Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 202. MARZO. Año 1983
SUMARIO
LA GLORIA y el riesgo de la transformación cristiana
―de la conversión— del hombre, está en que ha de se-
guir siendo hombre, es decir, criatura que se mueve
inteligentemente en las coordenadas de la sensibili-
dad y del tiempo; pero que, a la vez, ha de espiritualizar,
hasta lo más profundo, la relatividad de lo creado para
referirlo y referirse a sí mismo a Dios. Y que ha de hacer-
lo con el "estilo" de Dios. Eso es el "hombre nuevo", el
hombre pascual. Lo cual ya se ha realizado en Cristo y
en los verdaderos santos.
MORIR ANTE UN CRISTO DE COBRE
DE CÓMO CONVERTIRSE
VOLVER A EMPEZAR
MORAL POSITIVA
ELOGIO DE LA GRACIA
TIEMPO LITÚRGICO
LA PAZ CRISTIANA
1 (41)
MORIR
ANTE UN CRISTO
DE COBRE
Quiero un lecho raído, burdo, austero,
del hospital más pobre; quiero una
alondra que me cante en el alero;
y si es tal mi fortuna
que sea noche de luna
la noche en que me muero;
entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
quiero un rayo de luna
pálido, sutilísimo, ligero...
Como el último pobre vergonzante,
quiero un lecho raído
en algún hospital desconocido,
y algún Cristo de cobre, agonizante,
y una tremenda inmensidad de olvido;
y que al tiempo de sentir que me he perdido,
cojan la luz y vayan por delante.
Alfredo R. Placencia,
(poeta mexicano, 1873-1930)
2 (42)
De cómo
convertirse
NACER de nuevo: pasar de muerte a vida, de la oscuridad a la luz, del
error a In verdad, del odio al amor, y creer que todavía estamos a
tiempo para transformar la tierra en cielo y que se puede vencer el
mal por la sobreabundancia de bien. Creer que es posible un cielo
nuevo y una tierra nueva. Creer todo eso y procurar no perdernos
en vaporosidades teóricas o idealizaciones estéticas inútiles. Creerlo y
ponerse en camino, radicalizando el esfuerzo, sabedores de lo que de-
seamos y hemos de construir pacíficamente, porque queremos: porque
sabemos, porque es posible y, sobre todo, porque Dios lo quiere y confia-
mos en el don de su fuerza para perseverar. Esa fe, sin pretender hacerla
compatible con transigencias componedoras que nos permitieran servir a
dos señores, sin Artificios engañosos, sin ceder a seducciones, esa te está
en la conversión.
La primera conversión siempre es un acto de fe; comienza siempre en
la apertura de la mente y corazón al aldabonazo de la llamada de Dios,
que pasa cerca, que hasta percute con el dolor para despertarnos de los
letargos acomodaticios, de los pactos de la pereza, de los egoísmos que
nos encierran y resecan.
Porque comienza con la fe, es preciso unir a ella nuestro pensamiento,
no para hacerlo compatible con las verdades divinas, sino para que deven-
ga instrumento de la decisión radical de nuestra aceptación y entrega a
Dios. Por eso, lo primero, las ideas; ideas para la fe, dignas de ella. Y, en-
seguida, ponernos a la obra: pensar y hacer, y hacer el bien. Pensar para
hacer el bien, porque es haciendo todo el bien posible cómo las ideas ori-
ginales se nos perfeccionarán, purificándose, estilizando el sentido de la
verdad que las engendró. La sabiduría que no sirve para la acción, es inútil
para la vida, pero es para la vida que hemos de mirar, buscar y encontrar
a Dios.
Mas no bastan las solas buenas ideas como instrumento de la fe o des-
arrollo de la misma; ni acaba de bastar que nos dediquemos a la acción
3 (43)
buena con presteza y generosidad pura, sino que, además, hemos de en-
mendar lo torcido, lo malo, lo que estorba en nosotros. Ahí a veces radica
el error en nuestros cálculos precipitadamente optimistas. Lo malo, lag
claudicaciones de nuestra voluntad que, miradas las cosas serenamente,
se inhibe o retrasa en lo bueno que puede hacer y no hace, en lo malo o
perjudicial que no enmienda, en lo debido e inacabado que aplaza, consti-
tuyen el lastre que paraliza y hasta detiene el proceso de ascenso y con-
versión urgido por nuestro compromiso bautismal. Cuando esto ocurre ―y
ocurre con frecuencia―, lo más de lamentar no suele ser lo que nos pueda
afear o parecernos importante en cada ocasión o en todas ellas, sino la
Actitud sostenida de rechazo, de dejadez, aunque parezca pequeño lo que
dejamos marchitar o despreciamos. Hay que creer y pensar bien, hay que
hacer el bien, y hay que corregir (sin escrúpulos, pero diligentemente) el
mal. La expansión práctica de una auténtica vida de crecimiento en la fe,
necesita de esta llamémosle técnica elemental.
Conferencias
cuaresmales
Para señoras:
LOS DÍAS 21, 22, 23 Y 24 DE MARZO,
A LAS 6 DE LA TARDE.
Para todos:
LOS DÍAS 28, 29 Y 30 DE MARZO,
A LAS 8.30 DE LA TARDE.
4 (44)
Volver
a empezar
EL MISTERIO de la vida, la
fuerza del amor y la inexo-
rabilidad de la muerte cons-
tituyen los tres temas perpetuos del
pensamiento humano y de la con-
ciencia de cada hombre, no cegada
por pasiones perversas o distraída
por la pereza. Se trata de vivir,
aunque no acabemos de entender
toda la profundidad de ese poseer-
nos y movernos mientras todo se
arremolina en torno a la concien-
cia inmanente de la propia existen-
cia, rica y pobre a la vez, del tiem-
po que fluye sin detenerse y per-
diendo la huella de los propios
pasos. Vivimos, es decir: somos,
estamos, nos movemos, conocemos,
decidimos, obramos, y somos capa-
ces de entusiasmarnos por el bien
hallado, por el recibido, por el bien
creado y compartido. Que es a lo
que llamamos amor.
Amamos, o pensamos que lo ha-
cemos cuando nos sentimos capa-
ces de apostar todo lo que somos y
podemos. El amor es, en realidad,
la única fuerza del hombre, aunque
se llame fortaleza a otras cosas que
en vano lo suplantan o lo intentan
destruir. El hombre puede según
lo que ama. El amor le hace siervo
y señor a la vez: siervo sin humi-
llación, señor sin altanería. Ser, po-
der y amar. Y ser para poder amar.
Por eso hay que agradecer la exis-
tencia ontológica recibida por las
capacidades de enamoración y de
multiplicación y comunicación de
bien que encierra, como un tesoro
latente a punto de amanecer mag-
nificado por el impulso generoso y
gozoso, agradecido y feliz, de tanto
bueno y bello recibido y compar-
tido, descubierto y creado.
El amor es nuestra fuerza y es,
como dice la Biblia (Cant 8,6), más
fuerte que la muerte, porque sólo
el amor la vence. Venciola el amor
de Cristo y la vencemos los creyen-
5 (45)
tes en la medida en que entramos
en la corriente transformadora de
este amor, y también amamos.
Vida, amor y muerte, aunque
muerte vencida, en oposición al
espíritu del mundo que, temeroso
de la muerte y, en búsqueda avari-
ciosa de seguridades al margen del
amor, pretende acumular fuerzas
que la sepultura pudre, que los la-
drones arrebatan o la polilla des-
truye, generando por la codicia,
envidias y odios y desatando riva-
lidades y luchas por defender una
vida sin amor, pero abierta loca-
mente a una muerte sin remedio.
Ni las armas —todas malas e hi-
jas del pecado―, ni las leyes de
los hombres —buenas unas, malas
otras― bastarán a defender la vida
ni a estimular el amor. El escánda-
lo de nuestro mundo está en haber
supuesto que se había convertido,
que ya era cristiano, cuando resul-
ta que, a pesar del abuso de los
nombres y de las autocalificacio-
nes, el Bautismo cristiano le ha
resbalado, por lo cual estamos to-
davía a punto de comenzar, o poco
menos.
La Iglesia, por una tradición apostólica que trae
su origen del mismo día de la resurrección de
Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho
días, en el día que es llamado con razón "día del
Señor" o domingo. En este día, los fieles deben
reunirse a fin de que, escuchando la palabra de
Dios y participando en la Eucaristía, recuerden
la pasión, la resurrección y la gloria del Señor
Jesús y den gracias a Dios, que los «hizo renacer
a la viva esperanza por la resurrección de Jesu-
cristo de entre los muertos» (1ª Petr 1, 3). Por
esto, el domingo es la fiesta primordial, que de-
be presentarse e inculcarse a la piedad de los
fieles de modo que sea también día de alegría
y de liberación del trabajo. No se le antepon-
gan otras solemnidades, a no ser que sean, de
veras, de suma importancia, puesto que es el
fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico.
Concilio Vaticano II, Const. Lit., nº 106
6 (46)
Por eso habrá que volver a las ac-
titudes de los primeros cristianos,
inermes y sin leyes protectoras, pe-
ro que supieron agradecer la vida,
y llenarla de amor, de entusiasmo
por el bien, de un bien que no ca-
be en el tiempo y que no muere
con la muerte.
Hemos de comenzar a ser, otra
vez, cristianos, en el misterio de
esta vida en la que Cristo entró y
nos acompaña, para comunicarnos
el vigor espiritual que nada puede
destruir y que anticipa la partici-
pación gratuita de su paz, que no
es como la que, en vano, pretende
asegurar y mantener el mundo.
Hemos de volver a empezar por-
que el mundo todavía no ha des-
cubierto para qué es y lo que vale
la vida; porque todavía no es libre
para amar; porque nosotros mis-
mos, los cristianos, no hemos aca-
bado de entender el misterio de
amor, para Dios y para el mismo
mundo, que nuestra vida encierra.
Ese «tesoro escondido en el campo»
de la historia humana no se puede
amparar en leyes que lo defiendan,
sino que se alcanzará solamente
por quienes «vayan a venderlo to-
do para poderlo adquirir». No se
trata de criticar, de lamentarse de-
masiado, sino de ponerse en cami-
no para quien se fíe totalmente de
Dios. Para ese tal, la vida será un
reto para el amor, y la muerte no
existirá.
Los cristianos
sabemos que el
dolor —cuando es
rectamente
asumido— es
semilla de
resurrección... A
pesar de todos los
signos negativos,
invitamos a la
esperanza. La
esperanza es una
virtud
esencialmente
cristiana. Se basa
en la certeza que
tenemos de que
Dios ha asumido,
en la muerte de
Jesucristo, todos
nuestros dolores y
fracasos, y en su
resurrección ha
vencido todo mal.
Su vida es más
poderosa que la
muerte.
Conf. Episcopal Chilena,
17.12.1982
7 (47)
MORAL
POSITIVA
ES VERDAD que la bondad
siempre consiste en la afir-
mación mantenida del bien,
antes que en la negación del mal.
No se es bueno porque no se es
malo, sino que no se puede ser ma-
lo porque se es bueno. La moral
―la buena moral— siempre es po-
sitiva. Pero este compromiso con
el bien, primero y radical que, por
principio, excluye la compatibili-
dad con desviaciones negativas, no
se traduce, a nivel práctico y hu-
mano, en lo que la teoría exige.
Nuestra conducta no suele ser tan
rotunda ni absoluta. Lo cual no
puede llevarnos a la preocupación
(a la previa ocupación) de remover
impedimentos morales mediante el
trabajo de la negación progresiva
y mantenida de males. Lo previo
ha de ser la elección del bien y el
movernos por él y hacia él, tan
plenamente como podamos, de mo-
do que no queden energías desper-
diciadas; no debiéramos "tener
tiempo" para nada malo... Una de-
dicación a tope en lo bueno, no
deja resquicios para lo negativo,
para las claudicaciones u olvidos
de la humana debilidad.
Pero el hombre, limitado y débil,
y porque de un modo simultáneo
no alcanza a conjugar perfectamen-
te la teoría con la práctica de lo
que va descubriendo como bondad,
no puede descuidar la vigilancia
sobre sí mismo, consecuente (no
previa) al reconocimiento y elec-
ción del bien y al propósito y acti-
tud mantenida de dedicarse a él.
El hombre no ha de estar preocu-
pado por el mal, pero ha de vigilar
las posibles desviaciones del bien
los retrasos, las claudicaciones, la
tentación de la pereza y del egoís-
mo. Por este motivo, aunque la
moral cristiana ha de ser esencial-
mente positiva, esa dedicación por
la que pretendemos afirmar con la
actitud conducta de nuestra vida
la incorporación al sentido diná-
mico de la bondad que se despren-
de del Evangelio, no puede excluir
el reconocimiento de la propia rea-
lidad. Lo contrario sería ilusión o
soberbia. Y, por lo tanto, después
de aclarar y afianzar la actitud pre-
via por la que se elige el bien y se
dedica la vida a él, será preciso no
negligir la labor vigilante, para ir
corrigiendo, aunque sin dejarnos
tentar de la angustia, las posibles
equivocaciones y consecuencias de
la flaqueza evidente que la realidad
nos descubre. Moral positiva, cier-
to. Pero "hay que corregirse", hay
que enmendar la conducta, hay que
revisar la indolencia de hábitos a
desterrar, hay que seguir adelante y
convertirse un poco más cada día.
8 (48)
ELOGIO
DE LA GRACIA
LA RAZÓN justamente nos ha
sido dada para trabajar la
gracia mientras ésta se halla
en quietud; pero así que la acción
de la gracia empieza, hay que de-
jarla hacer, hay que dejarnos hacer
por Dios en ella, pues en ella mis-
ma actuará entonces todo lo que la
razón haya trabajado, sin que ésta
venga en aquel momento a pertur-
barla con su soberbia. Porque la
razón es soberbia de sí y todo lo
quiere arreglar; y mientras estamos
en esta naturaleza humana hay que
obedecer su carácter mixto: traba-
jarla en parte con nuestro poquito
de razón, y dejarla en su parte ma-
yor inconsciente en la mano de
Dios que sólo puede llevarla. Por-
que si todo lo damos a la razón y
queremos que ésta rija no sólo su
parte, sino también la de la gracia,
¿qué le dejamos a Dios? ¿Por ven-
tura somos ya todos Dios? Cuán le-
jos estamos de ello nos lo dice el
fervor con que le invocamos, en
una u otra forma, en los mayores
trances de nuestra vida. Dejemos
pues libre la acción a la gracia, des-
pués que la razón haya trabajado
en la quietud, y a reserva de traba-
jarla de nuevo y siempre de nuevo,
cuando, habiendo actuado, su quie-
tud deje vacante el imperio. Enton-
ces podremos examinar lo que ha-
yamos hecho, y poner en la gracia
dormida un nuevo impulso confor-
tador o rectificador, para que lo
encuentre en sí cuando despierte y
lo actúe en sí a su manera.
Así obra Dios alternativamente
en nosotros tratándonos de igual a
igual, ya paternalmente, ya como
individuos racionales, ya como uni-
verso del que el individuo se va
todavía desprendiendo. Lo primero
por medio de la razón que por este
mismo tratamiento de igualdad es
muy expuesta a soberbia; lo según--
por medio de la gracia que, como
producción directa de Dios en
nuestras acciones, guarda aún el ca-
lor de la mano soberana del Cria-
dor y tiene aquel encanto de la hu-
mildad tan proporcionado a nues-
tra naturaleza de criaturas.
Joan Maragall
9 (49)
TIEMPO LITÚRGICO
 
Debemos poner más claramente la Pascua, sus Sacramentos y sus ritos, en primer plano de nuestra
valoración religiosa, ya que es el centro del designio divino en nuestra salvación: los dos sacramentos
principales de los que recibimos la salvación, el Bautismo y la Eucaristía, son los que con clara
evidencia derivan del misterio pascual. Para los cristianos creyentes, una vez purificados, es un
revivir en la Muerte y Resurrección del Señor.
PABLO VI
LA LITURGIA es la celebración
del misterio cristiano. Al-
gunos han dado en llamar
tiempos "fuertes" de la li-
turgia, o del "año litúrgico", a las
etapas del calendario de especial
intensidad ritual y celebrativa. Pe-
ro es difícil asignar demasiado ca-
tegóricamente, tanto el principio
como el fin cíclico de tales celebra-
ciones, como inclinarse para dar
énfasis a alguna de ellas. El miste-
rio cristiano nos envuelve y nos
ocupa a través de todo el camino
temporal, y no precisamente como
una insistencia cíclica, sino como
un progreso más bien lineal que
propende a recapitularse en Cristo,
10 (50)
principio y fin de todo, y razón
vida de la Iglesia. Frente a cada
cristiano y para la Iglesia, el miste-
rio de Cristo se desenvuelve y des-
arrolla, no como una reiteración,
sino como una participación cre-
ciente, que mantiene la constante
del sentido pascual, como dinámi-
ca liberadora y como inserción y
participación en la vida de Cristo,
todavía esperado, todavía predica-
do, todavía muriendo y resucitan-
do en el mundo y en la Iglesia. Es-
to es lo que constituye el misterio
cristiano, no reducible a ideologías
enajenantes ni a moralismos tran-
quilizadores o farisaicos, ni a ino-
cente folklore.
El misterio cristiano y la simbo-
logía de la liturgia están enlazados
para manifestar, en el tiempo, la
significación sagrada que tiene pa-
ra el hombre, el recuerdo y la ce-
lebración de la Pascua. Todo con-
verge hacia ella y todo de ella se
deriva para el creyente, el cual, a
partir del Bautismo, está abocado
a la tensión transformadora del
primer "transformado", del Resuci-
tado. Esa tensión podemos subra-
yarla, más o menos, en uno u otro
tiempo de nuestros calendarios,
pero en realidad es una urgencia
constante en el transcurso de toda
nuestra vida temporal, por encima
de cualquier convención o simbolización {1ç
11 (51)
ritual. Aunque el rito
nos sirve porque expresa el
tiempo o momento sacramen-
tal en que Cristo se encuentra
con los hombres y con ellos
se comunica. Por eso podemos
decir que tiempo litúrgico
equivale a tiempo sacramen-
tal, y lo es, para todo el miste-
rio cristiano, el año, el mes, la
semana, el día... e incluso el
instante en que el símbolo re-
crea la acción ritual en el se-
no de la Iglesia.
Ese misterio de muerte y
vida en Cristo, y también de
tensión espiritual sostenida,
es la Pascua, incesantemente
evocada por su celebración
en la comunidad de los hijos
de Dios.
Tiempo litúrgico que está
por encima de la monotonía
repetitiva de fiestas y celebra-
ciones y que no tiene princi-
pio ni fin: que comienza siem-
pre y busca su fin en el reino
de Dios, hacia el que perma-
nece abierto, desde el tiempo,
para la eternidad, no como
una huida de las contingen-
cias, sino como una transfor-
mación trascendente, porque
en esa trascendencia insiere
lo temporal, superándolo, ele-
vándolo, arrastrándolo consi-
go, liberándolo para Dios, en
Cristo Jesús.
Por esas razones no pode-
mos esclavizarnos en el marco
de las divisiones temporales
de las mediciones que toma-
ron como referencia la luna o
el sol, adoptadas por las cultu-
ras antiguas y tenidas en cuen-
ta en Israel y en Roma, a pe-
sar de que el Cristianismo las
utilizase como cañamazo so-
bre el que teje y multiplica
la conmemoración ritual del
misterio de Cristo, es decir, la
liturgia. Porque la celebración
del misterio de Cristo no se
nos presenta como un perpe-
tuado retorno anual, sino co-
mo la memoria sacramentali-
zadora y vivificante de un de-
sarrollo y crecimiento en Cris-
to y de Cristo en nosotros, es
decir, la Iglesia.
Si la Iglesia es el movimiento de retorno de las personas hacia Dios, de he-
cho este retorno sólo se puede realizar en Cristo, el cual en tanto que es
hombre es el camino a seguir para alcanzar a Dios.— Sto. Tomás de Aquino
12 (52)
Documento:
LA PAZ
CRISTIANA
TODO el Antiguo Testamento es una nostalgia de la paz paradisíaca que
el anuncio y la esperanza de un Mesías restituirá y extenderá a todos.
Jesucristo es este Mesías que renueva la exigencia universal de la paz,
con la entrega de su vida y el misterio de su muerte y resurrección. Repro-
ducimos algunos párrafos más significativos de un trabajo de Xavier Pikaza,
profesor de la Filosofía de la Religión en la Universidad de Salamanca, cuyo
interés subrayan las carreras armamentistas y la proliferación de tantas vio-
lencias, institucionales o subversivas, que padece nuestro mundo.
Exigencia
universal
de la paz
Jesús es, ante todo, hombre pacífico: no adelanta el
reino por la fuerza, no lo quiere imponer por la violencia
de la guerra, sino que lo presenta como gracia que nos
lleva al cambio y conversión de la existencia.
Jesús fue hombre exigente. Su paz no implica falta
de interés, sino valoración distinta de la vida: lo que im-
porta es que los hombres se desplieguen y realicen como
humanos, en actitud de fe y en gesto de apertura hacia
los otros. Allí donde el viejo Israel hubiera puesto la
urgencia de la guerra Jesús ha situado la exigencia del
servicio interhumano.
Finalmente, Jesús ha sido un hombre universal. En
su camino van desapareciendo los límites que escinden a
perfectos e imperfectos, buenos y malos, judíos y gentiles.
Este universalismo pacífico de Jesús se sitúa en la
línea de la fe de los profetas: poniéndose en las manos
de Dios sabiendo que no existe salvación sino en un
13 (53)
gesto de confianza, el hombre se define como humano en-
tregando su existencia en manos del misterio, más allá
de todos los cálculos de tipo político o social. Dicho eso,
debemos añadir que esa fe se ha explicitado en un gesto
de servicio en favor de los demás: el que confía en Dios
está llamado a crear un espacio de amor activo que se
extiende hacia los otros, suscitando condiciones de con-
fianza y convivencia. Finalmente, todo el gesto de Jesús
está cuajado de esperanza: sabe que el reino está llegan-
do, tiene la certeza de que irrumpe en esta tierra; se ha
cumplido la palabra escatológica que en otro tiempo pre-
sentaron los profetas; surge el mundo nuevo de verdad y
salvación para los hombres, por medio de una ofrenda
austera y exigente de vida.
Mediación
de los pobres
El universalismo pacífico de Jesús se explicita y cul-
mina como oferta de ayuda a los necesitados, a través
de un doble corrimiento que podemos definir de esta ma-
nera: a) del poder a la impotencia; b) de lo político a lo
humano.
Hay un corrimiento del poder a la impotencia. La
esencia de la guerra consiste en la búsqueda y conquista
violenta del poder; pues bien, Jesús renuncia por principio
a la toma del poder y se sitúa en un espacio de impoten-
cia activa que confía en la transformación del hombre y
en el salto cualitativo hacia una forma de existencia que
no sea impositiva. La toma del poder continúa generando
siempre actitudes de poder; sólo se consigue y perpetua
por la fuerza impositiva, como saben Mt 20, 25; 23, 8 ss.
Por el contrario, la apertura de Jesús a la impotencia se
realiza de una forma pacífica, por medio de la ofrenda de
la vida, en gesto de absoluta gratuidad que hace posible
un nuevo tipo de realización humana.
Pobreza
y servicio
Por eso existe, al mismo tiempo, un corrimiento de lo
político a lo humano. Jesús no se ha propuesto transfor-
mar la estructura política. Tampoco se pone a reformar
el entramado sacral de su pueblo. Lo que hace es mucho
más profundo: se sitúa sobre el campo abierto de lo hu-
mano, en un espacio de universalidad que se define, a mi
entender, por estos componentes. a) Por la pobreza: el
gesto de Jesús implica un descubrimiento de la interna-
cional de la pobreza; en su camino desembocan los des-
heredados de todas las leyes, los marginados de todas las
14 (54)
imposiciones, los derrotados e incapaces de todas las
batallas, los enfermos, leprosos, prostitutas. Sobre ese
trasfondo ha extendido Jesús el signo de riqueza del
Evangelio, la esperanza del reino, la palabra de humani-
dad donde los hombres se descubren como hermanos, más
allá de toda imposición y toda guerra. b) Por el servicio:
superando las políticas y normas que tienden a perpe-
tuarse a sí mismas, Jesús ha presentado ante los hombres
su palabra de servicio; la vida adquiere sentido donde el
hombre ayuda a los que están necesitados. De esa mane-
ra se establece lo que podríamos llamar la internacional
del servicio interhumano.
Allí donde se cruzan estos dos caminos (de pobreza y
servicio) viene a suscitarse lo que se pudiera llamar la
revolución universal de Jesús.
La tensión guerrera del Evangelio se traduce de ma-
nera explícita en la lucha contra lo diabólico. En ella se
asumen y cultivan, en otra dimensión, los símbolos vio-
lentos del Antiguo Testamento. Con esto penetramos en
una de las paradojas más significativas del Evangelio:
nadie como Jesús ha renunciado a la violencia como en-
frentamiento entre los hombres; pero nadie ha resaltado
con más fuerza la exigencia de luchar contra el poder de
lo diabólico que rompe y atenaza, disgrega y aniquila la
existencia libre de los hombres.
Lucha
antisatánica
Jesús, el hombre pacífico por excelencia, es a la vez
el más guerrero: actúa sin cesar como exorcista; va ayu-
dando, en gesto poderoso a las personas que parecen
poseídas por espíritus y fuerzas demoníacas; se mueve
siempre en gesto combativo, nunca cesa de oponerse a lo
que impide que el hombre sea humano. En este contexto
se emplean símbolos guerreros: Satán aparece como el
fuerte que domina la casa de este mundo: pero viene otro
más fuerte, viene Dios y su enviado Jesús que le domina
y le destruye (cf. Mt 12, 22-32). Estamos dentro de la
gran batalla decisiva, escatológica, y Satán cae venci-
do, rueda desde el cielo como un rayo (cf. Lc 10, 18).
De pronto descubrimos que todo el Evangelio ha in-
terpretado el conjunto de exorcismos y la vida de Jesús
en forma de combate escatológico del hombre que se en-
frenta contra aquellos poderes inhumanos que amenazan
destruirle.
15 (55)
En este proceso hay un momento de espiritualización:
Jesús no destruye a los opresores, no mala a los pode-
rosos; simplemente va creando un campo de existencia
donde pueda superarse lo diabólico. Cuando plantea su
batalla, Jesús sabe situarse en las raíces del problema:
quiere transformar el árbol de la vida a fin de que des-
pués sus frutos sean buenos.
Pienso que esta lucha antisatánica resulta necesaria
en nuestro tiempo. La paz de Jesús sólo es posible allí
donde nos comprometemos, en bien de los pequeños y
abatidos de la tierra, a luchar contra las fuerzas que ac-
tualmente nos impiden ser humanos. De esta forma des-
cubrimos que el pacifismo de Jesús no significa pasividad;
no se trata de dejar que las cosas sigan como estaban;
pacifismo significa lucha por el hombre, esfuerzo por lo-
grar una libertad que nos permita vivir en la armonía del
servicio mutuo, en la línea de las dos universales de Jesús
que hemos trazado (de los pequeños y de aquellos que
sirven a los pequeños).
Dentro de esta batalla que Jesús entabla en contra de
lo demoníaco debe interpretarse el gesto de la entrega de
su vida. Allí donde la guerra clásica pretende quebrar la
resistencia de los otros, destruyéndoles si fuera posible,
Jesús ha situado su entrega personal como gesto de vio-
lencia que destruye la violencia, como muerte que protes-
ta contra todas las muertes del combate de la historia.
Dentro de ese proceso queremos destacar tres elementos:
conquista de Jerusalén, toma del templo, muerte en el
Calvario.
Subida
hacia
Jerusalén
Lo primero es la conquista de Jerusalén. La lógica de
la guerra santa de Israel, en tiempo de la vida de Jesús,
se dirigía a la conquista militar de la ciudad de las viejas
tradiciones: así lo harán celotas sicarios algunos años
No impulso a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una
cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la misma obra de Cristo,
quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para sal-
var y no para juzgar, para servir y no para ser servido.
Vaticano II, Const. Iglesia y mundo, nº 3
16 (56)
más tarde (66-70); es lo que hicieron ya los macabeos.
Podemos afirmar que también Jesús ha conquistado Jeru-
salén; lo ha hecho de un modo provocativamente crea-
dor, en gesto hiriente de hondura y de grandeza: viene
sin armas, como rey manso y pacífico, rodeado por un
grupo de entusiastas mesiánicos (cf. Mt 21, 1-11); viene
para ofrecer la paz, en actitud de amor que hace estallar
todos los odios y violencias de la guerra impositiva (cf.
Lc 19, 41-4). Por el mismo camino que entraron, con un
mismo ideal de violencia, guerreros y reyes, conquistado-
res y bandidos, llegó Jesús a su ciudad y conquistó Jeru-
salén para la paz eterna de los hombres.
Esa conquista culmina en la toma del templo. Quisie-
ra evocar el simbolismo que en la historia de Occidente
han suscitado la toma de la Bastilla o del Palacio de
Invierno de San Petersburgo. También celotas sicarios
tomaron en su día el templo de Sion, en gesto lleno de
posibilidades estratégicas y resonancias religiosas. Pues
bien, para nosotros los cristianos sólo hay una "toma"
que resulta verdaderamente significativa: la de Jesús que,
llevando en una mano el látigo de la purificación religio-
sa y en la otra la purificación para los pobres de la tie-
rra, entra en el templo y realiza el gesto de limpiarlo.
Esa entrada se define, a mi entender, por tres matices: a)
No se expresa como guerra ni se hace por las armas:
Jesús viene a pecho descubierto, sin clarines de combate
ni ruido de batallas. b) Entra en gesto de purificación:
no ejerce su violencia en contra de los hombres, sino en
contra de un sistema demoníaco, que ha convertido el
espacio religioso en lugar de compraventa y búsqueda
económica; el látigo de Jesús no es arma de combate que
se emplea en contra de los hombres; lo que intenta des-
truir es la estructura religiosa esclavizante. c) Jesús abre
el templo a los marginados (cojos, ciegos, niños): hay
en su gesto una especie de inmensa inversión; el templo
de lo humano, en su apertura a Dios, empieza a ser
el hombre abandonado (los enfermos), el hombre que
recibe agradecido el don del reino y canta lo mesiánico
(los niños) (cf. Mt 21, 12-17).
Entrega
de la vida
Todo culmina en la muerte del Calvario. A Jesús se
le condena en una especie de "juicio de guerra": la gue-
rra religiosa de los judíos, que defienden su ley por enci-
17 (57)
ma de la vida de los hombres; la guerra religiosa de los
romanos, que sacrifican la vida de Jesús en aras de la
seguridad del imperio. Pero esa muerte de Jesús ha trans-
formado toda la lógica de este mundo: Jesús no ha muer-
to por debilidad, sino por creatividad; no por cobardía,
sino porque ofrece a los hombres un camino diferente de
humanización. Sobre el fondo de su Cruz quiebran todos
los esquemas impositivos; la lógica de las armas pierde
su sentido. Lo que importa es el camino de la vida que
se ofrece hasta la muerte, la vida que se entrega por los
otros, en confianza creadora y transparencia. Precisamen-
te allí donde la guerra de este mundo le ha matado,
inaugura Jesús un camino de transformación pacifica
que triunfa en la Pascua y se predica por medio de la
Iglesia.
El camino
de la Iglesia
La Iglesia inicia su camino sobre el fondo de la paz
de Jesucristo y lo explicita en su palabra y experiencia.
En el principio de la Iglesia está la predicación de
paz. Ella anuncia que la paz existe, está fundada en Je-
sús, en su victoria sobre los poderes de este mundo, en su
apertura hacia la gracia. Esta predicación de la paz ha-
brá de ser testimonial; desde Mt 10, 9-13, sabemos que la
misión de la Iglesia sólo tiene sentido en actitud de total
desprendimiento, lejos del poder impositivo y de los gestos
de violencia. El enviado de Jesús marcha indefenso, sin
dinero, sin resguardos sociológicos; se presenta ante los
hombres les dice: «que la paz sea con vosotros»; es la
Viernes Santo
a las 8 de la mañana
VIA CRUCIS
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paz de la vida como gracia, la paz de la fraternidad, la
paz donde resulta posible y necesario superar toda impo-
sición, desde el Cristo que ha muerto y ha resucitado.
El ideal
evangélico
En el centro de la Iglesia está el esfuerzo por cons-
truir la paz. Los cristianos realizan ese camino a través
del seguimiento de Jesús, asumiendo sus gestos, cumplien-
do sus palabras. Esa paz se vive en un mundo conflicti-
vo. En ciertos momentos, la Iglesia ha pensado que todo
su ideal de paz es compatible con actividades de violen-
cia; por eso ha promulgado cruzadas, ha bendecido caño-
nes, no acaba de condenar formalmente los ejércitos del
mundo. A mi juicio, esto se debe a una imperfecta com-
prensión del Evangelio: la radicalidad del camino de
Jesús sólo se vive allí donde el cristiano renuncia a la
violencia guerra, no por cobardía, sino porque se
encuentra empeñado en suscitar un modo diferente de ser
hombre. Pienso que camino de la paz eclesial conti-
nuará siendo frágil; pero esa fragilidad no puede impedir
que se interpele el tipo de violencia organizada en que
vivimos; ciertamente, la Iglesia no puede disolver los ejér-
citos del mundo, pero debe decir a sus cristianos que la
guerra es mala y toda preparación para la guerra (arma-
mentos, ejércitos), tomada por sí misma, es ya perversa;
ciertamente la Iglesia no puede quebrar la estructura
militarista de los modernos Estados, pero debe anunciar
con toda fuerza que el modelo combativo que presentan
los Estados resulta ya perverso, demoníaco. Quizá de-
bamos abrir mejor los ojos, empaparlos de Evangelio y
descubrir que este entramado de violencia en el que esta-
mos constituye ya pecado. Combatir la guerra sin vio-
lencia impositiva; tal es, a mi entender, el ideal del
Evangelio que la Iglesia ha de asumir ahora con toda
fuerza.
Finalmente, dentro de este mundo malo, en medio de
sus propias estructuras ambiguas, la Iglesia ha de atre-
verse y se atreve a celebrar la paz, sea en la eucaristía,
sea en el sacramento de la reconciliación. Es la paz que
reasume el gesto del Calvario, que concretiza el camino
de Jesús en nuestro tiempo y anuncia su victoria escato-
lógica. Evidentemente, esa celebración sólo tiene sentido
allí donde, al menos, se comienza a creer en la paz,
viendo inicialmente su misterio.
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PASCUA CRISTIANA
JUEVES SANTO,
a las 8 de la tarde,
Misa de la Cena del Señor.
VIERNES SANTO,
a las 8 de la tarde,
Celebración
de la Pasión del Señor.
SÁBADO SANTO,
a las 11 de la noche,
Vigilia Pascual.
La celebración pascual se completa
participando en la Liturgia del Domingo.
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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