Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 211. MARZO. Año 1984
SUMARIO
LA VIDA como vocación. Sentirnos "llamados" por
Dios y, enseguida, tratar con toda la buena volun-
tad, de responderle ―de corresponderle― con todas
nuestras fuerzas. Y rogarle ―y si no, ¿para qué sirve
la oración?―, cada día, que no se nos marchite el gozo de
la primera generosidad, cuando estrenábamos el camino
hacia él. Cualquiera que sea nuestro camino, porque ca-
mino bueno hacia Dios lo es todo lo que, mejor, nos con-
duce ―"me" conduce― a él. Por encima de leyes y deberes
―superándolos―, persiguiendo el entusiasmo del ideal y
la grandeza y libertad del amor.
TODO COMIENZA Y DEPENDE DE LA 
EL PELIGRO DE DIOS
DIOS LLAMA A TODOS
VENÍOS CONMIGO
ANTI-GÉNESIS
LA VOCACIÓN EN LA BIBLIA
1 (41)
TODO COMIENZA
Y DEPENDE DE LA FE
Hemos de mirar todas las cosas desde el punto de
vista de la fe, desde el punto de vista sobrenatural,
porque es el único verdadero. Después ordenemos
nuestros actos de acuerdo con nuestra fe, hagamos
todas las cosas guiados por su luz. Cumplidas estas
condiciones podemos decir que la fe se nos traduce
en amor, pues se vuelve prácticamente perfecta,
porque el alma se dedica por el amor a obras de fe.
Y a medida que avanzamos en la fe, ésta se hace
más firme, más ardiente, más activa, y abunda más
y más la alegría en nuestra alma. La claridad se
añade a la claridad; la esperanza ve cómo sus ho-
rizontes se dilatan y se hace más robusta; y el amor
crece y convierte en más fáciles las cosas que pare-
cían difíciles. Ocurre aquello del salmo que dice:
«me siento correr por los caminos del Señor».
En la bienaventuranza eterna, la fuente de nuestra
alegría, será la segura posesión, perfecta e inami-
sible, del Bien soberano e inmutable, en la plena
luz de la gloria. En la tierra, la fuente de nuestra
alegría, es el comienzo de la posesión de Dios, la
unión anticipada con Dios: y esta posesión, esta
unión es tanto más profunda cuanto más bañados
estamos por la luz de la fe.
Columba Marmión
2 (42)
El peligro
de Dios
DIOS da respeto. Tanto, que algunos, sin pararse a pensar, suprimen
―mejor, intentan suprimir, el problema "huyo" de Dios. Constituyen
la grande leva hodierna de los que, sin más pensarlo, se proclaman
Agnósticos. Otros van más lejos, y se confiesan ateos.
Pero no acaban ahí las formas definidas de inhibición o fuga ―más
bien huida― de Dios. Porque es grande el número de los que, sin oscurecer
en apariencia la aceptación mental ―apenas fe― del Dios verdadero, detie-
nen sin embargo toda posible ulterior exigencia divina que pretendiera ex-
cederse de los códigos concretos, calificados "religiosos", aunque manipu-
lados para que se presten, sin demasiadas dificultades o renuncias, a una
interesada interpretación domesticada: útil para servir de tranquilizante de
conciencias, con tal que se respeten en sus mininos legales. Esa reducción
mundanizada de Dios ―de Dios útil para la sola dimensión ética complemen-
taria, o sentimental, o sugestiva y enajenante― constituye la base de la
"prudencia" bien entendida según el mundo, solamente adjetivado de cris-
tiano. Hay que tratar a Dios como si las mayores exigencias divinas sola-
mente se puedan referir a los demás, o que fueron siempre aplazables 0-
por lo menos, reducibles a la medida de los mínimos, como se trata a Ha-
cienda, para evitar que nos multe o sancione; y por esto se observan
ciertos códigos que parece que permiten darle a Dios una parte (la más
pequeña posible), pero no la totalidad de nuestro ser se trata de" defen-
derse" de Dios a cambio de obligaciones mínimas simbólicas, reclamán-
dole, por otra parte, la utilidad de alguna contraprestación a cambio.
Es así que tanto los que rebajan o alejan las exigencias de Dios, como
los que apuntalan dudas o enmascaradas idolatrías, no pretenden otra co-
sa que situarse en posiciones y razonamientos compatibles con su propio
egocentrismo, que se resiste a pensar ―tal vez a rendirse― frente al impo-
nente, aunque dulcísimo, misterio de la trascendencia. Tal vez momentá-
neamente sentimentales, pero jamás enamorados, de Dios no les interesa
nada, o sólo el adorno de pequeñas curiosidades teóricas, o perecederas
3 (43)
fantasía, estéticas, o algún principio ético ineficaz por aburguesado y aco-
modaticio, que ni sirve para hacerles buenos, ni para hacer el bien a los
demás.
Perfumados por fuera, pero reseco el corazón por dentro, son incapa-
ces para el amor, por haber huido de él, o por atrofia, o por simple miedo
egoísta. Dios se les antoja peligroso. En realidad llevan alguna razón, por-
que el peligro está en que su preciso usar el corazón, todo el corazón, y
amar. Amar, «con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu, con
todas las fuerzas» (Mc 12, 30). Amar no es medir, porque medir es calcular,
y calcular es temer, con el temor que hace imposible el amor, cuando no se
puede o no se sabe, o no se quiere amar, es imposible conocer a Dios, por-
que Dios es amor (1 Jn 4. 8).
El drama está en que, sin amar ―amar verdaderamente― no podemos
ser felices. No basta el solo pensamiento (por eso no huye de pensar), ni es
posible una fe aséptica. La fe en el Dios cristiano no es verdadera fe si le
falta la incandescencia del amor. Ese amor que a veces da miedo, simple-
mente porque ha de ser total.
EL REINO
EN MEDIO
DE NOSOTROS.
Decir que el Reino de Dios no es de este mundo, es verdad, pe-
ro sólo a medias. Está también en medio de nosotros. Está como
la mostaza, la semilla y la levadura. Sus frutos pueden ser sa-
boreados ya desde ahora. Nos impulsa no sólo a decir que no
al orgullo y a las pretensiones del hombre, sino que nos invita
a decir que sí, siempre que la era mesiánica irrumpe en nues-
tro mundo de tinieblas. Requiere que seamos específicos y con-
cretos, no sólo en lo que rechazamos, sino también en lo que
elegimos y apoyamos.
Ciertamente que, todo esto, puede dar lugar a errores y es por
ello que, al descubrirlos exigen nuestro arrepentimiento, y
además que nos sometamos a un continuo examen; pero nada
es más erróneo, moralmente, que pretender responder a una
cuestión ética limitándose a pronunciar afirmaciones genéri-
cas, cuando la situación requiere una respuesta específica.
Harvey Cox,
en The Secular City Debate
4 (44)
DIOS LLAMA A TODOS
EL GRADO y número de las
respuestas dadas al llama-
miento de Dios, en esta for-
ma que entendemos por "vocación",
no depende, en primer lugar, de la
propaganda vocacional que haya-
mos montado o difundido. Como
todos los medios humanos, aun los
empleados para cosas buenas, no se
libran del riesgo de la ambigüedad.
Es cierto que faltan vocaciones;
cierto que "la mies es mucha y los
operarios pocos"; cierto que hay
que ir recordando a hombres y mu-
jeres jóvenes, uno a uno, que pue-
den ser llamados por Dios para una
entrega total, incondicionada, a su
Reino. Pero la razón primera del
que ha de responder a Dios, no es-
tá en esa carencia de brazos para
la gran tarea. Es verdad que el Se-
ñor dijo a los primeros que lo de-
jaron todo por el Evangelio: "os
haré pescadores de hombres"; pero
antes les había dicho: "venid, se-
guidme". La vocación no es "ir a
hacer" ―aunque sea grande y her-
moso el campo del mundo, para
trabajarlo para Dios―, sino en "se-
guir" a Cristo, en imitarle, conti-
nuarle, vivirle, reproducirse en él;
el "vivir a Cristo" de san Pablo. Lo
demás, por grande, por necesario y
urgente que pueda parecer, es sola-
mente una consecuencia, un efecto
del seguimiento total. Otra cosa se-
ría reducir a decoroso profesiona-
lismo, cuando no promoción tem-
poral, mundana, lo más sublime y
profundo a la vez del misterio del
llamamiento divino.
Y ahí está lo esencial. Porque to-
dos los cristianos —de diversas ma-
neras, pero en la totalidad de la vi-
da―, hemos sido llamados al segui-
miento de Cristo. Y seguirlo, no
por el gusto o capricho o costum-
bre o conveniencia o cultura, sino
seguirlo con fe, por encima de toda
otra razón (aunque no contradice
el orden creado, pero lo supera).
Cuando nos parece que faltan
vocaciones o padecemos por los
abandonos que nos han diezmado
5 (45)
en los últimos tiempos, la pregunta
que debemos formularnos está en
el mismo Evangelio y la hace el
Señor cuando dice: «Si vuelve e
Hijo del hombre, ¿pensáis que en-
contrará fe en la tierra», fe bastan-
te en los suyos? Porque los cristia-
nos, en general, solemos desear que
no falten sacerdotes ni institucio-
nes eclesiales que aseguren los ser
vicios y apostolados que la Iglesia
atiende (culto, enseñanza, benefi-
cencia, ciertas aportaciones cultu-
rales y hasta folklóricas). Pensa-
mos, con razón, que ello es bueno,
y que así se mantienen principios
y obras que nos benefician moral
y socialmente. Todo esto nos satis-
face pacíficamente con tal que Dios
mismo no se nos aproxime dema-
siado, porque cuando la voz o el
misterio de su llamamiento nos ro-
za y pide algo de nosotros mismos,
o a un ser querido, o exige un
abandono total para transformar la
vida, con desprendimiento absolu-
to de lo que nos retiene o codicia-
mos, se nos hace muy cuesta arriba
responder positivamente al divino
llamamiento. O damos la respuesta
con mitigaciones que no niegan la
radicalidad de los principios
veces nos adornamos con ellos
pero rebajan en la práctica su apli-
cación, o compensan con otros ha-
lagos o satisfacciones, en el fondo
terrenas, los "empobrecimientos"
que decimos aceptar por Dios. Un
ejemplo: cuando san Francisco de
Sales declaró a su familia (cristia-
na, por supuesto, y de posición
social distinguida) que quería con-
sagrarse a Dios, se produjo una
situación dramática imposible de
solucionar, en apariencia, por ca-
minos razonables y pacíficos. Pero
a nivel familiar las cosas se serena-
ron y se retiró la cerrada oposi-
ción, apenas el obispo que lo iba a
recibir ofreció al virtuoso joven,
a pesar de su edad, una canonjía.
¡Menos mal que no tomó como ins-
talación, ni como peana intencio-
nada para futuros ascensos, esta
salida, y por eso mismo pudo, a
pesar de ello, llegar a la santidad
y a prestar grandes servicios a la
Iglesia!
En la elección del estado de vida, todos los fieles tienen derecho
a ser inmunes de cualquier coacción.— CIC, can. 219.
Tengan todos bien entendido que la profesión de los consejos evan-
gélicos, aunque implica la renuncia de bienes que indudablemente
han de ser estimados en mucho, no es, sin embargo, un impedi-
mento para el verdadero desarrollo de la persona humana, sino
que, por su misma naturaleza, la favorece grandemente. Porque
los consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vo-
cación personal de cada uno, contribuyen no poco a la purificación
del corazón y la libertad de espíritu.― Vaticano II LG, 46.
6 (46)
El problema siempre es la fe.
Fiarse de Dios; fiarse totalmente de
Dios. Por eso, para que haya ver-
daderas y buenas vocaciones, es
preciso partir, antes que nada, de
la fe de cada cristiano. Podríamos
afirmar que tendremos todas las
vocaciones que hagan falta cuando
miremos más a Dios, uno a uno,
que no al campo de la mies, con
ser mucha. El que se entregue a
Dios lo ha de hacer, en primer lu-
gar, no "porque hace falta" para
las actividades de la Iglesia, sino
porque "a él mismo le hace falta"
ante todo. Cualquiera que sea la
posición que hemos de ocupar en
este mundo, desde la fe, es siempre
así: para cumplir la voluntad de
Dios, para responderle con la vida
allí donde nos quiere, donde nos
llame. Ningún cristiano, para serlo
de verdad, puede elegir su camino
en este mundo, por puro antojo o
por egoísmo, o miras simplemente
humanas. Todos somos llamados, y
debemos responderle lo más pura-
mente posible. Las exigencias de
la fe y de la rectitud de intención
son las mismas para todos, aunque
no todos deben seguir el mismo
camino: no hay soluciones más ba-
ratas, menos exigentes (matrimo-
nio, mundo...) para "los de tropa",
ni la selección de otras formas eli-
tistas, para privilegiados ―según
se mire― que asumen el deber de
compensar con su heroísmo ejem-
plar lo que escabullen la mayoría.
LA
LIBERTAD
CRISTIANA.
La libertad cristiana, no es la
libertad de un turista o de un
aficionado, porque no se
puede entender así el que
seamos «como peregrinos en
este mundo». La libertad
cristiana es la situación en
que se encuentra aquel que,
después de haber sido
liberado de una dependencia
servil, mantenida por
necesidad, recibe una nueva
tarea, o tal vez se repite
simplemente la misma, pero
como un llamamiento al
amor. Porque no es como a
seres egoístas y carnales que
el Padre nos entrega el
mundo, sino que lo hace como
a hijos, como miembros de su
familia, incorporados a su
Hijo único, formando todos
juntos con él un solo ser,
viviendo en la caridad, para
que, como se dice en una
oración del Misal, «te amen
con toda la fuerza, y con todo
el amor vayan cumpliendo
lo que a li, oh Padre, te
agrada».
Ives Congar
7 (47)
La exigencia de la santidad es para
todos, es universal. Cuando esto lo
creyéramos así —¡como es!—, ten-
dríamos, en la Iglesia, las vocacio-
nes que hicieran falta, sin necesi-
dad de campañas, porque nadie
huiría del llamamiento divino en
aquello a que fuese convocado, ni
nadie pretendería traer ventaja te-
rrena de lo que pertenece al reino
de Dios. Y todo sería para Dios, y
Dios estaría en todos, en la fe y en
el amor.
Recogiendo un pensamiento pau-
lino, Bernanos había dicho que
«todo es gracia». Pero nada es tan
gratuito como la voz de Dios cuan-
do nos llama para algo. Lo cierto
es que Dios nos llama a todos: todo
es gracia porque todo es vocación.
Lo incomprensible es que nos ad-
miremos tan poco del modo de ha-
cer de Dios con nosotros, y que no
seamos más generosos y agradeci-
dos con él.
CRITICAR A LA IGLESIA.
Desde una óptica meramente humana, es injusto exigir a la Iglesia,
o a sus miembros, una perfección superior a la que para sí persiguen
Y alcanzan los demás hombres y esos mismos criticadores.
Pero si la crítica se hace desde una visión cristiana, Invocando el
Evangelio, porque les duelen los defectos históricos con que la Iglesia
cumple su misión de presentar el mensaje cristiano, entonces la crítica
no sólo es lícita, sino que merece la gratitud, de parte de todos los
bautizados, que no han renegado de su fe. Aunque es preciso añadir
una condición para tomar por sincero el celo de los que la critican
porque la aman: que, además de señalar los defectos, han de estar dis-
puestos a aportar todo su esfuerzo personal para corregirlos.
Eso quiere decir: que han de estar dispuestos a dar su tiempo, su dis-
ponibilidad incondicionada, su misma vida, sin segundas intenciones
de ventajas, o ascensos, u honores, que son los estímulos y recompen-
sas que el mundo ofrece y recibe y con lo que también intenta conta-
giar o desviar a la Iglesia... para luego criticarla.
Las críticas desde fuera no reforman pada, aunque a veces hagan
mártires. El celo y la crítica por verdadero y puro amor desde dentro,
son un reto para la santidad. Es como si la Iglesia tendiera la mano
para decir: +Sí, llevas algo o mucho de razón; pero ven, vente con-
migo y trabajemos más, mejor. Hablar no sirve de nada, cuando la
palabra no se hace vida en el mismo que la pronuncia. Siempre habrá
habladores inútiles, perezosos en la plaza, sin querer ir ­―los
los rezagados de siempre― a la mies que aguarda y que es mucha.
8 (48)
«Veníos
conmigo»
CUANDO el Señor dijo a sus
primeros seguidores las pa-
labras que encabezan esta
página, ya se habían tratado hacía
algún tiempo, pues todo había co-
menzado a orillas del Jordán, como
nos cuenta uno de los protagonis-
tas, Juan, en el primer capítulo de
su evangelio: él era uno de aquellos
"dos discípulos del Bautista", que se
acercaron a Jesús para preguntarle
si podían hablar con él, y él los aco-
gió, y hablaron largamente. Luego...
Después llamaron a sus herma-
nos: Juan a Santiago, y Andrés a
Pedro. Allí mismo, en el Jordán, o
luego a la orilla del lago (porque le
habrían invitado a ir donde ellos
estaban con sus padres y amigos, y
donde eran pescadores), habrían
discutido mucho sobre las esperan-
zas e ideales que, como buenos is-
raelitas, les enardecían, pero que
las circunstancias parecían sofocar,
a pesar de las predicaciones del
Bautista. Tampoco pasarían por al-
to las insatisfacciones que desde den-
tro mismo del judaísmo se mostra-
ban como impeditivas o falsificado-
ras de la voz de los profetas. Los
corazones jóvenes de los primeros
que se acercaron al Maestro no
ocultarían un cierto recelo crítico
frente al simple doctrinarismo y al
ejemplo enfático de escribas y fari-
seos, que desde el centro y oficia-
lismo jerosolimitano intentaban, a
pesar de todo, controlar y salvar
lo que quedaba del sentido religio-
so acumulado generación tras gene-
ración, a través del vapuleo de los
vaivenes históricos, entre efímeros
triunfos y tremendas humillacio-
nes y dispersiones.
Pero el Maestro no les propon-
dría ni fórmulas políticas, ni reac-
ciones violentas, ni milagros divi-
nos para dar cumplimiento a sus
justas esperanzas. No se trataba de
levantar de la postración solamen-
te a un pueblo, aunque fuese el
propio. Había algo mucho más pro-
fundo y, a la vez, más universal,
tanto, que no cabría en el espacio
del mundo ni en la duración de
sus edades y del tiempo: les iba a
proponer el Reino de Dios, diferen-
te de los reinos del mundo, pero no
contrario a ellos, porque precisa-
mente era el único que podía salvar
y afianzar lo más justo que en ellos
cupiera. La condición era la since-
ridad de la fe y la generosidad de la
entrega: fiarse de Dios, dárselo todo.
Sería bueno ir leyendo y rele-
yendo, en el Evangelio, todo el pro-
ceso de esa transformación y satis-
facción de esperanzas que van de
lo terreno y humano a lo espiritual
y universal, precisamente para sal-
var lo más noble de lo humano y
para transformar lo terreno.
Al fin, se convencieron. «... Y se
fueron con él». Nadie hizo nunca
jamás mejor elección.
9 (49)
ANTI-GÉNESIS
Al fin, el hombre acabó con el cielo y con la tierra.
Pero antes la tierra había sido bella y fértil,
cuando la luz brillaba en las montañas y en los mares,
y el espíritu de Dios llenaba el universo.
Pero el hombre dijo:
«Que posea yo todo el poder
en el cielo y en la tierra».
Y vio que el poder era bueno,
y puso el nombre de Grandes Jefes
a los que tenían el poder,
y llamó desgraciados a los que buscaban la reconciliación.
Y así fue el día sexto antes del fin.
Y el hombre dijo:
«Que haya gran división entre los pueblos:
que se pongan de un lado las naciones a mi favor,
y del otro, las que están contra mí».
Y hubo buenos y malos.
Y así fue el quinto día antes del fin.
Y luego dijo el hombre:
«Reunamos nuestras fortunas, todo en un lugar,
y creemos instrumentos para defendernos:
la radio para controlar el espíritu de los hombres,
el alistamiento para controlar los pasos de los hombres,
los uniformes para dominar las almas de los hombres».
Y así fue.
El mundo quedó dividido en dos bloques.
El hombre vio que tenía que ser así.
Y así fue el cuarto día antes del fin.
Y el hombre dijo:
«Que haya una censura
para distinguir nuestra verdad de la de los demás».
Y así fue.
El hombre creó dos grandes instituciones de censura:
una para ocultar la verdad en el extranjero,
y otra para defenderse de la verdad dentro de casa.
El hombre lo vio y lo encontró normal.
Así fue el tercer día antes del fin.
El hombre dijo:
«Fabriquemos armas que puedan destruir
grandes multitudes,
10 (50)
millares y centenares de millones
a distancia».
Y entonces el hombre creó los submarinos nucleares
que surcan los mares,
y los misiles de fuego que cruzan el firmamento.
El hombre lo vio y se enorgulleció.
Y los bendijo diciéndoles:
«Sed numerosos y grandes sobre la tierra,
llenad las aguas del mar
y los espacios celestes;
multiplicaos».
Así fue el segundo día antes del fin. Por último el hombre dijo:
«Hagamos a Dios a nuestra imagen y semejanza,
que actúe como actuamos nosotros,
y que mate como matamos nosotros».
El hombre creó un Dios a su medida,
y lo bendijo, diciendo:
«Muéstrate a nosotros,
y pon la tierra a nuestros pies:
no te faltará nada,
si haces siempre nuestra propia voluntad».
Y así fue.
El hombre vio todo lo que había hecho
y estaba muy satisfecho de ello.
Así fue el día antes del fin.
Mas, de pronto, se produjo un gran terremoto
en toda la superficie de la tierra,
y el hombre y todo lo que había hecho
dejaron de existir.
Así acabó el hombre con el cielo y con la tierra.
La tierra volvió a ser un mundo vacío y sin orden;
toda la superficie del océano se cubrió de oscuridad,
y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas.
(Dios iba a recomenzarlo todo
otra vez
de la nada,
para que amaneciera
un cielo nuevo
y una tierra nueva).
(De MISSA JOVE, adaptación)
11 (51)
Documento:
LA VOCACIÓN
EN LA BIBLIA
DE un texto de Santiago Guijarro, reproducimos la parte dedicada al
llamamiento de Dios tal como aparece en las páginas del Antiguo Tes-
tamento, en algunos testimonios privilegiados, vivos y cálidos del
misterio que encierra esa tensión de fidelidad para responder a la gracia de
la divina llamada, que eleva y transforma toda la existencia del hombre, cuan-
do Dios le propone un seguimiento radical, en orden a la misión que le confía
según los planes de su Reino.
Abraham
En el pórtico de la historia del pueblo de Israel se
encuentra la vocación de Abraham. En ella se confunden
el individuo y el pueblo, porque Dios promete a Abraham
una descendencia que será su pueblo. La concisión del
relato es elocuente:
«El Señor dijo a Abraham
―Sal de tu tierra nativa
y de la casa de tu padre
a la tierra que te mostraré...
Abraham marchó como lo había dicho el Señor»
(Gen 12, 1-4)
Sin pensarlo mucho, sin poner objeciones, a sus seten-
ta y cinco años, Abraham comienza un éxodo colgado de
la palabra de Dios que le había prometido una nueva
tierra, una descendencia y una bendición (Gen 12, 1-3).
Rompe con su pasado, con los lazos de la tierra y de la
sangre, y se va confiado en lo que le ha dicho el Señor.
Así comienza la historia de una larga amistad. Por su fe,
por la acogida de la llamada de Dios, las generaciones
venideras le concedieron el título de amigo de Dios.
12 (52)
w La locación de Abraham es la primera de una serie
de llamadas que tendrán una importancia capital para
la historia del pueblo. Una experiencia que se repite en
su esquema fundamental: Dios que llama y el hombre
que responde. En el trasfondo de este diálogo está el pue-
blo, la misión, que es la razón última de la llamada. Co-
mo resultado, el cambio en el que es llamado y también
en el pueblo al que es destinado. En el conjunto se tras-
luce la convicción de que se trata de momentos privile-
giados de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
Otros
llamamientos
Los relatos de la vocación de Abraham (Gen 12, 1-4),
de Moisés (Ex 3-4; 6. 2-13; 6, 28-7, 7), Gedeón (Jue 6, 11-
24). Samuel (1 Sam 3, 1-4, ), Isaías (Is 6, 1-13), Jeremías
Jer 1, 1-19) y Ezequiel (E: 1, 1-3, 5) son los más represen-
tativos del Antiguo Testamento, y la base de las reflexio-
nes que siguen acerca de los rasgos característicos de la
llamada de Dios en la Antigua Alianza.
"Mis ojos
han visto
al Señor"
La experiencia personal del encuentro con Dios es la
plataforma y la clave de toda vocación. Sin ese encuentro
de tú a ti no es pensable la llamada. Todo el relato de
la vocación de Isaías se desarrolla en el ámbito de una
experiencia extraordinaria de Dios en su trono, rodeado
de serafines que proclaman su santidad, en una visión ma-
jestuosa y fascinante de la presencia divina:
«El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor
sentado en su trono alto y excelso: la orla de su
manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto
a él... y se gritaban uno a otro diciendo: Santo,
Santo, Santo el Señor de los ejércitos, la tierra está
llena de su gloria; Y temblaban los umbrales de las
puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lle-
no de humo» (19 6, 1-4).
En presencia
del Misterio
Aturdido por la visión, Isaías no puede comprender
pero el canto de los ángeles le hace caer en la cuenta:
está en presencia del Misterio, que es tremendo y distan-
te, y, a la vez, atrayente y abrasador. Para acercarse a
él se necesita una actitud reverente, semejante a la que se
le pide a Moisés:
«No te acerques. Quítate las sandalias de los pies,
pues el sitio que pisas es terreno santo» (Ex 3. 5).
#Pero el encuentro puede suceder también de una for-
ma más sencilla. El mensajero de Dios que se sienta
13 (63)
junto a Gedeón y conversa con él (Jue 6, 11 ss), o la brisa
suave en la que Elías reconoce la presencia del Señor en
el monte Horeb.
Las formas pueden ser distintas, pero la experiencia
es siempre la misma: a la llamada precede el encuentro.
En este encuentro el hombre advierte su pequeñez, se da
cuenta de la distancia inabarcable que existe entre Dios
el hombre, y rompe en un grito de temor sagrado:
«¡Ay, Dios mío, que he visto al ángel del Señor
cara a cara!» (Jue 6, 22).
«¡Ay de mí, estoy perdido! ¡Yo, hombre de labio,
impuros... he visto con mis ojos al Rey y Señor de
los ejércitos!» (19 6, 5).
O en gestos de profunda reverencia que reflejan la
misma experiencia:
«Moisés se tapó la cara temeroso de mirar a
Dios» (Ex 3, 6).
«Al contemplarla caí en tierra» (Ez 1, 28).
La fuerza
de Dios
«Se tapó la cara», «cal rostro en tierra», «¡ay de mí!»
La experiencia de Dios produce un impacto decisivo en
aquel que va a ser o que acaba de ser llamado, y sólo
desde este impacto que cambia la vida es posible com-
prender la vocación. Desde la distancia comprobada
aprende el hombre a no fundamentar en sí mismo la
ponen entre las manos; sólo en Dios es posi-
ble encontrar la fuerza para llevar a cabo la misión:
«Mira, esto ha tocado tus labios, ha desapare-
cido tu culpa, está perdonado tu pecado» (19 6, 7).
La vocación está fundada en este encuentro, es resul-
tado de la crisis que en él se produce y es sellada al final
con la acogida de Dios: «No temas». En este contexto se
escucha la invitación en forma de pregunta:
«A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?» (Is
6,8).
Y la respuesta rendida:
«―Aquí estoy, mándame» (Is 6,8).
En este ámbito, aunque a veces no se diga explícita-
mente, ocurren todas las llamadas de Dios, porque Dios
no puede llamar a quien no está en situación de encon-
trarse con ÉI.
14 (54)
"¡Samuel
Samuel!"
La vocación que ocurre en el encuentro con Dios suele
ser una llamada personal. Una llamada con historia y
nombre propios.
El relato de Jeremías comienza poniendo de manifies-
to una elección personalísima:
«Antes de formarte en el vientre te escogí, antes
de salir del seno materno te consagré» (Jer 1, 5).
Desde antes de ser concebido, y durante toda su historia
personal, Jeremías llevaba el sello de la llamada de Dios.
En el caso de Samuel y Moisés Dios se dirige a ellos
Llamándolos por su nombre: ¡Samuel, Samuel! Ésta era
la forma habitual de dirigirse un padre a su hijo, o un
rey a su súbdito. La respuesta tenía que ser inmediata y
de completa disponibilidad: «Aquí estoy». Esta es tam-
bién la actitud de Moisés (Ex 3, 4) y de Samuel (1 Sam 3,
4-6). El relato de la vocación de Samuel recoge los ras-
gos característicos de la llamada (1 Sam 3, 1-21). Por tres
veces tiene que llamar Dios a Samuel para que pueda es-
cuchar su voz. Samuel era muy joven y «aún no se le
había revelado la palabra del Señor» (1 Sam 3, 7), sin
embargo Dios le escoge para revelarle sus planes y hacer
lo, así, profeta en Israel. Dios llama con toda claridad, pe-
ro a veces existen interferencias que dificultan la escucha.
La llamada de Dios es sorprendente e inesperada.
Ocurre en cualquier momento: a Elías y a Moisés en el
monte, a Isaías y a Samuel en el templo, de noche o de
día. No todos la reconocen, y es necesaria la experiencia
del anciano Eli para disponer al joven Samuel a escu-
charla. La función del intermediario es importante: Eli lo
fue para Samuel, y, luego, Samuel lo fue para Saúl (1
Sam 10, 17-27) y para David (1 Sam 16, 1-13).
Llamada
personal
Esta llamada personal e inesperada produce en el que
es llamado un cambio radical. La experiencia común es
que el elegido es puesto aparte hasta llegar a ser un extra-
ño entre los suyos. A veces esta transformación se significa
por medio del cambio de nombre:
Ya no te llamarás Abram, sino Abraham, porque
te hago padre de una multitud de pueblos (Ge 17, 5).
Para la cultura hebrea el nombre no es sólo un instru-
mento para llamar o designar a las personas, sino el re-
15 (55)
sumen de lo que son. Conocer el nombre de uno equivale
a estar en posesión de lo que es y conocerle en profundi-
dad. Tras la llamada, Dios cambia de nombre a Abraham
le pone uno relacionado con la misión a la que le desti-
na: ser padre de un pueblo numeroso (según la etimología
popular éste es el significado del nombre Abraham). La
transformación que ocurre en el que es llamado tiene que
ver con la misión: Abraham, de anciano y sin hijos a pa-
dre de una multitud; Amós, de pastor a profeta (Am 7,15),
lo mismo que Moisés (Ex 3, 1-2); Gedeón, de labrador ate-
morizado a guía de su pueblo... Todos los que fueron lla-
mados experimentaron en sus vidas una transformación
radical íntimamente relacionada con la misión a que
Dios los habla destinado.
"He visto
la opresión
de mi pueblo"
La llamada está siempre en función de un encargo
concreto, de una misión que hay que llevar a cabo de par-
te de Dios. Por esta razón la clave de toda vocación está
en la misión. Esto significa que la vocación no es una de-
cisión personal, sino la respuesta a una llamada que vie-
ne de fuera de un modo inesperado y que nace de unas
necesidades concretas; no es una experiencia intimista,
sino que está en estrecha relación con el pueblo que es el
destinatario de la misión.
La vocación de Moisés puede ilustrar la importancia
de la misión en el proceso vocacional. En el principio de
su llamada está el amor entrañable que Dios siente por
su pueblo. Él ha visto y oído el clamor de su pueblo opri-
mido y tiranizado por los egipcios. Al contemplar este
espectáculo decide liberar a su pueblo, y encarga a Moi-
sés de esta misión (Ex 3, 7-8). Dios no llama a Moisés y
luego busca una situación para poder enviarle, sino que
contempla una situación concreta y elige a Moisés para
remediarla.
Los futuros sacerdotes han de ser modelados
según la misma pedagogía con que el Señor
quiso atraer y educar a sus discípulos.
Juan Pablo II,
2.12.1983
16 (56)
«El clamor de los israelitas ha llegado a mí, y
he visto como los tiranizaban los egipcios. Y ahora,
anda, que te envío al Faraón para que saques de
Egipto a mi pueblo, a los israelitas». (Ex 3, 10).
El Imperativo
divino
La palabra clave de toda vocación está formulada en
imperativo. Es una puesta en movimiento que se traduce
en palabras o en acción, o en ambas cosas a la vez...
Ante este imperativo de la misión el hombre se siente
abrumado, y surgen enseguida las objeciones, al caer en
la cuenta de la magnitud de una tarea que no puede rea-
lizar con sus propios medios.
Palabras distintas
expresan el mismo sentimiento:
«¿Quién soy yo para acudir al Faraón, o para sa-
car a los israelita, de Egipto?» (Ex 3, 10).
«Yo no tengo facilidad de palabra, ni antes ni
ahora que has hablado a tu siervo; soy torpe de
boca y de lengua». (Ex 4, 10).
Dios insiste, pero Moisés replica de nuevo:
«No, Señor, envía al que tengas que enviar» (Ex
4,13).
Es la misma reacción de Gedeón:
«¿Cómo puedo yo librar a Israel? Precisamente
mi familia es la menor de Manasés, y yo soy el más
pequeño de la casa de mi padre» (Jue 6, 15).
Y también de Jeremías:
«Ay, Señor mío, mira que no sé hablar, que soy
un muchacho». (Jer 1, 6).
La compañía
de Dios
Todos ponen dificultades, y además tienen razón...
Desde su punto de vista tienen razón, pero Dios tiene otro
punto de vista: Él no basa su encargo en las cualidades
humanas, sino en la asistencia que les va a prestar:
«Yo estoy contigo» (Ex 3, 12).
«Yo estaré contigo» (Jue 6, 16).
«No tengas miedo, que yo estoy contigo para li-
brarte». (Jer 1, 8).
Sólo así queda claro que la misión sobrepasa las fuer-
zas del enviado, pero él es capaz de realizarla porque
Señor está a su lado. Su fuerza no está en sus cualidades,
sino en la asistencia de Dios. Los resultados no dependen
17 (57)
de él, sino de la acción divina. El enviado cae en la cuen-
ta de que Dios no le pide cualidades, sino sólo el asenti-
miento para hacer de mediador; a cambio le ofrece su
asistencia continua. Entonces, unido a esta promesa, se
lanza a la misión con la convicción plena de que esta tie-
ne sólo su fundamento en el Señor, que es quien llama y
quien envía.
"Me sedujiste,
Señor"
La llamada de Dios nace del encuentro con y está
destinada a una misión en favor del pueblo, pero además
es necesario que el que reciba dicha llamada responda
positivamente.
Esta respuesta inicial no es, sin embargo, más que el
comienzo de una vida al servicio de la misión, a veces en
áspero contraste con el ambiente. Tras esa primera res-
puesta, alegre y desinteresada, vienen los días de las difi-
cultades. En ellas se aquilata la primera respuesta, el pri-
mer sí, y se da una respuesta más profunda al comprobar
que ni siquiera las dificultades pueden apartar de su mi-
sión al que ha sido llamado. Entonces el elegido comienza
a entender su vida como una seducción irresistible a la
que no puede sustraerse. Y sólo aquí encuentra la pers-
pectiva adecuada para contemplar su vida entregada a la
misión por una llamada de Dios. Así lo expresa Jeremías
con palabras llenas de vigor:
«Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me for-
zaste» (Jer 20, 7).
Con esta confesión comienza la última de una serie de
lamentaciones o quejas del profeta que reflejan su expe-
riencia vocacional (Jer 11, 18-12, 6; 15, 10-21; 17, 14-18; 18,
16-23; 20, 7-18). En otros profetas o enviados se encuen-
tran rastros de tal vivencia, pero sólo en Jeremías tenemos
una expresión tan detallada. Habrá que esperar hasta el
Nuevo Testamento para encontrar en las cartas de Pablo
una experiencia de vocación contada con tanto detalle e
intensidad.
El hombre, cuando se convierte a Dios (aunque lo haya
dejado todo), vuelve a recibir de él el mundo, pero
Dios se lo entrega como un deber y como un servicio.
Taulero
18 (58)
Jeremías experimenta con dolor que Dios le ha puesto
aparte, le ha hecho un extraño entre los suyos:
«No me senté a disfrutar con los que se diver-
tían, forzado por tu mano me senté solitario, porque
me llenaste de tu ira» (Jer 15, 17).
Un ser
distinto
La cercanía del Señor en su vida le ha hecho un ser
distinto, extraño para sus vecinos y paisanos. Ellos le des-
precian y atentan incluso contra su vida (Jer 11, 18-19).
Jeremías se cansa y vuelve sus quejas contra el Señor:
«Te me ha vuelto arroyo engañoso de agua in-
constante» (Jer 15, 18).
Dios le conforta de nuevo y le promete su asistencia:
«Yo estoy contigo para librarte y salvarte (Jer
15, 20).
Comprende entonces Jeremías que sus enemigos no
tienen razón y con el tiempo verán el castigo de Dios (Jer
17, 14-18, 18, 16-23). En este forcejeo continuo está Jere-
mías, viviendo en tensión la llamada del Señor, maldicien-
do a veces el día de su nacimiento (Jer 20, 14-18). Pero
en el fondo siente la urgencia de proclamar la palabra de
Dios que arde dentro de él como fuego, y sabe que tiene
siempre de su parte al Señor:
La palabra del Señor se me volvió escarnio y
burla constantes, y me "No me acordaré más
de Él, no hablará más en su nombre". Pero la sentía
dentro como fuego ardiente encerrado en los hue-
sos; hacía esfuerzos por contenerla, pero no podía»
(Jer 20, 8-9).
Dios está
con los
que llama
Las dificultades no bastan para frenar al enviado, por-
que tiene dentro de si una fuerza que le sobrepasa y que
no puede contener. Es la misma fuerza que impulsaba a
Isaías para que hablara con claridad a Acaz en momen-
tos de crisis (Is 7), y que sostuvo a Moisés cuando el pue-
blo se reveló contra él en el desierto y le hacía sentir el
peso de su misión y exclamar:
*Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo
pues supera mis fuerzas (Num 11, 14).
Esta fuerza es la prueba de que Dios verdaderamente
está con los que llama a su servicio en favor del pueblo,
y es un signo más de que toda vocación ocurre y se vive
en contacto con Dios y como una seducción de amor, es
decir, en el ámbito inacabable del Misterio.
19 (59)
Estado de conversión.
... Y, enseguida, la Cuaresma. No ya para que nos paremos
a pensar que se han de convertir los otros. Y, ni siquiera
solamente para creer que éste es el tiempo en que nos he-
mos de convertir, un poco más, nosotros mismos, cada uno.
La Iglesia, con su Liturgia, no monta cursillos de reciclaje
espiritual, sino que nos invita y conduce en la perenne ce-
lebración del misterio de Cristo.
La Cuaresma es, en realidad, un tiempo santo, que la moda,
para impresionarnos, ha querido calificar de tiempo "fuer-
te". Cierto que es fuerte si la fuerza es la santidad. Pero,
simplemente, la Cuaresma es tiempo santo, como santo lo
es todo, si no lo disociamos de Dios y lo separamos de su
orden. Tiempo santo, con el énfasis de la insistencia que
nos recuerda que esta vida que llevamos, mientras discurre
por el tiempo, debemos entenderla y proseguirla continua-
mente en "estado de conversión".
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 4.3.84
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