Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 214. JUNIO. Año 1984
SUMARIO
EL ESPÍRITU de Dios es el aliento de la vida de la
Iglesia de Jesus, el gran discipulado de los que
creen en él. Y, como la llama transfigura lo que
penetra, así el aliento divino, presente en la obra
de Jesús, va preparando el Reino que se describe en el
Evangelio, para que no se detenga el proceso de purifica-
ción y conversión de la humanidad. Proceso frente al cual
las actitudes de los mismos creyentes han de ser continua-
mente revisadas, para que las esperanzas de los demás
hombres sean iluminadas por la fe de los cristianos.
QUÉDATE CONMIGO
PROFETAS Y MAESTROS
EL CAMINO DE NEWMAN
TENTACIONES DE LA RELIGIÓN
EL «DESARROLLO» LEGÍTIMO EN LA IGLESIA
EL DISCIPULADO
1 (101)
QUÉDATE CONMIGO
Ayúdame a esparcir tu gracia, Señor,
dondequiera que vaya;
inunda mi alma con tu espíritu y tu vida;
penetra todo mi ser y toma posesión de él,
para que mi vida sea en adelante una irradiación tuya.
Quédate en mi corazón, Señor,
en una unión tan intima y estrecha,
que las almas que tengan contacto con la mía,
puedan sentir en mí tu presencia,
y que al mirarme olviden que yo existo
y no piensen sino en Ti.
Quédate conmigo, Jesús.
Así podré convertirme en luz para otros.
Esa luz, oh Jesús, vendrá de ti;
ni uno solo de sus rayos será mío.
Te serviré tan sólo de instrumento
para que tú ilumines a las almas a través de mí.
Déjame alabarte en la forma que te es más agradable,
llevando mi lámpara encendida para disipar las sombras
en el camino de otras almas.
Déjame predicar tu nombre sin palabras;
con mi ejemplo, con la fuerza de atracción,
con la sobrenatural influencia de mis obras,
con la fuerza evidente del amor
que mi corazón siente por Ti.
John Henry card. Newman, C. O.
2 (102)
Profetas
y maestros
LA PRIMERA Iglesia, tal como la describe san Lucas, se formó por gru-
pos de fieles que afianzaban su fe en la oración común y el ayuno,
con la meditación de la Palabra. Constituyeron una comunidad y un
discipulado ―espíritu y verdad para la vida―, en los que se explica y
desarrolla todo el fenómeno del nuevo Israel. Una presencia del espíritu
de Jesús, que se manifiesta en los que creen en él y le imitan, o, como dice
la Didakhé, unos seguidores «sin codicias, ni esperanzas de lucro, sino
dispuestos a imitar la conducta del Señor».
Entre ellos «había profetas y maestros», es decir, que se percibía el
espíritu de Dios y la inteligencia del hombre. De todo ello partía lo demás
―ministerios y carismas― cohesionando la vida y expansionándola hacia
otros hombres, que debían ser, también, evangelizados: era el ser de la
Iglesia naciente y el desarrollo incontenible que se fraguaba en la oración
en común, consistente en la alabanza a Dios y en la búsqueda de la coin-
cidencia convergente con la voluntad divina: saber de Dios y querer lo
que Dios quiera, y vivir la vida como una respuesta a su llamada, ensam-
blando fe y gracia. Así vivía y se gobernaba la primitiva comunidad cris-
tiana (Act 13, 1; 1.8 Cor 12, 28; Ef 4, 11-13).
Todo lo que sigue, no solamente arranca de ahí, sino que se legitima
en la medida que se reproduce a escala histórica. El sentido profético de
la Iglesia ―la atención y fidelidad al espíritu de Dios―, y la aplicación de la
inteligencia para hacerlo concreto en la vida, a medida que se va trans-
mitiendo, serán la constante de la comunidad de comunidades ―Iglesia,
o Pueblo de Dios―, surgida de los discípulos más afectados de Jesús, los
3 (103)
apóstoles. En esta gran comunidad tendrá más importancia su aliento que
su estructura, y por eso la oración, la búsqueda y trato con Dios, será co-
mo el respirar de su sobrenatural organismo. Oración que será precedida
o acompañada del necesario desprendimiento, significado en el ayuno, in
lo cual el corazón se embota, la voluntad desfallece y la conciencia se co-
rrompe. Será, por todo ello, un pueblo de «convertidos», siempre en tronco
de una nueva conversión, lo cual, por una parte relativiza los fallos huma-
nos y lleva a la práctica del perdón y de la misericordia y, por otra, estimu-
la a redimir el tiempo, aprovechándolo al máximo para colmarlo de fideli-
dad a la gracia sin dilaciones ni perezas.
Los maestros serán siempre necesarios, porque, como observa New-
man, «la palabra inspirada ―expresión del espíritu de Dios para la inteli-
gencia del hombre― permanece, de ordinario, como letra muerta, hasta que
no se transmite a través de un espíritu viviente a otro espíritu viviente».
Pero los maestros nunca agotan la riqueza de la inspiración profética,
que irá acompañando a la Iglesia, madre espiritual de la nueva humanidad
y maestra de todos sus hijos. El misterio cristiano se extiende y transmite
―es decir, se hace «tradición»―, y los bienes de la gracia y de la naturaleza
so integran en cada uno de los cristianos y en la entera dimensión social
de la Iglesia, contemporáneamente espiritual y visible. Y tendrá profetas y
maestros, y santos y discípulos. Será tanto más fiel a Cristo, cuanto más la
profecía esté presente en el magisterio, y cuanto más los discípulos sean
más santos.
LAUS
no se publica durante los me-
ses de Julio, Agosto y Sep-
tiembre. Reaparecerá el mes
de Octubre.
Si se ha cambiado de domici-
lio, comuníquelo a
LAUS ― Apartado 182 ― Albacete
4 (104)
EL CAMINO
DE NEWMAN
UN CAMINO hacia la luz, un ca-
mino, en definitiva, hacia la
Iglesia podría decirse que fue
el itinerario del espíritu de New-
man. Él nunca disoció la doctrina,
de la vida misma de la Iglesia; ni
su perfección última, de la contin-
gente terrenalidad. No tuvo decep-
ciones, ni sufrió escándalo alguno,
a pesar de ser lúcida y profunda-
mente crítico ―crítico por amor―
en su camino de fe. «Hay demasia-
dos eclesiásticos, incluso de rango
elevado... que hablan como si ig-
noraran lo que significa un acto de
fe». Y también: «Importa poco lo
que la Iglesia diga, lo que importa
es creer todo lo que ella enseña»...
Estas y otras expresiones que mu-
chos no comprendían, llevados de
la fácil alegría apologético-beatil,
alimentados, todavía, de satisfac-
ciones triunfalistas o fantasías sen-
timentales, le hacían sospechoso
frente a los que pensaban que un
acto de fe es tan fácil como la obe-
diencia externa, material, exhibicio-
nista o aduladora, que dispensa de
pensar.
A pesar de la abundancia y pro-
fundidad de sus escritos, y de su
constante interés por la realidad y
la teología de la Iglesia, no pode-
mos disponer de ninguna obra en la
que sistemáticamente nos diera su
pensamiento organizado en forma
de eclesiología. También es cierto,
como confesaba, que él siempre se
había puesto a escribir para res-
ponder a una situación determina-
da, que le exigía concretar su pro-
nunciamiento intelectual cogiendo
la pluma. Pero todo ello incita más
a la búsqueda de su pensamiento,
en el tesoro de sus obras y, por
otra parte, nos asegura la gran sin-
ceridad, no calculada, que espontá-
neamente se deja llevar, en cada
momento, por la llamada del Espí-
ritu de Dios, al que siempre fue
fiel, pues pudo confesar con absolu-
ta sencillez: «Yo nunca he pecado
contra la luz».
5 (105)
Newman, aunque universitario,
no es una mente que se instala en
un paraíso intelectual, ni va a la
Iglesia para obtener ninguna re-
compensa, ni preparar ninguna
promoción. Busca a Dios desde la
gran desnudez de su sinceridad.
Desde esta sinceridad que aprendió
e hizo suya en lo que él llama "su
primera conversión" ―cuando te-
nía quince años «when I was fifte-
en»―, podemos acercarnos a él y
recoger algunas ideas suyas respec-
to a la Iglesia, a la que llegó cuan-
do, al intentar reanimar el anglica-
nismo, donde había nacido, y en él
buscar a la verdadera Iglesia, des-
cubrió que ésta coincidía con algo
que, en principio hubiera querido
evitar, pero que era inevitable: el
catolicismo. Y se hizo católico.
Entre sus maestros, hubo uno,
en su adolescencia, que dejó huella
especial en su espíritu: la sinceri-
dad con Dios le hizo experimentar
la exigencia de una consagración
personal sin reserva al Dios del
Evangelio, que se muestra en Cris-
to, y piensa que esta consagración
le ha de llevar a gastar su vida en
testimonio de Cristo frente a los
demás. Esto queda en su vida, y
todas sus ideas sobre la Iglesia se-
rán congruentes con la actitud reli-
giosa de este adolescente que, en
germen, implícitamente, lleva en
el alma la noción de la Iglesia de
Cristo. Siempre sentirá gratitud ha-
cia aquel maestro bueno, de nom-
bre Mayer, seguidor convencido de
una corriente más evangélica, den-
tro del anglicanismo.
Después de Ealing, su colegio, a
Oxford y, paralela a su actividad
académica, tiene lugar su ordena-
ción sacerdotal en la Iglesia angli-
cana. Su ministerio destacará en
seguida. Surge el Movimiento de
Oxford, en el que emerge como
principal animador. El origen in-
mediato de este Movimiento está
en lo que, por Newman y sus ami-
gos, se tomó «como una intolera-
ble intromisión del Estado en los
asuntos de la Iglesia», pues el Go-
bierno inglés pretendía poder su-
primir, unilateralmente, algunas
diócesis. Algunos de los que reac-
cionaban contra las medidas del
Gobierno, tendían a llevar el angli-
canismo hacia prácticas y concep-
ciones consonantes con las de la
Iglesia católica contemporánea y
daban, a esa tendencia, un claro
sentido antiprotestante. Newman,
sin embargo, no tenía este espíritu,
más táctico que profundo, y creyó
que el ideal a establecer era, en to-
do caso, el regreso hacia la Iglesia
en su modelo primitivo. Esto es
importante, porque Newman nunca
suscribió actitudes antiprotestan-
tes, lo que trajo consigo que, los
católicos, todavía preocupados por
la Contrarreforma, con frecuencia
le tuvieron como extraño y poco
apreciado, al tiempo que seguía
siéndolo en muchos ambientes an-
6 (106)
glicanos. Newman amó a la Iglesia
católica con heroica y fervorosa fi-
delidad, pero siempre se declaró
agradecido respecto a la Iglesia
anglicana, donde hizo sus primeros
pasos en el camino de la fe.
En realidad Newman, al evitar
actitudes y prejuicios negativos, y
sin pretenderlo, deshacía las razo-
nes que pudieran servir de base
para el protestantismo, sin comba-
tirlo, ni pensar en ello.
Ya desde su predicación protes-
tante, cuando habla de la Iglesia
en sus Sermons la describe y desea
«vuelta a la plena conciencia de sí
misma». Y busca él esta conciencia
de la Iglesia leyendo a los Santos
Padres: en ellos cree recoger esa
«continuidad discontinua» para-
dójica entre el Israel del A. T. y
la Iglesia de Cristo que se forma
progresivamente, por la providen-
cial acción de Dios, que va puri-
ficando al pueblo de la Antigua
Alianza, para reagruparlo, en una
humanidad renovada, en la Nueva.
Newman ve a la Iglesia naciente
que toma conciencia de sí misma
al leer y profundizar en las Escri-
turas, tal como nos muestran los
textos del N.T., en sus relatos post-
pascuales, y como los Padres inter-
pretan, interpretándolas a la luz de
Cristo. Newman ve a la Iglesia que
se mueve en un devenir, sin per-
der su unidad irrompible, pero, a
la vez, sin dejar de morir y rena-
«Lo conocieron en la
fracción del pan». La
«fracción del pan» era el
centro de la comunidad
cristiana. En la comuni-
dad, la presencia del Se-
ñor no significaba ya un
momento súbito, un co-
mo relámpago de reco-
nocimiento, sumamente
convincente, pero que
pasa enseguida. Era una
realidad duradera, crea-
dora de la nueva vida
comunitaria.
Dentro de aquella vida
comunitaria, según fue
madurando y según fue-
ron abriéndose más am-
plias perspectivas, los
discípulos fueron más y
más profundizando en la
comprensión de lo que
había sucedido. No se
trataba simplemente de
que su Maestro perdido
hubiese vuelto a ellos;
Dios mismo vino a ellos
de una manera total-
mente nueva.
C. H. DODD
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cer. El tiempo de la Iglesia es una
realización de las promesas de Dios
y su cumplimiento, pero sigue sien-
do, de nuevo, además, una prepara-
ción y una promesa. Ninguno de
los miembros que la componen ca-
rece de significación, pues todos
tienen un papel providencial que
nunca es simplemente pasivo, de
donde el destino total de la Iglesia
se forma de la conjunción de múl-
tiples destinos individuales. Pero
el Espíritu la lleva, y habrá que
distinguir, en todo momento, entre
«lo que es del Espíritu y lo que
sólo son apariencias», tal como él
había aprendido en su primera ju-
ventud, de aquel buen maestro. Pe-
ro, a pesar de la diversidad de
hombres, y de la mezquindad de
muchos, hay que confiar siempre
en la Providencia, que todo lo con-
duce a buen fin.
Esta visión de Newman resulta-
ba irritante para los cristianos de
optimismo demasiado fácil, tanto
si se vencían por una actitud inte-
grista, como progresista; sobre todo
desmontaba cualquier triunfalismo
eclesiástico, propenso a las eufo-
rias. No obstante, aquella soledad
íntima con Dios, que ya había des-
cubierto en sus años más tiernos en
la escuela de Ealing, le daba una
serenidad que le elevaba por enci-
ma del contraste de la gloria fácil
o del fracaso absurdo, aplicados a
la Iglesia. Newman sufrió mucho,
y precisamente en la Iglesia, y la
Iglesia católica, pero la gloria esta-
ba, para él, siempre oculta en la
cruz ―«per crucem ad lucem»­―,
y menos que a nadie hubiera podi-
do aplicársele el reproche que un
teólogo protestante contemporáneo
(Barth), de que los teólogos católi-
cos quieren substituir la theologia
gloriae por la theologia crucis. Las
penas le purificaron, le unieron
más a Dios, pero no le contagiaron
de pesimismo, y fue siempre joven
de corazón para seguir amando a
la Iglesia.
En nuestra época, en la que el
tema de la promoción del laicado
en la Iglesia está de moda, no po-
dría omitirse una referencia a New-
man, en este campo; pero en otra
ocasión ya hemos tratado este as-
pecto, por lo demás indispensable
entre los principales de la eclesio-
logía newmaniana (conf. «LAUS»,
n" 193).
Pensamos que pueden ser una
Escuchar la Palabra, Aceptarla por medio de la fe, entregarse a
ella en la celebración eucarística del memorial de la Muerte vi-
vificante de Jesús, esto y nada más que esto, realiza la Iglesia. El
que escucha la Palabra, el que cree en ella, el que consiento en
entregar e ella con y en Cristo, pertenece, pues, a la Iglesia.
Louis Bouyer, C. O.
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buena conclusión de este breve
camino acompañando a Newman,
reproducir algunas palabras del
discurso de agradecimiento que
pronunció, en Roma, al recibir el
cardenalato de manos del papa
León XIII.
Entre otras cosas, dijo Newman:
«Nunca me había pasado por la-
mente que yo pudiera ser objeto
de esta elevación, que, dados mis
antecedentes, me parece sorpren-
dente. Yo he pasado por muchas
pruebas, pero todas habían desapa-
recido; las tristezas se habían aca-
bado y yo estaba en paz. Tal vez
debía vivir hasta aquí para gozar
de esta alegría... El papa me ha di-
cho que su gesto era un acto de re-
conocimiento por mi celo y buen
servicio, durante tantos años, a la
causa católica; también ha pensado
que si yo recibía alguna muestra
de su afecto, ello sería causa de
alegría para los católicos ingleses
también para la Inglaterra pro-
testante. Después de palabras tan
benévolas de parte de Su Santidad,
me habría considerado insensible
y falto de corazón, si hubiese du-
dado en aceptar... Lo que puedo
asegurar, con todo lo que he es-
crito es esto: he tenido intención
honesta, no he buscado nada per-
sonal, he querido obedecer siem-
pre, he querido ser justo y respe-
tuoso, me ha dado miedo el error,
y he deseado servir a la Santa Igle-
sia...»
Tentaciones de la religión
• Tentación de hipocresía:
practicar una religión
para prestigiarse con
ello y mantener buena
reputación frente a los
hombres (Mt 6, 5).
• Tentación de formalis-
mo: repetir oraciones, co-
mo si del mucho hablar
viniera el ser escuchado
(Mt 6, 7).
• Tentación de evasión: no
son los que dicen Señor,
Señor, quienes
quienes entren
en el reino de los cielos,
sino los hacedores de la
voluntad del Padre ce-
lestial (Mt 7, 21).
• Tentación de falsa sacra-
lización: no en un lugar o
en otro hay que adorar a
Dios, sino en espíritu y
en verdad (Jn 4, 21-23).
• Tentación de ritualismo:
el sábado es para el hom-
bre, y no el hombre para
el sábado (
Mc 2, 27).
• Tentación de colocar el
amor a Dios en rivalidad
con el amor a los hom-
bres: «lo que hicisteis al
más pequeño, a mí me lo
hicisteis; y todo lo que no
le hicisteis, a mí no me lo
hicisteis» (Mt 25, 40 y 45).
Bernard Besret
9 (109)
El «desarrollo» legítimo
en la Iglesia
LA VIDA es realidad en movimiento, un proceso y, por ello,
no resulta difícil aplicar el concepto de "desarrollo" inclu-
so a las doctrinas. Cuando se trata de la teología, en nues-
tra época resulta un hecho innegable que se ha supe-
rado el que podríamos llamar "fijismo" postridentino. Se pue-
de —se debe― admitir el "desarrollo", aunque permanece el
problema de su legitimidad. Si ésta no puede establecerse, será
que las apariencias de desarrollo no pasan de meras degene-
raciones, o de corrupciones, camino del error y la herejía.
Newman, en su Essay on the Development of Christian Doc-
trine (1845), da las notas que, según él, distinguen el desarrollo
auténtico, del espúreo o erróneo.
La primera de estas notas, puede decirse que tiene más que
ver con la Iglesia en sí misma, que con sólo los aspectos doc-
trinales que sustenta y, por ello, se puede decir que es una no-
ta que contiene, en sí misma, las restantes. Consiste en que ha
de conservar el tipo primitivo a través de todos sus desarro-
llos. «La Iglesia del Nuevo Testamento y de los Padres es una
Iglesia una, consciente a la vez de su unidad y de su unicidad,
como de su aptitud para hablar con autoridad en el nombre de
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Aquel que la envió. Y sólo la Iglesia católica presenta, en el día
de hoy, este carácter fundamental».
La segunda nota consiste en que conserva los principios:
las grandes afirmaciones neotestamentarias: sobre la encarna-
ción, la resurrección, la justicia de Dios, los sacramentos, la
aceptación de la autoridad y del ministerio apostólico como
procedentes del mismo Cristo, que son la base del catolicismo
actual como lo era en la Iglesia primera.
La tercera nota la describe como «el poder de asimilación»,
Por el que sigue siendo capaz de afrontar el mundo sin mez-
clarse con él: a través de la historia la Iglesia ha sabido valerse
de las filosofías humanas y ha estado en medio de ambientes
culturales diversos, transfigurando estas realidades temporales
por el espíritu cristiano y encontrando, a través de ellas, mo-
dos para expresar las verdades de la fe que ella anunciaba.
La cuarta nota se ha manifestado en que, a pesar de que no
siempre se han podido prever cuáles iban a ser las formas del
desarrollo, una vez se presentan, siempre se consigue estable-
cer una dependencia lógica entre la formulación nueva y las
anteriores.
11 (111)
En quinto lugar, estos desarrollos, aunque a primera vista
pueden parecer sorprendentes, siempre permiten descubrir el
precedente de sus huellas en las primeras generaciones cris-
tianas, a pesar de que en estas no se hubiese alcanzado una
formulación tan clara y precisa como la lograda en épocas
posteriores. Newman pone ejemplos como el de la divinidad
de Cristo, definida en Nicea, o la del primado del Obispo de
Roma, en san León, del siglo V.
Otra nota consiste en que, las últimas formulaciones no
anulan ni destruyen las legítimas afirmaciones anteriores, sino
que las aclaran y las robustecen, pues eran un presupuesto del
que se asegura y garantiza, con el desarrollo, su permanencia.
Por último, en séptimo lugar, se puede ver cómo la vitali-
dad del desarrollo auténtico, se nutre de las mismas dificulta-
des que encuentra, para superarlas, a pesar de las fluctuaciones
episódicas, que no logran agotar aquella vitalidad. Todo lo con-
trario ocurre con las derivaciones desarrollistas heréticas.
Pero Newman, cuando hace esta enumeración, no preten-
de ofrecer una fórmula automática para que produzca el acto
de fe en el que leyere. En otro libro suyo, Grammar of As-
sent (1870), se refiere a las que llama «probabilidades conver-
gentes», como estímulo lógico para favorecer el acto de fe, y a
ellas pueden asimilarse las siete notas enumeradas, para que,
bajo el influjo de la gracia ―pues la fe siempre comienza sien-
do un don del Espíritu divino―, la libertad del hombre se abra
a la adhesión agradecida de la iluminación de Dios. Porque, en
definitiva, «todo es gracia», y Dios la da a todos, aunque sin ha-
cer violencia a la voluntad receptiva de nadie. Dios respeta la
libertad que él mismo ha dado al hombre, para que, además de
ser aceptado por la inteligencia, le pueda y quiera amar de co-
razón. Sin este don soberano —la libertad―, o sin poder usar-
lo, seríamos incapaces de amar, seríamos seres absurdos.
12 (112)
EL DISCIPULADO
ES FRECUENTE, en nuestros días, referirse a la Iglesia y manejar la
oposición "dictadura" (o monarquía) y "democracia", acusándola de
anti o poco democrática; igualmente sería erróneo identificarla, en su
aspecto institucional, con las monarquías, ni siquiera constitucionales. Veinte
siglos de existencia han podido dar pie a comparaciones y a mimetismos par-
ciales con las diversas formas de organización de la sociedad humana con las
que se ha rozado o convivido, y así inducir a visiones falseadas de su verda-
dera naturaleza institucional, que no puede desligarse nunca de lo que ella
es como misterio («cuerpo místico de Cristo») y como «pueblo de Dios», tal
como el Vaticano II ha querido subrayar.
Es claro que los que la acusan suelen ver en ella más bien una "organi-
zación" parecida a las simplemente terrenas, que un organismo" animado
sobrenaturalmente. Tampoco la consideran como «el Israel de Dios», sino
como una sociedad internacional, que se llama religiosa, pero que es proclive
a degenerar en lo ambiguo. Para corregir esta visión bastaría, o ayudaría
por lo menos, volver a pensar en cómo surgió, desde sus mismas apariencias
humanas, el fenómeno de la Iglesia, y cómo, al correr de los siglos, se han
ido produciendo los efluvios restauradores y de desarrollo de su propia vita-
lidad. No han faltado teólogos (Rahner, Congar, Sehillebeeckx...) que, siquie-
ra de pasada, se han referido al discipulado, en función de la Iglesia, pero no
llegaron a profundizar en su concepto como elemento material, en la Iglesia
naciente y en su desarrollo y momentos históricos cruciales. Nosotros, aquí,
únicamente podemos atrevernos a hacer algunas reflexiones, tomando por
tema el del "discipulado", que nos eviten exageraciones impertinentes, en
cualquiera de los dos sentidos de la oposición apuntada.
Primeros
discípulos
Todo comenzó aquella tarde, próxima a la primavera, a
orillas del Jordán, cuando Jesus tuvo sus dos primeros
«discípulos». Lo refiere san Juan casi al principio de su
evangelio; seguramente fue la primera vez que Jesus oyó
que le llamaban Maestros. Para el evangelista debió ser
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un momento memorable, por el modo como vemos que lo
explica (1, 31-42). Luego fueron el hermano de cada uno
de los dos y, enseguida, otros más. Cuando el Señor estre-
na ministerio en Caná de Galilea, ya le acompañan «sus
discípulos». Es como una fiesta de las almas sobre los
caminos, con un gozo nuevo hacia adentro, por el amigo
hallado ―"¡Hemos encontrado al Mesías!»―. Jesús respon-
día a unas esperanzas, a la par que las excitaba, conte-
niendo el misterio dosificado, para que fueran entendiendo
poco a poco, según iba creciendo el trato, que inevitable-
mente ponía en evidencia, junto al fervor de jóvenes, pre-
cipitaciones ingenuas, rudezas intempestivas, pequeñas
envidias, ideas todavía elementales y demasiado terrenas,
pero que ―a excepción de Judas― no impedían que crecie-
ra el amor al Maestro, al que ya sería imposible dejar de
querer siempre... aunque, finalmente, hubiese fracasado o
no hubiese sido Dios, y no hubiese resucitado.
Levadura
de Iglesia
Éste era el elemento primario humano con que Cristo
contó para que naciera la Iglesia: «sus discípulos». Vemos
que éstos eran respetados por la gente sencilla, y que ellos
respetaban y amaban a su Maestro. Sobre este discipula-
do Cristo fundamenta su Iglesia y luego la Iglesia se des-
arrolla, sucesivamente, en discípulos de discípulos, que
comienzan llamándose, entre sí, «hermanos». Podríamos
concebir a la Iglesia como un discipulado progresivo y
desarrollado, a partir de Cristo y los apóstoles. Aparece-
rán, a lo largo de su historia, formas estructurales con
valor de instrumento, pero que tendrán que ser continua-
mente revisadas para que no sofoquen su característica
original, a la que han de servir. Y esa revisión tendrá que
llevarse a cabo no sólo por los que sirvan a la Iglesia en
puestos de autoridad, sino por cada uno de los fieles, por-
que se equivocarían si la entendieran como otra cosa que
un discipulado de Cristo.
Discipulado
de Jesucristo
Pero, ¿qué es un discípulo?
Los sabios y los artistas, en Grecia y en otras partes,
habían tenido discípulos; también en Israel, en el A.T., los
profetas tuvieron discípulos; pero en el caso de Jesucristo,
el discipulado tiene características diferentes: la principal
consiste en que no es el discípulo el que elige al maestro
(como ocurría en otras partes), sino que la primera elec-
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ción ―no simplemente aceptación, tras la demanda― es
de Jesús, y no de quien se propone seguirle; otro aspecto
importante que no ocurría en tal intensidad ni con los
Talmudim y un Rabbí del A. T.), es la radicalidad de la
exigencia de Jesús, que era total, sin límites (Lc 9, 59-62:
Mi 10, 37). Pero la realidad de estos rasgos no convertía
en servilismo la dependencia de Jesus: tanto el trato que
el dispensa a los suyos, como el que les recomienda entre
ellos, se traducen en una luminosa y serena cohesión y
disponibilidad pronta y amorosa.
La adhesión
personal
inquebrantable
Los discípulos no son
simples partidarios y seguidores de Jesús, o socios que co-
laboran con él y le ayudan. Ni se trata solamente de una
mera convergencia mental, por la que vean en Jesús la
respuesta de las esperanzas señaladas por los profetas,
finalmente atendidas por haber llegado a la plenitud de
los tiempos: todo esto entra en la adhesión al Maestro, pe-
ro no porque estas ideas les llevan a Jesús, sino porque
Jesús les lleva a estas concepciones, mientras se las com-
pleta y reforma, para que no se pierdan en derivaciones
tangenciales temporales y políticas, aun legítimas, como
el mismo nacionalismo sofocado por los sucesivos opreso-
res de Israel. No es desde las ideas que alcanzan a Cristo,
sino que es desde Cristo descubren y re-descubren y
purifican sus mentes, bajo el influjo de la compañía y de-
pendencia del magisterio que, poco a poco, entre clarida-
des dolores, hasta el final terrible de la pasión y muerte
del Señor, y la inmensa alegría de recobrarle resucitado,
para ser vida nueva en ellos y, por el crecimiento de la
Iglesia, en todos los hombres.
Requisitos
comunes
Hasta Jesucristo, ser discípulos de un maestro era el
resultado de estos tres requisitos: 1) elegir a un maestro,
2) tener decidida voluntad de seguirlo y aprender de él, y
3) poseer capacidad de asimilación en orden al mensaje,
disciplina, verdad o arte a recibir. Todo lo cual continua
siendo válido en el orden humano general, pero no es
suficiente cuando se trata del Evangelio, del discipulado
cristiano.
Cristo
elige
En primer lugar, la elección parte de Cristo, que llama
no para satisfacer, en el llamado, una curiosidad antece-
dente, sino para hacerle participar en una verdad de vida:
la fe  siempre es iluminación y, al mismo tiempo, llamada
15 (115)
para la vida. En segundo lugar, eso llamada espera ser
correspondida, con libertad y sin cálculos que ofendan la
gratuidad del llamamiento, es decir, que ha de ser corres-
pondida con espíritu concorde con el sentido de su origen:
gracia o don de parte de Cristo, y generosidad en la res-
puesta del discípulo. Por último, en todos los discípulos,
además de la elección y de la voluntad, se precisa la capa-
cidad: esa capacidad también entra en el orden gratuito
de Dios, no en el sentido de que rebaje la correspondencia
humana y la dispense, sino en el de robustecerla para ha-
cerla más receptiva. El error y la mezquindad pueden no
dejar entenderlo así, y entonces, en diversa medida, se
detiene o frustra la virtualidad del primer llamamiento,
al ser mal correspondido.
Apóstoles
Entre los discípulos de Jesús, serán elegidos doce (Mc
3, 13-19), que constituirán un grupo más restringido, que
él instruirá de modo particular. Serán los que habían
estado siempre con él, desde el inicio de su vida pública
hasta su muerte en la cruz; los que habían oído sus ense-
ñanzas al pueblo y visto los milagros; testimonios oculares
de su pasión y muerte y de su resurrección, de modo que
garantizarán la continuidad entre Jesús resucitado y el
Jesús histórico. Y este testimonio será la base en que se
apoyará la fe de la Iglesia, como vemos en las primeras
predicaciones de Pedro, en el libro de los Hechos (1, 21...).
Cuando san Pablo acuña la expresión «cuerpo místico de
Cristo» para aplicarla a la Iglesia, piensa en Jesús resu-
citado, entrando en la historia ―y superándola― de la
entera humanidad: un misterio que Dios guardaba para
proclamarlo y dinamizarlo a través de la encarnación,
que es historia de Dios en la historia de los hombres.
Impulso
del Espíritu
El impulso pentecostal centrifuga a estos discípulos en
plenitud, o apóstoles, no para provocar una dispersión,
sino para multiplicar un discipulado, que no podía per-
manecer cerrado en sí mismo: «Como el Padre me ha en-
viado a mí, así yo os envío... Id a todos los pueblos...»
(conf. el sermón de la Cena, en el ev. de s. Juan, y la mi-
sión de los apóstoles al final de s. Mateo y de s. Marcos).
Los recursos
estructurales
Los apóstoles y, en general, todos los seguidores de Jesús,
no sólo han de hacer lo que él dijo, sino que han de hacer-
lo como si él lo hiciera. En el s. II. Tertuliano proclamará
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que no es posible ser cristiano sin ser a la vez apóstol. Lue-
go tendrán formas organizativas o recursos estructurales
que la Iglesia deberá utilizar como instrumento de su mi-
sión, pero que nunca podrán relegar el primer aliento y
el estilo y forma de la primera Iglesia, sin peligro de fal-
sear la voluntad de Cristo. No solamente se le presentarán
a la Iglesia las tentaciones de ceder a ser manipulada
por los políticos, sino la de adoptar maneras y estilos co-
mo los suyos. Y la Iglesia tendrá que defender su singula-
ridad, porque «no es un reino como los de este mundo».
Dos tentaciones
Tentados por la eficacia inmediata (por lo menos aparen-
te) no faltarán los que quisieran acentuar en ella el ver-
ticalismo de una autoridad monárquica, parecida a los
absolutismos seculares; en sentido contrario, estarán las
corrientes progresivas que, entusiasmadas por los sistemas
políticos democráticos modernos, quisieran que la Iglesia
los adoptase en su modo organizado de proceder, como
sociedad de creyentes.
Dictadura
A unos y otros habría que decir que la Iglesia no es
una dictadura, ni tampoco una democracia. En cuanto
a lo primero baste recordar que la autoridad tiene con-
cepto de servicio y que nunca puede substituir legítima-
mente la conciencia de cada cristiano. No importa que,
con la invocación de «la propia conciencia», se hayan
podido consumar desobediencias, o pretender justificar
posiciones inspiradas por la soberbia, el desprecio o la ig-
norancia.
Democracia
Por lo que respecta a la democracia, y dado que es un
concepto que merece tanta simpatía en nuestra época, has-
ta el punto que aun los autoritarios quieren apellidarse de
demócratas, conviene aclarar algunas cosas, respecto a su
mismo concepto. En primer lugar, las democracias políti-
cas actuales tienen poco más que el solo nombre con el
origen en que se inspiraron, es decir, el modelo griego, hoy
inaplicable en la sociedad civil. Ya no es posible la pre-
sencia física de un "demos", para demostrar su conformi-
dad o disconformidad en la discusión asamblearia. Ya no
es posible el ejercicio directo del poder, sino su delegación;
ni puede basarse en la participación, sino en la representa-
ción; ni en el autogobierno, sino en un sistema de limita-
ción y control del gobierno. Hoy, lo que se llama democra-
17 (117)
cia, es más bien una poliarquía. Y, ni aun así, sería apli-
cable a la Iglesia. O, si se hiciera, sería externamente un
tipo de "asamblea" muy distinto de la Iglesia, en la pureza
de sus orígenes, por más que se subraye la instrumentali-
dad del añadido.
La Iglesia
surge
del discipulado
La Iglesia como sociedad, surge materialmente de la
pluralidad fraternal formada por los discípulos de Cristo.
La forma y el alma no se la pueden dar los hombres ni
los sistemas humanos, aunque, desde fuera, los hombres la
juzguen y aventuren hipótesis y reducciones mundanas,
siguiendo más o menos las modas de cada época.
La Iglesia es un gran discipulado de generaciones, no
sólo porque todos tenemos un «único Maestro, Cristo»,
sino porque, sucesivamente, han habido constelaciones
discipulares, derivadas de los mismos primeros discípulos
en plenitud, o apóstoles, que a su vez, «han repetido a
Cristo» en sus vidas y han ayudado a otros a ser fieles a
su vocación cristiana. La Iglesia ha concedido siempre
espacios de libertad para que proliferaran esos discipula-
dos que, ya en los primeros tiempos, se llamaron «de vida
apostólica» porque con este nombre se referían a la inte-
gridad del seguimiento evangélico de Cristo.
Cualquier crecimiento y perfeccionamiento de la Igle-
sia, no le vendrá tanto de lo que como organización hu-
mana alcance, como de ser un organismo fraternal centra-
Después de la muerte, los hombres que verdade-
ramente han influido en los demás, no en sólo
en los escritos que han dejado, o en la narración
histórica que se ha hecho de sus vidas, sino to-
davía más en aquel "recuerdo no escrito" perpe-
tuado por una escuela de discípulos emparenta-
dos moralmente con ellos.
John Henry card. Newman, C. O.
18 (118)
do en Cristo, y servirá de aglutinante para ese desarrollo,
cada cristiano que viva la vida de Cristo y se esfuerce en
transmitir a Cristo, como vida, a los demás.
Maestros
y discípulos
No se trata de buscar líderes, pero si hemos tenido
algún maestro en nuestro camino hacia Dios, sepámoslo
agradecer porque lo que Cristo, verdadero Maestro de to-
dos, ha de enseñarnos, no sólo está en el Evangelio, sino
en la vida de la Iglesia, y de los hombres y mujeres de la
Iglesia que más se han afectado al acercársele. Algunos
han tenido la suerte de tener por maestros a verdaderos
santos: otros solamente a cristianos convencidos y fervo-
rosos, desde cuya sinceridad profunda, nos han dirigido
en los primeros pasos hacia Dios. No es imaginable un
cristiano cabal y aislado, un solitario caminante hacia
Dios... Si un día nos pareciera estar en tal situación,
convendría que rogáramos intensamente para que, en la
orilla de algún Jordán, encontráramos a alguien que nos
llevara a Cristo. Si llevamos buena intención en nuestra
búsqueda de Dios, todos encontraremos nuestro lugar,
nuestro círculo discipular. Si nos bastara seguir con el
nombre de cristianos, cómodos en la somnolencia de nues-
tro egoísmo parapetado en la instalación decorosa que
nos hemos puesto o hemos encontrado en la Iglesia, que
sean los demás a rezar por nosotros, porque tenemos ne-
cesidad de conversión y de ir buscando al Maestro.
Renovar
a la Iglesia
La Iglesia nació de los discípulos y, a través de su his-
toria, cada movimiento renovador, cada desarrollo de su
vida, ha surgido y ha contado con núcleos de espirituali-
dad y de apostolado en los que se aglutinaban un puñado
de discípulos alrededor de un maestro que les recordaría
a Cristo, el que lo es de todos, siempre. Y, en estos disci-
pulados, las leyes, las estructuras meramente humanas,
han sido siempre un accidente: lo substancial ha sido la
fe, la fidelidad, la perseverancia, el amor fraterno, ilumi-
nado y fecundante, que ha podido multiplicar el fruto,
para luego pasar a generaciones venideras el acervo reci-
bido con agradecimiento y transmitido con generosidad.
Así los primeros apóstoles, y los santos y los verdaderos
padres en el espíritu: Benito, Agustin, Francisco, Ignacio,
Teresa, Felipe, Newman...
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IGLESIA DEL ORATORIO
Martes, día 10 de julio, a las 8,30 de la tarde
CONCIERTO
por la
SOCIEDAD CORAL RECREATIVA
«LO LLOBREGAT DE LES FLORS»
PROGRAMA
Ave Maria (T. L. Victoria)
O magnum mysterium (T. L. Victoria)
Popule meus (T. L. Victoria)
Ige-Hercuvimy (liturgia rusa) (Dimitri Bortnlansky)
Vychnih Bogou (eslava) (Strokine)
Panis angelicus (S. Ribas)
Nobody (espiritual negro) (Itch Taisuo)
Amen (Emil Cossetto)
Ay, linda amiga (Anónimo (s. XVI))
Vals (Anónimo)
Eres alta y delgada (Angel Borja)
El baile (E. M. Torner)
Dins la barqueta (A. Ferran Badal)
En el vell Kentuky (S. C. Foster)
L'hereu Riera (J. Cumellas)
L'Empordá (E. Morera)
LAUS
Director: Ramón Mar Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - Albacete D.L. AB 108/62 - 3. 6. 84
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