Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 203. ABRIL. Año 1983
SUMARIO
EL HOMBRE viejo acepta verdades, pero no las asi-
mila; se refugia en seguridades, pero no se enamora;
se viste de bondades ―se cubre con ellas―, pero no
se convierte; usa los signos santos, pero trivializa
su significación sagrada. No acaba de comprender qué es
«nacer de nuevo», resucitar, y se conforma ―sin reformar-
se― instalándose en el decoroso bien. Se adhiere, pero
no se transforma. Le falta, todavía, entregarse al ideal 1
dejarse llevar de la fuerza del verdadero y único amor.
Cuando, entre todos, lo alcancemos, podrá haber «mil
nombres para un solo amor».
TODO, NADA...
EL SACRAMENTO OLVIDADO
EL SACRAMENTO DE LA 
EL MÁRTIR CLANDESTINO
EL MISTERIO PASCUAL
LA PENITENCIA, SACRAMENTO PASCUAL
PARÁBOLA
1 (61)
TODO, NADA...
No tener nada.
No llevar nada.
No poder nada.
No pedir nada.
Y, de pasada,
no matar nada;
no callar nada.
Solamente el Evangelio,
como una faca afilada.
Y el llanto
la risa en la mirada.
Y la mano extendida y apretada.
Y la vida, a caballo dada.
Y este sol y estos ríos
y esta tierra comprada,
para testigos
de la Revolución ya estallada.
Y "mais nada".
Mons. Casal d'Áliga
2 (62)
El sacramento
olvidado
NO HACE tanto tiempo que, el célebre cardenal Mercier, decía que el
Espíritu Santo era «el gran olvidado, el gran desconocidos cuando
nos referíamos a la Iglesia o, simplemente, a la vida sobrenatural de
las almas. Pues era el Espíritu lo que hacía de la Iglesia algo más que
una organización comparable a las 9ociedades terrenas, y era el
Espíritu también el que hacia ―superando las meras exigencias de la mo-
ralidad convenida, filosófica o cultural― que el alma del fiel viviera sobre-
naturalmente.
Algún paralelo con esa queja podíamos hacer en nuestros días, si
nos refiriéramos al sacramento del Bautismo, puesto que muchos cristia-
nos que lo han recibido, viven casi por completo olvidados de él. Y no nos
referimos a los que dicen que han perdido la fe o se declaran ―como ahora
es moda― agnósticos. Aquí nos referimos a amplios sectores de cristianos
tenidos por "practicantes" y hasta piadosos. Cristianos para los cuales el
Bautismo supone ―si lo recuerdan― poco más que su inscripción oficial a
la Iglesia (a veces confundida, con la del Registro Civil), o lo consideran
como un automatismo benéfico incomprendido a la par que rayante con lo
mágico ―así entienden lo sobrenatural― con ninguna o escasa incidencia
consciente y responsable, cual les correspondería por haber recibido, trans-
fundida, la vida de Cristo, en quien el sacramento les injerta.
Las corrientes subjetivistas, especialmente post-románticas, influye-
ron, desde fuera, en las formas de piedad católica, primando otro sacra-
mento ―el de la Penitencia, o confesión― en detrimento del esencial del
Bautismo. El cristiano fervoroso, no era el que vivía intensamente su Bau-
tismo (y aceptaba en si y proyectaba hacia el mundo el compromiso de sus
promesas), sino el que más a menudo se acercaba al confesonario. No
pocas veces esta práctica y las ideas que la favorecían, mantenían al fiel
en una situación infantilizada y dependiente, con el resultado de reducir la
práctica de la confesión, o de confundirla, con el mero consultorio espiri-
tual, o con el lugar de desahogo para alma9 solitarias en busca, consciente
3 (63)
o no, de compensaciones psicológicas, o como clínica fácilmente asequible
para conciencias escrupulosas. En muchas ocasiones, la misma dirección
espiritual no ha sido correctamente entendida. Todo lo cual ha llevado poco
A pocos una lamentable trivialización de este sacramento ―concebido ori-
ginalmente como un «segundo Bautismo»― que pasa en la actualidad por
una época de desprestigio en grandes áreas entre los mismos fieles. Lo
que no ha podido evitar ni la reciente reforma pastoral, que ha surtido
escaso efecto.
Pero, en cambio, la crítica de las deformaciones que lo perjudican en
su genuina importancia y significación que sería preciso recuperar), han
favorecido el general despertar, en las parcelas más conscientes e ilustra-
das de la Iglesia (los teólogos), el interés y la conciencia del olvidado Bau-
tismo, favorecido todo ello por los estudios sobre la historia del desarrollo
de la vida sacramental en la Iglesia. Porque no se puede llevar una vida
cristiana, y menos pretendidamente fervorosa, sin que el Bautismo ocupe
el lugar esencial y primario de esta vida. Ni puede entenderse y hacer com-
patible ese radicalismo bautismal con el absurdo de que necesite ser res-
taurado con diuturna, intermitencias. Cuando esto ocurriera, habrá que
detenerse en el camino y afrontar lúcidamente el problema y resolverlo de
cara a Dios, con ideas claras, instrucción y generosidad de alma. Cuando
no ocurra nada de eso, habrá que depurar de sentimentalismos y pérdidas
de tiempo, disipando falsos pretextos espirituales y situando cada cosa en
su sitio, con sencillez y verdad evangélica.
Pascua, y esa bendita época de renovación eclesial que comenzó con
Juan XXIII, nos invitan, una vez más, a tener en cuenta, primaria y conti-
nuamente, nuestro Bautismo, que no admite substituciones.
La Iglesia no es una construcción artificial que se ha edificado o
se deberá edificar según un plan anterior o externo a ella misma...
La Iglesia es un organismo vivo, animado y dirigido por el Espí-
ritu Santo que continúa, vitalmente, su ley dentro de sí. Y no pue-
de ser comprendida desde fuera, por el camino de la investigación
científica o de la crítica. Si bien no carece de justificaciones histó-
ricas y racionales, éstas no son adecuadas a su realidad, que no
puede comprenderse más que por la misma Iglesia y por cada cre-
yente, en la medida en que vive en comunión con ella.
Yves Congar, O. P.,
Exquises du mystère de l'Église
4 (64)
EL SACRAMENTO
DE LA FE
EL SACRAMENTO del Bautis-
mo, junto con el de la Euca-
ristía, es el gesto más lleno
de sentido que celebra la comuni-
dad cristiana. En el Bautismo con-
fluye todo el misterio de la vida: el
pasado de pecado ―superado―, el
presente del hombre nuevo ―en
vías de alcanzarse y la esperan-
za del mundo definitivo ―al que
la fe ha dado crédito.
1. La opción fundamental
El Bautismo sella la primera res-
puesta del hombre al plan de Dios
sobre su vida individual y colecti-
va. Se configura a lo largo del difí-
cil camino de la conversión que ha
respondido a la llamada. Esta con-
versión radical, en la que se pone
en juego toda la persona, se le plan-
tea a todo hombre normal en el
momento crítico de su vida.
La conversión bautismal encara
al inicialmente creyente con la op-
ción fundamental de la fe y su con-
figuración práctica. Opción que se
dirige hacia los valores básicos del
Evangelio, resumidos en el amor
universal, con preferencia hacia el
más débil.
El amor cristiano es práctico e
histórico; se concreta en una pra-
xis correcta del convertido en me-
dio de la sociedad en que vive.
Cuando el creyente que ha em-
prendido la senda del Evangelio se
encuentra, según el discernimiento
de sus hermanos, maduro en la
conversión, recibe el sacramento
de la fe en su último gesto: el agua
y su entrada en la comunidad.
2. La incorporación a la Iglesia
La fe en Jesús llega, generalmen-
te por el testimonio de la Iglesia
y es en su seno en el que el inicial-
mente creyente quiere ser bautiza-
do, para vivir en
vivir en fraternidad el
ideal de vida de Jesús.
5 (65)
La comunidad que anuncia el
Evangelio se presenta a sí misma
como el ámbito en el que es posi-
ble vivir sin rodeos los valores de
las bienaventuranzas.
La Iglesia se manifiesta como el
fruto de la fe en Jesús: una plata-
forma de amor y comunión; lugar
de la fraternidad alcanzada, en el
que compartir y el servicio sean
el único motivo de existir.
El creyente, viviendo en la co-
munión de sus hermanos, hace
efectiva su fe, se capacita para se-
guir adelante en el camino, com-
parte sus esperanzas y dificultades,
celebra los logros, invoca a Dios
―como última instancia― y de
esta manera se carga de energía
a fin de realizar su servicio a la
comunidad humana, de la
ciudadano.
3. Solidaridad con Cristo
Quien cree en Jesús participa
de su mismo espíritu, adquiere su
talante, entra dentro de la corrien-
te de atracción y comunión con
él.
La solidaridad es una categoría
clave para entender la experiencia
del creyente con relación a Jesús:
apuntados a la misma causa, cami-
nantes por la misma senda, mi-
rando a la misma meta y, sobre
todo, en comunicación, cogidos de
mano, unidos, identificados.
El amor a Jesús, la comunión con
él, la presencia de su mismo impul-
so vital, el conectar con su onda
sonora, el hundir las raíces en la
misma tierra en la que él maduró,
el fiarse del rumor salvador del
que él se fio, el arraigo de los mis-
mos sentimientos, reacciones y pra-
xis que él tuvo, el vivir de la fe y
el amar con el amor que él amó y
sentirse alentado por esa misma es-
peranza..., son aspectos de esa pro-
funda solidaridad que el creyente
experimenta cuando se proclama
seguidor de Jesús.
En la muerte de Jesús mueren
log que creen en él: con la misma
Para comprender una vida, como para comprender un paisaje, es
menester escoger bien el punto de vista y no hay ninguno mejor
que la cima. Esa cima es la muerte. Desde tal cima hay que exami-
nar la serie de acontecimientos que nos han conducido a ella. De
esta forma, se dice, ven los moribundos en su última hora desple-
garse todos los sucesos de su vida, cuya conclusión inminente le
proporciona un sentido definitivo.— Paul Claudel
6 (66)
desesperada confianza que él tuvo
y en lucha contra las fuerzas que
destruyen al hombre y al mundo
de Dios. Se muere con él, para salir
regenerado y participar de la vida.
Se es solidario también con su resu-
rrección.
4. El hombre nuevo
miento de lo alto, participación de
la resurrección, primicias de la
nueva creación, revestidos de Je-
sús, creaturas del mundo futuro,
hijo de Dios, hombre del espíritu,
ungido..., son imágenes que expre-
san la radicalidad de la acción del
Espíritu de Dios y su efecto en el
creyente.
En efecto: el Bautismo es como
un alumbramiento, un renacer. En
él la Iglesia se siente madre. En el
seno de las aguas, la pila bautismal,
se da a la luz la nueva vida. Con-
ceptos propiamente bautismales
son: vida, fecundidad, exuberancia,
nacimiento.
El hombre nuevo en ciernes tiene
una misión: anunciar la buena no-
ticia o evangelio de la llegada de
la creación definitiva. La vida del
creyente en la sociedad es la pro-
clamación de la sentencia conde-
natoria de este mundo caduco y el
anuncio de que la coyuntura para
comenzar a edificar el mundo nue-
vo está ya presente.
Tareas específicas del bautizado
son: vivir las obras de la luz en me-
dio de las tinieblas, luchar contra
las obras y estructuras de la injus-
ticia, mantenerse firme en el cho-
que con el príncipe de este mundo,
enfrentarse a la estructura de pe-
cado del mundo, buscar afanosa-
mente las solidaridades de los hom-
bres y grupos sociales que llevan
en sus manos el futuro de la histo-
ria nueva.
El Reino de Dios, al que se ha
dado crédito y según el cual se ha
orientado la opción global de la vi-
da, lleva consigo una praxis muy
concreta. La conversión bautismal
sólo es verdadera cuando se viven
las obras de la fe. El creyente no
puede servir a dos señores: a Dios
y al dinero. Actitud bautismal es
jugarse todo a una carta: vender
todo para comprar el campo que
esconde el tesoro; arriesgar la vida,
para retenerla; dejar las redes, para
emprender el trabajo de la libera-
ción. ¿Acaso el bautizado no ha
hecho profesión de amar a Dios у
al mundo con todo su corazón y
todas sus fuerzas?
De RITUAL DE LOS SACRAMENTOS,
introducción al sacramento del Bautismo.
7 (67)
El mártir
clandestino
CIERTO, si tuviéramos que
buscar un ejemplo nítido de
martirio, en las crónicas con-
temporáneas, no podría haber duda
para que eligiéramos el sellado con
la muerte violenta de monseñor
Oscar Arnulfo Romero, asesinado
mientras celebraba la Eucaristía,
en su misma catedral de El Salva-
dor. Cuando resulta que a veces se
promueven causas de santidad en
las que, sin necesidad de dudar de
las virtudes cristianas esenciales de
los que han muerto en gracia de
Dios y se pretende «elevar a la glo-
ria de los altares», apenas si apare-
ce como extraordinario, algo más
que el interés institucional de los
promotores, mitificadores de la vi-
da y milagros de los canonizandos,
que no tuvieron problemas con los
poderosos del mundo o que no fue-
ron cogidos entre los pobres del
Señor y, sobre todo, no fueron per-
seguidos por causa del Evangelio,
como los primeros mártires, a se-
mejanza de monseñor Romero, ante
cuya tumba ―¡oh vergüenza!— só-
lo pudo acudir Juan Pablo II, a
condición de que llegara a ella a
escondidas y vigilado por los sol-
dados de los mismos que llevaban,
todavía, las manos manchadas en la
sangre del mártir. Dirán que «por
razones políticas» se oponen a que
sea glorificado y ni siquiera menta-
do como "mártir", y hasta es posi-
ble que las presiones diplomáticas
perduren largo tiempo amedrentan-
do a los mismos cristianos y a los
representantes de la Iglesia en lla-
marle así: "mártir"― testimonio― de
8 (68)
Cristo... precisamente porque lo es.
Hemos de agradecer a Juan Pa-
blo II que no se aviniera a supri-
mir la visita de aquella tumba, aun-
que sólo le dejaran ir a postrarse
ante el mártir proscrito, a puertas
cerradas y escoltado por esbirros.
Lo cual constituía todo un símbolo
allí y en la Iglesia, cuya pasión si-
gue a la de Cristo, identificado con
los dolores de la humanidad, él,
fue el primer Mártir y el pri-
mer proscrito, precisamente por ser
en verdad inocente, y afrentar, por
su misma radical inocencia, la per-
versión de sus jueces.
Bienaventurados los pobres, los
limpios de corazón, los perseguidos
por causa de la justicia... Todavía,
y mientras haya pecado en el mun-
do.
TRES MODELOS:
Bea, Mindstzenty,
Óscar Romero.
En el camino que me espe-
ra (como cardenal), tres
serán los modelos en que
me inspiraré: Agustín Bea,
que fue "el hombre del
diálogo", biblista y maes-
tro de estudios, que tuvo
tanta importancia para el
ecumenismo y para la in-
troducción de nuevas pers-
pectivas, aunque respetan-
do la tradición. Luego Jo-
seph Mindstzenty, símbolo
de la firmeza de la fe, como
tantos otros cardenales del
Este, y mártir. Finalmente
Óscar Romero, revestido
con la púrpura de su pro-
pia sangre inocente que
empapó el altar, al ser ase-
sinado cuando celebraba
la Eucaristía. Tres carde-
nales, símbolos de tres rea-
lidades que deben perma-
necer unidas: el diálogo,
el martirio y la Eucaristía.
Card. CARLO M. MARTINI,
arzobispo de Milán.
9 (69)
EL MISTERIO PASCUAL
 
Por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo:
mueren con él, son sepultados con él y resucitan con él; reciben el espíritu de
adopción de hijos, por el cual clamamos: Abba! ¡Padre!, y se convierten así en los
verdaderos adoradores que busca el Padre.— Vaticano II, SL 6.
Por el bautismo fuimos sepultados con él en
la muerte, para que, así como Cristo fue
despertado de entre los muertos para la
gloria del Padre, así también nosotros
andemos en una vida nueva.— Rom 6, 4.
Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha
sentado en el cielo con él.― Eph 2, 6.
Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad
los bienes de allá arriba, donde está Cristo,
sentado a la derecha de Dios.— Col 3, 1.
Es doctrina segura: Si morimos con él,
viviremos con él.― 2. Tim 2, 11.
Habéis recibido, no un espíritu de
esclavitud, para recaer en el temor, sino un
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace
gritar: ¡Padre!.― Rom 8, 15.
Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que
los que quieran dar culto verdadero
adorarán al Padre en espíritu y en verdad,
porque el Padre desea que le den culto así.―
lo 4, 23.
10 (70)
EL CONCILIO Vaticano II, en uno de
los primeros párrafos de la Cons-
titución sobre la Sagrada Liturgia,
condensa en pocas palabras lo que
constituye la esencia del misterio pascual
para el fiel cristiano: es la cita liminar que
anteponemos a esta glosa, y remite a los
versículos del Nuevo Testamento, que re-
producimos al margen de esta página. Cristo
mismo, en la conversación con Nicodemo,
ya había asegurado que «el que no nazca de
nuevo no puede ver el Reino de Dios». An-
te la sorpresa de Nicodemo ―«¿Cómo pue-
de ser eso?»—, le dice el Señor, no sin una
dulce ironía: «Tú eres maestro en Israel y
¿no lo sabes?...»
Solemos decir, repetir ―y siempre es
bueno recordarlo― que el cristianismo no
es una filosofía, ni es reducible a una moral,
ni es clasificable como sólo hecho cultural,
para en seguida pasar a afirmar que es vida,
que es una vida. Aunque tal vez ni esa sola
afirmación baste, por más que se acerque
a su esencia, porque podríamos acabar to-
mando el concepto de vida como simple
modo de vivir, como estilo, como praxis
que ahora dicen o como punto de vista
desde el que se contempla o explica la me-
ra existencia, o como fuente de criterios pa-
ra valorar el mundo y enjuiciar al hombre,
incluso refiriéndolo a la trascendencia divi-
na, que los supera todo... Podríamos recoger
11 (71)
y ordenar estos modos y ma-
neras, y toda la cantidad in-
dudable de verdad que, bien
entendidas, pueden contener
para la teología cristiana. Pero
no sería todavía suficiente,
porque seguiría siendo posi-
ble entenderlo y referirlo a
Jesucristo como teniéndolo al
lado mientras hacemos cami-
no; podría ser, todavía, como
una compañía que nos caldea
el corazón mientras andamos,
de posada en posada, añorán-
dolo o abrumados de tristezas,
o amortizando nostalgias o re-
memorando vivencias fuga-
ces, a la vez incompletas e
irrecuperables.
El cristiano que saliera de
estos recuerdos o de esta bús-
queda, no sería todavía el
cristiano que ha de salir del
bautismo de Jesucristo, si es
consciente de lo que este sa-
cramento ha obrado en él. El
cristiano es un "re-nacido" en
Jesucristo. Es un misterio de
muerte y de vida, para vivir
la de Jesucristo en nosotros.
El cristianismo no sólo es vi-
da, no sólo es una vida, sino
que es la vida de Jesucristo
en nosotros. Esto es más que
moral, más que verdad espe-
culativa, más que explicación
del mundo y de la existen-
cia, más que un estilo. Cristo
es más que acompañante, por
la fe, de nuestros pasos por
los caminos del tiempo: Cris-
to no está al lado, sino dentro
de nosotros que, de algún mo-
do, somos extensión y creci-
miento mistérico suyo. Cuan-
do se dice «en el cielo con él»,
no es para sólo un "después
porque el cielo ya ha comen-
zado, ya está aquí (es una he-
rencia porque ya es riqueza; es
un premio porque es gracia...)
Lo demás ―actitud frente
a la existencia, concepto del
mundo, valor de lo contingen-
te...― no precede, sino que
sigue a la incorporación de
Cristo, por el bautismo, por el
que ya somos hijos antes que
siervos. La moral no prepara
el sacramento, sino que le si-
gue, y no es cristiana si no si-
gue al sacramento.
Hay todavía mucho pre-
cristianismo por falta de ver-
dadera fe bautismal, cuando
Cristo permanece como un
dato, tal vez importante, pero
sin participar de su misterio.
Pero entonces, ¿qué sentido
tendría el Nuevo Testamento?
12 (72)
Documento
LA PENITENCIA,
SACRAMENTO PASCUAL
LA RESTITUCIÓN del verdadero sentido del sacramento de la Penitencia
responde a su significación pascual. Es oportuno un breve esbozo his-
tórico para que los fieles comprendan mejor el valor de este sacramen-
to, que ha sufrido, y sufre todavía, deformaciones por las que, con frecuencia,
aparece desfigurada la hondura teológica y la grandeza de la misericordia di-
vina que encierra, tal como la entendió secularmente la Iglesia, por encima de
la rutina pretendidamente piadosa, o de las ideas de eficacia y utilidad mági-
ca, o de sucedáneo de psicologías desorientadas o insatisfechas. El recto sen-
tido de todo lo que constituye la práctica secular de la Iglesia viene desde los
orígenes y por esto nos parece oportuno reproducir unos párrafos de la obra
«Celebrar a Jesucristo» de Adrien Nocent, que son una breve y esclarecedora
síntesis sobre ese tema.
El término "Penitencia pública" da lugar a menudo a
una doble confusión. En primer término, jamás ha habi-
do confesiones públicas de faltas. Estas se confiesan en
secreto al obispo. Esta confesión secreta ha sido siempre
obligatoria. Si ocasionalmente la historia nos ofrece el
testimonio de ciertas confesiones públicas, no se trata más
que de iniciativas personales, signos muy particulares de
un profundo arrepentimiento, pero exteriorización no obli-
gatoria en la disciplina penitencial antigua. Además, no
debe imaginarse que al lado de esta penitencia llamada
pública hubiera otra penitencia privada, sacramental. A
excepción de Irlanda a partir del siglo VII no existe peni-
tencia privada sacramental y reiterada antes del siglo
13 (73)
IX. Aunque la confesión es privada, no hay más expiación
que la publica de la que no se revela el motivo. La distin-
ción entre los diferentes pecados en cuanto a su gravedad,
se deduce menos del análisis del pecado en sí mismo, que
de la forma en que debía expiarse. Es grave, mortal, el
pecado que exige penitencia canónica, la cual supone la
intervención de la Iglesia para la reconciliación. Es leve
o venial el que se puede reparar con mortificaciones pri-
vadas.
Siglo I
Desde fines del siglo I se ve perfilar una especie de
disciplina penitencial. Ante todo, el pecador grave queda
privado de la eucaristía. Son los jefes de Comunidad quie-
nes determinan por sí mismos la medida de esta excomu-
nión. En el siglo III se concretaría la práctica penitencial
como consecuencia de ciertas circunstancias sociológicas.
La reconciliación de los pecadores culpables de adulterio,
de fornicación y sobre todo de apostasía, será fuente de
controversias que provocarán la lenta elaboración de una
doctrina penitencial. Tertuliano, muerto después del 220,
es una de las más conocidas personalidades envueltas en
dicha controversia. En su tratado sobre la penitencia nos
da una descripción bastante precisa de los usos peniten-
ciales de su tiempo. Para obtener la remisión de las faltas
graves, se precisa un tiempo de expiación bastante sereno.
Esto supone siempre una confesión de las faltas e inte-
riormente una total conversión, un pesar y un buen pro-
pósito. Esta confesión no es pública pero la actitud exter-
na de la penitencia exigida da a entender a todos que se
trata de un pecador. Las oraciones, prosternaciones, ceni-
za sobre la cabeza, se llevan a cabo delante de la puerta
de la iglesia, y más tarde en el interior de la iglesia mis-
ma durante el tiempo fijado por el obispo, hasta el día de
la reconciliación. Esta penitencia no se podrá repetir, y
este uso tan severo subsistirá hasta el siglo VII. El peni-
tente que recae es, por tanto, dejado a la misericordia
de Dios pero la Iglesia no interviene ya para reconci-
liarle.
La decadencia
del siglo IV
Desde el siglo IV hasta el siglo VI se constata una
decadencia en la práctica antigua de la penitencia. Sin
embargo, la antigua disciplina esencial: que el pecado
grave exige la penitencia eclesiástica, subsiste siempre. La
dificultad está en los principios de clasificación entre pe-
14 (74)
cados que someter a la penitencia y otros pecados que se
pueden perdonar mediante buenas obras.
La penitencia
reiterable
Entre el siglo VII y el siglo VIII se ve como evidente
este hecho: que apenas se reconcilia a nadie más que a la
hora de la muerte. La penitencia canónica ha venido a
resultar mucho más severa para estas generaciones y ya
no cumple su papel en la vida de los cristianos. En el si-
glo VII los Celtas y los Anglosajones inauguran una nue-
va práctica: la penitencia puede en adelante reiterarse. A
partir del siglo VIII habrá un libro penitencial del que se
sirve el sacerdote o el obispo para aplicar a las diversas
faltas una tarifa impuesta de antemano. Se llega así a
esta decisión: que un pecado grave se perdona por una
penitencia cuya importancia está indicada en el libro pe-
nitencial; en cuanto a los pecados públicos, no pueden
ser perdonados más que con una penitencia pública. De
hecho, estos pecadores públicos son a la vez objeto de una
pena de prisión (confusión pecado-delito).
He aquí, brevemente, el esquema de la ceremonia
penitencial: el Miércoles de Ceniza, antes de la misa,
el obispo recibe a los penitentes. Les impone el cilicio
y siguen una serie de oraciones. Finalmente el penitente
es expulsado y confinado hasta el Jueves Santo. Este
día es liberado y viene a prosternarse a la puerta de la
iglesia.
Entonces el obispo se adelanta hacia la puerta de la
iglesia. Manteniéndose en medio de la puerta, les hace
una breve exhortación acerca de la clemencia divina y
de la promesa del perdón y les dice cómo serán pronto
reconducidos a la Iglesia y cómo deben vivir en ella.
Tras unas oraciones les asperja con agua bendita y los
inciensa diciendo: «Levantaos, vosotros que dormís, levan-
taos de en medio de los muertos y Cristo os iluminará ».
El perdón
solemne
Finalmente les da el perdón; después, teniendo eleva-
das las manos y extendidas sobre ellos, les da la bendi-
ción solemne: «Por las oraciones y los méritos de la bien-
aventurada María siempre Virgen, del bienaventurado
Miguel Arcángel, del bienaventurado Juan Bautista, de
los santos apóstoles Pedro y Pablo, y de todos los santos,
que Dios todopoderoso tenga misericordia de vosotros,
perdone todos vuestros pecados y os lleve a la vida eter-
na. Amén».
15 (75)
Esta celebración, poco conocida de los cristianos, es
evocadora de lo que es en realidad el sacramento de la
Penitencia.
Hasta el
Vaticano II
Tras algunos cambios del siglo X y del siglo XIII, el
Pontifical contemporáneo ha conservado este ritual hasta
la reforma del Concilio Vaticano II.
El sacramento de la penitencia no sólo adquiere su efi-
cacia en la Sangre del Señor, sino que nos da de nuevo ac-
ceso a la mesa eucarística, banquete de triunfo y de resu-
rrección. Por eso la penitencia está íntimamente inserta en
el misterio doloroso y triunfante de Pascua; está esencial-
mente ligada al bautismo y a la eucaristía; provoca la re-
novación del pueblo cristiano y actúa en la consolidación
de la estructura del pueblo de Dios que es la Iglesia.
Inserción
en la Pascua
triunfante
Según esto la penitencia ha de referirse primeramente
a la presencia de Cristo resucitado. Es en Cristo siempre
para interceder por nosotros. (Heb. 7, 25), es en la inter-
cesión soberana de su Persona siempre presente en su
Iglesia, donde deben converger las actividades de la peni-
tencia. Ante este Cristo sentado a la derecha del Padre
se halla situado el cristiano que se arrepiente. Delante de
ese Cristo es como hay que hablar de pecado y de peni-
tencia, y de cara a él es como la liturgia cuaresmal habla
de ellos. El pecador debe operar, pues, «una descentra-
ción de sí, una recentración sobre Dios en Jesucristo, una
entrada en el misterio de muerte y de resurrección. Y es
Dios quien, en su Hijo, hace que se lleve a cabo el arre-
pentimiento, la adhesión, el don de sí, y quien de nuevo
reintegra al hombre a la vida eterna». Toda verdadera
actitud penitencial supone una tensión dentro de un de-
seo por reencontrar una plena y completa posibilidad de
dialogar con Dios. Semejante diálogo, que tendría lugar
entre Dios y Cristo, se intercambia ahora entre Dios la
Iglesia. A través de ella, mediante ella, cada cristiano se
Si estamos convencidos de que en un mundo pecador hay mucha injusticia
y tiranía reinantes, si estamos o estuviéramos convencidos realmente de que
el pecado marca también las estructuras sociales y no incide tan sólo en la
vida privada de los individuos, entonces más bien nos debería sorprender lo
poco que la Iglesia entra en conflicto con las instituciones sociales y con los
poderosos, salvo en los casos en que atacan directamente a la Iglesia misma.
KARL RAHNER
16 (76)
inserta en este diálogo. Por eso, la actitud penitencial no
es una exclusiva vuelta sobre sí mismo, sino que supone
un "vis-a-vis", una persona que escucha, responde y
perdona. El pecador penitente se halla incluido en este
diálogo. Éste le ayuda en la lucha que caracteriza el en-
tretiempo que transcurre entre el momento en que se ha
realizado la presencia de Cristo resucitado ―en quien te-
nemos la certeza de que se nos ha adquirido la salvación
de forma definitiva, si nos adherimos a ella―, y el mo-
mento en que la vuelta de Cristo consumará definitiva-
mente la realidad de la salvación. «Vosotros sabéis el
momento en que vivimos», escribía san Pablo (Rom. 13,
11-12). Todos nosotros vivimos en el tiempo, salvados en
esperanza, radicalmente salvados por el bautismo en la
muerte de Cristo, pero no obstante, en la fase de lucha
todavía. Toda la liturgia cuaresmal insiste en este punto
y hace profundizar en su realidad. Pero la actividad peni-
tencial está referida en la liturgia al tiempo escatológico
y a esa promesa de la vuelta de Cristo que fundamenta
nuestra esperanza de salvación.
Con este trasfondo escatológico podemos descubrir lo
que piensa la Iglesia sobre la penitencia, tal como ella la
construye en la liturgia.
El segundo
Bautismo
La penitencia se practica siempre en la Iglesia con
referencia a Cristo resucitado, sentado a la derecha del
Padre y actualmente presente en su Iglesia. Con él, en la
Iglesia, y teniendo presente su infinito poder de interce-
sión, se confronta el penitente. La actividad penitencial
es retorno, lucha, conversión en la que interviene el Buen
Pastor que, "débil" ante la fe sincera y humilde del hom-
bre pecador, no rehúsa su perdón. La penitencia no es
estática, sino que está centrada en una marcha hacia la
Jerusalén celestial, hacia la propia transfiguración del
penitente en la gloria de Cristo resucitado.
San Ambrosio, en la homilía sobre el evangelio de la
viuda de Naín, exclama: «Si hay pecado grave que no
podáis lavar vosotros mismos con las lágrimas de vuestro
arrepentimiento, que llore por vosotros la Iglesia, que
interviene por cada uno de sus hijos. Como madre viuda
por hijos únicos...Que llore, pues, la tierna madre y que la
multitud la asista... Entonces os levantaréis de la muerte,
entonces seréis librados del sepulcro».
17 (77)
Todas las semanas en
vida nueva
Una completa información
de la Iglesia en España y en el mundo
Un estudio del problema de mayor actualidad
Una visión cristiana
del mundo político, social, cultural y artístico
vida nueva
Revista semanal
de información general
y religiosa
P.P.C. - E. Jardiel Poncela, 4
Apartado 19.049 - Madrid (16)
18 (78)
Parábola
Volvamos a la parábola...
Con la parábola el poeta ve lo que hay detrás de las esquinas
y en la espalda de las estrellas.
La parábola es el camino más corto entre el Hombre y la Luz.
He aquí una parábola:
Había un hombre que tenía una doctrina. Una gran doctrina
que llevaba en el pecho (junto al pecho, no dentro del pecho),
una doctrina escrita que llevaba en el bolsillo
interno del chaleco.
La doctrina creció. Y tuvo que meterla en un arca de cedro,
en un arca como la del Viejo Testamento.
Y el arca creció. Y tuvo que llevarla a una casa
muy grande.
Entonces nació el templo.
Y el templo creció.
Y se comió el arca de cedro,
al hombre y a la doctrina escrita que guardaba
en el bolsillo interno del chaleco.
Luego vino otro hombre que dijo: «el que tenga una doctrina
que se la coma, antes de que se la
coma el templo;
que la vierta, que la disuelva en su sangre,
que la haga carne de su cuerpo...
y que su cuerpo sea
bolsillo arca y templo».
León Felipe
19 (79)
Mil nombres y un amor.
Diversos son los nombres y diversas las hablas,
y hay muchos nombres para un solo amor.
La vieja y frágil plata cambia en tarde
parada sobre el campo en claridad.
La tierra, con sus trampas de mil finos oídos,
ha cautivado a la alondra de la canción el aire.
Si, comprende y hazte tuya, también,
desde los olivares,
la alta y sencilla verdad que en su presa voz habló:
«Diversas son las hablas y diversos los hombres,
y habrá mil nombres
para un solo amor».
Salvador Espriu
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete D.L. AB 103/12 - 4.4.83
20 (80)