Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 194. ABRIL. Año 1982
SUMARIO
BUSCAR y encontrar a Cristo. Seguirle de cerca. Vivir
su vida. Recordar sus palabras y sus actitudes, no
desde lejos, sino para asumirlas desde la concien-
cia... Todo esto que es tan verdad y que nos hace
tanta falta; todo esto que exige cambiar desde dentro de
nosotros mismos, para "resucitarnos" a la gracia de Dios
una vez por todas.
LA PIRA "PERDIDO" POR DIOS
NO "PASA" NADA
«ESTARÉ SIEMPRE CON VOSOTROS»
LA CONTRADICCIÓN DE LA CRUZ
LA PERVERSIÓN DE UN PROCESO
DE LA SANTA PASIÓN DE JESUCRISTO
«VETE Y HAZ LO QUE TENGAS QUE HACER»
1 (61)
LA PIRA
"PERDIDO" POR DIOS
TRABAJAR por la acción católica, trabajar por la Iglesia en
una obra de apostolado y en la caridad espiritual y ma-
terial se ha convertido en la exigencia fundamental de mi
vida. Tomar ocasión de todas las circunstancias para procla-
mar ante el mundo, que lo ha olvidado, la dulce verdad de
Jesucristo, de un Dios hecho hombre y muerto por nosotros...
Mi estado actual se dice con una sola palabra: soy un
apóstol libre del Señor, feliz de poder amarle y poder procla-
mar su inefable belleza y su misericordia.
Bajo este aspecto es tal vez cierto el adjetivo que me po-
nes de "perdido". Es verdad, en mí late un corazón que se
extiende hacia todos los hermanos: hay como un deseo de al-
canzar una sobrenatural paternidad capaz de engendrar hijos
para el Señor, por medio de la palabra y de las obras buenas.
Que el Señor haya puesto en mi alma el deseo de las gra-
cias sacerdotales no lo puedo dudar: sólo que Él quiere, de
mi parte, que yo permanezca en mi condición de laico para
poder trabajar más fecundamente en el mundo laico alejado
de ÉI.
La finalidad de mi vida está claramente señalada: ser en
el mundo el misionero del Señor: y esta obra de apostolado
se desenvuelve en las condiciones y en el ambiente en que el
mismo Señor me ha colocado.
Giorgio La Pira,
en respuesta un familiar que pretendía frenar su celo.
2 (62)
No "pasa" nada
VAMOS demasiado por "pasador do pasado. Y no pasa nada desde que
todo está inscrito en la eternidad, en esa inefable, indescriptible, in-
abarcable «presentidad» que lo contiene todo, sin marchitar nada, sin
relegar nada, sin olvidar nada. Manejamos categorías temporales
―fugacidades inaprehensibles― para entendernos en ese balbuceo
pretencioso e infantil con que intentamos referirnos a lo que nos trascien-
de, a nuestra misma existencia espiritualmente imparable e inmortal, y a
Dios de quien pende y depende, en quien creemos y en quien esperamos, a
quien tenemos y quien buscamos, todavía.
No pasa, no se relega ni abandona nada. Ese Cristo que vivió, sigue vi-
viendo, «no está entre los muertos»; esa palabra que dijo era «de vida eter-
na» y sigue resonando e inquietando las conciencias o despertando y enar-
deciendo corazones; ese milagro, ese gesto, sigue iluminando el paisaje de
los hombres, esparcidos por los caminos del mundo, mientras esperan sig-
nos extraordinarios, divinos, para levantarlos como banderas pacíficas,
nostálgicos, desde la tristeza de sus miserias y sus dudas, de ideales que
necesitan y que han de ser, para que les lleven más lejos de los límites del
horizonte que todos ven, de los miedos que todos sienten, porque el bien, la
justicia, la verdad y el amor han de ser posibles.
Cristo murió, pero su muerte no pasó del todo. Su muerte y su triunfo
fueron, y son todavía, la síntesis de los fracasos de todos los justos, y la
esperanza y recompensa que hace pura y heroica la generosidad de los
mártires de todas las justicias, de todas las verdades y libertades que segui-
rán proclamando la redención, testificada con la entrega de la vida por lo
que vale más que la vida.
No pasa nada. Sigue el martirio, tras las acusaciones de falsos testigos,
tras las sentencias de tribunales corrompidos, tras las traiciones de falsos
hermanos, tras los cobardes silencios de envidiosos oportunistas, tras la
venta de los inocentes... No acabó con Cristo, ni el Evangelio, ni la Miseri-
cordia de Dios, ni el dolor de su Hijo y de los hijos de la fe, ni las muertes
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fuera de la ciudad, ni la vida que se espera tras el alba. No acabó, no pasó
con Cristo. Sigue todavía, porque Cristo se multiplica y vive, se desarrolla
y expande, allí y más allá de donde sólo parece encontrarse. Cristo se deja
ver todavía; pero no todo lo que parece es, ni todo lo que es parece. El mis-
terio de su presencia lleva el aliento del Espíritu de Dios —«...que os irá
enseñando»―, como levadura que está fermentando el mundo. Por eso no
ha pasado: por eso sigue presente.
Cuaresma y cruces. Pero no por las cruces, sino por el parecido a Cris-
to, de Cristo, que cambiará la cruz por gloria, la muerte por vida, la confu-
sión por esperanza, la mentira por verdad, la apariencia vanidosa por
realidad inconsútil, por novedad de vida, por aurora primaveral, por otro
―el mismo, no acabado― florecimiento de gracia, de regalo de Dios.
Razón tenía santa Teresa cuando escribía: «quien de verdad comienza
A servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida» (Cam. c. XII). La
vida, como semilla, para que, sembrándola al pie de su cruz, germine en
flor y en espiga, en gozo y cosecha de gracia, en resurrección.
CONFERENCIAS
CUARESMALES
PARA SEÑORAS:
los días 29, 30, 31 de
marzo y 1 de abril,
A LAS 6 DE LA TARDE.
PARA TODOS:
los días 5, 6 y 7 de abril,
A LAS 8,30 DE LA TARDE.
4 (64)
«Estaré siempre con vosotros»
CUENTAN del obispo mártir
san Fructuoso que, a punto
de ser subido a la hoguera,
consolaba a los fieles que podían
oírle con estas palabras: «No os an-
gustiéis, que no os faltará pastor».
Murió con sus diáconos, el 21 de
enero del año 259. Aquellos tiem-
pos en los que los papas, los obis-
pos sabían, al ocupar sus sedes, que
lo más probable era que termina-
ran teniendo que dar la vida por
la fe y por amor a sus rebaños. Des-
pués de Constantino tampoco falta-
ron obispos, papas, pastores santos,
e incluso mártires —¿hace falta
que recordemos los nombres de al-
gunos que nosotros mismos hemos
conocido (Huix, Irurita, Polanco...),
o el recentísimo monseñor Rome-
ro?—; tampoco faltaron, ni faltan
santos; pero la historia de la Iglesia
está salpicada de las humillaciones
que los poderes civiles han causa
do a obispos nombrados burocráti-
camente, casi como empleados del
Estado, y a sus fieles, tratados des
de la ambigüedad político-religio-
sa, causa seguramente principal de
la hoy lamentada descristianización
de España, por las complicidades
culpables con el cesarismo. Al ac-
tual Jefe de Estado le corresponde
el mérito ―que era un deber…—
de haber comprendido enseguida
que «había que dar a Dios lo que
era de Dios...» Afortunadamente
ya, los obispos, sin componendas
de artificiosidades legales o excesi-
vamente diplomáticas, nos los nom-
bra la Santa Sede; método perfecti-
ble porque todavía sería preciso
hallar el modo prudente de hacer
intervenir a los fieles desde la base,
pero método desde luego preferible
al anterior, que resultaba humillan-
te para los mismos designados, igual
que para sus fieles.
El Señor, antes de ir a la muerte,
decía algo parecido a lo de san
Fructuoso, y decía más: «Yo estaré
siempre con vosotros; quien os re-
cibe a mí me recibe...» La Iglesia,
hija de su dolor, nacida del Calva-
rio, no puede evitar las salpicadu-
ras del mundo, pero siempre rever-
dece en la autenticidad del primer
mensaje de Cristo, precisamente
5 (65)
después de cada dolor, de cada
prueba, de cada humillación. La
muerte se transforma en vida, en
vitalidad que le rejuvenece y que
se expande, dejando atrás lo que
envejeció la política, las complici-
dades de las ambiciones, la mudez,
la cobardía o el interés personal.
La Iglesia renace siempre más pura
y más libre, después de haber su-
frido o haber sido puesta a precio.
La Iglesia es el Cristo que se hace
misterio presente en la historia de
los hombres, y la fe nos ayuda a
entender, a través de los contrastes
que a los fanáticos escandalizan o
los mundanos desprecian, cómo
Dios conduce hacia su reino, a tra-
vés de un viacrucis de pureza y
esperanzas, a los que comenzó a
llamar desde Abraham hasta el
último fiel que siente la necesidad
de la conversión, fiado totalmente
en Dios.
La Iglesia tiene pastores, y tiene
pastores buenos, y los tendrá me-
jores en la medida en que así los
merezcamos. Y los mereceremos no
ya ―o no sólo— por lo que sean
ellos, sino por lo que desde la fe
sepamos y entendamos y espere-
mos y queramos nosotros. Llegará
un tiempo, en que también los fie-
les darán su parecer sobre quienes
les han de regir; y esto llegará
cuando será posible, sin falsifica-
ciones ni demagogias, sean caci-
quiles o llámense "democráticas".
Antes, sin embargo, es preciso ejer-
citarse en la fe, en la pureza de
las intenciones, en la súplica a
Dios, pastor único y eterno. Por-
VIERNES SANTO
a las 8 de la mañana
VIA CRUCIS
6 (66)
que todas las cosas hay que mere-
cerlas.
Con ocasión de una sede próxi-
ma a proveer, hemos encontrado
una formulación de esperanzas, es-
critas por un hombre de oración,
sabio y prudente, el benedictino
Miquel Estradé. Las reproducimos
a sabiendas de que, por fortuna,
no hacen al caso para esta diócesis
nuestra; pero sirven para ir sem-
brando criterios, desde una visión
cristiana hacia el pastor, cuando es
esperado. Pasamos directamente a
los votos o deseos, y respetamos su
mismo título:
COMO QUISIÉRAMOS QUE FUERA
Yo quisiera
—un hombre bueno, capaz de hacerse
amar de todos, obrador de paz y de
unidad, de quien en ningún momento
pudiera decir una facción: ¡es de los
nuestros!; un hombre libre de encan-
dilamientos que le impidan ver, de
halagos que le debiliten, de peligros
que lo detengan;
—un hombre que evite ilusiones me-
siánicas inspiradas en la estrategia;
un hombre que no se haga trampa a
sí mismo; que no busque razones bo-
nitas para justificar acciones ambi-
guas; —un hombre de fe que no tema confe-
sar la duda con el inevitable tem-
blor del alma ante las verdades que
le sobrepasan;
—un hombre que sepa pedir perdón
incluso de los males que haya podido
cometer sin culpa, porque de esta
manera el perdón no sólo le será
descanso de la conciencia, sino ex-
presión de un pesar sincero;
—un hombre que no centre su actua-
ción en la manía de los judaizantes
que san Pablo reprobaba: ¡no toques,
no comas, no cojas!;
—un hombre con espíritu crítico, que
se pregunte el porqué de las cosas
y no se deje llevar mansamente por
ninguna propaganda, de dondequie-
ra que venga; un hombre que no se
fíe de etiquetas y que no las coloque,
ni para bien ni para mal;
—un hombre que crea firmemente que
si la ley es un subsidio para el amor,
es también, solamente, un tambor
que ensordece;
—un hombre de corazón sencillo sin
ironías protectoras;
—un hombre que crea que sus dere-
chos dejan de serlo si son realmente
contrarios al amor;
un hombre que no mienta, ni para
quedar bien, y que no crea en las
ambigüedades diplomáticas;
—un hombre que sepa distinguir entre
hormigueros y montañas, para no
7 (67)
romperse la cabeza, o hacer que
otros se descalabren, por cuestiones
sencillas;
―un hombre que sea bastante inteli-
gente para no tomarse a sí mismo
con excesiva seriedad;
―un hombre que hable de lo que sabe
y que sepa confesar que no lo sabe
todo y que, por lo tanto, no puede
hablar de todo;
—un hombre piadoso, pero sin postu-
ras, ni gestos, ni maneras, ni tonos,
ni caras que escondan su humanidad
o que disimulen la carencia de la
misma;
―un hombre que inspire confianza por
su debilidad vivida con esperanza,
porque solamente una comunión con
la debilidad puede llevar a una co-
munión en la confianza:
―un hombre fuerte, pero no duro, que
sepa decir lo que ha de decir a todos
los que lo haya de decir y de mane-
ra que el decirlo sea un acto de ser-
vicio; un hombre que tema ante el riesgo
de escandalizar a los pequeños, pero
que no tema, si llega el caso, escan-
dalizar a los poderosos;
―un hombre que, si ha de enfrentarse
con alguien (cosa casi inevitable),
sepa atacar el mal sin dejar de amar
a las personas;
—un hombre con un corazón de padre
que no lo deja caer en la tentación
de cortesanía;
―un hombre que sepa responder no
lo que ha de contentar al que pre-
gunta, sino lo que éste necesita;
―un hombre que comulgue con nues-
tras raíces, para no precipitar a na-
die a tener que elegir entre Iglesia
madre y madre tierra;
—un hombre a quien podamos decir:
Padre, y nada más, y nada menos;
―un hombre que no cifre su ideal en
hacer de los fieles unos buenos cum-
plidores que la ley protege y frena,
sino personas libres en el Espíritu;
—un hombre sabedor de que ni el ves-
tido rojo ni el morado hacen al obis-
po, sino el espíritu de servicio que
es preciso poseer profundamente;
―un hombre servidor fiel de las nece-
sidades reales del pueblo, y pues-
to que ya hay tantas, que no sienta
la comezón de inventarse otras nue-
vas; ―un hombre que sepa que Dios nos ha
hecho suyos sin quitarnos la grande-
za, dignidad y la responsabilidad
de ser nosotros mismos; que, por lo
tanto, no utilice a Dios como excuse
para ninguna pereza;
―un hombre que sepa que la imagen
de la Iglesia, no la da él personal-
mente, sino con frecuencia sus cola-
boradores; ―un hombre que crea de verdad en
Dios y que sepa que si servicio no
consiste tanto en predicarlo como en
hacerlo acoger;
―un hombre responsable, es decir: que
esté convencido de que sus fieles tie-
nen el derecho a pedirle cuentas, si
no resulta como ha de ser, y que
él tiene el deber de responder, si es
cuestionado.
8 (68)
TEXTOS BÍBLICOS
PARA EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO
No se trata de emprender un
estudio académico, sino, simple-
mente, de acudir a algunos capí-
tulos o pasajes de la Sagrada Es-
critura, desde los cuales cada
uno, reposadamente, elevemos
nuestra propia meditación. La Bi-
blia es siempre sugerente, siem-
pre nueva, siempre anunciadora
de verdades y de promesas que
nos vienen de Dios. Requiere, eso
sí, un poco de calma ―como todo
Lo bueno, como todo lo gratuito—
para que nos centremos mirando
―oyendo— a Dios, que todavía
nos habla, y al que necesitamos
atender, porque sólo en su Pala-
bra inspirada está la vida que nos
ha de llenar y dar razón a toda
la existencia. Somos cristianos, y
lo somos desde el Bautismo, que
es el gran sacramento pascual.
¿Qué mejor, pues, que buscar en
la Biblia, las imágenes, los anun-
cios y los efectos de este prime-
ro y principal sacramento? ¿Y qué
ocasión mejor que la que nos brin-
da la cercanía de la Pascua? Por
esta razón ofrecemos algunos de
los textos que merecen ser leídos
y meditados en estos días.
El agua que hace desaparecer un mundo viejo: Génesis 6-7.
El pueblo elegido que atravesó el agua: Éxodo 14-15 y Josué 3.
El agua que limpia la lepra: 2° Reyes 5.
Las vertientes de la salvación: Isaías 12, 1; 51, 1.
El agua que sale del Templo: Ezeq 47; Zac 13, 1; Juan 20, 34.
El bautismo de Jesús: Mateo 3, 13; Marcos 1, 1-13.
Bautismo en el Espíritu Santo: Juan 3.
Nacer del agua y del Espíritu: Juan 3.
Bautismo y conversión: Hechos 2, 14; 8, 26; 10, 1.
El ciego y el paralítico: Juan 5, 1:9, 1.
Muertos y resucitados con Cristo: Romanos 6, 1; Colos 2, 11.
La experiencia de la "Iluminación": Hebreos 6, 1; 12, 18.
Revestirse del hombre nuevo: Efesios 4, 17; Gálatas 3, 26.
Perseverancia en la fe: 1* Ped 1 y 2; 3, 13; 4, 1; Apoc 2 y 3.
Vivir como hijos de Dios: 1" Juan 3.
Y los Salmos 8, 23, 24, 27, 42, 46, 62, 63, 65, 85, 146, 147.
9 (69)
LA CONTRADICCIÓN DE LA CRUZ
ES preciso morir al equilibrio humano. ¿Esta muerte
y esta vida en Cristo no se convierte en pura lo-
cura? Desde el principio de la vida
de Jesús, sus parientes movían la ca-
beza exclamando: está fuera de sí (Mc 3,21).
El fin de su camino estará señalado por sus
enemigos con el mismo veredicto: ha perdi-
do la razón, ¿por qué le hacéis caso? (Jn 10,
19). Para poder llevar, sin ironía, el nombre de cristiano,
es necesario encararse con ese sello impreso en nuestra
frente por los enemigos, ya veces por los mismos pa-
rientes: ha perdido la razón. De hecho, penetrar en la
biosfera de Cristo equivale a renunciar a todo concepto
de equilibrio y de medida. Pablo habla de anchura y lon-
gitud, de altura y profundidad del misterio de Cristo (en
Ef 3, 18); horizonte infinito e inefable; pero nosotros, en
este magnífico sistema solar, afirmamos un centro: la
cruz. Los judíos piden milagros y los griegos sabiduría,
pero nosotros ―escribe Pablo a los Corintios— predica-
mos a Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y lo-
cura para los gentiles (1° Cor 1, 22-23). Basta asegurar este eje
del dogma, de la vida, del culto cristiano para comprender
el cristianismo es negación total de todo equilibrio sim-
plemente humano. «Está loco». Pedro rechaza este centro con
maravilla e indignación apenas Cristo insinúa la cruz...
La vida cristiana real no puede ser otra cosa que la tra-
ducción, la encarnación, en la vida y en el tiempo, de este
divino y misterioso desequilibrio. Vida cristiana es tránsito
desde la locura afirmada a la locura vivida; tránsito desde
la cruz adorada a la cruz convertida en vida. El genio de los
griegos —sentido de medida― enseñaba la ética del honor, la
10 (70)
cual se fundamenta sobre unos pocos principios perfecta-
mente razonables: comportarse como hombre, ser dueño
de las propias pasiones, soportar el dolor
con dignidad. Salud perfecta del cuerpo, del
alma, de la ciudad.
Jesús trastorna esta obra maestra de
racionalidad y de sanidad vital llevando
en el corazón mismo de la vida la contra-
dicción, la negación de cualquier exigencia elemental de
orden. Cuando se dice «yugo ligero» no quiere decir
que sea traducible por «yugo fácil», Yugo ligero no sig-
nifica precepto comprensible y a primera vista realiza-
ble. La cruz impone, a todo el que entra en su esfera,
un esfuerzo de unificación capaz de elevar a tensiones
heroicas de la voluntad: amar con todo el corazón, con
todo el ánimo, con toda la mente, con todas las fuer-
zas. La cruz alcanza a toda la naturaleza, y a veces renie-
ga de las exigencias que parecen más evidentes; es nece-
sario amar hasta más allá (¿o contra?) de la misma natu-
raleza, al extranjero, al enemigo es necesario hacer el bien
incluso a quien nos odia.
Los lazos de la carne y de la sangre que nos atan al pa-
dre, a la madre, a la esposa, a los propios hijos se deben rom-
per si en la vida penetra el signo de la contradicción: hasta
odiar, incluso, la propia vida (Jn 12, 25)... La vida cristiana es
el paso pleno, generoso, personal, sin retorno y sin lamentos,
desde el equilibrio clásico y humano, hacia el desequilibrio
originado por el contacto pleno del hombre con el amor infi-
nito.
Card. Giulio Bevilacqua, C.O-
en «L’uomo che conosce il soffrire».
11 (71)
La perversión
de un proceso
CRISTO no tenía que haber si-
do juzgado según la ley roma-
na, sino según la judía. Pero
las autoridades judías pervirtieron
el planteamiento del proceso ini-
ciado con la acusación de blasfe-
mia, porque «siendo hombre, Jesús
se había declarado Hijo de Dios».
Pero esta acusación no se mantuvo.
Todavía antes de que los sayones
romanos le desnudaran en el Cal-
vario, los acusadores judíos —trai-
cionando los propios ideales nacio-
nalistas—, le desnudaron de la apa-
riencia profética, aterrorizados de
que, en el futuro, cuando se recor-
dara aquella muerte, pudiera tener
algún parecido con las ejecuciones
que consumaron los asesinos de los
profetas antiguos. En pocos momen-
tos rechazaron, contra la débil re-
sistencia de la autoridad coloniza-
dora y ante la veleidad de la ma-
yoría del pueblo superficial y apa-
sionado, todo rastro teológico.
Cualquier referencia a la divinidad
delataba, si acaso, la locura del acu-
sado. No fue lapidado, según la ley
judía, como blasfemo, sino crucifi-
cado, según la ley romana, cuando
aplicaba su rigor a los extranjeros
rebeldes y sediciosos.
La verdadera causa de su muerte
era religiosa, pero sus enemigos la
transformaron maliciosamente en
política.
Esa perversidad se estrenó con
Cristo, tal vez para consolación uni-
versal de todos los que, después de
él, también verían falsificadas las
acusaciones que el odio o la envi-
dia levantaría en medio del venda-
val insidioso del mundo contra los
justos, que serían ―y son― acusa-
dos, difamados y suprimidos, si apa-
recen como verdaderos profetas de
Dios, de la verdad, de la justicia. ¡A
cuántos llaman "políticos" precisa-
mente porque no lo son! Había un
anuncio hacer por parte de
Dios, había una verdad entera que
decir o una justicia que recordar a
los prepotentes, y entonces se repi-
tió la perversión del proceso del
Gran Mártir, para decir otra menti-
ra contra el mártir pequeño de ca-
da día, para que no le cupiera ni la
mínima parte de gloria de la pureza
pacífica con que proclamó su ver-
dad o reclamó la justicia ultrajada.
Y era el espíritu del Señor que re-
sucitaba para dar otra vez testimo-
nio, que no supo ni quiso fingir con
elegancias diplomáticas ni silencios
tácticos, ni recursos a la ambigüe-
dad que evita los verdaderos com-
promisos y mantiene despejado el
camino del ascenso dentro del or-
den/desorden que perdura o el
aplauso fácil del foro inmediato
que salva el prestigio de la imagen
cuidada.
Esos mártires, también de hoy, se
parecen a Cristo, si no se buscan a
sí mismos, si dan testimonio de la
Verdad del Evangelio, no desde le-
jos, sino allí donde hace más falta.
Esos mártires son la presencia de
Cristo, que no abandona el mundo.
12 (72)
Documento:
DE LA SANTA PASIÓN
DE NUESTRO SEÑOR
JESUCRISTO
FUE por el año 88 u 89 del s. XIII, y
en París, cuando Ramón Llull es-
cribió su Llibre de meravelles,
mientras enseñaba su «Arte» en los Estu-
dios Generales de la ciudad del Sena. El
«Llibre de meravelles es la obra luliana
más conocida y difundida, después del
*Blanquerna»; pero a diferencia de casi
toda su producción, no fue traducida al
latín. Nosotros ofrecemos aquí un frag-
mento relativo a la Pasión de Cristo, tra-
ducido recientemente al castellano por
Pere Gimferrer, que supera en calidad
las primeras traducciones que se hicieron
a partir del siglo XVIII. El Llibre de me-
ravelles es una novela —anterior a las
de estilo caballeresco o arcádico―, en la
que, como advierte el sabio jesuita Mi-
quel Batllori, «por doquier late un fuerte
aliento: tras las idílicas descripciones pai-
sajísticas, en las lecciones científicas que
los sabios ermitaños explican a Félix, en
los pintorescos ejemplos que las confir-
man y colorean gustosamente. Y todo ello
a través de un viaje fantástico e irreal,
en el que el joven viajero, siempre mara-
villado, se encuentra siempre en idéntico
ambiente, como si el telón de fondo reco-
rriera el mismo camino que él: un bello
bosque, junto a una clara fuente, ante un
santo ermitaño, siempre el mismo tam-
bién, llámese Blanquerna o permanezca
en el anonimato, con sus libros y su sabi-
duría. Este ermitaño múltiple y único,
que contempla y adora a Dios constante-
mente, revela al joven impaciente, con
lentitud eterna, las maravillas de Dios,
del mundo y del hombre, al cual dedica
más de la mitad del libro».
Nosotros hemos elegido, de las "mara-
villas" de Dios, el capítulo VIII, dedicado
a la Pasión de Cristo, que transcribimos.
―Señor ―dijo Félix―, me tengo por muy bien pagado
con la prueba que me habéis hecho de la santa encarna-
ción de Hijo de Dios, que he entendido por ejemplos que
significan aquella encarnación. Pero mucho me maravillo
por qué la naturaleza divina dejó crucificar, atormen-
13 (73)
tar y matar a la humanidad, con la cual es una sola per-
sona, como sea que la deidad ame a la naturaleza huma-
na sobre todas las criaturas, y amor tenga naturaleza de
evitar na y muerte a aquello que ama.
Blanquerna respondió y dijo que en la santa humani-
dad de Jesucristo ha puesto la naturaleza divina más
bondad que en todas las demás criaturas; y la grandeza
de aquella naturaleza humana es mayor en virtud de du-
rar, de poder, entender y amar, que toda la otra virtud
que Dios ha creado. Y por eso convino que así como la
bondad de Dios exaltó la bondad de la humana natura-
leza de Jesucristo sobre toda bondad creada, así la bon-
dad de la humanidad de Jesucristo se entregase a sufrir
gran mal de pena, para honrar la bondad divina; y este
mal de pena con vino que fuese mayor que ninguna pena
que pudiese ser sentida.
La exaltación
y la humildad
de Cristo
―Hijo amado — dijo Blanquerna―, así como Dios
Hijo exaltó la humanidad de Cristo en la mayor grandeza
que pudo, al hacerla ser una sola persona consigo mismo,
así la humanidad de Cristo se quiso humillar en la mayor
poquedad en la que pudo humillarse. Y eso hizo por hon-
rar a la gran grandeza del Hijo de Dios, y esta mayor
poquedad residió en que Cristo quiso encarnarse en pobre
hembra, y quiso nacer y ser criado pobremente, y quiso
tener privanza de pocos y pobres hombres, y poco quiso
predicar, poco quiso ser honrado, pocos milagros hizo por
los muchos que pudiera hacer, pobre quiso ser y poco qui-
so vivir; y, según el honor que le tocaba, menos honor tuvo
que ningún hombre en este mundo, y a la muerte se quiso
humillar, con la que poquedad conviene; y todas estas co-
sas hizo por honrar a la gran grandeza del Hijo de Dios.
Porque Dios quiso ser hombre, quiso que todos los hom-
bres que son, o fueron, o serán, sean perdurables sin fin,
para que la humanidad de Cristo sea honrada en gloria
sin fin, y sea amada, conocida por todos los santos de la
gloria, los cuales tengan gloria en la gloria de aquella
naturaleza divina y humana de Cristo. Y por eso la natu-
raleza humana de Cristo quiso pasar muchos trabajos en
este mundo: para que a la naturaleza eterna diese honor
en este mundo.
El rey y el conde
Dijo Blanquerna: ―Un rey tenía guerra con un conde
al cual había quitado su tierra, excepto un fuerte castillo
14 (74)
en el que estaba el conde. Aquel conde era hombre muy
malo y muy orgulloso, y había hecho al rey, que era su s-
eñor, muchas villanías e injurias. Un día ocurrió que
de oía hablar de la santa pasión de Jesucristo, la cual pre-
dicaba un santo hombre. Después del sermón, el conde se
fue al palacio, y mientras él se iba a su palacio, un lebrel
suyo al que mucho amaba corrió tras un can pequeño, el
cual se echó al suelo para que el lebrel no le hiciera da-
ño. Aquel lebrel mató y despedazo al can pequeño ante el
conde. El conde se airó tanto contra el lebrel que le hizo
matar, y dijo a sus caballeros estas palabras: Nunca vi
ni oí decir que ningún animal hiciera tan gran crueldad
como el lebrel que ha matado al can pequeño, que se hu-
millaba para que no le matara.
El conde
y el caballero
Aquel conde tenía un sabio caballero, antiguo de días,
y que era hombre de santa vida, y este caballero dijo al
conde estas palabras: «Señor conde, la más noble criat-
ura, y la que tiene mayor poder que todo cuanto ha sido
creado, es Jesús, hijo de nuestra señora santa María; y el
mas menguado animal que haya en el mundo es el hom-
bre pecador. Jesucristo, que tiene mayor grandeza de
poder que ninguna otra criatura, se entregó y se humilló
a muerte para salvar a los judíos y a todos nosotros.
Aquellos judíos eran pecadores, e hicieron crucificar y
matar, con la más grave muerte que pudieron, a Jesucris-
to». Mucho pensó el conde en las palabras que le había
dicho el caballero, y por virtud de la santa pasión de Je-
sucristo concibió en su ánimo humildad y contrición de
corazón. Aquel conde subió a su caballo; se fue solo a ver
al rey; a los pies de aquel rey se arrojó el conde, y pidió
al rey que por merced le perdonara. El ronde dijo sus
culpas ante el rey y ante su consejo, pidiendo merced.
El caballero
y el escudero
Mucho se maravilló el rey de la venida del conde y
de las palabras que decía. Aquel rey dijo al conde estas
palabras: «Un escudero había ofendido a un caballero,
que era señor del escudero. Aquel escudero tuvo gran con-
trición y arrepentimiento de la culpa que había cometido
contra su señor. El caballero hacía buscar al escudero que
había huido por temor de muerte. Un día ocurrió que el
caballero regresaba de cazar, y pasó ante una posada en
la cual estaba escondido el escudero. Aquel escudero salió
de la posada y se fue a arrodillar y humillar ante el
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caballero, al cual pidió merced diciendo estas palabras:
«Señor, falsedad y engaño me inclinaron a culpa, que
cometí contra vos. Temor de muerte me hizo huir: vuelto
a mi ánimo está el buen amor que mucho tiempo os tuve.
No pido merced para vivir, sino que me acuso por digno
de muerte. Merced pido para que mi alma perdonéis y al
cuerpo hagáis morir con la muerte que ha merecido».
Con gran maravilla se maravilló el caballero del escude-
ro, pues nunca había visto a nadie que tan bien pidiera
merced como lo hizo el escudero. El caballero bajó de su
caballo besó al escudero, que lloraba, en los ojos y en
la boca, porque verdaderamente pedía merced. El caba-
llero hizo caballero al escudero, al cual dio grandes do-
nes, y le hizo muy principal en toda su tierra».
La humillación
del rey
Cuando el rey hubo acabado estas palabras, el conde
que merced le pedía contó al rey la razón por la que ha-
bía ido a su corte a pedir merced, y contó el sermón que
había oído de la pasión de Cristo, y la muerte del lebrel
y del can pequeño, y contó las palabras que le había di-
cho el caballero de la pasión de Jesucristo. Después que
el conde hubo contado todas estas cosas, dijo al rey ya
su corte estas palabras: «En tan gran soberbia ha estado
mi ánimo orgulloso, que no lo pude humillar hasta que
con el poder de la santa pasión de Jesucristo lo humille
al pedir merced y estarme a hinojos ante vos y vuestra
corte; porque si Cristo, que es Dios y hombre, se humilló
ante la muerte y ante hombres pecadores, sin tener culpa
ni haber cometido agravio, harto digno soy de ofrecerme
a morir, porque digno soy de muerte por mi ánimo orgu-
lloso, falso, que muchas veces me ha hecho cometer trai-
ción y engaño contra mi leal señor y contra su leal con-
sejo». Mucho pluguieron al rey y a todo su consejo las
palabras del conde, al cual perdonó, y le devolvió toda
su tierra y le hizo miembro de su consejo. Y el rey y su
corte alabaron el poder de Dios, que con humildad vencía
todo ánimo orgulloso.
El conde
y el hortelano
Un día ocurrió que aquel conde pasaba cerca de un
noble monasterio donde había muchos buenos hombres
de penitencia. Un buen hombre hortelano se había dedi-
cado a servir a aquellos santos hombres llevaba estiér-
col al huerto. Mientras el conde pasaba por el camino, el
conde recordó la santa pasión de Cristo y la santa vida
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que los santos hombres llevaban en aquel monasterio; y
tuvo devoción de que así como Jesucristo se dio a la hu-
mildad y despreció la vanidad de este mundo, así dejaría
este mundo y se daría al más vil oficio que encontrase.
Aquel conde bajó de su caballo, y dijo al hortelano que
le diera su capazo, donde llevaba el estiércol y sus vesti-
dos, y que tomara su caballo y sus vestiduras, que le dio.
Aquel hortelano respondió y dijo al conde estas palabras:
«Señor conde ¿recordáis que un sobrino vuestro estuvo
perdido mucho tiempo, y vos le habíais armado caballero,
y queríais prohijarle en todo cuanto tenéis?» El conde
respondió y dijo que recordaba aquello que de su sobrino
le contaba, y dijo que muchas veces le había hecho buscar
por varios reinos, y que nunca tuvo nuevas algunas de él.
«Señor», dijo el hortelano, «yo soy aquél a quien vos tan-
to solíais amar». El conde conoció que el hortelano era
su sobrino, pero porque hacía mucho tiempo que no le
había visto, y porque estaba flaco por la gran penitencia
que pasaba, no le había conocido al acercársele. Mucho
plugo al conde haber encontrado a su sobrino, y maravi-
llose de que a tan vil oficio se hubiera dado. Mientras el
conde así se maravillaba, recordó que él mismo quería
tener aquel oficio en el cual estaba su sobrino, y maravi-
llábase de sí mismo, de que se maravillase en otro de
aquello que en sí mismo tener quería. «Amable sobrino»,
dijo el conde, «quiero que de hoy en adelante seas conde
y señor de toda mi tierra, y yo quiero ser hortelano todos
los días de mi vida». El hortelano respondió y dijo al
conde estas palabras: Señor conde, aquel día que vos me
armasteis caballero, oí predicar a un santo hombre que
mejor cosa era, en sabiduría humana, saber humildad y
saberse a sí mismo en oficio que sea de servir a Dios, que
ser rey de Francia. Y por eso, señor conde, tal saber no
quiero desterrar de mi alma por vuestro condado ni por
todo cuanto darme podíais; pues más quiero este capacho
y estas pobres vestiduras que vuestro caballo o vuestros
vestidos; porque con mi capacho y con mis pobres vesti-
dos soy más agradable a la sabiduría de Dios de lo que
sería con vuestro caballo o con vuestros vestidos).
El noble burgués
En una ciudad había un noble burgués, que tenía mu-
jer e hijos y grandes riquezas. Aquel burgués deseaba
muy vivamente ser servidor de Dios, y no quería tener en
su corazón ningún otro amor sino el amor de Dios; pero,
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por su mujer y sus hijos, y las honras y riquezas que te-
nía, no podía amar a Dios según amarlo deseaba. Aquel
burgués acabó con su mujer, a la que dio franquicia, y
les dio a ella y a sus hijos todo cuanto tenía, excepto una
casa y una viña, que retuvo para la necesidad de su
cuerpo. Mucho más pudo el burgués entonces contemplar
a Dios que antes; pero a veces la casa y la viña que po-
seía le estorbaban de pensar en Dios. El burgués dio la
casa y la viña que poseía, por amor de Dios, y entonces
pudo pensar en Dios más que antes. Pero sus hijos y sus
parientes le estorbaban a las veces; y el burgués no pudo
satisfacer y amar bien a Dios según su voluntad hasta
que se fue a tierra extraña. Y fue tan pobre, que ninguna
cosa tuvo; y entonces tenía a Dios en toda su voluntad, y
nada le estorbaba de amar a Dios.
Alabanza de Dios
Cuando Blanquerna hubo contado con semejanzas a
Félix la razón por la cual la deidad quiso que la humani-
dad de Cristo estuviese en este mundo en pobreza, pasión,
deshonor y muerte, Félix conoció la razón por estas seme-
janzas que Blanquerna dicho había, y alabó y bendijo a
Dios, y en su corazón se propuso ser pobre todos los días
de su vida, y deseó morir por dar conocimiento y amor
del Hijo de Dios, que, por la santa humanidad que tomó,
quiso ser tan conocido y amado.
LA CUARESMA.
La Cuaresma es un tiempo para adentrarse en la verdad
de Jesucristo:
Dios y hombre,
amigo y maestro,
predicador de un evangelio de paz y de justicia.
Jesús comparte las esperanzas y las angustias del pueblo;
da la vida por sus amigos
y vence a la muerte con su resurrección.
Cristo está vivo y presente
en la Iglesia
y en el mundo.
Desde que principia la Cuaresma hasta Pascua,
Cristo nos invita a la conversión
y al gozo de la resurrección.
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«Vete y haz lo que tengas que hacer»
LO PEOR no es faltar; lo peor es
sobrar. Cuando Cristo estaba
muriendo en la cruz, faltaban
algunos, pero no sobraba nadie. Era
la hora de la suprema, augusta y
santa verdad de su muerte, y nadie
fingía nada. Todo era patente y to-
do quedaba explicado con los que
estaban. Había los acusadores, los
verdugos, el populacho, y había un
puñado de fieles que no disimula-
ban su dolor incontenible, y estaba
la Virgen y el apóstol más querido:
Cristo no quiso privarse de estos
últimos consuelos. Con todo, sabe-
mos los que faltaban, y que no ha-
brían sobrado... Aunque uno no
estaba, porque habría sido de más,
Judas. El Señor lo despidió a tiem-
po, en el mismo cenáculo. No fue
un desprecio al traidor e ingrato.
El Señor tenía derecho a ahorrarse
aquel fingimiento, en aquellos mo-
mentos supremos de su vida. ¿Por
qué había de estar allí, en silencio,
disimulando o mintiendo? ¿Por
qué, sobre todo, tenía que estar en la
muerte, que es la cima más sagrada
de la vida de un hombre? Cristo
evitó esta falsificación al único que
habría podido estar en el Calvario
sin temor alguno de haber sido acu-
sado de amigo del condenado. Aun-
que sí habría podido estar con una
sola condición, que desaprovechó
a la hora del beso en el huerto: si
hubiese ido a arrepentirse.
El Señor, hasta donde le deja-
ron, solemnizó y respetó su propia
muerte. Tal vez para que también
nosotros preparemos mejor la nues-
tra y respetemos los males y la
muerte de los demás. En un mundo
de cumplidos y de untuosidades hi-
pócritas, donde es aplaudido el que
cultiva la propia imagen y salva
del mejor modo posible las apa-
riencias, se cometen, rutinariamen-
te o por simple prudencia humana,
muchos fingimientos, innumerables
hipocresías, a costa, incluso, del do-
lor ajeno y de lo santo: pésames de
conveniencia sociológica, visitas
simbólicas a enfermos que han de
añadir a la paciencia de los propios
males el aguante de la curiosidad o
el cumplido de visitas estáticas o de
presencias inútiles e indeseadas,
porque no se hacen por interés del
enfermo ni por auxilio de ninguna
tribulación, sino para quedar bien
con sus familiares, o vecinos o, in-
cluso —¡la imagen!— con los que
nos suponen amigos u obligados ha-
cia la víctima que nos ha de aguan-
tar. Es el espíritu del mundo, calcu-
lador y cruel, disfrazado de obra de
misericordia o de cumplimiento de
un deber que no se siente.
Recemos por los enfermos y acor-
démonos del momento de la muerte
ajena, teniendo presente la muerte
de Cristo, y sin olvidarnos de nues-
tra propia hora. Respetemos al en-
fermo y, aún más, al moribundo, por
encima de cumplidos, intereses o
fingimientos. El dolor, la necesidad
ajena y la muerte son sagrados.
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PASCUA
DE
JESUCRISTO
JUEVES SANTO
a las 8 de la tarde,
Misa de la Cena del Señor.
VIERNES SANTO
a las 8 de la mañana,
Vía-crucis;
a las 8 de la tarde,
Celebración de la Pasión
del Señor.
SÁBADO SANTO
a las 11 de la noche,
Solemne Vigilia Pascual.
La celebración pascual se completa
participando en la Liturgia del Domingo.
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de sua Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - L.4.82
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