados en
este mundo hasta la hora de la cosecha; unidos y radica-
dos en Cristo que vivifica. Como un árbol, como la vid:
Cristo, los santos, nosotros. Cada rama su buen fruto, ca-
da sarmiento su racimo.
RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO
UN SANTO
EL SACERDOCIO TARDÍO DE S. FELIPE NERI
ACTUALIDAD DE SAN FELIPE NERI
LA CHIESA NUOVA
SAN FELIPE NERI, APÓSTOL DE ROMA
1 (81)
RASGOS ESENCIALES
DEL ORATORIO
• Prevalencia de la caridad sobre la ley.
• Espíritu de fe y oración, y de caridad y ser-
vicio, estimulado y alimentado por el estu-
dio familiar de la Palabra de Dios y el trato
espiritual.
• La Eucaristía como centro de toda la vida.
• Dedicación al bien y al progreso de la Igle-
sia, por la peculiar vinculación del Espíritu
a su misterio.
Entrega a la Congregación, de sus miem-
bros, por la libre voluntad de permanecer
siempre en ella hasta la muerte. Sin votos,
juramentos o promesas. Libertad que con-
cuerde al máximo con el espíritu del Evan-
gelio.
• Su fuerza, como en las primeras comuni-
dades cristianas, debe consistir más en el
mutuo conocimiento, en el respeto y en el
verdadero amor de la convivencia familiar,
que en la multitud de miembros.
(DE LAS CONSTITUCIONES)
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Un santo
UN Santo fue un hombre que intentó absolutamente llevar a la vida
todas las consecuencias de la fe cristiana. Un ensamblaje de la fe y el
hombre. Y la originalidad de cada santo ha consistido en que esa fe
no ha falsificado la singularidad de su ser humano, sino que, por la
consentida acción de Dios sobre su ser y su vida, se ha transformado
y ennoblecido y se ha convertido en instrumento de su reino en la tierra,
dentro del gran sacramento que es la Iglesia, "signo" de Cristo.
Cada hombre es distinto, y así, es también distinto el modo de ser santo
cada uno de esos hermanos nuestros que, con seriedad profunda, vivieron
la fe. Vida y fe son los dos elementos significativos de la santidad en el
hombre. A nivel teórico no nos cuesta admitir ese binomio de la naturaleza
y de la fe incidiendo en lo humano; sólo cuando pretendemos, aunque mo-
destamente, hacerlo concreto en cada uno de nosotros, corremos, alternati-
vamente, el riesgo del espiritualismo a ultranza (que tampoco es espiritua-
lismo) o del naturalismo barnizado de pretensiones cristianas (que tampoco
es encarnación de la fe): porque somos proclives a justificar como humano
lo que apenas rebasa el substrato primario de los impulsos interesados, o
los límites y la visión raquítica de los gustos, la comodidad, la vanidad o el
capricho; o bien nos creemos asidos a lo espiritual cuando, refiriéndonos
a Dios, practicamos otra forma de escapismo para huir de lo que nos impo-
ne la realidad integradora ―propia y circundante― y nos perdemos en fan-
tasías, transferencias sentimentales, sugestiones y encantos míticos. Cuan-
do nos balanceamos entre estos riesgos, cualquier intento para comprender
la originalidad de un santo, no pasa de la cansina clasificación de sus vir-
tudes ―como cuando se trata de la bondad reduciéndola a moralismo― o,
si queremos parecer profundos, se procede a su descuartizamiento psico-
lógico, aderezado con alguna anécdota que confiera apariencia de confir-
mación a nuestras aventuradas presunciones, y acabamos haciéndonos un
santo que, desde lejos, nos da la razón.
3 (83)
Santa Teresa de Lisieux estaba convencida de que las mejores páginas
de la biografía de un santo, no se leen jamás en esta vida. Esa relación de
la gracia, o acción de Dios, en cada santo, permanece siempre como un
misterio en desarrollo, que funciona sobre la personalidad humana y las
circunstancias culturales e históricas que fueron marco de su vida, tomando
este envoltorio, no sólo como referencia a los hechos y datos más generales
de la sociedad y de una época determinada, sino también y principalmente
el entorno inmediato y más concreto de situaciones y personas que rodea-
ron al santo. En eso, precisamente, estriba su originalidad. Si bien ellos no
hicieron demasiada filosofía sobre ese supuesto al que, a veces, nosotros
dedicamos demasiados pensamientos, deteniéndonos en la contemplación
relamida de la propia imagen, en perjuicio de la vida interior, del verdadero
trato con Dios, del entusiasmo abnegado por él. Los santos se dejaron con-
ducir por el enamoramiento de Dios y, ese mismo amor, superador de cual-
quier filosofía, les hizo espontáneamente dóciles, como hijos buenos de
Dios. Ésa fue su originalidad, y no las anécdotas más o menos fidedignas y
más o menos sorprendentes, que tal vez llamen la atención del curioso lec-
tor de literatura hagiográfica. Acostumbrados a la deformación de que la
originalidad se elabora y mantiene por el grado de preocupación deposita-
do en el fomento y custodia de la propia imagen y que lleva a un estudio de
sí mismo falsamente espiritual, con superposiciones postizas de palabras,
gestos y modos ajenos, descuidamos el corazón y esa limpieza de mirada
puesta en Dios que se olvida de las técnicas multiplicadoras o imitadoras
de los sucedáneos de la santidad, y no somos espontáneos en buscar, en
seguir y en amar a Dios. La originalidad de lo santo en el hombre, es esa
respuesta a la gracia de Dios, desde la naturaleza del ser, purificándolo y
superándolo sin deformaciones ni estudiadas preocupaciones por las apa-
riencias, sino, simplemente, por ir y estar más cerca de Dios, Padre nuestro
y Padre de nuestro Hermano mayor, Jesucristo. Por esto fueron sencillos,
espontáneos y "originales" los santos. Y por esto fueron santos.
UNA MÍSTICA, UNA FE.
...Aceptación total de una mística necesaria
para vivir: hacia dentro y hacia fuera de un
mundo que se había quedado huérfano de
valores... Para hacer algo hay que creer en
algo... ¿En qué creemos nosotros? La fe
siempre es una aliada de la victoria.
Guillem Viladot
4 (84)
El sacerdocio tardío
de san Felipe Neri
FRISABA san Felipe los 36 años
cuando recibió la ordenación
sacerdotal, el 23 de mayo de
1551, en la iglesia de san Tommaso
in Parione, pues san Felipe había
nacido el 21 de julio de 1515. Tal
vez nunca habría llegado al sacer-
docio de no haber mediado la per-
suasión del sacerdote y buen amigo
de Felipe, Persiano Rosa.
San Felipe Neri, que había llegado
a Roma cuando tenía 18 anos, aca-
baba de pasar otros tantos dedica-
do a obras de apostolado, al estudio
y a la oración. Había cursado Filo-
sofía en la Universidad de la Sa-
pienza, y luego Teología en la Fa-
cultad de los Agustinos. Poseía un
notable bagaje cultural en estas
ciencias, como demostró, aun en
su ancianidad, cuando discutiendo
sobre temas de ciencias sagradas,
sorprendía, por su agilidad mental,
a los estudiosos jóvenes y a maes-
tros conspicuos. Conocía y hacía
frecuente referencia a santo Tomás,
en especial la Summa Theologica.
Pero esta preparación no se la ha-
bía procurado, como pudiera pen-
sarse, como un requisito para dis-
ponerse a recibir el sacerdocio, si-
no por el deseo de conocer mejor
las cosas de Dios y de poder hablar
de él y enseñar a los demás; había
estudiado sin tener a la vista el
estado clerical al que apuntaban
otros el propósito de Felipe era
puro, gratuito. Y cuentan de él
cómo, en alguna ocasión, mientras
en clase se trataba de las cosas de
Dios a las que atendía, no pudo
reprimir las lágrimas de su fervor
incontenible.
Por esto sería un error imaginar
que san Felipe renunciara a formar
una familia y, al mismo tiempo, a
hacerse sacerdote, en busca de esa
independencia estéril de solterón
egoísta y fracasado, que se retrae
de responsabilidades y huye de
compromisos. San Felipe había asu-
mido los suyos, y su labor apostó-
lica de su tiempo de seglar lo ates-
tigua sobradamente. Si él prefería
esa libertad, no era a causa de nin-
guna clase de egoísmos o comple-
jos, sino porque estaba convencido
de que, en su estado laical, podía
dedicarse más plenamente al bien.
Un poco de trabajo para no ser
gravoso a nadie y para bastarse a
sí mismo, y su limpia y gozosa po-
5 (85)
breza le aseguraban su amada in-
dependencia.
Ni tampoco puede sorprendernos
ese modo de entender la dedica-
ción a Dios y al apostolado, pues
incluso ha habido grandes funda-
dores que ni siquiera han llegado
jamás al presbiterado, y ello no les
impidió llevar adelante grandes
obras, como fueron san Benito, fun-
dador del monacato en Occidente,
y san Francisco de Asís. A propó-
sito de estos dos santos, no sería
difícil establecer algunas analogías
con san Felipe, si bien habría que
añadir el influjo de la primera edu-
cación recibida por san Felipe, de
los dominicos de Florencia e, igual-
mente, la constante amistad que
tuvo en Roma con los de la Miner-
va. Ninguno de estos santos enten-
día el sacerdocio como un fin; el
fin era el reino de Dios, y el rea-
lismo evangélico de la verdadera
humildad cristiana les llevó a los
dos primeros a entender que podí-
an contemplar a Dios y trabajar
por la Iglesia sin necesidad de ser,
ellos mismos, sacerdotes: en cuanto
a santo Domingo, sabemos que dejó
de ser canónigo para imprimir a
su sacerdocio y al ministerio de la
orden que iba a fundar, un dina-
mismo evangélico que supuso una
novedad para el sentido clerical
de su época.
El proceder de san Felipe puede
obedecer a su espíritu de humil-
dad, pero, sin mengua de esa vir-
tud, es posible que en él no se
obraran tales reflexiones y que,
simplemente, prefiriera mantenerse
seglar para poder mejor hacer el
bien y hacerlo de aquel modo es-
pontáneo y desenvuelto que le era
propio. Por otra parte, aunque no
faltaban buenos y hasta santos
ejemplos de sacerdotes en su épo-
ca, no era infrecuente el caso de
clérigos cuya mediocridad humana
buscaba refugio en aquella socie-
dad organizada de modo que les
aseguraba una sustentación econó-
mica y cómoda, y un respeto y
una honorabilidad social más di-
fícil de alcanzar, o imposible de
escalar, desde la vulgar situación
de simples ciudadanos o, acaso, de
pobres labriegos. Algunas familias
numerosas y necesitadas estimula-
ban a sus hijos para que abrazaran
el estado clerical o ingresaran en
un convento, con el deseo de li-
brarles de la fatal pobreza de un
porvenir incierto, y sin que ello se
entendiera como una adulteración
de la propia fe; otros, con pareci-
das intenciones y sin necesidad de
tenerles que tachar a todos de an-
tipatriotas, se dedicaban a la vida
militar... En aquellos tiempos, uno
y otro estamento ofrecían, además,
la base para ser promocionado a
honores, ascensos o dignidades o
acceso a rentas y privilegios. En
cualquier caso, aun en los grados
menos elevados, eran estados que
socialmente eran respetados, lo
cual explica que no fuera infre-
cuente que algunos los abrazaran
para tener asegurada su posición y
gozar, a la vez, del halago de un
6 (86)
cierto prestigio, de virtuoso, de
bondadoso o de sabio, si se hacía
cura o religioso, o de valiente, hé-
roe o patriota, si militar. Eran los
tiempos de la mitificación del há-
bito, y del estado clerical y del
cultivo de la fama, de los blaso-
nes y del honor, aunque enseguida,
unos y otros, serían contestados
por el realismo inclemente de la
literatura picaresca, principalmen-
te española, que venía a rebajar
los mitos de todas las grandezas o
ambiciones, ya fuesen beatas ya
patrioteras. Por lo demás, los suce-
sos históricos vendrían a imponer
las realidades olvidadas. Sólo que,
los santos, en cada época de crisis,
sin necesidad de anticipar esas
reflexiones que luego los humanos
pueden hacer fácilmente a poste-
riori, ya intuían, en cada momento,
el modo de volver a la simplicidad
de la verdad evangélica, como lo
hiciera en su tiempo san Francis-
co, o san Antonio, o San Benito, y
como en la pomposa Roma rena-
centista hacía, con intuición sobre-
natural, san Felipe.
En Roma, en tiempos de san Fe-
lipe, pululaban los buscadores de
recomendaciones y empleos y los
ambiciosos de prelaturas y digni-
dades, envueltos en melifluos pre-
textos de buen celo por el bien de
la Iglesia y oportuna devoción al
papado ―que en otras partes el
protestantismo combatía—. Junto a
esto san Felipe recordaría al domi-
nico Savonarola, eliminado en Flo-
rencia por el rigor inhumano del
26
mayo
festividad
de
SAN
FELIPE
NERI
fundador
del
Oratorio
7 (87)
poder papal corrompido. Por lo
cual no era extraño que se mostra-
ra reticente frente al aparato cleri-
cal y creyera mejor posición la de
la libertad laical para dedicarse a
hacer el mayor bien posible a la
Iglesia.
La actitud de Felipe es compren-
sible, pero excesivamente radical,
porque ni todo estaba corrompido
en la jerarquía y la clerecía de la
Iglesia, ni todo lo que era necesario
para remediar aquel estado podía
hacerse desde una situación ex-
clusivamente laica. Fue el bueno y
prudente sacerdote Persiano Rosa
quien le convencería, haciendo,
con ello, un gran bien a Roma y a
la Iglesia.
De todas formas, en la primera
comunidad del Oratorio, se esta-
bleció que nadie aceptaría reco-
mendar o recabar influencias u ho-
nores para sí ni para otros, en la
Curia Romana, y quedaron para la
historia los grandes ejemplos de
los primeros discípulos del Santo
al oponerse a aceptar obispados y
dignidades eclesiásticas.
En el fondo de todo estaba el
grande y puro amor a la Iglesia
y una libertad fundamentalmente
evangélica, pero, en el caso de san
Felipe, concordante con el sentido
fuertemente autónomo del carácter
florentino. Mientras Roma era, o
parecía ser, la sede del poder, de
la organización y de la fuerza sola-
mente rivalizada por la imperial o
la del rey francés, Florencia repre-
sentaba la laboriosidad, el arte, la
inteligencia, la sabiduría, Roma
rezumaba paganismo, a pesar de
ser la ciudad corazón de la Iglesia.
San Felipe la amó con dolor por
eso, pero también con esperanza a
causa del bien que se podía y era
necesario hacer allí. Felipe llegó a
Roma, no como el aprovechado en
busca de prebendas o dignidades,
sino en pos de las huellas de los
primeros santos que, precisamente
allí, habían derramado su sangre
en testimonio de Cristo. Él dedica-
ría a Roma todo el resto de su vi-
da, por la misma causa que aque-
llos santos, predecesores en la fe.
Florencia seguiría presente en su
corazón con un amor jamás apaga-
do; pero ello no le impidió amar
también a Roma, a la que nunca
abandonó, hasta la muerte. Y toda-
vía más: san Felipe, como dice Pa-
pini, florentizó Roma; le sirvió el
primer original amor y carácter
florentino, y con la dulce mordaci-
dad de una ironía mezcla de inteli-
gencia, cariño y reprensión irrefu-
tables, contribuyó al desmontaje
de la pomposidad orgullosa de la
corte pontificia y a la reforma casi
festiva de las costumbres pagani-
zantes de los romanos.
El 26 de mayo de 1595, murió
san Felipe, cuando contaba 80 años
y 44 de sacerdocio. Trabajos, amor,
esperanzas, dolores y alegrías lo
habían vinculado de tal modo a la
ciudad cabeza de la Iglesia, que
enseguida se le reconoció ese pa-
trocinio de ininterrumpida vene-
ración popular que no es sólo el
8 (88)
que se le tributa solemnemente ca-
da año en el día de su Fiesta, sino el
diario acudir de los fieles romanos
a su sepulcro, como al Padre que no
se olvida y cuya bendición y ejem-
plo nos acompañan sin cesar.
{Fotografías}:
Interiores de la iglesia del Oratorio de Albacete
9 (89)
Actualidad del mensaje
de san Felipe Neri
«Hombre de fe profunda y sacerdote fervoroso, genial y
de amplia visión, dotado de carismas especiales, supo
mantener indemne el depósito de la verdad y lo
transmitió íntegro y puro, viviéndolo íntegramente y
anunciándolo sin ninguna clase de compromisos»
{Fotografía}: Dibujo del interior de la Iglesia del Oratorio de Albacete, por Carlos Blanc.
HACE un año, en la fiesta de nues-
tro Padre san Felipe, el papa Juan Pablo II,
estuvo en la "Chiesa Nuova" —así la llama
el pueblo romano vulgarmente— de santa
María de la Vallicella, fundada por el mis-
mo Santo y donde se conserva su cuerpo,
y celebró la santa Misa. Después del Evan-
gelio, pronunció la siguiente homilía:
Queridos hermanos y hermanas:
No podía faltar mi visita a este lugar
santo y amado por los fieles de Roma, para
venerar a aquel que fue designado como
"Apóstol de la Ciudad", san Felipe Neri, co-
patrono, con Pedro y Pablo, de esta ciudad
de Roma.
10 (90)
Mi venida aquí era un deber, era una
necesidad del alma y era, también, una res-
petuosa esperanza. En esta iglesia, donde
descansa el cuerpo de san Felipe Neri, expre-
so antes que nada mi saludo más cordial a
los sacerdotes que son sus discípulos.
Luego, con particular amor, os saludo a
vosotros, fieles y, en vosotros, deseo llegar
a todos los fieles de Roma, ciudad de san
Felipe Neri, tan amada y colmada de bene-
ficios por él, cuyo recuerdo vivo y santifican-
te se mantiene presente.
Vosotros sabéis que en el período de su
permanencia romana, desde 1534, cuando
llegó como desconocido y pobre peregrino,
hasta 1595, año de su bienaventurada muer-
te, san Felipe Neri tuvo un vizísimo amor
por Roma. Por Roma vivió, trabajó, estudio,
sufrió, rogó, amó y murió. Tuvo siempre a
Roma en la mente y en el corazón, en sus
preocupaciones, en sus proyectos, en sus ins-
tituciones, en sus alegrías y, también, en sus
dolores. En beneficio de Roma fue san Feli-
pe un hombre de cultura y de caridad, de
11 (91)
estudio y de organización, de adoctri-
namiento y de oración; por Roma fue
sacerdote santo, confesor infatigable
educador ingenioso y amigo de todos, y
de manera especial fue un experto y
respetuoso director de conciencias. A él
acudieron papas y cardenales, obispos
y sacerdotes, príncipes y políticos, reli-
giosos y artistas; en su corazón de padre
y de amigo confiaron ilustres personas,
como el historiador Cesare Baronio y el
célebre compositor Palestrina, san Car-
los Borromeo y san Ignacio de Loyola,
y el cardenal Federico Borromeo.
Pero su pequeña y pobre habitación
fue, sobre todo, el lugar de encuentro
de una multitud inmensa de humildes
personas del pueblo, de gentes que acu-
dían a él con sus penas, con sus proble-
mas, marginados de la sociedad, jóve-
nes, adolescentes, que corrían a él en
busca de consejo, perdón, paz, aliento,
auxilio material y espiritual. La activi-
dad benéfica de san Felipe fue tal y tan
grande, que la Magistratura de Roma
decretó regalar cada año un cáliz a su
iglesia en el día aniversario de su muer-
te, como señal de veneración y de agra-
decimiento.
Le tocó vivir en un siglo dramático,
ebrio a causa de los descubrimientos al-
canzados por el ingenio humano y el
esplendor de las artes clásicas y paga-
nas, pero que estaba en crisis radical
por el cambio que se obraba en la men-
talidad. San Felipe apareció como un
hombre de fe profunda, como un sacer-
dote fervoroso, genial y de amplia vi-
sión, dotado de carismas especiales, que
supo mantener indemne el depósito de
la verdad y lo transmitió íntegro y puro,
viviéndolo íntegramente y anunciándo-
lo sin ninguna clase de compromisos.
Por este motivo su mensaje es siem-
pre actual y nosotros debemos de escu-
charlo y seguir su ejemplo.
En el tesoro de sus enseñanzas y en
las anécdotas de su vida, siempre tan
interesantes y oportunas, algunas pers-
pectivas pueden sernos particularmente
actuales para el mundo de hoy.
1. LA HUMILDAD DE LA INTELIGENCIA
Es la primera nota de san Felipe.
En realidad la soberbia de la inteli-
gencia constituye un peligro fundamen-
tal. San Felipe la veía peligrosamente
vigorosa en aquel siglo autosuficiente y
rebelde, y por esto insistía particular-
mente sobre la humildad de la razón y
sobre la penitencia interior. La inteli-
gencia es un don de Dios que hace al
hombre semejante a él; pero la inteli-
LUNES, 26 DE MAYO,
EN LA EUCARISTÍA VESPERTINA DE LAS 8,
CELEBRAREMOS LA FIESTA DE NUESTRO PAIRE
SAN FELIPE NERI
EN ALABANZA DE DIOS
12 (92)
gencia debe aceptar sus límites.
La inteligencia debe alcanzar el
Principio necesario y absoluto que rige
el universo; reconocer la divinidad de
Jesucristo y la misión divina de la Igle-
sia; y luego detenerse frente al misterio
de Dios, el cual, siendo infinito, perma-
nece siempre obscuro en su naturaleza
y en sus operaciones; la inteligencia
debe aceptar su ley, que es ley de amor
y de salvación, y abandonarse confia-
damente a su proyecto que, por ser eter-
no, supera ontológicamente todas las
perspectivas humanas.
San Felipe insistía sobre este sentido
de humildad frente a Dios. Llevando
la mano sobre la frente, solía afirmar
frecuentemente: «La santidad está en
estos tres dedos de espacio», querien-
do significar que ella dependía esen-
cialmente de la humildad de la inteli-
gencia.
2. COHERENCIA CRISTIANA
Es la segunda enseñanza de san Fe-
lipe, muy válida y siempre actual.
Con sabiduría cristiana supo él ex-
traer de los principios de la fe, las razo-
nes profundas de su actividad y de su
vida entera. Y de esta lógica de fe nació
espontáneamente un estilo de vida ca-
racterizado por la alegría, la confianza,
la serenidad, el sano optimismo, que no
es banalidad facilona e insensible, sino
visión trascendente de la historia, visión
escatológica de la realidad humana. De
esta alegría interior nacía su extraordi-
naria fuerza apostólica y su fino y pro-
verbial humorismo, por lo cual se vino
en llamarle "el santo de la alegría" y
su habitación denominada "casa de la
alegría". Sobre este estilo de vida dulce
y austero, alegre y comprometido, el
fundó el "Oratorio", que se difundió por
el mundo y que, entre muchos méritos,
tuvo el de contribuir al desarrollo de la
música y del canto sagrado.
San Pablo escribía: «Estad siempre
alegres en el Señor. Os lo digo de nue-
vo: Estad alegres. Vuestro buen com-
portamiento que sea patente a todos».
(Filip. 4, 1-5).
Tal fue san Felipe: un hombre de
alegría y afable. Quiera el cielo que
también cada uno de nosotros pueda
alcanzar esa alegría que nace del con-
vencimiento y de la vivencia de la fe
cristiana.
3. LA PEDAGOGIA DE LA "GRACIA"
Es una tercera lección de nuestro
santo, siempre actual y necesaria.
San Felipe, si bien respetando la
singularidad personal de cada sujeto,
situaba el "proyecto educativo" sobre
la realidad de la "gracia" y lo desarro-
llaba en estas direcciones principales:
conocimiento de cada niño o joven en
particular, mediante la atención pacien-
te y afectuosa; iluminación de la mente
con las verdades de fe, por medio de
lecturas y meditaciones; devoción euca-
rística y mariana; caridad con el próji-
mo; fomento de la alegría.
13 (93)
{Fotografía}:
El mundo de hoy
tiene una gran nece-
sidad de educadores
sensibles y bien pre-
parados, y que sean
maestros en el venci-
miento de la tristeza
y de la sensación de
soledad e incomuni-
cabilidad que aflige
a tantos jóvenes y no
pocas veces causa su
ruina.
Como san Felipe,
enseñad también vos-
otros, padres y edu-
cadores, «todo lo que
es verdadero, noble,
justo, puro, amable,
honesto, lo que es
virtuoso y merece
ser alabado» (Filip.
Carísimos fieles de
Roma:¡Cuántas cosas
podemos y debemos
aprender de nuestro
gran Santo! Nos ha-
bla a cada uno de
nosotros: «Cor ad cor
loquitur», como de-
cía el gran cardenal
Newman, convertido
del anglicanismo. ÉI,
cuando después de
largos y metódicos
estudios históricos y
de sufrimientos inte-
riores, fue vencido
por la evidencia de
las pruebas que le
llevaron al catolicis-
mo y a entrar en la
14 (94)
Iglesia de Roma, y pudo conocer la
vida y la espiritualidad de san Felipe,
por su profundidad, equilibrio y dis-
creción, se enamoró de tal modo de su
figura, que quiso hacerse sacerdote ora-
toriano. Fundó el Oratorio en Inglate-
rra, siguió siempre sus ejemplos, como
lo atestiguan sus admirables escritos, y
lo llamo mi personal Padre y Patrón
y, en el nombre de san Felipe, quiso que
terminara la más famosa de sus obras:
«Apologia pro vita sua».
También para nosotros san Felipe
continúa siendo "Padre". Invoquémos-
lo. Escuchémoslo.
Una de sus más amables caracterís-
ticas fue el tierno amor a María San-
tísima, que frecuentemente invocaba
"Mater gratiae", con total y filial con-
fianza. Afirmaba, lleno de amor hacia
la Madre del Cielo: «Esta sola razón
hubiera bastado para dar alegría al
hombre fiel, el saber que María Virgen
está cerca de Dios y ruega por él» (co-
mo refiere su biógrafo Bacci).
Oigamos a san Felipe Neri, conven-
cidos de que, quien tanto amó a Roma
en vida, continúa protegiendo y ayu-
dando a sus fieles.
Dice un biógrafo de san Felipe, que nuestro Santo
tenía una particular repugnancia a la afectación,
tanto en sí como en los demás, cuando se trataba
de hablar, de vestir o de cosas parecidas.
Evitaba toda ceremonia que supiese a cumpli-
miento palabrero, y siempre se manifestaba parti-
dario de la sencillez en todas las cosas; así, cuan-
do tenía que tratar con hombres de prudencia
mundana, no podía acomodarse a ellos fácilmen-
te. Evitaba, en cuanto le era posible, todo trato
con personas de "dos caras", que no decían lisa
y llanamente lo que pretendían en sus transac-
ciones. No podía tolerar a los embusteros; y re-
comendaba continuamente a sus hijos espiritua-
les que los evitasen como una peste.
Éstos son los principios que yo seguía antes de
ser católico; estos mismos principios son los que
confío me guiarán hasta el fin.— J. H. card. NEWMAN, C. O.
15 (95)
LA "CHIESA NUOVA"
NO habrá un solo peregrino o
visitante de Roma, que no
haya pasado por delante de
la "Chiesa Nuova". Desde la Sta-
zione Termini, que alberga también
la Terminal de las líneas aéreas, se
va a la plaza de san Pedro descen-
diendo por la espléndida Via Na-
zionale y, tras un par de inevitables
recodos a que obligan las interfe-
rencias de la monumentalidad, se
alcanza la plaza de Venecia y su
casi montaña de mármol del mo-
numento a Vittorio Emanuele II,
sorprendente, pero que no puede
competir ni con el Colosseo que ya
se divisa al fondo, ni con la colon-
nata berniniana que, enseguida, al
final de la Via Vittorio Emanuele
II, abraza la plaza de san Pedro.
Pues bien, en este último trayecto,
existen tres hermosas y famosas
iglesias del Renacimiento: en pri-
mer lugar, el Gesú, de la Compañía
de Jesús; luego sant Andrea della
Valle, la mayor de las tres, y, poco
antes de atravesar el Tíber, la plaza
de la "Chiesa Nuova" y su iglesia.
Toda Roma conoce esta plaza y
esta iglesia. Es la Iglesia de los Pa-
dres del Oratorio de san Felipe Neri.
El título sería de santa María de la
Vallicella, aunque comúnmente to-
dos la llaman la "Chiesa Nuova".
La Vallicella, de la cual la iglesia
toma el nombre, recuerda un pe-
queño valle, actualmente rellenado,
que correspondía al antiguo Taren-
to, lugar con declives y charcos,
donde fue descubierto un muro
romano en lo que es ahora la parte
izquierda de la iglesia. Cerca había
también una pequeña iglesia que,
según algunos, databa del tiempo
de san Gregorio Magno (535-604).
Siguiendo los consejos del papa
Gregorio XIII, San Felipe aceptó
esta pequeña iglesia y decidió de-
rribarla para construir, en su lugar,
la actual, más espaciosa y bella. La
primera piedra de esta edificación se
colocó el 17 de setiembre de 1575, y
ofició la solemne ceremonia el ar-
zobispo de Florencia (san Felipe era
florentino) Alejandro de Medicis,
que luego sería el papa León XI.
San Felipe Neri no quiso pedir
dinero para esta edificación, cier-
tamente costosa, y se limitaba a
aceptar el que espontáneamente
le daban amigos y devotos suyos.
Cuando alguno se lamentaba de la
grandiosidad del proyecto y el peli-
gro de tener que paralizar los traba-
jos por falta de recursos, san Felipe
le reprochaba la poca fe, y decía:
«soy capaz de mandar derribar lo
hecho y comenzar de nuevo una
iglesia mayor». Pudo celebrarse en
ella la Misa por primera vez el 23
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de febrero de 1577, si bien no estu-
vo totalmente terminada hasta el
año 1599, cuatro años después de la
muerte de san Felipe. La hermosa
fachada actual data de 1605, que se
destaca sobre la escalinata, entre
columnas corintias las puertas de la
iglesia, y levemente cóncava la ver-
ticalidad de la fachada de la casa.
En conjunto, intervinieron varios
arquitectos, sucesivamente: Matteo
da Città di Castello, Martino Lunghi
il Vecchio, Fausto Rughesi da Mon-
tepulciano, Tempesta, Borromimi.
La planta de la iglesia tiene for-
ma de cruz latina. Sería largo el co-
mentario de las obras de arte que
se contienen en capillas, muros y
techo. Merece, de todos modos,
una especial referencia, el san Feli-
pe de Guido Reni, las pinturas del
techo de Pietro da Cortona, otras
de Maratta, de Rubens... la estatua
de san Felipe de Algardi, que pre-
side la famosa sacristía, ella sola
constituyendo un recinto monu-
mental extraordinario, debida al ar-
quitecto Marucelli, severa, elegante,
una de las más bellas de Roma.
En el altar mayor tres pinturas
famosas de Rubens y un gran Cru-
cifijo, entre los más bellos de la
época, obra del escultor francés
Guillaume Berthelot (1570-1648).
Sigue en importancia al altar
mayor la capilla del Santo funda-
dor de la iglesia, Felipe Neri. Un ad-
mirador ferviente del Santo, Nero
del Nero, quiso costear una tumba
digna, situada en la parte izquierda
del altar mayor. Puso en ella la pri-
mera piedra el 6 de julio de 1600 el
cardenal Tarugi, buen discípulo del
Santo y, al cabo de dos años, se tras-
ladó allí definitivamente el cuerpo
de san Felipe Neri. Era el 24 de ma-
yo, siete años después de su muerte.
El altar sepulcral consta de un
cofre de bronce con paredes de cris-
tal, a través del cual se ve el cuerpo
del Santo revestido de ornamentos
sacerdotales; sobre el altar la copia
en mosaico del retrato de san Feli-
pe, obra de Guido Reni (1575-1642).
No tan directamente accesibles
al público están las habitaciones
de san Felipe, en parte reconstrui-
das y en parte —lo que había sido
oratorio privado del Santo— trans-
portadas integralmente de las anti-
guas. Junto con el sepulcro mencio-
nado son el recuerdo más personal
que se conserva de san Felipe Neri,
además de lo que se podría llamar
gran relicario constituido por la
pequeña iglesia y casa de san Jeró-
nimo de la Caridad, casi contiguas
a la plaza Farnese, no muy lejos de
la "Chiesa Nuova".
Lo que constituye la casa de la
Vallicella se debe al arquitecto
Francesco Borromini (1599-1667);
es un grandioso pentágono irregu-
lar que comprende, además de los
característicos patios y del reloj
barroco, la Biblioteca Vallicelliana
con su importante escalinata y el
gigantesco altorrelieve que evoca
el encuentro entre el papa san León
Magno y Atila, la magnífica Aula
del Oratorio y la antigua habita-
ción de los Padres.
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San Felipe Neri,
el apóstol de Roma
El padre Carlos Gasbarri, es uno de los que más ha estudiado
la figura de san Felipe, y, en nuestros días sin duda el que mayor-
mente ha contribuido con sus obras y sus colaboraciones periodís-
ticas, al comentario y difusión de los aspectos más salientes de
nuestro Santo. Ofrecemos una muestra en este breve artículo suyo.
LA FIGURA de san Felipe es
siempre popular en Roma. Es
frecuente oír repetir por hu-
milde gente del pueblo frases o
episodios relacionados con la vida
y la obra de este santo, tan conoci-
do, porque está dotado de una pro-
funda carga de humanidad, que
abarca instintivamente su carácter
alegre y, al mismo tiempo, reflexi-
vo, como corresponde a un hijo de
la Florencia de siglo XV.
«Sed buenos, si podéis...», decía a
los chicos alborotados, y añadía en
tono más suave: «Y si no podéis…
que Dios os bendiga igualmente».
Y estas frases se van repitiendo
todavía en nuestros días, y no sólo
en el barrio Parione o Banchi, don-
de el santuario de la Vallicella re-
presenta, junto al sepulcro del San-
to, el corazón religioso del centro
histórico de Roma. Más allá del Tí-
ber, es el reino de san Pedro, como
el Laterano lo es de la tradicional
sede del Pontificado antiguo, y san-
ta María la Mayor del culto de la
"Salus Populi Romani". Estos luga-
res son el patrimonio secular de la
Urbe Cristiana.
Pero volviendo a san Felipe es
obligado hacer memoria de algo
más importante que las agudezas de
su ingenio o las anécdotas sabrosas
e inteligentes que le fueron propias.
Él fue, hace ya cuatro siglos, el
sacerdote que comprendió toda la
importancia de la estrecha cola-
boración, en el plano espiritual y
de las obras, entre el clero y el lai-
cado. Precisamente por esto fundó
el Oratorio, esto es, un lugar de
oración, de formación interior, de
irradiación de obras de caridad en
forma colectiva. Y al servicio de
esta institución tuvo junto a sí un
núcleo de colaboradores más ínti-
mos, y sus sacerdotes, que son pre-
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cisamente los Oratorianos, que han
dado, no sólo a Roma, sino a la his-
toria espiritual y cultural de Roma
y de la Iglesia, hombres como el
historiador Baronio, obispos como
Tarugi, Bordini, Ancina y, al mis-
mo tiempo, una serie de doctos ar-
queólogos, historiadores y artistas.
La arqueología cristiana tuvo su
inicio por la devoción de Felipe,
todavía laico, al culto de los már-
tires y la frecuentación de las
Catacumbas. Y precisamente el
Santo quiso que en las reuniones
oratorianas se alternaran el estu-
dio, oraciones y arte, y dio impulso
a aquella música laudística, que
desembocó luego en la composición
seicentesca del oratorio musical,
cultivada por Animuccia, Anerio,
Palestrina y otros hasta Perosi.
Iniciador de una ciencia, la ar-
queología, llevó de consecuencia al
desarrollo de otra: la historia, en
la que el discípulo Baronio edificó,
en largos años de paciente estudio
e investigación, los volúmenes de
los "Anales Eclesiásticos", dando
así a la Iglesia —como reconoció
el docto y gran conocedor de libros
Pío XI— la plena conciencia de
su historia.
Las reuniones oratorianas tam-
bién favorecieron la difusión de
una nueva oratoria sagrada, senci-
lla, humilde, pero fervorosa, depu-
rada de baratijas abarrocadas, con
lenguaje común, garboso y claro
sobre las cosas de Dios. Era el esti-
lo congenial de san Felipe.
Pablo III, al iniciarse la tormenta
protestante, había dicho, pensando
en los remedios: «No seremos ca-
paces de limpiar el mundo si antes
no empezamos por limpiar nuestra
propia casa». Y dijo bien, pero el
que efectivamente hizo bien, fue
Felipe Neri y sus ilustres amigos:
Carlos y Federico Borromeo, Igna-
cio de Loyola, Camilo de Lellis,
Giovanni Leonardi y tantos otros,
menos conocidos, pero ciertamente
no menos eficaces en la difusión
del bien. Del mismo modo conver-
só amigablemente y discutió de
teología y ciencias sagradas, y ayu-
dó a hombres de estudio como Cu-
sano, Parravicino, Valier, Peleotti,
Antoniano... todos los cuales fue-
ron luego fieles colaboradores de
la obra reformadora que consagró
el Concilio Tridentino.
Irradió a su alrededor una ascé-
tica serena y una pedagogía basa-
da en el sentido práctico, dejando,
también en estos sectores su espe-
cial horma, que fue más tarde se-
guida desde Francisco de Sales a
Juan Bosco.
Es pues con justicia que los ro-
manos se sienten orgullosos y feli-
ces de tener como copatrón de su
ciudad, a san Felipe, el florentino
trasplantado a Roma.
San Felipe, al fundar el Oratorio, tuvo muy presentes en su espíritu la
sociedad cristiana en toda la fe, la sencillez y el amor de los primeros
tiempos de la Iglesia. - Alfonso card. Capecelatro, C. O.
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CONCIERTO
DE SAN FELIPE
EN LA IGLESIA DEL ORATORIO
Martes, 27 de mayo, a las 8,30 de la tarde
por el
CORO UNIVERSITARIO
DE E.G.B.
Director: RAMÓN SANZ VADILLO
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 30. 4. 80
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