Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 197. OCTUBRE. Año 1982
SUMARIO
EN la Iglesia se trata más de afirmar que de combatir,
más de decir que de discutir. Se trata de construir,
de hacer, de ser en la vida de la gracia. Porque no
son los cálculos ni las estrategias, no son las cifras
ni los éxitos que aplaude el mundo, sino el ir descubriendo
que todo es un don de Dios, que todo es gratuito y que
no se nos pierde mientras lo recibamos con sencillez lo
correspondamos con generosidad no calculada. Lo que
vale es esta acogida; el resto son apariencias, estorbos,
retrasos, profanaciones y hasta corrupciones del reino
de Dios.
TE DEUM
SUPERAR LA LEY
EL OTOÑO PREMATURO DE LOS JÓVENES
LA HISTORIA SIGUE
LA RESONANCIA DEL PRIMER LLANTO
PAPA MONTINI Y EL ORATORIO
CRISTIANOS SIN IGLESIA
LOS MIEDOS, LOS MEDIOS
1 (121)
TE DEUM
Te doy gracias, Señor, porque me sacaste de la tierra de
Egipto, de la tierra opresora, y me condujiste por el camino
más difícil hasta la orilla misma de tu Palabra y de tu Verdad,
para ungirme para siempre.
Te doy gracias porque has profundizado mi humanidad;
porque con el dolor me has cincelado; porque he podido amar
siempre.
Te doy gracias por la música, la poesía la pintura y todas
las artes; por el pensamiento y por la alegría de los descubri-
mientos, por el rumor de las reprensiones amables, sin todo lo
cual, como viejos amigos que me acompañan siempre, no habría
podido seguir viviendo hasta hoy.
Te doy gracias por tantas horas de soledad... pues todas
me llenaron o me liberaron de algo. Las horas difíciles, las ho-
ras perdidas.
Te doy gracias por todos los momentos en que, una sola
palabra, una mirada, una sola nota musical, me empujaron a
seguir, a continuar y no desfallecer jamás en mi difícil camino
hacia ti, hacia mí mismo y hacia todas las cosas.
Te doy gracias por la salud...
Te doy gracias porque me has dado la sonrisa, a pesar de
tanto dolor circundante; gracias por poder comunicar el gozo a
los demás...
Te doy gracias por la tierra donde he nacido, y estoy orgu-
lloso de ella y de su historia, con gestas gloriosas y hechos estú-
pidos, con hombres grandes y hombres mezquinos, pero huma-
nos al fin, muy humanos.
Te doy gracias por el gozo de poder ser dueño de un gato,
de un perro, de un pájaro; por las plantas y por las flores... Gra-
cias por la playa, por la montaña, por la luz del sol cuando se
oculta al atardecer, por las noches de verano de mi tierra, por
los otoños de la ciudad que amo, por la huerta, por el perfume
embriagador de los naranjales, por la luz, por el azul del cielo,
por todo lo que vas dejando que se nos haga nuestro...
E. M. Boils,
(traducción adaptada)
2 (122)
Superar
la ley
SI FUÉRAMOS simplemente bien
educados ―gentlemen", diría
Newman— no harían falta las
leyes. Lo que pasa es que no
hemos acabado de convertir-
nos de ese fondo primitivo, proclive
al egoísmo, a la irresponsabilidad. A
la envidia, al orgullo, a la ingratitud
resentido que hace al hombre salva-
je y a la vez desconfiado y miedoso,
cuando se imagina fuera de toda
norma, o le asalta la tentación de
romper las que no le acomodan. De
donde, un mínimo de preceptiva es
necesario para la regulación de las
relaciones unos hombres con
otros, entre cristianos, si
agrupan en sociedad.
También puede ocurrir que, con
el achaque de esta necesidad ele-
mental, ella sea invocada no ya para
ordenarla normal convivencia, sino
para crear verdaderas estructuras
de poder y situaciones de privilegio.
Los que han tenido o soñado con
imperios, no se han limitado a do-
minar sus conquistas con la fuerza
bruta de las armas, sino que han
puesto su celo, además, en querer
legitimar los éxitos de sus violencias
con la legalidad subsiguientemente
impuesta. Valga, por todos, el ejem-
plo de Napoleón. Más lejano, y con
los debidos matices, la monumental
obra de Justiniano. Todos sabemos,
además que Alfonso X el Sabio,
dejó incompletas las Partidas ape-
nas se le fueron abajo las perspecti-
vas de devenir emperador...
Pero en la Iglesia las leyes no son
esencialmente un instrumento
poder, o continuación, por la fuerza
social de su amenaza, del rigor irra-
cional del que venció en la guerra o
concluyó la conquista. Por esta ra-
zón, en un principio, la Iglesia cani-
no tenía leyes, y solamente comenzó
a admitirlas luego do pasar las pri-
meras generaciones cristianas, tan
dóciles al Espíritu... Cuando en ple-
na Edad Media, ya cerrándose, los
descubrimientos ―beneméritos, por
otra parte— de las instituciones jurí-
dicas romanas despertaban una ex-
cesiva confianza en la fuerza de las
leyes, el Dante advertía: «Tenéis a
mano el Viejo y el Nuevo Testamen-
to, y el Pastor de la Iglesia que os
conduce. Y eso basta para vuestra
salvación». Ciertamente que luego se
fueron complicando humanamente
las estructuras jurídicas eclesiales:
pero todavía la aparición intermi-
tente de los santos que Dios manda-
3 (123)
ba, representaban otros tantos eflu-
vios de regreso a la simplicidad y
la espiritualidad del Evangelio.
Nuestro mismo Padre y Fundador
san Felipe Neri es uno de los ejem-
plos más ilustres de esta vuelta al
espíritu, pues con prudencia descon-
fiaba de las estructuras, a pesar de
su radical exigencia para la virtud.
En la actualidad, y cuando ya han
pasado un par de años durante los
cuales se han venido anunciando,
una tras otra, las fechas para la
promulgación del nuevo Código de
Derecho Canónico, comprobamos no
solamente el repetido relegamiento
de tal promulgación, sino que estos
sucesivos aplazamientos tienen lu-
gar durante el pontificado de
Papa, Juan Pablo II, que por algunos
ha sido calificado más bien de con-
servador. Pero lo cierto es que, por
las razones que sean, este Papa no
muestra prisa y colabora a esa se-
cundariedad de lo humano-estructu-
ral de la Iglesia, para ceder a lo que
es primero y anterior, divino y supe-
rior en ella, es decir, el Espíritu.
Nunca tanto como en nuestra épo-
ca se quiere una Iglesia más espiri-
tual. Espiritual porque se sostiene
por el Espíritu de Dios, más que por
las leyes de los hombres, aun bien
intencionados.
Espiritual y, al mismo tiempo, en
la historia humana, donde se hace
Sacramento, es decir, signo de la
presencia divina que sale al encuen-
tro y acompaña a la humanidad,
para poder ser, en el misterio de es-
ta presencia, una realidad salvífica.
Será humanamente necesaria, to-
davía, alguna ley o norma, pero ca-
da vez menos como soporte estruc-
tural de poder, sino más bien como
proclamación de la agilidad del Es-
píritu, que hace libres a los hombres
para que puedan sentirse hijos de
Dios y amarle con una generosidad
que supere, en la entrega, los míni-
mos tolerados por las leyes.
LAUS
les agradecerá que, si han cambia-
do de dirección, o se ha modificado
la numeración de su domicilio en
Albacete, tengan la bondad de en-
viarnos, cuanto antes y por escrito,
la corrección oportuna.
4 (124)
El otoño prematuro
de los jóvenes
ENTRE lo que se pierde o se
renuncia por una parte, y lo
que se presiente con temor o
con deseo por otra, hay como un
amago de otoño anticipado, en ca-
da crisis de crecimiento, cuando
ocurre que el ser humano debe de
afrontar el cambio que la ley del
desarrollo le impone y la propia
conciencia, en soledad, se debate
entre el desgarro y la esperanza.
Porque se trata de ir hacia adelante,
quemando antes las naves de cual-
quier regreso, mientras se percibe
la sensación de lo inexplorado, del
total empobrecimiento, de la casi
desnudez de lo que hasta aquí se
ha sido, para emprender, sin baga-
je alguno, un camino completamen-
te nuevo.
Prescindiendo de la crisis de la
adolescencia, en la que la expecta-
tiva de lo que ofrece la inaugura-
ción de la juventud, supera, a ojos
vistas, lo que se pierde con la re-
nuncia de la niñez, la primera y
gran crisis interior se puede produ-
cir cuando, desde la propia juven-
tud, y en medio de su vigor indis-
cutible, el ser humano experimenta
el vértigo de la soledad no superada
O resuelta, mientras se insinúa la
sensación del ideal frustrado o se
duda de la verdad de su descubri-
miento.
Merodeando la treintena, el hom-
bre o la mujer de conciencia des-
pierta y no resignada a cualquier
instalación, suele interrogarse sobre
el sentido de la propia vida y busca
la definición de los compromisos
que la elevan o la consagran o, al
menos, la justifican frente a los coti-
dianos cansancios asumidos. Cuan-
do se echa de menos la respuesta
satisfactoria, se pasa, psicológica-
mente, por ese amago otoñal pre-
maturo de desilusión, y hasta de
desolación, y se siente la tentación
de la huida, como árbol del que
han caído todas las hojas y quiere
hundirse en la tierra hecho amar-
gor de raíces, luego de sucumbir al
primer frío.
5 (125)
Es la hora de la primera tristeza
adulta. Pero la huida no resolvería
nada, aunque fuese para protestar
contra los egoísmos circundantes
evidentes. Estos egoísmos no son un
obstáculo, sino un reto, apenas el
espíritu recobra su serenidad. El
que permanece a la espera de una
situación óptima en sí mismo o en
los demás, para secundar o empren-
der una obra buena, nunca hace
nada bueno, y se pierde en conti-
nuas e íntimas vacilaciones que le
paralizan y le inhiben frente a los
inevitables riesgos para una total
abnegación. Y si no reacciona en el
sentido de dar y de darse a sí mis-
mo en respuesta generosa para com-
pensar lo que echa de menos en los
demás y en el mundo que le toca
vivir, él mismo sucumbirá al egoís-
mo que comenzó despreciando,
encerrándose en una pervivencia
aburguesada, e indolente apenas
disimulada por el decoro de la es-
tupidez bienestante.
Es el caso de muchos de los jóve-
nes de esta generación, cuando han
superado cómodamente el nivel so-
cial y cultural de sus padres, y se
asoman al mundo todavía limpios y
capaces de ideales, pero desentre-
nados para exigirse una radical ge-
nerosidad. Se les ha preparado para
saber, para tener cosas, pero no lo
bastante para crear y para comuni-
carlas. Son herederos, no creadores.
Son más exigentes que agradecidos,
más orgullosos que generosos. Si se
han impuesto alguna austeridad, ha
sido siempre posteriormente re-
compensada, y por eso les parece
inútil el bien gratuito, a pesar de
que todo, o casi todo lo han recibi-
do gratuitamente. Entonces es muy
difícil que brote el amor, y menos
en un mundo en el que, con este
nombre, se falsifican tantos intere-
ses y conveniencias. A pesar de
todo, el amor sigue siendo la voca-
ción profunda y final del ser hu-
mano.
Los que en ese trance se sienten
prematuramente viejos o simple-
mente cansados, no es que hayan
entrado ya en el otoño de la vida,
sino tan sólo en el de su juventud.
Si supieran comprender y asumir
la lección de lo que creen sus pri-
meros fracasos o de lo que suponen
sus frustraciones, transformarían
en verdadera esperanza ese dolor
otoñal, ciertamente prematuro, y
podrían hacer "grandes cosas", li-
berados de la inconstancia que ca-
racterizaba su adolescencia, y for-
talecidos, ya, con la fuerza de la
perseverancia, de la lucidez, de la
tenacidad, que no es lo último ni
lo decadente de la juventud, sino el
principio de la madurez, realista y
hermosa a la vez, no instalada, sino
creadora. Porque, verdaderamente,
se tiene, se es rico y simplemente se
es, no por lo que se recibe, sino más
bien por lo que se dé cuando la res-
ponsabilidad aflora, que nunca es
demasiado pronto.
6 (126)
LA HISTORIA SIGUE:
Abraham, Ismael, Beguin...
SERÍA mancillar la figura de
Abraham, «padre de todos los
creyentes» (como le llama san
Pablo), compararle sin más con el
siniestro jefe del gobierno del esta-
do de Israel, Menájem Beguin; si
bien resulta inevitable la referen-
cia bíblica, a partir de la historia
de Agar.
El primer hijo de Abraham había
sido Ismael, nacido de la esclava
Agar, la que nada podía exigir a
cambio, ni siquiera en razón de su
maternidad; mientras que Sara, la
esposa legítima, segura en su po-
sición, un día se reiría de Dios y
ahora imponía la expulsión de la
sierva venida de lejos y su hijo.
Abraham, entristecido, ejecuta el
despido y deja a ambos en el des-
amparo del desierto.
Esa madre y ese hijo son la ima-
gen bíblica de cada mujer y de
cada niño palestinos a quienes se
desposee del derecho de ser un
pueblo, echados de su tierra bajo
la lluvia de fuego de las bombas y
los cañones que dispara el ejército
judío.
Una vez más la razón de la fuerza
niega el derecho a la existencia de
un pueblo que había nacido antes
que su verdugo y que estorba a la
ambición del más poderoso. De
nuevo, esta brutalidad, se convierte
en paradigma de tantos otros atro-
pellos históricos padecidos por las
víctimas de la ferocidad de los físi-
camente poderosos, que luego re-
gistrarán como gestas gloriosas de
su pasado lo que, con fatal reitera-
ción, no eran otra cosa que expo-
lios o destrucción de hombres y
culturas, cuya rivalidad temían,
cuyas virtudes envidiaban o cuya
riqueza codiciaban. También el
miedo, además de la codicia, des-
ata la injusticia de la violencia, y
la institucionaliza, allí donde la
seguridad y la grandeza del hom-
bre se apoya, de hecho, en las
solas garantías materiales, en el
7 (127)
prestigio y en el orgullo nacional
de raza.
Hoy la humanidad está como
atónita, sin decir palabra, como
antaño Abraham en la puerta de la
tienda, despidiendo a Agar y a Is-
mael. No atiende siquiera a tomar
válidas medidas pacíficas de no
apoyo a los genocidas, simplemente
porque las víctimas no tienen pozos
de petróleo y, por lo tanto, no po-
drían cobrarse los servicios, ni ru-
sos ni americanos. Esa humanidad
que llamamos civilizada y que, en
Occidente, no se atreve a negar a
Dios, pero que deja que se rían de
él.
Sara, la esposa legítima, se reía
de Dios. El estado de Israel hoy
también se ríe de Dios; precisa-
mente él, que tantas veces lloró,
desde los exilios babilónicos hasta
las recientes exterminaciones nazis.
Como si pretendiera convertir en
terrible abuso la compasión que,
con buena o mala conciencia, le
ofrecía el mundo entero ayer mis-
mo.
Una vez más es cierto que la
fuerza la usa quien la tiene, con
independencia de la razón que le
asista. El que tiene armas tiene efi-
cacia, y la eficacia es lo único que
interesa, a corto plazo, al hombre
superficial y materializado, Para él,
la razón última de la humanidad
está muy lejos, o no existe.
A pesar de todo, el hombre es un
ser dialéctico, imposible que se
desarrolle en un solo sentido, como
se verifica en la misma historia de
la humanidad, en la que las pre-
tendidas grandezas y seguridades
de los "fuertes" son efímeras y has-
ta suicidas.
Un día, ese Ismael lanzado al
desierto con escasa provisión de
agua, precisamente cuando estará
a punto de morir de sed, apenas
refugiado entre pobres matorrales,
descubrirá un pozo y a partir de
ahí recobrará su vigor, se multipli-
Qué cosa maravillosa es el tiempo.
La vida es cada día más prodigiosa,
El pasado es siempre presente,
y la vida es, a la vez,
nada y todo en todo.
J. H. NEWMAN
8 (128)
cará en tribus numerosas, amantes
de la libertad que el mismo des-
arraigo favoreció. Libre, porque se
acostumbró a necesitar menos para
vivir, porque no pudo encandilarse
ante bellezas artificiales sino sólo
admirar el rocío de la mañana so-
bre los tamarindos, porque se sintió
bañado y besado por la luz del sol
y porque tuvo la única bendición
y amparo de Dios, y de nadie más.
Y será más fuerte y más sabio que
sus verdugos. Es más libre el que
sólo ha de agradecer a Dios, sin
necesidad de ser ingrato con los
hombres.
Sólo quisiéramos que, como el
Israel bíblico, ese en el que hoy se
repite su historia, no albergara se-
millas de rencor para la posterior
venganza cuando, recuperada su
grandeza de ser, más que de poder,
mire como hermanos, ojalá conver-
tidos, a los que ahora le niegan el
derecho elemental a ser un pueblo.
Agar, la esclava, fue, a fin de cuen-
tas, más libre que Sara, la señora.
En el desierto tuvo tiempo, espacio
y amor para hacer fuerte y valiente
el corazón de su hijo, y le enseñó
a recordar y a amar a su padre y
a los hijos de su padre (cuyos des-
cendientes traficarían primogenitu-
ras por platos de lentejas...). Cuan-
do Abraham muere, Ismael está al
pie del sepulcro llorando por su
padre. Y es que la historia de la
Biblia, con sus misterios, todavía
no ha terminado.
La sed.
Dejemos la sed de agua para
los abstemios, la ser de la
tierra para los campesinos y
la polémica de los trasvases
para los políticos, y pensemos
solamente en la sed de los que
tienen el hábito de calmarla
bebiendo y apurando vasos,
jarras, botellas y porrones de
vino y otros alcohólicos.
Según nos contaba un
periódico local, en esta ciudad
de Albacete formada por poco
más de cien mil habitantes, y
durante la Feria de
Septiembre, gastamos en
bebidas alcohólicas, más de
doscientos millones de pesetas.
Solamente de ron, se
consumen unas veinticinco
mil botellas. A ello nos
ayudan no pocos de los
forasteros visitantes; pero
también hay que descontar a
La mayoría de los ciudadanos
ya los niños. En los demás
meses del año, se bebe menos,
con equivalencia a una
tercera parte de lo que se
hace en el mes de septiembre.
Es decir, que en un año entero
se gasta en vino Y
bebidas
alcohólicas, no mucho más de
mil millones de pesetas. A
pesar de la crisis, claro.
9 (129)
LA RESONANCIA DEL PRIMER LLANTO
1. Después de años y milenios
Te ofrecemos el exceso de nuestros deseos,
Te ofrecemos el exceso de nuestras derrotas,
mientras un llanto primigenio cubre el fondo de la
historia.
Es Tu signo, el signo de nuestras escisiones que deviene
signo de nuestra riqueza.
En este signo defiendes nuestra libertad:
la libertad que nos enriquece.
Has colmado Tu signo con nuestra libertad.
Ésta ¿puede hacerse, acaso, enemiga nuestra?
Desde hace muchas generaciones caminamos,
camina cada uno, al encuentro de una libertad
que no niegue el amor, sino que de amor sea colmada.
Desde hace muchas generaciones caminamos,
camina cada uno, en busca de una libertad.
La libertad parece un vacío inmenso...
2. Un vacío inmenso del hombre y de la historia,
y en este vacío convergieron
riqueza y pobreza,
victoria y derrota,
verticales y horizontales...
10 (130)
límites de la libertad,
de la libertad siempre afirmada,
superando la fuerza de los hombres
que no advertían el abuso de su resistencia,
o que si lo advertían, huían de ella
agobiados por el sentido de la culpa,
y la libertad permanecía abandonada
como un vacío para llenar.
Pero con nuestra libertad Tú has colmado Tu signo.
3. Déjame contemplar con mis ojos y a través de mi ser:
mi pueblo, una afinidad inefable,
un salto
que se hace profundo en los siglos,
que permite extraer del fondo de los tiempos
no una idea sino la persona,
y medir su vida con la mía, y descubrir la analogía.
Admirado descubro que alguien más
se ha convertido en mi medida.
Karol Wojtila,
en venda arrítmica
11 (131)
PAPA MONTINI Y EL ORATORIO
HACE veinte años, también en el mes de octubre, el papa Pablo VI DO
podía reprimir el recuerdo y la gratitud de sus años jóvenes, frente
a un grupo de ciudadanos de Brescia, su ciudad o, más exactamen-
te, el ambiente donde cristalizó su personalidad cristiana, siendo todavía
estudiante. Decía en aquel otoño, entre los aplausos que le interrumpían:
le recibido tanto, tanto de los padres de «La Pace», que me siento
infinitamente obligado al agradecimiento, por el bien que me hicieron
y que siguen haciendo todavía a miles de jóvenes y a tantas otras per-
sonas de aquel lugar, trascendiendo sus mismos confines. ¡Que el Señor
los bendiga!
Pablo VI se refería al Oratorio de Brescia, conocido popularmente con el
nombre de La Pace. Alguna vez tendremos que ilustrar el paralelo entre
Newman y la primera vocación al apostolado del Giovanni-Battista Mon-
tini, surgida a la sombra del Oratorio de Brescia. De momento, como com-
plemento de la efemérides de las palabras citadas, podemos añadir otras
más recientes de un hermano de Pablo VI, Ludovico Montini, que evo-
cando el mismo recuerdo escribía:
..
«Nuestra vida entonces, de Battista (el Papa), de nuestros amigos, de
mi hermano Francesco, y mía, tenía un centro fijo y amado: el Orato-
rio de los Padres Filipenses, «La Pace». Allí encontramos un grupo de
sacerdotes que fueron nuestros verdaderos educadores. Me acuerdo
de Cotinelli, Carli, de Giulio Bevilacqua (el futuro cardenal). Me acuer-
do distintamente de una ocasión en que, siendo yo todavía un mucha-
cho, mi abuela decía a mi padre: hoy en La Pace he oído predicar a un
Padre joven que no hay que perder de vista, porque vale mucho. Era
Bevilacqua. Lo que para nosotros, jóvenes, era La Pace es difícil ex-
plicarlo con facilidad o imaginarlo. Baste decir que en los años trágicos
de la guerra, cuando gozábamos de algún permiso para estar fugaz-
mente en casa, apenas saludábamos a la familia, nos íbamos corriendo
a La Pace. Era nuestra segunda casa. Queríamos noticias de los amigos,
y solamente allí teníamos la seguridad de obtenerlas en un clima ade-
cuado. Recuerdo que había un cuadro en el que, a cada visita aumen-
taba tristemente la lista de los que habían muerto en la guerra, y allí
poníamos, junto al nombre, la fotografía de cada uno de los amigos que
habían perdido la vida. En La Pace nos enseñaron un cristianismo vi-
ril, sin evasiones sentimentales, sin hipocresías o cálculos, un cristia-
nismo que nos sentíamos valientes de profesar sin triunfalismos y sin
complejos de inferioridad».
12 (132)
CRISTIANOS
SIN IGLESIA
DEJAMOS de lado a los críticos de todo y hacedores de nada; a los que
atacan a la Iglesia, como si gozaran encontrándole fallos humanos,
puesto que no les mueve el celo por una reforma en santidad, sino el
interés por descubrir razones en que excusarse mientras se encierran en su
egoísmo de siempre, indolentes, injustos y desagradecidos.
En el artículo que reproducimos, publicado hace poco en el diario «AVUI».
Joan Baqué, profesor de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de
Barcelona, analiza el fenómeno del abandono de la Iglesia por parte de muchos
que, sin embargo, no quisieran renegar de la fe cristiana. Nos parece acertado
lo que dice y por eso lo reproducimos aquí.
Para designar a esta clase de creyentes que causan
perplejidad, extrañeza o paradoja cuando se intenta cata-
logarlos, en Francia se les llama «créliens qui s'ignoren».
Hace poco, un político español de izquierdas que decía
tener «muchos mosqueos con la Iglesia», se consideraba,
por otra parte, un hombre profundamente religioso...
Partir de
conceptos
Para mejor entendernos deberíamos comenzar partien-
do del concepto de "cristiano" y de "Iglesia". El primero
que definió ambos términos fue san Pablo, y lo hizo tan
categóricamente que ya no es posible la rectificación. Pa-
ra san Pablo ―el primer gran teólogo― la Iglesia es el
Cuerpo de Cristo y un cristiano un miembro de este
Cuerpo. Desde la perspectiva paulina, pues, existe la Igle-
sia si existen cristianos; porque son éstos quienes la for-
man. La Iglesia no es una entidad pública preexistente al
cristiano.
13 (133)
Por lo tanto puede verse que, según la teología de san
Pablo, no puede haber cristianos sin Iglesia, porque tal
afirmación encerraría una contradicción: es decir, que un
cristiano lo seria al mismo tiempo que no lo sería. Lo
que ocurre es que, con el transcurso de los tiempos y con
la malicia de las cosas y sobre todo de los hombres―,
de la Iglesia se ha querido hacer un ente público como
la Televisión Española, o la Real Academia de la Len-
gua, o un club deportivo...— preexistente a todos y a cada
uno de los miembros que la componen, con el derecho de
admitir o excluir socios según los gustos de quienes en
ella detentan la autoridad y el gobierno. Pero, en la Igle-
sia, al principio no fue así. Según san Juan y san Pablo,
solamente queda excluido de la Iglesia el no cristiano, es
decir, el que no confiesa a Cristo, el que no lo ama.
La perspectiva
paulina
Es lamentable que esta perspectiva paulina o neotes-
tamentaria sobre la Iglesia, a pesar de ser tan esclarece-
dora, haya caído en olvido y que, por el contrario, el
autoritarismo jerárquico cause a muchos creyentes un tan
mal gusto de boca que les haga sentirse alejados de la
Iglesia, cuando los que precisamente están alejados son
los que se creen con poder para hacer y deshacer: «Ay
de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a
los hombres el Reino de los Cielos. Ni entráis vosotros
ni permitís la entrada a quienes quisieran entrar». San
Clemente romano nos dice taxativamente: «Si cumplimos
la voluntad del Padre, nuestro Dios, pertenecemos a la
Iglesia primera, la espiritual, la que fue fundada antes
que el sol y la luna; pero si no cumplimos la voluntad
del Señor, seremos de los que la Escritura dice: "Mi casa
se ha convertido en cueva de ladrones". Escojamos, pues,
el pertenecer a la Iglesia de la vida, para que podamos
ser salvados» (Segunda carta, XIV). Yo, personalmente,
no tengo la menor duda de que santa Juana de Arco, por
La Iglesia lucha y sufre en la medida en que representa debi-
damente su popel, y si cesa de sufrir es porque dormita. Su
doctrina y que preceptos no son agradables nunca a gusto del
mundo, y si el mundo no la persigue os señal de que no predica.
John H. Newman, C. O.
14 (134)
ejemplo, aunque muriera en la hoguera, condenada por
la sacrosanta Inquisición, pertenecía a esta Iglesia.
"Sal de la tierra"
Pero el caso de «los cristianos sin Iglesia» nos puede
conducir a otra clase de reflexión. La Iglesia, si quiere
cumplir con su misión, no sólo debe ser «luz del mundo»
sino «sal de la tierra», y la sal no logra su finalidad si
no es a costa de la pérdida de la propia identidad en
beneficio de los alimentos y materias que ha de conservar,
salándolas. Es decir, dándoles el propio ser.
Salida de su sencillez primigenia ―tan alejada de la
complejidad de las estructuras―, la Iglesia ha ido compli-
cando su organización a través de los siglos e identificán-
dose, cada vez más, sobre todo en la Edad Media, con
la maliciosa sociedad civil. Cierto que se han producido
siempre protestas por parte de los cristianos contrarios a
este desnaturalizado estado de cosas, pero la de los cris-
tianos sin Iglesia de nuestros días lleva quizá el peso de
una reflexión muy parecida a la de los objetores de con-
ciencia frente al servicio militar. Puede ser que una Igle-
sia autoritaria sea hoy menos tolerada, dado el progreso
mental de muchos cristianos. Por creerla menos asimila-
da al Cuerpo de Cristo, podemos decir. Del mismo modo
que los procesos pacifistas de muchos les han llevado a
ter con más horror el hecho de la guerra.
La obra
del Espíritu
En consecuencia, lo que estos cristianos anhelan es
poder sentirse liberados de unas estructuras eclesiales
llamadas a desaparecer a medida que el Espíritu va ga-
nando corazones. Porque la Iglesia, antes que ser estruc-
tura, es obra del Espíritu Santo, y «allí donde esté el
Espíritu del Señor, allí habita la libertad».
Se da, sobre todo entre los jóvenes, el sentimiento Y
manifestación de una simpatía por Jesucristo, pero a ello
se añade la visión de la Iglesia como un juego de intere-
ses nada convincente. Ante lo cual son inútiles las dialéc-
ticas, las conminaciones o las condenaciones, que no les
arrancan de su convicción. Más bien, lo que con ello se
conseguiría seria la total extinción de la mecha todavía
humeante, resto de una mínima credibilidad en una hu-
mana necesidad de las estructuras, pero en modo alguno
entusiasmarlos en la plena adhesión a la Iglesia institu-
ción.
El dilema
Frente a la realidad de este hecho y teniendo en
cuenta la buena voluntad que existe en muchos, no creo
15 (135)
que deba ser motivo de desesperación, sino de confianza
la comprobación de la posición crítica de tales cristianos.
Una confianza muy impregnada de paciencia, puesto que,
a fin de cuentas, y tal como marchan las cosas, es preferi-
ble que existan cristianos sin Iglesia que no acabar que-
dándonos con una Iglesia sin cristianos.
NO HAY DICHA PARA MI FUERA DE TI!
SALMO 15
Y yo le dije:
no hay dicha para mí fuera de ti!
Yo no rindo culto a las estrellas de cine
ni a los líderes políticos
y no adoro dictadores
No estamos suscritos a sus periódicos
ni inscritos en sus partidos
ni hablamos con slogans
ni seguimos sus consignas
No escuchamos sus programas
ni creemos sus anuncios
No nos vestimos con sus modas
ni compramos sus productos
No somos socios de sus clubs
ni comemos en sus restaurantes
Yo no envidio el menú de sus banquetes
ni libaré yo sus sangrientas libaciones!
El Señor es mi parcela de tierra en la Tierra Prometida
Me tocó en suerte bella tierra
en la repartición agraria de la Tierra Prometida
Siempre estás tú delante de mí
Aun de noche mientras duermo
Y aun en el subconsciente
te bendigo!
Ernesto Cardenal
16 (136)
Los miedos,
los medios
LO PEOR de nuestros miedos
no es la turbación de la men-
te a causa de la sensación de
mal inminente y amenazante. Más
allá de ese terror, y dolor intimo
del alma, lo más grave es que pue-
de llegar a destruir la serenidad
que nos hace falta para no confun-
dirnos cuando hemos de dar el paso
siguiente y tomar una decisión o
asumir la actitud justa que frente a
la vida Dios nos reclama.
Con independencia del mal temi-
do, el mayor peligro no está en la
entidad del mismo, sino en la cali-
dad de la reacción con que le res-
pondemos. Pues los males que real-
mente podamos temer no superan
la cantidad de las cosas de este
mundo; por lo cual, desde la posi-
ción de la fe, el verdadero peligro
para el creyente —y para la Iglesia,
comunión de los creyentes en Cris-
to Jesús— está, en cualquier caso, en
el riesgo de ceder al primer terror
y descender a reacciones igualmen-
te mundanas, aunque sean de signo
contrario a la amenaza temida. El
mal estaría en que el miedo nos lle-
vara a olvidar o relegar los medios
propios del Evangelio para adoptar
los medios del mundo cuando, ate-
rrorizados y reducida la fe a con-
cepto o ideología (pero sin que se
pudiera llamar vida), y la esperan-
za a preocupación por la eficacia
aparente o inmediata, opusiéramos,
sólo o principalmente, argumentos
apologéticos, como si de una guerra
de ideas se tratara, o violencia di-
suasiva, como si el estilo del mundo
(amenazas de quien detenta la fuer-
za, presión del que goza de prestigio
y poder, corrupción del que maneja
el dinero) fuera igualmente válido
para la apología o la proclamación
del Evangelio.
Para legitimar cristianamente es-
tos medios, no bastaría jamás la in-
vocación de la eficacia urgente, y
significaría el desconocimiento o el
olvido de las enseñanzas y el estilo
de Cristo, o que llegáramos a admi-
tir que él mismo se equivocó o nos
engañó cuando nos aseguraba que
su reino no era de este mundo y que
no tenía necesidad, para ser estable-
cido y defendido, ni de la espada de
los hombres, ni de los poderosos de
este mundo, ni de legiones de ánge-
les; que sólo los sencillos de corazón
alcanzarían su reino y que los pe-
queños y desprendidos entrarían en
él: que no tuviéramos miedo a este
mundo porque él lo había vencido.
Si todo esto, y más cosas que nos
dijo, eran verdad, y no sólo poesía,
es claro que hay que aceptar sus
palabras seriamente. No hay que
17 (137)
buscar ni es preciso elegir el peli-
gro, pero no hay que temer a este
mundo con sus miedos, sus errores,
sus guerras, sus egoísmos y sus pe-
cados. Se trata de estar y entender
nuestro estar aquí sin pretender fin-
gidos equilibrios «sirviendo a dos
señores».
El miedo lleva al fariseísmo, por
que busca la falsa seguridad y no
la libertad comprometida del amor,
que exigiría demasiado.
En la vida de cada cristiano ha
de haber habido la superación de
las tentaciones del miedo que tuer-
ce el medio de estar con Dios y ser
de Dios.
También en la historia de la Igle-
sia, en cuyo caudal temporal se re-
mansan, con las virtudes de sus hi-
jos santos, los pecados de sus hijos
pecadores y las desviaciones de los
descarriados. Aunque no sea menos
cierto que, en sus ciclos históricos,
se manifiestan, sucediendo a las de-
cadencias otoñales e invernales de
sus crisis y tristezas, las promesas y
esplendores de sus primaveras y
cosechas espirituales, que jalonan
los hitos de su crecimiento purifi-
cado.
Declinaba la edad histórica que
llamamos Antigua, y el imperio ro-
mano se hundía, como arrasando en
su crisis al mundo civilizado cono-
cido, y todas sus estructuras socia-
les, políticas, económicas y hasta
culturales. Parecía que todo se aca-
baba; pero un santo surge en todo
aquel contexto y emprende la pri-
mera gran reflexión sobre los suce-
sos históricos que forman como el
río de la vida de la humanidad, y
los enjuicia a la vista de la fe. Es
san Agustín que, en su obra LA CIU-
DAD DE DIOS, interpreta, sin huir de
la realidad, el sentido de Dios en el
hombre, mientras supera los miedos
temporales, convertido en parte del
cauce que busca el océano de la
eternidad. En efecto, las invasiones
de los bárbaros no acabaron con el
mundo, ni colapsaron la vida de la
Iglesia, sino que se transformaron
en la Edad Media cristiana.
Pero ese cansancio otoñal que ha-
bía pesado sobre Roma, se repite
unos siglos más tarde sobre el Me-
dioevo, casi convencido de que con
él se acaba el mundo. Hay los gran-
des miedos milenaristas. Ahora no
son los pueblos del Norte sino, con
otras calamidades y cansancios, son
las amenazas de los árabes. Y aquí
el miedo también inspira medios no
siempre evangélicamente justifica-
bles, como fueron las Cruzadas y,
con ellas, las órdenes militares, cu-
ya ambigüedad se manifiesta, por
lo menos, en el caso de los Templa-
rios, que tanta gente favorece por-
que encuentra seguridad y sin que
La primera necesidad de nuestra época es la instrucción de la juventud y formar
el corazón en la práctica de la religión y moral.— Francisco G. Tejero, C. O.
18 (138)
ellos mismos, o muchos de ellos, de-
jaran de ser caballeros con nobilí-
simas intenciones. Pero tan rápido
éxito generalizado en el mundo en-
tonces conocido, coincidió con el
control de poderes y una riqueza
que les convertía en banqueros de
reyes y de pontífices, hasta que tu-
vieron que ser disueltos y destinada
su enorme fortuna a obras de bene-
ficencia, allí donde la codicia del
poder político no se anticipó incau-
tándose de sus bienes. El miedo mu-
sulmán había inspirado medios no
cristianos.
Del Renacimiento podríamos de-
cir otro tanto, cuando el miedo sus-
citado por la crisis protestante (sólo
comparable a la arriana del s. IV),
sugiere empresas casi comparables
a una cruzada mental...que después
no se puede llevar a cabo, porque
se opusieron, por interés político,
los mismos príncipes católicos inte-
resados, y así, un ejército o "compa-
ñía" especialmente adiestrada para
ello por el ex militar Ignacio de Lo-
yola, y puesto de modo muy parti-
cular bajo la dependencia y dispo-
nibilidad del Papa, tendrá que cam-
biar sus miras y estrenar el camino
de las misiones (¡y no sin más con-
troles e interferencias de los reyes
llamados cristianos!) por tierras de
América, de Asia y de Oceanía. Hoy
en día, aquella "compañía" tenida
otrora como retrógrada o conserva-
dora resulta ser la fuerza de la Igle-
sia que está más en vanguardia y
mejor preparada y testimonia a
Cristo en los lugares más conflicti-
vos entre los pobres del mundo
que nos toca vivir.
En nuestra época también tene-
mos miedos, como antaño me tuvo
de la herejía, o de lo musulmanes,
o de los protestantes. Hoy tenemos
miedo al materialismo y al comu-
nismo. Intentar vencer esos miedos
no supone ser materialista ni afi-
liarse al marxismo, sino volver una
vez más al Evangelio, a las palabras,
a los hechos y al estilo de Cristo,
intentar convertirlos en vida, lo
que significa más que reducirlos a
moral o estilizarlos en filosofía. Hoy
hay que volver a hacer lo que hi-
cieron los verdaderamente santos,
sin propagandas sectarias, sino en-
tendiendo el sentido cristiano de la
presencia del hombre sobre la tie-
rra, camino de Dios. Como Atana-
sio, Agustín, Benito, Francisco, Ra-
món Llull, Teresa, Felipe Neri, Ig-
nacio de Loyola, Newman (la Igle-
sia como desarrollo del Evangelio),
Juan XXIII (la Iglesia al día, para
el hombre de hoy)... Y tantos san-
tos desconocidos, que no están ni
nadie ha cuidado que estén en las
listas oficiales de glorias que llama-
mos santas, pero que usamos para
prestigios terrenos.
No tengáis miedo, que yo he ven-
cido al mundo. Pero tened miedo de
seguir los criterios del mundo, y de
las alabanzas de los hombres, por-
que no basta decir «Señor, Señor».
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formación
cristiana
de gente joven
(de 9 a 16 años)
TODOS LOS DOMINGOS A LAS 12,45
EN LA IGLESIA DEL ORATORIO
A PARTIR DEL 17 DE OCTUBRE
para ayudar a los padres
a dar ideas cristianas a sus hijos
LAUS
Director Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri, I . Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 17.10.82
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