Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 191. ENERO. Año 1982
SUMARIO
QUEREMOS la paz negativa, es decir, la que resul-
ta de la mera ausencia de males y miedos, la que
asegura las posesiones y goces; queremos la paz
de las garantías, no la paz de las virtudes. No quere-
mos, todavía, la verdadera paz cristiana, la paz positiva,
creadora, manantial del bien; la paz que nace de la justi-
cia, la justicia que surge de la plenitud del amor,
que es vida y aliento de Dios. Necesitamos esta paz, y ne-
cesitamos anunciadores de esta paz, que la asuman como
un ideal para comunicar a todos los hombres.
O LOVING WISDOM!
EL IDEAL Y LA AVENTURA
LLAMAMIENTO A QUÉ Y PARA QUÉ
LA VOCACIÓN DE NEWMAN
AQUELLOS FORASTEROS
ARRUPE, UNA EXPERIENCIA PROFÉTICA
LA GUERRA, LA PAZ
«NO CON LA ESPADA»
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O LOVING WISDOM!
O loving wisdom of our God!
When all was sin and shame,
A second Adam to the fight
And to the rescue came.
O wisest love! that flesh and blood
Which did in Adam fail,
Should strive afresh against the foe,
Should strive and should prevail;
And that a higher gift than grace
Should flesh and blood refine,
God's presence and His very Self,
And Essence all-divine.
¡Sabiduría amable la de Dios,
cuando de la vergüenza y el pecado
nos vino a rescatar el nuevo Adán,
en lucha soportada en favor nuestro!
¡Oh deseado amor! La carne y sangre
que en el Adán primero sucumbió
de nuevo al enemigo retaría
hasta vencer del todo en la batalla.
Sería el don más alto de la gracia
que haría pura toda carne y sangre,
sería la presencia de Dios mismo
volcando entera la divinidad.
(traducción)
J. H. Newman
2
El ideal
y la aventura
EL IDEAL, como una meta pretendida desde la vida, está al final del ca-
mino, más allá del paso que a hora damos. El ideal es incompatible con
la instalación, aunque pueda la mezquindad profanar su significado
para decorar el egoísmo del descanso, como renta consumible. Hay
una estética de la avaricio ―en el fondo, de la pereza― que pretende
hermosear el esfuerzo presente como credencial del derecho al descanso
futuro: hay una búsqueda y estudios preparación de las seguridades que
se esperan como protección exigible, previamente calculada, elegida.
Pero el ideal, el ideal completo, es más que la fidelidad a una elección.
El verdadero idealista no es el romántico que hace profesión de irracio-
nalidad en sus proyectos, sino el que conoce lo esencial del camino que
emprendo, no sólo para salir de su lugar al echar a andar, sino para salir,
además, de sí mismo. No va a buscar algo para sí, sino que va a entregar
lúcidamente su vida y sus fuerzas a algo que vale más que él mismo. No es
la peregrinación estética hacia una seguridad, sino la respuesta vocacional
de una generosidad. Cuando no es eso, se trata de una falsificación de la
palabra demasiado noble con la que se encubre un interés, un egoísmo o
una vanidad.
Ya se comprende, entonces, que el motor del Ideal debe ser el amor. So-
lamente anda, solamente se mueve y camina el que ama. No hace falta re-
petir la frase con que Dante termina y condensa toda su triple, profunda
y altísima peregrinación. Pero el que ama y camina, se acerca al fin no
solamente porque se mueve, sino porque descubre paso a paso ―y compren-
de― las incidencias de su camino, como Anillos de una cadena que le vin-
culan al fin, sin esclavizarle, con un sentido de liberación creciente, en la
medida en que comprenda mejor y se sienta más cerca del ideal al que se ha
consagrado.
El idealista vive y se mueve hacia lo siempre nuevo y, al mismo tiempo
ya conocido, puesto que pensamientos y convicciones se van convirtiendo
en experiencia con sabor a nuevo: novedad ya gozosa o dolorosa, que es
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lección y aliento todo de una vez, mientras crece como una sabiduría que
va identificándose con la misma vida del que persevera.
Parece una aventura, por lo que tiene de valentía, por lo que tiene ade-
más de enfrentamiento con la novedad por la continua necesidad de reac-
cionar ante las imprevistas incidencias; pues cuando falta esa capacidad de
reacción integradora, transformadora y estimulante, se convierte el posible
pequeño gozo en instalación paralizante, y, alternativamente, la pequeña o
grande dificultad, en escándalo e infidelidad. Hace falta, por todo ello, mu-
cho amor. Por eso suelen decir, algunos, que el amor es una aventura. Pero
el amor no es una aventura, sino una sabiduría, un sabor de Dios, una vida;
aunque sea cierto que solamente aman los que no temen la aventura de vi-
vir. El que siente miedo, no puede amar, y tampoco puede tener un ideal.
Porque la sabiduría no es una aventura, no lo es tampoco el amor. La
es responder a lo esencial que hemos recibido, completándolo
vocacionalmente: la aventura, en definitiva, es haber nacido. Y luego darse
cuenta, agradecerlo y edificar sabiamente un ideal sobre la vida.
Si el amor a Dios, en frase, no siempre bien interpretada, de san
Agustín, libera de toda ley, el amor entre los hombres que sería con-
secuencia de su reino en este mundo convertiría en inútiles todas las
leyes. Cada uno se apresuraría a procurar el bien de los demás antes
que preocuparse por el propio; se descuidaría de sí mismo, pero habría
miles que cuidarían de él. La humanidad entera sería como una in-
mensa familia bien avenida en la cual todo sería común. La única
ley sería el amor, y la dulzura de la anarquía no procedería del odio
a la ley, sino de haberla hecho innecesaria, substituyéndola por algo
infinitamente superior. Sería, en una palabra, el reino del Padre-
nuestro, el advenimiento del reino de Dios y el cumplimiento, en la
tierra y en el cielo, de su voluntad.
Pero ahora imaginad una clase de liberalismo que pretendiera ofre-
cernos la libertad como resultado de la rebelión contra Dios, o un
socialismo que pretendiera llegar a la comunidad de bienes por la
lucha de las clases, o al anarquismo que quisiera suprimir la auto-
ridad con la dinamita del odio. ¡Lástima de esfuerzos perdidos! Por-
que no existe otro liberalismo posible que no resulte del respeto a
la legalidad, ni otro comunismo sincero que el que proceda de la
caridad, ni otra verdadera anarquía que la del amor.
Carles Cardó
4
Llamamiento
qué y para qué
ESTAS PALABRAS no se re-
fieren a vocación específica
alguna, fuera de la común de
todo cristiano. Todo otro llama-
miento de Dios deberá, en cual-
quier caso, derivarse y edificarse
sobre éste. Además, todo otro lla-
mamiento específico será debida-
mente comprendido y apoyado por
los cristianos, en la medida en que
éstos comprendan su propio llama-
miento general, y de este mismo
modo participarán de su beneficio.
Cuando tanto se habla ahora de
crisis de vocaciones, tal vez se olvi-
da que dicha crisis, antes que en
los sujetos que hayan sido o pudie-
ran ser los llamados a un camino
o a una misión especial dentro del
conjunto cristiano, se ha producido
en la generalidad de los cristianos
en la respuesta común de su fe.
Cuando se habla de vocaciones
se suele entender, corrientemente,
del llamamiento especial de Dios
a alguien dentro de la Iglesia o a
una consagración determinada en
alguna de las formas admitidas de
vida evangélica. Sin embargo Dios
no hace solamente esta clase de lla-
mamientos. En el orden actual de la
gracia el llamamiento a la vida y al
bautismo es anterior a todo llama-
miento especial; la crisis, si la hay,
está más en esta vocación general
que en cualquier otra especial.
¿En qué consiste y a que se nos
llama a todos?
En primer lugar, todo llama-
miento de Dios es un acto de amor
que se manifiesta y se desarrolla
en una realidad dinámica. Realidad
dinámica que no se agota en quien
es objeto de ella porque está orde-
nada a extenderse benéficamente a
los demás. No solamente, cada uno
de nosotros, no tenemos nada que
no nos haya venido del amor de
Dios, sino que no se nos ha dado
nada para nosotros solos. Rechazar
conscientemente ese amor o dete-
ner su expansión es lo que llama-
mos pecado.
¿Cuáles son las etapas o el pro-
greso del llamamiento de Dios en
el cristiano, en todo cristiano?
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Antes que nada, la vocación di-
vina se manifiesta en el habernos
llamado a la vida. Este llamamien-
to se ciñe en los límites de la crea-
ción pero inevitablemente, desde
la personalidad de cada uno de los
hombres, queda necesariamente
abierta la relación a los demás con
los que se forma la entera humani-
dad; exigencia de solidaridad y
participación en un destino común,
incluso desde el punto simplemen-
te natural y creado.
Un segundo llamamiento que su-
pone, en realidad, la culminación
del llamamiento divino, es la con-
figuración con Cristo, cuya vida se
nos inserta con el bautismo y que
ha de ser desarrollada progresiva-
mente por la participación en su
vida de resucitado.
Este llamamiento a la configura-
ción con Cristo, se sacramentaliza
y queda "pluralizado" en la Iglesia;
en su seno se actualiza el encuen-
tro con Cristo; en ella se recibe y
desde ella se comunica todo don
que nos viene de Dios y, de la va-
riedad de tantos dones, surge la ri-
queza espiritual de todos. El prota-
gonismo de cada uno depende de
la fidelidad con que realice el bien
para que ha sido llamado a comu-
nicar a los cristianos y a todos los
hombres.
Es claro, en cuarto lugar, que
la voluntad positiva y mantenida
para una respuesta a estos llama-
mientos, equivale a la santidad. La
santidad es la autenticidad de la
respuesta a Dios que llama.
La realización plena de esta vo-
cación divina no cabe en el tiempo
ni en este mundo, aunque se inicia
ahora y aquí en cada uno y en
todos nosotros, y parte desde la
creación, apoyada en nuestro ser y
existir. A esta realización misterio-
sa que excede todo el orden natu-
ral y temporal, la llamamos gloria
y cielo.
Hay que comenzar, pues, con
responder con gratitud a la voca-
ción a la vida, a la vocación a la
configuración con Cristo, al llama-
miento a la Iglesia, a la santidad y
a la gloria del cielo. Quien no haya
descubierto en sí mismo, como al-
dabonazos del amor de Dios, todos
estos llamamientos, no sólo se sen-
tiría extraño a cualquier posible
llamamiento divino especial, sino
que jamás sería capaz de compren-
der a otros que lo hubieran recibi-
do, salvo que lo identificara como
una afición o actividad más o me-
nos profesional o burocratizada, o
como una singularidad sentimen-
tal enajenante o filantrópica, cho-
cante o útil, según los casos.
Por esto decíamos que, si hay
crisis, antes que de y en las voca-
ciones específicas, la crisis existe
―y es causa de las demás― en la
vocación común de los cristianos.
Ideas sobre Dios, fe y respuesta
de la fe. El resto es una consecuen-
cia.
6
El trabajo del tiempo
en la vocación de Newman
PARA QUIEN no sepulta la fe,
sino que desde ella contem-
pla la vida y la acepta para
responder a Dios agradeciéndola,
el tiempo ya es parte de la eterni-
dad, ya está inscrito en los desig-
nios de Dios, y no como una fatali-
dad, sino como un dinamismo que,
a la vez, procede de Dios y vuelve
a él, sin destruir nuestra libertad,
como sintiendo que trabajamos con
Dios. A esa "compañía de Dios" en
lo que hacemos y en lo que aconte-
ce, la llamamos Providencia. Así
la llamaba Newman, y la escribía en
mayúscula, cuando, creyéndose in-
merecedor de ella, decía: «La divi-
na Providencia ha sido maravillo-
sa conmigo durante toda mi exis-
tencia. Pienso que, cada uno de no-
sotros, tiene mucho que decir de la
Providencia». Y, más claramente:
«Estamos en las manos de Dios, y
debemos estar contentos de ejecu-
tar, día tras día, nuestra tarea, sin
preocuparnos de comprender o de
anticipar los proyectos divinos y
agradeciendo todas las grandes mi-
sericordias pasadas y presentes».
Pero si nos detuviéramos en esos
solos fragmentos de sus cartas y
anotaciones, pensaríamos, tal vez,
en un Newman nadando en con-
suelos sobrenaturales. Sin embargo,
cuando escribía esto, hacía cuatro
años que se había explayado con
estas palabras: «Cuando era protes-
tante, mi vida era tranquila y mi
oración infeliz; desde que soy cató-
lico, mi vida es infeliz y mi oración
tranquila» (21.1.1863). Pronto iba a
hacer veinte años de su conversión,
y no se lamentaba de haber abraza-
do el catolicismo, si bien rondaba
por su mente el pensamiento de la
muerte, imaginando que esta estaba
cercana, pero ésta no llamaría a su
puerta hasta mucho más tarde (en
1890), aunque el tenerla presente
confirió una serenidad profunda a
su espíritu, que le hizo en ocasiones
enigmático no sólo respecto de sus
antiguos hermanos anglicanos, sino
también de los católicos que habían
recibido su resonada conversión.
Cuando se retira a Littelmore
(1841) para disponer de tiempo de-
dicado a la oración y al estudio, su
obispo anglicano le pide explicacio-
nes, y él se las da fielmente, para de-
cirle que no hace más que satisfacer
un deseo de años sentido, por nece-
sidad espiritual y que piensa que
sería despreciar la benevolencia de
7
la Providencia si rechazaba la opor-
tunidad de aquel retiro. Pasarán
unos pocos años y llegará a esta
conclusión: «¿Podré, en el futuro,
disponer de mejor juicio que en la
actualidad? ¿Debo esperar todavía?
Si tengo ahora razones para dar este
paso (de la conversión), no hay mo-
tivo para demorarlo más. Debo dar
a mi obra mi fuerza, no mi debili-
dad; debo dar los años de vida en
los que aún puedo servir a la causa
que me está reservada, y no las so-
bras de mi vida...> (1844). Un año
más tarde se hace católico. Al cabo
de veinte años dirá: «Cuando me
convertí no experimenté la sensa-
ción de ningún cambio intelectual o
moral en mi espíritu... Me encuen-
tro en perfecta paz y tranquilidad,
y jamás he tenido ninguna duda».
Esta ausencia de dramatismo,
algunos católicos la interpretaban
como falta de entusiasmo, como
frialdad o desinterés por la fe abra-
zada. Le pedían "conversiones", y él
se lamentaba de que creyeran que,
por no dedicarse a obtenerlas «no
estaba haciendo nada... Pues esto
esperaban de mí. Pero yo soy total-
mente diverso; mis objetivos, mi
teoría de la acción, mis posibilida-
des se mueven en otra dirección,
dirección que ellos no comprenden,
ni alientan, sea Roma que fuera...
Para mí lo esencial no son las con-
versiones, sino la edificación de los
católicos... Diciendo abiertamente
que me aterra la idea de tener que
hacer conversiones apresuradas de
hombres cultos, porque temo que
no hubieran medido el valor de sus
pasos y que luego encontraran difi-
cultades en la Iglesia en la que en-
traban, quería decir lo mismo, o sea,
que la Iglesia debe prepararse para
recibir a los convertidos como, por
su parte, los convertidos para la
Iglesia... Desde el principio hasta
el final, la educación, en el más am-
plio significado de la palabra, ha
sido mi preocupación...»
El gigantesco esfuerzo de New-
man en la fundación de la Univer-
sidad de Dublín no fue comprendi-
do ni por los mismos católicos... y
fracasó. «Me parece que he tenido
muchos fracasos, y lo que he hecho
no ha sido comprendido». Después
de pasar lista sobre sus "fracasos"
escribía: «Pero no me sorprende:
las pruebas son nuestra suerte. Lo
que me aflige no son estas pruebas,
sino lo poco que he hecho en me-
dio de ellas... Lo anoto porque san
Felipe pasó por cosas semejantes...
Soy un hombre en el ocaso; no me-
rezco confianza; me consideran ex-
traño: tengo mis maneras persona-
les y no me entiendo con los de-
más... Durante toda la vida he
dicado que era preciso sufrir por
la verdad; y ahora es mi turno. No
tengo derecho a lamentarme».
En 1879 el papa León XIII, para
proclamar el reconocimiento de
una vida consagrada a multitud de
trabajos en medio de una ejempla-
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ridad intelectual y espiritual que
no era justo ocultar por más tiem-
po, le crea cardenal. Newman se
apresura a suplicar que no le fuer-
ce a abandonar el Oratorio, "su ni-
do", y le dice: «...quisiera rogar
Su Santidad que no me aleje de san
Felipe, mi Padre y mi Patrono... Por
compasión a mi timidez de espíritu,
en consideración de mi salud, mi
edad, mi inexperiencia... ruego que
me deje morir allí donde he vivido
por tanto tiempo».
Once años más de vida le conce-
dió la Providencia.
Newman, un hombre sincero,
una verdad que crece a través del
tiempo de su vida. Sincero sin he-
rir a nadie, y también sin adula-
ción para nadie. Le faltaba tiempo
a aquello para lo que Dios le que-
ría, y tenía conciencia de las exi-
gencias divinas, serenamente, pero
con fidelidad, con diligencia y per-
severancia hasta el final. Demasia-
do inteligente para muchos de los
que le rodearon, más encumbrados
que él; demasiado espiritual, dema-
siado afinado en el alma para la
vulgaridad de otros que, incluso sin
mala intención, no le pudieron en-
tender; demasiado sencillo frente a
los estrategas o envidiosos... Pero
suficientemente sobrenatural para
comprenderlo todo y acercarse más
puramente a Dios y al servicio de
la Iglesia.
León XIII, recién elegido, cuando
le preguntaron cuál sería la línea
de su pontificado, contestó: «Espe-
rar a ver cuál será mi primer car-
denal...» Y fue Newman. También
Pío XII decía a Jean Guitton: «No
dude usted de que Newman será
Santo y será Doctor de la Iglesia».
El influjo del pensamiento de New-
man en el Concilio Vaticano II, en
especial con relación al ecumenis-
mo, exigiría un largo capítulo. Por
lo demás, y no sólo en cuestiones
ecuménicas, está en la lista de citas
de todos los teólogos contemporá-
neos más esforzados en buscar for-
mulaciones mejor adecuadas a la
mentalidad del hombre actual.
El tiempo y su trabajo a través
del tiempo, y Dios presente en su
camino a través de la vida —«my-
self and my Creator»― por cami-
nos providenciales honestamente
andados, hasta poder decir: «Yo no
he pecado jamás contra la luz».
Porque no se olvidaría nunca de
los santos cuyas vidas ejemplares
le habían impresionado siempre,
aun desde que era protestante, y
el ejemplo del cristianismo primi-
tivo... «Una vez tuve el confortador
pensamiento, que me dominaba to-
talmente, del amor de Dios que me
elegía para él, y me pareció que le
pertenecía del todo». Tal vez esta
confidencia capital contiene la ex-
plicación, o substituye cualquier
indagación que pretendiera aclarar
la profundidad y singularidad de
su espíritu, de su obra y de su per-
sonalidad.
9
AQUELLOS FORASTEROS
AQUELLOS FORASTEROS venidos de muy lejos, a los
que se ha identificado como fieles idealistas que responden
con perseverancia a un llamamiento divino, hicieron algo más
que cumplir con esta respuesta, aparentemente concluida a
los pies de Jesús, el Mesías, cuando por fin lo encuentran y lo
adoran. Ni concluía su camino, ni era sólo aquel camino.
Una vocación ―es decir, una actitud de respuesta y en-
trega al compromiso de una llamada que nos viene de Dios―
exige ir más allá de ningún hito que pueda detener el paso
del peregrino. Incluso encontrar a Dios no es detenerse en
él para poseerlo, sino volver a los caminos del mundo para
anunciarlo, para comunicarlo. Y ellos, que vinieron pregun-
tando, se volvieron anunciando, a pesar de que ya la pre-
gunta de la búsqueda causaba los trastornos del anuncio.
Quien pregunta por Dios, también anuncia a Dios.
Mientras andaban, no solamente andaban el camino de
Oriente a Belén, sino que sus pensamientos y sus sentimien-
tos recorrían, noche y día, los itinerarios de la mente y del
espíritu, sin lo cual no le hubieran podido reconocer al pasar
el umbral de la "casa donde habitaba". No se responde a una
vocación, al llamamiento para algo para lo que Dios nos lla-
ma, con sólo enrolarnos en alguna comitiva peregrinante, o
ir a alguna parte, o capacitarnos técnicamente para alguna
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tarea apostólica. Puede ser
que todo esto pueda compa-
rarse con el lecho de un río,
que permanecería seco, sin
el caudal de los pensamien-
tos, de los sentimientos, del
cristal de la fe y de la fuerza
del amor moviéndose sin
estancamiento por los cami-
nos de las cosas, hacia Dios,
que es el mar que nos reci-
be sin cesar, abriéndonos el
abrazo infinito de su inmen-
sidad.
La vocación es salir de uno mismo. , e ir más lejos de uno
mismo, pero no a la deriva. Es mirar más alto, es llegar más
hondo, es buscar continuamente a Dios, con una búsqueda
que también lo proclama.
La fidelidad de esa búsqueda y el gozo de esa proclama-
ción, empobrece y enriquece al mismo tiempo. Empobrece
por caminos de desprendimiento que nos purifica de la pose-
sión de lo inútil, que nos limpia del pesado bagaje de las co-
dicias esclavizantes, que nos libera de las envidias y del orgu-
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llo que se pudre en frustraciones o desprecios. Y nos enrique-
ce, precisamente porque nos hace libres para el bien y así es
posible consagrarse a lo mejor, como una elección para lo
que no puede morir.
Tal vez por eso, a los personajes que vinieron de Oriente
a postrarse a los pies de Cristo, el mito ha querido transfor-
marlos en reyes. Pero más que reyes eran sabios, sabios de
una sabiduría que el evangelista parece que quiere expresar
en la rutilante estrella que bendice de claridades el camino
de peregrinaje, pero que, seguramente, era sólo imagen de
una claridad interior, como de amanecer que invadía el alma,
como de "un gran gozo" incontenible, que tuvieron que ir a
decir a los demás, "por otros caminos", y no sólo para burlar
la malicia de Herodes, sino porque no les cabía en el corazón.
Es la fe la que llama a todos a este gozo, y la realización
de cada camino dependerá de lo que desde ella se deja entre-
ver, solicitando que nos pongamos en camino. Pero no con-
vertiremos nuestra existencia en una verdadera respuesta al
llamamiento de Dios (aunque mantengamos ese mínimo de
creencias indispensables que denominamos "fe"), si no hace-
mos de nuestros pasos y de nuestros pensamientos más hon-
dos, una actitud sabia y abierta a las claridades que conducen
a Dios, con la sinceridad de un deseo que las dificultades no
extinguen, sino que hacen puro y convierten en ideal. Quien
no sea capaz de verdaderos ideales nunca se pondrá en cami-
no hacia Dios.
Porque no he tratado de pisar el terreno a los demás,
porque no se me ha ocurrido decir "vean lo que estoy
haciendo y lo que he hechos, porque no he traído ni
llevado cuentos, adulando a los grandes personajes, ni
militado en uno u otro partido, no soy nadie... Creo que
digo todo esto sin amargura.― JOHN HENRY NEWMAN, C. O.
12
Documento:
ARRUPE,
UNA EXPERIENCIA
PROFÉTICA
HACE MUY poco que una revista alemana (Orientierung) publicaba unos
párrafos del Padre Pedro Arrupe definitorios de una experiencia que
tiene el valor de la sinceridad que brota de la preocupación cristiana
de la fe, frente a los cambios de nuestro tiempo. Es posible que esas palabras
seleccionadas para ser de nuevo ofrecidas a los lectores, se hayan querido
imprimir de nuevo como un homenaje a quien las dijo tocado y transformado
profundamente por la experiencia excepcional a que le había llevado su mi-
sión, como superior general de la Compañía de Jesús, adelantada en el apos-
tolado de la Iglesia y comprometida, en este tiempo que nos toca vivir, en los
campos más difíciles para el apostolado. Nos ha parecido oportuno también a
nosotros reproducir estas palabras, que, además, hemos querido completar
con otras que son parte de una carta escrita poco antes del último viaje que
el padre Arrupe emprendió a Filipinas, el año pasado, y que dirigía como
estímulo alentador, a una de las revistas desde la cual la Compañía, con mayor
preocupación, ha procurado desde siempre estudiar la relación entre cristia-
nismo cultura. Es claro que nos referimos a Razón y Fe.
En conjunto nos parece que se resume tanto el planteamiento problemá-
tico de este momento de nuestro mundo, como la actitud de respuesta que
13
debemos intentar darle desde el presupuesto de la fe cristiana. He aquí, pues,
estas dos partes en las que se contiene el pensamiento del Padre Arrupe: pen-
samiento que cobra importancia especial en este momento en que la enferme-
dad y el relevo de su o, han aumentado su valor significativo.
I
Visto y vivido
Declaro abiertamente que en los años en que he ac-
tuado como superior general de la Orden de los Jesuitas,
he ido realizando un proceso de aprendizaje. En efecto,
antes había vivido 27 años fuera de Europa, en Japón, y
he conocido de este modo el mundo oriental. Pero la ci-
vilización del Japón, marcada por la industrialización
moderna tiene mucho de común con Europa. En los últi-
mos años, sin embargo, he descubierto, de modo personal
y como consecuencia de múltiples conversaciones, toda
la gran problemática del tercer mundo: el mundo de la
India, de los países árabes, de África y de América lati-
na. He experimentado la pobreza y el hambre de estos
países.
Las cifras se manejan hoy con tanta frecuencia y au-
dacia que apenas producen ya impresión alguna. Para
mí fue decisivo encontrarme con hombres hambrientos, y
no fue un hallazgo aislado, sino en grupo, masivamente,
en todos los países. Me afectó la falta de ayuda y de
perspectivas en que se encuentran estos seres humanos.
Una pobreza pasajera ya es cosa de mucho, pero la po-
breza ininterrumpida marca más profundamente y puede
llegar a minar la confianza en uno mismo. Tampoco ol-
vidare jamás esto: la profunda desconfianza y sospecha
que habita en la mente de estos hombres de que los países
industriales tienen una culpa esencial en el hecho del re-
traso que les mantiene en esta miseria.
La riqueza
del tercer
mundo
Pero también he descubierto la riqueza de este tercer
mundo: la riqueza de una auténtica cultura humana ocul-
ta bajo la pobreza y la miseria. He vivido la fuerza natu-
ral y la inquebrantable vitalidad espiritual de estos pue-
blos. Existe entre ellos una capacidad para la experiencia
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de Dios y para la fraternidad exenta de egoísmo, que en
vano había buscado en otras partes.
He aprendido mucho de este encuentro. He corregido
las ideas que había tenido hasta ahora, y he desplazado
el centro de gravedad de mi propia visión del mundo.
Abrigo la más profunda convicción de que el futuro de la
humanidad se decidirá, en gran parte, en estos países y,
en todo caso, jamás será posible prescindir de ellos en
adelante. Y del mismo modo esto y convencido de que nos
otros tenemos mucho que aprender de este mundo
estos hombres. ¿No parece evidente? Durante bastante
tiempo también lo había creído; pero finalmente he reco-
nocido que una cosa es saberlo teóricamente y a través
de informaciones tendenciosas, y otra muy distinta, ha-
cer de esta realidad una convicción y una decisión perso-
nal y deducir de ella todas las consecuencias.
Tarea urgente
La segunda característica de mi proceso de aprendi-
zaje es la experiencia del tiempo que empuja con urgen-
cia. La realidad de la rápida transformación social es
hoy universal. Pero en el tercer mundo ha adquirido una
insospechada dimensión, y sigue su curso con fortísimas
sacudidas. Nuestra cultura europea, material, social y
espiritual, se fue desenvolviendo en procesos que duraron
siglos. Pero en los países del tercer mundo, da la impre-
sión de una repentina transformación que por esta misma
razón se hace mucho más intensa y explosiva.
Se mantiene vivo todavía el recuerdo de mis visitas a
más de veinticinco universidades y escuelas superiores de
América latina que en gran parte fundó nuestra Orden
después de la segunda guerra mundial. Teníamos enton-
ces la impresión de que aquí iba creciendo una genera-
ción, que sabía lo que quería, y que a partir de una res-
ponsabilidad cristiana, plasmaría de nuevo el futuro de
su patria. Sin embargo hoy, una buena parte de los estu-
diantes son marxistas, y nadie puede prever lo que va a
ocurrir mañana. Por esto es preciso actuar rápidamente
si se quiere evitar una catástrofe.
África
En África, nosotros, los cristianos, por medio de un
trabajo minucioso y duro habíamos edificado un sistema
escolar y habíamos formado una clase dirigente intelec-
tual. Actualmente las escuelas, han estado en buena parte
nacionalizadas, y el cristianismo para no pocas personas,
15
se considera como algo extraño a la raza y como algo re-
presivo. ¿Llegaremos a tiempo para encontrar el camino
de la cultura africana y de una iglesia africana?
India
En la India, la Iglesia ha alcanzado, a pesar de lo
reducido de su número, a asegurarse un lugar estable en
la vida cultural y espiritual de este pueblo gigantesco. Pe-
ro la revolución social y espiritual de este continente, es
precisamente ahora que se está implantando en grandes
proporciones, y nos damos cuenta palpablemente de la
violencia del desafío que interpela a los cristianos.
Crisis de
valentía
En todas estas experiencias y encuentros siempre me
sobreviene el sentimiento preocupante del tiempo que ur-
ge. ¿Acaso permanecemos vacilando nosotros, los cristia-
nos, con exceso y por demasiado tiempo? ¿No será que
hacemos nuestros planes a un plazo excesivamente largo
y buscando demasiada seguridad? No será que nos dete-
nemos con excesiva complacencia en lo que consideramos
seguro y a toda prueba, mientras nos replegamos luego
de haber perdido la valentía para abrirnos a nuevas ex-
periencias y nuevos riesgos?
Yo no hubiera querido, en verdad, pronunciar palabras
capaces provocar un pánico que no conduce a nada.
Pero si, según la Sagrada Escritura, estamos llamados a
interpretar los signos de los tiempos, entonces, según mi
opinión, la conciencia de que el plazo fijado es muy corto
que es preciso estar dispuestos para una acción rápi-
da, constituye algo que pertenece esencialmente a este
momento de hoy.
II
El reto
del futuro
Es ya un tópico, pero un tópico experimentado exis-
tencialmente cada día en nuestra vida, que el futuro se
presenta como un reto formidable en todos los campos.
Y no es parte pequeña de ese reto el que a pesar del
avance científico y tecnológico de nuestra civilización, el
futuro resulte cada vez más difícil de perfilar por la ace-
leración de cambios que caracteriza a nuestra sociedad,
16
por las inmensas posibilidades que continuamente se
abren en todos los aspectos del mundo que tocan a la vi-
da del hombre, y por la tremenda complejidad que todo
este proceso encierra.
Si podemos prever, sin embargo, que determinados
rasgos de nuestro tiempo van a ser cada vez más acusa-
dos en la civilización occidental... Me refiero a la actitud
critica, al esfuerzo por la conquista de mayores libertades,
al pluralismo consiguiente, al difuminamiento del senti-
miento religioso en una sociedad progresivamente secula-
rizada y al inevitable flujo y reflujo de valores y contra-
valores que todo ello produce.
La respuesta
al reto
La síntesis de los factores enumerados, junto con otros
muchos que no pueden recogerse en tan breve espacio y
que en parte, además, nos son desconocidos, va a consti-
tuir precisamente la realidad del futuro. Esta síntesis, con
todo, no está predeterminada sin apelación posible. Será
en gran medida el resultado de nuestra forma de cons-
truir el presente, de nuestra previsión de futuro y de las
premisas sobrenaturales y humanas con que intentemos
plantearlo y prepararlo.
Inculturación
y esperanza
Hace ya algún tiempo que se va abriendo camino con
insistencia el concepto y la palabra "inculturación". Su
referencia a la incorporación del cristiano como elemento
que se integra ―activa o pasivamente― en determinadas
culturas poco o nada aceptadas por el mensaje específico
de Cristo, no nos exime del esfuerzo por mantenerlo vi-
gente y vivo en esta civilización occidental que no puede
comprenderse sin él. Especialmente ante un futuro que
apunta la amenaza de una cultura conformada en el des-
prendimiento progresivo de ese mensaje...
David
y Goliat
No hay por qué creer que el futuro va a ser necesaria-
mente más difícil que el pasado... Cuanto mayores difi-
cultades puede presentar un futuro, tanto más debe crecer
nuestra esperanza. Ni la misma escasez de medios puede
dejar desfallecer a quienes saben lo que se puede hacer con
cinco cantos lisos cogidos del torrente, cuando el brazo se
mueve «en nombre de Yahveh Sebaot» (1 Sam 17,40.45). I
Todo el que reniega aquí del hombre reniega
del más allá de Dios.— KARL BARTH
17
La guerra,
la paz
EN la hipótesis de que los españoles
tuviéramos que pagar al presi-
dente Reagan lo que, sólo en este
año de 1982, tan a gastar los Estados
Unidos en armamento, nos tocaría una
contribución "per cápita" que excedería
el medio millón de pesetas; cantidad
que la inmensa mayoría no alcanzamos
a ganar en todo un año de trabajo. Pero
si tuviéramos que añadir a este tributo
que, por el mismo concepto
van a gastar Rusia y el resto del mundo,
nos correspondería pagar, cada uno de
los empadronados en el solar hispánico,
la friolera de algo más de dos millones
de pesetas. Y recuérdese, por persona,
sólo para este año de 1982.
Pero el escándalo de estas enormes
cantidades por si el odio se desata, no
incluye los gastos presupuestarios que,
con distinta etiqueta, también van a pa-
rar, finalmente, al proceso armamentis-
ta: obras públicas, planes de investiga-
ción y de enseñanza, orientados al fin de
la prevención o de la utilidad bélica.
Es fácil imaginar lo que podría ser
la vida de la humanidad si todos estos
gastos para proyectos de defensa y fa-
bricación de armamento, que enseguida
hay que renovar o venderlo a países
más pobres para sus guerras ―las lla-
madas guerras periféricas, que nunca
han cesado...― se dedicaran al verda-
dero progreso humano y pacífico, a lo
cultura, a la sanidad, al bienestar que
no fuese solamente de unos pocos, sino
generalizado.
Pero no es solamente lo negativo de
estas energías materiales y dineraria:
empleadas para la absurdidad de las
guerras. Hay un daño que hiere al hom-
bre, deformándolo en su espíritu, tanto
si se piensa en los pobres que padecer
las guerras, pequeñas o grandes, con
las vejaciones, injusticias y odios y ven-
ganzas que perpetúan, condenándolo
al desasosiego y al miedo, a la insegu-
ridad dolorosa y miserable de la ame-
naza real o latente, como si, por otra
parte, se piensa en otra forma de defor-
mación que se establece, prospera y
consolida por parte de los opresores
que fomentan y mantienen la filosofía
diabólica de la necesidad de la violen-
cia como medio de una falsa justicia
que les sirve de amparo farisaico para
perpetuar el crimen de las vejaciones y
abusos sobre los que edifican sus privi-
legios o su desprecio de los demás.
En un mundo que, desde esta infer-
nal perspectiva, no habría espacio para
la verdad, la justicia y el amor, los cris-
tianos tenemos la urgente misión de
denunciar incesantemente ese gran pe-
cado colectivo, causa de los males y las
miserias de nuestra humanidad y de
hacer el gran esfuerzo de asimilar las
actitudes sociales y humanas que se
desprenden del ejemplo y de las ense-
ñanzas de Cristo. El hombre no está to-
talmente corrompido, y el ejemplo y la
vida de los cristianos puede y debe per-
petuar el anuncio de la posibilidad de
salvación para todos.
18
«NO CON LA ESPADA»
CUANDO estas palabras aparez-
can impresas, pueden haber
sucedido muchas cosas, pero
cualquiera que sea el resultado a
que desemboque el rigor de las es-
padas levantadas en Polonia, se ha-
brá demostrado, una vez más, con
escándalo para la historia humana,
que la injusticia de una minoría
―el "partido", esta vez el comunista
polaco... o ruso― puede imponerse
como legalidad aparente, por la
brutalidad del poder físico, por la
intimidación de las armas. Es el ex-
polio de la libertad, que puede ha-
cer mártires a los sojuzgados, pero
que humilla para siempre a los tira-
nos. Es la razón de la fuerza para
los que carecen de la fuerza de la
razón. Es el pecado del diablo, por-
que es el desprecio de la obra de
Dios, el hombre. Ese hombre de
nuestro tiempo, que se ultraja y ex-
plota por los absolutismos minori-
tarios que saltan a la palestra de los
egoísmos y orgullos temporales,
después de haber acumulado los
instrumentos de la muerte y de es-
grimir la dialéctica de la amenaza.
El mundo es de las minorías, pe-
ro por desgracia no es de las mino-
rías más inteligentes, ni más hones-
tas, ni más cultas, ni más santas...,
sino de las minorías mejor armadas.
Y el que quiera tener de sobra o te-
ner de más para pasar un día, ten-
drá que pagarse un guardaespaldas
o comprarse un ejército. Esa es la
maldición del egoísmo humano, y
ésa la humillación de la soberbia de
todo poder de este mundo.
Cuando el Señor dijo «No con la
espada», impidiendo a Pedro que le
defendiera con violencia física, a
pesar de llevar razón y de ser ino-
cente, condenó todas las violencias,
pues ninguna causa era más digna
que la suya. La fuerza la usan los
que no llevan razón, o los que sir-
ven a falsos dioses, o los que dudan
de la justicia que les asiste. La vio-
lencia de este mundo es hija del pe-
cado, el infierno son las guerras y
diablos quienes las desatan.
Los hijos de Dios, los pacíficos,
luchan con el arma de la palabra.
―«...Id, y predicad a todos los pue-
blos― Las palabras son el vehícu-
lo de la verdad, instrumento de la
inteligencia que se comunica y, por
lo tanto, medio para encontrar y
hacer la justicia. Cuando esta justi-
cia no se limita a los mínimos de la
tolerancia indispensable para no
dañar, sino que busca la plenitud
de todo lo que hay de positivo en
el hombre, la justicia se identifica
con el amor, y la palabra es su can-
to. Cuando además, descubre a Dios,
se adhiere a Dios, y lleva hacia él la
vida, el amor es santidad, y la pala-
bra que la proclama es la gloria de
Dios y la gloria del hombre.
19
Domingo, 17 de enero, a las 8 de la tarde,
EN LA IGLESIA DEL ORATORIO
CANCIONES
DE
NAVIDAD
por
el
CORO
UNIVERSITARIO
DE E.G.B.
Director: RAMÓN SANZ VADILLO
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de san Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/12 - 1.1.82
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