Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 205. JUNIO. Año 1983
SUMARIO
CRISTO se proyecta en la Iglesia en la medida en
que los hombres, por la fe y la caridad, se abren al
Espíritu y superan el propio egoísmo, dando cauce
al plan de Dios para construir una humanidad
nueva. Los santos respondieron a este llamamiento y
convirtieron sus vidas en anuncio del mismo. Por esto,
junto a Cristo, han sido y son los pilares de la Iglesia,
como Reino de Dios que ya comienza aquí en la tierra.
LA IGLESIA, PARA VIVIR UNA VIDA
ORATORIO, ORACIÓN
CÓMO FUE POSIBLE LA IGLESIA
EL GRAN NEWMAN
TRES NOMBRES Y EL DE JESUCRISTO
EL MISTERIO DE LA IGLESIA Y NEWMAN
IGLESIA Y MUNDO
1 (101)
LA IGLESIA,
PARA VIVIR UNA VIDA
CRISTO no ha venido a este mundo para echar un discurso
o dictar un libro para ser rápidamente difundido, y partir en-
seguida, satisfecho de habernos dejado un sistema de ideas.
Él ha venido para fundar una vida. Y contrariamente a lo
que siempre intentaron los sociólogos, desde antiguo hasta
hoy, él, fundando una vida, ha fundado una sociedad, como
resultado de esta vida. Su verdad fue, desde los orígenes,
como aún lo es ahora, el alimento de esta vida y el cimiento
unificador de esta sociedad. Fue vivida, fue pensada, fue pre-
dicada antes que escrita. Y finalmente fue escrita para ayu-
darnos a pensar, a hablar de ella, a predicarla para hacerla
vivir en adelante.
La verdad de Cristo contenida en el Evangelio... es una se-
milla depositada en el seno de la Iglesia y, por la Iglesia, en el
de la humanidad... La Iglesia es el órgano viviente de la ver-
dad viviente de Cristo. Ese es el testimonio que ella ha trasmi-
tido a través de los tiempos: que sólo lo transmite de manera
eficaz en la medida que incesantemente lo desarrolla y hace
fructificar. Lo que fue la ley del pasado sigue siendo la ley
del presente, como lo será para el futuro. Y es hermoso que
suceda así. Todas las generaciones sucesivamente, y en cada
generación, todos los individuos, desde los más humildes a los
mayores, cada uno a su manera, y conforme a su posibilidad,
han sido llamados a concurrir para edificar en el mundo la
verdad de Cristo.
Lucien Laberthonniére,
(de l'Oratoire de France: 1860-1912)
2 (102)
Oratorio,
oración
PASADA la fiesta de nuestro Santo, queda siempre en el ambiente de la
conmemoración, el interés por aquello que pudiera parecer esencial
a su espiritualidad. Pero resulta muy difícil ceñirnos demasiado a
definiciones y aun a descripciones. Puede servirnos la enumeración,
pero con la condición de dejar abierta la lista de lo que pudiéramos
considerar como característica de su espíritu. Así, podemos referirnos a la
oración, la caridad, la libertad, la alegría, la sencillez, el buen gusto, el des-
prendimiento, la humildad... Y suponer que de todas estas palabras, la
de la «oración» debió serle particularmente grata a san Felipe, pues ella
sirvió, antes que otra, para dar nombre a aquellas reuniones más o menos
informales, poco numerosas, en las que se comentaba algún trozo de la
palabra de Dios, o de la vida de los santos, o de la historia de la Iglesia, o
de algún suceso que tuviera interés cristiano. Aquellas reuniones se llama-
ron, efectivamente, «el Oratorio del P. Felipe», nombre que no era total-
mente original, pero servía bien para identificar el sentido espiritual que
presidían tales encuentros. Por otra parte, decir a secas que san Felipe
era el santo de la oración, es confirmar algo cierto que, sin embargo,
también se ha de predicar de todos los demás santos. ¿O sería posible
imaginar un verdadero hombre de Dios, que no lo fuera de oración in-
tensa?
Lo que ocurre es que, en san Felipe, no sólo tenemos singulares ejem-
plos de su vida de oración, sino que solamente ella nos proporciona el se-
creto de lo que pudieran parecer singularidades, de otro modo incompren-
sibles o chistosas, como por ejemplo la del anuncio de su muerte, que se
produce no como culminación o desenlace de una enfermedad, sino como
resultado de una experiencia espiritual que va madurando el alma hasta
que, por decirlo de algún modo, ya no cabe en el cuerpo y necesita «estar
siempre con Dios» (Tes 4, 16).
Algunos biógrafos del Santo atribuyen a espíritu profético el hecho,
casi divertido, de que san Felipe anunciara su muerte, hasta llegar a pre-
3 (103)
cisar el día y la hora, a medida que el momento se iba aproximando. Los
médicos decían que estaba bien, pero él insistía en que no le comprendían,
y echaba cuentas, que tomaban como obsesiones de viejo, los que le cono-
cían menos, y vino a resultar que fue exacto en la predicción y el suceso.
Y todo fue en paz, gozosamente, sin dejar de ocuparse en lo de siempre,
manteniendo la atención a quien le visitaba... «Y ahora me voy a morir», Y
murió.
Dios, para él, no era un ser lejano, sino un Amigo, y la oración era con-
versar con él. Murió ―es decir, vivió definitivamente para Dios― porque fue
la hora, sin trastornos ni dramas lacrimógenos. «Los que aman a Dios no
temen la muerte, sino la vida», solía decir.
San Felipe, el santo de la alegría, pensaba siempre en eso que llama-
mos muerte, pero que a él le situaba en la cercanía de Dios, como regazo
de paz, como descanso de amor, como luz en el alma, como gozo divino que
da fuerzas para las penas o soledades terrenas, y capacita para dar alegría
a los demás, y convierte la vida terrena en antesala del cielo. Llega la hora,
realmente presentida, en que la «amistad divina» ha de resolverse en la
muerte. Porque el amor y la muerte, en recíproca medida, compactan la
vida de los santos y su enamoramiento de Dios. ¿O qué puede ser la ora-
ción, sin que consista en la respiración del alma, convertida en cielo? ¿Y
qué otro sentido puede tener la muerte para un santo, que no sea la madu-
rez del amor?
Oratorio, oración... Sí, es adecuado y es bello este nombre para las
obras de san Felipe, santo de la oración. Si pensamos que no sabemos ha-
cer oración, pensemos un poco en la muerte, y la oración será fácil.
LAUS
se reparte gratuitamente
a los amigos del Oratorio
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y envían su dirección a
Laus - Apartado 182
Albacete
4 (104)
Cómo fue posible
la Iglesia
LA IGLESIA es fruto del amor
y del dolor de Cristo, es su
obra y, al mismo tiempo,
proyección suya a través de la his-
toria de los hombres. Desde nuestra
perspectiva, la acción de Dios, es
siempre historia, entra siempre en
nuestra vida y nos fuerza a pro-
tagonizar la aceptación o rechazo
de su proyecto universal de bien,
su Reino, desde aquí mismo, pe-
ro hasta más allá del tiempo y de
nosotros mismos. Esta proposición,
como ideal, es sublime. De donde
podemos comprender algo el de-
rroche de que Dios intervenga, a
través de la Encarnación, en nues-
tro camino temporal y creado, para
que de esta manera tengamos en él
mismo la ejemplaridad típica de
cómo podemos sumarnos y asumir
su llamamiento. A la respuesta sin
regateos le llamamos santidad. A
veces hemos creído —o nos ha con-
venido creer― que la invitación a
la santidad era sólo selectiva, y así
nos hemos conformado con aplau-
dir a los demás que la siguieran,
manteniéndonos al margen o a la
espera, incluso con pretextos de
humildad poco sincera, con la que
esconder resignaciones sugeridas
más bien por el egoísmo, o por la
comodidad decorosa.
Pero Dios llama a todos. Los ca-
minos, los modos serán diversos,
pero la vocación a la santidad
ser libres para amar a Dios, es
universal. Si es preciso, Dios man-
da voceros a las encrucijadas de los
caminos, como si forzara a entrar
en su fiesta de redimidos. Los que
bien le entienden y son sinceros
consigo mismos, dejan todo y van
a él. Los modos serán diversos, pero
la exigencia es siempre la misma y
la sinceridad debe ser total: es co-
mo un tesoro tan grande, por el que
vale bien la pena venderlo todo
para comprarlo; todo lo demás es
secundario. Y el buen arte de res-
ponder bien consistirá, no en hacer
compatible la dualidad de servicio
al mundo y a Dios, sino en saber
5 (105)
servir sólo y siempre a Dios, enten-
diendo sabiamente lo que nos ha
de ayudar a llegar antes a él; por-
que la creación no se nos da como
obstáculo, sino como medio a sa-
cramentalizar, a convertir en signo
de lo santo y encuentro con Dios.
Es peligroso decirlo demasiado de-
prisa, porque es preciso reflexio-
nar y medir y, sobre todo, amar
puramente (es decir: amar verda-
deramente).
Difícil, pero posible, porque los
santos ―no solamente los canoni-
zados...― lo han entendido y lo
han hecho. ¿Cómo lo han hecho?
A trueque de simplificar demasia-
do, podríamos sobreponer un par
de rasgos comunes a todos los san-
tos, desde los mismos apóstoles.
En primer lugar, hay que partir
de una desnudez interior. Lo de
«ve, véndelo todo, y luego ven,
sígueme», es todavía verdadero,
como lo ha sido siempre. Es una
pobreza espiritual ―no meramente
intelectual o estimativa― en la que
no caben simulaciones ni cálculos
interesados y farisaicos. No se pue-
de entrar en el Reino para sacarle
a Dios ventajas, honores o posicio-
nes que nos establezcan en segu-
ridades (más o menos relativas) de
este mundo. San Felipe decía: «dad-
me sólo diez hombres verdadera-
mente desprendidos, y conquistaré
el mundo para Dios». Y es que,
aun para las cosas de Dios, huimos
del riesgo de esa desnudez, incluso
como experiencia fugaz. Si bien es
cierto que si le pedimos a Dios que
nos haga puros de corazón, nos da-
rá la oportunidad providencial de
experimentarla alguna vez en la
vida. Cuando esto ocurriere, será
ocasión de un arranque no imagi-
nario en la comprensión del Reino
de Dios, o inserción de la propia
vida en la verdadera Iglesia santa.
Será una bendición divina, que nos
servirá, si se repite alguna que otra
vez, para entrenamiento de lo que
LAUS
No se publica durante los meses de JULIO. AGOSTO
y SEPTIEMBRE. Reaparecerá el mes de OCTUBRE.
SI se ha cambiado de domicilio, comuníquelo a
"LAUS" Apartado 182 ALBACETE.
6 (106)
ha de ser pasar a la Iglesia en triun-
fo, o celestial, cuando, maduros en
la fe y la vida de Gracia, llegue
la hora de «pasar del mundo al
Padre». Solemos pedir poco a Dios
estas cosas, que son las que siempre
concede. Se trata de dejar las bar-
cas, y hasta de quemar las naves, o,
por lo menos, de aceptar que Dios
nos arranque de ellas. Los que han
hecho algo para Dios, no han sido
los gratificados y consolados, los
enmadrados, consentidos, protegi-
dos y mimados, sino los verdadera-
mente desprendidos, los «empobre-
cidos para hacerse ricos en Cristo»
y así enriquecer a los demás en la
fe, para la Iglesia.
La Iglesia no es una organiza-
ción, sino un misterio, que toca la
historia de los hombres y que co-
mienza a entenderse desde la pure-
za de sucesivos desprendimientos,
que facilitan el acercamiento a
Dios y descubren la acción de Dios
y su presencia en el camino de los
hombres. Ahí está la Iglesia y eso
es la Iglesia. No podríamos imagi-
nar a Pedro, a Pablo, a los demás
apóstoles y santos sin tenerlo en
cuenta. Además: sin ellos nosotros
no habríamos llegado al conoci-
miento de Dios y a la fe en Jesu-
cristo; del mismo modo que otros
no llegarán ahí sin nosotros. La
Iglesia siempre es apostólica y el
cristiano siempre es necesariamen-
te, también apóstol.
La Iglesia fue posible porque hu-
bo gente que lo dejó todo para
seguir a Cristo. Pero fue un des-
prendimiento enriquecedor, por-
que «más que ciento a uno» es la
distancia entre lo meramente mun-
dano y lo espiritual y trascendente.
Lo entendieron así los inmediatos
seguidores de Cristo y, a través de
los tiempos, lo han ido entendiendo
de igual modo los seguidores más
afectados por el Evangelio.
Y hay otro rasgo también común
a los verdaderos seguidores de Cris-
to, que es tomar la vida como un
espacio limitado al tiempo. Es de-
cir, tomar la vida como una pro-
yección hacia lo que la trasciende,
lo que implica el pensamiento de
la muerte. En particular san Felipe
nos dio ejemplo de pensamiento
gozoso de la muerte, frente al catas-
trofismo de los milenarismos me-
dievales, en los que, hasta cierto
punto, convergían lo profano de
las danzas macabras al uso, en la
ebriez por enajenarse de lo terrible
e inevitable frente a epidemias y
guerras desoladoras, y la medita-
ción terrorificante de los novísi-
mos, puesto el pensamiento en un
Dios más amenazador que miseri-
cordioso. San Felipe piensa en la
muerte como la hora del encuentro
con «quien nos ama». El pensa-
miento de la muerte reserena su
vida y hace más universal, en el
tiempo y en las cosas, la visión
7 (107)
de la existencia, como algo posi-
tivo, que toma el tiempo de la
vida como entrenamiento para el
amor.
Los dos rasgos a que hacemos
referencia se encuentran especial-
mente manifestados en los santos
que han tenido más que ver con la
Iglesia, en el momento de su funda-
ción y en los momentos históricos
de su reforma. Pues algo parecido
podríamos decir y detallar, no ya
de los apóstoles y primeros cristia-
nos, en los que con frecuencia el
martirio resumía ambas disposicio-
nes, sino también de los santos de
principios de la Edad Media (An-
tonio, Atanasio, Benito, Jerónimo,
Agustín...), y de los de finales (Fran-
cisco, Catalina de Siena, Ramón
Llull...) Por lo tanto, cada vez que,
de corazón, deseemos una Iglesia
mejor, tenemos en ellos el ejemplo
de que aprender. Ejemplo que, por
otra parte, se contiene y resume en
Jesucristo, en el que converge el
gran empobrecimiento de la Encar-
nación con el ardiente deseo de
volver al Padre.
Imaginar la posibilidad de una
Iglesia surgida de otro modo, creci-
da de otra manera, sería reducirla a
un burocratismo más o menos idea-
lista y benéfico (donde los buenos
administradores eficientes medran),
de dimensiones colosales si la com-
paráramos con la vieja Sinagoga,
pero desposeída del misterio de la
presencia del Señor en su vida y
en sus santos.
Debemos comenzar la religión por lo que parece una
forma. El defecto sería no el empezar con una forma,
sino el continuar con la forma. Porque es nuestro
deber esforzarnos y orar por entrar en el espíritu real
de los actos del culto; y en la proporción en que los
entendamos y amemos, dejarán de ser sólo una forma
o un deber, para convertirse en expresiones reales de
nuestra mente. Así cambiaremos nuestros corazones,
de siervos, en hijos del Dios omnipotente.― P.S. (1831).
Seamos tan exactos y decentes en el servicio de Dios
como lo somos respecto a nuestras personas y nues-
tras casas.— P.S. (1839).
8 (108)
EL GRAN
NEWMAN
«¡QUÉ gran amigo es Newman
para estas épocas de oscur-
idades!» escribió una vez
Jiménez Lozano. Con toda
razón. Porque «estas épocas de oscuri-
dades» son casi todas, con lo que New-
man es un gran amigo permanente.
(¡Cómo lo amaba Pablo VI!) No porque
Newman fuera el intachabilísimo com-
pañero, absolutamente limpio de polvo
y paja. ¡Entonces no sería un gran ami-
go de todos nosotros, tan débiles! New-
man tuvo una ironía tremenda que más
de una vez desembocó en lo que Chris-
tophes Hollis llama, suavemente, «in-
corrección». ¿No llamó «los tres sastres
de Tooley Street» a Manning. Ward y
Talbot? Pero, claro, había que conocer
a Manning, Ward y Talbot. Newman
no fue un santito de caramelo, pero fue
un hombre de tal integridad, talento,
sensibilidad y coraje que, ciertamente,
resultaba un excelente amigo. Pocos pa-
recen acordarse hoy de él ni del movi-
miento de Óxford, uno de los aconte-
cimientos más apasionantes en la histo-
ria de la Iglesia moderna.
Newman lo tenía todo por haberlo
sido "todo" en la Iglesia de Inglaterra:
hijo de un banquero sensible a la músi-
ca, de origen judío holandés y de una
madre profundamente religiosa, de ori-
gen hugonote francés ("calvinismo sua-
ve" que tanto inspiró a un niño tan sen-
sible como él), en Newman se cruzan
las culturas europeas y las religiosida-
des de la Reforma enraizadas en la Bi-
blia. Brillante y famoso, Newman lo
deja todo para hacerse católico, a los
cuarenta y tres años. «Ya sé lo que me
cuesta: dejo familia, amigos, todos los
que me han amado y me han hecho
bien. Ya sé que voy a ser la risa de to-
dos y que yo mismo me destierro de la
sociedad». Y lo que también sabía es
que no arribaba al paraíso terrenal. La
Iglesia católica le hizo saber muy pron-
to dónde se "metía". En un avispero.
Roma le hizo sufrir tanto o más que le
había hecho sufrir la Iglesia de Ingla-
terra. Frente a los Manning, Ward
compañía que querían una infalibili-
dad pontificia ancha y grande como el
templo de san Pedro (Ward aseguraba
a quien le quería oír que el gozaría con
tener una bula papal infalible cada día
en el desayuno y que estaba dispuesto
a atribuir infalibilidad casi hasta a los
constipados papales), Newman no se re-
cató en considerar «inoportuno» el he-
cho de la definición dogmática.
Y cuando a los 78 años León XIII lo
hizo cardenal (pasados ya los tiempos
oscuros de los conflictos, terribles con-
flictos, durante el pontificado de Pío IX
y el "reinado" del cardenal Manning),
sus declarados "opositores" ―suave ex-
presión― estuvieron a punto de hacer
naufragar el nombramiento con una
serie de restricciones, silencios y tram-
pas que sólo el coraje de sus buenos
amigos pudieron solucionar. Pero todo
pasó y el cuasi-hereje Newman (¡se lo
llamaron tantas veces!) fue rehabilita-
do. Él, como tantos otros, cometió la
"herejía" de pensar por su cuenta y
adelantarse a su tiempo.
Bernardino M. Hernando
en el libro EL GRANO DE MOSTAZA
9 (109)
Tres nombres
y el de Jesucristo
para la conversión, para la fe,
para la gracia, para la libertad.
EL NOMBRE es el
hombre, es el
ser. De este pro-
verbio podemos
sacar razón para rela-
cionar las figuras de
Juan el Bautista, de Pe-
dro y de Pablo con Je-
sucristo, cuando se ini-
cia la vida de la Iglesia.
Porque el nombre de
Jesucristo está, como entrecomillado, entre esos nombres: tiene
el precedente de Juan ―el más grande y el último de los profe-
tas― y la continuación y cimiento humano del nombre-piedra,
sobre el que se levanta la dimensión histórica de la Iglesia,
Pedro. Y junto a Pedro, el complemento dinámico de la colo-
sal figura de Pablo, que salvará a la Iglesia del primer riesgo
de cerrazón sobre sí misma, pues será principalmente san Pa-
blo el que rompa el compartimento tópico de un cristianis-
mo apenas post-judío y palestino.
Estos nombres que "entrecomillan" a Jesucristo, son signi-
ficativos para la Iglesia que se inicia. En primer lugar, no hay
que olvidar que Juan Bautista es hijo del sacerdote Zacarías
(bueno y santo), pero que se desmarca de la estructura insti-
tucional del Templo, a la que pertenece el padre, del mismo
modo que Jesús tampoco se confundirá con escribas y sacer-
dotes ―profesionalizadores, a veces muy dignos, de lo sagra-
do: doctrina y culto al Dios verdadero―, sino que actuará a
su margen, y ni siquiera elegirá a sus inmediatos discípulos y
apóstoles entre esa clase, a pesar de poder suponer que era la
10 (110)
"mejor preparada" pa-
ra una misión que tie-
ne por objeto lo santo,
los intereses de Dios. Y
será porque, desde un
principio, convenía de-
jar claro que el cristia-
nismo no había de ser
una estructura que su-
cediera a la Sinagoga,
sino algo a lo que se
entraba por la conversión" —nacer de nuevo; dejar todo, ven-
der todo y seguir a Jesús; preferirlo efectivamente a todo; mo-
rir y resucitar desde el alma...―, por la transformación pro-
funda del ser, es decir, por la gracia sin la iniciativa de Dios
es imposible que se comience ese cambio, como proceso es-
piritual ―y con la entrega de la voluntad― Dios respeta la li-
bertad porque precisamente su Hijo ha venido a "liberarnos"
que acepta el misterio de incorporarse a Cristo.
No se es cristiano por adhesión, como añadiendo algo
más noble a la vida de cada creyente, sino porque la vida se
transforma, sino porque Cristo aceptado se convierte en vida
del creyente: todo lo demás ―que tendemos a considerar tan
indispensable―, pasa a derivarse y a depender de esa vida
transformada: circunstancias del tiempo, existencia, propio
estado, profesión, actividades...
Vemos, en efecto, que Pedro, después del drama del Cal-
vario y de las inmediatas experiencias que le siguen, vuelve
a sus redes, a su barca y al lago. Cierto que no cesa de recor-
dar al gran Amigo, entre las brumas del misterio de la resu-
11 (111)
rrección y las dulces sorpresas de
las apariciones en el Cenáculo. Pe-
ro esto no puede bastar. Hay una
pausa, un como descanso psicológi-
co, y Cristo acude de nuevo, junto
al mar: de una vez hay que dejarlo
todo por los hermanos y por la Igle-
sia. El misterio de todas las expe-
riencias precedentes no son para el
solo recuerdo, para tenerlo al lado
de lo de siempre, para acompañar
la propia vida, los trabajos diarios,
sino que se ha de convertir en vida.
En vano habría podido anunciar la
fe, "confirmar" a los demás en ella,
si él mismo, inmediatamente, no ha-
cía de ella la vida propia, porque
nadie puede salir a dar la "buena
noticia", es decir, ser apóstol, si no
comienza haciéndola vida suya: la
verdad de Dios, se diferencia de
otras verdades en que posee esa
exigencia radical y profunda, a la
vez entusiasmante y liberadora.
Hay que dejarlo todo para que, en
el apóstol, quepa la vida del miste-
rio cristiano.
Por eso convenía ―«convenía la
muerte y la resurrección», «conve-
nía que se cumplieran las Escritu-
ras», «convenía...»― que, desde un
principio, fuese así con los prime-
ros seguidores y amigos de Cristo,
para evitar el engaño de errores fu-
turos. Cuando en adelante habrá
más seguidores y los tiempos sean,
tal vez, menos difíciles, será preciso
volver siempre al ejemplo original:
no bastará con llevar el nombre de
apóstol, como adjetivación de la
vida, como añadidura profesional,
como estado, posición o clase so-
cial, sino que será preciso ―como
diría Newman― proponerse seria-
mente llevar la vida de Cristo, para
aproximarse a lo que había dicho
san Pablo: «no vivo yo, sino que es
Cristo quien vive en mi; mi vida
es Cristo» (Gál 2, 20); no será ver-
daderamente apóstol el que "gana"
y medra con seguir a Cristo, sino
el que busca en Cristo la única re-
compensa (conf. Flp 3, 8); no será
apóstol el que saque ventaja de lla-
marse así delante de los hombres y
de la Iglesia, sino el que sirva a los
hermanos y haga el bien a los hom-
bres, para completar la cuota de la-
bor que todavía falta a la comen-
zada por Cristo. No será apóstol ni
será santo de Dios, el que se dejara
llevar de la vanidad, de la ambi-
ción, de las envidias y especulacio-
nes para todo lo que es aplaudido
en el mundo, aunque se llame cris-
tiano, y se haya olvidado de dar
principio y llevar a término cual-
quier obra buena, no ya sin excluir
el amor, sino por amor de Dios.
Cada vez que nos hemos olvida-
do de esto, se ha retrasado o para-
lizado la labor de la Iglesia, o se
ha desvirtuado o comprometido su
misión; pues para Dios y su reino,
nada cuentan las solas apariencias
de los éxitos alcanzados, y menos
el haber alcanzado encumbramien-
tos o posiciones personales aun las
12 (112)
lícitas, que pueden satisfacer tem-
poralmente la vanidad de los pro-
tagonistas, pero que no dan ni la
felicidad, ni pueden hacer libre al
hombre, que necesita serlo para po-
der de verdad amar a Dios.
Por todo eso, al rememorar el
nacimiento espiritual de la Iglesia,
se ha de hacer memoria a las figu-
ras de Juan el Bautista ―el que
recuerda la necesidad de la con-
versión, ante la proximidad del
reino―, del apóstol Pedro, conver-
tido a la fe y al amor, después de
la pasión de Cristo; de Pablo, en
fin, que es como una síntesis de los
dos, gran convertido y apóstol por
antonomasia. Hay que volver a es-
tos hitos, cuya memoria la liturgia
coloca cerca del nacimiento de la
Iglesia, que sitúa en Pentecostés,
porque entre ellos está el nombre
de Jesucristo, continuado, desarro-
llado en la Iglesia que nace del
Espíritu. No otra religión, y ni si-
quiera la sucesión de la Sinagoga.
Es el reino del Espíritu, con el que
comienza una renovación, todavía
en camino, pero ya en la tensión
del proceso que, de modo irrever-
sible apunta al retorno de todo a
Dios: De algún modo, podemos pa-
rafrasear algunas palabras del Bau-
tista con otras de Pablo y concluir
diciendo que, en este proceso de es-
piritualización, «iremos menguan-
do, para que Cristo crezca; pero
nosotros seremos de Cristo, y Cristo
es de Dios».
Como la oración es la voz del
hombre para Dios, así la Reve-
lación es la voz de Dios para el
hombre.— G. A. (1870).
La fe es un don divino. Se gana con
la oración. Esta debe ser pacien-
te y perseverante. - L. D. (1866).
Aquellos hombres que se profesan
fríos, indiferentes y profanos,
tarde o temprano llegan a ser-
lo.— P.S. (1831).
La Escritura comienza una serie
de desarrollos que no terminan;
O sea, que sería erróneo buscar
cada una de las proposiciones de
la Doctrina Católica en la Escri-
tura, por separado.-- U.S. (1843).
El Cristianismo es una verdad
viviente. - G. A. (1870).
Todos sufrimos los unos por los
otros, y sacamos provecho del su-
frimiento ajeno; porque el hombre
no toma solo una posición aquí,
aunque algún día en el futuro de-
berá tomarla; pero aquí es un ser
social, y se dirige a su casa defi-
nitiva como un miembro de una
gran compañía.— G. A. (1870).
13 (113)
Documento:
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
Y JOHN HENRY NEWMAN
JOHN H. NEWMAN es el más grande
de los convertidos que, en el trans-
curso de cuatro siglos, han pasado
del protestantismo a la Iglesia cató-
lica. Nació en febrero de 1801 y murió en
agosto de 1890, casi once años después de
que León XIII lo creara cardenal. Una vida
larga y densa, a pulso de la búsqueda ho-
nesta de Dios, que inicia su camino desde
el momento en que descubre que no basta
ser «virtuoso», para ser cristiano, sino
que, como si comenzara una nueva vida,
pasa a ser religioso, es decir, a relacio-
narse, a tratar al Dios personal, a creer y
sentirse en vuelto en el mundo que no se
ve, pero que es real». Ésta, que él llama
*su primera conversión», tuvo lugar en su
adolescencia, en el otoño de 1816 ―«When
I was fifteen», como anota en su APOLO-
GIA―. Y, desde entonces, «sin traicionar
jamás a la luz», se abre un proceso o des-
arrollo de acercamiento a la verdad, sin
tener ociosa la razón, pero no llegando a
la verdadera Iglesia por fuerza de los
silogismos, sino porque el pensamiento
iría acompañado de la oración, del trato
entre él y su Creador ―«myself and my
Creator»―. Universitario, ese camino se
nutre del estudio de la iglesia primitiva,
especialmente a partir del año 1828, en
que empieza a leer sistemáticamente a los
Padres. Cinco años más tarde, estalla el
llamado «Movimiento de Óxford», que
conmociona no solamente la universidad,
sino toda la iglesia de Inglaterra. En 1845
es recibido en la Iglesia católica. Decide
entrar en el Oratorio y es ordenado sa-
cerdote en 1847. Enseguida tiene lugar la
fundación del Oratorio en Inglaterra, y se
da a una actividad imposible de reseñar
en pocas líneas, en la que era compatible
el vigor y la paz, el sufrimiento el apos-
tolado, la oración intensa y el estudio, y
cuidar de la formación de sus primeros
discípulos a la par que dedicar energías
para empresas como la fundación de la
Universidad de Dublín, el proyecto falli-
do del Oratorio de Oxford, alentar a los
laicos católicos ilustrados, la fundación
de escuelas, etc., sin que le faltara tener
que afrontar la polémica, por lo común,
«como quien atraviesa en soledad el de-
sierto». Soledad, envidias, silencios, in-
comprensión, que su bien templado cora-
zón sabía soportar purificándose. Pueden
ser ilustrativas estas palabras escritas en
plena madurez católica: «Cuando yo era
protestante, mi religión era triste, pero
mi vida era alegre; desde que soy católico,
mi religión es alegre, pero la vida triste».
ÉI peregrinó hacia la Iglesia; tuvo una
experiencia de buscador del Reino de
Dios, de enamorado de su obra, que amo
con fidelidad absoluta, sin esperar a cam-
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bio nada más que Dios mismo: lo que tu-
vo en paz su alma, porque a nadie envi-
dió, y respeto a todos, católicos y protes-
tantes, sin juzgar ni forzar la conciencia
de nadie, aunque los estrategas y compu-
tadores de éxitos visibles, le acusaban de
que no hacia conversiones. Cierto que
a él no le habría costado presionar a ami-
gos, montar obras efectistas, hacerse pro-
paganda de buen celo.... pero era dema-
siado inteligente y honesto para dejarse
llevar de esa sutil tentación que seduce
incluso a los "buenos", cuando se creen
importantes antes o fuera de lugar.
Teniendo un poco en cuenta todo este
preámbulo, pensamos que pueden ser de
utilidad algunos textos que tienen rela-
ción con el misterio de la Iglesia: al pie de
cada uno ponemos las siglas de los títulos
Abreviados de las obras de donde vaca-
mos las citas (que al final damos en trans-
cripción completa), y el año en que fue-
ron escritos. Van a continuación y en el
recuadro de las páginas 8 y 13.
Debéis mirar más allá de este mundo, y de lo mundano en la Iglesia, de lo que es
tan imperfecto, de los vasos de tierra en los que conservamos la gracia, para poner
los ojos en la Fuente misma de la Gracia, y pedirle que Él os llene con su presen-
cia.― L. D. (1871).
Los hombres hablan de la bondad de Dios de una manera general..., pero piensan
de todo ello como en un torrente que se derrama a través de todo el mundo, como
en la luz del sol, no como la acción continuamente repetida de una Mente inteli-
gente y viva, que contempla aquello que visita.— P.S. (1835)
La verdad tiene tal poder en sí misma, que fuerza al hombre a profesarla de
palabra; pero cuando se trata de ponerla en acto, en lugar de obedecer a ella,
el hombre la substituye por un ídolo.— P.S. (1833).
Esperar grandes efectos de nuestras presiones de lo religioso, es algo natural cierta-
mente, y también inocente: pero proviene de la inexperiencia sobre el tipo de traba-
jo que debemos utilizar —que es cambiar el corazón y la voluntad de los hombres.
Es una posición mental más noble la de trabajar, no con la esperanza de ver el
fruto de nuestra labor, sino la de seguir nuestra conciencia, como un deber;
y de nuevo en fe, confiando que se seguirá el bien, aunque no lo veamos.— P.S. (1830).
La conciencia no es egoísmo permisivo, ni un deseo de ser consecuente consigo mis-
mo; sino es el mensajero de Aquel que, tanto por naturaleza como por gracia, nos
habla a través de un velo, y nos enseña y guía por Sus representantes.― Diff.(1874).
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La Iglesia, considerada en sentido propio, es la gran compañía de los elegidos, que
ha sido escogida gratuitamente por Dios, sobre la que trabaja el Espíritu... es un
cuerpo in risible, o casi invisible, formado no sólo por los pocos que aún viven en la
prueba, sino también de la multitud de los que duermen en el Señor.— P.S. (1837).
Cristianos son aquellos que profesan tener el amor de la verdad en su corazón; y
cuando Cristo les pregunta si Lo aman tanto que sean capaces de beber Su copa
y participar en Su Bautismo, ellos contestan, «sí, somos capaces» (Mt 20, 22), y
tal profesión se convierte en maravilloso cumplimiento.— S. D. (1843).
Cuando estamos a punto de juzgar cómo la Providencia cuida de otros hombres,
haríamos bien en considerar primero lo que ha hecho por nosotros.— G. A. (1870).
Tú me has hecho pasar de año en año, y con Tu maravillosa Providencia, de la ju-
ventud a la madurez, con la más perfecta sabiduría, y con el más perfecto amor.―
M. D. (1893).
Si nos dejamos arrastrar por la corriente del mundo, viviendo como los demás
hombres, recogiendo nuestras ideas religiosas aquí y allá, donde fuere, tendremos
poca o ninguna noción de una providencia particular sobre nosotros... No alcan-
zamos a creer que Él está realmente presente en todas partes, dondequiera que
nosotros estamos, aun cuando no lo vemos.― P. S. (1835).
La oración es esencial a la religión... En el conjunto de la humanidad, la oración
no es menos general que la fe en la Providencia; la oración, así como la esperan-
za, son constitutivas de la religión del hombre.-- G. A. (1870).
La diferencia entre los hombres religiosos y los demás está en que éstos confían
en el mundo visible, y aquéllos en el mundo invisible. Ambos tienen fe, pero unos
tienen fe en la superficie de las cosas, y otros en la palabra de Dios.― S. D. (1838).
Siempre he tratado de poner mi causa en las manos de Dios, y de ser paciente, y
Él no me ha olvidado.— L. D. (1879).
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Si fuese obligado a brindar por la religión después de una cena (aunque tal su-
puesto parezca disparatado), yo bebería ―si se me permitiese― por el Papa, pero
primero por la conciencia, luego por el Papa.― Diff. (1874).
Para un pagano ingenuo, debió ser uno de los puntos más notables del Cristia-
nismo, en su primera aparición, el observar que la oración formaba parte vital
de su organización; y esto, aun cuando sus miembros estaban dispersos por todo
el mundo... con tan poca oportunidad de actuar en conjunto; sin embargo ellos,
todos cada uno, encontraban el solaz de una relación espiritual y un lazo de
unión, en la práctica de la intercesión mutua.― Diff. (1865).
Ni el oro, ni la plata, ni las joyas, ni los ornamentos preciosos, ni la habilidad del
hombre para utilizarlos, forman la casa de Dios, sino los fieles, las almas y los cuer-
pos de los hombres a quienes Él ha redimido. No las almas solas, sino el hombre
entero, en cuerpo y alma, es poseído por Dios.— P. S. (18-40).
Uso la palabra "conciencia", no en el sentido de una fantasía o de una opi-
nión, sino como la obediencia responsable a aquello que se considera una voz
divina que habla dentro de nosotros.— Diff (1874).
Hay dos maneras de considerar la conciencia; una como una especie de propie-
dad, un gusto que nos dice que hagamos esto o aquello; otra, como el eco de
la voz de Dios. Y todo depende de esta distinción, pero la primera manera no
se desprende de la fe, la segunda sí.— S. N. (1859).
Es obvio que un requisito para encontrar la verdad es tener ansia de buscar-
la. La verdad es demasiado sagrada para que pueda sacrificarse a la mera grati-
ficación de la fantasía, o a la diversión de la mente, o al espíritu de do,
o a los prejuicios de la educación.— U.S. (1826).
Creer en Dios es creer en el ser y la presencia de Aquel que es todo Santo, Om-
nipotente, y totalmente Gratuito; ¿cómo puede un hombre creer todo esto, y
luego sentirse libre de ÉI, a su antojo?― P.S. (1836).
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Solamente puede ser fiel a la Iglesia de Dios, no quien sólo habla de ella, o quien
la defiende, o quien la contempla, sino quien la ama.— P.S. (1837).
La Iglesia no fuerza a aceptar la fe, sino que la fe obliga a aceptar la Iglesia. —
S. N. (1851).
Quien se esfuerza por establecer el reino de Dios en su corazón, también lo pro-
yecta en el mundo que le envuelve.— S.D. (1846).
Nunca debemos tratar de forzar la verdad en los que no quieren sacar fruto de la
que ya poseen. Por una parte esto deshonra a Cristo, y por otra hace más daño que
bien a quien así la desprecia. Es como arrojar perlas a los cerdos...― P.S. (1831).
Dios da su gracia a todos los hombres, y a aquellos que la aprovechan les da más
gracia todavía, y aun mantiene su ofrecimiento a quienes la ahogan.― Mix. (1849).
Vivimos en tiempos extraños. No tengo la mínima sombra de duda sobre si la Igle-
sia Católica y su doctrina vienen directamente de Dios; pero también sé bien que
hay ambientes particulares que tienen una aberración de mente que no viene de
Dios.― M. D. (1866).
Cuando me vaya tal vez se comentará algo de lo que he hecho en Dublín. Y como
espero haber hecho lo que hice no por motivo humano, ni de la jerarquía irlandesa,
y ni siquiera por alabanza del Papa, sino por el bien de la Iglesia de Dios y por la
gloria de Dios, no tengo nada que lamentar, y nada que desear aparte de lo que he
hecho.― L. D. (1859).
Desde el día en que me convertí al Catolicismo hasta hoy, hace ya cerca de treinta
años, no he dudado por un momento que la comunión con Roma sea la Iglesia que
los Apóstoles establecieron el día de Pentecostés... Ni jamás he dudado, siquiera
por un momento, desde 1845, de que era mi clara obligación incorporarme a la Igle-
sia Católica como lo hice entonces, que en mi propia conciencia sentía que era una
convicción divina. Personas y lugares, incidentes y circunstancias de la vida, que
pertenecen a mis primeros cuarenta y cuatro años, permanecen profundamente im-
presos en mi memoria y en mi afecto; más aún, he tenido más pruebas y aflicciones
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de múltiples maneras como católico que como anglicano; pero nunca ni por un
momento he querido dar marcha atrás; jamás he cesado de dar gracias a mi
Hacedor por Su misericordia al permitirme realizar tan profundo cambio, y
jamás me ha permitido Él que me sintiese de Él abandonado, o en angustia, o en
ningún tipo de perturbación religiosa.— L. D. (1875).
Usted me pregunta si he encontrado en la Iglesia Católica lo que yo esperaba y
deseaba. Depende de lo que quiera decir "esperaba y deseaba". Porque yo no espe-
raba ni deseaba ninguna "paz y satisfacción", como usted lo expresa, ni ninguna
iluminación o éxito. No esperaba ni deseaba otra cosa sino la voluntad de Dios, y
sólo temía no cumplirla. Yo no abandoné la Iglesia Anglicana a causa de ningún
escándalo, como usted piensa. Usted ha equivocado la persona. Mi razón fue la
siguiente: sabía que era necesario, si quería yo participar en la Gracia de Cristo,
buscarla allí donde Él la había depositado. Y he creído que tal Gracia podía en-
contrarse solamente en la comunión Romana, y no en la Anglicana. Por tanto me
hice católico. Sobre la otra pregunta, si desde que me hice católico he sido bien o
mal tratado, de altos personajes o de amigos íntimos, esto no toca para nada la
cuestión de la verdad o el error, de la Iglesia, o del cisma.― L. D. (1870).
Por supuesto, desde que me convertí al Catolicismo, no tengo más historia de mis
opiniones religiosas que narrar. Al afirmarlo no quiero decir que mi mente ha es-
tado ociosa, o que ha renunciado a pensar sobre temas teológicos; sino que no tengo
que registrar variaciones, ni tengo ninguna ansiedad de corazón. He estado con una
perfecta paz y contento; nunca he tenido duda alguna. En mi conversión, no soy
consciente de haber tenido ningún cambio intelectual ni moral que se haya impues-
to a mi mente. No soy consciente de haber adquirido una fe más fuerte en las ver-
dades fundamentales de la Revelación, ni de haber adquirido un mayor control
de mí mismo; ni mayor fervor; sino que ha sido como llegar al puerto después de
atravesar un mar tormentoso; y la felicidad que de ello se derivó permanece sin
interrupción hasta el día de hoy.— Apo. (1864).
ABREVIATURAS:
L.D. The Letters and Diaries of J. H Newman.
G.A. An Essay in aid of Grammar of Assent.
Mix. Discourses addressed to Mixed Congregations.
P.S Parochial and Plain Sermons.
S.D. Sermons bearing on Subjects of the Day.
M. D. Meditations and Devotions.
Diff. Certain Difficulties, felt by Anglican as in Catholic Teaching.
S.N. Sermons Notes of J. H. Newman.
U.S. Fifteen Sermons preached before the University of Oxford.
Apo. Apologia pro vita sua: being A History of his Religious Opinions.
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IGLESIA Y MUNDO
L AS ENERGÍAS que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana,
radican en esa fe y esa caridad (que constituyen el fundamento indisoluble
de su unidad en el Espíritu Santo), aplicadas a la vida práctica. No radican en
el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos.
Como, por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a
ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político,
económico o social, la Iglesia, por esa universalidad, puede constituir un vinculo
estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas
tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para
cumplir tal misión. Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también todos los
hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las
desavenencias entre naciones y razas y den firmeza interna a las justas asociaciones
humanas.
El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de
justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que
incesantemente se funden en la humanidad. Declara, además, que la Iglesia quiere
Ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y pueda conciliarse
con su propia misión. Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio
de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales
de la persona y de la familia y los imperativos del bien común.
VATICANO II, const. IM, n. 42
LAUS
Director: Ramon Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri, 1 - Apurtado 112 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 3.6.13
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