Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 198. NOVIEMBRE. Año 1982
SUMARIO
UNA COMUNIÓN en la fe, en la oración y en la es-
peranza, mientras el Papa vuela por nuestros cielos
demasiado rápidamente, a pesar de todo. Sabemos
que su afán apostólico y nuestra vida cristiana, se
expresan en una Iglesia que busca crecer en la verdad,
comprometerse en la justicia, anunciar la libertad y entu-
siasmar en el amor. Es la Iglesia de siempre, sólo que nos
parece más joven desde que le abrió caminos de renova-
ción Juan XXIII, y sus sucesores y los fieles todos, se es-
fuerzan en proseguir. Es la Iglesia de siempre, desde Cris-
to hasta nosotros.
CANTO A LA MUERTE
APARIENCIAS
UNA IGLESIA PARA LAS CORTES
COMO AMIGOS DEL SEÑOR
VIENE UN PAPA POETA
DESDE LOS APÓSTOLES HASTA NOSOTROS
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CANTO
A LA MUERTE
Espero la Muerte, igual que al Amado
Ignoro el momento y cómo vendrá.
Mi espera es tranquila sabiendo
que basta con sólo esperar.
Un leve deseo tal vez,
porque su belleza me atrae;
y un leve curioso asomarme a la puerta
que se abre al misterio de lo inexplorado,
si bien se presiente.
Igual que el amor,
la Muerte nos lleva más lejos,
inicia una vida distinta, más alta.
Espero la Muerte, igual que al Amado.
Llegado el momento
sus brazos abiertos serán mi reposo,
su beso en mi frente
semilla de un sueño inmortal.
Soñar y volver a nacer para siempre,
vivir y ser libre por siempre jamás
en todo, con todo el Amor.
Maria Elena da Silveira,
(1922-1970)
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Apariencias
SER Y PARECER, ser o parecer: he ahí la difícil síntesis, o la falaz alter-
nativa. Porque ¡cuántas cosas se soportan, y hasta se sufren, con tal
de mantener las "apariencias"! La apariencia puede envolver una
realidad, pero en ocasiones resulta ser la construcción artificial de
una corteza sin contenido real, como ocurría con el pobre falso rico
caballero del Lazarillo, que ahorraba su último mendrugo para ir extra-
yendo algunas migas que colocar sobre los pelos de la barba, a fin de dar
apariencia de haber comido cuando, en realidad, seguía con el estómago
vacío; seguía pasando más hambre para mantener una apariencia que no
lesionara su prestigio de noble y hacendado, cuando en realidad era pobre
y miserable.
Cuando se trata del alma y de la santidad, el ser es la verdad y la apa-
riencia la ficción, y no nos queda tiempo ni fuerzas si comenzamos em-
pleando las pocas que tenemos en aparentar más que en ser. Aunque lo
hiciéramos con el propósito de que a la apariencia le siguiera el esfuerzo
para que se alcanzara la realidad. Ese cambio de prioridades viciaría los
caminos de la gracia y la santidad verdadera se haría cada vez más lejana,
hechos esclavos vanidosos de tan absurda estrategia, porque nada nos
distancia tanto de la verdad como la vanidad asentada en la mente, ni na-
da nos hace tan esclavos como el error y la mentira. El mundo cultiva y se
detiene en las apariencias, incluso de las cosas santas, y rechaza o evita
todo esfuerzo al que no vaya aparejada la gratificación del aplauso. Las
personas cambian de ideas o se apuntan a las últimas de moda con tal de
seguir siendo aplaudidas y felicitadas o, por lo menos, no censuradas. No
les importa ser, sino parecer que son; no se esfuerzan en hacerse a sí mis-
mas, sino en parecer bien a los demás; no miran a Dios, sino al mundo,
como el actor que necesita del público. Y, para ello, basta con aparentar,
representar. Sonrisas, palabras, silencios, gestos, actitudes y obras simbó-
licas, estrategias..
De todo, ―de personas, de saberes, de capacidades...— nos interesa el
cuánto, antes que el qué o el quién; medimos el bulto de las cifras, o las
exhibimos, antes que atender a la densidad del espíritu; nos bastan las fór-
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mulas y nos sobran los contenidos... Irreflexivos, vanido109, sensualoides
y perezosos, el bien puro y la verdad desnuda nos quedan lejos, nos inte-
resan poco o nada, a no ser que nos resulten manejables como Adorno. El
mismo pensamiento de Dios, si logra ocupar por un momento la mente de
muchos que nos llamamos cristianos, no es para que acabemos aceptando
que somos para Dios, sino que Dios ―útil, consolador o prestigioso― ce de,
O es para nosotros. Y por eso no somos santos. Dios es un ser puro, único,
gratuito, que nos resulta extraño, cuando no podemos reducirlo.
San Felipe Neri advertía con insistencia, que lo que importa, por enci-
ma de las apariencias, es ser, ser verdaderamente ―«essere e non parere»―.
Y no sólo, y no antes, parecer. Ésta es la primera condición, la primera dis-
posición para la santidad.
EL TESTIMONIO NECESARIO.
En Europa, los marginados y los pobres son una minoría.
Pero en el Tercer Mundo la situación está a la inversa: la in-
mensa mayoría sufre estas malas condiciones, y sólo una mino-
ría vive bien. Por lo cual hay que admitir que el sistema es
malo, aunque tenga algo de bueno.
Los dolores allí son incontables... por la imposibilidad de
una salida, por la falta de esperanza, porque quien pide una
solución es asesinado o torturado. No se pueden dar cuenta los
que viven lejos.
Cuando en América Central se compra un tractor más ca-
ro, se está pagando la subida de sueldo, las mejoras de la segu-
ridad social europea... y no lo tienen en cuenta ni el agricultor
francés ni el sindicato obrero. Entonces alguien lo tiene que
decir, y ha de ser la Iglesia, si quiere ser fiel a uno de sus prin-
cipios fundamentales: desprender el corazón humano de las
riquezas. El hombre no puede buscar su felicidad consumien-
do más. La plenitud del hombre está en darse a los demás.
Éste es el mensaje cristiano, que tendrá que predicar tanto si
se acepta como si se rechaza. Tendrá que dar este testimonio,
sin que basten las solas palabras... Y éste es un punto profun-
do de la reforma de la Iglesia y de la Compañía.
De una entrevista publicada en ABC, el 28 de marzode 1982, hecha al P. IGNACIO ELLACURIA,
Jesuita, rector de la Universidad Centroamericana de San Salvador.
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UNA IGLESIA
PARA LAS CORTES
EN otra ocasión (conf. "LAUS"
de diciembre de 1980, página
7), nos referíamos al Oratorio
de Cádiz, en cuya iglesia, converti-
da provisionalmente en Congreso
de Diputados, en tiempo del asedio
de las tropas francesas, se elaboró
el primer texto constitucional de la
historia de España, la Constitución
de 1812. La comunidad filipense
ofreció, de buen grado, este servi-
cio cívico. No nos corresponde a
nosotros hacer valoraciones sobre
el alcance político de aquel primer
texto; pero sí destacar el espíritu
de colaboración de los oratorianos
gaditanos, que no dudaron en estar
al lado del pueblo en horas de tras-
cendental dramatismo histórico,
cuando España se abría a la moder-
nidad e inauguraba su trayectoria
liberal, con el surgir de otras clases
sociales en el escenario político es-
pañol. No estábamos, todavía, en el
momento de la industrialización de
España, pero sí en los albores de
un cambio que imponían tanto las
corrientes europeas, como el des-
moronamiento colonial español. In-
cluso pudo parecer que, al fin, se
comenzaba a comprender la necesi-
dad de conceder autonomías a los
pueblos de ultramar, y la bien in-
tencionada burguesía emergente en
el protagonismo político, venía a su-
plir las dejaciones y corrupciones
de gran parte de la aristocracia, del
estamento militar y de la misma
monarquía que, en la persona de
Fernando VII, no supo agradecer la
defensa salvadora de su institución,
por aquel puñado de patriotas libe-
rales que se vieron traicionados por
la restauración del absolutismo.
Aquella Constitución de 1812 se
abría a muchas posibilidades para
un cambio que parecía necesario,
pero que se vio frustrado, aunque
había intuiciones y planteamientos,
cuyo fracaso parece evidentemente
lamentable, desde la perspectiva de
nuestros días, especialmente cuan-
do miramos hacia América, repre-
sentada allí en una tercera parte de
los reunidos en las Cortes de la
Iglesia de san Felipe Neri. Hoy esta
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iglesia está en vuelta en la perenni-
dad del recuerdo de lo que pudo
haber sido un hito más feliz para
un pacífico y civilizado desenvol-
vimiento de la historia política y
social de España, desde hace más
de siglo y medio. El pasado doce de
octubre, el rey don Juan Carlos I
quiso recordarlo solemnemente en
el acto celebrado en aquel mismo
recinto. Y lo hizo pensando en Amé-
rica. No le costó relacionar aquella
libertad que desde allí se iba a ten-
der a los pueblos americanos de
habla española, porque podía evo-
car el nombre de Francisco de Vi-
toria que tan clara y vigorosamen-
te la había recordado al emperador
Carlos V, aunque sin éxito, en ho-
ras de esplendor para la Conquista,
y el nombre de Bartolomé de las
Casas, el gran defensor de los indí-
genas, sistemáticamente silenciado
desde la óptica del triunfalismo na-
cional y deformador.
En estas semanas ha sido abun-
dante en la prensa la referencia de
los actos celebrados en la iglesia de
san Felipe Neri de Cádiz. Nosotros,
después de las palabras que prece-
den, añadimos esas que aparecían,
junto a más amplia información, en
el periódico "EL PAÍS", del 13 de
octubre pasado:
La iglesia Oratorio de San Felipe Neri, en la calle de Santa Inés de
Cádiz, fue el escenario en 1812, con la elaboración de la Constitución, de
uno de los más serios intentos de la época contemporánea española para
acometer la modernización de nuestro país. Sin embargo, las Cortes Cons-
tituyentes comenzaron sus reuniones en el teatro de la isla de León ―hoy
la ciudad de San Fernando― el 24 de septiembre de 1810.
El acoso de las tropas franceses aconsejó el traslado de las delibera-
ciones de las Cortes a la ciudad de Cádiz, pero el ambiente marcadamente
liberal que se respiraba en la ciudad retrasó la toma de la decisión, ya que
los diputados conservadores no deseaban elaborar la Constitución en un
clima les era adverso. El 28 de noviembre de 1810, el Pleno conoce
que ha sido enviada una comisión para estudiar la instalación de las Cor-
tes en la ciudad de Cádiz.
Desde el primer momento se piensa en la iglesia de San Felipe Neri,
por su planta ovalada, sin columnas, y la inexistencia de un teatro u otro
lugar con suficiente capacidad para acoger a los padres de la patria. No
obstante, la decisión fue bastante debatida, y así, el diputado Villagómez
se opuso al traslado aludiendo que en el convento de los filipenses, con-
tiguo a la futura sede de las Cortes, se habían dado casos de fiebre ama-
rilla. Instalar el Parlamento en un templo también fue uno de los argu-
mentos del grupo que rechazaba el traslado de la Asamblea. Por fin, el
10 de enero de 1811, en votación secreta ―60 votos contra 42―, triunfa
definitivamente la tesis del traslado a Cádiz. El 20 de febrero se celebra
la última sesión en la isla de León y el domingo 24 se celebra ya en San
Felipe Neri la primera sesión de las Cortes.
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AMIGOS DEL SEÑOR
"Os he amado como el Padre me ha amado mí: permaneced en mi amor" Jn 15, 9-10
LA RAÍZ de la Iglesia no está en las
llamas pentecostales posadas sobre
las testas apostólicas. Aquello fue
como cuando se arranca el velo
que cubre la lámpara para que se vea la luz,
fue como el reventar de un rescoldo guar-
dado. No la maravilla de un momento, sino
el resultado de un crecimiento que el don
de la presencia del Señor entre los suyos
había preparado, como la crecida de las
aguas que nacen de lo hondo y luego rebo-
san por encima de las márgenes. No fueron
mojados de las lluvias de las gracias, sino
nacidos del don de Dios. De otro modo, el
Espíritu habría resbalado sobre los apósto-
les, lo mismo que la presencia y compañía
del Señor resbaló sobre tantos que le tuvie-
ron cerca y pasaron de largo junto a él,
profeta raro, exigente y demasiado joven
para los que tenían la religión como privi-
legio o como oficio.
"Vosotros sois mis amigos" Jn 15, 14
La raíz de la Iglesia es anterior a Pente-
costés; anterior a la traición de Judas, al
arrepentimiento de Pedro, a la muerte de
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Cristo...
"Somos débiles como el crucificado, pero viviremos como él de la fuerza de Dios" 2 Cor 13, 4.
La raíz de la Iglesia se puede entre-
ver en la confidencia culminante de aquella
hora inmediata al supremo dolor para la
gran liberación, gozo y fuerza para todos los
que le quieren oír y seguir, todavía ahora,
rescatados de las miserias del mundo y de
los pobres planteamientos solamente terre-
nos. La raíz de la Iglesia está en unas pala-
bras que ya jamás podrían morir, salidas del
corazón de Cristo cuando dijo a los suyos:
«Vosotros sois mis amigos». La Iglesia no es
un resultado talismánico de milagro o pro-
digio alguno, sino el fruto de la amistad sur-
gida de su don, aceptado y agradecido, que
transforma y hace fecunda la vida conver-
tida en respuesta a ese don. Después de eso
podía nacer la Iglesia, y el Espíritu pudo
venir a los amigos y colmarlos de la incan-
descencia de Dios.
"Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo te hemos seguido" Me 10, 28.
Por eso, después de esto, la Iglesia podría
superar las constantes embestida de los mie-
dos, podría sobrevivir a las persecuciones,
rejuveneciéndose hasta en los cansancios,
y resurgir más pura incluso después de las
culpas, y crecer constantemente en el cono-
cimiento de la verdad con la urgencia de
seguir transmitiéndola a los hombres, para
que en cada uno de ellos, en el cenáculo
intimo de la conciencia, se repitiera la reso-
nancia de las palabras del "Amigo", que no
son sentimentalismo o enajenación, sino
que, superando todo límite humano, viene a
resolver, transformar y comprometer la vida
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de cada uno y de todos los que le oigan con
buena voluntad: «Vosotros sois mis amigos».
"Tú has cumplido mi palabra y no has renegado de mi nombre Apoc 3,7.
Por esta razón la Iglesia es más que una
sociedad, más que una internacional de las
almas, más que una alianza espiritual o una
empresa cultural, más que un seguro de sal-
vación. Por eso la Iglesia es, en su raíz, fun-
damentalmente, una fraternidad de los "ami-
gos" del Señor. Lo demás...
"Venid también vosotros trabajar en ml vina" Mt 20,7.
Cuesta de explicar lo demás, y cada vez
que nos esforzamos en hacerlo para que el
mundo nos comprenda o acepte, caemos en
la facilidad de reducciones que mutilan o de-
forman la realidad de este misterio, que es la
Iglesia. Cuando queremos hacernos entender
demasiado, ocurre que lo que transmitimos
a los mundanos sobre nosotros, ya no es lo
que somos. Nos oyen, nos ven, y piensan que
somos una organización, cuando en realidad
somos más bien un organismo; piensan en
sociedad y en poder, y somos un misterio;
nos suponen idealistas o partidarios de filo-
sofías espiritualistas, y somos simplemente
creyentes de una fe que no cabe en el pensa-
miento ceñido a la sola doctrina ni al dogma
porque es una verdad vital...
Habéis sido llamados libertad Gál 5, 13
Por esto lo de-
más cuesta mucho de decir, como cuesta de
decir lo inefable Es aquí y es desde aquí; es
real y vivo, pero trasciende la realidad y la
vida el corresponder a la amistad del Señor
y el caminar por la vida juntos, como "ami-
gos" del Señor. En la realidad de la Iglesia,
misterio de Cristo, lo demás... es lo de menos.
9 (149)
VIENE UN PAPA POETA
Los que sueñan un mundo en regreso
hacia un orden ya periclitado, perfecto,
no quisieran un papa poeta,
como el papa que viene,
vencedor de las fórmulas rígidas
con palabras y gestos rimados
en la luz irisada del tiempo, el espacio,
donde el todo y la nada
son el sístole y diástole
del latir de la vida.
Ellos aman los largos discursos inútiles
y alabanzas ociosas,
o los juridicismos de leyes
para ser instrumento de astucias
en la agónica lucha del estadio del mundo,
de riquezas, poderes, prestigios ..
Ellos nunca sabrán recoger la belleza
ni siquiera del mito que montan
sobre base de cosas más buenas
para el gran espectáculo
que divierte, entusiasma
y enajena a los pobres
todavía despiertos
para alguna esperanza,
pero no la engañosa de los mitos solemnes.
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Y ese papa poeta ha llegado.
Solamente nos falta limpieza en los ojos
y evitar que se pierda en fragor de espectáculo
el valor del anuncio que proclama su paso,
su presencia tan rápida,
para que le dejemos que sea sencillo,
como fue Jesucristo.
¡Que nos hable de vida y entusiasmo por Dios,
o nos hable de muerte de los mártires nuevos
de Polonia o América,
y los nunca sabidos que se esconden en Cristo,
el testigo de todos los justos y pobres del mundo!
Y después de su paso
que nos quede el camino florido en silencio
y una nube, una estrella,
y el brillar del rocío sobre yerbas del campo
cuando el sol amanezca de nuevo,
y sigamos viviendo esta vida sencilla
de todos los días,
de todos los hombres,
de cada momento.
11 (151)
Documento:
DESDE LOS APÓSTOLES
HASTA NOSOTROS
Es una buena síntesis, extraída de las páginas que introducen a la lectura
de las ediciones de «LA NUEVA BIBLIA LATINOAMERICANA», pre-
parada en Chile y de uso común en la mayoría de las comunidades
cristianas de Latinoamérica, y que transcribimos respetando los modismos
peculiares de allí (por ej. "ustedes" por "vosotros"...), que en nada dificultan
el sentido y frescor expresivo del lenguaje de aquellos pueblos hermanos.
Diecinueve siglos han transcurrido desde que los após-
toles de Jesús escribieron los últimos libros de la Biblia.
En realidad, no se dedicaron tanto a escribir esos libros,
como a proclamar a Cristo y a hacerle discípulos, consti-
tuyendo así la Iglesia.
Setenta generaciones de cristianos se han sucedido
desde el tiempo de los apóstoles. Hablar de la Iglesia es
hablar de estos hermanos nuestros; es fácil criticarlos o
pensar que debían haber sido mejores; es más difícil
conocer el mundo en que vivieron, muy diferente del
nuestro, y comprender lo que trataron de realizar, llevados
por su fe, pero paralizados por sus defectos de hombres,
como nosotros mismos. «No condenen», dice Jesús.
Hombres libres,
vírgenes
y mártires
Los cristianos de los primeros siglos gozaron al sen-
tirse liberados: liberados de las supersticiones paganas
como de su propio temor y egoísmo. Pero pagaron cara
esta libertad. En su tiempo no había ley superior a la vo-
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luntad del emperador a las costumbres de pueblo,
ello ponían a Cristo por encima de los autoridades
humanas y por ser opositores de conciencia, los trataron
como a malhechores. El amor cristiano y lo virginidad
insultaban los vicios del mundo pagano.
De ahí que los cristianos fueron perseguidos. Durante
tres siglos hubo represión y mártires, a cera en un pro-
vincia del imperio, a veces en otra. En algunos periodos to-
das las fuerza del poder se desencadenaron contra ellos y
pensaron acabar con el nombre de Cristo. Pero las mul-
titudes que para divertirse iban a contemplar los suplicios
infligidos a los cristianos volvían avergonzadas de su pro-
pia maldad y convencidas de que la verdadera humani-
dad estaba en los perseguidos.
La conversión
de Constantino
Mientras tanto el mundo romano entraba en decaden-
cia. Antes que fuera vencido por sus enemigos se debilita-
ron las fuerzas espirituales que lo habían encumbrado: ya
no tenían vida las creencias antiguas. En el año 315 el
propio emperador Constantino pidió ser bautizado y, des-
pués de él, los gobernantes fueron cristianos. Este fue un
acontecimiento decisivo para la Iglesia, que pasaba a ser
protegida en vez de perseguida.
Pero este triunfo trajo consigo desventajas que se iban
a medir con el tiempo. En adelante la Iglesia debió ser la
fuerza espiritual que necesitaban esos pueblos del impe-
rio romano, reemplazando a las falsas religiones, y sus
puertas se abrieron para recibir a las muchedumbres en
busca del bautismo. La Iglesia ya no se limitaba a creyen-
tes bautizados después de ser convertidos y probados: tuvo
que hacerse la educadora de un "pueblo cristiano" que no
difería mucho del anterior "pueblo pagano". Lo que se
ganaba en cantidad se perdía en calidad. Los emperado-
res "cristianos" tampoco diferían de sus predecesores. Así
como éstos habían sido la suma autoridad en la religión
pagana, ellos también quisieron dirigir la Iglesia, nombrar
y controlar a sus obispos: protegían la fe y sometían las
conciencias.
Por otra parte, al salir de la clandestinidad o de una
situación postergada, los cristianos tuvieron que meterse
más en los problemas del mundo. ¿Cómo podían conciliar
la cultura de su tiempo con la fe? Ése fue el tiempo en que
los obispos a los que llaman "los Santos Padres" hicieron
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una amplia exposición de la fe respondiendo a las pregun-
tas de sus contemporáneos. Entre los de más genio se des-
tacó San Agustín.
Hay gente que prefiere no ver los puntos difíciles de la
fe. Pero los que se atreven a profundizarlos, como se debe,
no siempre se cuidan de los errores. El error que más se
difundió y por poco arrastró a la Iglesia fue el "arrianis-
mo": por miedo a dividir el Dios único, los arrianos nega-
ban que Cristo fuera el Hijo igual al Padre; lo considera-
ban solamente como el primero entre los hombres y entre
los seres de toda la creación. Los emperadores arrianos
designaban obispos arrianos: pero como lo había prometi-
do Jesús, el Espíritu Santo mantuvo la fe del pueblo cris-
tiano en Cristo Hijo de Dios y el error retrocedió.
En esos tiempos los cristianos deseosos de perfección,
al ver que la Iglesia no era ya la comunidad fervorosa del
tiempo de los mártires, empezaron a organizarse en comu-
nidades austeras y exigentes. Les pareció necesario aislar-
se de la vida cómoda para buscar a Dios con toda el alma,
y así, en los desiertos de Egipto primero, y luego por todo
el mundo cristiano hubo monjes y ermitaños. Al apartarse
de la gente común corrían el riesgo de perder los benefi-
cios de la solidaridad humana y caer en la tentación de
soberbia, pero, por otra parte, con su fe y su generosa en-
trega mantuvieron el ideal de vida enteramente consagra-
da a Cristo, que debe ser lo distintivo de todo bautizado.
El fermento
en la masa
Cuando se derrumbó el Imperio romano invadido por
los bárbaros, devastado, arruinado, despedazado, pareció
que fuera el fin del mundo. (Hablamos siempre del Impe-
rio romano, no porque fuera el único lugar poblado en el
mundo sino porque, de hecho, los predicadores cristianos
no habían salido, o poco, de sus fronteras).
Pero, en realidad, esta destrucción anunciada por Juan
en el Apocalipsis dio la partida para otros tiempos; la Igle-
sia no pereció en ese torbellino, sino que descubrió una ta-
rea nueva: evangelizar y educar a los pueblos que, después
de las invasiones bárbaras, habían vuelto a una sociedad
más pobre, muy inculta y totalmente desorganizada.
Estos pueblos no conocían otra fuerza moral u otra ins-
titución firme que la de la Iglesia. Muchas veces el obispo
había sido el único que se constituyera en «Defensor del
pueblo» frente a los invasores. No había otros que los cléri-
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gos para educar al pueblo; en los monasterios se guarda-
ban al lado de las Escrituras Sagradas los libros de la cul-
tura antigua. La Iglesia fue el alma de esos pueblos pri-
mitivos, crueles, generosos y excesivos en todo. Y mientras
luchaba perseverantemente para limitar guerras y vengan-
zas, proteger a la mujer y al niño, desarrollar el sentido
del trabajo constructivo, ella misma se dejó penetrar por
las supersticiones y la corrupción. A pesar de que, por
momentos, pareció hundida en los vicios del mundo, lo
sembrado entre lágrimas floreció con el tiempo. Nació una
civilización nueva cuya cultura, arte y, más que todo,
ideales, eran fruto de la fe; ésta fue por unos siglos la
"cristiandad".
La parte oriental del Imperio romano había resistido a
las invasiones bárbaras, en los territorios donde están aho-
ra Turquía, Grecia, Siria y Egipto. Esta parte de la Iglesia,
llamada Griega u Ortodoxa, y que luego evangelizaría a
Rusia, se apartó poco a poco de la parte occidental ocu-
pada por los bárbaros y animada por la Iglesia de Roma.
Hubo dos Iglesias diferentes por la cultura, el idioma y las
prácticas religiosas, a pesar de que guardaban la misma
fe, y esto no era malo. Pero ambas cometieron el pecado
de fijarse más en sus propias costumbres que en la fe co-
mún, así, la Iglesia oriental se apartó del Papa, sucesor
de Pedro en Roma.
La Iglesia
y la Biblia
En el año 1460 los descubrimientos de Gutenberg per-
mitieron imprimir libros. En tiempos anteriores no había
sino libros escritos a mano, caros y escasos. No estaba al
alcance del hombre común tener una Biblia ni siquiera un
Evangelio. La Biblia se leía en la Iglesia y servía de base
para la predicación. Y para que estuviera más presente en
la memoria de los fieles, no se construían templos sin
adornarlos
por todas partes con pinturas, esculturas o vi-
trales que reproducían escenas bíblicas.
Pero en adelante cada uno podría tener las Escrituras
Sagradas con tal que supiera leer. Este descubrimiento
técnico iba a precipitar una crisis latente en la Iglesia.
Porque durante siglos, las instituciones de la Iglesia, su
clero, sus religiosos, habían forjado la cultura y la unidad
del mundo cristiano, siendo sus guías en lo político como
en lo espiritual, las preocupaciones materiales superaban
muy a menudo la dedicación por el Evangelio. Muchos
hombres destacados, religiosos, santos, habían protestado
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pidiendo reformas. Pero las reformas no salían adelante.
Con la impresión de la Biblia, varios pensaron que la úni-
ca solución para reformar la Iglesia era entregar a todos
el Libro Sagrado para que, al leerlo, bebieran el mensaje
en su misma fuente y corrigieran los desvíos y malas cos-
tumbres establecidas.
Cuando Martin Lutero tomó la iniciativa de una Igle-
sia reformada, apartándose de la Iglesia oficial, acometió
la obra de traducir toda la Biblia al idioma de su pueblo,
el alemán, pues hasta entonces se publicaba casi siempre
en latín.
Es que, en la Iglesia, la mayoría de los clérigos, des-
conociendo el provecho que se sacaría de la lectura indi-
vidual de la Palabra de Dios, se fijaban más bien en los
peligros de que cada uno se creyera capacitado para com-
prenderlo todo sin error si se entregaba al Libro Sagrado
a todos. No se equivocaban totalmente, pues apenas Lu-
tero hubo traducido la Biblia, sus seguidores empezaron
a pelear entre ellos y a fundar Iglesias opuestas, segura
cada una de retener sola la verdad.
Cuando, años después, la Iglesia se reformó a sí mis-
ma, no por eso se promovió suficientemente el interés por
La Biblia. Predicadores y misioneros no dejaban de ense-
riar el Evangelio, pero todo llegaba al pueblo desde arriba
sin que fuera estimulado a buscar personalmente la ver-
dad.
Conquistadores
y misioneros
Desde los Apóstoles, los creyentes se han preocupado
por transmitir su fe a los demás. También hubo misione-
ros que se aventuraron entre los pueblos enemigos o de
otro idioma, para predicar el Evangelio. Pero cuando
toda Europa se encontró más o menos reunida en la cris-
tiandad, o sea en el área cultural y social animada por la
Iglesia, creyeron que se había cumplido la tarea misione-
ra. ¿Qué había fuera de los países cristianos? Ellos hubie-
ran contestado: «Los moros, nada más». Los moros, es
decir, los pueblos árabes de religión musulmana, enemi-
gos encarnizados de los países cristianos. Y no pensaban
que hubiera pueblos más allá.
Algunos profetas como Francisco de Asís o Ramón
Llull comprendieron que sería mejor anunciar a Cristo
entre los musulmanes que luchar contra ellos con armas.
También misioneros como Juan de Mortecorvino recorrie-
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ron toda Asia a pie, hasta China. Pero fueron excepcio-
nes. Ya en estos tiempos, que nos parecen lejanos, las Igle-
sias de Europa tenían siglos de tradición; tenían su cul-
tura, su manera propia de reflexionar la fe y de vivir el
Evangelio. Y para los hombres de ese tiempo era muy
costoso comprender a pueblos de otra cultura transmi-
tirles el Evangelio de manera que pudieran organizarse
en Iglesia según su temperamento propio y conforme a su
idiosincrasia. Por esto las Iglesias fundadas en los extre-
mos del mundo no prosperaron y la Iglesia se confundió
con la cristiandad europea.
Pero cuando Marco Polo, Vasco de Gama y Cristóbal
Colón abrieron el muro de ignorancia que protegía a la
cristiandad, la Iglesia conoció la dimensión real del mun-
do que no había recibido todavía el Evangelio: África,
Asia y América.
Eran aventureros los conquistadores, pues la gente
tranquila no suele arriesgarse en tales cosas. Pero apenas
descubrieron el Nuevo Mundo los acompañaron los aven-
tureros de la fe, ansiosos por conquistar para Cristo a los
que todavía no lo conocían, y entre los que partieron así
sin armas, sin otra preparación que su fe, no faltaron los
santos ni los mártires.
La misión en América pareció que sería muy fácil y
fecunda. Los españoles habían destruido las naciones in-
dígenas y, a veces, arrasado su cultura. Los indios no se
resistieron a la fe, y en varios lugares se concedieron pri-
vilegios a los que se hacían cristianos. Poca gente se dio
cuenta de que la cristianización era muy superficial. Bajo
la película delgada de las prácticas católicas los pueblos
indios guardaban sus creencias paganas. Seguían muy
religiosos como lo eran antes, pero a su manera, y, si bien
es cierto que la Iglesia suprimió costumbres inhumanas e
hizo obra de educación moral, los hombres, en su mayo-
ría, no se encontraron con Cristo ni se convirtieron a su
mensaje en forma responsable. Recibían las enseñanzas y
los beneficios de "la Iglesia", pero no se consideraban a
sí mismos como "Iglesia", es decir, comunidades reunidas
en torno a la Palabra de Dios.
La rebeldía
de los laicos
Al hablar de la cristiandad dijimos que la Iglesia se
había hecho responsable de muchos sectores de la vida
pública, y esto, por necesidad, porque no había autoridad →
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civil o militar que se encargara de ello. El clero fundaba
y atendía las escuelas y universidades, los religiosos se
hacían cargo de la Salud Pública: hospitales, hospicios,
orfanatos. Los monjes colonizaban y valorizaban las tie-
rras sin cultivar.
Pero llegó el día en que el mismo progreso social de
la cristiandad despertó un concepto nuevo de la vida. Los
más conscientes entre los dirigentes e intelectuales com-
prendieron que todas estas tareas debían ser devueltas a
las autoridades civiles. En esto estaban de acuerdo con el
Evangelio, que distinguió lo que es del César y lo que es
de Dios. Pero también en esto se enfrentaron con las ideas
tradicionales. Raras veces nos convencemos que debe-
mos transmitir a otro una responsabilidad nuestra. Así
pasó con las autoridades de la Iglesia. De tal manera que
los cambios necesarios para que la cristiandad decadente
diera lugar a naciones modernas, a instituciones laicas, a
ciencias independientes, se hicieron en forma de lucha. To-
dos saben el proceso ridículo hecho al físico Galileo y los
conflictos políticos que hubo entre los papas y los reyes.
Durante siglos la Iglesia había constituido la cristian-
dad y luego fueron necesarios cuatro siglos de luchas es-
tériles para que se diera cuenta que, al perder sus recursos,
su poder político y su monopolio cultural iba a encontrar
su verdadera misión, que es la de ser en el mundo una
fuente de amor y de unidad, la levadura en la masa.
El amor
nunca
pasará
Es fácil ver que muchas dificultades encontradas por
la Iglesia en los últimos siglos se deben a que los obispos
y sacerdotes habían pasado a dirigirlo todo en la Iglesia
y en la sociedad. Pues la función propia de ellos es la de
mantener la fe y la unidad de la Iglesia y no siempre
tienen el espíritu "profético" que permite orientar la Iglesia
hacia nuevos rumbos. De hecho, no comprendieron que la
transformación social que iba despojando a la Iglesia ser-
vía a los planes de Dios.
Pero, si bien faltó en la Iglesia la visión del porvenir,
nunca le faltó lo más precioso y que es su razón de ser:
el amor.
El hombre débil teme la muerte; el desgraciado, la llama;
el valentón la provoca, y el hombre sensato la espera.
Franklin
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No nos detengamos en los errores propios de cada si-
glo. Nuestros hermanos del siglo XVI arriesgaban su vida
sin temor por el servicio de Dios y, con la misma pronti-
tud, mataban al que no compartía su fe. Tampoco nos de
tengamos en la mediocridad de la mayoría de los bautiza-
dos: ésa es la condición humana. Pero no hubo siglo ni
generación en que no se vieran por todas partes hombres y
mujeres llevados por el amor a los sacrificios más grandes;
que buscaron a Dios y quisieron devolverle a Cristo su
amor hasta el heroísmo: pensemos en una Teresa de Ávila
o una Rosa de Lima; en los Mercedarios que se hicieron
esclavos para rescatar a sus hermanos esclavos.
Los que
supieron
amar
Al recorrer la historia encontramos varias clases de
hombres que han levantado la humanidad: los pensadores,
los artistas, los libertadores..., y no todos eran cristianos.
Pero si nos fijamos en la raza de los que supieron amar,
no hubo nunca nadie más grande que los santos: ellos fue-
ron los que más amaron y los más apasionados.
El amor es humilde, paciente y servicial, dice san Pa-
blo. Así la Iglesia, al mismo tiempo que favorecía las ins-
tituciones más exigentes y más fervorosas se negó a ser un
grupo de "perfectos". Nunca rechazo a los pecadores, a los
débiles; nunca despreció a la humanidad común y medio-
cre. Pues sabia que no hay otra perfección ante Dios que
el amor, y no hay amor sin humildad, y no llega uno a ser
humilde sin humillación, y la humillación le viene a uno
de sus mismos pecados.
Al resucitar, Cristo dijo a sus apóstoles: «Perdonen los
pecados», y al cabo de veinte siglos de historia cristiana
la Iglesia se destaca como el lugar en que los hombres en-
contraron el perdón y en que aprendieron a perdonar.
El Espíritu
Pero también Cristo dijo: «Reciban el Espíritu Santo».
En los años presentes se desmorona el prestigio que la Igle-
sia se mereció en el pasado, su clero disminuye, sus escue-
las y sus hospitales pasan a ser del gobierno, ¿acaso va a
desaparecer? Más bien, al perder los recursos y medios en
que los hombres suelen confiar, se dispone a que la dirija
y empuje más eficazmente el Espíritu de Dios. Más que en
el pasado la Iglesia entrega la Biblia a todos los fieles. En
su último encuentro mundial, el Concilio Vaticano insistió
en que todos pudieran leer, meditar y rezar las Escrituras
Sagradas, para que en todo y siempre seamos conducidos
por el Espíritu de Cristo.
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«Somos muy dados todos los hombres ―especial-
mente los católicos españoles― a buscar en las
palabras del Papa las razones que apoyen nuestra
"ideología" o nuestra "postura", tomada previa-
mente para afirmar después rotundamente ―y de
ordinario utilizando sus textos contra otros cristia-
nos― que el Papa es "nuestro", que está con nos-
otros y condena a los que no piensan
de la misma manera».
Card. VICENTE ENRIQUE TARANCÓN,
en un artículo publicado recientemente en el "Osservatore Romano".
LAUS
Director Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprimo: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete D.L. AB 103/62 - 7.11.82
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