Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 178. JUNIO. Año 1980
SUMARIO
LA IGLESIA de Cristo, purificada, renovada, no para
que sea el remedio de los males del mundo ―la
Iglesia no es una solución, sino una levadura,
ni porque las promesas de Cristo nos hagan olvidar la
dura realidad de la vida, la Iglesia no es una enajena-
ción, sino un lugar para el compromiso de la fe―. La
Iglesia purificada, renovada, cada día y en cada época
de la historia de la humanidad, para que todos puedan
entender el anuncio de la fe y la invitación a la gracia
que ofrece a los hombres para gloria, en primer lugar, de
Dios mismo y su reino. Las añadiduras vendrán luego, sin
pretenderlas. De ellas nos basta con el pan de cada día.
Sólo con este espíritu se puede preparar el reino de Dios.
EL VIENTO DEL ESPÍRITU
EL MEDIO
EL HIJO DIFÍCIL
LA MÚSICA EN EL ORATORIO DE ALBACETE
ROMA
LA PARADOJA DE UNA REBELDÍA
LA PAZ TODAVÍA ES POSIBLE
«ESE HOMBRE ERES TÚ»
1 (101)
tiempo de oración:
EL VIENTO DEL ESPÍRITU
Más despacio hacia Ti, pero seguros;
pero seguros no, sino con tiento:
haciendo nudos a través del viento
para saber volver. Vamos oscuros
palpando a ciegas los espesos muros
de tus manos. El tiempo se hace lento
dentro del corazón: presentimiento
de que el mirar y el ver caigan maduros.
No hay camino hacia Ti; se va inventando
con presentir y amar y estar atento
al silencio de Dios que va brotando
debajo de los pies. Así te invento:
presiento, escucho, piso y voy andando,
y haciendo nudos a través del viento.
Jesús Tomé
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El medio
EL TEMPLO, aquí, es el medio, y el medio es el sacramento, es decir, lo
que se configura como signo eficaz del encuentro gratuito con Dios.
Ese medio y ese sacramento se resume en la Iglesia, aunque la reco-
nozcamos como construcción terrena, que camina hacia su destruc-
ción en favor de la Ciudad nueva y definitiva. Ciudad nueva y cielo
nuevo: última creación de Dios. Ciudad que ya no necesita signo o sacra-
mento, ni templo ni rito, porque Dios mismo es su templo, sin más ritual que
la libertad del amor.
El templo definitivo de Dios es Dios mismo: él se contiene en él se
acogen las inteligencias creadas que le invocamos. Y templo de Dios es
cada conciencia. Lo que es medio y signo, está fuera de Dios y fuera de nos-
otros mismos, y es lo provisional: santo porque se mueve en la búsqueda y
por el camino de lo santo, pero no perfecto o acabado en la santidad por-
que todavía no la ha podido alcanzar, porque todavía está en el camino.
Ese medio, ese lugar o signo donde se nos va descubriendo Dios y don-
de podemos encontrarlo, es la Iglesia peregrina por el mundo, a la que in-
justamente exigimos perfección definitiva, cuando confundimos el camino
con la meta, idolatrando el signo antes de alcanzar el fin que nos señala, o
transfiriendo fuera de nosotros ―y por lo tanto en ella― lo que debería ser
propia exigencia sobre nosotros mismos, pero que rechazamos hipócrita-
mente por soberbia o complejos histéricos de culpa no resueltos.
La Iglesia es el medio y el signo, la Iglesia es el sacramento gratuito de
Dios cerca de nosotros; en ella se encuentra a Dios y se crece en ese cono-
cimiento que nos encauza al fin, à la Ciudad definitiva y nueva de la vida y
del amor, que es él mismo. Dios está en la imperfección del signo, porque
es misericordioso y, de todos modos, entre todo lo que en la vida es signo
y medio, la Iglesia es el menos contaminado y el más sincero en señalar a
Dios para quien sinceramente lo busca. La Iglesia jamás ha borrado una
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tilde de la Palabra de Dios, ni se ha proclamando definitivamente santa,
porque tiene conciencia de la provisionalidad del bien que haya podido Al-
canzar mientras peregrina, porque jamás ha renunciado a la aspiración de
un crecimiento que le aproxima a la única fuente y completez de bien, que
es Dios. Templo de Dios no lo son las estructuras ―temporales, provisiona-
les, perfectibles, falibles―, sino él mismo, y, además, en el tiempo, cada con-
ciencia. Tal vez en las estructuras, pero solamente desde la conciencia se
va a Dios.
Por esto en el tiempo de Pascua, mientras se nos ofrece la visión joáni-
ca del Apocalipsis, donde en Dios se resume toda la creación transformada
para su gloria, no cesa la Iglesia ―¡bendito signo y medio de la fe!― de ur-
girnos a la propia conversión, que equivale a acoger la presencia de Dios
en nosotros, presencia que no es compañía en los caminos, sino penetra-
ción en las conciencias, viento del espíritu en el alma, incandescencia de
vida divina en el vértice del ser del hombre, que os templo de Dios. Lo de-
más son caminos, medios, estructuras, signos y basta sacramento. Pero no
son Dios mismo. De nada vale pisarlos, o estar y seguir en ellos si el alma
rueda hueca de Dios, sin contacto con la realidad trascendente que seña-
lan. Pero todo signo es una gracia y, precisamente porque es gracia, debe
ser correspondida con reconocimiento. No podemos despreciar a la Iglesia,
porque es una gracia y un don de Dios a los hombres. Esa gratitud ya indi-
ca que comenzamos a entender ese estar de Dios en medio de nosotros.
Por los caminos de este conocimiento podemos seguir andando desde nues-
tra conciencia al templo definitivo de Dios: cielo nuevo y tierra nueva. Allí
donde lo primero, donde los medios ya no existirán, porque todo lo llenará
y será Dios mismo, en todos.
Como pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes
amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a ase-
sinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ahora ofrezco a
Dios mi sangre por la redención y la resurrección de El Salvador.
El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si acepta
Dios el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la
señal de que la esperanza será pronto una realidad.
Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y
como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede usted decir, si llega-
sen a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan.
Ojalá así se convencieran que perderán su tiempo. Un obispo morirá,
pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás.
Mons. ÓSCAR ROMERO,
en una declaraciones al diario Mercurio,
de México, poco antes de su martirio.
4 (104)
EL HIJO DIFÍCIL
EL HIJO difícil no es el hijo re-
belde ni, menos, el mal hijo,
ni, tampoco, el hijo pródigo.
El hijo difícil es el que todavía
ama ―incluso precisamente por-
que ama― y ha de ser amado, o no
podemos pasar de seguir amándole.
El hijo difícil es el que no enten-
demos o no nos entiende, pero que
insiste queriéndonos entender y
porfiamos en querer entenderle a
él. Todos los hijos son un misterio
para sus padres, pero el hijo difícil
lo es en mayor medida, porque se
constituye en reto insoslayable que
exige, que pide sin palabras, pero
con vehemente actitud, una comu-
nión necesaria y deseada.
En las familias numerosas, y has-
ta en las reducidas, no es extraño
el tipo sorprendente del hijo difícil,
ese que da más quebraderos de
cabeza que ningún otro, que se pa-
rece, en la exigencia de la atención
y del amor que reclama, a la oveja
de la parábola que, descarriada,
absorbía la preferencia momentá-
nea que se hubiera de haber repar-
tido entre las restantes noventa y
nueve que no daban problemas.
El verdadero hijo difícil no es,
empero, el descarriado, sino el que
lleva por lo menos una gran parte
de bien intencionada razón, aun-
que no alcancen a comprenderla
los mismos que bien le quieren. Y
por eso sufre él y sufren los demás,
porque si no alcanzan a compren-
derle tampoco pueden condenarle,
ni despreciarle, ni abandonarle. Se-
ría demasiado simple, para los que
le tienen cerca, calificarle de malo
o rebelde, porque es cierto que no
traiciona el vínculo que lo ha en-
gendrado y que ama el tronco de
que procede, y no existe en él asomo
de aprovecharse egoístamente de
la savia que le ha nutrido y man-
tiene en el ser. Los hijos aprove-
chados no son difíciles: basta con
asignarles convencionalmente la
satisfacción de una parcela concor-
dante con la mediocridad de sus, en
general, raquíticas capacidades, pa-
ra que se consideren relativamente
satisfechos y sigan vegetando entre
disimulaciones de su vanidad de
titulares de la troncalidad que les
honra y en la que sigue asegurada
una suficiente ración de egoísmos,
5 (105)
decorosamente barnizados de reco-
nocido prestigio o de apariencia
virtuosa. Calculadores, evitan los
riesgos; nunca exponen nada, pero
se adicionan, capitalizan de otros
para sí, heredan de la ley y del
tiempo, como en las prescripciones
jurídicas y, además, se revisten con
el título de "buenos", como el hijo
mayor de la parábola, hermano del
pródigo.
La Iglesia, como toda familia, y
porque es una grande y universal
familia, también tiene hijos difíci-
les. Junto a esos hijos difíciles tiene,
también, los buenos y fieles, los
sencillos y perseverantes, los que
están siempre cerca del corazón de
la madre, pero igualmente cerca
de los hermanos. Tiene, también,
junto a los buenos, los que ni son
buenos ni son difíciles, los que se
limitan a buscar en ella ―como
los hijos de familia para los que
siempre "paga papa"― seguridad,
decoro, y cuya fidelidad blasonada
u ostensible perseverancia, cabría
en los escalafones vanidosos de las
"esperanzas cortesanas", equivalen-
tes a las promociones mundanas.
Ese tipo de cristianos, si los hubo,
nunca fueron herejes. Ni santos y,
acaso, ni cristianos...
Es claro que los hijos de la Igle-
sia no fueron santos porque fueron
difíciles, sino, al contrario, porque
eran santos, crearon, sin preten-
derlo, dificultades, al chocar con la
mediocridad, la rutina, el conven-
cionalismo, la prevalencia del de-
coro asegurado. Hijos difíciles la
Iglesia siempre los tuvo, por for-
tuna. Lo fueron Pablo de Tarso,
Agustín de Hipona, Tomás de Aqui-
no, Francisco de Asís, Felipe Neri,
José de Calasanz, Teilhard de Char-
din... Y también hoy los hay, aun-
que sea arriesgado componer listas
LAUS
No se publica durante los meses
de julio, agosto y septiembre.
Reaparecerá el mes de octubre.
6 (106)
de contemporáneos, e igualmente
peligroso sentirse inclinado a figu-
rar en la lista, por aquello de la
escurridiza tentación de lo ambi-
guo de la autojustificación, que
puede salvar las apariencias aun
escondiendo la corrupción. Sin em-
bargo es cierto que el crecimiento
de la Iglesia y el esclarecimiento
de la verdad divina que anuncia,
en medio de las transformaciones
y graves crisis del mundo, se ha
debido a la providencial aparición
de esos fieles hijos de Dios, aunque
difíciles hijos de la Iglesia, los cua-
les, porque la amaban, no podían
resignarse a no añadir o modular
una palabra, o un gesto más a los
que de ella habían aprendido para
que la única verdad fuese mejor
entendida por los demás hermanos.
Ni han pretendido, ni pretenden
despertar dudas ni esparcir confu-
siones, sino que, como Newman de-
cía, supieron y saben que la fe que
es un conocimiento sobrenatural
de Dios y de su proyecto del hom-
bre y del mundo solamente pue-
de ser posible en el hombre que, al
mismo tiempo, es capaz de la duda.
En realidad, aunque sorprendieran
y sorprendan a timoratos o a los
que confunden a la Iglesia con una
sociedad de seguros eternos, les ha
ocurrido y les ocurre que no se
resignan a interpretar a Cristo des-
de la Iglesia, sino que quieren re-
interpretar a la Iglesia desde Cristo.
Trabajo arduo, en el pensamiento
LA TRADICIÓN
Una falsificación del concepto
de Tradición, rechaza el
presente para agarrarse sólo a
un pasudo ya superado. La
Iglesia, decía Juan XXIII el 13
de noviembre de 1960, «no es
un museo de arqueología: sino
la antigua fuente de un pueblo
que da el agua a las
generaciones de hoy, del mismo
modo que la suministró a las
del pasado». La Tradición no es
una cisterna, sino un río que,
desde su nacimiento, no cesa de
canalizarse y penetrar por
países y tiempos, mientras
continua incorporándose otros
afluentes, pequeños o grandes.
Es falsificar la idea de la
Tradición pretender
identificarla, al detenerla y
fijarla, en uno de los momentos
del pasado... La Tradición es
la transmisión y entrega en
cada momento de la historia y
a cada variedad de hombres, de
lo que, después de haberse
dado en el origen y atravesado
espacios y tiempos, se hace
actual, presente, joven y
viviente aquí y ahora.
YVES CONGAR.
7 (107)
Y en el amor, ciertamente necesa-
rio, aunque arriesgado.
No hace falta que, al buscar el
tipo actual de hijo difícil de la
Iglesia, nos detengamos a señalar
a tal o cual teólogo de nota, o que
nos impresionemos por noticias
oídas o leídas de casos demasiado
concretos. El verdadero hijo difícil
de la Iglesia, hoy en día, con algu-
na que otra salvedad, es ese mundo
que tenemos delante y que nos tie-
ne y tenemos dentro. El hijo di-
fícil de la Iglesia es ese mundo al
que, nosotros mismos tal vez, habí-
amos calificado precipitadamente
—¡cómodo triunfalismo!― de cris-
tiano, sin habernos ni haberlo con-
vertido y que, de repente, se nos
torna crítico y pide con implícita
pero inequívoca exigencia, que le
demos la única respuesta que po-
dría curar sus males, pero que so-
lamente podrá entendernos y sola-
mente podríamos curarlo si, antes,
nos convertimos nosotros —si nos
re-convertimos― los "buenos".
Este mundo no es enemigo de
Dios. Es nuestro hijo y muestro
hermano "difícil". Este mundo lo
ha hecho Dios, pero también lo
hemos hecho nosotros, aunque nos
lo encontremos ahí. Lo mismo que
pasa con los hijos y con los herma-
nos. No podemos pasar de amarlo
y, en realidad, también nos ama,
aunque grita palabras cambiadas.
Es un misterio, pero también una
esperanza y un reto.
LA MÚSICA
EN EL ORATORIO
DE ALBACETE
NO TENEMOS costumbre
de hacer balances de acti-
vidades, en parte porque
no lo requiere la modes-
tia de nuestro ordinario
quehacer, en parte ―o
principalmente― porque no es el es-
tilo que gustaba a san Felipe. Pero
esta vez nos damos cuenta, al cerrar
el curso, que este último período ha
sido significativamente marcado por
la presencia de la música en nuestro
Oratorio, bien por los actos que direc-
tamente hemos organizado, bien por
los celebrados en casa en colaboración
con otras entidades u organismos, lo
cual, si es verdad que no representaba
una novedad, ha sido más frecuente
esta vez, puesto que, en conjunto,
hemos tenido hasta siete conciertos,
si incluimos el familiar con que nos
obsequió ―o, mejor, con que nos
obsequiamos― el propio Coro del
Oratorio, el día de la fiesta de nuestro
santo Padre Felipe Neri, en el encuen-
tro amigable que solemos tener todos
los años, después de celebrar la Euca-
ristía, cuando pasamos a la Sala del
Oratorio e, inevitablemente, no pode-
mos menos que recordar los días no
tan lejanos en que se echaban los
cimientos a esta todavía joven inicia-
tiva cristiana, que es el Oratorio para
esta ciudad de Albacete.
Todo lo cual nos alegra porque res-
ponde a la fidelidad de la tradición
oratoriana ―no podemos olvidarnos
de s. Felipe y Palestrina, del Oratorio
musical, ni del cultivo siempre vivo
que de la música hicieron y hacen los
Oratorios de Londres, de Vicenza, de
Barcelona, de Roma...―, sino porque
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significa que los albacetenses son sen-
sibles a los valores espiritualizadores
de la belleza y que existen los que, en
buena voluntad, quieren cultivarla en
alabanza de Dios. Al fin y al cabo la
belleza es el resplandor de lo bueno,
y el bien absoluto coincide con Dios.
Así, en este curso, hemos tenido los
conciertos navideños del Orfeón de la
Mancha y del Coro Universitario de
E.G.B. de Albacete; en vísperas de la
Semana Santa, el Concierto polifónico
de música sagrada del siglo XVI, por
el Cuarteto Neocantes; el 9 de mayo,
el espléndido concierto de arpa de M.ª
Rosa Calvo Manzano; el 20 del mismo
mes, el del Cuarteto de Viento Acade-
mia de Sevilla; el mismo día de san
Felipe, las canciones del Coro del Ora-
torio, y, el día 27, como una extensión
de la celebración gozosa de la fiesta
de nuestro santo Padre, el concierto
del Coro Universitario de E.G.B.
Esos grupos de cantores y sus maes-
tros, y los artistas que han enriquecido
y serenado nuestras almas con la pure-
za gozosa de la música, nos han ayu-
dado a alabar a Dios y, para esta mis-
ma alabanza ha surgido, a impulso
espontáneo de los mismos fieles que
frecuentan nuestro templo, lo que lla-
mamos ya el Coro del Oratorio y que
dirige José Reolid Lozano. Con ello,
la misa de cada domingo, se envuelve
en la resonancia de la plegaria canta-
da, que añade al unísono del canto
gregoriano con el que participa el
pueblo, la polifonía de las voces de
este grupo de amigos y hermanos en
la fe que, sin divismos, con todos,
quieren alabar a Dios y hacer más
gozoso nuestro encuentro con él en la
Eucaristía.
En la medida en que todos, seamos
poco a poco más participantes y no
meros espectadores de lo bueno, Y
mantengamos la constancia en el sen-
cillo y continuado esfuerzo por lo que
vamos descubriendo como bueno y
mejor, creceremos en el consuelo y
la fuerza que lo bello y lo puro dan
al espíritu del hombre, en su camino
hacia Dios. Y no hay duda que la
música es la más pura y universal
de las expresiones sensibles de la be-
lleza. Por esto sirve tan bien para
alabar a Dios, y por esto eleva y con-
forta el espíritu humano.
9 (109)
ROMA
TODOS los caminos
de la sabiduría, de
la belleza, y de la
fe pasan por Roma,
como por una en-
crucijada eterna. Pero lo
más bello de Roma es su
crepúsculo de cada día ―un
amanecer para dentro―, cuando la luz resume, sin resignarse
a morir, en silenciosa síntesis, santa y profana a la vez, las cla-
ridades que se apagan sobre las cúpulas sagradas y los capiteles
tronchados de las columnas paganas, todavía enhiestas, por-
tando la llama invisible del tiempo, en el recuerdo, en el sue-
ño, y en la fe.
Allí sólo han decaído, del antiguo esplendor, el poder
militar y la hegemonía política, de cuando Roma fue grande
y única, circundando el mar entre tierras finalmente suyas
―"mare mediterraneum", "mare nostrum"...— Pero subsiste,
transformada, su grandeza y su universalidad, porque, Roma,
vencedora de pueblos, se dejó vencer por sus mismos venci-
dos, ―"vincta vinctis"— La Roma grande, de las conquistas,
de la eficacia y del Derecho, no se cerró a la admiración de
los tesoros que descubrían, en orillas lejanas, sus generales
victoriosos, y hubo de reconocer su deuda a las civilizaciones
sometidas. Roma, ciudad abierta, escuchó las sabidurías de
los filósofos vencidos, adornó sus casas con las esculturas que
cincelaron los "graeculi" sometidos, y hasta edificó templos a
las divinidades orientales. Cerca de Grecia, con los pies en
el mismo mar, se bañó en la misma claridad, hasta que los
primeros apóstoles de Cristo llegaron pisando la via Apia
o desembarcando en la puerta que tenía el Tíber al mar,
10 (110)
y aunque siempre pareció
más dominadora que inven-
tora, más organizadora que
artista, se transformó del la-
drillo al mármol, y, más tar-
de, mientras parecía que
eran vencidos los cristianos
en el circo, el martirio se
convertía en victoria de la fe y en triunfo perdurable, mayor
que el pasado político, mayor incluso que el de la belleza im-
portada. Una vez más, vencida por sus vencidos, se convertiría
en centro y madre de pueblos, lenguas y culturas, vehiculando
por todas ellas la proclamación de una buena noticia iniciada
humildemente en Palestina, pero hecha universal en Roma.
Roma ha sido la madre de Europa y, casi, la madre del mun-
do. Tal vez de su mismo universalismo le ha venido que sus
gentes, desde siempre, sin abdicar del recuerdo de sus glorias
pasadas, se hayan abstenido de blasonar la mezquindad de pa-
triotismos pedantes y rencorosos y han permitido que sea, su
ciudad, el centro y cabeza de una Iglesia, la de Cristo, que quie-
re ser de todos, por encima de cualquier nacionalismo, raza o
civilización.
Roma es eterna y es universal, a pesar de los pecados de
los mortales y de las miserias humanas que le hayan salpicado.
Roma, ciudad de santos, dejó que, finalmente, fuese la fe
cristiana que prevaleciera para convertirla en signo, todavía
terreno, de la Jerusalén nueva. Y aunque soporta, incómoda,
la apariencia fastuosa de grandezas humanas transformadas
en signo religioso, tiene todavía el frescor y el latido de las
corrientes subterráneas de sus mártires cristianos, y los ejem-
plos de los mil santos que han iluminado sus calles y el sepul-
cro de los primeros que siguieron a Cristo y anunciaron la fe.
11 (111)
Todas las semanas en
vida nueva
―Una completa información de la
Iglesia en España y en el mundo
—Un estudio del problema de ma-
yor actualidad
―Una visión cristiana del mundo
político, social, cultural y artístico
vida
nueva
Revista semanal de
información general
y religiosa
P.P.C. - E. Jardiel Poncela, 4
Apartado 19.049 - Madrid (16)
12 (112)
Documento:
LA PARADOJA
DE UNA REBELDÍA
EL caso Lefebvre, que tanto dolor causó al pontífice Pablo VI, ha vuelto
a la actualidad, entre nosotros, por el paso del obispo rebelde por Ma-
drid y sus palabras incitantes a la desobediencia en la Iglesia, frente
a la renovación que parte del Concilio Vaticano II. Es curioso cómo los que
se rebelan contra la Iglesia, cualquiera que sea su pretexto, acaban por con-
denarse con sus propias palabras, aparentemente celosas del bien que dicen
defender, pero en contradicción inmediata con los actos que las rubrican.
En realidad esos fenómenos no son nuevos en la Iglesia, y en cada momento his-
tórico en que se produce un intento eclesial de renovación, aparece alguna forma de
resistencia tradicionalista, dispuesta a frenar el impulso de apertura que se inicia.
Ya, en la primera generación cristiana, san Pablo hubo de sufrir la pertinaz obstacu-
lización de los judaizantes y, Oposiciones parecidas, se han ido produciendo a través
de los tiempos, cada vez que, en la historia de la Iglesia, se ha impuesto una renova-
ción para responder al mandato de anunciar, con palabras nuevas o a hombres nue-
vos, la misma y permanente verdad de Cristo.
Lefebvre, el rebelde de Ecome, con el pretexto de su misa en latín y su anti-ecu-
menismo, resucita el tradicionalismo francés del siglo pasado, hijo de un romanticis-
mo ciego y fanático, alimentado por la temeridad y la desobediencia. Ciertamente
que es lamentable esa ya, por lo visto, irreparable ruptura del obispo Lefebvre, para
él mismo y para los que puede desorientar hasta acabar en la esterilidad del cisma.
Pero, por otra parte, de su misma contradicción, surge la necesidad de insistir en la
renovación que el Vaticano II preconizó y que el tradicionalismo teme o frente a la
cual vacila: este mundo que amanece está ahí y espera y necesita una palabra inteli-
gible y sincera que sólo la voz y el gesto renovado de la Iglesia le puede hacer llegar
comprensiblemente.
Jean Guitton, de la Academia Francesa, en un artículo aparecido en LE FIGARO,
tiempo atrás, le hacía seguramente demasiado honor a monseñor Lefebvre, al com-
parar este caso con la crisis del Movimiento de Oxford, en el siglo pasado, que con-
movió el Anglicanismo; movimiento del que fue principal protagonista John H. New-
man, pero que, más iluminado y profundo que el protagonista de Ecome, le condujo,
13 (113)
de conversión en conversión, a la Iglesia católica, mientras que Lefebvre, de rebelión
en rebelión, se consolida en una posición cismática, que cada vez parece menos recu-
perable.
He aquí el artículo de Jean Guitton, que no pierde actualidad, aunque fuese es-
crito durante el pontificado de Pablo VI.
El amor y el dolor
del ecumenismo
Todos nos damos cuenta, por lo menos confusamente,
que bajo el pretexto o con ocasión de una misa en latín
y de un seminario, se ventila una cuestión capital, que
compromete el futuro del Concilio.
El ecumenismo tiene dos caras, una de ellas radiante
y llena de esperanza, que es la de un amor que quiere es-
tar por encima de los conflictos de los cristianos (como
decía Leibniz, en su tiempo, a Bossuet); la otra es doloro-
sa y llena de angustia, y obliga a las altas conciencias
amantes de la verdad, ya a condenar ya a separarse. Re-
sulta fácil buscar explicación a estos resquebrajamientos
en la pasión, la ignorancia o el orgullo. La última razón
de la división entre los cristianos es la convicción de que
son fieles a la voluntad de Jesucristo. Toda la moral ecu-
ménica exige este respeto reciproco de las opciones últi-
mas y desgarradoras, tal como lo ha puesto de manifiesto
con fuerza el último Concilio.
Yo deseo llevar el problema lo más elevado posible
dentro de la Luz, fuera de toda polémica. He pasado bas-
tantes arios escrutando la historia de un convertido ilustre,
el cardenal Newman. Ella ilumina seguramente el drama
de Ecome. ¿De qué se trataba?.
Newman se convirtió
La Iglesia anglicana, separada de Roma en el siglo
XVI, había intentado amalgamar protestantismo y catoli-
cismo. Newman, de 1837 a 1845, fue el líder de la Alta
Iglesia anglicana, la que se acercaba a Roma. Pero el
echaba en cara a Roma el haber "corrompido" el catoli-
cismo de los primeros siglos al añadir nuevos dogmas y
nuevos ritos. En resumen, era la posición de Ecome.
En 1845 Newman se convirtió. Y la razón que nos dio
fue ésta: La Iglesia, ha de unir en alla la verdad y la vida.
Por consiguiente, debe cambiar. Rejuvenecerse, renovarse,
con el fin de mantener, a través del cambio, su identidad
fundamental: la bellota, para salvar su identidad, ha de
convertirse en encina. Resumiendo, es la posición del Va-
14 (114)
ticano II. Y, para decirlo de paso, con frecuencia he pen-
sado que un gran concilio debía recibir la inspiración de
un solo espíritu: Atanasio por Nicea, Tomás de Aquino
por Trento; el Vaticano II lo fue por Newman.
Los que inspiraron
los concilios
Luego de haber recordado esto, he aquí que me repre-
sento el doble monólogo del obispo y el papa.
Monseñor Lefebvre se cree a sí mismo el defensor de
la fe. El juzga que esta fe se halla comprometida, desde
hace diez años, no porque haya sido atacada desde fuera,
sino porque parece dudar de sí misma y de su identidad.
Se caricaturiza al obispo de Tulle presentándolo como un
"depassé", un retrasado, pero él entiende que defiende la
fe permanente de ayer, de hoy y de mariana. En un prin-
cipio se limitaba a decir que aceptaba el Concilio, pero
que no admitía ciertas consecuencias deducidas indebi-
damente del Concilio. Luego, pasado algún tiempo, no sé
por qué, ha cedido a un vértigo lógico: ha pretendido que
el Vaticano II era un concilio cismático, cosa aberrante
y fuera de razón.
Respecto a Pablo VI, se juzga responsable ante la his-
toria de este Concilio que él ha presidido, dirigido y
clausurado. Y exige del obispo la obediencia al sucesor
de Pedro, al Vicario de Jesucristo. No porque se crea in-
falible en su conducta, sino porque en él reside la autori-
dad suprema para hacer aplicar el Concilio.
Un concilio
desarrolla la fe
El Papa piensa, en efecto, que el Concilio abre a la
Iglesia una inmensa esperanza en un momento decisivo
de la historia humana, en el cual la Iglesia católica tiene
la suerte (tan rara) de ser respetada, escuchada por el
mundo, ante el cual aparece como un factor de unidad y
de salvación. El Concilio, según la relectura que hace de
Newman, desarrolla la fe de siempre bajo el impulso del
Espíritu. Explica ciertos rasgos siempre presentes en el
depósito de la fe que, en el curso de los siglos pasados,
habían permanecido implícitos u obscurecidos. Así, la li-
bertad de la conciencia que es indispensable al mérito de
la fe, las bases comunes a las religiones monoteístas y a
las confesiones cristianas, etc. Es el espíritu de este Pablo
del que ha elegido el nombre, apóstol de los de fuera,
haciéndose todo para todos para que en el último dia
Dios sea «todo en todos».
15 (115)
Las crisis del mundo
y de la Iglesia
Ciertamente que Pablo VI mide mejor que cualquier
otro observador toda la crisis de la civilización, la crisis
de la Iglesia, la aceleración de las crisis. Se da cuenta
del descenso de la vida espiritual, de la fe. Conoce estas
extravagancias de la liturgia sobre las cuales se guarda
silencio, pero que conmueven la confianza del pueblo y
dan ocasión al alejamiento silencioso de algunos selectos.
El mismo ha hablado con espanto de la "autodestrucción"
de la Iglesia... Pero él no pierde la confianza en el Espí-
ritu, porque sabe que «las fuerzas del mal no prevalece-
rán», y espera que, después de una crisis inevitable (la
que siguió al Concilio de Nicea duró un siglo), la Iglesia
recuperará su ritmo de andadura normal al mismo tiem-
po que habrá ayudado a la humanidad a sobrepasar una
frontera temible.
Polémica de rituales
Se opone la misa de Pio V a la misa de Pablo VI, de
modo muy abusivo. Los dos pontífices han querido codifi-
car unas tradiciones que eran anteriores a ellos. El ritual
de Pío V confirmaba unas plegarias que se remontaban
a los primeros siglos, como no podía menos de reconocer
quien leía aquellos bellos textos tan simples. Pablo VI ha
simplificado la tradición anterior al tiempo que también
ha ensanchado sus posibilidades. Ha propuesto cuatro
"cánones", el primero de los cuales es, precisamente, el
canon antiguo. Respecto a esta polémica, el público ha
sido mal informado y, consiguientemente, se ha descon-
certado. ¿Cómo hacer admitir a los sencillos y a los sabios
de este país razonable que la misa única celebrada por
Los Padres del Concilio se convertiría en la única misa
prohibida? ¿Cómo hacer comprender a los franceses, tan
coherentes y tolerantes, que el pluralismo sería respetuoso
frente a todas las tendencias, menos con la que pretendie-
ra continuar con las formas litúrgicas observadas durante
tantos siglos? Para que eche raíces una reforma exige
una lenta y larga conjunción de madurez, indulgencia y
paciencia. Ya es hora de que nuestro episcopado reafirme
sin ambages la licitud de lo que Roma mantiene.
La reforma no sirve de nada si se hace con sangre.
Mons. ROMERO
16 (116)
Las paradojas de la
auto-excomunión
Y uno de los resultados paradójicos de tantas para-
dojas, será que la crisis acentuará el poder arbitral de la
Santa Sede, en tanto que garantiza la identidad de la fe.
En ella reside la responsabilidad suprema de la fe de
ayer, de hoy y de mañana, y es menos influida por las
variantes opiniones que no lo son los episcopados de las
naciones.
Y bien, es preciso considerar una consecuencia casi
fatal. Si la Sede romana interviene severamente contra
Ecome, blanco visible y provocador, la lógica llevará a
condenar todavía con mayor energía, a aquellos que, bajo
la capa del Concilio, ponen en entredicho la causa de la
fe. Y, en este tiempo de reconciliación en que los católicos
se están acercando a sus hermanos, corren el riesgo de
encontrarse separados en tres familias diferentes. ¿Quién
no haría todo lo posible por evitar tal consecuencia?
Pero, que ocurriría si Ecome se encontrara, sin admi-
tirlo, fuera de la comunión eclesial?
En tal caso, el único obispo de Dakar y de Tull ya no
podría sentarse al lado de sus hermanos. Estaría en una
situación parecida a la del arzobispo de Canterbury. Es-
taría en juego el honor ecuménico, el reconocimiento de
los mutuos errores, la puerta siempre abierta a la recon-
ciliación, la parábola del hijo pródigo. Monseñor Lefebvre
ha pedido siempre ser recibido solo y sin testigos por el
Santo Padre, como el hijo por el padre. Una vez fuera, la
audiencia le sería acordada.
Relego a la esperanza
ecuménica
No es posible huir al amor ecuménico. Como todo
amor absoluto, el ecumenismo triunfará siempre: tanto en
la alegría como en el dolor, tanto en las comuniones que
unen como en las separaciones que rasgan. ¿Ha de ser
despedazado Cristo hasta el fin? ¿Y hallará entonces fe
sobre la tierra?
Pero la esperanza ecuménica, que es una «esperanza
contra toda esperanza», sabe que llegará a la unidad, en
este mundo o en el futuro.
El Concilio, que ha definido la apertura, supone, toda-
vía más, la fidelidad...
Lo peor, por desgracia, siempre es posible. Pero nos-
otros sabemos que lo mejor, un día, será realidad. Me
complacía esta palabra, tan modesta y tan pura, de un
amigo incrédulo: «Yo no sé nada. Me cuesta creer. Lo es-
pero todo».
17 (117)
LA PAZ
TODAVÍA
ES POSIBLE
EL MIEDO lleva a los hombres
a la injusticia y a la mentira.
A la injusticia porque el mie-
doso vive preocupado por acumu-
lar seguridades a costa de la inse-
guridad ajena. Es incapaz de ver a
los demás hombres como herma-
nos, aunque tal vez se atreva a lla-
marlos así, en inútil elegancia de
lenguaje con que adornarse a si
mismo. Miente, además, porque pa-
ra legitimar la aberración de su
egoísmo, ha de inventar filosofías,
o falsificar verdades, para autosu-
gestionarse de la licitud de su posi-
ción y bloquear, además, la razón
de los otros.
Al miedoso, no le basta ser injus-
to y mentir. Necesita también re-
currir a la violencia: ha de mante-
ner su seguridad a la fuerza, con
la fuerza, por la fuerza, y ha de
fabricar leyes y falsos dioses que
sublimen hasta la neurosis la lici-
tud de las violencias fratricidas. Y
la fuerza se rompe en guerras, que
siempre han sido para defender
intereses (es decir, seguridades, es
decir, injusticias, es decir, menti-
ras...) El que más provecho saque
del sacrificio ajeno llamará héroes
a los inmolados. Y comenzará, de
nuevo, el ciclo de los egoísmos y la
carrera por la posesión y por el
pedestal de las vanidades. Y se
inventarán más filosofías, para más
injusticias, para más violencias,
para otras guerras. Y los hombres
llamarán a los dolores y a los ase-
sinatos colectivos, Historia humana.
Se inventarán sistemas políticos,
no por servir a la humanidad, sino
para ver quién consigue el poder
hegemónico sobre todos y edificar
su exclusiva seguridad sobre el fra-
caso y derrota ajena. Y habrá esta-
dos capitalistas que dirán que defiende-
n la libertad, y capitalismos
de estado que dirán que defienden
la democracia. Pero la seguridad
será solamente para unos pocos: los
del partido, o los más ricos...
Y el mundo seguirá esperando
una época de paz. Paz difícil, mien-
tras haya jóvenes ahora críticos,
pero fácilmente seducibles a la pri-
mera tentación corruptora. Pero
paz esperanzadora, porque no fal-
tan los que se preparan para la vi-
da con ideales de justicia, de ver-
dad y de servicio. Esos construirán
la paz de mañana, si de verdad no
renuncian, a pesar de las seduccio-
nes y de los malos ejemplos, a ser
honestos, sencillos, a usar la inteli-
gencia, a trabajar austeramente, a
mantenerse libres. Esos prepararán
un mundo mejor. Y, si son cris-
tianos, prepararán un mundo que
será, ya en ciernes, el reino de
Dios.
La paz todavía es posible.
18 (118)
«ESE HOMBRE ERES TÚ»
EN el número de mayo de la revista "Noticias Obreras", órga-
no de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC).
ha aparecido un artículo del jesuita José I. González Faus,
profesor de la Facultad de Teología de Barcelona (sección de san
Francisco de Borja), en el que se hace referencia a los asesinatos
de monseñor Romero y del padre Espinal. El artículo acusa y ha-
ce responsable al capitalismo norteamericano de estos crímenes, y
toma el símil de la célebre parábola bíblica con la que el profeta
Natán reprendió al rey David por el doble delito de seducción de
Bet-Sebah y muerte de su esposo Urías (2.0 Sam 12, 1-12), para
acusar a "Tío Sam", diciéndole:
«Pues ese hombre eres tú. Tú, que
quieres boicotear olimpíadas en
nombre de los derechos humanos,
pero tienes en América Latina tu
propio Afganistán, al que no te es
ni siquiera preciso mandar solda-
dos porque el hambre, la CIA o la
ITT matan mejor, mejor que los
soldados. Tú, que hiciste de Guate-
mala una finca particular de la
United Fruit, y de las catorce fami-
lias que poseen la tierra entera de
El Salvador una especie de aparce-
ros bien pagados por tus multina-
cionales. Tú, que posees miles de
campesinos en la necesidad de no
poder plantar ni siquiera la mise-
rable ración de legumbres con que
malviven, porque su país necesita
plantas exóticas para vendértelas,
a ti y a tus secuaces, y poder de esta
manera enjugar la usura con que
los tienes sometidos. Tú, que crees
que clama al cielo el fanatismo de
unos jóvenes que no respetan ni
los más elementales acuerdos esta-
blecidos para la convivencia (como
es el caso de la inviolabilidad de
las embajadas), pero no respetas ni
las más elementales exigencias mo-
rales de esta convivencia (como es
ahora la inviolabilidad de los dere-
chos de los pueblos de la tierra). Tú,
que dices que rezas por Khomeiny,
pero consideras evidente que el
petróleo del Golfo Pérsico te perte-
nece hasta el extremo de poderlo
defender con armas atómicas... Tú
eres ese hombre. Y no hace falta
culpar de la muerte de Espinal o de
la muerte de Romero a cuatro pis-
toleros a sueldo, pagados por "al-
guien", armados por "alguien", y
defensores, a fin de cuentas, de los
intereses de "alguien".
19 (119)
La violencia se cierra en el círculo vicioso
y mortal de la injusticia, de la venganza,
del egoísmo, del orgullo. No se erradica
con ninguna suerte de endurecimiento ni
de rigor; sino con la verdadera justicia,
con el sincero perdón, con el desprendi-
miento, con la sencillez y el respeto ajeno.
La fuerza nunca es razón en el hombre:
sólo la razón es la única y lícita fuerza. Lo
demás es irracionalidad, mentira, o inven-
to de dioses falsos; lo demás es diabólico.
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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