Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 201. FEBRERO. Año 1983
SUMARIO
EXISTE una relación concatenada y progresiva entre
secularidad y pobreza, pobreza y esperanza, espe-
ranza y cristianismo. Somos, en el tiempo, pobres
todavía de eternidad. Pero abiertos a la esperanza
cristiana, cabe una purificación en la que se recoja el
reflejo de lo eterno ―don, gracia, generosidad divina― en
lo temporal. Jesucristo mismo es el reflejo y la presencia
de lo eterno, santo y divino, que irrumpe en lo temporal,
secular humano. Cuando la pobreza no sea una cala-
midad, sino una purificación y un respeto por lo recibido
de Dios, se convertirá en disponibilidad para su Reino.
Por eso Jesucristo eligió la pobreza.
HOMBRE INTERIOR
SECULARIDAD Y CONVERSIÓN
CLASES
LA POBREZA
NADIE LA ECHÓ DE MENOS
RESONANCIAS BÍBLICAS DE LA ESPERANZA
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Tiempo de oración:
HOMBRE INTERIOR
(FRAGMENTO)
La Nada no es la Nada.
Se ha impregnado del Ser. Todo es presencia.
Hombre interior, ¡qué jubilo al sentirte
sin un apoyo táctil en torno de ti mismo!
Viajero irremediable de los aires,
pero no del vacío.
El vacío no existe. Dios lo colma.
Sin pedestal tangible
te hallas sobre la Roca que dura eternidades.
Ya todo el oleaje de tu inquietud ―tu esencia―
tiene un inmenso océano en que dance...
Señor, ¿qué han de decirme las estrellas
y las olas del mar
y el arpegio ondulante de la sierra?
Tú en mí. Yo en ti.
Tu hablar y el mío hechos ya monólogo.
Mis días enhebrados en tu eterno existir.
Todo mi ser en séptima morada.
Jorge Blajot Pena
2 (22)
Secularidad
y conversión
CUARESMA ESTÁ a las puertas, cuando han transcurrido sólo algunas
semanas de haber contemplado la figura de Cristo, casi como un idilio
que se introduce en la historia del mundo, si bien enseguida se nos
han repetido para meditarlos en el recuerdo, algunos gestos y algu-
nas palabras suyas. Y, acto seguido, la Iglesia nos vuelve a hablar do
"conversión". Conversión que quiere decir esfuerzo transformador, en unos
tiempos en que son tantas las transformaciones y cambios que se producen
en nuestro entorno, como si un mundo nuevo estuviera haciendo, sin que
nos acabe de desvelar el misterio que encierra ese devenir que todo lo
conmueve, lo relativiza y lo transforma. ¡Tantas son las conmociones que
contemplamos, sin la posibilidad de permanecer indiferentes a la hora de
Aceptarlas o resistirlas!
Si tomamos en serio que nos hemos de convertir, tendrá que ser llevan-
do cuenta de las exigencias de esta hora que estamos viviendo. En definitiva,
tendrá que ser o consistir en una actitud de fidelidad al continuo proceso
transformador que nos lleve a una mayor limpieza de corazón, a un sincero
desprendimiento de lastres egoístas, al respeto al orden de Dios, a la ver-
dadera libertad, a la paz... para que todo nos disponga al último gran en-
cuentro trascendental, es decir, que nos lleve más allá de nuestro propio
ser y de este tiempo de nuestra vida y de este lugar que pisamos. Una con-
versión en la secularidad, en este "siglo", porque es esta hora la que ha de
ayudarnos a convertirnos; esta hora que hemos de recoger y medir y acep-
tar lealmente como un reto ―relativamente el mejor, para nosotros― liber-
tador, espiritual y, por lo tanto, redentor. Una hora que bendecimos porque
creemos que Dios la ha elegido para nosotros. Y A nosotros nos ha elegido
en ella.
Se trata de ser "seculares", mas olvidándonos de los sentidos demasiado
estrictos que provienen tanto de los fanatismos como de los agnosticismos
de las clasificaciones jurídicas, religiosas, políticas o sociológicas. Ser se-
culares simplemente porque queremos recoger el significado de nuestro
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tiempo, de lo presente y providencial que Dios nos manifiesta en él, e inter-
pretarlo y vivirlo desde la fe, como un don de Dios que hace fecundo cada
momento, y por eso también nuestro tiempo. Y evitar dos reacciones peli-
grosas ante lo sorprendente del acontecer que nos desafía: en primer lugar
He trata de vivirlo sin gastar energías para intentar recuperaciones nostál-
gicas de un pasado histórico, tal vez útil en su momento, pero cuya revivis-
cencia actual resultaría impeditiva, como un entorno que hay que amortizar;
y por otra parte, entenderlo y vivirlo con suficiente realismo para no pro-
vocar anticipaciones utópicas, que estragarían el desarrollo proyectado
hacia la eclosión armónica y serena del Reino de Dios, por los caminos de
in Historia.
Además, hay que amar profundamente cate tiempo nuestro, este ahora
fluyente que nos da Dios para que en él seamos piedra viva de una edifica-
ción que no cabe en lo creado, si bien aceptando la provisionalidad de lo
mismo que hemos de amar mientras se nos escapa, porque lo provisorio es
siempre relativo, y porque no aceptarlo así sería perdernos en ensoñacio-
nes absurdas, o empantanarnos en absolutos inexistentes que nos paraliza-
rían. Ser seculares, pero evitar el secularismo, que es como una reducción
absolutizadora de lo secular.
Se trata de convertirnos para llegar a esa visión de nuestro estar en
esta hora, desde la fe, y encararnos a ella con actitud leal y sostenida, sin
lo cual no sería posible, también en esta época, llevar la liberación cristiana
al mundo nuestro. Algo que se contiene en la advertencia evangélica que
nos repitió Juan XXIII: «Estad atentos a los signos de los tiempos»,
Señor, no permitas jamás que yo, ni siquiera por un
instante, me olvide de que has iniciado ya tu reino
en la tierra y que la Iglesia es tu obra, tu institu-
ción, tu instrumento y que nosotros estamos bajo tus
normas, tus leyes, tu mirada, y que cuando habla la
Iglesia, eres tú que estás hablando. No permitas ja-
más que la familiaridad con esta maravillosa verdad
me conduzca a ser insensible respecto a ella, ni permi-
tas que, a causa de las debilidades de tus representan-
tes, yo sea inducido a olvidarme de que tú hablas y
obras por medio de ellos.— John H. card. Newman, C. O.
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CLASES
TODAVÍA hay clases. No se ha
dirimido todavía el conten-
cioso clasista que Marx teo-
rizó. Pero las clases, las diferencia-
ciones injustas entre los hombres,
no desaparecerán porque la huma-
nidad se haya igualado según hipo-
téticos repartos matemáticos, sino
porque cada uno de sus miembros
haya alcanzado finalmente la ma-
durez personal a que el Creador le
ha destinado. Mientras tanto, tan
clasista es el rico que desprecia,
desde la soberbia, al más pobre,
como igualmente clasista es el po-
bre resentido que presume de su
pobreza y la exhibe, provocando el
escándalo del contraste, para ven-
garse por envidia del rico que ha-
bría querido ser. Y lo que se dice
de ricos y pobres, vale igualmente
entre sabios e ignorantes, entre
fuertes y débiles, entre vecinos y
forasteros...
Existe la expresión de "privile-
gios de clase", porque suelen ser
los privilegios los que generan
las clases, tanto si tienen connota-
ción económica, como profesional,
o de edad, o de otra índole. Por
ello la norma que haría desapare-
cer los clasismos pasaría por el
cumplimiento de la propia misión
en la vida, pero sin buscar privile-
gios. Por desgracia, todavía toma-
mos como distinción honrosa el
disfrutar de privilegios o excepcio-
nes que nos ahorren alinearnos con
el común de los demás hombres.
Todavía la vanidad y el orgullo, la
injusticia y el egoísmo, la envidia
y la astucia, inspiran las miras de
las relaciones de unos y otros, y
por esto no desaparecen las clases
humanas, o cambian solamente de
expresión para convertirse en pla-
taformas ya de defensa de intereses,
ya de táctica para la propia clase
en lucha contra la opuesta. A las
antiguas peleas entre hordas, a las
rivalidades tribales, a las batallas
entre pueblos y a las guerras entre
naciones, ha sucedido la lucha de
clases, a causa de las desnivelacio-
nes entre los hombres pertenecien-
tes a una misma sociedad. Pero
todavía no ha terminado el enfren-
tamiento clasista, cuando los con-
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trastes y amenazas de recíproca
destrucción, se producen, no ya
entre clases de sujetos, sino entre
naciones unas con otras, y razas, y
continentes... Y es que, a pesar de
que la humanidad evoluciona, la
sucesión de sus cambios no acaba
de absorber las viejas contradiccio-
nes precedentes, sino que se añaden
a la evolución amaneciente, como
el poso de civilizaciones y culturas
teóricamente amortizadas, pero que
dejaron sedimentos de rudeza y
egoísmos.
De todos modos, algún día la
utopía de la justicia estará a punto
de devenir Reino de Dios: y enton-
ces desaparecerán las clases entre
los hombres, entre los estados, pue-
blos y naciones, entre los continen-
tes y razas.
Todo esto no surgirá de un mila-
gro, sino como fin de un proceso
en el que habrán participado todos
los hombres de fe, en la medida
que esta fe haya sido asumida con
sinceridad, imitando a Jesucristo,
verdadero hijo de Dios que descen-
dió hasta nosotros, dejando su "cla-
se" divina y haciéndose en todo
igual a los hombres, menos en el
mal. Pues esa es la gran lección
cristiana, superior a todas las filo-
sofías. Por esto, después de Jesu-
cristo, resultan ridículas las preten-
siones monopolizadoras del poder,
los engreimientos del honor, la in-
justicia del afán de riquezas. Su
nacimiento pobre, su sometimiento
a la ley que no le obligaba, su bau-
tismo de penitencia siendo el ino-
cente, la sencillez de su vida de
trabajo, su ministerio ajeno a so-
lemnidad y, sobre todo, la gran
humillación del dolor y de la muer-
te, a causa de una condenación
sacrílega, de la que no se defendió,
pudiendo hacerlo. Efectivamente:
Cristo renunció a su "clase", y así
mereció, desde lo humano de su
abatimiento, la mayor gloria jamás
concedida a un ser creado, porque
fue su santa Humanidad lo que el
Padre glorificó con la Resurrección
del Hijo. La suma grandeza sucedió
a la suma pobreza, porque nadie
podía ser más pobre que un inocen-
te condenado, y condenado a muer-
te, y a muerte de esclavo. Un ino-
cente que era el Hijo de Dios.
Yo siempre he buscado poner mi suerte en las
manos de Dios y esperar con paciencia que el
cuide de mi causa, y he visto que él jamás se ha
olvidado de mí.― John H. card. Newman, C. O.
6 (26)
La pobreza
LA POBREZA limpia es la me-
jor belleza, porque es la úni-
ca durable. Pero cuando en el
Evangelio vemos que el ambiente
que Cristo inaugura con su entrada
en el mundo, y aquel en que se
mueven los que le están más cerca,
es el de la pobreza, no lo hace por
motivaciones estéticas, sino mora-
les, espirituales, religiosas. Porque
la pobreza de alma, es la primera
limpieza que sigue a la conversión.
Tal vez por esto con su proclama-
ción se inicia el gran Sermón de la
Montaña...
Pero conviene advertir que no
tiene la virtud de la pobreza el que
enmudece frente a la carencia de lo
necesario para su vida. Tampoco
el que se resigna con lo poco o
escaso que le toca en suerte; la
pobreza no es producto de un acto
de resignación que evita cansan-
cios a costa de tener o pretender
poco. Menos pobre evangélico es
el miserable que renuncia al es-
fuerzo para procurarse lo que pre-
cisa, y prefiere pedirlo y obtenerlo
de la limosnería ajena. Del mismo
modo que tampoco es caridad la
satisfacción autoconfortadora y fa-
risaica de quien favorece la va-
gancia ajena con la práctica de la
limosna a los pedigüeños profesio-
nales, en vez de educar al prójimo
y corregirlo para redimirlo de la
humillación de la mendicidad. La
verdadera caridad cristiana ni es
exhibicionista ni cultiva el vicio
de los perezosos, ya insensibiliza-
dos, aunque éstos sirvan tantas ve-
ces para la vanidad beata o la su-
gestión ignorante de complacencia
en la propia virtud (?) de dadivo-
sos imprudentes que se complacen
a sí mismos.
Tampoco el objeto de la pobreza
es la simple carencia de bienes
materiales, aun necesarios, sino
que incluye además y son más
importantes, los bienes del espí-
ritu, es decir, del entendimiento y
del corazón. Incluso cuando nos
referimos a los bienes materiales,
no podemos detenernos en los que
sensiblemente nos resultan más fá-
cilmente visibles o contables, como
los objetos poseídos o el dinero,
7 (27)
sino que el tiempo, la salud y otros
de índole moral, como el honor,
son más importantes.
El hombre, ser creado y, por lo
tanto, finito, ha de saber que es
limitado. En el momento en que
descubre el contenido que está más
acá de su limitación, y lo agradece
a Dios, y lo utiliza con respeto y or-
den, como teniendo que dar cuenta
de un tesoro que se le ha confiado,
está en disposición de aproximarse
al verdadero gozo de la virtud de
la pobreza como virtud que propo-
ne el Evangelio a todo el que quie-
re ser hijo de Dios, Padre que está
en los cielos, y que ha dado un
mundo a los hombres. Entonces
puede ser generoso y puede igual-
mente acallar el brote perverso de
las envidias que hacen al hombre
mezquino y que le impiden la po-
breza de espíritu.
Ocurre que el que tiene más ob-
jetos contables, más bienes sensi-
bles, suele atarearse desmesurada-
mente en ellos, y confía en ellos
de tal suerte, que llegan a consti-
NADIE LA ECHÓ DE MENOS.
Se llamaba Adelaida Sánchez Blanes, tenía 69 años de edad, y fue hallada
muerta en su domicilio de Bravo Murillo, en Madrid. En realidad hallaron
menos que un cadáver, pues eran los restos momificados, marchitos, como
pergamino pegado a la estructura esquelética, envueltos todavía en la bata
levemente deshilvanada y, como aureolando la imagen evidente de la muer-
te, la cabellera blanca, peinada, intacta, como diadema pacífica, y plateada,
brillante y muda como la soledad. Yacía al pie de la cama, ordenada, que
tal vez no pudo alcanzar en su postrer cansancio. Una estampa en la pared,
una medalla en el cuello. Y el silencio. Nadie la había echado de menos,
aunque el forense dijera que llevaba más de tres años inmovilizada por la
muerte. Si hubiese sido rica, si hubiese sido pedigüeña... Pero no: vivía sola
sin despertar el interés a vecinos, ni codicia a herederos (es decir, familiares
expectantes).
La noticia escueta la daban los diarios madrileños de finales de diciembre
pasado. Y tal vez esa muerte estaría todavía por descubrir de no haberse
reiterado apremios por ese cúmulo de pequeños tributos, cuya cuantía la
morosidad multiplica, hasta culminar con la orden de embargo. Porque fue
por esta razón material, de insolvencia económica que, finalmente, llevó a
los funcionarios judiciales a derribar la puerta para proceder al embargo...
Entonces descubrieron por qué, esa mujer olvidada, no pudo, por sí misma,
pacíficamente, abrirles la puerta.
Poco sería lo que ella pudiera deber en comparación de cuanto le debieran
en solidaridad, amor y hasta educación, vecinos, parientes, conocidos.
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tuir su anhelo constante o princi-
pal, y le llenan el pensamiento y el
corazón y pone en ellos tanta con-
fianza que sobreestima su valor,
como si de ellos dependiera la pro-
pia seguridad. En el mundo toda-
vía pagano en que nos movernos,
esa primacía por los bienes mate-
riales todavía existe en los pensa-
mientos de los hombres y en los
modos como se organizan las rela-
ciones comunitarias humanas. De
donde es comprensible que se deri-
ven tantos otros males surgidos de
pretender compaginar el desorden
de las codicias y los complejos de
las envidias con la necesidad de
paz y felicidad que renace siempre
como una exigencia imperecedera
profundamente sentida, que Dios
mismo puso en el corazón humano
y jamás ha querido borrar, y ni si-
quiera el mismo pecado logra des-
truir.
Quien consiga liberarse de estas
esclavitudes podrá ser hijo de Dios
y llegar a la libertad de redimido
y experimentar el gozo indescrip-
tible de ayudar a los demás a libe-
rarse, porque siempre será cierto
que nadie puede liberar a otros si
él mismo, primeramente, no es ya
libre. Esta es la razón por la que
Cristo, el gran libertador, el Reden-
tor por antonomasia, el Hijo de
Dios, al entrar en la corriente de la
vida de los hombres, eligió caminos
de pobreza y la predicó y exigió a
sus seguidores.
Un cierto día Newman
fue interrogado, casi
bruscamente, sobre:
«¿Quién es mayor, un
Cardenal o un santo?»
Naturalmente, sólo un
niño hubiera tenido la
franca inocencia de
atreverse a tal
pregunta. Al propio
tiempo, el Cardenal ya
estaba viejo y débil de
fuerzas, y refieren los
testigos de este hecho
que él no se mostró
sorprendido o agitado
a causa de semejante
indiscreta curiosidad
que le manifestaba
precisamente, un niño,
sobrino segundo suyo.
Y el Cardenal dio una
respuesta que cada
lector puede
interpretar libremente:
«Los cardenales
pertenecen a este
mundo, y son terrenos,
mientras que los santos
son del cielo y por ello,
celestiales».
LOUIS BOUYER, C. O.
9 (29)
Documento:
Resonancias bíblicas
sobre pobreza y esperanza
DEL II CONGRESO de Teología Pobreza, celebrado el pasado mes de
septiembre, en Madrid, bajo el lema «Esperanza de los pobres, Espe-
ranza cristiana», extraemos una parte de la ponencia de Ángel Gonzá-
lez Núñez, una de las mejor elaboradas. El tema general del Congreso era
oportuno porque, como observaba José Gómez Caffarena, «en estos días malos
para esperanza, todos, incluso aquello que hoy experimentan in amenaza de
la desesperanza, queremos esperar». Tal vez, no ya por aquello de que «mien-
tras hay vida hay esperanza», sino porque donde hay esperanza, la vida sigue:
Resonancias del término esperanza
Esperanza es el nombre de una actividad, de una ac-
titud sencillamente de un dato le los más luminosos
fecundos de la vida humano. Sin ese dato la luz de la vida
se oscurece y su vigor se acobarda. Con él gana el presente
indeciso un horizonte despejado, pues esperanza suena a
futuro, a mañana mejor. A la vista del hombre que espera
se abre un porvenir que lo permite arremolinarse en lo
que se tiene y se es. Su apelo convoca a embarcarse en la
nave de lo imposible. Avances provisionales de esa maña
na mejor sazonan el presente y dan sentido a la vida.
En contraste con la esperanza, o debajo de ella, está
el cansancio de vivir, sentimiento de quienes lo ven todo
arrasado por el mal y creen saber que por delante no hay
nada mejor. En esas condiciones, la vida es un quehacer
que no vale la pena. Actitud parecida es la de aquellos que
rehúyen mirar hacia el futuro, queriendo así escapar a lo
pavoroso de su incertidumbre. Unas y otras son existen-
cias cargadas de hastío, vencidas por el miedo.
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Contraria también a la esperanza, esta vez por encima
de ellas, es la actitud de la autosuficiencia, la de los insta-
dos en su status, satisfechos de su situación y condición e
interesados en que no cambien. Obviamente son otros los
que pagan el costo de esa complacencia.
La esperanza y los pobres
La esperanza es actitud que cultivan los pobres, lo que
han gustado las carencias, les han tomado el pulso y no se
amilanan ante ellas. Ellos quieren un porvenir distinto del
presente y saben que lo tendrán. Alguien les dice al oído,
secretamente o a voces, que alcanzarán lo que esperan.
«Dichosos los que saben que son pobres,
pues suyo es el reino de Dios» (Mt 5, 3).
La esperanza es para el pobre más valiosa que todas
sus otras posesiones. En él termina revelándose inaliena-
ble dato antropológico. El hombre no se define solamente
por lo que tiene y lo que es, sino por lo que está llamado
a ser y espera alcanzar…
Objeto de la esperanza
El objeto de la esperanza tiene siempre raíces en la
tierra pero sus concreciones insinúan en todo caso una pro-
fundidad de bien que no ha hecho más que asomarse. El
bien natural y el histórico se visten de proporciones infi-
11 (31)
nitas, cuando revelan a Dios en su trasfondo. La esperan-
za que quiere todos los bienes sin ninguna limitación ter-
mina identificándolos con Dios. Y así Dios es el objetivo
ultimo y definitivo de la esperanza humana. Su nombre de
Yahveh, Yo soy el que veréis que soy, es promesa que
llena la esperanza. Dios es el nombre último de todos los
bienes que se esperan.
«Como luz sale mi salvación...
Las islas esperan en mí,
confían en mi brazo» (la 51.5).
«¿Qué esperaré ahora, Señor?
Mi esperanza eres tú» (Sal 39, 8).
«Yo espero en el Señor, mi alma espera,
yo espero en su palabra.
Mi alma está hacia el Señor
más tensa que el vigía hacia la aurora»
(Sal 130, 5s).
Una de las objetivaciones más preclaras de la esperan-
za en la Biblia es la figura del Mesías, ungido de Dios y
salvador. Se le puede identificar ya en expresiones preme-
siánicas de la esperanza de salvación tales como la pro-
mesa de victoria universal sobre el mal en el relato de la
creación, el llamado "protoevangelio" (Gn 3, 15). Pero
formalmente la figura del Mesías se relaciona con el rey,
el que lleva el título de "ungido de Yahveh".
El rey se legitimó en el pueblo de Yahveh por las fun-
ciones que estaba llamado a cumplir: librar de la opresión
de los enemigos exteriores, socorrer a los pobres, adminis-
trar justicia, asegurar la paz del pueblo. Entre lo que de
hecho el rey histórico es capaz de conseguir en esos cam-
pos y lo que los hombres necesitan y anhelan hay una
gran distancia. Pero no por eso han de rendirse a la resig-
nación o a la desesperanza. La esperanza dice saber que
un día vendrá un rey que traerá esos bienes. Aunque hu-
manamente parezca imposible, la esperanza no admite
límites. Ese esperado rey será el Mesías, el verdadero
Ungido de Yahveh.
Esperanza
mesiánica
La figura del Mesías es inseparable de los bienes
mesiánicos: libertad, bienestar, justicia, paz. Por la vía de
cada uno de esos bienes el anhelo y la esperanza humana
se orientan hacia horizontes infinitos y por esa misma vía
12 (32)
tiene Dios al encuentro de los hombres. El Mesías es el
mediador, la promesa de Dios y la esperanza de los po-
bres. Cuando la figura del rey pierde elocuencia, porque
no está para cumplir las funciones que le legitimaron, el
pueblo de la Biblia tiene otras figuras mediadoras entre
la promesa de Dios y su esperanza. Tal es la figura del
Siervo de Yahveh, que anuncia y es ya principio de la re-
dención del sufrimiento, y la figura del Hijo del Hombre,
anuncio del triunfo final de los "santos del Altísimo" (Dn
7. 13ss).
Los cristianos no cambiaron la definición de su Mesías
como promesa de Dios y esperanza de los hombres. En el
Evangelio de la infancia Jesús es saludado como el Cristo,
el que cumple la promesa de Dios y responde a las espe-
ranzas de todas las generaciones. Y Jesus será enseguida
el que proclama la bienaventuranza para los pobres, los
que lloran, los que tienen hambre de justicia. En el reino
que él anuncia los ciegos ven, los cojos andan, los pobres
reciben la buena noticia. Esta proclama el triunfo del
bien, de la justicia, del amor y de la vida. Los bienes
que la vieja esperanza rio relacionados con el Ungido
de Yahveh siguen siendo los que alimentan la esperan-
za de la comunidad mesiánica cristiana. Su Cristo se
define por la exigencia y por la implantación de esos
bienes. En la humanidad que luche por ellos está viviendo
el Cristo.
«Según mi ávida expectación y mi esperanza de
que en nada seré defraudado, sino que... Cristo
será públicamente magnificado en mi cuerpo
(Flp 1, 20).
Esperanza
y libertad
Pablo desglosa el contenido de la esperanza mesiánica
cristiana en estos bienes, su objeto: libertad de hijos (Rm
8, 21), salud y vida (Rm 5, 9s, 17), justificación (GI 5, 5),
redención del cuerpo (Rm 8, 23), resurrección o inmorta-
lidad (2° Cor 1, 9s; Hch 23, 6), herencia del reino (Rm 8,
17), visión dichosa de bienaventurados (1º Cor 13, 12) y
vida eterna en el paraíso ( 24 Cor 5,1).
El Apocalipsis de Juan, en la misma línea que toda la
restante apocalíptica, entiende la historia humana como
un proceso de lucha, como una última batalla en la el
bien triunfará y desde ahí la justicia reinará. Hasta ese →
13 (33)
momento los pobres tendrán que luchar por ese reino y
suplicar que venga pronto: Marana tha, Señor nuestro,
ven (Apc 22, 20).
La esperanza cifra en último término su objetivo en
la venida triunfante del Mesías, el que representa a los
pobres que esperan. Con esa venida está relacionada, por
que en parte equivale a ella, la plena consecución de los
bienes mesiánicos: libertad, bienestar, justicia, paz. Eso
es lo que aguarda tensa, perseverante y escrutante, pero
también confiada y segura, la esperanza de los pobres.
El fundamento
¿Sobre qué fundamento se apoya la esperanza? ¿Dón-
de están sus seguridades? En su contra trabaja el mundo
que se ve, arrasado por el desamor y la injusticia y domi-
nado todas las formas de la muerte. De él no parece
pueda extraer apoyo alguno la espera ni hay en él datos
suficientes para hacerse la imagen cabal de lo esperado.
Con todo, la esperanza reconoce en bienes pasados y
presentes auténticos anticipos del anhelado porvenir. Esos
bienes que hemos visto que proclama la historia santa
están cargados de promesa para dar aliento a la espera
y son arquetipo y principio del futuro. ¿Está ahí el funda-
mento de la esperanza humana?
Esos son, indudablemente, los apoyos tangibles. Pero
el verdadero fundamento parece ubicarse más atrás. Se
adelantó ya en el que espera a la pregunta por él; vie-
ne antes de requerirlo. El poder contemplar los bienes
naturales como anticipo de lo esperado y el mismo poder
esperar son manifestaciones del dinamismo de ese funda-
mento inasible.
Las falsas
esperanzas
Aquí vale la pena escuchar a los profetas de la Biblia,
que intentaron por todos los medios y en todos los lengua-
jes aclarar en dónde se puede poner la esperanza. Como
queriendo ahorrar a sus oyentes la decepción más doloro-
sa, no se cansan de señalar las bases equivocadas y de
denunciar las falsas seguridades, ídolos creados por el
hombre con el material de la política y de la economía,
de la cultura y de la religión, sobre las que se suele asen-
tar inútilmente la esperanza. Los profetas orientan la
atención hacia el Absoluto verdadero, el que trasciende
a todo lo visto, si bien se revela en todo ello. Dios es el
nombre de ese fundamento.
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«Ay de los hijos rebeldes…
que bajan a Egipto, sin consultar mi oráculo,
buscando la protección del faraón…
todos se avergonzarán de un pueblo impotente
que no puede auxiliar ni servir
sino de deshonra y afrenta» (1e 30, 1-2. 5).
«¿Te fías de ese bastón de caña quebrada que es -
Egipto?
Al que se apoya en él se le clava en la mano»
(Is 36, 6).
«¿Dónde está ahora tu rey
para que te salve en tus ciudades?» (Os 13, 10).
«¿De qué sirve una escultura...,
una imagen fundida, un oráculo mendaz?,
¿para que confíe en él el fabricante de esos ído-
los mudos?» (Hab 2, 18).
«Maldito el hombre que confía en el hombre,
que hace de la carne su apoyo
y aparta de Yahveh su corazón» r 17, 5).
«Así pasa al valiente que no busca en Dios refugio:
Confiaba en sus riquezas, que resista en su ruina»
(Sal 52,9).
La verdadera
esperanza
La verdadera esperanza se sustenta en una base inasi-
ble pero segura, que da valor para no amilanarse ante las
situaciones más desesperantes y que nunca, según asegu-
ran los testigos, decepciona. Se la ve asomar en la raíz
de todas las realidades, en las exigencias que revelan de
llegar a su pleno ser. El hombre es por todas ellas cons-
ciente de esa exigencia. En la Biblia a la exigencia corres-
ponde una promesa, o quizá al revés, la promesa es la que
despierta la exigencia enraizada en el ser de las cosas. Y
promesa está Dios, que se ha dado a conocer a los
que esperan como poderoso y fiel para cumplirlo. Por eso
se le proclama:
«esperanza de Israel,
su salvador en las angustias» (Jr 14,8).
Los profetas y los salmistas agotaron los términos que
expresan confianza y certeza y las imágenes de la seguri-
dad, como roca, refugio, castillo, fortaleza, para proclamar
y comunicar la firmeza de su esperanza. Pablo dice que
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Abraham, con todo lo que estaba a la vista en su contra,
«esperó contra toda esperanza» y acertó en su espera (Rm
4.18). Aun si todos los asideros se conmueven, la esperan-
za persevera.
Yo fijaré mi vista en Yahveh,
esperaré en Dios mi salvador,
Ahora, para gobernar los pueblos se apela, no ya a la reli-
gión, sino a las virtudes éticas fundamentales, como la jus-
ticia, la benevolencia, la veracidad; se reconocen todavía
aquellas leyes naturales que existen y actúan espontánea-
mente en la sociedad y en materias sociales, sean físicas, sean
psicológicas y esto ocurre en el gobierno, en el comercio,
en las finanzas, en los experimentos sanitarios y en las rela-
ciones entre diferentes naciones. En cuanto a la religión, se
va reduciendo a una especie de lujo privado, al que puede
inscribirse quien quiera, pero que se debe conservar sólo
para uno mismo, sin que pueda ser lícito imponerlo a los
demás, ni se debe insistir demasiado en ella de
modo que cause molestia a otros.
El cambio general de esta apostasía es único e idéntico en
todas partes, aunque cambien los detalles secundarios y los
países... Yo lo deploro profundamente, pero no siento miedo
por ello: podrá causar la ruina a muchas almas; mas no temo
que pueda infligir un verdadero mal a la Palabra de Dios, a
la santa Iglesia, al Rey omnipotente, al León de Judá, Fiel y
Veraz, ni a su Vicario en la tierra. El cristianismo ya ha supe-
rado otras pruebas gravísimas... La Iglesia no debe hacer otra
cosa fuera de proseguir en el camino de sus deberes, confia-
damente y en paz; permanecer en calma y
esperar la salvación de Dios.
John H. card. Newman, C. O.,
(11.5. 1879)
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y mi Dios me escuchará» (Mi 7, 7).
«Aquel día se dirá:
Aquí está nuestro Dios
de quien esperábamos que nos salvara.
Este es Yahveh en quien esperábamos:
Exultemos y gocémonos en su salvación»
(Is 25,9).
«Hacia ti, Señor, elevo mi espíritu,
en ti, mi Dios, confío...
Nadie que espere en ti
tendrá que avergonzarse» (Sal 25, 1-3).
«Yo tengo confianza en ti, Señor,
y me digo que tú eres mi Dios» (Sal 31, 15).
«Nos sentimos gozosamente seguros en las tribu-
laciones, sabiendo que la tribulación produce
constancia, la constancia virtud sólida, la virtud
sólida esperanza, y la esperanza no decepciona,
porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones, por medio del Espíritu santo
que se nos dio» (Rm 5, 3-5).
Esperanza
en Dios
Estas profesiones aseveran que Dios lo es todo en la
esperanza: es su fundamento y principio y hasta su conte-
nido. Pero Dios no es un ser de faz desconocida. Su rostro
se deja ver como presencia salvadora en acontecimientos
de la historia y de la vida de cada uno; y la palabra de
su promesa, en boca de sus mensajeros, invita a ir a su en-
cuentro en el futuro. Esa palabra se verificará en cumpli-
mientos, que, a su vez, serán nueva promesa.
La espera no es, por lo tanto, un acto a las ciegas, car-
gado a la cuenta de un ser desconocido. La esperanza es
sabedora. Tiene los anticipos del futuro esperado, que,
aunque provisionales y parciales, son buenos indicadores
que orientan y prenda segura de la totalidad. Son eso, evi-
dentemente, en cuanto que Dios está en ellos, pero ellos son
los que dan al Trascendente faz concreta. La experiencia
de creación y de salvación es el lugar en donde Dios se
manifiesta creador y salvador.
«A ti se abandonaron nuestros padres,
Be abandonaron y tú los liberaste.
17 (37)
Clamaron hacia ti y fueron preservados,
se abandonaron en ti y no sufrieron decepción»
(Sal 22, 58).
Los espacios que medían entre la esfera y su meta no
son espacios vacíos. Junto al "todavía no" se encuentra en
ellos el "ya sí". Y este es un anticipo cargado de apelo,
que abre amplios los ojos hacia el seguro porvenir. Este
se irá entregando en ulteriores anticipos, al filo de cada
hora de la historia.
Cumplimento
de la esperanza
cristiana
Lo estamos llamando anticipos coincide con las ob-
jetivaciones de que hemos hablado y que sintetiza el "cre-
do histórico". En la cima de esos anticipos, objetivaciones
y artículos del credo está para los cristianos el aconteci-
miento de Jesús, cumplimiento cabal de la esperanza me-
siánica. Pero ese cumplimiento iniciado en el Cristo tiene
que hacerse real en la comunidad humana, por el triunfo
del amor sobre el odio y de la vida sobre la muerte. El
cumplimiento cristiano es la promesa más espléndida y
sustento de nueva esperanza.
En términos ya conocidos de la esperanza del pueblo
bíblico, Cristo significa para los cristianos principio de ese
anhelado porvenir que se ha revelado en adelantos: pren-
da del amor de Dios a los hombres (Rm 8, 31s), fundamen-
to de la nueva alianza y del verdadero pueblo de Dios (2º
Cor 3, 1-12); en él está la base de nuestra reconciliación
(Rm 5, 11); su resurrección es la primicia de la nuestra (20
Cor 1, 9s); él es para nosotros esperanza de la gloria (Col 1,
27). En definitiva, Cristo es para los cristianos el principio
y el anticipo de su futuro porvenir.
Funciones
de la esperanza
La esperanza denuncia y desautoriza actitudes oscuras
e infecundas, destructivas de la persona y de la comunidad
humana. Tales son, por un lado, las que no ten posible un
cambio de este mundo y cultivan la resignación, la deses-
LAUS
se reparte gratuitamente a
quienes lo solicitan. Escriba
al Apartado 182, Albacete.
18 (38)
peranza o el hastío, y por el otro, aquellas que no quie-
ren cambio alguno, sino un permanente statu quo, porque
se han hecho en el su cielo, quizá para otros un infierno.
Son los instalados, los seguros, los ricos y los autosatis-
fechos.
La esperanza tiene los datos adecuados para poner en
evidencia la miseria que llena la tierra, incluida la de los
autosuficientes y los ricos, y tiene también noticia de posi-
bilidades insospechadas e inéditas de transformación de
este mundo. Desbordan lo conocido y hasta lo deducible.
Pero el que espera las conoce y puede anunciarlas y hasta
mostrarlas como impulsoras de su acción.
La esperanza, además de reconocer el mal del mundo,
lo asume, no para dejarlo correr pasivamente, sino para
luchar con perseverancia contra él, seguro del porvenir
que se ha insinuado en su horizonte o que le ha revelado
la promesa.
La fuerza
de la
esperanza
Esa clarividencia y fuerza del que espera libra el pre-
sente cerrado de su angostura y pobreza y le abre espacio
infinito. La Biblia llama a este "poner en campo abierto"
salvación. Ésta tiene en su experiencia una larga historia
hacia atrás; la cuentan los que esperaron y no sufrieron
decepción. Y tiene por delante la utopía escatológica, esa
inspirada intuición de la desembocadura en el reino. Al
que mira desde esta perspectiva se le revela la continuidad
de la historia y su verdadera unidad. Sus claves están en
la promesa que proporciona a la esperanza las pautas del
porvenir.
La esperanza confiere al que espera energía para crear
el futuro esperado. Le pone en el compromiso de luchar
para hacer real el porvenir y de ir por sus propios pasos
al encuentro de los bienes mesiánicos: libertad, bienestar,
justicia, paz.
La esperanza es, en definitiva, actitud humanizadora,
redentora de las amarras que aprisionan a la persona.
Todas sus formas de pobreza se abren ya por ella a la
bienaventuranza.
«Dichosos los que saben que son pobres,
porque de ellos es el reino de Dios».
La esperanza del pobre aspira a ese reino y trabaja
por él también cuando suplica: Señor nuestro, ven.
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Son más fáciles de llevar a Dios a los
espíritus alegres que a los melancólicos;
pero quien busque la recreación fuera
del Creador, y la unción del consuelo
fuera del ungido de Dios, Cristo, jamás
lo encontrará. Los que buscan consola-
ciones fuera de su lugar, buscan su
propia perdición; el que quiera ser sa-
bio sin la verdadera sabiduría, o salvar-
se (y ser libre) sin el Salvador y Liber-
tador, ese tal no está sano, sino enfer-
mo; no es sabio, sino loco.— San Felipe Neri
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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