Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 207. NOVIEMBRE. Año 1983
SUMARIO
LOS MALES del mundo y las tristezas de la vida,
tienen su raíz en la soberbia, en el egoísmo, en la
sensualidad; que luego hay que apuntalar con la
mentira (a los demás, a uno mismo) o con la trai-
ción, según convenga. Pero cuando miramos a Dios des-
cubrimos que
los "males" lamentados son un reto para el
bien. Y no han faltado ―ni, seguramente, faltan― respues-
tas a ese reto: las han dado los santos, con su pasión por
el bien, con la pureza de sus pensamientos, con la gene-
rosidad Y perseverancia de sus ideales para Dios.
EL DÍA DE PARTIR
EL CALENDARIO Y LA ROSA
EL MEJOR TEMPLO DE GAUDÍ
PARA SER SANTOS
«LEAD, KINDLY LIGHT»
EL P. PERE BACH TARGARONA
POR QUÉ NO SOMOS SANTOS
1 (141)
Tiempo de oración:
EL DÍA DE PARTIR
Yo sé que un día he de partir, lo sé;
que un pálido sol crepuscular
sonriendo tristemente
fijará en mí una larga mirada
de adiós... Lo sé... Lo sé...
Mas antes de partir dime por qué
de cara al cielo esta verde tierra
me atrae y me fascina;
y por qué en el silencio de la noche
me hablan las estrellas.
¿Por qué, dime, por qué?
Al terminar mi terrestre carrera
que mi canto se exhale en un himno divino;
que los frutos y flores de las cuatro estaciones
sean mi dulce carga.
Y que vea tu rostro iluminado
al poner mi guirnalda en tu cuello,
Bienamado mío.
Rabindranath Tagore,
en Vina Hharati Quarterly
2 (142)
El calendario
y la rosa
HAY verdaderos santos en el calendario cristiano: hermanos nuestros
en la fe, en los que triunfó la gracia para gloria de Dios y aliento y
ejemplo de la Iglesia. Pero ya, un par de veces, la misma Iglesia ha
creído que debía recortar las listas del santoral, por lo incierto de
algunas historias que, más que hijas de la verdadera piedad, lo eran de la
imaginación colectiva y de leyendas con las que, bajo otras formas, se re-
sucitaba el panteísmo pagano que buscaba en los héroes cristianos, un
sustitutivo de las viejas mitologías. Además, en veinte siglos de historia, no
han faltado grupos humanos, clases sociales, pueblos y naciones, que han
querido tener sus propios «dioses», aunque disimulados de «santos patro-
nos» o de «protectores celestiales», más para honrar la propia clase o insti-
tución que los venera, que para la gloria de Dios. En varias de las antiguas
dudosas canonizaciones, hubo, en ocasiones, razones de oportunidad polí-
tica o de halago al orgullo nacional ―en el caso de reyes o de personajes
socialmente encumbrados―, lo que dio lugar a la inclusión de nombres
aureolados que nada o poco tuvieron de extraordinario en orden a las vir-
tudes cristianas. Bastó el mito, el fanatismo y cultivarlo folklóricamente.
Ello redundaría más bien en prestigio humano de sus promotores, que en
gloria de Dios y difusión del Evangelio.
Con razón la Iglesia nunca ha aceptado, en su oración pública, ni una
sola oración dirigida a los santos, ni aun a los más ciertos y verdaderos, y
ni siquiera a la virgen María. Y cada vez ha sido más restrictiva y exigente
en los llamados ―no sin cierto contrasentido― «procesos de canonización».
En cambio, y recogiéndolo de las explícitas expresiones paulinas, la Iglesia
ha considerado siempre «santos» a todos los bautizados fieles a la gracia
del Bautismo, y la veneración especial de santidad la reservó, primitiva-
mente, para aquellos cristianos que reprodujeron en sí la figura de Cristo
incluso con la muerte por fidelidad a él, y los llamó «mártires» (es decir,
«testigos»). Luego se pensó que el testimonio del sacrificio de la vida por la
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fe, puede darse también sin la violencia de la muerte. #conferir a Cristo
con la ejemplaridad heroica de la vida virtuosa. Eso dio lugar a una gran
proliferación de nombres nuevos para el calendario, algunos, en verdad,
santos en toda la extensión de la palabra, otros a veces menos relevantes.
Otros, en fin, siendo muy grandes santos, nunca los veremos en el calenda:
rio, por la sencilla razón de que nadie se acordará de promoverlos.
Como sea, lo cierto es que una de las razones de gozo y felicidad que
Dios nos tiene reservado en la bienaventuranza es la admiración de descu-
brir cuántos hijos de Dios le bendecirán en su gloria, bañados en el rio de
luz refulgente en todos los que le han sido fieles, aunque hayan pasado
desapercibidos por esta vida, y que, tal vez, incluso aquí, habremos podido
conocer y luego reencontrar gozosamente en el abrazo infinito de Dios. En
el cielo no hay calendarios en el cielo hay, dice Dante. Una rosa inmensa,
con tantos pétalos como santos, bañados en la luz de Dios, y Dios en todos:
«luz pura, luz intelectual, llena de amor: amor del verdadero bien, henchido
de Júbilo, júbilo que está por encima de cualquier dulzura»:
Pura luce:
luce intellettual piena d'amore,
amor di vero bien pien di lelizia,
letizia che trascende ogni dolzore..
Que el viento del amor de Dios nos recoja, como una hoja, como un pé-
talo de la gran rosa de los santos, en la transparencia de su luz, cuando to-
do haya pasado.
Yo imagino que la Humanidad, cuando haya comprendido, en
bloque, que está sellada sobre sí y que solamente puede contar
con ella en el mundo para salvarse, sentirá, en primer lugar,
pasar por sus fibras un inmenso estremecimiento de caridad
interna. Nos ocurre el percibir, por relámpagos, qué tesoros de
bondad oculta el hombre para el hombre, en su corazón. Pero
estos tesoros están casi siempre cerrados, de forma que, de la
sociedad, apenas conocemos más que las servidumbres y los
tropiezos: los hombres de hoy viven al azar, sin buscarse y sin
amarse... Si la presión de una gran necesidad común llegase a
vencer nuestras repulsiones mutuas y a romper el hielo que
nos aísla, ¿quién alcanza a saber qué bienestar y qué ternura
no saldrían de esa multitud armonizada?
Pierre Teilhard de Chardin, S. I.
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El mejor templo
de Gaudí
EL SECRETO de la grandeza
plástica de la obra de Antoni
Gaudí, estaba en su fe. Su ar-
te era expresión de su cristianismo,
en un esfuerzo colosal por depurar
esa expresión de teatralidad y efec-
tos de grandilocuencia profanado-
ra. Aunque a primera vista pudiera
no parecerlo, sus realizaciones eran
la culminación de la sencillez, ele-
mental, pobre, limpia. Gaudí des-
echaba la mera reproducción geo-
métrica de la arquitectura clásica,
que alcanzaba, como residuo des-
virtuado, hasta el mismo siglo XIX.
Piensa que debe mirar hacia la
sobriedad románica y, sobre todo,
recoger la esbelta simplificación del
gótico que, según él, había sido in-
justamente truncado por el Renaci-
miento, impidiéndole la sublima-
ción estilística a la que estaba des-
tinado, cuando aquella arquitectura
pasó del ámbito civil al religioso de
las más austeras, luminosas y altísi-
mas catedrales, obras colosales de
artesanía, que suscribían sus artífi-
ces con el cincel al pie de los mu-
ros y las columnas plantadas en los
espacios sagrados. Gaudí quiso re-
coger y superar el extático impulso
místico del gótico, y darle creci-
miento desde lo más natural y más
pobre, pero conjugándolo con el
prodigio de su imaginación y de su
fe. Hierros retorcidos a los que saca-
ba nuevas formas entre los carbo-
nes llameantes de la forja; cascotes
de cerámica que incrustaba en zó-
calos y paredes como inmensos pé-
talos sobre la piedra florida; crista-
les rotos que convertía en aristas de
estrellas; piedras informes que inte-
graba en columnas oblicuas de pa-
rabólicas fuerzas pero ciertas, cal-
culadas y seguras, y bloques estili-
zados que transformaba en agujas
levantadas hasta el cielo para bor-
dar cruces entre las nubes. Materia-
les de derribo que otros hubieran
desechado, pero en los que él des-
cubría, después de limpiarlos, ele-
mentos expresivos para el orden
nuevo de su arte y de su fe, porfian-
do por sublimar la pobreza; una for-
ma rebelde de pureza y elegancia
espiritual, con la que anticipaba el
modernismo barcelonés y parisino
y abría la puerta a la exuberancia
surrealista en gracia del mismo ex-
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ceso ordenado y liberado de la rea-
lidad que redimía. Él no tenía que
soñar para recoger los detalles olvi-
dados de la creación que espera ser
reconocida y exaltada. Vives ya ha-
bía dicho que «el arte se contiene
en la naturaleza de las cosas» crea-
das. Le bastaba con recogerlo de la
naturaleza para resumirlo en el es-
fuerzo plástico de esa su, casi, es-
cultura arquitectónica (casa Batlló,
casa Milà, parque Güell, casa epis-
copal de Astorga, Sagrada Fami-
lia...), que representa, a nivel mun-
dial, el hito más alto de la arqui-
tectura de fin de siglo.
Pero queremos subrayar que to-
do esto no era efecto de su sola in-
tuición artística y su extraordinaria
capacidad técnica, sino, principal-
mente, resultado nacido de una
profunda convicción cristiana, sur-
gida de la fe y acrisolada en la ora-
ción. Porque Gaudí era un hombre
de fe y de oración que, en ningún
caso, le hicieron menos activo ni
entusiasta. Hay una frase suya que
resume su espíritu, y que fue pro-
nunciada casi como despertando de
una profunda meditación cuando,
en un cenáculo de artistas en el que
se discutía de belleza y de estilos,
exclamó: «la elegancia es la pobre-
za». Él mismo vivía austeramente,
limpio, pero pobre en sus vestidos,
sin importarle llegar a pedir limos-
na para la iglesia que estaba cons-
truyendo.
Y ese amor por la pobreza, que
se iba acentuando en él con el co-
rrer de los años, la Providencia se
lo quiso respetar hasta en las cir-
cunstancias que le llevaron a su
muerte.
Él tenía la costumbre de atrave-
sar, diariamente, y a pie, la entera
ciudad de Barcelona para ir desde
la obra de la Sagrada Familia hasta
la iglesia de san Felipe Neri. Allí,
cada tarde, tenía un buen rato de
oración, y le parecía el mejor lugar
para tender sus pensamientos a los
pies del Señor. Necesitaba de este
silencio y del silencio de su andar
solitario: pensaba mientras andaba,
y andaba mientras pensaba. Abs-
traído en su caminar, fue atropella-
do por un tranvía; ya herido de
muerte, lo llevaron con urgencia al
Hospital de la Santa Cruz, de la ca-
lle del Carmen. Todos creyeron que
se trataba de un mendigo callejero.
Cuando al fin amigos y personas
influyentes se dieron cuenta de su
identidad, quisieron sacarlo de la
sala donde estaba recogido junto a
otros enfermos "pobres" para lle-
varlo a un lugar más confortable.
Pero él, vuelto en sí, con mirada
pacífica y encendida, replicó: «No
lo hagáis: mi sitio está aquí, entre
los pobres». A los cuatro días mu-
rió, en un atardecer del verano de
1926.
El mejor templo que había edifi-
cado para Dios, era su alma.
6 (146)
PARA SER
SANTOS
NO HAY recetas para la santi-
dad. Los santos más clarivi-
dentes nunca las dieron, y,
cuando alguien nos presenta reglas
o métodos que ellos pudieron legar
a sus discípulos, sabemos que sola-
mente se trata de consejos sobre
disposiciones que no impidan o
frustren la acción de Dios en nos-
otros. Nuestra actividad, en orden
a la propia santificación, se ordena
a no extinguir la primera luz de la
fe, a agradecer lo que Dios ha pues-
to en nosotros y a cultivarlo con
admiración filial. Como la santi-
dad es acción e iniciativa de Dios,
resultarían vanos todos los esfuer-
zos del hombre si éste se olvidara
de que Dios lo está mirando y se le
comunica. Abrirse a esa mirada y
corresponder a su comunicación, a
través de la fe, con todo el ser, en
entendimiento y en obras: he aquí
la única receta que, condensada en
pocas palabras, nos dan todos los
santos. Por eso vemos que, con di-
ferentes estilos ―y cada hombre,
como creación irrepetible de Dios,
es un estilo― todos nos vienen a
decir lo mismo: el amor, y la ora-
ción, que es el respirar del amor.
A nosotros, hijos espirituales de
san Felipe Neri, nos consta bastante
explícitamente la insistencia sobre
estos dos pivotes en los que se
apoya y basa toda santidad. Des-
confiaba de las rigideces sistemá-
ticas, porque la definición de la
santidad no puede estar en las
palabras, sino solamente en el ser
de Dios y, por reflejo, en el hombre
santo, sobre todo en el que lo es
por excelencia, Jesucristo, hijo de
Dios. Decía: «El que quiera otra
cosa que a Jesucristo, no sabe lo
que quiere». Ni tampoco creía
otra regla de vida que no fuese la
del amor. También decía: «Si ten-
go tiempo para rezar, nada me da
miedo».
7 (147)
Nos cuesta entender y seguir a
los santos, porque hablamos de
Dios más que pensamos y sentimos.
Los santos eran menos locuaces que
nosotros, pero más profundos. Te-
merosos siempre de hablar o de
escribir sobre lo mejor, por temor
a decirlo malo a limitarlo, se que-
daban tantas veces en la respira-
ción del amor, o la sublimación de
lo que, para nosotros, parece poco
más que poesía. Aunque es cierto
que eran poetas, porque el santo
siempre es artista, en el más alto
sentido: artista de la gracia, pues
al dejarse moldear por ella, conju-
ga en ritmo espiritual el equilibrio
entre acción y pasión, que convier-
ten en obra, también propia, los
dones que se reciben, para resti-
Eres Tú la Vida eterna.
Cuanto más temo la muerte,
por todas partes me acecha.
En los gozos de este mundo
sólo hay vida en apariencia,
y cada vez que los pruebo,
mente y corazón me hielan.
Cuanto más busco la vida.
m la muere veo cerca.
Pues ¿por qué buscar la dicha
en tan inútil pelen?
Voy a levantar los ojos
por encima de la tierra,
para alcanzar las alturas
de la vida verdadera.
Eres Tú, Señor, la Vida
y te das a quien te quiera,
comenzando por los pobres
que redimes de miserias.
Mi Vida Eres Tú, Maestro,
y jamás podré perderla.
Ya no temer6 la muerte,
pues Tú mismo, con tu diestra,
de sus lazos me has librado.
Y, admirada mi alma, dejas
recogerme en el rescoldo
de tu caridad inmensa.
¿Quién vivir sin Ti podría,
si eres Tú la Vida eterna?
«Els mots confortants», del libro «Clarianes»
del P. Jaume Garcia-Estragués, C. O., (Traducción)
8 (148)
tuirse realizados, libre y puramen-
te, a Dios, que resplandece en ellos
como en un espejo, y que en ellos
se manifiesta. No costaría nada de-
mostrar que, de raíz, todos los san-
tos son artistas y poesía de Dios
sus palabras y sus vidas. Y se com-
prende, porque Dios es lo más her-
moso y capaz de enamorar al cora-
zón humano. Por eso los santos
hablan tanto de amor, y de lo que
primero fluye del amor a Dios, que
es la oración.
Nosotros, que lamentamos que
san Felipe destruyera casi todos
sus escritos, cuando miramos en
las pocas letras que de él nos que-
dan, podemos confirmarnos en lo
que acabamos de decir, si no nos
lo hubieran repetidamente decla-
rado los que con él convivieron. El
tema de las reuniones del Oratorio
derivaba siempre hacia lo mismo.
Si con tanta frecuencia servían de
base para aquellas conversaciones
las poesías de lacopone da Todi (y
también de letra para las composi-
ciones musicales del Oratorio), era
no sólo por razones piadosas y
estéticas, sino porque llevaban al
amor a Dios y a la oración. Así,
por ejemplo, entre los pocos pape-
les de san Felipe, se conserva toda-
vía el esquema de un sermón sobre
la santidad y la creciente esperanza
del amor, inspirado sin duda en la
Lauda n. 23 del citado lacopone
da Todi, en cuyo poema éste des-
cribe el ascenso ―"la salita", la
subida― hacia Dios en cinco pel-
daños, o modos progresivos de
amor. Los oyentes de san Felipe
lo debieron entender muy bien, y
seguramente cerró y resumió be-
llamente su discurso con la lectura
del poema. Así, viene a decir, el
hombre que quiera ser santo, co-
mienza a mirar a Dios con gran
respeto, con temor, pero dándose
cuenta de que le debe la vida y
por eso le mira como Señor. La
segunda manera me hace ver a Dios
con un amor que me cura, pues me
sana de males y pecados, como mé-
dico que da la salud. Agradecido
llego a la franqueza que me des-
cubre que Dios me acompaña y
ayuda como amigo. Pero progresa
el descubrimiento del amor y la
correspondencia que suscita en mí,
y lo miro como un hijo al Padre.
El quinto amor me conduce a un
desposorio transformante ―«mena-
me ad esser desponsata en Cristo
transformata»―. Lo mismo que,
más tarde, dirá san Juan de la Cruz
en su Canción del Alma: «Amado
con amada / Amada en el Amado
transformada».
Cuando tanto nos preocupamos,
en esta época nuestra, en redescu-
brir la propia identidad, también
los cristianos, deberíamos darnos
cuenta de que nuestro ser cristia-
nos está precisamente en nuestra
transformación por el amor; está en
asumir a Cristo y amarle. Como los
santos.
9 (149)
«Lead, kindly Light»
(Oh luz benigna, guíame)
Este poema, escrito poco antes de su conversión, es,
duda, el más conocido de John H. Newman. Toda
conversión es un paso o etapa hacia la santidad, a
través de la docilidad a las iluminaciones de Dios.
Aquí, aunque con otro ritmo, damos una traducción
de ese bello poema del gran convertido, y fundador
del Oratorio en Inglaterra.
Lead, kindly Light, amid the encircling gloom,
Lead thou me on;
The nigh is dark, and I am far from home,
Lead thou me on.
Keep thou my feet; I do not ask to see
The distant scene; on step enough for me.
I was not ever thus, nor prayed that thou
Shouldst lead me on.
I loved to choose and see my path; but now
Lead thou me on.
I loved the garish day, and, spite of fears,
Pride ruled my will: remember no past years.
So long thy power hath blest me, sure it still
Will lead me on
O'er moor and fen, o'er crag and torrent, till
The night is gone,
And with the morn those Angel faces smile,
Which I have loved long since, and lost awhile.
10 (150)
Oh luz benigna, guíame,
por entre las tinieblas que me envuelven,
condúceme;
que estoy en noche oscura y lejos del hogar,
condúceme.
Mantenme en el camino; ni siquiera
te pido ver el horizonte;
me basta ir avanzando lentamente.
No siempre ha sido así,
no siempre te pedí que me llevaras;
pues quise yo elegir la senda por mí mismo;
empero ahora guíame.
Busqué la deslumbrante claridad del día,
y, ansiándola entre dudas,
me dominó el orgullo:
olvida mi pasado.
Y puesto que hasta aquí me has bendecido,
hazlo otra vez, y guíame
por entre los desiertos y pantanos,
peñascos y torrentes,
que ya la noche acaba,
y con la luz amaneciente,
los rostros de los ángeles
―que tanto amé, y perdí por un momento―
sonreirán de nuevo.
11 (151)
Historias ejemplares:
EL P. PERE BACH
TARGARONA
DEL ORATORIO DE VIC
PARA los cristianos, la historia siem-
pre "ejemplar" es la de Jesucristo,
válida para todos los hombres, de
todos los tiempos y lugares. Cuando nos
referimos a hombres y mujeres que nos
pueden ser ejemplo y estímulo en la fe y
la vida de gracia, tanto si han recibido el
galardón oficial de la canonización como
si permanecen en la sencillez de todos
los santos", vale la pena que los tenga-
mos en cuenta en la medida en que re-
producen a Cristo, en que son su trasun-
to. Nosotros, los oratorianos, tenemos a
nuestro Padre y Fundador san Felipe
Neri, de constante referencia y, junto a
él ―porque los santos, como las estrellas
del firmamento, forman constelaciones―
sus discípulos más significados (Baronio,
Ancina, Yaz, Newman…), de su mismo
tiempo o de otras épocas, que han apro-
ximado sus lucecitas a la del resplandor
de nuestro Patriarca, para gloria de Dios
y bien de la Iglesia. Es cierto que en el
Oratorio nunca nos hemos preocupado
demasiado, como institución, en acrecen-
tar los reconocimientos oficiales de la
canonización para nuestros mejores y
más virtuosos predecesores. Lo cual no es
mérito, ni demérito. Pero tal vez por ello,
nos hemos vuelto, con frecuencia, a la tra-
dición y el recuerdo de los ejemplos de
aquellos que intentaron, como nosotros,
seguir a san Felipe y aventajaron tanto
en su propósito, que el hacer memoria
de ellos nos puede servir de estímulo,
tanto para los que estamos en casa, como
para todos nuestros amigos. En este mes
de noviembre, que iniciamos con la con-
memoración de todos los hermanos en la
fe que no han sido especialmente citados
en los calendarios, pero que la Iglesia
nos dice que también están con Dios
compartiendo su vida y su gloria, trae-
mos a colación (sin por ello canonizarlo)
a este hermano nuestro, hombre de fe y
enamorado de la Iglesia, a la que supo
servir con esfuerzo y constancia en una
época nada fácil, que dista de la nuestra,
casi dos siglos, pues el padre Bach había
nacido en 1796.
12 (152)
El Oratorio de Vic
El Oratorio de Vic había sido fundado por el padre
Carús, del Oratorio de Barcelona, en 1723. El mismo pu-
do ver concluida la Iglesia y la casa en 1752, y conoció
notable esplendor, no solamente por el apostolado ejerci-
do en aquella casi levítica ciudad, sino, además, por la
introducción de la música, al estilo de san Felipe, en los
ejercicios y charlas del oratorio para seglares.
No todo fueron consolaciones ni deleites estético-pia-
dosos, pues no tardó aquella naciente Congregación, en
tener que dedicar su solicitud a los enfermos del cólera, y
tanto, que la peste de 1821 llevó a la muerte por contagio
a cuatro de sus miembros que se habían prodigado en el
servicio a los enfermos, sin importarles exponer su vida.
Ingreso del p. Bach
Fue en este momento que el padre Bach sintió que se
le despertaba la vocación filipense, precisamente cuando
acababa de ser ordenado de sacerdote. Poco después fue
admitido en el Oratorio, a cuyas puertas, estimulado
por la caridad y el ejemplo de aquella comunidad, había
llamado con pureza de intención. Esa buena intención le
sirvió de mucho, porque pruebas y penas no le faltarían
en el futuro. Pero igualmente no le faltarían gozos, como
el de aconsejar y guiar hacia la santidad a almas, enton-
ces menos experimentadas que él, como la del joven que
luego sería san Antonio María Claret, dócil, por muchos
años, a la guía del padre Bach (y al que tampoco faltarían
contrariedades y pruebas).
Treinta y algunos años tenia el padre Bach, y su celo
ya era anuncio de su gran personalidad cristiana. Los
tiempos, no obstante, no eran tan buenos como para po-
der confiar en visibles prosperidades, pues la Revolución
de 1835, entre ambigüedades y franca persecución, vino u
crear grandes dificultades a la Iglesia en España, y supu-
so el cierre de la Congregación de Vic y la dispersión de
la comunidad oratoriana, fundada poco más de un siglo
antes.
El exilio en Niza
y en Roma
La borrasca no llevaba trazas de serenarse y, después
de intentar por un poco de tiempo dedicarse al bien en
una semi-clandestinidad, comprendió que no le cabía otra
solución que la del exilio. En un primer momento pasó a
Francia y se entretuvo en Niza; allí le auxiliaron los je-
suitas; pero enseguida decidió continuar el camino hacia
Roma, abandonado a la Providencia, en pobreza y como →
13 (153)
peregrino. No tardó en descubrir que Dios le hacia una
gracia singularísima al llevarle, no solamente al corazón
de la Iglesia, que siglos antes había atraído a nuestro
Padre san Felipe, sino porque en el Oratorio romano,
donde fue fraternalmente acogido, pudo completar y vi-
gorizar su formación filipense, como lo atestiguaría la
avidez con que tomaba nota de todo lo que podía servirle
para cuando pudiera reintegrarse a su Oratorio. Si bien,
por un momento, dudó en quedarse en el Oratorio de Ro-
ma; mas fue el mismo papa, Gregorio XVI, quien le dijo
que «volviera a España, apenas le fuese posible, porque
allí tenía que hacer mucho bien». El padre Bach recorda-
ría muchas veces estas palabras del papa, y las tuvo en
cuenta como una bendición que le acompañaba toda la
vida.
En Francia,
con los emigrantes
Volvió a España. Pero la normalización de la Con-
gregación de Vic lardo todavía nueve años en lograrse.
El no cesaba de porfiar en el empeño restaurador. Es en
esta época cuando establece trato con Jaime Balmes,
quien, conocedor de la situación política, le aconseja y
anima, como por otra parte, el mismo padre Bach acon-
seja y anima al padre Antonio Mº Claret. El padre Bach
TABACO, ALCOHOL, JUEGO.
Fumar, beber alcohol, jugar dinero, son vicios intro-
ducidos por la vanidad, la ociosidad o la avaricia,
y han prosperado por el mal ejemplo de los mayo-
res y por la propaganda interesada en ambientes
culturales subdesarrollados o desequilibrados. Ade-
más de ser vicios inútiles, caros y perjudiciales para
todos, son desde luego incompatibles con cualquier
labor educadora. El incauto que los hubiese contraí-
do, puede corregirse y, por eso, debe corregirse. Se
lo deberían exigir, pero sobre todo se lo agradecerán
más tarde, los jóvenes de nuestro tiempo, que nece-
sitan especialmente el ejemplo de los mayores y, con
mayor razón, si éstos son cristianos.
14 (154)
trabaja para la restauración del Oratorio, pero no cesa
en su apostolado, aunque ello le suponga tener que volver
al sur de Francia para atender a emigrantes españoles.
Ali tropieza con los rigores de los jansenistas (un conser-
vadurismo y rigorismo, aparentemente espiritualista, sutil
y peligroso), pero su buena formación teológica le hace
seguro y valiente en la defensa de los justos criterios de
la fe, como cuando al tocarle asistir a unos condenados a
muerte, se le permite que los confiese, mas se le advierte
que no les lleve la Eucaristía, ni siquiera como Viático:
«¡Yo os prometo que os llevaré el Señor como sea!» Y lo
cumplió, con gran consolación de aquellos desdichados.
Relación
con Newman
En este espacio de tiempo, antes de llegar a la verda-
dera restauración del Oratorio de Vic, surgió el proyecto
de hacer una fundación en Estados Unidos, y el padre
Bach escribió al ya cardenal Newman, y prepósito del
Oratorio de Birmingham, con el fin de obtener algún pa-
dre inglés para que, temporalmente, pudiera colaborar en
la fundación de América. Newman le respondió con una
carta memorable. Pero, al fin, el proyecto no prosperó,
sino que las palabras del papa —«Vuelva a España, que
ha de hacer mucho bien»­― se impusieron a toda vacila-
ción.
Paz entre España
y la Santa Sede
Por fin, el Concordato entre España y la Santa Sede,
del año 1851, hacía posible la reapertura del Oratorio de
Vic, y después de prácticas y cansancios burocráticos sin
fin, el 3 de diciembre de 1853, se abría de nuevo la iglesia
del Oratorio y la comunidad reemprendía, con gran
pobreza, su permanencia allí. Eran cinco miembros: tres
sacerdotes y dos laicos, todos ellos mayores de cincuenta
años.
El p. Bach,
restaurador del
Oratorio de Vic
Lo más grande del celo y del alma oratoriana del
padre Bach, comienza en este momento, que es cuando
tendrá que vencer las mayores tentaciones contra el des-
aliento, a pesar de que externamente pudiera parecer
lo contrario, por lo menos en algunas de las apariencias
con que se desenvuelve la restaurada comunidad filipen-
se.
Pruebas
Pero todo esto es más propio de una biografía que de
un rápido recorrido sobre los trazos de esta figura verda-
deramente importante para el Oratorio de Vic, y para la
historia general del Oratorio. Las palabras del papa, la
experiencia de Roma, los años de larga espera, el amor a
15 (155)
san Felipe y el recuerdo del ejemplo de aquellos padres
que conoció antes de que murieran, cuando todavía él era
joven, le hicieron buen favor. En realidad, cualquier obra
verdaderamente de Dios, en primer lugar no está ordena-
da a los triunfos o el aplauso que puedan despertar desde
fuera, ni a la eficacia benéfica que pueda dispensar a los
externos, sino que Dios la suscita especialmente y en
primer lugar, para hacer el bien a sus actores. No es buen
apóstol el que solo quiere hacer el bien o hacer cosas bue-
nas, sino el que, por encima de todo, acepta que Dios le
purifique y le haga bueno. Lo demás está en aquella
"añadidura" a la que se refiere Jesus en el Evangelio, y
que, por desgracia, muchas veces olvidamos por anidad,
por envidia o por ceder al computable materialismo de la
herejía que lo antepone todo a la eficacia, y lo programa
para el aplauso.
No nos entretenemos en los dolores de su alma. Se-
guramente Dios no quiso evitárselos para que le faltara
La Iglesia tiene confianza suficiente en la veracidad de su
doctrina y en la soberanía de su verdad, para ser paciente
frente al error. Tiene suficiente fe en su poder espiritual, para
ser lenta en manifestarlo. Puede mantener pacientemente en
sus límites a los indóciles y obstinados, porque conoce la gra-
cia que contienen sus palabras y sus sacramentos, cuando
llega el momento oportuno de utilizarlos. Es demasiado ge-
nerosa para reinar usando la violencia, pero al igual que un
monarca que concentra en sí todo el poder, es afectuosa co
sus hijos, sin envidia, porque Dios está con ella. Pero si se
muestran recalcitrantes, si se resisten a sus palabras, si pre-
dican y luchan contra ella, no tiene ni el deseo ni el deber de
retenerlos, sino que los deja marchar, o les obliga a hacerlo,
para que no perviertan a los demás.
J. H. Newman, C. O.
16 (156)
tiempo a la complacencia en el bien que iba consolidan-
do, precisamente en aquellos momentos en que sentía o
le parecía que le faltaban las fuerzas, y experimentaba
la soledad, o por lo menos la incomprensión, cuando no
la hostilidad por lo que más amaba. Pertenece a esta
época la fundación de las Hermanas de las Saits, la res-
tauración de la obra de la Caridad Cristiana, para po-
bres y enfermos, y el Colegio de San José, para estudian-
tes pobres. Cada una de estas obras requeriría un extenso
comentario. Y le quedó todavía tiempo, fuerzas y recursos
para ayudar a la fundación de las Religiosas Dominicas
llamadas del P. Coll, que alcanzaron luego rápida pro-
pagación.
El padre Bach no fue el fundador del Oratorio, sin
embargo por ello mismo demuestra que no hacen falta
títulos históricos para hacerse dócil al querer y a las
inspiraciones de Dios, para santificarse y servir a la Igle-
sia.
Jesucristo, la Iglesia, san Felipe. El apostolado, la
caridad, la cultura. Con toda la fuerza de su gran per-
sonalidad, todavía recordada en la ciudad por la que
transitó tantos años, y que iluminó, sin darse cuenta, con
su ejemplo.
«Nos equivocamos, decía, cuando imaginamos que las
cosas de este mundo son grandes e importantes, cuando
La verdad es que no pasan de mera diversión».
Su muerte
Hombre lucido, cuando comenzó a darse cuenta de
Que la muerte no podía estar muy lejos ―un año antes de
que le visitara― ordenó su vida de modo que tuviera más
tiempo para sí mismo, especialmente en lo que hacía re-
ferencia a actividades exteriores y cuidado de las obras
que había fundado o restaurado, y que estaban ya conso-
lidadas, y se reservó la responsabilidad que tenía al fren-
te del Oratorio, que fue siempre su primera dedicación.
El Señor le favoreció con una muerte presentida y prepa-
rada, y se abrazó con paz y serenidad gozosa al querer
del Señor, y pudo expirar en casa, rodeado de todos, des-
pués de haberles pedido perdón y emplazarles para el
cielo.
Cuando anunciaban su muerte amanecía la Epifanía
de 1866.
17 (157)
POR QUÉ NO
SOMOS SANTOS
NADIE quiere ser malo, pero
pocos quieren ser santos y,
entre estos pocos, son raros
los que pasan de la simple pasajera
ilusión, del sentimentalismo oca-
sional y vago, de la emoción poco
más que estética. Se aplaza o se
olvida la realidad del esfuerzo sin-
cero y perseverante, atento a Dios,
que solicita y enamora, cuya gracia
continuamente nos llama y da fuer-
zas, en el gozo o en la pena.
Queremos, o mejor quisiéramos,
ser santos si la santidad fuese com-
patible con el lastre de pequeñas
queridas miserias―«que no son
pecado»…, nos apresuramos a de-
cir― a las que no renunciaríamos
espontáneamente jamás. Si todavía
decimos, o siquiera pensamos, en
querer ser santos, queda como una
vanidad más para adornarnos de
"buenos".
No somos santos porque damos
vueltas en torno a la santidad, co-
mo el que pasa por todas las esqui-
nas de una casa sin entrar jamás
en ella. Tememos lo que Dios nos
pueda pedir, y nos falta la fe de
confiar en él y la fuerza de amarle
para ir derechamente a lo que nos
proponga. Somos vanidosos para
querer parecer buenos; lo mismo
que somos cobardes para ser, como
otros, malos. Nos complacemos, nos
mimamos a nosotros mismos, para
acallar la insinuación de la tristeza
de creernos inútiles, como quien
se pone malo para que, por lo me-
nos así, alguien le haga caso. Y así,
ya no nos queda tiempo ni humor
para volver a pensar en que «he-
mos de ser santos». Por eso, tam-
bién, hacemos tan poco para que
los demás lo sean, cuando de nos-
otros depende que puedan conocer
mejor a Dios. Nuestro mal ejemplo
de instalados en la buena fama de
creyentes y hasta de aparentemen-
te fervorosos, no acaba de ocultar
que somos demasiado egoístas. Ni
por los hombres, ni por Dios, deja-
ríamos nada, si no fuese a cambio
de que ganáramos más en bienestar,
18 (158)
en reputación, en porvenir honra
do. Lo de venderlo todo y seguir a
Cristo dondequiera que fuese; lo de
quemar las naves para eliminar la
tentación del regreso; lo de cami-
nar sobre las aguas sin perder la
fe... lo hemos dejado para historia
más antiguas que las nuestras,
para argumento de literatura pia-
dosa pero inútil. Vemos el bien que
queda por hacer, próximo y urgen
te y, no obstante, el celo se nos ha
apagado, cuando no podemos com-
binarlo con el disfraz de intereses
consuelos o vanidades.
Cuando se nos despierta el sen-
timiento y casi nos parece que, por
fin, nos comenzamos a convertir a
Dios sinceramente, acabamos com-
probando que no es que descubri-
mos a Dios en nosotros, dando al-
dabonazos a nuestra conciencia
si no hemos sido nosotros que nos
hemos buscado en él, para que nos
diera el consuelo o la sugestión ena-
jenante y compensatoria del des
consuelo que nos venía de las des
ilusiones mundanas.
No obstante, a pesar de todo, de
tantas gracias perdidas, de tanta
pereza de alma y de brazos, de
tantas fuerzas quemadas en vani-
dad deambulatoria, dando vueltas
y más vueltas sin decidirnos a en-
trar en los alcázares de Dios, es
cierto que, todavía podríamos ser
santos; que todavía Dios lo espera;
que todavía seríamos, por fin, feli-
ces si, de una vez, entráramos.
¿Por qué no vamos a
esforzarnos sobre la
tierra, de modo que,
gracias a la fe, la
esperanza y la
caridad, con las que
nos unimos con Cristo,
descansemos ya con
él en los cielos?
Mientras él está allí,
sigue estando con
nosotros; mientras
estamos aquí,
podemos ya estar con
él allí. Él realiza
aquello con su
divinidad, su poder y
su amor: nosotros, en
cambio, aunque no
podemos llevarlo a
cabo con él en la
divinidad, sí que
podemos con el
amor, si va dirigido a
él.
San Agustin
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Formación
cristiana
de gente joven
(de 9 a 16 años)
TODOS LOS DOMINGOS A LAS 12,45
EN LA IGLESIA DEL ORATORIO
para ayudar a los padres
a dar ideas cristianas a sus hijos
LAUS
Director: Ramon Mas Cassanelles. Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri, 1 Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 6.11.83
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