Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 204. MAYO. Año 1983
SUMARIO
LIBERTAD y amor, libertad para el amor, libertad en
el amor: eso que entendemos mal y que profanamos
o nos confunde tantas veces; pero que sí entendieron
los santos, libres y enamorados. Decía san Felipe:
Dadme diez hombres verdaderamente desprendidos y
conquistaré el mundo. Y también: «El que se enamora
de algo que no sea Cristo, no sabe lo que hace». El santo
no pierde el tiempo ni se pierde en la vida: la emplea
entera en amor verdaderamente a Dios y todo lo que es
de Dios, por Dios, con libre necesidad, con gozo limpio
en el alma, aun en el dolor.
LA UNCIÓN
LO ESPIRITUAL
LA IGLESIA Y EL CONOCIMIENTO LIBERAL
TRADICIÓN, NOVEDAD Y SANTOS DE DIOS
«IL DOLCE FAR NIENTE»
FLORENTINIDAD DE SAN FELIPE NERI
LAS PRIMERAS REUNIONES DEL ORATORIO 
1 (81)
LA UNCIÓN
SAN FELIPE NERI era muy instruido y buen teólogo,
pero no hacía profesión de teólogo, y, no obstante, ejerció
gran influencia entre los prelados y sabios doctores de
Roma; no era hombre de sociedad, y ejerció gran influjo
en la de su tiempo; no era político, y tuvo influencia
política; aunque poseía el arte de amar a Dios, y
también en su juventud escribió algunas poesías, no se
dedicó al cultivo de las artes, pero tuvo influencia
artística (bastaría recordar a su discípulo Palestrina).
Gran proselitista, pero no de controversias, ni de
discursos extraordinarios, ni de escritos o cátedras
científicas: su proselitismo era el de la unción... Unción
es una metáfora para expresar la impregnación interior
del aceite, es una comunicación de alma a alma, una
transmisión de un influjo divino. Felipe y su Oratorio
ejercían el proselitismo de la unción. Y no vayamos a
creer que esto no sea propio de los tiempos modernos, de
disputas religiosas y discusiones ideológicas, de
parlamentos y periódicos...
El fundamento principal de la vida oratoriana es la
oración; un alejamiento del espíritu del mundo, la
meditación de las Sagradas Escrituras... La palabra de
Dios revestida del espíritu de Dios, pone en
comunicación con Dios y comunica aquella suavidad
espiritual que es la unción. (Cuyas manifestaciones son:)
la pureza de espíritu, que lleva a la franqueza de
carácter y que destruye la duplicidad; la oración, el
fervor en las funciones sagradas y en el trato con los
fieles, el amor a las criaturas, incluso irracionales.
Mons. Josep Torres a Bages
2 (82)
Lo espiritual
EN LA IGLESIA de Dios nadie puede Arrogarse el primer puesto, ni
menos el monopolio de la perfección y del apostolado. En todo caso
debe ser el anhelo y la tarea de todos, pues se trata del ideal a que
nos impulsa el compromiso bautismal, si bien los medios pueden ser
distintos, y responden a las diferentes épocas en que se manifiesta In
Asistencia del Espíritu de Dios a los que sinceramente le buscas, a los tem-
peramentos y condiciones de aquellos a quienes va destinado y a las nece-
sidades de la Iglesia, en cada momento y situación de su historia. Por esta
razón se ha de ser profundamente respetuoso con la libertad de las almas,
porque es precisamente en su ámbito en el que actúa la gracia de Dios,
siempre multiforme y rica. El espíritu es libre: Ante él de poco sirven las
campañas y escaso significado revisten las estadísticas y cómputos, bien
sean triunfalistas o lleven al pesimismo. Las matemáticas pueden tener in-
terés sociológico, económico, cultural o político, pero no sacramental, espi-
ritual y evangélico. Dios escapa aun a las bienintencionadas estructuras
que los hombres le edifiquen, porque vemos como muchas veces se queda
y bendice la buena intención y prescinde do lo meramente o demasiado es-
tructurado. Con lo cual no predicamos la anarquía, sino que hemos de re-
conocer humildemente que Dios es más libre, todavía, que nosotros, porque
la iniciativa de bien parte antes de él que de las mismas capacidades y dis-
posiciones nuestras. Por eso son tan admirables las obras que realiza con
bus santos, que son los que se dejan conducir más pura e incondicional-
mente por él, aunque les veamos, desde nuestra perspectiva, como eminen-
temente activos, imaginativos y creadores: en ellos es más profunda la es-
piritualidad que no se ve, que la apariencia de las obras que nos puedan
admirar. Ellos son, antes que nada, sincera y profundamente espirituales.
Espíritu quiere decir, para ellos, sentido de Cristo en todo lo que tratan,
Amor divino, visión del Reino de Dios, vida trascendida, valoración del tiem-
po inscrito en In eternidad, desprendimiento sereno y libre para la dispo-
nibilidad entusiasta para Dios, y lectura en clave de Providencia de todo lo
que es circunstancial y movible en la convergencia de las coordenadas, des-
de las cuales todo es redimible para Dios, y hasta las dificultades no busca-
das y los dolores naturalmente no queridos, lejos de convertirse en impedi-
3 (83)
mentos, se transforman en estímulo y reto que purifica su generosidad con
Dios, al paso que dilata misteriosamente la fermentación del Evangelio en
la masa del mundo, en medio de la cual se mueven.
Y no hemos dicho el nombre de ningún santo, porque podría predicar-
se de cada uno de ellos. Pero es verdad que íbamos pensando, palabra tras
palabra, en san Felipe Neri, que se encontró, casi sin darse cuenta, con el
resultado de una fundación ―el Oratorio― que quiso «más bien gobernada
con el amor que con las leyes», en la que lo primero fuese atender al «estu-
dio y trato familiar de la palabra de Dios» para que se convirtiera, esa me-
ditación saboreada desde el corazón, en alimento del «espíritu de fe y de
oración» y en estímulo del amor y servicio de los demás en la Iglesia, que
tiene su raíz y que se mueve en la fuente de toda verdadera espiritual co-
munidad, la santa Eucaristía, «centro de toda la vida».
Si nos pidieran qué es y cómo es la obra de san Felipe, tendríamos que
remitirnos siempre al santo, a su personalidad, a su estilo, al marco cir-
cunstancial en que se movió. Y, sobre todo, tendríamos que intentar aden-
trarnos en su corazón y adivinar cómo espiritualmente respondió a las lla-
madas de Dios. Lo demás fue el resultado de esta respuesta. Los santos,
antes que hacer, son. Son espirituales.
La Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador,
a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la
verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír
la voz del Apóstol cuando dice: «No queráis vivir con-
forme a este mundo» (Rom 12, 2), es decir, conforme a
aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma
en instrumento de pecado la actividad humana, en vez
de tener en cuenta que está ordenada al ser-
vicio de Dios y de los hombres.
Vaticano II, Const. IM 37
(Los que se consagran a Dios), cada uno en su oficio, sién-
tanse obligados por la ley común del trabajo y, al procu-
rarse así lo necesario para su sustento y sus obras, alejen
de sí toda solicitud indebida y pónganse en manos de la
providencia del Padre celestial (cf. Mt 6, 25).
Vaticano II, Decr. PC 13
4 (84)
DEBERES DE LA IGLESIA
CON RESPECTO AL CONOCIMIENTO LIBERAL
Reproducimos la conclusión de una conferencia de Newman, sobre
la Naturaleza y objeto de la educación universitaria» («The Idea
of a University»), pronunciada en el año 1864, y que todavía parece
nueva. Hay que educar a los jóvenes universitarios sin ignorar, ni
despreciar la naturaleza de las cosas, sin excluir la realidad: cien-
cia, literatura, que la Iglesia no debe temer, sino sólo, acaso, corre-
gir o purificar. Dice así, nuestro Newman:
LA CIENCIA es grave, metódica, ló-
gica; y, si ha de discutirse, ha de
ser oponiendo la razón a la razón,
La literatura no discute, sino que recita a
insinúa; es variada y versátil, más que ar-
gumenta persuade, y así seduce, cautiva...
No puede sorprender que la Iglesia se
inquiete cuando con estos medios ve in-
terferida su labor; pero de cualquier for-
ma, uno debe ser su principio: no prohi-
bir la verdad, de cualquier clase que sea
ésta, sino hacer que se consideren sólo
como doctrinas serias, verdaderas, aque-
llas que verdaderamente lo sean.
Tal es la lección que he podido apren-
der de todo lo estudiado y leído sobre la
materia, y tal la lección aprendida de la
historia de mi santo patrón Felipe Neri,
que vivió en una época tan desleal a los
intereses del catolicismo como cualquier
otra de las que le precedieron o le siguie-
ron. Vivió en tiempos en que imperaba
el orgullo y el sentimiento; nunca como
entonces los reyes y los poderosos tuvie-
ron más pompa ni recabaron para sí ma-
yores homenajes, a la vez que tenían me-
nos responsabilidad y menos riesgos. Era
el momento en que el invierno de la Edad
Media se acababa y dejaba paso al ama-
necer de una civilización que traía en sus
hojas y flores las formas más voluptuosas
de placer; cuando un mundo nuevo de
ideas y de bellezas se abría al espíritu hu-
mano encantado con la admiración de los
tesoros de la literatura y del arte clásicos.
Vio al noble y al sabio deslumbrados por
la encantadora y embriagadora magia de
sus cantos; vio al poderoso y al prudente,
al estudiante y al artista, y pintura, poe-
sía, escultura, música, arquitectura, al
borde del abismo; vio cómo las formas
paganas prevalecían... Y se dio cuenta de
que al mal había que enfrentarse no con
argumentos, protestas o amenazas, no
por medio del monje o del predicador,
sino mediante la fascinación de la pureza
y de la verdad. Quiso llevar a cabo una
obra peculiar dentro de la Iglesia, sin que
5 (85)
pretendiera convertirse en un Jerónimo
Savonarola, aunque san Felipe sentía ver-
dadera devoción hacia él y guardaba tier-
na memoria de su rasa florentina: tampo-
co seria san Carlos, aunque en su radiante
rostro había reconocido ya la aureola del
santo: ni san Ignacio, luchador incansa-
ble, aunque Felipe fue llamado al reclamo
de la Compañía por el gran número de
personas que atrajo a ella: tampoco san
Francisco Javier, aunque Felipe había
deseado largo tiempo derramar su sangre
por Cristo junto a él en la India; ni un san
Cayetano, o un captador de almas, pues
Felipe prefería dejar libremente que por
si mismas fueran llegando a él y ganarlas
poco a poco: le parecía mejor rendirse a
la corriente si no la podía detener y puri-
ficar y santificar lo que hubiera de bueno
en ella.
Y así pues, consideraba la idea de su
misión, no la propagación de la fe, la ex-
posición de la doctrina o la fundación de
escuelas catequéticas, pues aunque todo
eso le parecía bien, no acababa de con-
vencerle... Sus armas serían la sencilla
humildad y el amor al prójimo, y todo lo
que llevó a cabo lo hizo por el fervor y la
elocuencia convincente de su carácter per-
sonal y de su fácil y amena conversación.
Ya se contentarían todos sus discípulos
y admiradores con poseer una mínima
parte de aquel poder especial suyo, o con
poder realizar siquiera una pequeña par-
te de su labor. Pero al menos si puedo in-
tentar acercarme a él, usar su método
cultivar aquellas artes excelentes en él.
En cuanto a mí, si Dios dispone que en los
años venideros haya de participar en la
gran empresa que ha dado materia at es-
tas conferencias, puedo decir que si he de
hacer algo, será siguiendo las huellas de
san Felipe y ningunas otras. Ni por mi há-
bito de vida, ni por mi edad, estoy en con-
diciones de llevar a cabo una tarea auto-
ritaria, o iniciar otros caminos. Tan sólo
aspiro, si Dios me da fuerzas para ello a
ser servidor en una obra que ha de em-
plear inteligencias más jóvenes y vidas
más robustas que la mía. Pero puedo
aportar mi testimonio, hacer sugerencias,
exponer mis sentimientos, como así lo he
hecho en las presentes conferencias...
Apelaré a vuestra consideración, a vues-
tra amistad y a vuestra confianza... y,
después de todo, ni vosotros ni yo debe-
mos mostrarnos sorprendidos si la mano
del Señor, de la que penden la vida y la
muerte, se posa sobre mí y me hace in-
digno de esas aspiraciones vuestras y de
esos deseos en los que puedo haber sido
demasiado confiado.
Es enemigo del hombre ese mundo tomado, no como obra de Dios,
sino como fin y cielo del hombre: hay que estimar y respetar al
hombre porque es la mayor maravilla visible de todo lo creado, re-
conocible en nosotros mismos y en nuestro prójimo; no hemos de
convertirnos, sin embargo, en dioses de nosotros mismos; tampoco
hay que buscar posturas virtuosas envueltas en falsa humildad, ni
mentar o preocuparnos demasiado del aprecio o desprecio que nos
venga de los demás. San Felipe Neri lo resumía así: «Hay que des-
preciar al mundo: no hay que despreciar a nadie; hay que despre-
ciarse a sí mismo; hay que despreciar el ser despreciado».
6 (86)
Tradición
novedad
y santos de Dios
UNA INSTITUCIÓN con cuatro
siglos de existencia ha tenido
tiempo para participar en los
vaivenes de la historia, con sus épocas
de esplendor y otras críticas, con mo-
mentos relativamente gloriosos u otros
de saludable purificación. Precisamente
por eso es bueno "tener historia" —las
manifestaciones de Dios a la humani-
dad son precisamente y siempre histó-
ricas...—, pues de e ella, cuando sabemos
que jamás se reduce a simple y fatal
repetición cíclica, se extrae el preceden-
te aleccionador para tener en cuenta
frente a la novedad que, entre todos,
hemos de crear con verdadera ilusión,
porque sabemos que estamos protago-
nizando algo que depende totalmente
de nosotros, y que, al mismo tiempo,
nos hace sentir profundamente agrade-
cidos por la tradición recibida, porque
es como la levadura desde la que hay
que dar forma a esa novedad día a día
exigida por nuestra vocación. Es la ven-
tura de la Iglesia, cuando se siente obli-
gada por el mandato divino de seguir
predicando y anunciando el gozo y la
exigencia de la libertad de hijos de
Dios y, al mismo tiempo, encuentra la
razón que fecunda todo su hacer apos-
tólico, volviendo la mirada a Cristo y
a la pureza y entusiasmo original de
la Iglesia del libro de los Hechos de los
Apóstoles.
Eso mismo les pasa a las obras sur-
gidas en el seno de la Iglesia, inspira-
das por los santos más afectados en
mantener esa mirada contemplativa ha-
cia los orígenes y el espíritu del Evan-
gelio; pues han sido ellos los que la
Providencia ha dado al mundo para
estimular la fidelidad a Cristo, y para
recuperarse de todos los cansancios que
la lucha por mantenerse fiel a los idea-
les primeros, ha tenido que mantener
la propia Iglesia, siempre con los pies
puestos en los caminos de los hombres,
y por lo tanto entre el polvo del mun-
do, cuyas miras ha tenido que supe-
rar, como sacudiéndose el polvo de las
sandalias, para mantener incontamina-
da la esencia de la Verdad que debía
7 (87)
anunciar incesantemente como princi-
pio de Vida.
Cada santo, cada verdadero santo,
especialmente los que proclamaron su
fidelidad a Cristo con el derramamien-
to de su sangre o los canonizados más
bien por el clamor espontáneo del pue-
blo ―«vox populi, vox Dei»— que por
las propagandas interesadas en los pres-
tigios de escuela o de grupo, han repre-
sentado una nueva primavera en alguno
de los sectores de la Iglesia. Es oportuno
recordar cómo san Felipe, en cierta oca-
sión, cuando en uno de los sermones
que se estaban predicando en la iglesia
del Oratorio, el enardecido predicador
hablaba en tonos triunfales del martirio
y la santidad, Felipe se puso a golpear
una columna del templo, para interrum-
pir el sermón y llamar la atención so-
bre el exceso de tanta apología entre los
suyos, porque, decía, «entre nosotros to-
davía nadie ha dado ni una gota de
sangre para confesar a Jesucristo»...
Después, cuando fue proclamado san-
to, se debió más bien al clamor popular
de los romanos que a la diligencia de
los postuladores oratorianos, despreo-
cupados en recoger "milagros" y en for-
zar instancias. Pero es que Felipe Neri
había cambiado la faz de Roma, sin
demasiados planes ni estrategias: se ha-
bía enamorado de Jesucristo, amo a la
Iglesia y la vio en su tiempo; volvió por
un momento la mirada y el corazón a
la Iglesia primitiva, y siguió caminando
hacia adelante; otros, allí mismo, se
juntaron con él, descuidado de organi-
zaciones y propagandas. Lo demás lo
hizo Dios, bendiciéndolo.
La vida común, a ejemplo de la Iglesia primi-
tiva, en que la muchedumbre de los creyentes
tenía un solo corazón y una sola alma (cf. Act
4, 32), nutrida por la doctrina evangélica, la
sagrada liturgia y, señaladamente, por la Eu-
caristía, debe perseverar en la oración y en la
comunión del mismo espíritu (cf. Act 2, 42).
Vaticano II, Decr. PC 15
Todo ejercicio de apostolado tiene su origen
y su fuerza en el Amor.
Vaticano II, Decr. AS 8
8 (88)
«Il dolce far niente»
ESA «dulzura de no hacer nada», que todavía se dice de los italianos,
no se corresponde con la realidad actual. En cambio, sí que podía
decirse de un buen sector de la Roma del Renacimiento. Entonces, el
aparato administrativo de la Curia romana y la política pontificia,
ocupaba lo que hoy podríamos llamar el sector laboral de servicios,
cubierto por un pequeño ejército de empleados para la mayoría de los
cuales las tardes permanecían libres; lo demás eran prelados (prelatu-
ras señoriales), peregrinos y mendigos, amén de conventos y estudios,
el comercio necesario aunque no expansivo y los bancos coordinadores
de toda la economía de aquella ciudad mucho más reducida que la
actual, aunque encrucijada, como ahora, de muchos caminos.
Las tardes romanas del Renacimiento eran, salvando proporcio-
nes, lo que las noches actuales con sus esparcimientos, diversiones y
vicios de las ciudades modernas, en las que la jornada y la holganza
no acaba con la puesta del sol, como en siglos pasados. En aquella
Roma, la tarde era la noche: tiempo para la diversión y la disipación
de gentes ni demasiado ricas ni demasiado pobres, pero con sueldo
aparentemente seguro y deberes no excesivamente pesados y más bien
honrosos, casi como si participasen ellos mismos en el poder que ser-
vían, confundidos con la clientela palaciega y prelaticia, que consti-
tuían la clase privilegiada de la sociedad romana.
En Florencia era diferente. También había diversiones, pero no
a costa de centralizaciones tributarias ni de mixtificaciones grandilo-
cuentes de lo sagrado, sino de las ganancias de tenderos y artesanos,
de comerciantes y artistas, abnegados en el trabajo y generosos en la
alegría y en los festejos que, no sin cierto orgullo, se bastaban a finan-
ciar. Y tal vez por ello mismo envidiados por la soberbia romana, obli-
gada a comprar lo que ella misma no podía crear, pero que consiguió
con las armas el dinero.
Felipe, al fin, supo introducir su genio florentino y fue un artesa-
no de la oración y de la virtud, desde la "bottega" del Oratorio, con
ese sentido de independencia y de generosidad que llevaba de su ciu-
dad dorada, y poco a poco convirtió la holganza disipada y presun-
tuosa del empleadismo romano, en laboriosidad espiritual y caritati-
va. Florencia, a través de san Felipe, convirtió a Roma.
9 (89)
Florentinidad
de san Felipe Neri
CUALQUIER aproximación al espíritu de san Felipe
Neri, debe hacerse partiendo siempre de su origen
florentino, porque la florentinidad de su nacimien-
to y primeras influencias familiares y ciudadanas,
constituye la base sobre la que se edifica su perso-
nalidad, y le imprime un estilo que impregna su comporta-
miento futuro, y a ella responde el esbozo primero del Orato-
rio y lo más peculiar y espontáneo de su carácter espiritual.
Se ha querido especular con el hecho de que Felipe, una
vez que se aleja de Florencia, jamás regresa a ella, como si
esto pudiera significar, si no un rechazo, por lo menos la per-
vivencia de una desilusión, porque fue crítica la hora en que
hubo de separarse de los suyos y de la ciudad de su infancia,
y fueron dolorosas, casi frustrantes, las razones por las que se
tuvo que ir. Pero no, ningún florentino podría olvidar jamás
su origen, tanto si es grata como dura la ruta de la diáspora
o el destino del exilio. Como Dante, Felipe también habría
podido decir —y seguramente las pensó― las palabras del
poeta eximio: como una flor, es su nombre, «e notte e giorno
porto sempre nel mio cuore...»
10 (90)
Curiosamente, los biógrafos de san Felipe, cuando ras-
trean el origen toscano de nuestro santo, se limitan, por lo
común, a referir sólo algunas anécdotas, difíciles de tomar
como demasiado extraordinarias. Y así, su adolescencia, o
más bien su infancia, queda fijada, como inmovilizada, en la
conocida candorosa estampa del "Pippo Buono", de cuando
era solamente un niño del Oltrarno florentino. Luego, tras el
paréntesis de duración imprecisa, pasado con los parientes
de San Germán, cerca de Montecassino, contemplan y nos
describen la figura de nuestro protagonista, situándola en el
marco histórico de la Roma renacentista, y dividen su bio-
grafía en dos grandes secciones, casi simétricas, en las que
siguen los pasos, primeramente de su vida laical y, luego, la
algo más extensa de su sacerdocio, incluyendo en ésta el na-
cimiento de su obra característica: el Oratorio.
Incluso, uno de los mejores estudiosos de san Felipe y
del Oratorio, tiene un libro titulado así: «Felipe Neri, Santo
romano». Nos referimos al benemérito padre Carlo Gasbarri
que, curiosamente, nació en Florencia. Pero no hace muchos
años que un gran convertido, excelente literato y apasionado
11 (91)
florentino, hizo notar claramente
en uno de sus escritos menores, que
la nota característica de su conciu-
dadano, san Felipe Neri, era preci-
samente la florentinidad. Esta vin-
dicación oportuna y certera, la hizo
Giovanni Papini, casi de nuestra
generación y, en sus días, el mejor
prosista de la lengua italiana, vigo-
roso, desgarrado casi, de intuicio-
nes fulgurantes, que había llegado
dolorosamente a la fe cristiana, tras
contemplar el destello del Evan-
gelio en la Historia, en la Iglesia, en
su ciudad y en los hombres que ha-
bía conocido.
Desde Papini, el tema de la flo-
rentinidad de san Felipe Neri, está
ahí, como filón abierto para una te-
sis hagiográfica por hacer. Aunque
nuestras pretensiones, aquí, sean
más modestas, pues sólo queremos
limitarnos a un breve esbozo, ape-
nas indicativo, para afirmar en san
Felipe el indudable influjo de Flo-
rencia, de su Florencia, esa ciudad
que se levanta como un jardín de
juncos y flores junto al Arno, labo-
riosa y bella, festiva y sabia, orde-
nada y libre, mundana y cristiana,
más comerciante que guerrera, y
por eso envidiada y sojuzgada; ven-
cida, al fin, por la codicia absorben-
te de los poderosos, pero vencedo-
ra, en el espíritu y en la cultura,
sobre los mismos que la humilla-
ron. También Roma, a causa de
Florencia, una vez más sería «ven-
cida por los que ella había venci-
do» —«victa victis»—. Bastaría a
confirmarlo el Renacimiento, sur-
gido en Florencia, y de allí expor-
tado, primero a Roma y luego a to-
da Italia y a Europa.
San Felipe nació en Florencia y
allí vivió hasta este momento pri-
maveral de la vida ―la adolescen-
cia—, en el que se fija el carácter
o cristalización de la actitud pro-
funda del ser racional libre fren-
te a la vida. Actitud que se hace
permanente y que definirá, en el
futuro, la personalidad del sujeto;
hora en la que el temperamento,
asumido o depurado por el amane-
cer de las primeras reacciones res-
ponsables, configuran al hombre, a
cada hombre, con los rasgos que
ya perdurarán para el resto de la
vida, y que van a ser la razón de
cuantas respuestas dé, en adelante,
al estímulo O reto de las circuns-
tancias incidentes en su andar vi-
tal, a través de las manifestaciones
que le son esenciales cuando se
proyecta espiritualmente.
La proyección de la florentini-
dad de san Felipe Neri implica,
por lo menos, tres aspectos que le
acompañan siempre y que le ca-
racterizan: a) históricamente, es un
santo del Renacimiento; b) tempe-
ramentalmente, asume la "festività"
florentina; c) espiritualmente, co-
menzó a ser cristiano en Florencia.
Ésas son las tres dimensiones de
su florentinidad: cultural, tempera-
mental, cristiana.
12 (92)
1. San Felipe, santo del Renacimiento.
El Renacimiento fue una época de
santos. Aquella efervescencia histó-
rica también afectó a la Iglesia, y las
transformaciones y renovaciones
de la Iglesia siempre las provocan
los santos, antes y más que los con-
cilios, que las reformas estructura-
les o que las medidas jurídicas. Aun-
que los santos no paren mientes en
el papel que están desempeñando:
enamorados de Dios, imitadores de
Cristo y fieles a la Iglesia, en lo
más puro de su espíritu y de su
misión, Dios los suscita cada vez
que quiere renovarla para que el
sentido del Evangelio la depure del
polvo de la mundanidad que se le
pega mientras transita por los ca-
minos del tiempo. Toda verdadera
reforma o renovación siempre se
hace desde dentro, y desde den-
tro los santos renuevan la vida de
la Iglesia, que renace a la santidad
original de sus primeras generacio-
nes y de su fundador, Jesucristo. Y
así, el renacer y renovarse de la
Iglesia en el siglo de san Felipe, se
debió también a otros santos coetá-
neos suyos —santa Teresa, san Juan
de la Cruz, san Ignacio de Loyola,
san Francisco Javier, san Carlos
Borromeo, san Félix de Cantalicio,
san Pío V...— a los que también
compete incluirlos en su misma
época; pero en san Felipe se da una
circunstancia que le distingue de
todos ellos, y es que, por encima
de cualquier generalización que
también corresponda a los demás o
del sentido renovador que, en cual-
quier tiempo, aporte un santo a la
vida de la comunidad universal
cristiana, san Felipe era florentino
y, el Renacimiento, tomado histó-
ricamente en sentido propio, como
movimiento de renovación clásica,
se inició en Florencia, en la Flo-
rencia de san Felipe. San Felipe
nace en Florencia en el momento
en que en ella coinciden las co-
rrientes culturales e históricas que
suscitan esa experiencia única que
hicieron de esta ciudad como una
segunda Atenas; experiencia que,
en la historia de la humanidad, no
se ha vuelto a repetir todavía, y
cuyas repercusiones ondean deci-
sivamente sobre las orientaciones
posteriores de la cultura occiden-
tal y universal.
San Felipe no procede de un
modo reflexivo para aplicar las te-
sis profanas del Renacimiento a la
vida cristiana y a la renovación de
la Iglesia de aquel siglo; pero es
hijo de su tiempo y sus actitudes
se corresponden con la ampliación
del concepto de hombre que el Re-
nacimiento introduce como reac-
ción que absuelve el declinar me-
dieval: la sociedad se desteocratiza
y el hombre no es solamente alma,
sino cuerpo y alma. En la Edad
Media no todo fue oscurantismo ni
13 (93)
mucho menos, ni sería justo dedu-
cir de los milenarismos y danzas
de la muerte medievales, la idea
cristiana del fin del hombre y del
destino del mundo tal como lo vie-
ron los hombres creyentes de en-
tonces; pero terminada la parábola
de sus aportaciones positivas, era
preciso una renovación que debía
ir más allá de las ideas de Inocen-
cio III en su «De contemptu mun-
di». La reacción se produce a tra-
vés del humanismo (Erasmo) y tam-
bién de los esfuerzos de Pico de la
Mirandola en su «De hominis dig-
nitate» y de la «Fabula hominis»
del valenciano Juan Luis Vives.
Cuando una época cultural aca-
ba de dar de sí todo el acervo que
tenía asignado, debe dejar paso al
nacimiento enriquecedor de aper-
turas lúcidas que han de aportar
nuevo crecimiento al desarrollo
providencial de la humanidad. Ese
drama que podemos comprender al-
go si lo comparamos con las luces y
las sombras de la época que a nos-
otros mismos nos toca vivir, tras
las dos Grandes Guerras. Y ello es
una razón de más para creer en la
vigencia de la ejemplaridad o valor
paradigmático que para nosotros
tiene san Felipe todavía. Podríamos
también explicarnos aspectos de su
vida que de otro modo parecerían
singularidades inútiles, pero que,
bien mirado, no cuesta reconocer
como manifestaciones del espíritu
renacentista florentino, no sólo
cuando nos detuviéramos en las
motivaciones de su época de laico,
sino igualmente en las formas de su
apostolado y en su actitud frente a
las estructuras tradicionales de las
que, sin necesidad de ser subversi-
vo, prescinde. En el momento en
que parece que la salvación de la
Iglesia y la garantía de renovación
espiritual pasan a depender del ri-
gor estructural de su organización
que desciende hasta el control de
la piedad individual, él obtiene la
confianza y dirige a sus discípulos
con una libertad y un respeto a las
conciencias que acaba formando
una escuela de espiritualidad, difí-
cil de clasificar, pero que consigue
cambiar el aspecto de una Roma
que él encontró paganizada y que
convirtió en cristiana, piadosa, con
espacio para la solidez cultural y
sentido gozoso y moderado para la
fiesta. Porque fue, también, el san-
to de la alegría. Y es que él no
solamente pensaba en las almas,
sino también en el hombre entero;
es decir, que era un humanista cris-
tiano. Ahí estaban Baronio, Tarugi,
la primera imprenta —¡entonces!—
de la Vallicella, Palestrina... y otras
muestras que escapan al límite de
estas líneas.
Decía san Felipe: «Quitad la lujuria y la vida cómoda a los jó-
venes, y la avaricia a los mayores, y todos seremos santos».
14 (94)
2. La «festività» florentina.
Lo decimos en italiano, "festività",
porque en castellano tal vez debie-
ra darse su equivalencia recurrien-
do a más de una palabra: festero,
festosidad, espíritu y disposición
para la fiesta, capacidad para la
manifestación y la expansión go-
zosa… La Florencia de la que procedía
san Felipe y los días de su adoles-
cencia que precedieron su salida, no
podrían, a primera vista, manifes-
tar ese sentido de la fiesta que atri-
buimos a Florencia. Casi podría-
mos llamarla época de desencantos,
porque Florencia, tras pasar las
más duras luchas por conservar su
independencia, finalmente es sojuz-
gada en una pantomima de fingida
libertad reconocida, cuya falsedad
era una herida para todos los bue-
nos florentinos. Y otras penas ha-
bían precedido a las presentes, que
bien se las contaría el padre de san
Felipe a su hijo: bastara que le hi-
ciera memoria, una vez más, de la
tragedia de Savonarola. Y cierto
que se la debía contar, y más de
una vez, porque san Felipe mantu-
vo la más radical fidelidad a la de-
voción hacia aquel fraile que con-
sideró siempre como santo. ¡Hasta
se adelantó a dibujar una aureola
de canonizado a un grabado que
reproducía simplemente la faz del
fraile condenado por un papa de
triste recordación!
Pero si nos adentráramos en la
Florencia asediada o en lucha, en-
vuelta en la difícil concordancia
de sus batallas y el comercio o el
trabajo de sus artistas o los discur-
sos y libros de sus filósofos y poe-
tas, veríamos que siempre concedió
un espacio festivo, hasta en tiempo
de feroz asedio, para la fiesta inte-
rior. Y hubo, en paz o en guerra,
personajes que alegraron y divir-
tieron a sus ciudadanos: los carna-
vales, el "calcio in costume", las
representaciones teatrales, los mú-
sicos... Tuvo fuerza porque no per-
dió jamás el sentido de fiesta, ni en
las horas de desgarro y humilla-
ción patriótica. Desde las procaci-
dades de Bocaccio a la simplonería
inocente y desinteresada del pieva-
no Arlotto, y cantores y recitado-
res, no faltaron ni el cultivo de lo
bello, ni el espacio de un descanso
gozoso.
No es que la casa del joven Feli-
pe nadara en la consolación y el
bienestar. Venidos a menos y muer-
ta la madre, todo debía presagiar
tristeza y desolación, y más aun te-
niendo en cuenta el temperamen-
to pesimista, fatalista casi, de ser
Francesco, el padre de Felipe. Pero
el hombre se casó de nuevo y, si
bien la boda no remedio los pro-
blemas y las dificultades para el
porvenir material de la familia, esa
mujer trajo al hogar un aura de
15 (95)
gozo, y fue una segunda madre, casi
una hermana mayor para Felipe
―la "matrigna"— siempre amada
y recordada, porque al espíritu festivo,
ya la diligencia para las cosas
del hogar, supo reaccionar con sen-
tido práctico y, probablemente, in-
tervenir en la orientación futura
de san Felipe, que sería mandado a
San Germán, cerca de Montecassi-
no, con unos parientes acomodados
que lo recibirían con gusto y le
prepararían un futuro como suce-
sor en su comercio. Separación do-
lorosa, pero aparentemente necesa-
ria. Esta mujer influyó en san Feli-
pe niño ―el "Pippo Buono"—, lo
mismo que su primer maestro
tal "Chimetto", y tanto éste que,
cuando encontraremos a san Felipe
en Roma, podremos comprobar que
tiene en su cuarto y usa como lec-
tura básica para las "conversacio-
nes" sobre algún tema espiritual
con los que acuden a su cuarto, en
aquellas reuniones que serán la se-
milla del Oratorio, algunos libros
que eran los de lectura de ese pri-
mer colegio junto a la ribera del
Arno, frecuentado por Felipe cuan-
do era niño. Esos libros que Felipe
amará siempre —en aquel tiempo
los libros eran más preciosos que
ahora— son «LE LAUDI» de Jacopo-
ne da Todi y la «VITA DEL BEATO
COLOMBINI», escrita por Feo Belca-
ri. Pero además hay también el
libro de LE FACEZIE DEL PIEVANO
ARLOTTO, libro festivo e inocente,
de lectura ocurrente y distensiva,
que aquel primer maestro leía, de
vez en cuando, a sus alumnos, co-
mo premio o descanso entre las
lecciones de la escuela. El padre
de san Felipe, cuando era joven,
se había podido encontrar por las
calles de Florencia, a aquel cura
bonachón, protagonista de las his-
torias y las ocurrencias divertidas
que el libro contenía. El pievano
Arlotto había hecho muy bien de
burlarse "bizzarramente" de lo que
consideraba demasiado serio. En
una ocasión, Gregorio XIV dice a
san Felipe que le va a hacer carde-
nal, y san Felipe se le acerca para
decirle algo al oído, y el Papa se
echa a reír y se olvida de ello, con
lo que el santo queda libre de la
"amenaza" del cardenalato. Es po-
sible que le hubiese contado algún
chiste de aquel libro...
Decía san Felipe a un hijo espiritual suyo: «Cuando
eras pobre, venías al Oratorio y estabas alegre; ahora
que has puesto tu preocupación en el dinero, te has
vuelto triste y te haces distante».
16 (96)
3. El cristianismo de Florencia.
San Felipe comenzó a ser cristia-
no en Florencia. Bautizado en e
"bel san Giovanni", creció en una
época en la que la fe no era discuti-
da, sino que representaba el coro-
namiento y la garantía de la misma
identidad ciudadana. Estaban nue-
vas todavía las letras del portal
de la Signoria donde se puede le-
er: «Iesus Christus, Florentinorum
Rex». A pesar del secularismo que
Macchiavelli había inaugurado en
«Il Principe», el peso de la tradi-
ción savonaroliana se mantenía in-
deleble en los más fieles ciudada-
nos florentinos, que eran la mayo-
ría. Y eso que Savonarola no había
nacido en Florencia, ni era toscano;
pero llegó allí y se enamoró de
aquella ciudad florida, un poco co-
mo Felipe se enamoró de Roma sin
ser romano.
Resumiendo mucho, podríamos
reunir las corrientes de espirituali-
dad cristiana de Florencia, en tres
sentidos: el benedictino, el francis-
cano y el dominico. Probablemen-
te este último fue el mayor en san
Felipe, pues él, de niño, trató espe-
cialmente a los frailes de san Mar-
co, el convento de las iluminadas
pinturas del beato Angélico, y re-
licario de Savonarola. En Roma,
cuando recogemos palabras de san
Felipe sobre el desprecio a las dig-
nidades eclesiásticas, encontramos
expresiones que son repetición del
precedente del fraile de san Marco,
condenado por Alejandro VI: «del
cardenalato, sólo el rojo del marti-
rio...» Hay también vestigios en la
primera organización de la vida
común de la primera comunidad
de san Felipe, y también en la for-
ma de los sermones del Oratorio,
que tienen que ver con los que se
predicaban en san Marco o en san-
ta Maria del Fiore, por Girolamo
Savonarola. Todos sabemos, tal co-
mo nos cuentan los primeros bió-
grafos de san Felipe, cómo, cuando
estaba en Roma, en la Minerva
(iglesia de los dominicos), le deja-
ban con los novicios casi como si
fuera suplente del maestro.
Pero no nos permite creer esta
relación dominicana, que sea un
influjo total ni único. Aquella bio-
grafía del beato Colombini, que ya
le diera a conocer su maestro de
infancia, también inspirará el pro-
ceder espiritual y algunos trazos
apostólicos de san Felipe. El beato
Colombini era toscano, fundador
de los "jesuatos" (actualmente ex-
tinguidos), cuya conversión tuvo
una gran resonancia en aquellos
tiempos, y sabemos cómo san Feli-
pe partía siempre de la necesidad
de la conversión de cuantos se le
hacían discípulos.
Y quedan por señalar las relacio-
nes franciscanas que, generalmente,
se personifican en la relación con
17 (97)
san Félix de Cantalicio tan popu-
lar en la Roma contemporánea de
un Felipe, aunque con ello sola-
mente constatamos indicativamen-
te un neto que debiera ampliarse
con otros detalles independientes
de esta relación, amén de ciertos
rasgos que revisten cierto paralelo
con el santo de Isis (la vida eremí-
tica, el abandono del negocio de
San German, la pobreza...)
En cuanto a los benedictinos, de
profunda raíz histórica en la for-
mación de la comunidad ciudada-
na de Florencia (san Miniato), bás-
tenos reseñar la importancia que,
sin duda, tuvieron en la decisión
que sin Felipe tomó en San Ger-
mán (léase Montecassino, cuyo mo-
nasterio frecuento) de abandonar
los negocios del mundo e irse a
Roma. Una vez aquí, pasados los
años, fue otro benedictino que le
convenció de que «sus Indias eran
Roma,» por lo cual no hacía falta
la aventura de atravesar continen-
tes o cruzar mares para convertir
infieles.
Cada uno de estos influjos, no
solamente tienen su origen floren-
tino, sino que los personajes que
bajo su signo va encontrando san
Felipe, son oriundos de Florencia
0, por lo menos, de la Toscana.
Todo lo cual no impidió a Felipe
el amor por Roma. Pero es indu-
dable que en Roma mantuvo su
carácter florentino, no por insisten-
cia del sentimiento patriótico, sino
porque la Roma que san Felipe en-
contró, demasiado grandiosa y has-
ta pagana, tenía necesidad del con-
tenido expresado de forma menos
grandilocuente que el estilo floren-
tino podría transmitirle. Pero éste
es algo que necesitaría más espacio
para ser expresado, estudiado y ma-
tizado. En total, fue la providencia
del Señor, que quiso que en Roma,
ciudad donde reposan las cenizas
de mil santos y de los principales
Apóstoles, hubiera de ser santifica-
da por un santo nacido en una ciu-
dad menos grandiosa, pero capaz de
hacer grandes, bellas y magníficas a
las demás, pues los artistas florenti-
nos embellecieron Roma. Sin em-
bargo, la proyección de Florencia
fue más completa, porque además
de artistas, Roma se benefició con
un santo de inconfundible floren-
tinidad, san Felipe Neri, que, junto
con los santos Apóstoles Pedro y
Pablo, comparte el patronazgo prin-
cipal de la ciudad del Sucesor de
Pedro.
Los jóvenes deben convertirse en los primeros e inmedia-
tos apóstoles de los jóvenes, ejerciendo el apostolado per-
sonal entre sus propios compañeros. Vaticano II, Decr. AS 12
18 (98)
Las primeras
reuniones
del Oratorio
«ALLA BUONA» ―sin previo
Plan—, san Felipe dejaba
guiarse por el espíritu evan-
gélico y de él fueron surgiendo aquellos
ejercicios de piedad, liturgia, cultura,
caridad y arte que dieron origen a la
tradición esplendorosa del Oratorio;
reuniones que luego adquirieron una
institución permanente y que fueron la
base de todo el apostolado de san Felipe
y de los primeros que se unieron a él.
Las prácticas no eran siempre las
mismas; la oración no era solamente la
vocal, sino también la mental, para lo
cual los que frecuentaban las reuniones
eran llevados a habituar la inteligencia
y la voluntad a base de una autoedu-
cación espiritual que también les ofre-
cía la posibilidad de poner a disposi-
ción de los demás asistentes los propios
talentos, ejercitándose en todas aquellas
obras buenas que el celo divino sugería
al padre Felipe. En una ocasión se les
ocurrirá, incluso, si tienen que dejar Ro-
ma para ir a misionar a lejanas tierras,
a propósito de las noticias recibidas so-
bre el apostolado de san Francisco Ja-
vier en la India. «Tus Indias son Ro-
ma», será la respuesta que un benedic-
tino dará a la consulta de san Felipe,
ya sacerdote...
El hecho de que los laicos tomaran
la palabra en las reuniones del cenácu-
lo filipense constituyó una novedad que
no dejó sin preocupaciones a las auto-
ridades eclesiásticas. Pero la prudencia
de san Felipe, que siempre estaba pre-
sente y que garantizaba la fidelidad a
la doctrina de aquellos discursos o "ra-
gionamenti" que, casi en su totalidad,
estaban confiados a los laicos, más bien
que a los clérigos de la nueva Congre-
gación que naciera precisamente de es-
tas reuniones. Por otra parte, la revalo-
rización del laicado venía a resolver un
problema propio de la época, pues esti-
mulaba al estudio y facilitaba el man-
tenimiento de los turnos que recíproca-
mente se confiaba a los asistentes.
Se podría observar que tales ejerci-
cios suministraban nociones no del todo
orgánicas, tal vez desordenadas, debido
a que obedecían a la inspiración mo-
mentánea o partían del comentario de
episodios fortuitos. Pero poco a poco se
remediaron los inconvenientes, si bien
se procuró en todo momento mantener
la atención a argumentos anecdóticos,
nuevos y variados.
De esta manera, el Oratorio se con-
virtió en un centro de vida y de cultura
religiosa, más positivo que polémico,
en el que el espíritu se enriquecía, se
recreaba y se elevaba. El eco de las
palabras, sencillas siempre, de Felipe a
los que habían comenzado a reunirse con
él en su celda de san Jerónimo de la Ca-
ridad, se mantiene y lleva a un desarro-
llo fecundo: los oyentes se transforman,
poco a poco, en maestros, los asistentes
pasivos se convierten en activos colabo-
radores de las iniciativas de caridad y
la gracia de Dios suscita cristianos fer-
vorosos que serán la levadura de la re-
forma cristiana de la ciudad de Roma.
Del libro LO SPIRITO DELL'ORATORIO
DI SAN FILIPPO NERI, de Carlo Gasbarri
19 (99)
26 se vare
DE MAYO
FIESTA DE
NUESTRO PADRE
SAN FELIPE NERI
FUNDADOR DEL ORATORIO
INVITAMOS A NUESTROS AMIGOS
A LA EUCARISTÍA
DE LAS OCHO DE LA TARDE
Y A PARTICIPAR
EN EL GOZO FRATERNAL
QUE NOS CONGREGA
PARA DAR GRACIAS A DIOS
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Plucets San Felipe Neri, 1 Apirtado 182 - Albacete D.L. AB 103/62 - 5.5.83
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