Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 180. NOVIEMBRE. Año 1980
SUMARIO
PARA ilustrar la tesis del vitalismo humano y espiri-
tual, manifestándose en la plenitud de la edad, bas-
taría la lista innúmera de los santos ancianos de la
antigüedad, y la de tantos sabios, artistas y líderes
contemporáneos...Pero, para el cristiano, no existe diafrag-
ma entre edades, ni entre tiempo y eternidad, ni entre vida
y muerte. La muerte se despeja en la esperanza cristiana.
Todo se afina, se purifica y crece, mientras nos acercamos
a Dios, sin dejar nada. Ni tiene importancia la relación
vida-tiempo, para añadir tiempo a la vida, sino para lle-
nar de vida el tiempo.
LA FINALIDAD
PURA FIDELIDAD
LA MUERTE DE MAÑANA
LA MUERTE Y EL "MÁS ALLÁ"
LA "MUERTE DULCE"
1 (141)
LA FINALIDAD
«YO no sé quién me ha pues-
to en el mundo, ni qué es
el mundo, ni qué yo mis-
mo; estoy en una ignorancia terrible
de todas las cosas; no sé lo que es
mi cuerpo, lo que son mis sentidos,
mi alma, y esta parte misma de mí
que piensa lo que digo, que refle-
xiona sobre todo y sobre sí misma,
y no se conoce más que al resto.
Veo estos terribles espacios del uni-
verso que me encierran, y me en-
cuentro unido a un rincón de esta
vastedad sin saber por qué estoy
colocado en este lugar y no en otro,
ni por qué este tiempo que se me ha
dado a vivir se me ha asignado en
este punto y no en otro de toda la
eternidad que me ha precedido y
de toda la que me sigue. No veo por
todas partes sino infinitudes, que
me encierran como un átomo y co-
mo una sombra que no dura sino
un instante sin retorno. Todo lo que
conozco es que debo morir, pero lo
que más ignoro es esta muerte mis-
ma que no podré evitar».
«De igual manera que no sé de
dónde vengo, tampoco sé adónde
voy: sólo sé que, en saliendo de este
mundo, caigo para siempre o en la
nada o en las manos de Dios, sin
saber cuál de estas dos condiciones
me espera. Tal es mi estado, lleno
de debilidad y de incertidumbre. Y
de todo esto, concluyo que debo
pasar todos los días de mi vida sin
pensar en buscar lo que debe ocu-
rrirme. Tal vez pudiera hallar algún
esclarecimiento en mis dudas; pero
no quiero darme el trabajo, ni ade-
lantar un paso para buscarlo, y des-
pués, tratando con desprecio a los
que trabajan por esta cuita, quiero
ir sin previsión y sin miedo a ten-
tar un acontecimiento tan grande,
y dejarme conducir muellemente
hacia la muerte, en la incertidum-
bre de la eternidad de mi condición
futura».
¿Quién desearía tener como ami-
go a un hombre que discurre de es-
ta manera? ¿Quién se confiaría a él?
¿A qué tarea de la vida se le podría
destinar?...
De todos los extravíos es, sin du-
da, éste el que más los convence de
locura y de ceguera. La conducta
de los hombres indiferentes es, por
completo, la más desrazonable, pues
es imposible hacer nada con senti-
do y juicio mientras dura la breve-
dad de la vida presente, si no es
regulándola por la verdad de este
punto, que debe ser nuestro fin úl-
timo.
Blaise Pascal
2 (142)
Pura
fidelidad
COMO CRISTIANOS no podemos resignarnos a tomar la fidelidad como
la simple firmeza con que somos capaces de mantener la adhesión a
la palabra dada. Al otro cabo de la promesa puede haber un interés
calculado, o un equilibrio compensador de egoísmos, y hasta un con-
trato al menos implícito, que mantiene la espera, a corto o largo plazo,
del vencimiento gratificador, de la ventaja, de la suerte o del precio por el
que valió la pena o se justificó la necesidad del compromiso.
La fidelidad tampoco es una constancia o, si se prefiere llamarla de otro
modo, no es la simple perseverancia de persistir en un propósito o de man-
tenerse en un lugar. Momentáneamente complacido o, por lo menos, resig-
nado, también se mantiene perseverante en su puesto el empleado, mientras
aguarda el ascenso a costa de la aproximación o amortización eliminatoria
de los que ocupan mejor grado en el escalafón. Tal expectativa o interés
no se puede llamar amor al organismo o entidad en la que se espera y se
obtiene la promoción, para un mejor bienestar, para más alto honor o por
vanidad humana, aunque sea a través del simple y elemental hecho mecá-
nico-temporal del ascenso o la prescripción.
Los mundanos llaman, a veces, fidelidad y perseverancia a esas actitu-
des en las que subyace un interés. Pero lo que en el campo simplemente
secular y temporal puede encontrar una base de licitud, no es asumible, tan
fácilmente, en el campo cristiano, sin el riesgo de falsificación farisea, de
lo que debe ser fidelidad pura. Esta fidelidad viene de la fe, y no del interés
ni de la vanidad. La fidelidad es la respuesta de fe que da el fiel. Por eso el
fiel no puede ser el interesado, ni el terco, ni el estratega calculador. La
respuesta de la fe cristiana es siempre un acto de amor que compromete la
vida, sin posibilidad para reducciones calculadas. El cálculo se deja para
el que no sabe amar, para el que todavía necesita de códigos y ceñimientos,
basculando entre el sometimiento y la utilización.
3 (143)
La fidelidad cristiana es una presencia de la fe, que se perpetúa como
respuesta a Dios: es estar siempre con Dios, en una apertura que solamente
cierra la muerte, porque es entonces cuando se sella el encuentro definitivo
con él. La fidelidad tiene que ver con la vida, porque está en su camino. V
tiene que ver con la muerte, porque es su cima, alcanzada no porque resis-
te, no porque calcula, no porque "persevera", casi no porque espera, salvo
que la espera sea la esperanza cristiana, que florece en amor. La fidelidad
tiene que ver con el amor: es fiel a alguien quien ama a alguien, y es fiel a
Dios quien ama a Dios. Pero el amor, que es lo único que verdaderamente
enriquece la vida, es también lo único que supera la muerte, cuando ha
nacido la fe ―de la fidelidad pura―. En términos que no son exactos, pero
que sí son elocuentes, san Pablo dice que Dios es fiel», que es lo mismo
que decir que Dios nos ama. Cuando alguien está con nosotros o nosotros
estamos con-él, es como si nos dijera o como si le dijéramos: «Tú no mori-
rás» nos recordaría Marcel.
Todos los hombres hablan de amor, todos los hombres piensan en
la muerte, al menos para temerla. Cuando desde la búsqueda limpia del
bien, cuando desde la libertad que nos salva de egoísmos, no utilizamos a
Dios ni manoseamos sus intereses, cuando por lo menos queremos since-
ramente amarle, estamos en el camino de la vida, aunque parezca que ca-
minamos hacia la muerte. Porque él nos dice: «Tú no morirás». Y cuando,
desde él, amándole y amados por él, amamos a otro, también decimos al
amigo: «Tú, para mí, en mí, no morirás».
Sólo esto es pura fidelidad. Lo demás, cualquiera que sea el nombre,
queda para las técnicas, los métodos, o las apariencias decorosas. La fide-
lidad es el amor, el único amor. Y «el amor es más fuerte que la muerte», y
por eso vence a la muerte.
He aquí un dilema: una fe en Dios que no
llevase en sí la fe en el hombre resultaría
ser una evasión y un opio; una fe en el
hombre que no se abriese hacia lo que
sobrepasa al mismo hombre, la trascen-
dencia, mutilaría su dimensión específica-
mente humana.- ROGER GARAUDY
4 (144)
LA MUERTE
DE MAÑANA
MAÑANA no habrá muerte.
Lo decimos los cristianos,
porque creemos en la re-
surrección. Lo dicen también los
marxistas, porque esperan una so-
ciedad perfecta, donde el orden y
la ciencia habrán suprimido dolo-
res y esclavitudes.
Pero antes de este mañana final,
nos llega el futuro próximo, ina-
plazable, de la muerte que es, para
cada uno, una grande y definitiva
constatación que se ha de producir
como experiencia única e irrepeti-
ble en cada ser humano. La visión
la conciencia de ese límite tem-
poral condiciona el sentido de cada
existencia, de cada vida. Si, por
hipótesis, el hombre ignorara que
ha de morir, su vida sería total-
mente diferente y existiría la posi-
bilidad de una ideación desde la
cual se reconstruyeran y ordena-
ran todos los esfuerzos humanos
para vencer la mortalidad, con la
serenidad y el optimismo que aho-
ra nos faltan. Porque el hombre
se distingue de los demás seres
vivientes precisamente en esto: en
que sabe que ha de morir. El mis-
mo recurso desesperado a las gue-
rras ha sido, entre los hombres,
una apuesta irracional para supe-
rar la muerte de cada uno en todos,
y de cada hombre en el resto de
la humanidad supérstite, después
de las grandes violencias y de los
odios humanos. Por la vida se ha
perdido la vida: háyanse llamado
luchas entre pueblos, o luchas de
clases, siempre difíciles de clasifi-
car según criterios puros.
Los modernos humanismos han
tenido que encararse con el gran
problema de la finitud temporal
del hombre. El marxismo ―último
en llegar y en conmover el mundo
porque quiere abarcarlo en su pro-
yecto de vida universal― no ha
sido capaz, en principio, de dar una
5 (145)
respuesta al gran interrogante de
la muerte. Posiblemente sea ésta
su gran laguna, porque, en último
análisis, no se puede proclamar
una ética libre de enajenaciones
simplistas, si se soslaya la medida
consciente del valor de la vida,
entendida, desde el sujeto, como
auténtica respuesta personal tejida
a través de la propia existencia,
trascendida por una finalidad que
la supera, pero que no la elimina.
El marxismo ortodoxo no incluye
en su diccionario la palabra "muer-
te". La raíz de esta exclusión tal
vez esté en Hegel, cuando veía la
muerte del ser singular como posi-
bilidad de un ser superior o espí-
ritu. También Feuerbach resolvía
la oposición muerte-inmortalidad
recurriendo al binomio hombre--
humanidad, sacrificando el prime-
ro en función de la supervivencia
de ésta, la humanidad. Y con seme-
jante paralelismo Engels recurre a
la distinción muerte-vida, y Marx
influido por todos ellos, al con-
traste individuo-especie. Pero todas
estas soluciones saben a idealismo
desencarnado, a olvido o sacrificio
del hombre concreto; ese hombre
que está ahí, y que somos cada uno
de nosotros. Puede darse un siste-
ma económico, o la base para una
estructura política, pero nunca un
verdadero humanismo, mientras no
se resuelvan, sin sacrificio de la
persona y sin negación del hombre,
las relaciones individuo-sociedad
y hombre-humanidad, por encima
de cualquier simplificación idea-
lista.
Por esta razón, a pesar de ser el
marxismo una corriente todavía no
curtida por la evolución y profun-
dización que imponen los siglos, ya
ha visto surgir de entre sus adeptos
no meramente economistas o buro-
cratizados en la política, la preocu-
pación humanística. El optimismo
de los que han creído poder afir-
mar que, al fin ―mañana...―, la
ciencia vencería toda enfermedad
o claudicación biológica, y el orden
socialista evitaría cualquier acci-
dente mortal (Lefévre respondien-
do a Jaspers y, paralelamente, a
Malraux), constituye una utopía
gratuita.
Los filósofos marxistas que no
soslayan el realismo de tal conflic-
to, se esfuerzan, como Bloch, en
buscar más plausibles razonamien-
tos, a partir de una ontología y
antropología nuevas o, por lo me-
nos, revisadas. Rager Garaudy dirá,
honestamente, que «la sed, por sí
misma no prueba la existencia de
la fuente». Los polacos Machovez
y Gardavsky admiten, frente a la
muerte, que el hombre es un miste-
rio y que no es lícito recortar la
esperanza humana invocando una
comunidad en la que vivir no fue-
se digno del hombre, como sujeto.
Y junto a Machovez y Gardavsky,
hay que colocar a este otro polaco
¿qué tendrá Polonia?..., Czeslaw
6 (146)
Milosz, recientemente galardonado
con el Premio Nobel de Literatura,
de quien se dice «que no soportaba
el aire de los círculos polacos, en
los que suponer que el hombre es
un misterio representaba un insulto
abominable», y por eso abandono
su carrera política, y eligió el exi-
lio, si bien, desde Occidente, se
muestra igualmente crítico de la
sociedad capitalista. Son los teóri-
cos del marxismo con rostro hu-
mano, en conflicto con la ortodoxia,
y no ocultan que, en una sociedad
sin clases ―cuando llegue...— el
problema de la muerte se agudiza-
rá, y que cualquier técnica peda-
gógica que pretenda amortiguarlo,
sería otra forma de alienación. O
bien, como sucede con Milosz, no
esperan tan fácilmente una socie-
dad sin clases, sino una solución
todavía en lo incierto, mientras el
hombre, en su soledad incluso es-
piritual, atraviesa hundimientos y
catástrofes culturales, que le han
de purificar de los vicios de uno
y otra sociedad en pugna ―mate-
rialistas e inhumanas ambas―, has-
ta que recupere el paraíso perdido
de su destino universal.
Los dogmáticos piden demasiado
de Marx. El mismo tenía concien-
cia de que era incompleto, porque
conocía su propia limitación, y
principiaba su sistema por lo que
juzgaba más urgente. Y así vemos
que le urgía más la transformación
de la realidad que su interpretación
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7 (147)
y se lamentaba de tener que emple-
ar su tiempo en cuestiones econó-
micas, «cuando hay otras cosas que
interesan más». Tal vez le ocurrió
algo parecido a los cristianos de la
primera generación, con un exceso
de optimismo sobre el advenimien-
to, casi escatológico, de la soñada
sociedad perfecta, y por ello no se
detuvo, como hubiera debido, en
la reflexión sobre la muerte de la
persona singular, dejándose llevar
de un exceso de simplificación,
equivalente a una forma de idea-
lismo heredada de Hegel, como re-
misión provisional y más fácil,
para dejar "explicaciones" y empe-
ñarse en la "transformación", pues
conocido es el reproche que él hace
a los filósofos: «los filósofos no han
hecho más que interpretar de di-
versos modos el mundo, pero de lo
que se trata es de transformarlo».
Así como el cristianismo aportó a la
humanidad la negación del concep-
to de hombre-esclavo como uten-
silio funcional, en base a la her-
mandad universal y la paternidad
única de Dios, la aportación de
Marx consistió en el desenmascara-
miento del sistema de producción
capitalista como máquina que tri-
tura el valor humano reduciéndo-
lo a mercancía (Gardavsky), pero
Marx, preocupado por transformar
las relaciones económicas, no tuvo
tiempo de detenerse en una antro-
pología desde la que se resolviera
y explicara cómo entendía ese pro-
tagonismo del hombre como «suje-
to de la historia».
Tal vez sea también éste el fallo
de los marxistas occidentales que
se estrenan en política y, por eso,
demasiado pragmáticos, se desinte-
resan de esta corriente humanista,
para no tener que criticar las ex-
periencias precedentes de totalita-
Queremos deshacernos constantemente del pensa-
miento de la muerte, pero a pesar de ello nos coge
y, a un cierto momento, nos damos cuenta de cuán
impreparados estamos frente a ella. Es un conoci-
miento terrible con el cual es difícil, muy difícil con-
vivir. Si he de expresarme con más sencillez, diría
que somos capaces de desarrollar una relación más
amorosa con los demás sólo cuando hemos alcanzado
la sensibilidad necesaria para comprender el sentido
de nuestra muerte. Los prisioneros de un campo de
concentración pueden llegar a sobrevivir solamente
cuando entienden el significado de sus penas, bien
sea religioso, filosófico o político.— WOODY ALLEN
8 (148)
rismos de signo marxista, desde los
que se olvida o sofoca al hombre
como ser personal, porque no han
superado, todavía, la contradicción
hombre-sistema.
Hay que ver, pues, en la búsque-
da de éstos y otros teóricos del
marxismo con rostro humano, el
esfuerzo de completez integradora
todavía lejana, es cierto, pero que
apunta a los temas del sentido de
la vida en el hombre como sujeto,
al significado de la historia, a la
fundamentación de los imperativos
éticos (justicia, libertad, dignidad
humana), a la dialéctica presente--
futuro y a su variante individuo--
sociedad, de modo que ni el futuro
destruya, ni la sociedad absorba,
diluyéndola, la trascendencia de la
personalidad.
Muerte, trascendencia, Dios, son
temas interrelacionados. Como dice
González de Cardenal, al hombre
no le queda otra alternativa que
reconocerse (absolutizándose) a sí
mismo Dios, o reconocer al Dios
verdadero. Más allá de esta alter-
nativa no hay sujeto de atribución
para imperativo moral alguno; ni
vale invocar la personalización de
la sociedad, porque sería una fic-
ción, muy difícil de sostener, ni
siquiera provisionalmente, sin refe-
rencias que la trasciendan.
Es posible que desde el marxis-
mo ortodoxo se haya enfatizado la
negación de Dios y, tal vez, la
cuestión inmediata importante, en
nuestros días, no consista en re-
crudecer polémicas entre teísmo y
ateísmo, sino en clarificar y pro-
fundizar posiciones entre humanis-
mo y anti-humanismo. Lo cual,
para el cristiano, no es olvido de
Dios, porque el cristianismo se
apoya, precisamente, en Jesucristo,
un Dios-hombre. Y es desde este
absoluto que asume lo humano del
que se desprende la respuesta a
todas las cuestiones de la vida y de
la muerte.
Mañana, cuando el marxismo
sea menos joven, podría ser que
admitiera de la experiencia secular
cristiana, esa necesidad de recupe-
rar al hombre, mortal e inmortal,
contingente y trascendente, para
la nueva humanidad en ciernes,
que, desde la fe, llamamos Reino
de Dios.
La absolutización materialista es
peligrosa para el mismo marxismo.
Adorno no duda en afirmar que
allí donde el materialismo es más
materialista, su anhelo sería la re-
surrección de la carne y que habría
que dejar abierta la puerta de la
esperanza para una resurrección
corporal para superar la injusticia
de la muerte porque «la imagen de
la justicia consumada es algo que
jamás podrá realizarse en la histo-
ria de forma completa».
Para los cristianos, esto, no es un
anhelo, sino sustancia de la fe.
9 (149)
La muerte
y el "más allá"
CREO que más que sobrevivir, segui-
mos viviendo en la marcha ince-
sante del pueblo hacia Dios, si
bien después de la muerte esta
marcha supone la llegada al esta-
dio de plenitud. El «venid conmigo de
Cristo dirigido a los
que, aun sin recono-
cerle en la figura de
pobre, supieron darle
de comer, de beber o
le vistieron, la confian-
za de que nos unimos
al Padre de Cristo se-
gún una plena conver-
gencia histórica, gracias
a su Encarnación y a
su Redención, dan ple-
no sentido a nuestra esperanza escatológica.
Ante el gravísimo interrogante de la
muerte, hemos contestado con cuentos de
hadas", con fábulas mistificadoras. Hemos
hecho toda clase de espiritismo y de magia
recubierta de "buena doctrina". De lo que
pasa en el "más allá" nos habla muy poco
la Revelación. Lo que sabemos con certeza
es que la muerte es un fenómeno histórica-
mente irreparable hacia el que converge el
sentido de nuestra existencia. La Palabra
evangélica nos pide precisamente la fe en
la comunión de los vivos y de los muertos,
fe en la comunión de los santos. ¿Cómo es
esa comunión? He aquí algo sobre lo que
poca cosa sabemos en cuanto a la forma:
creemos en la posibilidad de redención y
tratamos de intuir el sentido transhistórico
de nuestra redención, de la comunión de
los santos.
La muerte, en suma, es la gran mani-
festación del mal, del sufrimiento en la his-
toria. Ante la muerte nos sobrecogemos
precisamente porque nada podemos afirmar
que no se repliegue a esta verdad de fe:
Dios se encarno gratuitamente en la historia
para morir por nosotros y así la muerte del
cristiano es un conmorir en Cristo... La Es-
peranza cristiana es una esperanza crecien-
te en la Historia. No se desliga de ella. Y la
pura respuesta hacia el futuro, no basta.
10 (150)
Bonhoeffer subraya: «Si el hombre con-
sidera su sufrimiento como la continuación
de su acción, como la realización de este
sentido, la muerte es la culminación de la
libertad humana». (No olvidemos que Bon-
hoeffer escribía esto desde un campo de
concentración). Así el cristiano puede con-
siderar la muerte como la coronación de la
libertad del hombre, porque tiene puesta
su Esperanza en una creciente liberación
humana que conduce a todos los hombres
hacia la vivencia de
una muerte liberadora.
De aquí que la muerte
sea paradójicamente, a
la luz del Evangelio, la
respuesta más radical
al sentido del vivir: «Si
la semilla no muere...)
Nadie tiene amor ma-
yor que el que da la
vida por sus amigos...
La historia de los pue-
blos es una historia tejida gracias a perso-
nas que supieron morir por los demás.
Cierto ha escrito el padre Arrupe
que el amor al prójimo no es distinto de la
caridad con que amamos a Dios. Tanto, que
nadie puede tener el hallarse un día sin
Dios por haber dado la vida por el prójimo,
toda de una vez o día a día, como a peda-
zos».
Cuando la historia nos enseña esto, nos
enseña al mismo tiempo la irreductible per-
manencia en el sacrificio por los demás, la
esencial inmortalidad del hombre. La Cruz
es, en suma, a un mismo tiempo, de muerte
y de Resurrección.
11 (151)
Si Cristo no fuera Dios, mi creencia en Dios no podría ser
lo que es. Sólo la Encarnación de Dios en la historia me per-
mite irme aproximando a la densidad del gesto gratuito de
aquella Encarnación inagotable. La palabra revelada en el
Evangelio, el anuncio de la Buena Nueva son el contenido
específico de mi fe en el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob. Y es precisamente la creencia en el Cristo-Dios, a la luz
de la Palabra, lo que impide radicalmente reducir a Dios al
pulso de nuestros intereses, para seguir descubriendo, a través
de su presencia en la Historia y en los hombres, el sentido
eclesial de la dignidad y de la libertad de los hijos de Dios.
ALFONSO C. COMIN
DIOS
Y MAR
Como nadando, abandonada
al agua gruesa del mar.
O mejor que si nadara: flotando
en ondas firmes, en ondas fuerte,
en la inmensa ola azul
que se juntara
con otra inmensa ola Azul. Hasta los cielos.
Así, en tu mano.
Igual que en el mar, en la mano cuya
abierta, infinita mano ilimitada, -
que sostiene mi cuerpo sin tensión...
Tú, el mar. El mar. Tú.
La ola, tu mano; la mano, tu ola.
Abandonándome a los dos, ciega
y sorda y vuestra. Con fe.
¡No hay peligro de ahogarse,
ni de morir sin alegría de que la muerte
no yen bellísima liberación
hacia Ti!
El misterio de la confianza
reside en nadar, en flotar, en abandonarse
plenamente a Ti,
sola y eternamente a Ti.
Al mar.
Carmen Conde
12 (152)
Documento:
LA "MUERTE DULCE"
REPRODUCIMOS la parte sustancial de la Declaración de la S. Congre-
gación para la Doctrina de la Fe», sobre la Eutanasia, publicada el 5
de mayo de este año 1980. La Declaración se dirige, en primer lugar,
a los fieles católicos, también a los creyentes de otras confesiones y, en gene-
ral, a los hombres de buena voluntad: a todos cuantos mantengan todavía vi-
va la conciencia de los derechos de la persona humana. Derechos sobre los
cuales ya se han pronunciado antes, no sólo algunas conferencias episcopales,
sino que también figuran en la recomendación 779 (1976), relativa a los dere-
chos de los enfermos y de los moribundos, de la Asamblea parlamentaria del
Consejo de Europa en su XXVII sesión ordinaria.
Valor de la
vida humana
LA VIDA humana es el fundamento de todos los
bienes, la fuente y la condición necesaria de toda
actividad humana y de toda convivencia social. Si
la mayoría de los hombres consideran que la vida tiene
un carácter sagrado y que a nadie le es licito disponer de
ella a su antojo, los creyentes reconocemos también en ella
un don del amor de Dios, con el encargo de conservarlo
y hacerlo fructificar. De esta última consideración, se
desprenden algunas consecuencias:
1. Nadie puede atentar contra la vida de un hombre
inocente sin oponerse, al mismo tiempo, al amor de Dios
por él, sin violar un derecho fundamental, inadmisible e
inalienable, sin cometer, por lo tanto, un crimen de ex-
trema gravedad. (Prescindimos de las cuestiones sobre la
pena de muerte y la guerra, que requerirían consideracio-
nes específicas ajenas al tema de esta Declaración).
13 (153)
2. Todo hombre tiene derecho a conformar su vida
con el designio de Dios. La vida le ha sido confiada como
un bien que ha de producir sus frutos ya aquí en la tierra,
aunque encuentre su plena perfección sólo en la vida
eterna.
3. La muerte voluntaria, o sea el suicidio, es, pues,
tan inaceptable como el homicidio; un acto de este género
constituye, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de
la soberanía de Dios y de su designio de amor. El suici-
dio, además, conlleva a menudo el rechazo del amor de-
bido a sí mismo, que es la negación de la aspiración na-
tural a la vida, la renuncia frente a los deberes de justicia
y de caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comu-
nidades y hacia toda la sociedad, aunque eventualmente
concurran ―como se sabe― factores psicológicos que pue-
den atenuar o incluso anular totalmente la responsabili-
dad.
De todos modos, será preciso establecer una clara dis-
tinción entre el suicidio y aquel sacrificio con el cual, por
una causa superior ―como la gloria de Dios, la salvación
de las almas o el servicio a los hermanos― se ofrece o
pone en peligro la propia vida.
La eutanasia
Para tratar adecuadamente el problema de la eutana-
sia, es necesario precisar, en primer lugar, el vocabulario.
Etimológicamente, la palabra eutanasia significaba,
antiguamente, una muerte dulce sin sufrimientos terri-
bles. Hoy ya no se limita a este significado original, sino
que más bien hace referencia a la intervención de la me-
dicina en orden a atenuar los dolores de la enfermedad
y de la agonía, y a veces también al riesgo de suprimir
prematuramente la vida. Además, el término es usado en
un sentido más restringido con el significado de "procu-
rar la muerte por piedad", con la finalidad de eliminar
radicalmente los últimos sufrimientos o de evitar el alum-
bramiento de hijos anormales, enfermos mentales o incu-
rables, la prolongación de una vida infeliz tal vez dilata-
da, que podría imponer cargas demasiado gravosas a las
familias o a la sociedad.
Es, pues, necesario decir en qué sentido se entiende el
término en este Documento.
Por eutanasia entendemos una acción o una omisión
que por su propia naturaleza, o por su intencionalidad,
14 (164)
procura la muerte, con el objeto de eliminar el dolor. La
eutanasia se coloca, pues, al nivel de las intenciones y de
los métodos utilizados.
Es preciso insistir, pues, con toda firmeza, que nada
ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano
inocente, aunque se trate de un feto o de un embrión, de
un niño o de un adulto, un viejo, un enfermo incurable o
agonizante. Nadie, además, puede pedir este gesto homi-
cida para sí mismo o para otro confiado a su responsabili-
dad, ni puede consentir en ello explícita o implícitamente.
No existe autoridad alguna que pueda legítimamente im-
ponerlo o permitirlo. Pues se trata, en efecto, de una vio-
lación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de
La persona humana, de un crimen contra la vida, de un
atentado contra la humanidad.
El dolor
Insoportable
Podría darse también el caso en que el dolor prolon-
gado o insoportable, razones de orden afectivo u otros
motivos diversos indujeran a alguien a considerar que
puede pedir la muerte o procurarla a otros. Aun cuando
en casos parecidos la responsabilidad personal pueda
estar disminuida o incluso no existir, sin embargo, el error
de juicio de la conciencia ―aunque fuera incluso de buena
fe― no modifica la naturaleza del acto homicida, que en si
sigue siendo siempre inadmisible. Las súplicas de los
enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte
no deben ser entendidas como expresión de una verdadera
voluntad de eutanasia; éstas, en efecto, son casi siempre
peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además
de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el
amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden
y deben rodearle todos aquellos que están cercanos, pa-
dres e hijos, médicos y enfermeros.
El cristiano ante
el sufrimiento
y el uso de
los analgésicos
La muerte no sobreviene siempre en condiciones dra-
máticas, al final de sufrimientos insoportables. No debe
pensarse únicamente en los casos extremos. Numerosos
testimonios concordes hacen pensar que la misma natura-
leza facilita en el momento de la muerte una separación
que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena
salud. Por lo cual, una enfermedad prolongada, una an-
cianidad avanzada, una situación de soledad y de aban-
dono, pueden determinar tales condiciones psicológicas
que faciliten la aceptación de la muerte.
15 (155)
Sin embargo, se debe reconocer que la muerte precedida
o acompañada a menudo de sufrimientos atroces y pro-
longados es un acontecimiento que naturalmente angustia
el corazón del hombre.
El dolor físico es, ciertamente, un elemento inevitable
de la condición humana; a nivel biológico, constituye un
signo cuya utilidad es innegable; pero puesto que atañe
a la vida psicológica del hombre, a menudo supera su
utilidad biológica y por ello puede asumir una dimensión
tal que suscite el deseo de eliminarlo a cualquier precio.
El dolor y la
salvación
Sin embargo, según la doctrina cristiana, el dolor,
sobre todo el de los últimos momentos de la vida, asume
un significado particular en el plan salvífico de Dios: en
efecto, es una participación en la Pasión de Cristo y una
unión con el sacrificio redentor que él ha ofrecido en obe-
diencia a la voluntad del Padre. No debe, pues, maravi-
llar si algunos cristianos desean moderar el uso de los
analgésicos para aceptar voluntariamente al menos una
parte de sus sufrimientos y asociarse así, de modo cons-
ciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (cf. Mi, 27,
34). No sería, sin embargo, prudente imponer como norma
general un comportamiento heroico determinado. Al con-
trario, la prudencia humana y cristiana sugiere para la
mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que
sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor, aunque
de ello se deriven, como efectos secundarios, entorpeci-
miento o menor lucidez. En cuanto a las personas que no
están en condiciones de expresarse, se podrá razonable-
mente presumir que desean tomar tales calmantes y sumi-
nistrárseles según los consejos del médico.
Uso de
analgésicos
Pero el uso intensivo de analgésicos no está exento de
dificultades, ya que el fenómeno de acostumbrarse a ellos
obliga generalmente a aumentar la dosis para mantener
su eficacia. Es conveniente recordar una declaración de
Pío XII que conserva aún toda su validez. Un grupo de
médicos le había planteado esta pregunta: «La supresión
del dolor y de la conciencia por medio de narcóticos…
¿está permitida al médico y al paciente por la religión y
la moral (incluso cuando la muerte se aproxima o cuando
se prevé que el uso de narcóticos abreviará la vida)?» El
papa respondió: "Si no hay otros medios y si en tales
circunstancias ello no impide el cumplimiento de otros
16 (156)
deberes religiosos y morales, sí» En este caso, en efecto,
está claro que la muerte no es querida o buscada de nin-
gún modo, por más que se corra el riesgo por una causa
razonable; simplemente se intenta mitigar el dolor de ma-
nera eficaz, usando a tal fin los analgésicos a disposición
de la medicina.
Los analgésicos que producen la pérdida de la con-
ciencia en los enfermos merecen, en cambio, una conside-
ración particular. Es sumamente importante, en efecto,
que los hombres no sólo puedan satisfacer sus deberes
morales y sus obligaciones familiares, sino también y
sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia
al encuentro con Cristo. Por esto, Pío XII advierte que
«no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia
sin grave motivo».
El uso
proporcionado
de los medios
terapéuticos
Es muy importante hoy día proteger, en el momento
de la muerte, la dignidad de la persona humana y la
concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que
corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho, algunos ha-
blan del "derecho a morir", expresión que no designa el
derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte como
se quiere, sino el derecho de morir con toda serenidad,
con dignidad humana y cristiana. Desde este punto de
vista, el uso de los medios terapéuticos puede plantear a
veces algunos problemas.
En muchos casos, la complejidad de las situaciones
puede ser tal que haga surgir duras sobre el modo de
aplicar los principios de la moral. Tomar decisiones
corresponderá en último análisis a la conciencia del
enfermo o de las personas cualificadas para hablar en su
nombre, o incluso de las médicos, a la luz de las obliga-
ciones morales y de los distintos aspectos del caso.
*Cada uno tiene el deber de curarse y de hacerse curar.
Los que tienen a su cuidado los enfermos deben prestarles
su servicio con toda diligencia y suministrarles los reme-
dios que consideren necesarios o útiles.
Pero ¿se deberá recurrir, en todas las circunstancias,
a toda clase de remedios posibles?
Moral y medios
terapéuticos
Hasta ahora los moralistas respondían que no se está
obligado nunca al uso de los medios "extraordinarios".
Hoy, en cambio, tal respuesta, siempre válida en princi-
pio, puede parecer tal vez menos clara tanto por la impre-
17 (157)
cisión del término como por los rápidos progresos de la
terapia. Debido a esto, algunos prefieren hablar de reme-
dios "proporcionados" y "desproporcionados". En cada
caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en com-
paración el tipo de terapia, el grado de dificultad y de
riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibili-
dades de aplicación con el resultado que se puede esperar
de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfer-
mo y sus fuerzas físicas y morales.
Principios
Para facilitar la aplicación de estos principios gene-
rales se pueden añadir las siguientes puntualizaciones:
—A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el
consentimiento del enfermo, a los medios puestos a dispo-
sición por la medicina más avanzada aunque estén toda-
vía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo.
Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo de gene-
rosidad para el bien de la humanidad.
―Es también lícito interrumpir la aplicación de tales
medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas
puestas en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá
tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus
familiares, así como el parecer de médicos verdadera-
mente competentes; éstos podrán, sin duda, juzgar mejor
que otra persona si el empleo de instrumentos y personal
es desproporcionado a los resultados previsibles y si las
técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y
molestias mayores que los beneficios que se pueden obte-
ner de los mismos.
Solamente mueren los hombres que no dejan
nada; mueren solamente los que dejan tras de
su vida el vacío y el mal ejemplo. Los que dejan
una obra, no mueren jamás: queda su obra. Y
cuando esa obra no se ha podido terminar,
todavía pueden morir menos.— VENTURA GASSOL
18 (158)
Es siempre lícito contentarse con los medios normales
que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto,
imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de
cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de
peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale
al suicidio: significa más bien o simple aceptación de la
condición humana, o deseo de evitar la puesta en práctica
de un dispositivo médico desproporcionado a los resulta-
dos que se podrían esperar, o bien una voluntad de no
imponer gastos excesivamente pesados a la familia o a la
colectividad.
―Ante la inminencia de una muerte inevitable, a
pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia
tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que
procurarían únicamente una prolongación precaria y
penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las
curas normales debidas al enfermo en casos similares.
Por esto el médico no ha de tener motivo de angustia,
como si no hubiera prestado asistencia a una persona en
peligro.
Conclusión
Las normas contenidas en la presente Declaración
están inspiradas por un profundo deseo de servir al hom-
bre según el designio del Creador. Si, por una parte, la
vida es un don de Dios, por otra, la muerte es ineludible;
es necesario, por lo tanto, que nosotros, sin prevenir en
modo alguno la hora de la muerte, sepamos aceptarla
con plena conciencia de nuestra responsabilidad y con
toda dignidad. Es verdad, en efecto, que la muerte pone
fin a nuestra existencia terrenal, pero al mismo tiempo
abre el camino a la vida inmortal. Por eso todos los hom-
bres deben prepararse para este acontecimiento a la luz
de los valores humanos, y los cristianos, más aún, a la
luz de su fe.
Los que se dedican al cuidado de la salud pública no
omitan nada, a fin de poner al servicio de los enfermos
y moribundos toda su competencia, y acuérdense también
de prestarles el consuelo todavía más necesario de una
inmensa bondad y de una caridad ardiente. Tal servicio
prestado a los hombres es también un servicio prestado al
mismo Señor, que ha dicho: «... cuantas veces hicisteis
eso a cada uno de estos mis hermanos menores, a mí me
lo hicisteis» (Mt, 25, 40).
19 (159)
Todo proceso es dialéctico y problemático, y no lo será
menos, para los ciudadanos españoles, el de la evolución
política y legislativa que nos afectan. Pero, a fin de
cuentas, lo mejor o lo peor no nos vendrá ―aunque no
nos pueden ser indiferentes― de las formas de poder que
se establezcan o de las leyes que se promulguen, sino,
muy principalmente, de que seamos siempre, y sin fana-
tismos neurotizantes, cristianos convencidos, lúcidos,
ávidos de conocer, estudiar y vivir cada vez más inten-
samente la fe que profesamos, de modo que ni las pre-
siones sociales, ni la seducción de las propagandas, sino
el buen sentido del criterio personal ilustrado y desarro-
llado en la Iglesia, lleguen a ser la fuerza y el estímulo
sereno y cohesivo de los que aman a Cristo, se purifican
en la esperanza y trabajan por un mundo mejor.
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 1. 11. 80
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