Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 187. JUNIO. Año 1981
SUMARIO
EL AMOR es la superación de toda ley: pero también
la justicia es servidora ―sin poder reemplazarle-
V del amor, como el orden de la justicia, como la ver-
dad del bien y como la honestidad de la verdad.
Por eso todo mal comienza a echar raíces en la mentira,
y todo bien crece a partir de la verdad, y al cauce orde-
nado que lleva al bien lo llamamos justicia, y en la pas-
que ella prepara y protege fructifica la felicidad y el
amor. Y no sólo en la Iglesia; pero también en la Iglesia.
Por eso ella tiene, además de la suprema norma de la
Palabra de Dios, algunas leyes que disponen y protegen
los cauces para la gran fraternidad de los hijos de Dios,
todavía de camino, en la tierra, hacia el Padre.
UN LENGUAJE NUEVO
LEYES Y EVANGELIO
EL CONTENIDO DEL NUEVO CÓDIGO
LAS LEYES DE LA IGLESIA
PRINCIPIOS PARA INSTITUCIONES ECLESIALES
EL MOMENTO DE JUAN PABLO 
SIN UTOPÍAS
LA ORDENACIÓN DE LAS MUJERES
1 (105)
UN LENGUAJE NUEVO
Nuestra existencia cristiana constará hoy de sólo dos cosas
oración y hacer justicia en medio de los hombres. Todo
el pensamiento, todas las palabras y toda la organización
de lo que atañe al cristianismo, ha de nacer de nuevo
de esta oración y de esta actuación. Cuando llegues a la
edad adulta, el aspecto de la Iglesia habrá cambiado mu-
cho. Su refundición no ha terminado todavía, y cada
nuevo intento para darle, prematuramente, una pujanza
organizadora, no conseguirá otra cosa que aplazar su
conversión y su purificación. No depende de nosotros
la predicción del día ―pero este día vendrá― en que
surgirán de nuevo hombres llamados a pronunciar la
palabra de Dios de tal manera que el mundo será por
ella transformado y renovado. Será un lenguaje nuevo,
quién sabe si totalmente irreligioso, pero libertador y
redentor como el lenguaje de Jesús. Los hombres se es-
candalizarán, pero al fin serán arrebatados por este len-
guaje. Hablará de una nueva justicia y verdad, para
anunciar la paz del Señor con los hombres y la proximi-
dad de su reino. «Y se maravillarán de tanto bien y de
tanta paz como les daré» (Jeremías 33, 9). Hasta que lle-
gue este momento, la tarea del cristiano será oculta y
callada; pero habrá hombres que rueguen y que obren
la justicia y que esperen el tiempo de Dios. Ojalá seas
tú uno de éstos y que de ti se pueda decir: «La vida de
los justos brilla como la luz que va creciendo hasta
alcanzar la plenitud esplendorosa del día» (Proverbios
4, 18).
Dietrich Bonhoeffer,
en mayo de 1914, desde el cautiverio, para un niño que iba a ser bautizado.
2 (106)
Leyes
y Evangelio
EL DÍA que todos los hombres sean cristianos y que todos los cristianos
seamos perfectos, no necesitaremos ya de leyes humanas, porque nos
bastará el Evangelio. En la Iglesia recurrimos aún a la ley para poder
afirmar nuestro primer derecho: el de confesar la fe: en segundo lu-
gar, legitimamos nuestro recurso a ella si la usamos al servicio de lo
que la fe nos exige en nuestra vida. Y todo ello por el marco en que ésta se
desenvuelve, dado que no vivimos aislados, ni dentro, ni fuera de nuestra
condición de creyentes. El brocardo «ubi societas, ibi ius», también
afecta. Si bien no debemos olvidar que, como Iglesia de Cristo, nuestra
asamblea para la santidad, constituye algo que se diferencia a un tipo co-
mún de simple sociedad humana. Por esta razón el derecho solo no nos
basta, ni es lo principal o constitutivo de la Iglesia; ello puede explicar, no
hace mucho tiempo, la resistencia a admitirse, por teólogos, una llamada
«Ley constitucional de la Iglesia». Aun sirviéndonos del derecho, en el con-
texto encarnacional histórico y cultural, hemos de evitar que nos absorba
o que pudiera prevalecer sobre las exigencias evangélicas, espirituales,
porque las sofocaría bajo el entramado jurídico-estructural que nos daría
un esqueleto jerárquico sin cuerpo vivo y activo.
La Iglesia no es ajena al concepto de sociedad, pero sin ocultar lo que
trasciende la acepción común de este nombre, que puede bastar para que
así la designen los que la contemplan desde fuera, pero no para los bauti-
zados conscientes de integrarla; para nosotros es y en ella somos
pueblo y la familia de Dios, el cuerpo de Cristo, la nueva alianza y misterio
entre Dios y los hombres. Todo lo cual no cabe en las leyes que son obras
de hombres y productos culturales del desenvolvimiento histórico.
En el momento de promulgar un nuevo «Código de Derecho Canónico»,
es preciso tener en cuenta estas ideas, para no exigir a las leyes de la
Iglesia lo que ellas no nos pueden dar, y para saber apreciar justamente y
agradecer como hijos el servicio instrumental que, aunque provisorio, nos
prestan con el fin de facilitarnos el logro de las metas sobrenaturales que
3 (107)
Cristo ha asignado a su Iglesia y, por lo tanto, a todos los que formamos
su cuerpo en ella.
Será preciso evitar un angelismo imposible, en la etapa temporal que
protagonizamos, lo mismo que la reducción a jurisdicismo institucional la
fuerza, la gracia y la libertad del Espíritu, que nos ha hecho hijos de Dios.
El Código no substituye al Evangelio, ni las leyes pueden sofocar los caris-
mas. El mundo no lo entiende, ni lo entenderíamos nosotros, si nos guiamos
por criterios mundanos. El reino de Dios es diferente de los reinos de este
mundo. Aquí los hombres multiplican las leyes con las que pretenden orde-
nar sus relaciones y proteger sus intereses y, además, se satisfacen con la
externa observancia de específicos mandatos o prohibiciones, exigidos co-
ercitivamente bajo la amenaza de penas, a veces agobiantes y no siempre
justas. Cuando faltara el espíritu del Evangelio, en la Iglesia podríamos
descender a parecidos niveles. Pero en ella, las relaciones entre sus miem-
bros deben llevar a la comunión, los intereses deben ceder a la gloria de
Dios, y todo poder o Autoridad mudarse en servicio, y poder decir todos A
Dios: Padre nuestro...
EL CONTENIDO DEL NUEVO CÓDIGO
Consta de 1728 cánones (el todavía vigente de 1917 contiene 2414), y su es-
tructura formal se presenta sensiblemente cambiada respecto del Código de
Derecho Canónico anterior, si bien como éste se refiere a la disciplina jurídi-
ca de toda la Iglesia latina. Traducimos los epígrafes de sus siete libros:
I. Normas generales.
II. Del pueblo de Dios. Trata de los fieles cristianos, de la constitución je-
rárquica de la Iglesia y de las asociaciones eclesiásticas. Dedica un
amplio espacio al capítulo sobre las asociaciones religiosas (cann.
503-672).
TII. Del deber de enseñar en la Iglesia, con las normas relativas al mi-
nisterio de la Palabra, a la acción misionera, a la educación católica,
a los instrumentos de comunicación social y a la profesión de la fe.
IV. Del deber de santificar en la Iglesia, con la disciplina de los sacra-
mentos, de los sacramentales y de los lugares y tiempos sagrados.
V. De los bienes de la Iglesia y de la administración del patrimonio
eclesiástico.
VI. De las sanciones en la Iglesia, sobre delitos y sus relativas penas.
VII. De los procesos, a los que se dedica un espacio no indiferente (cann.
1352-1728), tal vez para asegurar mejor que, cualquier acto del poder
ejecutivo en la Iglesia, pueda dar lugar a un recurso que ha de obtener
respuesta objetivamente motivada.
4 (108)
Las leyes
de la Iglesia
DE no haber ocurrido el aten-
tado contra Juan Pablo IT,
era muy probable que la
Pascua de Pentecostés de este año
de 1981 hubiese sido la fecha de la
promulgación del nuevo Código de
Derecho Canónico. A pesar de ello,
fuentes vaticanas aseguran que no
se aplazará más allá del fin del pre-
sente año. En este mes de junio se
cumple precisamente un año desde
que el esquema completo de nuevo
Código está en espera de su pro-
mulgación, a falta del inminente
juicio de la Comisión pontificia
para la revisión del Código de
Derecho Canónico, instituida por
Juan XXIII, el 28 de marzo de 1963,
con el encargo de preparar la re-
forma del Código y de cumplir una
función técnico-consultiva y provi-
soria mientras se espera la nueva
legislación. Han transcurrido pues
dieciocho años de silencioso pero
intenso trabajo de revisión, consul-
tas a todos los niveles y reformas,
en el que han colaborado 93 car-
denales, 62 arzobispos y obispos,
64 sacerdotes diocesanos, 45 reli-
giosos y 14 laicos (hombres y mu-
jeres), además del concurso de mul-
titud de expertos pertenecientes a
diversos ámbitos eclesiales. El car-
denal Felici, que preside la Comi-
sión, ha calculado que se han dedi-
cado 5.430 horas a reuniones cole-
giales, y que se elevan hasta 6.375
si se computan las consumidas en
las reuniones de los equipos con-
sultores.
Este Código en ciernes viene a
substituir el todavía vigente pro-
mulgado en 1917.
Pero algunos se preguntan: ¿La
Iglesia necesita un Código de leyes
elaboradas por los hombres?: ¿no
le basta el Evangelio? Es evidente
que éste no puede ser substituido
por ninguna ley humana, y es cier-
to que, en un principio, la primiti-
va Iglesia no sintió la necesidad
de elaborar ley alguna, aunque si
5 (109)
la costumbre iba abriendo cauce a
normas cuya observancia se gene-
ralizaba. Sobre todo, al concluir la
época de las grandes persecuciones
y reconocérsele a la Iglesia el dere-
cho subjetivo a la propia existen-
cia, recibe el influjo cultural de la
sociedad romana en que se desen-
vuelve y, poco más tarde, de las
corrientes germánicas y, tanto para
definir su posición en el mundo
que la circunda como para ordenar
sus relaciones internas como resul-
tado de su encarnación social, se
desarrolla el proceso normativo de
su estructura visible, para perfilar
frente al mundo su propia perso-
nalidad y para llevar adelante la
expansión y manifestación de su
vitalidad ordenada al fin sobrena-
tural del Reino de Dios. Estas nor-
mas, aunque ordenadas instrumen-
talmente a una finalidad que las
trasciende, serán una creación hu-
mana, sometida, por lo tanto, a los
cambios y evoluciones históricas,
culturales y sociales. Y en ellas se
harán patentes, a través del camino
de la Iglesia, las inevitables tensio-
nes carismático-estructurales, cu-
yos extremismos a evitar serán, por
una parte, el radicalismo jurídico
(que es una forma de fariseísmo)
por el que se tendería a reducir a
la Iglesia a la sola apariencia de
sociedad humana y temporal, y,
por otra, el desprecio de toda nor-
mativa instrumental, por el que se
caería en un falso espiritualismo
porque sería una evasión de la rea-
lidad, que hay que afrontar con
humildad y con espíritu redentor.
La Iglesia no es un reino de este
mundo, pero tampoco es la Iglesia
triunfante, sino —todavía― pere-
grina en la Historia.
Pero, desde un principio, la Igle-
sia no ha sido fácil en admitir leyes
como si de ellas pudiera depender
la eficacia de su misión. Puede de-
cirse que se ha visto precisada a
formular una normativa para que
los hombres tuvieran alguna defi-
nición de sí misma y de sus dere-
chos, en lenguaje más humano que
el que está en la Escritura, en el
mismo lenguaje que la gente del
mundo usa en sus instituciones y
en sus relaciones. A pesar de recu-
rrir a ese lenguaje ha procurado
desproveerlo de la apariencia rigo-
rista de la misma palabra "ley" y
ha preferido llamar a sus normas
generales "cánones", que tiene una
significación más benigna.
En la Edad Media, al derecho en
la Iglesia, se le llamaba "Teología
práctica". Y fue en esta época cuan-
do el esfuerzo culturizador de la
Iglesia aportó a Europa, no sola-
mente muchos otros beneficios, si-
no también en el cultivo del Dere-
cho, el redescubrimiento de las ins-
tituciones jurídicas romanas, que
tanto influjo tuvieron no solamente
en la organización de la Iglesia
medieval sino de la propia socie-
dad civil. El mérito correspondió a
6 (110)
las nacientes universidades que la
Iglesia iniciaba o amparaba; singu-
larmente, a la universidad de Bolo-
nia (en lo que a derecho se refiere),
y a su eximio maestro Graciano.
Fue precisamente este sabio monje
el que transformó la hasta entonces
llamada "Teología práctica exter-
na" en una disciplina científica
autónoma (tanto de la dogmática,
como de la moral, como de la filo-
sofía) que, en adelante se llamaría
"Derecho canónico". Graciano en-
tendía esta rama autónoma del De-
recho como un instrumento enno-
blecido por el servicio que tenía
que prestar a la gloria de Dios, al
orden en la Iglesia y al bien de los
bautizados. Su esfuerzo compilador
fue el más importante desde el que
hiciera Justiniano en el siglo VI y,
si bien su trabajo tenaz y despren-
dido no buscaba reconocimientos
especiales ni honores humanos, el
resultado fue que, espontáneamen-
te, la compilación por él elaborada
("Concordantia discordantium ca-
nonum") fue observada como nor-
mativa oficial de la Iglesia, a pesar
de ser un trabajo particular.
Más adelante, san Ramón de Pe-
nyafort completaría esa labor, por
encargo del papa Gregorio IX.
Más tarde, en el siglo XVI, el
Concilio de Trento será otra etapa
significativa, la cual, como reac-
ción ante la división causada por
el protestantismo, algunos creen
que introduce una tendencia más
autoritaria y juridicista coinciden-
te, al final, con los absolutismos
europeos y las grandes y sorpren-
dentes transformaciones que se
producen a partir del Renacimien-
to. Los estados que surgen de las
revoluciones de los siglos XVIII y
XIX emprenden la labor codifica-
dora que, finalmente, parece imita-
da también por la Iglesia al pro-
mulgar, finalmente, su Código de
Derecho Canónico en 1917, que es
el que ahora va a ser substituido
por el que se ha elaborado como
consecuencia del espíritu del Vati-
cano II.
También en la Iglesia, un Código
es una ley o conjunto normativo
humano; por lo tanto, producto de
evoluciones, de correcciones, de
progresos culturales y sociales que
sugiere o impone el paso del tiem-
po. Sin duda alguna que el nuevo
Código será mejor que el anterior;
pero, del mismo modo, como todo
lo humano, será perfectible. La
Iglesia es más que una sociedad y,
por eso mismo, no le basta sólo con
tener a mano un conjunto de nor-
mas objetivas que la definan y por
las que se rija. No obstante, porque
está entre los hombres, que son se-
res sociales y porque, en su mismo
seno, no puede invadir el sagrario
de las conciencias, necesita el ins-
trumento externo y positivo de una
normativa por la que se facilite y
ordene la manifestación y expan-
sión de su vida, en un mundo en
7 (111)
el que todavía se precisa un míni-
mo de estructura que soporte la
llama del espíritu.
También Cristo formó parte de
la estructura de un pueblo que se
llamaba "Pueblo de Dios" y con
cuya expresión se proclamaba una
tipicidad profética todavía no des-
arrollada. En este pueblo Cristo
respetó las normas legítimas que
servían a la manifestación social
de la religiosidad y que recordaban
la Alianza, para preparar para Dios
una nueva humanidad. No obstante
sabemos que toda estructura con
dimensiones humanas está caracte-
rizada por la ambigüedad, como él
mismo nos enseñó. Precisamente
por eso hemos de alegrarnos y
agradecer cada esfuerzo que se ha-
ce, en la Iglesia, por espiritualizar
su disciplina interior y su testimo-
nio frente al mundo, tal como ha
intentado cada vez que ha revisado
O reordenado su modo histórico de
organizarse y manifestarse, en su
camino hacia Dios, desde este mun-
do nuestro.
Es cierto que, aun en la Iglesia,
si hubiéramos de regirnos sólo por
leyes seríamos los más desdichados
de los hombres. Pero es igualmente
cierto que nos falta a todos mucho
amor para poder afirmar, en todas
partes, sin temeridad y sin ver-
güenza de nosotros mismos, que
no tenemos necesidad de ninguna
ley y que nos basta con el Evange-
lio. ¡Ojalá nos acercáramos cada
vez más a este ideal!
La sacramentalidad de la Iglesia garantiza su unión con Dios, su
eficacia sobrenatural, su sentido de Cristo. Además ella está ani-
mada por el Espíritu Santo que constituye y vivifica el Cuerpo
Místico de Cristo, Pueblo de Dios, que en el transfigura a los hom-
bres en hijos de gloria y los confiere la libertad de la filiación
divina (conf. Rom 8.15) interviniendo en su apostolado. Si el Dere-
cho Canónico tiene su fundamento en Cristo, Verbo Encarnado,
y por lo tanto adquiere el valor de signo e instrumento de libera-
ción, esto ocurre por obra del Espíritu que le comunica fuerza y
vigor; es preciso que por lo tanto manifieste la vida del Espíritu,
que produzca los frutos del Espíritu, que revele la imagen de Cris-
to. Por esto es un derecho jerárquico, un vínculo de comunión, un
derecho misionero, un instrumento de gracia, un derecho de la
Iglesia. Estas cualidades son las exigencias del Espíritu que vi-
vifica y dirige a la Iglesia, que la une a Cristo, que la conduce
a Dios ya los hombres en un mismo impulso generoso de amor.
PABLO VI
8 (112)
ALGUNOS PRINCIPIOS GENERALES
PARA LAS INSTITUCIONES ECLESIALES
EN el año 1977 se celebró en la
Universidad de Notre Dame,
South/Chicago, una asam-
blea de teólogos y juristas para tra-
tar de un tema apasionante: sobre
la conveniencia y posibilidad de un
nuevo concilio que podría ser el
Vaticano III. En general entendían
los asambleístas, que el Vaticano II
no se había preocupado de plasmar
sus doctrinas en instituciones ecle-
siales. Es decir, que no las había
traducido en la ordenación jurídica
de la Iglesia, por lo cual convenía
una posterior asamblea universal
para proveer a esa reforma institu-
cional, extrayéndola del Concilio
convocado por Juan XXIII. Porque,
pensaban, las declaraciones doctri-
nales sobre la colegialidad de los
obispos, la responsabilidad de los
laicos, la naturaleza del matrimonio
cristiano, etc. no llegarían a ser ide-
as operativas mientras no se tradu-
jeran en instituciones eclesiales. En
realidad ellos auspiciaban algo que
afectaría a la reforma del Código de
Derecho Canónico de 1917. Un ju-
rista insigne, el P. Peter Huizing, se
anticipó a establecer algunos prin-
cipios generales que podrían servir
de base para tal empresa; eran éstos:
1. La actitud de Jesús con respecto a la Ley conserva su valor ejemplar para la
actitud cristiana ante el derecho canónico: «Toda La ley de Moisés y las enseñanzas
de los Profetas penden de estos dos mandamiento»: el mandamiento del amor a Dios
y el del amor al prójimo (Mt 22, 40); «El sábado fue hecho para el hombre, no el hom-
bre para el sábado» (Mc 2, 27). La posibilidad de quebrantar la ley por el bien de los
hombres es esencial al derecho canónico.
2. Ciertamente, el principio del derecho canónico de que la ley, dada para el
bien común, puede a veces ir contra el bien de las personas no es válido. El bien es-
piritual del hombre no puede ser sacrificado a ningún bien superior.
3. En principio, en el derecho canónico no existe la oposición entre "Iglesia de
la caridad" e "Iglesia de la ley". Dado que ello no es automáticamente cierto en la
realidad, la comunidad eclesial debe esforzarse continuamente por superar las situa-
ciones en que la ley se opone de hecho a la caridad.
4. Para que la ley tenga realmente validez ha de ser aceptada por la comunidad.
La mera validez formal de la ley es inútil. Los legisladores canónicos habrán de te-
nerlo siempre presente.
5. Los procedimientos jurídicos formales seguidos en las causas matrimoniales
y en las de dispensa del celibato o de los votos religiosos solemnes no sirven a los fi-
nes del derecho canónico. Ha de suprimirse la idea mágica de la "potestad vicaria".
6. No debe existir en la comunidad eclesial una legislación penal, pues supone
que la comunidad eclesial tiene capacidad para juzgar las relaciones del hombre con
Dios. Tiene, sin embargo, derecho a contar con una legislación disciplinar, es decir,
con un sistema de medidas para defender su propia identidad.
9 (113)
El momento de Juan Pablo II
HAY INSTANTES de nuestra vida en los que se con-
desan todo lo que somos, todo lo que Dios ha hecho
de nuestra vida y todas nuestras respuestas a Dios.
En tales momentos no tiene importancia ni el gozo
ni el dolor, ni seguir viviendo ni morir. Es el gran momento
de encontrarse con Dios, de reconocerle cerca de nosotros en
el signo de su Hijo, Jesucristo, mientras nos invade su abrazo
y nos imprime su imagen.
Cuando, hace pocas semanas, el mundo se conmovía por
el atentado contra el Papa, seguro que, lo más importante de
cuanto sucedía, no era la producción del dato extremo que des
atara la gran retórica sobre el terrorismo. Ese discurso era fácil,
y por eso fue repetido por fieles devotos lo mismo que por ma-
niqueos. A la luz de la fe, lo más importante era la acción de
la gracia de Dios: los pensamientos de paz y perdón que, ense-
guida, brotaron de la semejanza del cristiano con Cristo, como
resonancia de las palabras que, ante los inútiles enemigos, pro-
nunciara Cristo en la cruz, como las que pronunció Esteban al
morir apedreado, como las de todos los mártires de todos los
tiempos. Muchos por causas justas, soportan el dolor, pero po-
cos perdonan a quien les asesta el golpe en el cuerpo o en el
alma. Los hombres viven preocupados por el propio prestigio,
ambiciosos de poder, envidiosos de los honores... La misma
Iglesia necesita ser continuamente purificada de esos pecados,
y no faltan los que tienden a confundirla o falsificarla como
10 (114)
un sistema paralelo a los que para sí estructura el mundo. Pero
para que esto no pueda ocurrir el Espíritu de Dios que la asiste
y anima, la purifica con el cauterio de la persecución, y cuando
se hace pura es cuando crece, aunque para ello tenga que pa-
sar por el dolor. El momento de la Iglesia, y el momento de un
cristiano se contiene en el destello de fe que hace comprender,
viviéndola intensamente, esta realidad.
¡Qué momento de paz tan honda, alcanzar a sufrir y per-
donar! El Papa no es más grande porque los jefes de estado le
rindan honores, sino porque Cristo le acerca a sí. En realidad
no es una grandeza; es más que una grandeza: es la semejanza
con Cristo. Semejanza que se extiende a la Iglesia entera cuan-
do la fuerza del carisma supera todas las apariencias de los con-
vencionalismos estructurales y los informa, reduce y purifica.
Un día —si todavía, alguna vez, no hemos sido llamados,
por gracia, a vivir la intensidad de un parecido momento, o
para que se nos repita magnificado, si ya tuvimos la experien-
cia―, un día veremos, cada uno, que la vida se nos reduce a
un instante indivisible ―no importará nuestro gozo o dolor, ni
la sinceridad o la hipocresía de los testigos―, y en este último,
supremo y densísimo momento, Cristo nos abrazará y veremos
cómo se repite en nosotros su imagen para ser, en paz, por
siempre jamás, "hijos de Dios" cerca de Cristo, mientras el Pa-
dre nos bendice en él. Y bendecirá al Papa si muere así, y al
más pobrecito de los fieles de igual manera.
11 (115)
SIN UTOPÍAS
SOLAMENTE desde una utopía
teológica o anarquista sería
posible prescindir de las le-
yes; pero la experiencia nos de-
muestra que, los mismos que re-
chazan sistemáticamente cualquier
estructura jurídica, lo hacen a costa
de las que desprecian, incluso cuan-
do se separan del grupo social en
que se integran y que suele ser la
primera víctima de su excentrici-
dad porque, aunque lo pretendan,
tampoco son capaces de vivir en
soledad. Un falso idealismo coinci-
dente, con frecuencia, con desvia-
ciones psicológicas, les sirve de ex-
cusa a la insolidaridad y al egoísmo.
En realidad no son capaces de cons-
truir nada positivo, ni sus propias
vidas, sino que éstas se parasitizan
en lo ajeno y se nutren de la apro-
piación de lo que otros edificaron,
Protestan de la estructura desde la
misma posición en que les ha situa-
do la estructura que los creó.
Esta experiencia que se confirma
en cualquier fase de tránsito cultu-
ral o generacional, no hace absolu-
tamente buena toda estructura. Lo
estructural humano ha de ser conti-
nuamente sometido a la dialéctica
de su perfeccionamiento, a la vez
que debe mantener el esfuerzo para
hacer progresivamente más simples
los cauces del camino que traza pa-
ra seguir adelante. Por eso la sola
mayor abundancia de leyes no sig-
nifica necesariamente mayor per-
fección de la justicia humana, sino
más bien sugiere el recelo de lo con-
trario. Al fin ha de haber una sola
ley, la del amor, que lo ha de regir
todo, tanto el mundo físico como el
espiritual, como bien lo proclamara
el más excelso de los poetas, Dante,
que tenía en cuenta, sin duda, la
apología que san Pablo hace de la
caridad, en 1.º Corintios, 13. Tam-
bién los Apóstoles, en la primera
reunión que tuvieron en Jerusalén
y que se ha venido en llamar el pri-
mer Concilio (Hechos, 15), reducen
a un mínimo "indispensable" la pre-
ceptiva impuesta a las nacientes co-
munidades judeo-helénicas. Y sabe-
mos cómo s. Felipe desconfiaba del
exceso de leyes, aun para lo santo
(o precisamente para lo santo): si
hay amor, decía, las leyes sobran y,
si no hay amor, son inútiles las le-
yes. Tal vez recordara al divino po-
eta florentino, que hace decir por
Beatriz: «Tenéis el antiguo y el nue-
vo Testamento, y al Pastor de la
Iglesia como guía, lo cual os basta
para la salvación».
Pero todos sabemos que, si sobre
la base del amor al hombre y del
respeto a lo creado, se edifica un or-
den que sirva de medio al fin supre-
mo, y no que se convierta en fin de
sí mismo, la convivencia discurre
mejor y el mismo individuo adquie-
re más fácilmente su madurez y per-
fección. Por esto la Iglesia también
tiene leyes, y por esto las revisa y
perfecciona.
12 (116)
Documento:
LA ORDENACIÓN
DE LAS MUJERES
EN el decurso de las sesiones de la Asamblea Diocesana de Barcelona,
celebrada en el mes de enero de este año, varias veces surgió la cues-
tión del acceso de las mujeres al diaconado y al presbiterado. Aunque
el asunto se haya dado por zanjado en sentido negativo, desde las altas ins-
tancias de la Iglesia, no puede negarse que el pueblo cristiano no acaba de
comprender las razones por las que persiste tal exclusión. Los debates de
Barcelona son un síntoma inequívoco de tal incomprensión, que sabemos
subsiste en amplias zonas del pueblo cristiano, y por ello suscita la oportuni-
dad de las reflexiones que siguen y que resumimos de un artículo publicado
en la revista FOC NOU, y firmado por Joan Llopis. Contienen un análisis de
los argumentos tradicionales y modernos que se oponen al ingreso de las
mujeres en el ministerio jerárquico, y el autor cree adivinar, tras las prohibi-
ciones, razones de orden psicológico, cultural, más bien que teológicas o dog-
máticas. En definitiva se basan ―a veces inconscientemente― en la supuesta
inferioridad femenina en el terreno cultural; fundamento que sabemos recha-
za el hombre contemporáneo, salvo cuando defiende aquellos modelos de
sociedad que intenta o favorece tales discriminaciones, impidiendo de ante-
mano el desarrollo personal de la mujer y su igualdad espiritual y jurídica
con el hombre.
Los argumentos tradicionales
contra la ordenación de la mujer
Contiene la doctrina tradicional del canon 968 del
Código de Derecho Canónico, de 1917 (pero que el de
reciente publicación no desmiente), cuando dice: «Sola-
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mente el hombre (vir) bautizado puede recibir válidamen-
te la ordenación sagrada», El canon se refiere directa-
mente a los tres grados de la jerarquía: diaconado, pres-
biterado, episcopado; con anterioridad las mujeres tampo-
co podían acceder a los órdenes llamados menores, como
tampoco ahora pueden hacerlo a los ministerios institu-
cionales. No entramos en la discusión de si las "diaconi-
sas" de la Iglesia primitiva formaban parte del estamento
jerárquico y si recibían la ordenación sacramental.
La tradición
pagana y judía
La fórmula del Derecho Canónico resume toda la tra-
dición y se remonta a la edad apostólica. Pero es de notar
que, hasta bien llegada la Edad Media, esta tradición
apenas dio lugar a intento alguno de justificación teológi-
ca. Pues en el mundo antiguo, lo mismo judío que pagano,
la exclusión de la mujer de cualquier tipo de vida pública
pasaba espontáneamente a la vida de la Iglesia.
La misma existencia de sacerdotisas en el mundo pa-
gano, influyó negativamente para la aceptación de minis-
terios femeninos en el cristianismo, y no sólo para des-
tacar la diferencia entre el sacerdocio cristiano pagano,
sino también porque el pagano estaba desacreditado y
comprometido con la corrupción de lo sagrado,
En la incipiente estructuración de la Iglesia, mayor
influjo tuvieron las instituciones judías, en las cuales la
mujer no tenía ningún papel activo.
El Derecho
y la Teología
en la Edad Media
Cuando en la Edad Media se sistematiza el Derecho
Canónico (Graciano) y la teología (santo Tomás), lo mis-
mo canonistas que teólogos, pretenden establecer alguna
formulación científica basándose en los Padres de la Igle-
sia. Graciano dice: «La mujer no puede recibir órdenes
sagradas porque, como su naturaleza se encuentra en
condición de servitud» (Decr. p. 2, causa 27). Y santo To-
más establece igual negación alegando que la mujer se en-
cuentra «en estado de subjeción» (S. Th. Suppl., q.39, a.
0.1).
Los prejuicios
socio-culturales
Esto es el resultado de una mezcla argumental a base
de interpelaciones masculinizantes de la Biblia y de
ideas heredadas de los filósofos antiguos: la mujer viene
del hombre y, por lo tanto, depende de él; la primera mu-
14 (118)
jer fue causa de la perdición del género humano; la mu-
jer es la tentación del hombre; la mujer es incapaz de vida
autónoma... Razones todas que derivan de una imagen
psicológica y socio-cultural, heredada del paganismo y
del judaísmo. Y es de tener en cuenta que los autores me-
dievales no invocan ningún derecho positivo divino para
argumentar su negación apoyándose en él. La exclusión
se basa solamente en consideraciones antropológicas, cul-
turales y psicológicas, más bien que en teológicas.
Los nuevos argumentos
contra la ordenación de la mujer
Hoy no puede hacerse fuerza, para la negación del
sacerdocio femenino, ni en los argumentos de los Padres
de la Iglesia ni en los teólogos medievales. Sería un insul-
to a lo que explícitamente ha proclamado el Concilio Va-
ticano II por estas palabras: «Toda forma de discrimina-
ción en los derechos fundamentales de la persona, ya sea
social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condi-
ción social, lengua o religión, debe ser vencida y elimina-
da por ser contraria al plan divino» (GS, n. 29).
Principio general
contra toda
discriminación
En la actualidad se apela a otra clase de argumentos.
Así, por ejemplo, el documento Inter insigniores, de la
Congr. para la Doctrina de la Fe, de 15 oct. 1976, apela
fundamentalmente a dos razones: la actitud de Cristo y
los apóstoles, y la semejanza sacramental del hombre (en
sentido masculino) con Cristo.
Nuevos argumentos
Respecto a la actitud de Cristo y los apóstoles, el cita-
do documento dice: «Jesucristo no llamó a ninguna mujer
a formar parte de los Doce... y la comunidad apostólica
se mantuvo fiel a la observancia de esta actitud de Cristo
con respecto a las mujeres».
Según esto, parecería contrario al derecho divino y
contra la más antigua tradición de la Iglesia no tener en
cuenta la voluntad de Cristo, manifestada por tal actitud.
Pero parece que hay que tener en cuenta que si Cristo
se comportó de tal manera, lo hizo para no superar el
"Límite de tolerancia" que consentía el ambiente misógino
del pueblo de Israel. Tampoco, y por razones parecidas, >
15 (119)
se aventuró a llamar al apostolado a ningún no-judío (sa-
maritano, pagano), porque su acción hubiera sido parali-
zada ante los judíos desde el mismo principio.
Por otra parte, resulta altamente arriesgado pretender
fundamentar un derecho divino a partir de algo que Jesús
no hizo. Ciertamente que no consta que Jesús llamara a
ninguna mujer al ministerio apostólico, pero con la misma
fuerza tampoco consta que expresamente prohibiera que
las mujeres ejercieran ministerios eclesiales.
Tras la actitud de Cristo y de los apóstoles no queda
más que la razón de fuertes condicionamientos psicológi-
у socio-culturales, la pretensión de que
tales condi-
cionamientos tengan una validez universal es negar la
evidencia de los progresos que la humanidad ha realizado
en este campo.
La sacramentalidad
de la persona
de Cristo
El otro argumento que presenta la Congregación para
la Doctrina de la Fe, no lo exhibe como demostrativo,
sino como «una iluminación que parle de la analogía de
la fe». Ésa es la síntesis de tal argumentación iluminativa:
«El sacerdocio cristiano es de naturaleza sacramental: el
sacerdocio es un signo, cuya eficacia sobrenatural provie-
ne de la ordenación recibida; pero es también un signo
que ha de ser perceptible y que los cristianos han de po-
der captar fácilmente. En efecto, toda la economía sacra-
mental se apoya en signos naturales que tienen una fuer-
za significativa inscrita en la psicología de los hombres:
pues, como dice santo Tomás, los signos sacramentales
representan lo mismo que significan por su semejanza
natural. Lo cual vale tanto para las personas como para
LAUS
NO SE PUBLICA DURANTE LOS MESES DE JULIO, AGOSTO
Y SEPTIEMBRE. REAPARECERÁ EL MES DE OCTUBRE.
16 (120)
Las cosas: así, cuando es preciso representar el papel de
Cristo en la eucaristía, no se da esta semejanza natural
entre Cristo y su ministro, si no lo realiza un hombre: de
otro modo, es difícil ver en el mismo ministro la imagen
de Cristo, puesto que Cristo fue y permanece hombre».
Debilidad
del argumento
Esta argumentación es objetable, dado que se apoya
en una concepción "materialista" del signo sacramental,
pues el sacerdote representa a Cristo, no en tanto que
portador del sexo masculino, sino en tanto que persona,
y tan persona es un hombre como una mujer: ambos son
persona humana. Si la pretendida argumentación se ex-
tremara, podríamos llegar a afirmar que la mujer no pue-
de ser nunca ministro de ningún sacramento, y sabemos
que puede balizar y que, cuando bautiza, aunque se tra-
te de situaciones extraordinarias, lo hace en nombre y re-
presentación de Cristo; sabemos, también, que es ministro
del sacramento del matrimonio... Todavía, extremando,
la argumentación nos llevaría a excluirla de recibir ella
misma el bautismo, porque el bautismo incorpora la per-
sona a Cristo y la convierte en "otro Cristo".
La dimensión
maternal
Tal argumentación olvida que la función del sacerdo-
te es también representación de la dimensión maternal
de la Iglesia, porque el sacerdote actúa en nombre de
Cristo y en nombre de la Iglesia. ¿Y quién mejor que una
mujer podría significar este aspecto maternal del ministe-
rio?
Se abusa de la tipología descendiente, que consiste en
absolutizar los modelos culturales que sirven a la teología
para entender mejor algunos aspectos de las realidades
de la fe. Afirmar que sólo la persona humana del sexo
masculino es capaz de representar a Cristo en el sacerdo-
cio, porque Cristo fue indicado por san Pablo en la fun-
ción de esposo de la Iglesia, es dar a la tipología descen-
diente una importancia contraria a los límites de los
procedimientos alegóricos. Así ocurre en todas las espe-
culaciones que transfieren más o menos al mundo divino
las categorías de la sexualidad humana (por ejemplo, la
feminidad del Espíritu Santo), con el riesgo de absolu-
tizar una discriminación y una especificación sexuales
17 (121)
que aparecen demasiado destacadas por su refracción en
la realidad divina.
La sacralización
sexual
Finalmente, esta argumentación conduce a una sacra-
lización abusiva del sexo masculino y a una descalifica-
ción religiosa del sexo femenino, que, sospechosamente,
tiene mucho que ver con los residuos paganos de la con-
cepción sagrada de lo sexual. Supondría la consagración
definitiva de la separación de los dos sexos en el ámbito
religioso: pues el sexo masculino sería el único capacitado
para una mediación mágica, y, en cambio, el femenino
estaría por siempre reducido a tabú ritual. Y sabemos que
todo esto no tiene nada de cristiano, sino que se basa en
el inconsciente psíquico, por un lado, y en una concepción
primitiva de la religiosidad, porque, como afirma san Pa-
blo, «ya no hay judío ni gentil, ni hay esclavo ni libre, ni
hombre ni mujer: somos todos lo mismo en Cristo Jesús »
(Gál. 3, 28).
Hacia una nueva perspectiva
Queda claro que tanto los argumentos tradicionales
como los recientes, contrarios al sacerdocio femenino,
contienen prejuicios psicológicos, culturales y religiosos
que la fe cristiana y las nuevas perspectivas psico-socio-
lógicas sobre la mujer que habrían de haber sido supera-
das.
La tarea
más urgente
De cara al futuro, lo importante es dejar de lado la
discusión por destacar la "diferencia" sexual por lo que
se refiere a los ministerios eclesiales, y poner la atención
y relevar la "complementariedad" de los sexos en el ejer-
cicio de las funciones pastorales. Pero para que esto sea
posible es preciso transformar profundamente la idea que
muchos cristianos tienen todavía ―y reflejan en la prác-
tica― sobre la esencia y misión de los ministerios. Los
ministerios eclesiales deberían de desacralizarse y descle-
ricalizarse, у así abandonarían la secuela de tantas con-
notaciones psicológicas que son las que todavía impiden
la aceptación sin reticencias del acceso de las mujeres al
ministerio eclesial.
18 (122)
En este sentido parece oportuno reproducir las acerta-
das observaciones que Jordi Piquer publicaba en la revista
PHASE, (n. 102, 1977): «Los hechos obligan a reconocer
que si el pensamiento teológico sobre el acceso de la mu-
jer al sacerdocio no está maduro, mucho menos lo está la
mentalidad popular sobre esta cuestión, y por esto las or-
denaciones femeninas han sido por lo común conflictivas
y polémicas en las comunidades respectivas. Por lo tanto,
lo que es urgente no es el planteamiento del dilema entre
el "sí" y el "no" al sacerdocio ministerial femenino, sino
progresar en la superación de las discriminaciones feme-
ninas en la Iglesia y, positivamente, introducir a la mujer,
en igualdad de condiciones con el hombre, en especial en
todos aquellos ministerios que no necesitan la ordenación.
y también en los niveles de decisión en la vida pastoral
de la Iglesia (clarificación sobre la participación de los
bautizados en la jurisdicción de la Iglesia), para que la
actual decisión romana no conlleve ―o no aparezca como
si lo causara― un bloqueo de la promoción eclesial de la
mujer y del creciente pluralismo y revalorización de los
ministerios».
Las cuestiones
nuevas
«La Iglesia, desde el primer concilio de Jerusalén has-
ta el fin de los tiempos, sabe que ha de encararse frente
a "cuestiones nuevas", y que esto la coloca en situaciones
delicadas. Necesita firmeza y fidelidad a su Señor ya
cuanto ha recibido de él, para mantener lo que no puede
cambiarse; pero igualmente necesita audacia y creativi-
dad en el Espíritu, para modificar lo que necesita ser mo-
dificado; y necesita agudeza y discernimiento para dis-
tinguir lo uno y lo otro. Llevar adelante este cometido en
la cuestión del acceso de la mujer al presbiterado ―e
incluso al episcopado― no es tarea fácil, ni estamos en
situación de dar al reto una respuesta suficientemente
madura. En la actual coyuntura histórica la suprema
jerarquía de la Iglesia ha decidido que no hay razones
para alterar la práctica tradicional. Pero la vida social y
eclesial y la tarea de los estudiosos continuar... Apenas
estamos en los comienzos de una larga y difícil reflexión,
que tendrá necesidad de inspirarse siempre en el deseo de
descubrir y acomodarse cada día más a lo que el Señor
quiere para su Iglesia en cada circunstancia».
19 (123)
Alegraos de poder participar en los sufrimientos de
Cristo: también el día en que se manifieste su gloria
desbordaréis de alegría. Y dichosos vosotros si alguien
os insulta porque sois cristianos: ello significaría que
el espíritu glorioso, que es el espíritu de Dios mismo,
reposa sobre vosotros. Si el sufrimiento alcanza a al-
guno de vosotros, que no sea por criminal, ladrón o
malhechor, o por ser violador de los derechos de los
demás. Empero, si alguien ha de sufrir porque es cris-
tiano, que no se avergüence de llevar este nombre y
que lo confiese como un homenaje a Dios.
San Pedro,
1° Carta, 4, 14-16
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 30. 5. 81
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