Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 189. NOVIEMBRE. Año 1981
SUMARIO
LA MUERTE parece triunfar de la vida, pero el amor
triunfa de la muerte, cuando no traiciona lo que le
es esencial: la generosidad entusiasmada por el bien.
Los santos son los que han creído en el sumo Bien,
en el solo Bueno, y se han enamorado hasta hacer, de su
de su muerte!, el testimonio de su amor. Siempre
ha habido, siempre habrá esos testimonios, porque no po-
drán apagarse jamás las ansias de justicia, la búsqueda
de la libertad y la sed de amor, que, cuando apuntan a
Dios, o a los intereses de Dios, producen el santo.
CRECIENDO HACIA LA TIERRA
SANTOS
LUIGI SCROSOPPI, NUEVO BEATO
COMPRENDER LA MUERTE
LA FAMILIA Y LA ENTREGA A DIOS
LA MAYOR DIFICULTAD PARA LA FE
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CRECIENDO
HACIA LA TIERRA
Cuando llegue la noche y sea la sombra un báculo,
cuando la noche llegue tal vez el mar se habrá dormido,
tal vez toda su fuerza no le podrá servir
para mover sólo un grano de arena,
para cambiar de rostro una sonrisa,
y quizá entre sus olas podrá nacer un niño
cuando llegue la noche.
Cuando la noche llegue
y la verdad sea una palabra igual a otra,
cuando todos los muertos cogidos de las manos
formen una cadena alrededor del mundo,
quizás los hombres ciegos comenzarán a caminar
como caminan las raíces en la tierra sonámbula;
caminarán llevando el corazón igual que un ramo de coral,
y cuando al fin se encuentren
se tocarán los rostros y los cuerpos
en lugar de llamarse por sus nombres,
y sentirán una fe manual
repartiendo entre todos su savia,
y crecerán los muertos y los vivos,
unos dentro de otros hasta formar un solo árbol
que llenará completamente el mundo,
cuando llegue la noche.
LUIS ROSALES
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Santos
ACTUALMENTE poseemos un sentido restringido de la palabra "santo".
En los primeros tiempos del cristianismo, esta palabra servía para la
designación de todos los cristianos. Era santo el purificado, el limpio,
el bautizado en la fe cristiana. Suponía la aceptación del Evangelio,
el sentirse acogido en la Iglesia en la que se perpetuaba misterio-
samente y se desarrollaba como un puro don la vida de Cristo, y suponía,
además, la coherencia ideal y práctica del fiel con esta vida. El cristiano, se
decía, es otro Cristo («Christianus, alter Christus»), y el que es cristiano una
vez ya lo es para siempre («Semel christianus, semper christianus»). Era
entendido como una vida, un carácter, una consagración. Es conocida la
expresión paulina de «no vivo yo, sino que vive Cristo en mín. Sólo por in-
fluencias del pensamiento helénico ―especialmente del estoicismo― se pudo
enervar el vigor del primer cristianismo mistérico, al darse la circunstancia
de las conversiones masivas, aunque el concepto primero se mantuvo y
mantiene en los núcleos de fieles más apegados al Evangelio. La masifica-
ción cristiana llevó al moralismo y al cultualismo, heredado éste, en parte,
del gusto por la ritualidad suplantada del olimpo pagano, y aquél de algún
influjo de las mismas filosofías éticas. La "huida del mundo" de aquellos
cristianos disconformes con tales efectos, dio lugar a las formas de vida
evangélica, o "apostólica" (finalmente se le llamó más en general "vida reli-
giosa"), de los que huyeron al desierto y luego se organizaron en monaste-
rios, si bien sin desvincularse de la Iglesia, sino intentando influir en su
cuerpo desde el Evangelio que se intentaba vivir plenamente.
Más tarde se reservó el nombre de "santos" para designar solamente a
los que habían dado testimonio de la fe con el derramamiento de su sangre,
es decir, a los mártires, y se celebraban sus aniversarios. Más tarde se
incluyeron además a los obispos. Después de varias evoluciones, la Iglesia
reserva este nombre sólo para aquellos cristianos que han llevado una vida
heroica de virtud y son propuestos por ella como ejemplares e intercesores.
En la lista oficial de los santos (el Martirologio) figuran aproximadamente
unos 35.000, pero el culto litúrgico solamente incluye unos 150, además de
algunos "santos" y "beatos" cuya celebración solamente tiene lugar en al-
guna ciudad o nación, o en alguna comunidad.
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LA santidad, no obstante, debe ser la meta de todo fiel cristiano, no en
el aspecto ―ciertamente secundario― de llegar a merecer esas veneraciones
y recuerdos litúrgicos externos. Por supuesto que ni todos los santos, ni
siquiera todos los "grandes santos" están en el calendario. La Iglesia sola-
mente destaca los que cree que es oportuno proponer para la general edi-
ficación de los fieles. Aspirar a este reconocimiento exterior fácilmente
podría significar una escondida vanidad de gloria póstuma. Hemos de ser
santos no para recibir el aplauso de los hombres, sino para dar gloria A
Dios y crecer al máximo en su conocimiento, en la gracia y en su amor.
La llamada "crisis religiosa" de nuestro tiempo, está en los caminos de
la Providencia para purificarnos de sedimentaciones paganas, de seguri-
dades morales y de anticipaciones triunfalistas y llevarnos, no a una élite,
sino a un grupo cada vez más extenso, a la pureza redescubierta del Evan-
gelio y del misterio do Jesús, intentando honestamente, sinceramente, vivir
ahora y en nosotros, su vida. De este modo deberíamos, todos, querer ser
santos.
MANIPULAR A LAS PERSONAS
Y HACER DINERO CON COSAS SAGRADAS.
En el número 281 de la revista INTERVIÚ (página 31 del suplemento Tiem-
po de Hoy), y con ocasión del congreso sobre teología y pobreza que tuvo
lugar hace poco en Madrid, apareció una entrevista conmigo, sobre la que
quisiera informar de lo siguiente:
a) No concedí a INTERVIÚ ningún género de entrevista, ni respondí
para nada a las preguntas que allí parecen dirigírseme, ni estaba informado
de su aparición. La revista compuso el diálogo con frases sacadas de mi
ponencia en el congreso de Madrid, aisladas de su contexto y ligeramente
desfigurada, a veces, para hacerlas empalmar con las preguntas que ella
compuso. El lector podrá constatar esas diferencias cuando se publiquen
las ponencias del congreso.
b) Ya otra vez me negué a ser entrevistado por INTERVIÚ, porque
me duele su manera de manipular a las personas, y su forma escandalosa de
hacer dinero con cosas tan sagradas como el dolor y la liberación de los
hombres. Esta vez ya no se me dio ni la oportunidad de decidir. Y aunque
mi valoración fuese equivocada, siguen siendo míos los derechos y la res-
ponsabilidad de hablar o callarme.
c) En esta maltrecha democracia, la misma libertad que parece tene-
mos derecho a exigir, es la libertad para callar. INTERVIU trata esa libertad
exactamente igual que trató el franquismo a la libertad de palabra. Como
ser humano, quisiera protestar por ese pequeño "tejerazo" informativo.
Ante la práctica imposibilidad de que ningún periódico publique este
desmentido, recurro para ello a las páginas de VIDA NUEVA. Gracias.
JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS, Barcelona (V. N. 1.299)
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Santoral oratoriano:
Luigi Scrosoppi,
nuevo Beato
A PARTIR del pasado día cua-
tro de octubre, el calendario
del Oratorio cuenta con un
nombre más: el del P. Luigi Scro-
soppi, beatificado por el papa Juan
Pablo II. La causa de su beatifica-
ción ha sido promovida por el celo
y la devoción filial de
él fundó, la «Congregación de Her-
manas de la Providencia», en Udi-
ne (Italia), en el siglo pasado; una
obra que le llevó la mayor parte de
sus energías, y que habría bastado
para colmar la plena dedicación de
su persona, pero que, como ocurre
con los seres extraordinarios, espe-
cialmente con los santos, no podía
agotar la generosidad sin límites de
su entrega, siempre pronta y clari-
vidente, a la hora de hacer el bien,
a partir de la solidez de lo que per-
manece, porque él no se conforma-
ba jamás con el gesto aislado o el
acto pasajero, tal vez suficiente pa-
ra el momentáneo consuelo de las
solas apariencias o de la necesidad
de justificación del propio senti-
miento. El bien se hace no por me-
dio de salpicadas acciones bonda-
dosas, ostentosas o, por lo menos,
descomprometidas, que permiten
seguir reservando lo mejor y prin-
cipal de nuestra vida, amparada en
apariencias de justicia y de virtud;
el bien se hace con la entrega de la
propia vida, arriesgando, con ella,
todo lo que tenemos.
En el caso del P. Scrosoppi esto
fue así. Prescindimos de detalles
sobre su vida, porque se alargaría
más allá de la capacidad de estas
páginas el relato que merecen; pero
en él es cierto que, siendo de fami-
lia rica, dedicó toda su hacienda,
hasta empobrecerse, en el apostola-
do que emprendió y que, el hacerse
sacerdote, ni representó para él una
promoción, ni desde el ambicionó
cargos o lustres eclesiales de nin-
gún género. Si algo le impidió en-
trar en una orden religiosa en bus-
ca de garantías para una más plena
consagración evangélica, fue el con-
vencimiento de que, permanecien-
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do secular, podría hacer más bien
a los necesitados, para lo cual no se
reservó descanso alguno.
Es cierto que no le faltó el estí-
mulo de los buenos ejemplos: el de
una madre ejemplar y cristiana, lo
mismo que el padre, comprensivo y
generoso, y el de un hermano (de un
primer matrimonio de su madre),
que le aventajaba en edad 18 años,
y también sacerdote, al que profesó
un afecto y admiración constante.
Hasta cierto punto, se podría decir
que recogió las ideas y propósitos de
este virtuoso hermano mayor y del
que, acumulando a su buen ejemplo
el propio tesón, completo, después
que muriera, los proyectos que ha-
bían compartido en una misma de-
dicación y en parecidos ideales de
consagración al Evangelio y al a-
postolado. Y ello, tanto en la obra
en favor de las huérfanas, luego es-
tructurada en Congregación, como
en el esfuerzo por restaurar el Ora-
torio en la ciudad de Udine.
La vida del P. Luigi Scrosoppi
transcurre en Udine desde su naci-
miento, el 4 de agosto de 1804 hasta
su santa muerte, el 3 de abril de
1884. Pero el Oratorio se había fun-
dado allí en 1658. Corrían malos
tiempos para Italia, y muy revuel-
tos para Europa entera, no sólo por
el signo de la reciente Revolución
Francesa, sino desde la aparición
del fenómeno Napoleón Bonaparte,
que acababa de ser coronado empe-
rador en mayo de 1804, en París, y
que, un año más tarde, afirmaba en
Monza su realeza sobre Italia. Mien-
tras, la humillación del papa Pío VII
en Fontainebleau, al fin su regreso
a Roma, y por añadido el fermento
del nacionalismo italiano hacia la
"unitá". Guerras de cambiados sig-
nos, altibajos de la política, libera-
lismo secularizador, inseguridad de
las instituciones religiosas, cambio
de costumbres... E inseguro se man-
tenía el Oratorio de Udine, amena-
zado de incautaciones y de disolu-
ción. Fue precisamente en medio de
tal estado de cosas, que el hermano
mayor de Luigi, el ejemplar Carlo
―Carlo Filaferro, del anterior ma-
trimonio materno―, decide no sólo
hacerse sacerdote, sino entrar ade-
más en la amenazada Congregación,
del Oratorio. Su primera Misa, cele-
brada en la iglesia (entonces del
Oratorio) de santa María Magdale-
na, fue un acto íntimo, profundo y
casi escondido: el papa seguía pri-
sionero del emperador y no había
lugar a grandes exaltaciones, sino a
súplicas casi desde otras catacum-
bas.
Pocos meses después, el poder ci-
vil expulsó de su casa a los padres
de la Congregación del Oratorio
(tres semanas de tiempo les conce-
día una orden del 15 de mayo de
1810), y se dispersaron por la ciu-
dad. La iglesia, no obstante, perma-
neció abierta al culto, aunque di-
suelta la comunidad oratoriana. A
esta iglesia, de santa María Magda-
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lena, acudió siempre, desde niño,
con su madre a oír la misa de su
admirado hermano sacerdote y a
comulgar de él, y de allí mismo le
vino su vocación sacerdotal y, fi-
nalmente, también oratoriana.
Los tiempos eran difíciles. Los
dos hermanos no cesaban en su en-
trega apostólica por el bien espiri-
tual y caritativo de la ciudad: los
estragos de las guerras y de la peste,
las costumbres cristianas amenaza-
das, las miserias humanas por re-
mediar... La idea de restaurar el
Oratorio seguía siempre viva a pe-
sar de las circunstancias adversas,
precisamente porque éstas demos-
traban más la necesidad de apoyar-
se en él, como forma que institucio-
nalizara el mantenimiento de los
ministerios y la asistencia al apos-
tolado y a la caridad apremiante,
que pretendía no sólo el remedio de
las carencias materiales, sino tam-
bién, y explícitamente, la formación
y elevación cultural y religiosa de
aquel marco social en el que se mo-
vían.
El padre Carlo murió a prin-
cipios de 1854. Pero es preciso aña-
dir que otro hermano de ambos,
Giovanni, también sacerdote, había
muerto del cólera cinco años antes,
y fue el único, de los tres hermanos
sacerdotes, que tuvo cargos parro-
quiales, aunque estuvieron unidos
por un perfecto y constante amor
fraterno y apostólico indefectible.
Quedaba solo el menor de los tres,
TRES GRACIAS.
Durante la pasada guerra civil
española, fue detenido el magis-
tral de la catedral de Vic, Juan
Lledó, y llevado a fusilar, sin
control ni juicio, por el solo he-
cho de ser sacerdote. Antes que
el pelotón disparara, pidió que
le concedieran siquiera un mi-
nuto para decirles unas palabras,
que fueron éstas:
«Durante mi vida he pedido a
Dios tres gracias: In primera,
poder vivir y morir en amistad
con Dios, y creo que esto me lo
concede hoy, pues muero con la
conciencia tranquila. La segun-
da morir mártir, y creo que
esto también se me concede en
estos momentos, puesto que vo-
sotros me decís que mi delito
es ser sacerdote y que esto sólo
basta para que disparéis sobre
mí. Y la tercera, que por lo me-
nos, en toda mi vida, pudiera
hacer algún bien y salvar el al-
ma de otro, puesto que para eso
me hice sacerdote, y para esto
he trabajado y sufrido, aunque
no tenga la certeza de haberlo
logrado; pero en este momento
se lo pido de nuevo a Dios y qui-
siera que esta alma fuese algu-
na de las vuestras. Nada más.
Gracias».
En aquel mismo instante, uno de
los milicianos arrojó su fusil al
suelo, corrió al lado del sacerdo-
te y dijo: «Padre, ése soy yo. Yo
también soy católico».
Y hubo allí dos mártires.
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nuestro Luigi Scrosoppi, frisando
los cincuenta años, y se decide re-
sueltamente a restaurar el suprimi-
do Oratorio.
No le habían faltado sufrimientos
por amor a Dios, a las almas y a la
Iglesia. Pero ahora, ni tendría al
hermano mayor ni a la dulce ma-
dre, años ha muerta. Solo, empren-
dería una tarea que sería como una
herencia, no del fruto de trabajos
ajenos, sino del compromiso de se-
pultar en ella los suyos. Porque al
fin acabaría con la apariencia de un
fracaso. Pero, ¿por ventura no tuvo
esa misma apariencia el final de Je-
sús, el Maestro?
Casi con la diligencia con que
se cumple un testamento, apenas
muerto el padre Carlo, Luigi consi-
gue reunirse con otros cinco sacer-
dotes, todos mayores de 45 años,
aunque dispuestos, al parecer, a lle-
var adelante la empresa. Eran bue-
nos eclesiásticos, píos y cultos, pero
después de los primeros asentimien-
tos a algunos pareció poco prudente
―¿de qué vivirían, sin cargos pa-
rroquiales, ni esperanza cierta de
remuneraciones?― sin contar con
suficientes medios económicos para
adecuar vivienda y subsistencia. La
confianza en la Providencia a que
se remitía el padre Luigi, pareció,
al más docto y sosegado, que era un
despropósito, quien dijo: «Dios nos
ha colocado la cabeza por encima
de todo nuestro ser, para que la use-
mos y nos rijamos por ella»). Toda la
experiencia precedente, con la ca-
ridad y el apostolado, que pudiera
aducir el padre Luigi, sirvió de po-
co al convencimiento de los demás.
Aquellos tiempos eran malos pa-
ra la ciudad de Udine y para otras
ciudades italianas, así que otros
Oratorios tampoco pudieron man-
darle más que un sacerdote del
Oratorio de Venecia, y contó, ade-
más, con uno —el único de los
primeros cinco convocados ―con
lo que alcanzaban el mínimo de
tres sacerdotes, para la constitución
legal en Congregación: «tres faciunt
collegium», además de un her-
mano laico fidelísimo. Estos cuatro
hombres aventaron las cenizas de
un rescoldo que, muy pronto, desató
por la claridad y la pureza de sus
llamas, las envidias de los malévo-
los. Pero el bien se hacía, porque
resucitaba una corriente de oración
y la palabra del Evangelio revivía
con renovado vigor en aquella igle-
sia de santa María Magdalena, que
la ciudad tenía casi como un símbo-
Santo Tomás de Aquino, yacía en su lecho de muerte. Su hermana
quiso Acercarse para hacerle una pregunta trascendental: ―Dime.
Tomás, qué es lo principal para poder alcanzar la santidad.
Santo Tomás le contesto con una sencillez que escondía la más pro-
funda sabiduría; le dijo: ―Lo principal es desearlo, quererlo de verdad.
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lo de piedad y de centro de genero-
so apostolado, gratuito, desinteresa-
do de recompensas y de honores.
El padre Luigi Scrosoppi fue el
único que ocupó el cargo de Prepó-
sito durante esta restauración del
Oratorio de Udine, a partir de la
reunión de los cuatro miembros.
Era difícil conseguir el aumento de
la comunidad, como exigía la nece-
sidad del apostolado y la aceptación
de los fieles que acudían al Oratorio.
Al fin, a últimos de 1865, recibía la
Congregación a un sacerdote que,
llevado poco después de influencias
extrañas, acusaba a su Prepósito de
injusto y celoso («porque no le de-
jaba dirigir el culto de la Iglesia»)
ante las autoridades diocesanas y
ante otras casas del Oratorio, con
otros detalles injustos que atenta-
ban al prestigio y espontánea esti-
ma de que gozaba el buen padre
Luigi, a quien se lo debía todo. Bajo
apariencia de celo, mal aconsejado,
en realidad apasionado y equivoca-
do, constituyó, sin duda, el dolor
mayor con que se tropezó la pacien-
cia extraordinaria y el amor al Ora-
torio de nuestro recién proclamado
beato Scrosoppi.
Pero, además, cuando parecía un
respiro la ausencia de este miembro
equivocado y desagradecido, una
nueva pena se abalanzó sobre el pa-
dre Scrosoppi: de nuevo, no sólo fue
disuelta la Congregación del Orato-
rio por el poder civil, sino que éste
se incautó, además de la casa que
habitaban los padres del Oratorio,
de la amada iglesia de santa María
Magdalena, que fue execrada y des-
tinada a fines profanos.
El padre Luigi Scrosoppi murió
pobre 16 años más tarde. Pobre por-
que lo único que tenía por vender,
procedente de la herencia familiar,
lo liquido apenas muerto su herma-
no Carlo para emplearlo en la res-
tauración del Oratorio. Lo demás
había ido a parar, grano a grano, co-
mo de un racimo de uva, a las "or-
fanelle", o al diario católico que se
acababa de fundar en la ciudad, o a
sufragar los gastos de una predica-
ción masiva para una misión gene-
ral, o en el sostenimiento y educa-
ción de vocaciones...
Tuvo más éxito ―que jamás se
atribuyó― con la fundación feme-
nina que ahora goza de haberle
procurado el honor de la beatifica-
ción. Pero los dolores y los fracasos,
no fueron debidos a la malicia de
los hombres o de los tiempos ―co-
mo suele decirse, sino más bien a
misteriosa disposición de la Provi-
dencia ―¡que siempre invocaba!,
para librarle de soberbias y de an-
ticipación indebida de paz y de go-
zo que tenía que recibir, no de sus
obras ni de las criaturas, sino del
Autor de todas ellas y de su Crea-
dor, es decir, de Dios. Como orato-
riano fue parecido a la semilla que,
apenas germinada, muere sofocada
por las espinas. Pero la culpa no fue
de la semilla, ni del sembrador.
9 (153)
Comprender la muerte
«El que duda es más iluso
que el que cree».
Elías Canetti.
EL ÚLTIMO Nobel de literatura, entre tímido y osado,
confunde a quien se acerca a hablarle o a recorrer,
saltando líneas, el pensamiento escueto de sus libros.
Nosotros hemos buscado palabras suyas sobre el
hombre y la muerte y, como respondiendo a nuestra
imaginaria pregunta, nos dice que esa mezcla de ternura y de
amenaza mezclados un poco como el amor y el celo de las de
los viejos profetas, salen de su sinceridad profunda, y «de la pa-
sión que él siente por la humanidad», y quiere despertarla de
su letargo «porque es necesario que comprenda la muerte».
La muerte resume todas las limitaciones temporales y
sensibles de lo humano. No faltan los que hablan de la muer-
te, ni faltan los que matan y dejan matar. A veces da la impre-
sión de que se organizan legitimaciones de poder y de fuerzas
para que exista la necesidad de matar a fin de satisfacer el
sentimiento patológico de sobrevivir. «Hay héroes que sa-
ben siempre quién asiste a su espectáculo», hay heroísmos
que se montan a sí mismos. Y hay personajes que, aunque
recuerden y digan que honran a los muertos, los recuerdan
como Napoleón, «porque son hombres que han hecho el ho-
locausto de su vida para que ellos le saquen provecho».
Y hay la muerte de los contrarios. De los que se eliminan
y se maldicen para edificar sobre su derrota la triste victoria
10 (154)
del llamado vencedor. Pero el pretexto de bien o de restaura-
ción de lo que ellos definen como justicia, no puede legitimar
la atrocidad de la violencia sobre la que montan la irraciona-
lidad que llaman heroísmo. El enemigo que ha sido necesario
matar, nunca da ninguna victoria. «Me subleva el corazón
un combate con armas distintas de las solas armas del es-
píritu. El adversario muerto no prueba nada».
Sin embargo, parece como si los hombres de hoy sólo
obedecieran al estímulo de lo que multiplica y organiza la
violencia. ¿Para qué se utiliza la ciencia de los sabios, el tra-
bajo de los técnicos, las riquezas de los estados más industria-
lizados? «La ciencia se ha traicionado a sí misma y se ha
convertido en religión, en religión para matar, y tiene la
pretensión de querer convencernos de que ha habido un
progreso que va desde las religiones que enseñan a morir
a esta nueva religión que enseña a matar. Será urgente,
por lo tanto, poner la ciencia bajo la soberanía de un
poder superior que, sin destruirla, la reduzca a la condi-
ción de sierva. Y queda muy poco tiempo para dedicarse
a hacerlo así. Pues se complace en presentarse como una
religión y se apresura a exterminar a los hombres aun an-
tes de que reaccionemos con valentía para destronarla.
Resulta así que, saber equivale a poder; pero se trata ya
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de un poder dirigente e impúdicamente adorado: sus ado-
radores se satisfacen con cubrirse con su pelo, con sus es-
camas y, cuando ni eso alcanzan, les basta aunque sea sólo
las huellas de sus pesados pies artificiales».
Por esto vienen las guerras que, «se hacen más largas
desde cuando los hombres se sientan en poltronas y comen
en la mesa». Esta época en la que tantos hombres «intentan
serlo todo, menos aquello precisamente que podrían ser.
Sí, viajan en automóvil a través de los paisajes de su alma,
y como quiera que solamente se detienen en las gasoline-
ras, creen que no existe nada más».
Queda como posibilidad la fuerza del amor, si tenemos fe,
si abandonamos el refugio de la cómoda irresponsabilidad
que ofrece la duda. El que duda no es más sabio, sino un iluso
y la ilusión que edifica su vanidad y su egoísmo nunca le po-
drá dar la difícil y limpia fuerza de la fe.
Queda el amor y la fe. También a la fe puede sustituir la
duda, y también el amor puede padecer amenazas. Pero «para
destruir el amor de que es capaz un hombre se necesitan
muchos años; aunque es verdad que ninguna vida sería
bastante larga para llorar la desgracia de este amor asesi-
nado, porque matar el amor es más que un asesinato».
Comprender la muerte es comprender la vida, y creer es
hacer pura la vida. Si, además, hemos de ser felices ante la
idea de la muerte y hemos de tener paz ante su presencia, es
preciso comprenderlo todo desde la verdad que nos alcanza,
para mirar y mirarnos sin miedo. Porque «vil, verdadera-
mente vil, lo es solamente el que tiene miedo a sus propios
recuerdos.
«Cuando trabajes, no mires nunca la hora. Ten en cuenta que los san-
tos no llevaban reloj, dijo una vez Pablo Picasso a Joan Miró, que aca-
baba de estrenar uno muy chic.
12 (156)
LA FAMILIA
Y LA ENTREGA A DIOS
NO SE TRATA de hacer una apología más de la fa-
milia, que podría parecer oportuna ahora, cuando
nuevas leyes civiles van a influir sobre ella. Incluso,
cuando decimos "familia" tendremos que extender
el concepto a algo más que al círculo estricto del
propio hogar, para comprender el ambiente precedente o con-
comitante que lo acompaña o completa. De todos modos no se
puede negar que el hombre, todavía, como ambiente primero y
humano que le entorna, tiene a la familia: padres, hermanos,
parientes, primeras relaciones humanas que disponen los víncu-
los de la sangre, enucleados desde el ámbito familiar.
Santos
del Evangelio
Cuando nos referimos al santo por excelencia, a Jesu-
cristo, vemos que no podemos prescindir de su pertenencia
a un núcleo familiar; núcleo que, en Jesucristo, ya no
comprende la extensión antigua del patriarcado Israelita.
También comprobamos que, la piedad cristiana, desde
muy pronto asocia a las figuras típicas de la santidad del
Nuevo Testamento, los rasgos supuestamente virtuosos y
santos de las personas que, históricamente se entroncan
de inmediato con el santo que se glorifica: no sólo Jesús
con María y José, sino el Bautista y sus padres Isabel y
Zacarías; igualmente se asocian otras figuras evangélicas
emparentadas (parientas de la Virgen, primos del Señor,
hermanos de Betania...); y esto se repite en los siglos in-
mediatos posteriores, en la era de los mártires, en los san-
tos Padres...
13 (157)
Los padres
de los Santos
Cuando en nuestros días dirigimos la mirada y nos
detenemos en el estudio biográfico de los santos, tampoco
podemos dejar de comprobar el influjo predisposición
que éstos recibieron, en general de sus padres e inmediatos
familiares, o de aquellos que los suplieron o complemen-
taron amigos, maestros...), aunque luego no aparezcan
glorificados oficialmente en la lista en que la Iglesia re-
gistra a sus héroes, es decir, a los santos cuya ejemplari-
dad propone al resto de los fieles. Alguien, alguna vez,
tendría que entretenerse en el reseguimiento "de los padres
de los santos": seria posible suponer, incluso desde ahora
mismo y sin profundizar demasiado en la búsqueda, que
algunos de estos antecesores o progenitores de los santos,
hayan sido tan santos como sus hijos o discípulos y que
tal vez ―¿ quién sabe?― les hayan aparentemente superado
en alguna ocasión: la madre de san Juan de la Cruz, la
"matrigna" de san Felipe Neri, la esposa de san Isidro,
el hermano de santa Teresa de Ávila, los padres de santa
Teresa del Niño Jesús...
Padres santos
e hijos
pecadores
Se tendrá que reconocer que, en ocasiones, de padres
virtuosos han salido hijos pecadores, y viceversa. Pero
incluso en muchos casos se puede ver que lo que pareciera
un mal, actuaba como estímulo para una reacción en bon-
dad cuando la gracia intervenía y la nobleza heredada o
aprendida no se hacia atrás, por ejemplo en el caso de san
Francisco de Asís y su padre, que no comprendió al hijo
(al contrario de la madre).
A reces, de familias que parecían menos fervorosas o
incluso distanciadas de la asiduidad de prácticas religio-
sas, salieron hijos virtuosos y hasta verdaderas y grandes
vocaciones evangélicas: pero, acercándonos más de cerca
al núcleo familiar que suponemos aparentemente menos
cristiano, descubrimos un acervo de virtudes que a reces
son algo más que buenos hábitos humanos, porque signi-
fican austeridad, honradez, puntualidad, fidelidad, justi-
cia, desprendimiento, veracidad, generosidad... que otros,
aparentemente más piadosos, dejan de tener, a pesar de
las apariencias con las que mal disimulan egoísmo y es-
trecheces de miras, porque toman el cristianismo más bien
como un seguro de eternidad que les salve de males en
el mundo y condenaciones en la otra vida, que como un
compromiso para transformar la propia existencia en una
14 (158)
entrega a Dios, más allá de la protección de los moralis-
mos o del prestigio de las apariencias mantenidas y gra-
tificadas incluso en esta vida, como si «se pudiera servir
a dos señores».
Los valores
humanos
De padres en apariencia menos cristianos, de los que
han surgido a veces entregas totales a la vida apostólica,
en algunos de sus hijos, se han dado casos en los que, si
bien al principio opusieron resistencia más bien por fal-
ta de formación cristiana, a las vocaciones de estos hijos
que se iban a dedicar totalmente a Dios, luego, en cambio,
cuando precisamente por haberles afectado tan de lleno
el llamamiento divino, han tenido que encararse con la
realidad del cristianismo entendido sin ambigüedades,
han acabado entusiasmándose porque Dios les había
bendecido con aquel hijo o aquella hija, o hermano o her-
mana... que el Señor quería totalmente para sí a fin de
dedicarse plenamente a la propia santificación y al apos-
tolado.
Los padres
convertidos
Allí donde la nobleza precedente, la claridad de ideas
aceptadas y la purificación de los egoísmos familiares ha
sido posible, esas transformaciones se han dado. En cam-
bio, a pesar de mantener apariencias de cristianismo, allí
donde el egoísmo materno o paterno ha querido retener
al hijo o a la hija que iniciaban la entrega a Dios, esta
entrega se ha visto interferida por apegos, sentimentalis-
mos, intereses, egoísmos y deformaciones que han dado
al traste con la vocación en ciernes o ya iniciada, y han
impedido que superara la ambigüedad de lo simple y so-
lamente humano, convirtiendo en apariencia mediocre un
rutinarismo o disimulo de perfección que nunca llegaría,
por desgracia, a la santidad a la que había sido llamado.
Y no digamos del caso en que se cayera en la tentación
de pretender sacar utilidad material, o entretenimiento
sentimental, del que Dios llamaba para sí, porque, por más
que se etiquetara de otra manera, sería menos santidad
ésta que la de un buen cristiano de los de a pie, que se
mantiene en la vida de gracia y asume sus deberes con
mayor sacrificio y menos protección.
El Evangelio
exigente
Cada vez que en el Evangelio sale la introducción de
«si quieres ser perfecto... si quieres venir en pos de mí,
si quieres entrar en el reino...», es preciso no perderse lo
que sigue. Y no son pocas las palabras que dedica a la
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relación entre entrega y familia. Ahí Jesús no ahorra exi-
gencias, que no son para menospreciar los lazos familia-
res, pero si que impone sobre ellos la necesidad de una
radical purificación, que nos libre de engaños.
Porque queremos un cielo para este mundo y un Dios
útil y dócil a nuestros intereses y deseos, utilizamos la
degradación de muchas cosas nobles con tal de establecer,
aunque sean sólo aparentes, razones justas a nuestras
reclamaciones egoístas. En general, por ejemplo, cuando
se trata de Dios y la familia, se reconoce menos derecho
al que se entrega a Dios que al que abandona la familia
para otra dedicación secular u otra vocación humana.
En disculpa de esta apreciación injusta hay solamente el
error de pensar que la vida de dedicación a Dios es una
vida perezosa, cuyos deberes siempre se pueden aplazar
aun cuando opongamos a los mismos, no otros deberes ni
superiores ni inferiores, sino solos intereses o caprichos,
para los que apenas discutiríamos si el que concurriera
no fuera Dios.
Los derechos
de Dios
Para una profesión que sea remunerada en más de lo
que bastaría para vivir decorosamente, o para que un hijo
o hija "se coloque" en matrimonio ventajoso, padres y ma-
dres estarían, con harta frecuencia, dispuestos a largas y
prolongadas separaciones, aun a destiempo. Esa conformi-
dad a veces se pretende enmascarar de amor cristiano, pe-
ro es sólo interés o/y vanidad o poco más. Y gastan y se
endeudan y se afanan para lograrlo. Pero si se trata de al-
go que pertenece a una dedicación, que aunque sea de
valor superior y espiritual no exige más en tiempo, au-
sencias y aspectos materiales que la profana, enseguida
se construyen argumentos egoístas y retenciones senti-
mentales a las que, por tratarse de Dios, ya no se transi-
ge. O, si no hay más remedio, se admite con gran drama-
tismo y, posteriormente, se va entorpeciendo, a no ser que
una verdadera conversión ―difícil cuando no existía aque-
lla precedente nobleza y claridad de ideas de base huma-
na se opere y sitie todo en su lugar.
En general no puede hablarse de disposición para la
santidad sin un previo empobrecimiento material y afec-
tivo que nos haga puros para que Dios pueda disponer de
nosotros y podamos ser moldeados por los medios que el
mismo pone a nuestro alcance en el ámbito de la Iglesia.
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"Déjalo todo
y ven..."
«Si quieres ser santo, ve, véndelo todo, déjalo todo, y
luego ven... », se dice en el Evangelio; pero si a lo que
decimos que hemos dejado, le tenemos puesto un lazo
―«aunque sea un hilo fino», dice santa Teresa―, no podre-
mos volar hacia y donde Dios nos llama.
«Si alguien ama más a su padre, su madre, su... ―es
decir, da su tiempo, su energía, su actividad, su dedica-
ción, cuando no es necesario para el reino de Dios― no es
digno de mí».
Maestro, voy enseguida, pero déjame ir al entierro de
mi padre... Y Jesús le responde: «Deja que los muertos
entierren a sus muertos; tú dedícate al reino de Dios».
Cuando le dicen que fuera le esperan la Madre y
parientes, contesta que «son los que oyen sus palabras y
las ponen por obra los que se pueden llamar madre y pa-
rientes suyos»... Con lo cual no pronunciaba desprecio
alguno hacia la Virgen sino todo lo contrario, puesto que
proclamaba que era su gran discípula, porque nadie oyó
mejor ni cumplió con fidelidad mayor que ella sus pala-
bras.
El corazón
partido
Todos los hombres nos interesan y, sin duda alguna,
los familiares, no para que nos distraigamos de la san-
tidad y nos perdamos o entretengamos en disipaciones de
tiempo, fuerzas y sentimientos que hemos de dedicar al
reino de Dios, sino para llevarlos a ellos a este reino, co-
mo la Virgen que fue colaboradora insigne de la obra del
Señor. No se puede servir a muchos señores ―¡ni a dos!―
al mismo tiempo; no se puede partir el corazón; no se pue-
de pluriemplear la vida. Sino que toda la prudencia del
cristiano debe orientarse a integrar en Dios, lo más direc-
tamente posible, sin vanidades, ni distracciones, ni ocios,
ni condescendencias, las fuerzas y la vida.
Los mundanos, los que "triunfan" lo hacen así, para
llegar a ser un gran político, o un cantante de fama, o un
rico en poco tiempo... no dudan en sacrificar lo que para
Dios jamás harían. La diferencia está en que ellos, mien-
tras se desprenden y sacrifican en aras de sus ambiciones,
no aman a los demás, mientras que el cristiano que quie-
re hacerse santo, está siempre abierto al amor para hacer
el bien espiritual a todos, sin excluir a los parientes, y
que éstos, con tal que lo entiendan un poco así, recibirán
sin duda ese bien espiritual y verán cómo se abre para
17 (161)
ellos un camino de felicidad al hacerse más amigos de
Dios. Si esto no lo entendieran así, se sentirían continua-
mente extraños respecto del miembro de su familia que,
eventualmente, se hubiese entregado a Dios, o se equivo-
carían exigiendo y esperando de él poco más que benefi-
cios materiales o gratificaciones perecederas.
La Iglesia
y las buenas
Vocaciones
evangélicas
Es claro que todo ese relato parece dirigido a la con-
sideración de las vocaciones a la vida evangélica; pero
no hay duda que éstas no faltarán a la Iglesia, y las que
se mantienen serán efectivamente de gran beneficio al
reino de Dios, en la medida en que, desde la familia se
disponen las circunstancias de la vida doméstica у las
perspectivas de la vida de modo que la respuesta al ideal
evangélico sea posible y, además, cuando, de haberse da-
do en algún miembro tal llamamiento, surge y se mantie-
ne la comprensión de lo que significa esa entrega, para
que se convierta en elemento vivo, vivificador y dinámico
del crecimiento eclesial. Cuando esto ocurre así, no sólo
se hace santo el llamado o llamada, sino que la vocación
alcanza, en su beneficio (espiritual) a la entera familia
que secunda, entiende, ruega y se desprende con genero-
sidad, como lo haría, por lo menos con otra actividad o
vocación de esas que el mundo aplaude, aunque no duren
para la vida eterna.
Ejemplo
del Beato
Scrosoppi
Hace poco ―un mes― ha sido beatificado un oratoria-
no del que hacemos memoria en estas mismas páginas, el
padre Luigi Scrosoppi. Aparentemente, no dejó familia,
en un principio, ni su ciudad, ni su riqueza (que la tenía);
pero todo lo empleó para el reino de Dios, todo lo integró
en el ideal de su apostolado y de su caridad. Hubiera po-
dido ocurrir al revés: no pasar de sacerdote relativamente
pio, enmadrado y de merienda doméstica para paladar
regalado, con limosnas más o menos esparcidas y decoro
clerical externo mantenido... Pero esto hubiera sido muy
poco para la grandeza a que Dios le llamaba. Otros, para
dejar el porvenir mundano o los afectos que retienen — «co-
mo el hilo al pajarillo», que decía santa Teresa― hubieron
de alejarse de sus circunstancias; en cambio, el beato
Scrosoppi, no se alejó, pero transformó todo, y lo polarizó
todo en Cristo у los intereses de Cristo. Y fue santo; segu-
ramente también lo fueron sus hermanos, y su padre, y su
madre...
18 (162)
La mayor dificultad para la fe
La culminación de la obra divina es el hombre. Él es la flor
y la perfección de la actividad creadora, hecho para servir y
adorar a su Creador. Sin embargo, miradle, los que os creéis
sabios y despreciáis la Palabra revelada; observadle atenta-
mente, y decid con sinceridad si lo consideráis ofrenda apta
para ser presentada a Dios. No voy a referirme al pecado, por-
que vosotros no aceptaríais el término. Os invito simplemente
a que os fijéis en el hombre tal y como se le ve en el mundo, y
reconociendo, como debéis reconocer, que la multitud no se
guía por regla alguna y que son muy pocos los que veneran a
su Creador; viendo, como veis, que la enemistad, el fraude, la
crueldad, la opresión y la injuria constituyen el contenido de
la vida humana; conociendo además las estupendas capacida-
des del hombre y su frustración en una existencia tan breve,
¿podéis aventuraros a afirmar que el yugo de la Iglesia es pesa-
do, cuando vosotros mismos, observadores del universo, os cre-
éis racionalmente impelidos a confesar que Dios no ha creado
ninguna cosa perfecta, sino un mundo material muerto y co-
rruptible y un mundo de espíritus inmortales que se ha decla-
rado en rebelión?
Debo concluir que si he de someter mi razón a unos mis-
terios, no tiene gran importancia que se trate de un misterio
más o menos. La mayor dificultad es sencillamente creer. La
mayor dificultad es aceptar firmemente la existencia de un
Dios vivo ―Creador, Testigo y Juez de los hombres­―, a pesar
de la penumbra que le rodea.
Una vez que la mente se ha abierto como debe a la creen-
cia en un poder que está por encima de ella; una vez que com-
prende que no es la medida de todas las cosas en el cielo y en
la tierra, experimentará pocas dificultades para seguir adelan-
te. No digo que deba aceptar la fe católica sin motivos. Simple-
mente digo que cuando crea en Dios se habrá removido el gran
obstáculo para la fe, es decir, un espíritu orgulloso y autosu-
ficiente.
JOHN H. NEWMAN, C. O.
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formación
cristiana
de gente joven
(de 8 a 16 años)
TODOS LOS DOMINGOS
EN LA IGLESIA DEL ORATORIO
A LAS 12.45
Para ayudar a los padres
a dar ideas cristianas a sus hijos
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 8. 11. 81
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