Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 190. DICIEMBRE. Año 1981
SUMARIO
HACE veinte siglos que Dios recomenzó la creación.
Lo celebramos cada año, y es la Navidad. No sería
poco que todos los hombres pusiéramos nuestra vo-
luntad, y la hiciéramos buena y constante para re-
construir gozosamente el mundo que tenemos entre manos,
y en el que es posible abrir caminos para la felicidad, si
trabajamos, si nos damos generosamente. Es preciso vol-
ver a nacer para recompensarlo todo.
PARA SER FELICES
ESE NINO ERES 
LOS DERECHOS DEL NIÑO
LA MISA, ADVIENTO Y PASO DE CRISTO
LA REBELIÓN DE LOS PÁJAROS
LA DIMENSIÓN CONTEMPLATIVA
1 (165)
PARA SER FELICES
Amamos la música no solamente por los sonidos,
sino por los silencios que contiene:
sin la alternancia entre el sonido y el silencio
no habría ritmo.
Si queremos ser felices,
y llenamos de ruidos todos los silencios de la vida,
fecundos,
colmando de trabajo los descansos que nos da,
reales,
convirtiendo nuestro ser
en máquina de actuaciones,
no crearemos nada más sobre la tierra
que un infierno.
Si no reservamos en nosotros
algunas zonas de silencio,
no podremos jamás oír a Dios
en los intervalos de nuestra música.
Si no descansamos,
Dios no bendecirá nuestro trabajo.
Si deformamos nuestra vida
llenándola enteramente de acciones y experiencia,
Dios se apartará en silencio
de nuestro corazón,
que se nos quedará vacío.
E. Thomas Merton
2 (166)
Ese niño
eres tú
NACER. Siempre estamos nacien-
do, mientras crecemos, mien-
tras vivimos. Incluso la muerte
―única― será
un nacimiento
―«un mayor nacimiento»―, como
dijo el poeta Maragall―. Por esto, en
el hombre, nunca se acaba de borrar
al niño, y hasta parece que como si
la parábola de la vejez buscara la
inclinación de un regreso a la infan-
cia. Tal vez porque el hombre nunca
acaba de ser niño, Dios mismo, cuan-
do se hace hombre, comienza siendo
un niño.
Cada vez que nace un hombre,
podemos los demás mirarnos en él,
porque estamos en el mismo camino,
paso más paso menos, frente a la
única meta del "gran nacimiento". A
lo mejor, en vez de afirmar que el
hombre es el único viviente que "sa-
be" que ha de morir, deberíamos de-
cir que es el único que sabe
de "nacer" a Dios, que sabe, si tiene
fe, que ya está naciendo para Dios.
Hasta el momento culminante
del definitivo encuentro con Dios, en
la Vida que no acaba, la sed y el
hambre de Dios son el impulso que
le mueve, mientras Dios le va salien-
do al encuentro. Dios se le va insi-
nuando, descubriendo, manifestan-
do, en una maturación de fe, y el
hombre va siendo como el niño al
que se le van abriendo los ojos para
reconocer, admirado, al padre, a la
madre. Como el niño, el hombre nun-
ca lo acaba de saber todo, ni de su
origen, ni de su destino, respecto de
Dios. Es un misterio siempre en tran-
ce de ser desvelado, y cada manifes-
tación de Dios excita más el deseo
para un mayor descubrimiento.
De Dios, el hombre, no recibe más
que manifestaciones fragmentadas,
incompletas, sucesivas, reflejadas.
No tenemos ningún acceso a Dios
fuera de sus manifestaciones crea-
das. No obstante, desde la encarna-
ción del Hijo de Dios, sí tenemos
integrado en ese misterio la maravi-
lla de la creación de la naturaleza
humana de Cristo, que la más
completa y magnífica de las mani-
festaciones creadas de Dios.
Pero Cristo comienza siendo un
niño, igual que comenzamos noso-
tros, y luego crece, como crecemos
todos, y llega hasta la muerte; pero
ya en ella, convierte el fracaso en
triunfo y la muerte en vida nueva,
como repitiendo el ciclo, pero por
encima de lo creado.
Cristo es el tipo. Cristo es noso-
tros. Cristo es la cima de un misterio
que nos identifica con él, aunque sin
despersonalizarnos a nosotros, ni
atomizarle a él. Cristo es la cima de
la creación, y el adelantado de la
nueva creación, frente a la cual to-
davía somos niños, y tenemos que
crecer en gracia y sabiduría, hasta
llegar a la plena edad, para abrirnos
al "gran nacimiento", a la transfor-
mación gloriosa de verdaderos hijos
de Dios.
Por esto, cuando nace un niño, y
cuando nace Cristo, ese niño ―y ese
Cristo― somos cada uno de nosotros,
soy yo y eres tú.
3 (167)
Feliz
Navidad
a todos
nuestros amigos
y lectores
4 (168)
Los derechos del niño
y del adolescente
TAL VEZ se abusa de la pala-
bra "derecho" porque la re-
volución concienciadora a
la que asistimos en nuestros días,
levanta por doquier reivindicacio-
nes y proclamas, cada vez más par-
ticularizadas, las cuales, a pesar del
valor positivo que contienen en sus
declaraciones, con frecuencia des-
cuidan la simetría del "deber", que
suele más bien recordarse a los de-
más y olvidar en sí mismo aun en-
tre muchos de los bien intenciona-
dos reivindicadores. No faltan, por
ello, los que, con alguna razón, de-
searían que, además de los "dere-
chos" se proclamaran del mismo
modo los correlativos "deberes".
Pero existe un caso en el que esta
correlación queda evidentemente
disminuida, porque o no puede exi-
girse o ha de hacerse con mitiga-
ciones inevitables, precisamente pa-
ra respetar la justicia. Es el caso del
niño y hasta del adolescente, los
cuales, como seres personales, son
depositarios de más derechos que
deberes, ya que no han alcanzado
el desarrollo necesario para asumir
una total responsabilidad autónoma.
Navidad es un tiempo muy ade-
cuado para hablar de los niños. Y
no sólo porque Cristo entra en el
mundo como un niño, sino porque,
en nuestra vida, tal como la tene-
mos organizada, coinciden las fies-
tas navideñas con las vacaciones
más hogareñas que otras veces, y
los niños llenan la mayor parte de
las horas de la vida familiar y festi-
va. Es una ocasión para pensar en
ellos, aunque debamos reconocer
que, al hacer referencia a sus "dere-
chos" por fuerza es preciso que
apuntemos a la correlación de "de-
beres", pero recayendo éstos en los
mayores y en la sociedad como tal.
Ahorraremos prolijas reflexiones
para poder, con relativa brevedad,
seguir el índice de un documento
que, hace algunos años, publicaba
Mons. Ramón Masnou, obispo de
Vic, para instruir a sus diocesanos.
Él quería que esos llamados "dere-
chos" del niño fuesen la ocasión del
amor de los mayores hacia ellos,
para que ese amor fuese no sólo
sentimiento afectivo, sino verdade-
ramente efectivo, es decir, traduci-
do en la realización de lo ordenado
a colmar los derechos del niño y
del adolescente.
5 (169)
1. En primer lugar, el niño tiene
el DERECHO A LA VIDA, pri-
mero y fundamental. Resurgen, en
nuestra época, teorías justificadoras
de raíz abiertamente pagana, capa-
ces de dar categoría de buen talento
práctico al crimen de Herodes, ins-
piradas en el egoísmo o la lujuria.
Son muchos los padres que con-
sideran al hijo como un "estorbo".
Llevados del materialismo, ausen-
tes de verdaderos ideales, alejados
de la religión, convierten al placer
en su ídolo. No faltan los padres
que, para deshacerse siquiera mo-
mentáneamente de sus hijos, los lle-
van antes de tiempo yantes de edad
a la escuela, porque les "estorban".
2. El niño tiene derecho, además,
a tener BUENOS PADRES, pues
de ellos deberán recibir las primeras
ideas, palabras y ejemplos. Se pue-
de decir que el futuro del hijo de-
penderá en proporción casi defini-
tiva del influjo de sus padres, de la
atención que éstos le presten, de la
convivencia nunca apresurada ni
elíptica con ellos. Abundan los pa-
dres que parecen desconocer sus
responsabilidades, para quienes la
paternidad resulta poco menos que
una sorpresa y luego un enorme
descuido. No solamente los padres
deben hacer bien a los hijos, sino
que ellos mismos, a causa de ese
deber que tienen como exigencia
hacia ellos, les debería igualmente
beneficiar perfeccionándolos conti-
nuamente.
3. Otro derecho del niño es UNA
BUENA ESCUELA, comple-
mentaria del influjo y de los cuida-
dos del hogar, sin que pueda reem-
plazarlos. La escuela no solamente
ha de proporcionarle instrucción
en los saberes científicos y litera-
rios útiles a la vida, sino que debe,
además, educar y formar a la per-
sona, pues solamente así se prepa-
rará debidamente para la vida. El
derecho del niño a recibir esa ins-
trucción y educación, no se lo da
el Estado, ni la sociedad, ni los ma-
estros, ni siquiera sus padres, pues
es anterior incluso a éstos porque
se lo da Dios. Por ello no puede
depender del gusto de los padres la
buena educación, la formación y la
instrucción que ha de recibir el ni-
ño; ni pueden los padres, sin abuso,
prohibir que se les enseñe religión.
4. EL DERECHO AL CATECIS-
MO, correlativo al deber de la
Iglesia, de los padres, de los maes-
tros de enseñarle no sólo lo que
constituye el sistema doctrinal rela-
tivo a la fe, sino además conducirle
a la práctica progresiva, sin descui-
dar la oración y el trato con Dios y
la conducta que se refleja en la vida,
en el culto, en la moralidad. Uno
de los azotes mayores que padece
la sociedad todavía llamada cris-
tiana, es la ignorancia en que están
sumidos, respecto a las verdades
relativas a la fe, muchas de las per-
sonas que, sin embargo, son o se
precian de cultas en otros aspectos.
6 (170)
5. EL DERECHO A LA EXPAN-
SION o, si queremos, al juego
honesto y sano. La preocupación
por el futuro material, queriendo
asegurar al máximo el porvenir
bien remunerado, en no pocas oca-
siones se traduce en sobrecarga de
trabajos y estudios que mantienen
en angustia bajo amenaza de exá-
menes o evaluaciones que exacer-
ba al niño y al adolescente. La vida
se les presenta como una competi-
ción tremenda porque los mayores
les señalan metas de acuerdo con
aspiraciones desmesuradas, contra-
rias a la misma naturaleza o posi-
bilidad en perspectiva, frente a la
saturación de los "mejores" pues-
tos, a los que aspiran demasiados
candidatos. Se atropella la que pu-
diera ser la vocación personal de
cada uno, puesto que se enseña a
elegir lo aparentemente mejor re-
munerado o mejor considerado. Or-
gullo y egoísmo mezclado que, ya
en la juventud, se transmite al que
se asoma al mundo.
Se le ofrecen distracciones, pero
no siempre las naturales y sanas,
sino las excitantes y exageradas, las
artificiales, y así caen y pasan de
una embriaguez a otra.
6. EI DERECHO A UN PORVE-
NIR, que no puede ser inspi-
rado por los egoísmos ni codicias
paternales intentando que el hijo
llegue" donde el padre o la madre
no pudieron y, de este modo, se ve-
an redimidos del complejo de fra-
«Cualquier
renovación de la
Iglesia consiste
esencialmente en el
aumento de la
fidelidad a su
vocación»,
se dice en el Decreto sobre
el Ecumenismo, nom. 6. Su
vocación es la fiel respuesta
a la misión que Dios le ha
confiado. Pero la Iglesia
somos todos los fieles, somos
cada cristiano, somos tú y
yo. Nosotros, cada uno,
debemos responder.
caso o de pobres con que ellos se
asomaron al mundo. El porvenir
se tendrá que edificar enseñando a
trabajar. Ni herencias ni vagancia
preparan para la vida y la felici-
dad; es el trabajo que hace la vida
fructífera y que introduce esa ne-
cesaria dosis de austeridad bien en-
tendida, sin la cual las pasiones o
los antojos acaban haciendo desgra-
ciado al hombre, e injusto con los
demás.
7. EL DERECHO A LAS ATEN-
CIONES CORPORALES, es
decir, es espacio para vivir, el
alimento para crecer, los cuidados
7 (171)
para proteger la salud. Todo lo cual
repercute en las condiciones de vi-
vienda, en la ordenación de jardi-
nes y lugares para el juego, en los
servicios de asistencia, en la justi-
cia económica y social.
8. EI DERECHO A LA AMISTAD,
que significa una extensión de
la vida afectiva, hasta más allá del
círculo familiar. El juego, la escuela
es ocasión de conocer a otras perso-
nas. Los padres que protegen exce-
sivamente a sus hijos, los hacen so-
litarios, misántropos, insociables,
taciturnos, incapaces, en definiti-
va, para traducir en vida la capaci-
dad de querer y amar, de ayudar y
servir, serenamente, constructiva-
mente, cristianamente, a los demás.
No les duela a los padres que sus
hijos tengan amigos que, si les edu-
can bien, encontrarán en la escuela,
en la iglesia, en el asociacionismo
cultural o apostólico en que puedan
participar, en el sacerdote que o-
rienta su alma, en el catequista, en
el maestro generoso.
9. EI DERECHO A UNA SOCIEDAD {1}QUE LES COMPRENDA,
además de que les quiera educar.
Comprender no significa dar siem-
pre la razón, incluso significa tener
que recurrir a la necesaria correc-
ción, pero no desde la posición de-
fensiva que se preocupa de supri-
mir molestias o peligros, sino desde
el bien del sujeto en formación, que
necesita ser orientado, prevenido,
enseñado, querido y preparado ra-
zonablemente para que pueda al-
canzar la madurez humana. Esos
violentos y gamberros que rompen
por romper, que queman gasolina
inútilmente y llenan de ruidos y
peligros calles y ciudades, son mar-
ginados afectivos, son niños o jóve-
nes no amados efectivamente por
sus padres, aunque éstos les com-
pren juguetes carísimos o les com-
plazcan en caprichos estúpidos.
10. EI DERECHO A LA CIUDA-
DANIA CRISTIANA, es decir,
a un lugar propio para ellos en la
Iglesia, que no es sólo de los fieles
mayores, sino también suya y en la
que han de sucedernos heredando
nuestras responsabilidades en ella.
Por ello, ya desde un principio, tie-
nen el derecho de encontrar en ella
todo lo que necesitan para desarro-
llar su vida de fe: enseñanzas, ver-
dades, ejemplos, participación en el
mismo organismo, por derechos que
arrancan del mismo bautismo que
a todos nos hermana en Cristo.
Podrían añadirse otros puntos,
como el derecho a la modestia y al
pudor, el derecho a la delicadeza de
sentimientos, el derecho a ser res-
petados, el derecho a superar la
vulgaridad para que su vida, aspi-
rando a los ideales más nobles,
crezca en valor por el desarrollo
de todas sus posibilidades...
Todos sus derechos son exigen-
cias de respuestas de amor a ellos de
los mayores. Ese amor no les faltará
si, antes, tenemos el amor a Dios.
8 (172)
LA MISA,
ADVIENTO
DE CRISTO
LA SANTA Misa no solamente es una fórmula, sino una gran acción,
la mayor que pueda tener lugar en la tierra. No es la simple invo-
cación, sino ―si me es lícito usar esta palabra― la evocación del
Eterno. Se hace presente en el Altar, en cuerpo y sangre, Aquel ante
el cual se inclinan los Ángeles... Es ésta una realidad augusta y el
fin y razón de cada parte del rito eucarístico.
Las palabras son necesarias, pero como medio, no como fin; no
se limitan a servir de súplicas sino que son instrumento de algo que
está por encima, instrumento de la consagración y de la inmolación.
Se producen y concatenan como impacientes para completar del
modo más rápido su misión. Van derechas a su fin porque forman
parte de una acción integral...
Pagan las palabras rápidamente, y Cristo pasa con ellas, como
cuando caminaba sobre las aguas del lago, en los días de su vida
mortal, llamando a uno y a otro. Pasan rápidas, porque la venida
del Hijo del Hombre es semejante al relámpago que brilla de una
parte a otra del cielo. Son como las palabras de Moisés, cuando in-
vocaba al Señor, que seguía como nube a su pueblo, y, como Moisés
en la montaña, también nosotros nos acercamos a él, nos postramos
y lo adoramos. De este modo nosotros, cada cual desde su lugar,
invocamos el gran Adviento, esperamos el "movimiento del agua"…
contemplando la acción que se realiza sobre el Altar, acompañando
su proceso y asociándonos a su consumación, que es mucho más
que seguir rutinariamente y sin esperar nada una árida fórmula de
plegaria del principio al fin, sino formando como la integración de
un concierto que conjuga en la unidad armoniosa la diversidad de
todos los reunidos.
JOHN HENRY NEWMAN, C. O.
9 (173)
La
rebelión
de
los
pájaros
LOS HOMBRES, poco a poco, se olvidaron
de mirar al cielo; se olvidaron de
esas flores de luz del jardín del fir-
mamento, y se hicieron estrellas ar-
tificiales y ruedas de metal chirriantes sobre
los caminos grises del asfalto. Se encerra-
ron, ellos mismos, en espacios cúbicos que
llenaron de ruidos, y ya no tuvieron tiempo
ni para abrir ventanas al universo, hacia
arriba, y admirarse de los caminos rutilan-
tes, silenciosos y puros de las altísimas
constelaciones que condensan misterio y
paz, de un trazo, en un solo signo, mientras
se pasean por los caminos de las nebulosas
espaciales.
Los hombres se olvidaron de los cam-
pos, de los árboles, de las flores; se olvida-
ron de la triunfante y esplendorosa benig-
nidad de las auroras y las puestas de sol,
cuando la luz extiende las manos de sus
rayos para llegar a tocar o para bendecir
todas las cosas.
Se olvidaron de las formas y los colo-
res originales de la creación y de las músi-
cas que hay en el movimiento o en el alien-
to de todos los seres. Y fue entonces cuando
también se olvidaron de los pájaros. Los
pájaros que, como forasteros consentidos,
alegraban la ciudad, repitiendo, sobre las
espirales del aire, los trinos que habían tra-
ído aprendidos de los campos, preservando
así, para el hombre, el último recuerdo de
la pureza de lo creado. Sobre el arco del
vuelo eran como gotas de música, como un
desquite ingenuo contrastando con las fal-
sificaciones perecederas de la organización
ciudadana.
10 (174)
Pero llegó un día en que la ciudad se
hizo irrespirable para todos, y especialmen-
te para los pájaros, y tuvieron que huir pa-
ra poder sobrevivir. La vida se marchitaba
y nadie se daba verdaderamente por ente-
rado. Y ellos se fueron, sobremontando
la corrupción, hacia lo alto, hasta hacerse
invisibles, como si hubiesen proyectado el
intento de fundir su voz aguda con la luz
fulgurante de las estrellas puras, hermanas
suyas.
En la tierra nadie se daba cuenta de la
desolación. Solamente los niños añoraban
la ausencia de los pájaros. La gente mayor
seguía multiplicando máquinas y ruidos,
imitando falsificaciones, inventando ho-
gueras, fabricando humos, intoxicando es-
túpidamente todo su entorno, y caminaba,
de cierto, hacia el colapso y la muerte.
¿Cómo podrían decir qué es el pecado
los que intentan describirlo?
Los niños, solamente ellos, quisieron
que los pájaros volvieran; aunque les falta-
ban fuerzas para poder comenzar, desde
ellos mismos, un mundo nuevo, quisieron
hacer todo lo posible para intentarlo. Es
verdad que, a veces, el que quiere cosas
más grandes no es el que tiene mayores
oportunidades, sino el que pone en la em-
presa toda su voluntad.
Dentro de pocos días, en este mismo
mes de diciembre, en algún lugar se estre-
nará un filme que, en otra lengua, llevará
un título con este significado: "La rebelión
de los pájaros». El argumento es sencillo:
los pájaros huyen del mundo que estrope-
11 (176)
an los mayores, pero los niños, sólo ellos, quieren de verdad
que vuelvan y sólo ellos ponen todas sus fuerzas para con-
seguirlo. Quiere ser una apología de la fuerza de la infancia,
tal vez de la posibilidad de esperanza que todavía hay en ella
para redimirnos de amenazas que los mayores, nosotros solos,
nos hemos construido.
Navidad, para los cristianos, tiene que ver con la infan-
cia, porque en el misterio de Dios humano, ahora recordamos
la primera etapa, que es su infancia. Pero sabemos que la in-
fancia, incluso cuando es alabada en el mismo Evangelio,
no se reduce a la inocencia, ingenuidad o incapacidad para la
malicia, sino a la simplicidad y generosidad de la mirada y
de la voluntad puesta en el bien totalmente elegido. También
los niños de hoy pueden salvar el mundo; pero no solos, sino
con los mayores si no despoblamos el cielo interior de sus
mentes y les damos ideas verdaderamente cristianas y el tes-
timonio de nuestra sinceridad en la fe.
Solamente así volverá la belleza y el bien a la vida. Y,
por lo tanto, la paz.
LAUS
En relación con el artículo 21 de la Ley 11-1966 de 19 de marzo, de
Prensa e Imprenta, se hace constar:
―Que LAUS es una publicación que pertenece a la Congre-
gación del Oratorio de san Felipe Neri.
―Que, al igual que las demás obras apostólicas del Oratorio,
se mantiene con las aportaciones espontáneas de los fieles
y el trabajo de los miembros de la Congregación.
―Que el contenido propagandístico y de anuncios que figu-
ra en la publicación es económicamente desinteresado.
—Que el P. Ramón Mas Cassanelles es el director de la re-
vista y autor de los artículos que van sin referencia.
Agradecemos la constante simpatía y apoyo de cuantos nos animan
en nuestra tarea.
12 (176)
Documento:
SOBRE LA DIMENSIÓN
CONTEMPLATIVA
DE LA EXISTENCIA
SILENCIO, ORACIÓN Y PERSONA
REPRODUCIMOS sólo una parte de
la carta pastoral que escribía al
clero y pueblo de Milán, en vistas
al curso de actividades que se reempren-
dían en la diócesis ambrosiana, el que
Acababa de ser, desde hacía poco, su
nuevo arzobispo, designado por muy ex-
presa voluntad personal del Papa, pues
se trataba del padre jesuita Carlo Martini,
y ya sabemos que los jesuitas solamente
suelen ser designados para ocupar sedes,
en todo caso, en países de misión, por lo
cual (lo mismo que ocurre con los demás
religiosos) sólo raramente acceden al
episcopado.
Esa carta a la que nos referimos po-
dría parecer, por lo menos, Anticonfor-
mista, puesto que se dirigía a un clero y
a un pueblo continuamente expuestos a
la tentación del activismo y de la eficacia.
En general, en el norte de Italia y más
concretamente en Milán y la entera re-
gión lombarda, se concentra el núcleo
más dinámico del progreso industrial ita-
liano, del interés por la cultura europea
y de la apertura cosmopolita, en evidente
contraste con otras zonas más sosegadas,
sobre todo del sur, deprimido e indolen-
te, con cierta propensión al fatalismo, si
bien compensado por la corriente de un
sentimiento religioso no demasiado ilus-
trado, folklórico, fácil y popular, a veces
cercano a la enajenación. El mismo atraso
y monotonía cultural impide que sean
demasiado profundos los problemas del
espíritu y los planteamientos de la fe.
Éstos surgen más bien allí donde el ritmo
acelerado del progreso reta al hombre
entero, en especial cuando éste cede a la
fácil tentación estandardizante y mate-
rialista de la eficacia y la deshumaniza-
ción, en la que el hombre, puesto a crecer,
lo hace unidimensionalmente, hacia la
sola e inmediata economía y comodidad
de lo sensible, olvidado del necesario de-
sarrollo paralelo de la actividad interior
y profunda del espíritu. Cuando este peli-
gro acecha, se impone la necesidad de la
reflexión contemplativa, para no quedar-
nos con un hombre aparentemente bien
13 (177)
vestido, gozando del confort de la técnica,
aséptico y organizado, pero espiritual-
mente vacío. Por esto resulta oportuna
la invitación del arzobispo de Milán a sus
fieles. El remedio no estaría en huir otra
vez al campo, o en renunciar al progreso,
sino en equilibrar, en mantener parale-
lamente los avances materiales con los
ascensos espirituales, en mirar fuera pro-
fundizando dentro. En rigor se podría
decir que se trata de un esfuerzo de "en-
carnación" en el sentido más justo, por-
que el bien al que Dios nos llama no está
en otro tiempo ni en otro lugar del nues-
tro, ni sería lícito frenar el progreso hu-
mano, sino que debe estarse presente en
él, debe ser asumido y dominado para ele-
varlo sin destruirlo, como el Verbo trans-
formó la naturaleza humana de Cristo, sin
destruirla, al asumirla en la Encarnación.
He aquí la segunda parte del escrito
de referencia, encabezada con el signifi-
cativo epígrafe de «SILENCIO, ORACIÓN
Y PERSONA».
Recuperación
de valores
La propuesta de reflexionar sobre la dimensión con-
templativa de la vida intenta provocar implícitamente la
recuperación de algunas certezas que en los años, confu-
sos pero fecundos, que acaban de transcurrir, han ido
esfumándose o sufrido algún eclipse.
Tales son la importancia religiosa del silencio, la pri-
macía de la persona humana, la del ser sobre el tener, so-
bre el decir, sobre el hacer; la justa relación entre persona
у comunidad.
Naturalmente, la recuperación de estos valores no pue-
de significar abandono o desconocimiento de aquellos que
el pasado reciente ha destacado justamente, como la ple-
garia de la comunidad que coralmente canta y habla con
Dios, la necesidad que a la profesión de fe y a la alaban-
za siga la coherencia del testimonio y de las obras, la im-
portancia de la dimensión eclesial en todos los ámbitos de
la existencia cristiana.
Mas parece que ha llegado el momento de recordar, en
vista a un seguimiento de Cristo más intenso y armonioso,
que el entregarse a la contemplación y al silencio fecunda
y enriquece la plegaria vocal y comunitaria; que no se da
acción o compromiso que no surja de la verdad del ser
profundo del hombre que en Cristo ha sido renovado y
exaltado; que es precisamente la conciencia de la libertad
de cada persona, con sus convicciones, con sus esperanzas
y sus propósitos, que constituyen la autenticidad y el mé-
rito de toda existencia asociada al nombre del Señor,
14 (178)
1. El silencio.
Miedo y
fascinación
del silencio
Si en un principio existía la Palabra y por la Palabra,
venida a nosotros, comenzó a realizarse nuestra redención,
resulta claro que, de nuestra parte, en el inicio de la his-
toria personal de nuestra salvación, debe haber el silencio:
el silencio que escucha, que acoge, que se deja animar.
Cierto que, a la Palabra que se manifiesta tendrán que
corresponder luego nuestras palabras de agradecimiento,
de adoración, de súplica; pero antes ha de haber el silen-
cio.
Si, tal como sucedió a Zacarías, el padre de Juan Bau-
tista, el segundo milagro del Verbo de Dios es hacer ha-
blar a los mudos, es decir, desatar la lengua del hombre
terrenal vuelto sobre sí mismo para cantar las maravillas
del Señor, el primero es el de hacer enmudecer al hombre
charlatán y disperso (cf. Lc 1, 20-22). «Que la Palabra
haga enmudecer mi verborrea», como dice Clemente Re-
bora, noble espíritu de poeta milanés de nuestros tiempos,
cuando describe con desnuda claridad los inicios de su
conversión.
Podemos decir, incluso, que la capacidad de vivir un
poco del silencio interior connota al verdadero creyente
y lo libera del mundo de la incredulidad.
El ruido
enajenador
El hombre que, según los dictados de la cultura domi-
nante, ha excluido de sus pensamientos al Dios vivo que
llena todo espacio, no puede soportar el silencio. Para él,
que pretende vivir en los márgenes de la nada, el silencio
es la serial terrificante de la nada. Todo ruido, por más
atormentador y obsesivo que sea, le resulta más agradable;
cualquier palabra, incluso la más insípida, le parece libe-
radora de una pesadilla; cuando las voces callan, cual-
quier cosa le parece preferible ante el horror de ser colo-
cado implacablemente ante la nada. Toda palabrería,
todo grito, toda estridencia es bien aceptada si de algún
modo y por breve tiempo consigue distraer la mente de la
conciencia espantosa del universo desierto.
El hombre "nuevo" ―al cual la fe le ha dado un ojo
penetrante que ve más allá de la escena y la caridad un
corazón capaz de amar al Invisible― sabe que el vacío no
existe y que la nada ha sido eternamente vencida por la
Infinidad divina; sabe que el universo está poblado de →
15 (178)
Hombre "nuevo"
y silencio
criaturas gozosas; sabe que es, a la vez, espectador y, de
algún modo, partícipe de la exultación cósmica, reverbe-
ración del misterio de luz, de amor, de felicidad que cons-
tituye la sustancia de la vida inagotable de Dios Trino.
Por esto el hombre nuevo, como el Señor Jesús que en
el albor del día subía solitario a la cima de los montes
(cf. Mc 1, 35; Lc 4, 42; 6, 12; 9, 28), aspira a tener para sí
mismo algún espacio inmune de ruidos enajenantes, don-
de sea posible prestar oído a la percepción de algo de la
fiesta eterna y de la voz del Padre.
Pero que nadie se equivoque: el hombre "viejo", que
tiene miedo del silencio, y el hombre "nuevo" conviven
normalmente, en diferente medida, en cada uno de nos-
otros. Cada uno de nosotros se ve agredido exteriormente
por hordas de palabras, de sonidos, de clamores, que en-
sordecen nuestro día y nuestra noche; cada uno se ve in-
sidiado interiormente por el multiloquio mundano que,
con mil futilidades nos distrae y nos dispersa.
Silencio
y comunión
En este ruido, el hombre nuevo que hay en nosotros de-
be luchar para asegurar en el cielo de su alma aquel pro-
digio de «un silencio como de media hora» del que nos
habla el Apocalipsis (8, 1); que sea un silencio verdadero,
colmado de la presencia, resonante de la Palabra, atento
a la audición, abierto a la comunión.
2. Oración y ser del hombre.
El ser
que se hace
consciente
ante Dios
Considerada en su naturaleza profunda y en su movi-
miento original, la plegaria no es una actitud que se yux-
tapone extrínsecamente al hombre: brota del ser, se destila
y fluye de la realidad de cada hombre.
Podríamos decir que la plegaria es, de algún modo,
el mismo ser del hombre que se pone en transparencia
ante la luz de Dios, que se reconoce por lo
que es y, reco-
nociéndose, reconoce la grandeza de Dios, su santidad, su
amor, su voluntad de misericordia. En una palabra, toda
la realidad divina y el designio divino de salvación tal
como han sido revelados en el Señor Jesús crucificado y
resucitado.
Todavía antes que palabra, antes todavía que pensa-
miento formulado, la plegaria es percepción de la reali-
16 (180)
dad dad que inmediatamente florece en la alabanza, en la ado-
ración, en la acción de gracias, en la petición de piedad
a aquel que es la fuente del ser.
Percepción
de lo presente
y trascendente
Emergen y se configuran como contenidos fundamen-
tales, en esta experiencia global, sintética, espiritualmente
concreta:
―la percepción de las cosas que están al margen del
proyecto de Dios, percepción que se transforma en súplica
para ser nosotros mismos salvados de la insidia de la in-
significancia y la vaciedad;
―la percepción de la presencia de aquel que es pleni-
tud y jamás ausente o lejano de donde haya algo que
exista de verdad;
— la percepción de Cristo vivo en el cual se resume y
personaliza todo el proyecto divino («Ubi Christus, ibi
regnum», dice san Ambrosio), que fundamenta el recono-
cimiento y la verificación de la relación de comunión con
aquel que es el único Señor y Salvador;
―la percepción, en Cristo, de la voluntad del Padre
como norma absoluta de vida, de tal modo que la oración
ya no es una tentativa para doblegar la voluntad divina
a la nuestra, sino la tentativa siempre renovada de confor-
mar nuestro querer al del Padre (cf. Mt 6, 10; 26, 39-42);
―la percepción de la realidad del Espíritu, fuente
de toda la vida eclesial, que ruega en nosotros (cf. Rm 8,
19-27), de modo que la plegaria se convierte en anhelo
para salir de la soledad y del encerramiento del indivi-
dualismo y petición para abrirnos cada vez más al reino
de Dios que se va instaurando en los corazones y entre los
hombres, es decir, en la Iglesia;
―la percepción de la cruz como victoria sobre el mal
que hay en nosotros y fuera de nosotros, que hace de la
plegaria una actitud de contestación del pecado, de la
injusticia, del mundo", y nostalgia de la Jerusalén celes-
tial donde todo es santo.
3. La persona,
protagonista de toda plegaria.
El misterio
de la persona
Sin duda es justo y necesario subrayar la vocación
social que permanece inscrita en cada acto del hombre y
17 (181)
la índole eclesial de la totalidad de la vida cristiana. Pe-
ro nunca podemos olvidar que en la fuente de todo está
el misterio de la persona, misterio siempre singular y sin-
gularmente inédito, que no es sumable ni confrontable.
Aunque esté constituido en una condición y en una na-
turaleza que recibe por generación y que comparte con to-
dos sus semejantes, el hombre encuentra la primera razón
de su grandeza en el hecho de provenir, según el núcleo
originario e inconfundible de su ser, inmediatamente de
Dios creador, que desde la eternidad lo ha llamado por
su nombre; y en el hecho de tener que volver a aquel que
es, al mismo tiempo, su principio y su destino, con una
decisión (o mejor, con una serie de decisiones) de la cual
es totalmente responsable, porque no es condicionable de
una manera determinante por ninguna criatura, fuera de
él mismo.
Dios nos libre de los sabios...
Dios nos libre de la ignorancia disimulada con
presunciones de falsa sabiduría y nos libre, tam-
bién, lo antes posible, de la ignorancia a secas.
Pero Dios nos libre, además, de la sabiduría que
sólo es sabiduría de este mundo y para este mun-
do, porque aquellos a los que ella hace sabios,
sólo adquieren, atesoran y ostentan saberes para
su vanidad y para compensar, así, la ausencia de
verdaderos y profundos valores humanos y espi-
rituales, para olvidarse del tremendo complejo
de vergüenza o de los miedos que los consumen.
Por todo eso Dios ha bendecido a los pobres de
espíritu y ha elegido para su reino a los sencillos
de corazón y hasta a los que parecen ignorantes
a los ojos del mundo. Estos son capaces de ser
felices haciendo puramente el bien, porque son
los únicos que saben ser generosos,
y no es poca sabiduría.
18 (182)
Hijo de Dios
A pesar de haber sido generado y nutrido en una co-
munión universal de vida que es la Iglesia, el cristiano
tiene un valor inestimable porque ha sido amado perso-
nalmente por el Padre, que lo ha querido hacer hijo suyo;
ha sido alcanzado personalmente por la acción redentora
de Cristo, que ha derramado su sangre por él; es guiado
por el Espíritu santo en la respuesta personal positiva a
la llamada divina de salvación. Del "nosotros" y sobre el
"nosotros" de la Iglesia emerge y se define el yo del cre-
yente, el cual se abre al "todo" de la catolicidad.
De este modo, la plegaria ―incluso cuando es vocal,
Litúrgica o, del modo que sea, asociada― recibe verdad y
valor únicamente si encuentra su constante inspiración
en el misterio personal y concreto de la adhesión de fe,
de esperanza, de caridad que alimenta y caracteriza la
vida renovada.
Ante el Padre, que es la fuente de mi vida y mi meta,
ante el drama de un destino que se ventila una vez por
todas, ante el sí y los no que deciden mi suerte eterna,
estoy yo, no el grupo, la clase, la comunidad. Cierto que
no estoy solo porque el Espíritu ruega en mí y por mi lo
que yo no sé pedir, y mi Salvador está a mi vera, me une
a él, y me hace participar de sus sentimientos filiales. Pe-
ro nadie puede substituirme en esta empresa.
Comunidad
y persona
Aunque vivo, decido, ruego en una comunidad de her-
manos que me sostiene, me reanima y espiritualmente
me dilata, permanezco siempre yo viviendo, y mío es el
riesgo de la decisión, y mía la tarea de emprender la
aventura difícil y embriagadora de la vida de oración.
Detenernos a considerar la oración en el momento
preciso en que brota silenciosamente y secretamente del
corazón del hombre, significa, por lo tanto, meditar sobre
el misterio mismo de toda oración cristiana.
Tanto si se mantiene tácita y solitaria, como si se
reviste de palabras exteriormente e incluso públicamente
proferidas, o si adquiere la dignidad de plegaria litúrgica
a través del canto y de la imploración de la Iglesia, toda
invocación sincera hecha a Dios encuentra siempre en el
ser personal, que antecede y fundamenta toda comunica-
ción extrínseca, la fuente primera que mana de la vida
personal de fe, de esperanza y de caridad de su alma ne-
cesaria e insustituible.
19 (183)
NAVIDAD
DE
JESUCRISTO
MISA
DE MEDIANOCHE
TAMBIÉN, EN LA NOCHE DE AÑO NUEVO,
OCTAVA DE NAVIDAD,
SOLEMNIDAD
DE
SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 1. 12. 81
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