Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 216. NOVIEMBRE. Año 1984
SUMARIO
OTOÑO cierra el ciclo del trabajo sobre la tierra,
cuando el hombre acaba de recoger los frutos con-
seguidos y se dispone a sembrar de nuevo, con re-
novada esperanza. También la Iglesia medita y
guarda en su corazón el fruto de la siembra de la fe en
sus hijos, los santos. Y canta alabando a Dios mientras
espera nuevas cosechas para el espíritu, en las que segui-
rá glorificando a Dios cuando premie los propios dones
que él reparte convertidos en gracia, semilla de gloria.
GLOSA
LA GLORIA DEL AMOR
LA MISA EN LATÍN
IMAGEN
EL TELÉFONO
SANTOS
¡VUELVE, SANTA CECILIA!
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GLOSA
Mal maestro quien,
en asignatura de autoridad,
no es discípulo de los combatientes.
Mal maestro quien,
en asignatura de fantasía,
no es discípulo de los poetas.
Mal maestro quien,
en asignatura de laboriosidad,
no es discípulo de los artesanos.
Mal maestro quien,
en asignatura de bondad,
no es discípulo de su madre.
Mal maestro quien,
en asignatura de alegría,
no es discípulo de su discípulo.
Eugenio D'Ors,
NUEVO GLOSARIO, III
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La gloria
del amor
LA SANTIDAD es la gloria del amor más alto, del amor a Dios, de Dios
mismo como amor. Los humanos llamamos «amor» a la medida colma-
da de darnos a otro ser personal; llamamos «amor» al entusiasmo por
lo bueno, una vez descubierto y reconocido; llamamos «amor» a lo que
nos hace buenos y con lo que hacemos buenos y verdadero bien a los de-
más; sobre todo llamamos «amor» al darnos con la vida y con la muerte, a
lo que creemos que vale más que la vida y que no puede borrarse con la
muerte.
Entendida auténticamente, dándole un sentido radical, casi nos da ver-
güenza pronunciar esa palabra —«amor»—, sencilla y desnuda, no sólo para
decírnosla entre seres humanos, sino, y sobre todo, para referirla a la elec-
ción, a la dedicación y a la fidelidad para con Dios, surgida de una libre
exigencia profundamente sentida y consentida, como modo único de res-
ponderle y corresponderle, mientras se hace evidente que hay que llenarla
con toda la vida y mirarle a él, contemplándole con la misma verdad con
que él nos mira. Es decir, verle a él y vernos desde él, con absoluta sinceri-
dad, pues solamente así se le puede amar más allá del uso vano de la sola
palabra.
Es posible vestir de dulzura las palabras humanas construyendo, al mis-
mo tiempo, nuestros propios dioses privados, nuestras idolatrías con que
disimular las esclavitudes elegidas; pero ninguna de estas ficciones o apa-
riencias es compatible con el verdadero amor ni a Dios ni a los hombres.
No serían amor por más untuosidad, atención externa o sentimentalismo
que lo envolviera todo. El amor «es fuerte», nos recordaría la Biblia, y tal
vez sea la única fuerza, como afirma Dante. Y hay que comenzar creyendo
que es posible y que estamos llamados a él, a partir de una sincera purifi-
cación interna, de mente y de planteamientos, para que nada impida su
existencia y su crecimiento, mientras la vida nos dura. Que para esto se
nos ha dado la vida.
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Si miramos solo con ojos glotones, o con actitud de aprovechador, con
astucia de oportunista dispuesto a la caza de su mejor instalación, nunca
sabremos ni podremos amar, aunque invoquemos a Dios o nos adhiramos a
61 formalmente. Mirarle desde fuera seria pretender utilizarle, y no amarle.
Es preciso abrir los ojos a la presencia de su bondad envolvente, manifes-
tada, con infinita ternura, en el orden y belleza del mundo, del mismo ser
del hombre y del corazón de los más sencillos.
Los cristianos «creemos en el amor», porque nos lo ha mostrado Jesu-
cristo con su vida y con su muerte. Él es la gran Palabra de Dios al mundo,
ante el que se hizo humilde y reverente con profunda libertad miel, para
que entendiéramos «con qué libertad nos hizo libres» para ser también
nosotros, hijos de Dios, «que es amor». Y son santos los que haciendo
memoria de la vida y de las palabras de Jesucristo, han creído que se pue-
de vivir de amor y llenar la vida con 61. Ellos han superado el pudor de
nuestra mezquindad humana y han intentado seguirle e imitarle, haciendo
Iglesia, como testigos suyos.
También desde ellos hemos de mirarnos a nosotros mismos, con la sin-
ceridad que nos compromete el testimonio que nos han dejado. Ellos *han
combatido el buen combate", se han enamorado de lo mejor, han trabajado
con esfuerzo y no han quebrado su bondad ni perdido su alegría, y por eso
han vestido de belleza toda su vida y su misma muerte. Han sabido vivir de
amor a Dios, con libertad de hijos suyos, porque no han medido la genero-
sidad, ni calculado las recompensas. Y han muerto de este mismo amor,
como testigos de sus dones, cuando, como la fruta madura cae del árbol, se
desprendieron de las ramas de la vida temporal, con el corazón enrique-
cido de Dios, porque ya sus latidos no cabían en las medidas del tiempo.
Puede decirse que, lo que llamamos su muerte, no fue más que el remedio
de aquella «dolencia de amor que no se cura, sino con la presencia y la fi-
gura» de Dios mismo, alcanzado como verdad, vida y gozo sublime, después
de haber creído en el amor y haberlo vivido intensamente en este mundo.
Y, a la par que desaparecen de nosotros, nos dejan «el buen olor de Cristo»
al quebrarse el alabastro donde guardaban su perfume. Nos dejan el ejem-
plo que nos compromete, para vivir mejor esta vida y para prepararnos
una santa muerte, el encuentro definitivo con Dios.
Es la Eucaristía la que construye la Iglesia, y el Concilio Vaticano II ha
repetido con insistencia que la liturgia es la cumbre de la acción de la
Iglesia y la fuente de donde fluye su fuerza (SC 10). En principio era el
amor el que unía a las comunidades en torno al sacerdote, con la parti-
cipación activa de los bautizados.— JUAN PABLO II (1.8.84)
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LA MISA EN LATÍN,
Excepciones a la última reforma litúrgica
EL PASADO 16 de octubre, sexto
aniversario de la elección al
sumo pontificado de nuestro
actual papa, Juan-Pablo II, se hizo
pública una carta que la Congrega-
ción para el Culto Divino ha man-
dado a todas las conferencias epis-
copales del mundo, en la que se da
permiso a los obispos para que dis-
pensen a los sacerdotes y grupos
de fieles que lo soliciten, de la obli-
gación de utilizar en la celebración
de la Eucaristía, el Misal reformado
por el Concilio Vaticano II, publi-
cado por Pablo VI, y puedan utili-
zar el que estaba en vigencia en la
Iglesia latina, antes de la reforma
conciliar.
Esa es la noticia que transmitie-
ron las agencias de información y
que, un poco, ha alarmado a los
amantes y estudiosos de la Sagrada
Liturgia, y que ha dado, dentro y
fuera de la Iglesia, ocasión a co-
mentarios muy diversos. Algunos
han querido ver un retroceso, o
casi una desautorización, por lo
menos parcial, del impulso reno-
vador iniciado en la Iglesia a par-
tir de Juan XXIII, que fue quien
convocó aquel Concilio; otros, una
estrategia para atraer al obispo Le-
febvre y sus adeptos, situados en
abierta rebelión contra la Iglesia, a
la que acusan de haberse desviado
de la recta doctrina a causa del
Concilio. Pero no puede ser cierto
o exacto ni lo uno ni lo otro.
En primer lugar, no se trata de un
retroceso disciplinar, sino de una
concesión que ha de entenderse
en sentido totalmente restrictivo,
sobre todo cuando, según parece,
se ha producido después de que
había sido desaconsejada por la
mayoría de obispos de todo el
mundo. Esta mayoría episcopal no
impide que, en determinados sec-
tores eclesiales, se dé, todavía, la
pervivencia de minorías fuerte-
mente conservadoras, ritualistas y
más o menos escrupulosas, a las que
la nostalgia por el antiguo misal les
ha impedido estudiar y compren-
5 (145)
der el sentido de la imparable re-
novación litúrgica, anterior al mis-
mo Concilio y temida, por ignoran-
cia, desde entonces. No hay duda
de que, los sectores realmente bien
intencionados, acabarán por enten-
der, tarde o temprano, y aceptar sin
restricciones el verdadero sentido
de aquella renovación porque es
evidente la excelencia del nuevo
misal si se le compara con el lla-
mado de san Pío V, ya tantas veces
necesitado de reformas y enmien-
das, antes de este mismo Concilio
Vaticano II. El Papa ha querido te-
ner misericordia con los nostálgi-
cos que murmuraban y escamotea-
ban, incurriendo en pequeñas des-
obediencias al Concilio, so pretexto
de piedad e integridad, repitiendo
los errores prácticos de las desvia-
ciones del tradicionalismo. El Pa-
pa, bondadosamente, les ha librado
de la desobediencia.
En cuanto al caso del obispo Lefe-
bvre, no parece que le deba influir
en nada, porque él no está dispues-
to a aceptar la condición de reco-
nocer la validez disciplinaria y
dogmática de la reforma empren-
dida por el Vaticano II, y esa con-
dición es necesaria para obtener
lícitamente la dispensa de que se
trata. Nombrar a este obispo fran-
camente disidente, que ha dado los
mayores disgustos a la Iglesia con-
temporánea, afligiendo hasta la
muerte al inteligente papa Montini,
que más no pudo hacer, lícitamen-
te, para facilitarle la reconciliación,
sería usar a Lefebvre como pretexto
para dar apariencia de razón a esos
motivos de misericordia para li-
brar del complejo de culpa, a los
morosos, reticentes integristas con-
temporáneos, tentados de sectaris-
mo involutivo. Ni tampoco puede
ser pretexto la vuelta al latín, por-
que nada se oponía a que, tam-
bién en latín, se pudieran recitar
las fórmulas del misal salido de la
reforma conciliar, pues el Concilio,
al mismo tiempo que introducía
las lenguas vernáculas en la litur-
gia, también recomendaba el uso
del latín en las nuevas fórmulas,
lo mismo que hacía con el canto
gregoriano, que proclamaba «pro-
pio de la Iglesia».
Nada teman los que deseen para
la Iglesia la tersura «sin arrugas
—como diría san Pablo— de una
juventud prometedora y creciente,
renovándose incesantemente, —co-
mo auspiciaba Newman—. Estamos
en el siglo en que se inició el gran
movimiento renovador de la litur-
gia católica, que fue la señal de
ulteriores y más generales esfuer-
zos renovadores, y en ellos esta-
mos, entre esperanzas y dolores,
seguros de la compañía del Señor
y entreviendo «en los signos de los
tiempos», un fruto mejor para ella
y para todos sus hijos, según el
anuncio con que Juan XXIII inicia-
ba la andadura conciliar, todavía
no concluida.
6 (146)
IMAGEN
EXISTEN técnicas para manipu-
lar los resortes que preparan
y obtienen la respuesta socio-
lógica previamente programada, a
base de sorprender e impresionar,
sin dar tiempo a reflexionar dema-
siado, a la natural curiosidad del
ser humano, avivándola, pero con-
duciéndola con habilidad, a través
de aseptizaciones dosificadas y de
aislamientos bien medidos, para lo-
grar el encanto, la adhesión y el
aplauso, frente a lo simplemente
neutro o ambiguo, pero ofrecido
como excelente, o incluso de lo
malo, pero presentado con enfati-
zadas apariencias de bueno. Hay
mecanismos que, teniendo en cuen-
ta la psicología social, pueden mo-
ver estímulos que transformen en
positiva la reacción que, en princi-
pio, pudo parecer, más o menos
evidentemente, de signo negativo.
Las propagandas, las campañas de
imagen, hacen, como vulgarmente
se dice, verdaderos milagros. Pues-
to que hay razones para todo, basta
seleccionar y exhibir aquellas que
generan, estadísticamente, la res-
puesta pretendida, y tratar de des-
truir o, por lo menos, silenciar las
razones opuestas, o simplemente
neutras.
A nivel individual, basta con ha-
lagar las pequeñas pasiones —¡cuán-
to nos seduce el halago, aun desde
una base falsa, con tal que com-
plazca nuestra vanidad!—, en vez
de proponer corregirlas o conte-
nerlas, y en seguida se nos rinde y
se nos hace adepto quien así es
atraído, desplazando o disimulando
aquello que se le debería exigir,
mientras a cambio le proponemos
la tácita compensación de nobles
utopías que le alejan del inevitable
esfuerzo inmediato, irremediable-
mente distraído con la mirada pues-
ta en "lo más bueno", pero... leja-
no. Es fácil hacer adepto a quien
se le consiente sentirse dispensado
de abnegaciones inmediatas dema-
siado concretas, mientras pueda se-
guir pareciendo bueno, a la par
que liberado de las exigencias de
una verdadera conversión, pues le
dejamos que se detenga y que se
mantenga en la representación de
la sola almibarada imagen de la
bondad.
7 (147)
Por eso, en nuestra época, políti-
cos y comerciantes recurren a las
técnicas de propaganda y de estu-
dio y difusión de imagen, como
medio para lograr seguidores o
clientes, que les permitan afianzar-
se y triunfar. Y ello ocurre no sólo
en el campo económico y político,
sino también en muchas de las ma-
nifestaciones llamadas culturales,
e incluso en la presentación de
ideologías que adulteran o substi-
tuyen las convicciones religiosas, a
pesar de que las primeras expre-
siones de su extraordinaria eficacia
surgieran de los totalitarismos más
recientes: nazi, fascista y socialista.
Cristo, «imagen de Dios invisi-
ble», no habría recurrido jamás a
estos procedimientos, para hacer
el bien. Los santos, imagen de Cris-
to, tampoco. En la misma Iglesia,
cuando por error los cristianos han
descuidado la pureza de los modos
y maneras de evangelizar, se han
padecido retrasos y oscurecimien-
tos parciales contrasignificativos,
en perjuicio del mismo Reino de
Dios que se pregonaba; o, por lo
menos, han dado pie a las vacila-
ciones propias de la ambigüedad,
tan contraria a la valentía y a la
justicia del Evangelio de Cristo.
Este prurito por el cuidado de
la imagen, forma parte del pecado
del mundo, y lleva a una engañosa
esclavitud, porque es tributario de
sus criterios terrenales, ansioso de
triunfos anticipados y precipitados,
aun a costa de la pureza liberadora
del mensaje cristiano, reduciéndolo
a un ideal de utilidad terrena y a
la vanidad de los triunfos y reco-
nocimientos humanos.
Se explicaría sólo por la falta de
fe el ceder a confiar en los medios
y apariencias del mundo, antes que
en la fuerza y realidad de la gracia
divina. Falta de fe que se alía fá-
cilmente con la vanidad, la ambi-
ción, el ansia de poder, el gusto por
el halago...De modo que, si con ello
lográramos edificar un reino, no se-
ría el de Dios, aunque gritáramos
en vano su nombre: sería sólo y
tristemente, nuestro propio y efí-
mero reino, usurpado a su gloria.
Lo santo ha de ser hecho santa-
mente. Quien se preocupa dema-
siado por "parecer", retrasa el lle-
gar a ser. La imagen es una repre-
sentación meramente externa; el
ser es radicalmente interior. La
verdadera imagen de lo que somos,
como hijos de Dios, sólo aparecerá
cuando nos reunamos con él y no
antes, porque «pasa la imagen de
este mundo». Cualquier precipita-
ción es inútil, engañosa y entorpe-
cedora.
Todos los hombres somos iguales: iguales como las
hojas de las ramas de un mismo árbol.— Pau Casals
8 (148)
EL TELÉFONO
EXISTE una pequeña, preciosa
colección de folletos, titula-
da «CONEL», editada por la
CONFER, en la que se aborda a
fondo el tema de los consejos evan-
gélicos y se pone el ejemplo de sus
protagonistas que suelen ser, inevi-
tablemente, los santos, pero no sólo
en la evocación de lo que ellos fue-
ron e hicieron, sino proyectándolo
en ejemplificaciones actuales, como
en el folleto al que ahora vamos a
hacer referencia, escrito por el ca-
puchino Victoriano Casas. Se refie-
re a la oferta de convivencias, para
personas que deseen hacer un en-
sayo de vida eremítica, sencilla-
mente, pero en serio. Por lo tanto
«no es lugar para huéspedes ni tu-
ristas, para espectadores ni fisgo-
nes». El aprovechado que se ima-
gine una pensión barata para unas
semi-vacaciones piadosas o curiosi-
dades noveleras, se equivocaría de
plano. Tendría que avenirse a al-
zarse a las cinco de la mañana,
porque hay que rezar todos los
días, y además de tiempo para mi-
rar a Dios, se necesitará igualmente
tiempo para mirar al cielo, para
trabajar, para meditar, para cantar,
para disponer de espacios de silen-
cio absoluto... para comer. Un día
también
para ayunar de verdad,
porque es muy saludable, y se
aconseja beber agua, porque puri-
fica el organismo. También un día
sin trabajar nada, para convertirlo
en jornada de desierto, solo y en
silencio absoluto, pues la soledad,
el silencio y la naturaleza acercan
a Dios.
Omitimos otras particularidades
interesantes. Todo está bien dicho,
con un tinte de bondadosa ironía,
que hace más simpática la oferta.
Pero hay un detalle, el último, es-
tupendo y aleccionador, que copia-
mos textualmente, y dice así:
"Para Informaciones y reservas
escriban a:
Comunità di san Maseo.
06081 Assisi. Italia.
No tenemos ni queremos
tener teléfono".
Huelgan los comentarios y habría
que sacar la lección. Sencillamente,
el teléfono no les dejaría ser libres,
ni para el trabajo, ni para la ora-
ción, ni para el estudio, ni para el
descanso, ni para estar con Dios,
ni para llevar a Dios a quien ver-
daderamente lo necesite. No quie-
ren exponerse a perder el tiempo
porque el tiempo también es de
Dios y para Dios.
9 (149)
SANTOS
EN LA BIBLIA la san-
tidad es una cuali-
dad que conviene
exclusivamente a
Dios, y que ha de
aplicársele en sentido abso-
luto, porque es la grandeza
y majestad increada, única y
gloriosa. Cuando hacemos una
aplicación relativa de la santi-
dad y le damos un sentido cul-
tual, queremos decir que se tra-
ta de una cualidad añadida a lo
creado, por la cual se reconoce
que la criatura ha sido sustraída
al uso profano para darle un des-
tino o consagración ordenada a
Dios. Y cuando queremos darle
un sentido trascendente ―o re-
ligioso— que también signifique
la existencia de un valor moral
positivo y excelente, expresa-
mos con el término "santidad"
esa excelencia eminente e infi-
nita que corresponde solamente
a Dios, pero también, aunque de
modo limitado, a las criaturas
inteligentes, cuando estas mani-
fiestan su perfección moral y su
pureza de corazón a través de sus
obras y de sus pensamientos.
Dios es el único santo. Toda
aplicación del término "santo",
fuera de Dios, es una extensión
significativa para expresar una
participación creada en la seme-
janza de su bondad y de su
pureza, y por esto la gloria no
corresponde a los que llama-
mos "santos", sino únicamente a
Dios, que es quien resplandece
en ellos. Por esto no hay ni una
sola oración, en los libros litúr-
gicos, ni una sola alabanza, diri-
gida a los santos que se vene-
ran, sino que siempre es a Dios
a quien se invoca y se da gloria,
por habernos concedido la com-
pañía de estos hermanos que
han hecho de la consagración a
Dios obrada en el Bautismo, la
vocación de su vida, entregada
a Dios.
La Iglesia nunca ha transigido
con hacer demasiado fácil la
calificación de santos a los hijos
suyos que se han distinguido
10 (150)
por la perfección moral de sus
vidas. En los primeros tiempos
del cristianismo, solamente se
admitía en la lista del santoral
a los que habían sufrido el mar-
tirio por la fe o a causa de de-
fender alguna virtud cristiana,
incluyendo no sólo el haber su-
frido una muerte violenta en tal
defensa, sino acompañando la
entrega de la vida con el perdón
explícito concedido a los mis-
mos enemigos que les tortura-
ban o asesinaban, lo cual incluía
no solamente la generosidad to-
tal del amor a Dios, por la entre-
ga de la vida, sino la del amor
a los hermanos, aún enemigos.
Esto convertía al cristiano que
así ratificaba la autenticidad ra-
dical de su fe, en verdadero "tes-
tigo" de Cristo, que es precisa-
mente lo que significa la pala-
bra "mártir".
Más adelante, y pasada la épo-
ca de las grandes persecu-
ciones, se creyó que también
era un "testimonio" de fe, el
haber sufrido por ella, a pe-
sar de no llegar al martirio
(torturas, persecuciones, cár-
celes), y se llamó "confeso-
res" a estos cristianos ejemplares.
De cualquier modo, la santidad,
el valor heroico, no solamente
se puede medir por la muerte,
pues en vano ésta puede ser
santa si no se ha preparado para
la santidad. Pío XII dijo en cier-
ta ocasión, que «el heroísmo del
martirio, nunca es efecto de una
improvisación».
En alguna época de la histo-
ria, se ha transigido algo en la
concesión del título de "santos",
porque tal vez no se han depu-
rado de leyendas algunas biogra-
fías poco estudiadas, o se han
exagerado virtudes, ciertamente
existentes en quien se quería
canonizar, pero con miras inte-
resadas, en vistas al prestigio
de estamentos sociales, institu-
ciones, nacionalismos...Un ejem-
plo de ello es, todavía, la dificul-
tad en admitir que se reconoz-
can como verdaderos "mártires":
11 (151)
algunos cristianos de nuestros tiempos, que dieron generosa-
mente la vida por Cristo, pero cuyas causas de canonización
difícilmente prosperarán, a nivel oficial, por razones políticas,
mientras veremos a otros cristianos que serán promovidos sin
grandes dificultades porque sus vidas no causaron compromi-
sos con los poderes de este mundo; del mismo modo que, en el
pasado, existen canonizaciones que no estuvieron desprovis-
tas de oportunidad política. Pero esto no depende únicamente
de la autoridad de la Iglesia, sino del sentir general y del grado
de fe y de asentimiento de todos los cristianos que la integra-
mos. ¡Con razón la Iglesia, hasta donde ha podido, ha sido res-
trictiva en las concesiones de veneración, aun de los cristianos
que murieron con ejemplo evidente de virtudes cristianas!.
Y tú, ¿qué haces?
Hay una respuesta bonita para esta pregunta, que debiera ser la justa y
verdadera, para quedarnos en paz y sin complejos, y es ésta: —Rezo y
hago después todo lo que de rezar se deriva, en mi vida.
Sobre todo, para nosotros mismos, seria ésta la buena respuesta que de-
biéramos poder darnos cuando nos examinemos la conciencia. Para nos-
otros mismos, porque —y, por supuesto, sin despreciar a nadie— los demás
no pueden responder por nosotros; ni la tranquilidad de nuestra concien-
cia puede depender de la aprobación ajena. Los demás, salvo contadas
excepciones, comienzan por no tener derecho a preguntarnos demasiado.
(Que, por eso, el preguntar sin derecho, o aun la comezón por preguntar,
señales son de mala educación).
Hacer después de rezar, hacer y rezar, saber hacer que en la acción se
contenga la oración y que ésta sea el alma de lo que actuamos. Tener
presente a Dios en el camino de nuestra vida; no caer en el "oficio" de
cristianos, como diría León Felipe; es decir, no acostumbrarnos, no arru-
tinar la vida. Todo lo cual solamente puede evitarse yendo y volviendo
siempre a Dios y de Dios.
Preocupados por las estadísticas, midiendo a los demás por el baremo
de lo que nosotros hacemos o somos, nos equivocamos al juzgar a nues-
tro prójimo; como igualmente nos equivocamos cuando estamos pendien-
tes de sus juicios, aprobaciones o halagos.
Recemos y hagamos lo que de la oración se derive, con libertad.
12 (152)
¡VUELVE, SANTA CECILIA!
Música para vestir palabras de Dios
y palabras a Dios
NO HA SIDO sin más que, las primeras manifesta-
ciones renovadoras del Concilio Vaticano II, se no-
taran por su influjo en la Liturgia que salió de él.
El proverbio «lex orandi, lex credendi» se ha acre-
ditado a través de la historia de la Iglesia. Y allí
donde el estudio y el amor por la Liturgia se ha olvidado o ha
decrecido, igualmente ha decaído lo más espiritual del mensa-
je evangélico, tal como se debe de entender y transmitir. Lle-
vados de la neurosis de la eficacia, escasos de fe, a veces nos
hemos olvidado de ello y, consiguientemente, incurrido en el
riesgo y hasta en el pecado de subjetivizar excesivamente la
vida de fe o de convertir en poco más que estructura organiza-
tiva lo que debiera haber sido manifestación y desarrollo del
Misterio cristiano, propio de todo verdadero y legítimo apos-
tolado.
Dentro de la Liturgia, también hemos tenido negligencias
en aspectos o elementos de la misma que hemos tomado como
marginales, como por ejemplo la música, verdadera cenicienta,
en amplios sectores eclesiales. Allí donde se ha descuidado, ni
siquiera la palabra desnuda se ha seguido pronunciando como
es debido, o se la ha envuelto en improvisadas melodías que
han debilitado, con acento dulzón, el propio vigor literal, o
13 (163)
simplemente lo han substituido ahogándolo en ruidos que lo
hacen ininteligible.
A propósito de la proximidad de la fiesta de santa Cecilia,
hoy queremos decir una palabra sobre la música de la Iglesia,
sabedores, de todos modos, que el camino de la música se apo-
ya, no en el espacio, como ocurre con las artes plásticas, sino
en las alas del tiempo, que es medida y soporte de su sono-
ridad; por eso la música es la más espiritual de las artes.
También por eso es la que mejor puede ayudar a la expresión
litúrgica.
Palabra
y música
Cuando la palabra, aunque no llegue a ser cantada,
se cimbrea rítmicamente en el alma y en los labios que
la pronuncian, se convierte en poesía. Puede ser que, toda
palabra, sea poesía. De este modo entraron en la liturgia
los himnos y secuencias, como para poner alas a la me-
ditación colectiva de los fieles, que celebraban el Misterio
del Señor, mientras rezaban cantando o cantaban rezan-
do: «rezando dos teces), diría san Agustín, porque la
belleza no sólo es esplendor del orden de lo bueno, sino
vigor que refuerza toda bondad, porque la hace más elo-
cuente, porque la espiritualiza mientras adorna su expre-
sión, enriqueciendo y transformando la naturaleza de las
cosas y de los gestos de las personas. Por eso los santos
fueron poetas y los poetas ―si se les cruzaban por los
caminos― fueron amigos, por lo menos, de los santos.
El reciente Nobel de Literatura, Jaroslav Seifert, en
uno de los pocos poemas suyos que tenemos traducidos al
castellano, dice que «la música y la poesía son, en este
mundo, lo más hermoso, excepto el amor», quién sabe si
porque han de ser tributarias de éste, o porque el amor
es algo más que simple hermosura.
La primera
Eucaristía
Lo cierto es que, poesía y música, palabra y melodía,
aparecieron hermanadas, apenas el culto cristiano comen-
zó a distinguirse de las celebraciones judías, adquiriendo
un estilo propio, que partió de la sencillez luminosa de
aquella primera vez en que, Pedro, «en memoria de Cris-
14 (154)
to», repitió la Cena con los mismos gestos y palabras de
Jesús. Fue la cadencia y el respeto en pronunciar, y fue
la reverencia del alma interiormente postrada a la hora
de coger el pan y el cáliz y pasarlos a los hermanos; fue
el respirar del corazón que brotaba en plegarias que uno
hacía en nombre de todos, o que todos rubricaban con el
aplauso condensado en la unción de la palabra «amén».
Y los recitados y aclamaciones fueron tomando, bella-
mente, la forma de melodía oracional, transparente y
sencilla, imitando seguramente algunos modelos elemen-
tales de música griega, mínimos para que no sofocaran la
significación de los textos leídos o cantados, con el fin de
que, letra y música, fueran una misma oración. Poco a
poco las melodías que servían de soporte a la voz recita-
tiva o de transparencia vestida a las palabras de los hi-
mnos , al canto llanos, alcanzaron formas definitivas por
influjo de un papa santo, músico y poeta, del siglo VI.
El canto
gregoriano
Este papa era san Gregorio, de donde la denominación
dada de «gregoriana» a aquella música, convertida, en
adelante, en «música propia de la Iglesia», confirmado
así por el mismísimo Concilio Vaticano II, de nuestros
días.
A partir de san Gregorio, y en el decurso de toda la
Edad Media, florece la liturgia católica llenando con su
música los templos, al paso que la inspiración de los poe-
tas introduce «secuencias», «himnos», «antífonas» para
encabezar la recitación o canto de los salmos o cubrían
los espacios interlecturales; de modo que los mejores poe-
tas místicos prestan composiciones al oficio divino y a la
celebración eucarística.
San Felipe y
sus discípulos
Con el Renacimiento aparece la polifonía, que nace y
se desarrolla en Italia, donde, con la vuelta a las formas
seculares y clásicas, se depaupera la significación piado-
sa, llegando a excesos de profanación y teatralidad que
lamentaban los espíritus más sensibles, tanto a la belleza
como a la piedad. En este momento se produce una reac-
ción saludable, inspirada por san Felipe Neri y secunda-
da por discípulos inmediatos suyos, que le hacen caso
dedicándose al estudio de la música —Animuccia, Soto
(español), el gran Palestrina―, y establecen la base de
una tradición musical que siempre más iría unida al
nombre del movimiento piadoso y de renovación cristia-
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na, que inició en la ciudad de Roma, el apostolado de
san Felipe Neri, con su obra el Oratorio. Tanto fue así,
que la composición musical, en principio inventada a la
medida de las fervorosas reuniones del Oratorio, acabó
tomando su nombre. San Felipe Neri, como verdadero
santo y buen florentino, amaba la música y la poesía,
tenía el corazón de artista: hasta en las primeras e infor-
males reuniones, en los mismos inicios de su apostolado,
se servía de un libro de poesías —«Le Laude», de Iacopo-
ne da Todi, para los comentarios y conversaciones de
dirección espiritual ―los «discorsi» o «ragionamenti»-
junto con ejemplos de santos o de sucesos de la Iglesia.
El "oratorio
musical"
Los comienzos fueron simples y elementales, hasta con-
vertirse en una forma musical nuevo y definitivamente
consagrada. En el «oratorio musical» inventado en las
reuniones de san Felipe, se combinaban el recitado, que
solía recoger las tonalidades gregorianas, y el coro. Estas
composiciones también se llamaban «rapprasentazioni»
o «azioni sacre» y fueron cultivadas, después del padre
Soto, por Cavaliere, Peri y Scarlatti, pero alcanzaron su
mayor grandeza y renombre en el barroco, con Bach y
Haendel. Contemporáneos y más cerca de nosotros, tene-
mos compositores como Falla, Casals, Massana y Halff-
ter. Y, en lo que corresponde a los mismos oratorianos,
tenemos el oratorio musical The Dream of Gerontius,
No se puede servir a dos señores. No sería since-
ro el deseo y el ideal de la santidad, si quisiéra-
mos hacerlo compatible con las apetencias, los
modos, los estilos y las maniobras de este mundo,
que hace o se inhibe, que calla o habla según le
dicte la estrategia de los intereses de acá, porque
sería equivalente a servir al mundo, a confirmar
y perpetuar el pecado del mundo, no liberarse
del lastre de su espíritu, de sus miras, de sus fi-
nes, que no serían los del Reino de Dios, aunque
lo invocara, aunque lo invocara... en vano.
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de Newman, con música del compositor Edward Elgar, y
«San Filippo Neri», del padre Alessandro Naldi, florenti-
no, con música de Francesco Bagnoli.
Tradición
y novedad
El «oratorio musical» no sólo es un eslabón en la
evolución de las formas musicales históricas, sino que se
cultiva todavía por los grandes compositores, como lo
afirmaba, hace sólo unos días, en Madrid, el compositor
polaco Krzystof Penderecki, que vino a presidir el jurado
del Premio Reina Sofía de Composición, y se mostró en-
tusiasmado por lo que él llama «el gran oratorio», pues
resume y enlaza la tradición con la novedad, también en
esta hora en que, según parece, se desdibujan los esque-
mas que sirvieron para la clasificación de la música
como fenómeno cultural «nacional» ―consecuencias del
romanticismo, en estética..., porque los «signos de los
tiempos» apuntan más bien a la calidad de la música, que
a su origen, afirmaba Penderecki.
Ello nos lleva, sin querer, a la universalidad y al es-
fuerzo para lograrla, precisamente en esta hora de reno-
vaciones, en la que es preciso recoger lo positivo de la
tradición para hermanarlo con la riqueza amaneciente
de la novedad, para equilibrar la densidad y juventud
vital que es preciso tenga todo lo que ha de entusiasmar
al hombre al cristiano.
Vaticano II
y liturgia
Con todas sus limitaciones y errores parciales, la Igle-
sia que peregrina todavía por los caminos de la tierra,
es lo que ha pretendido incesantemente, en su conjunto,
mientras está con los hombres y a través de los signos
con que quiere expresar su presencia, para anunciar el
mensaje de Cristo y celebrar su Misterio. A pocos años de
distancia del esfuerzo de Juan XXIII para presentar una
imagen de Iglesia que respondiera a las interrogaciones
de los hombres contemporáneos, estamos todavía deba-
tiéndonos en el sentido de la reforma emprendida que
representa el logro del Vaticano II, con el temor de que
se nos haga viejo antes de haber sabido sacarle toda la
vida nueva para este mundo también nuevo que estamos
viviendo. Y uno precisamente de los aspectos más difun-
didos de esa novedad conciliar se nos expresa en la refor-
ma litúrgica, que algunos creen amenazada, pero que se-
guramente se encuentra en un compás de leve vacilación
en sectores solamente minoritarios dentro de la Iglesia.
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Pero en ningún caso es la hora de discutir, sino de traba-
jar y crear, intentando integrar la tradición en la nove-
dad, sin pasión por la simple novelería, ni vuelta atrás,
para retroceder hacia lo amortizado. Porque éste es el
espíritu de todas las sanas reformas eclesiales, de las
que se puede decir, que no vinieron, principalmente, de
las normas disciplinares, sino de las empresas santas de
los mejores cristianos que vivieron los momentos críticos,
y tuvieron lucidez y valentía, sentido de Dios y generosi-
dad, para lanzarse a trabajar por el reino de Dios
el estilo del Evangelio. Porque los verdaderos reformado-
res de la Iglesia siempre han sido los santos.
La música
que falta
Hace poco, en una revista inglesa ―«The Tablet», del
22 sept. 1984― Geoffrey Laycock se lamentaba de la mú-
sica religiosa producida después del Vaticano II, hasta el
punto de que no se puede comparar, decía, con lo que su-
cedió después del Concilio de Trento ―contemporáneo de
san Felipe― en que alcanzó, precisamente, su cima más
alta la expresión musical religiosa. La llegada de las len-
guas vernáculas a la liturgia, dice, «ha sido bien recibida
por muchos, aborrecida por algunos y percibida por todos
como una conmoción cultural que necesita de ajustes».
En general se puede decir que solamente en Alemania ha
resultado satisfactoria la reforma, debido, sin duda, a la
herencia de la buena música popular religiosa que legó
Martin Lutero y que ha beneficiado por igual a protes-
tantes y católicos. En el resto, se han salvado aquellos lu-
gares donde el influjo monástico ha conseguido pasar a
los ambientes diocesanos con la ventaja de una experien-
cia y una tradición piadosa, popular y artística, que ha
sido capaz de ir respondiendo a las necesidades de las
lenguas vernáculas entradas en la expresión litúrgica. Lo
La Liturgia so ha de "adaptar" a la mentalidad de hoy, no por-
que la Liturgia haya cambiado, sino porque ha cambiado la
mentalidad: y todos comprenden, que la Liturgia no es el con-
junto de una serie de plegarias, cánticos y prácticas devociona-
les, sino, más propiamente, una escuela de vida.
Mons. VIRGILIO NOÉ, Arzob. de Voncaria
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demás, salvo alguna excepción, ha consistido en impro-
visaciones u oportunismos más aventurados que lucidos,
más vulgares que populares, que a veces puede excusar
la buena intención, pero que es urgente corregir, con sen-
tido espiritual y competencia artística.
Las crisis
El comentario a que aludimos terminaba con una in-
vocación a santa Cecilia, patrona de la música sagrada
y, por extensión, de todos los músicos cristianos. Necesa-
rio será que interceda para remediar lo que lamentan los
más entendidos y, poco a poco, vayamos teniendo ese
vestido luminoso que debería ser toda música aplicada
a palabras de Dios o para Dios. Los grandes polifonistas,
como Palestrina y Vitoria, se inspiraron en el gregoriano,
y el mal comenzó cuando compositores desprovistos de
gusto estético, iniciaron extravagancias o adaptaciones
populares ridículas.
Ejemplos
a seguir
Pero el mismo mal suscitó la reac-
ción correctora, que iba a coincidir, a mediados del siglo
pasado, con el llamado «movimiento litúrgico» iniciado
por dom Guéranger, seguidos entre otros, de los también
benedictinos Pothier, Mocquerau y Gajart. Solesmes fue
la cuna de esa bendita renovación, que se extendió por
otros monasterios, recogida, con admirable esplendor,
cerca de nosotros, en el monasterio de Montserrat, hasta
nuestros días, entre cuyos monjes es indispensable citar
al abad Sunyol (autor del mejor método moderno de can-
to gregoriano) y a dom Odiló Plands, ya posconciliar.
Además de estos benedictinos hay que citar, a nivel teóri-
co, al padre Agustí Mas, del Oratorio de Barcelona y
también al gran apóstol del gregoriano, padre Miquel AL-
tisent, escolapio, que emprendió con singular competen-
cia y acierto, la adaptación de melodías gregorianas al
vernáculo.
Pero estos y otros nombres que podríamos citar, de
España y de otros países, no hicieron concesiones a la
improvisación: eran estudiosos y artistas, teóricos y após-
toles de lo que amaban, y a su ejemplo hay que remitirse
para superar la vulgaridad o falta generalizada de buen
gusto que todavía se arrastra en muchos de los cantora-
les llamados litúrgicos y posconciliares.
Sí, hemos de repetir la súplica con la que concluye el
artículo citado de «The Tablet»: ¡Vuelve ―«come back»―,
santa Cecilia!
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La Liturgia,
cumbre y fuente de la vida.
La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de
la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana
toda su fuerza; pues los trabajos apostólicos se ordenan a
que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo,
todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia,
participen en el sacrificio y coman la cena del Señor.
De la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia
nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con
la máxima eficacia aquella santificación de los hombres
en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las
demás obras de la Iglesia tienden como a su fin.
Const. s. Liturgia, 10
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles. Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri, 1. Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 108/62 - 9.11.14
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