Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 219. FEBRERO. Año 1985
SUMARIO
LA BLANCURA solitaria de los lirios en medio de los
campos, el punto oscuro de los pájaros moviéndose
en la libertad del cielo, la semilla humilde hundida
en el silencio del surco, el puñadito de levadura
mezclado invisiblemente en la mayor cantidad de la masa,
la sal diminuta que se disuelve y da sabor a la comida,
el vaso de agua sin precio que apaga la sed del caminante
pobre, hasta la sola mirada misericordiosa, o el gesto aco-
gedor, o el paso para recuperar al débil, o la bendición pa-
ra el más pequeño, es lo que, desde el Evangelio, adquiere
verdadera relevancia para Jesús, en orden al reino de Dios.
Seguramente porque lo que tiene menos cuerpo deja más
lugar para el espíritu, como la llama incorporal, que re-
parte, sin medirla, la claridad generosa de su luz a todos
los que se le acercan. Por todo esto podemos decir que «lo
pequeño es hermoso»: blanco, alado, humilde, transparen-
te, sabroso, espiritual.
REVELACIÓN Y POESÍA
LA NECESARIA EXPERIENCIA
RECUERDO DEL PADRE ANTONIO SARTORI
CRISIS ECONÓMICA Y ESPERANZAS
«SMALL IS BEAUTIFUL»
INFANCIA Y ESCUELA DE JESÚS
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REVELACIÓN Y POESÍA
Una religión revelada debe ser particularmente
poética, y así es en realidad. Al tiempo que sus
proposiciones presentan una originalidad capaz de
acercarse a la inteligencia, expresan además una
belleza que satisface a la naturaleza moral. Nos
ofrece los ideales excelentes con que se deleita la
creación poética y con los cuales se asocian toda
gracia y toda armonía. Nos conduce a un mundo
nuevo, un mundo de interés extraordinario, dotado
de las visiones más sublimes, de los más puros y
tiernos sentimientos. La belleza del sentido de las
escrituras del Nuevo Testamento, impresiona por el
afecto tangible que produce en el corazón de los
que absorben su espíritu. Aquí prescindimos de la
vertiente práctica y nos fijamos sólo en la verdad
revelada. Para los cristianos constituye un deber
tener una visión poética de las cosas, pues estamos
obligados a hermosearlo todo, matizándolo con
los colores de la fe, y a reconocer en cualquier evento
el contenido de una significación querida por Dios
y una orientación sobrenatural. Todo cuanto nos
rodea está revestido de un esplendor ultraterreno...
John H. Newman
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La necesaria
experiencia
UNO SE PREGUNTA cómo Cristo no fue a Atenas para establecer con-
tactos con lo que quedara de su sabiduría filosófica, o a Roma para
aprender de su prudencia ordenadora y jurídica, o incluso a Alejan-
dría, encrucijada triangular de los saberes antiguos... Cristo, si algo
humano tenía que añadir a su experiencia de criatura, para ponerlo al ser-
vicio de la gran obra liberadora encargada por el Padre, parece que no
debiera haber prescindido de lo que lícitamente otros no hubieran descui-
dado. Sin embargo, Cristo no se movió de Palestina y residió largamente en
Nazaret, pequeña aldea que le hizo de patria, de escuela y de universidad,
pues ni siquiera buscó maestros en Jerusalén, donde sabios había, como allí
los encontró, poco después, el mismo Pablo para hacerse doctor de la Ley.
Cristo se quedó en Nazaret. Ésa fue "su" universidad. Pero, «¿de Nazaret
puede salir algo bueno?». Cristo no tuvo en cuenta esta previsible obje-
ción, como tampoco le preocupó la que luego podrían hacerle respecto de
la elección de los primeros discípulos que le siguieron desde la descalifi-
cada «Galilea de los gentiles».
No vale decir que, como era Dios, ya sabía bastante al dictado infuso
de la iluminación divina. Los teólogos enseñan que en Cristo fue «crecien-
do» la ciencia experimental humana; es decir, que tuvo que aprender y
aprendió de los saberes de los que le rodeaban: José, la Virgen, la escuela
o sinagoga del poblado, los vecinos. Jesús hablaba bien, y citaba la Escri-
tura con soltura y con tal profundidad de sentido que desconcertaba la cap-
ciosidad y sospechas de los fariseos y escribas mal intencionados, mejor
titulados que él.
En la vida escondida o sencilla pasada en Nazaret, Cristo quiso demos-
trarnos que es necesario vivir y reflexionar en paz, sobre lo que es funda-
3 (23)
mental en nosotros mismos; que para que tenga valor la entrega de la vida
a un ideal, éste ha de ser largamente meditado, «deseado con gran deseo»,
y, como María misma había demostrado, debía ser considerado desde el
centro del ser de uno mismo, desde y «en el corazón», como quien guarda
lo más precioso, como un tesoro que no debe perderse ni malograrse. De
hecho la Virgen María había sabido guardar en el suyo, no sólo los pensa-
mientos y experiencias maravillosas de lo que para Dios había tenido que
integrar en su vida, sino que su mirada se reflejaba en todo el saber del
hacer de Dios en el Antiguo Testamento, y por eso nos pudo dar la hermo-
sa lección del cántico de acción de gracias, el «Magníficat», donde se exal-
ta a los humildes y se bendice a Dios que se complace en ellos, porque no
corrompen su estilo mientras lo bendicen e invocan.
Cristo, en Nazaret, hizo muchas cosas; pero, sobre todo, se preparó
espiritualmente y mentalmente, con experiencia humana, a hacer sincera
la proclamación del Evangelio esperado, y auténtica la entrega de la vida en
confirmación de sus palabras. Era Dios, pero como hombre le faltaba el
crecimiento «en gracia y sabiduría» que se realizaría en Nazaret. Cuando
dejaría el poblado para su entrega, muchos no lo comprenderían. Pero la
Virgen sí le comprendió y siguió, con silencio admirado, fiel y discreta co-
mo la sombra, hermana de la luz, y fue recogiendo todo su espíritu para
que, después de la muerte del Hijo, pasara de Nazaret al Cenáculo, cuando
la Iglesia comenzaría también a crecer y tendría que salir a predicar la
gracia y el perdón a los hombres y a hacerlos sabios en la fe, fe para con-
vertirse en experiencia de Dios reflejándose «en el corazón» humano. Y es-
ta necesaria experiencia, trenzada entre los demás saberes que rodean
una vida en crecimiento, ni está en los libros, ni la enseñan las escuelas, ni
la transmiten los maestros. No obstante, es la verdadera «sabiduría» de los
hijos de Dios.
Cristo tuvo esta experiencia al contacto de Dios en sí mismo; nosotros
la hemos de tener en él.
Cristo ha querido estar presente en el mundo, pero ¿cuáles son las caracte-
rísticas de esta presencia? Veremos que, según la Escritura, la presencia
de Cristo en el mundo ha sido verdaderamente una presencia sociológica,
pero, antes que nada, una presencia de amor. Es preciso añadir que esta pre-
sencia sociológica es, al mismo tiempo, una presencia santa e intachable, la
presencia misma de Dios, y que es una presencia misionera, es decir, que está
condicionada por la misión que Jesús ha de cumplir. La presencia de amor es
la que se manifiesta más a menudo. Jesús ‘pasa haciendo el bien' (Act 10, 38).
Mons. Alfred Ancel
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Recuerdo del Padre
Antonio Sartori
HACE VEINTE años que, tras
rápida enfermedad, la muer-
te nos arrebató al padre An-
tonio Sartori, del Oratorio de Ro-
ma. En Roma, el recuerdo de su
muerte ha sido motivo para hacer
memoria de su obra como artista,
puesto que el padre Sartori puede
considerarse, no solamente conti-
nuador, sino restaurador de la me-
jor tradición musical oratoriana,
que pudo considerarse espléndida
en especial durante los años cin-
cuenta y sesenta de esta centuria.
El encontró en el Oratorio, no 80-
lamente la forma de su vocación
sacerdotal, sino el marco para el
desarrollo de su pasión por la mú-
sica, amoldándose a la herencia
que, desde tiempos de san Felipe,
se guardaba en el rescoldo espiri-
tual del Oratorio. Fue, la suya, una
pasión encauzada y dirigida por
que no le faltaron estímulos de sus
superiores ni de sus hermanos de
comunidad —en especial del estu-
dioso padre Carlo Gasbarri― para
que fuese desarrollando su forma-
ción musical, iniciada desde los
primeros años de su juventud, y
luego completada en el Conserva-
torio de Santa Cecilia y, sucesiva-
mente, en el Instituto de Música
Sagrada, de Roma, donde obtuvo
el diploma de composición y direc-
ción.
Hace pocas semanas, L'OSSER-
VATORE ROMANO dedicaba un
par de columnas a la figura del
padre Sartori porque «dio vida al
glorioso Coro Vallicelliano procu-
rándole, con amoroso celo, las vo-
ces que luego supo magistralmen-
te educar, para llevarlas a interpre-
tar perfectamente composiciones
antiguas logrando el interés de un
público atento a la polifonía más
célebre. En la misma sala que Bo-
rromini había creado para los Pa-
dres del Oratorio, resonaron una
vez más las "laudi filippine" de
Animuccia, de Anerio, de Palestri-
na y de tantos otros».
i Fue mérito del padre Sartori la
creación de una revista musical,
«Psalterium», dedicada a los com-
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positores, musicólogos y literatos
interesados en la música religiosa,
para la que obtuvo la colaboración
de Doménico Bertolucci, Antonio
De Luca, Luciano Chailly, Virgilio
Mortari, Nino Rota y otros nom-
bres de reconocido prestigio entre
los entendidos y cultivadores de la
música sagrada, en aquellos años
en los que ya se preveía la necesi-
dad de una renovación litúrgica en
la que, sin olvidar el acervo grego-
riano y renacentista, se pudieran
obtener formas artísticamente dig-
nas, espirituales y adecuadas a los
tiempos que apuntaban.
Sería prolijo dar una lista de los
éxitos del padre Sartori al frente
del Coro Vallicelliano —es decir,
del Oratorio, cuya iglesia, en Roma,
está bajo la advocación de santa
María in Vallicella—. Tanto en Ita-
lia como en el extranjero fue nota-
ble el aplauso recibido. La última
actuación de resonancias interna-
cionales fue la que dirigió, poco
antes de su muerte, en un par de
conciertos parisinos, en el recinto
de la Sainte-Chapelle, que la tele-
visión francesa pudo registrar y
transmitir. A la música de Pergo-
lesi, Poulenc y Monteverdi añadió
una segunda parte de estrenos mo-
dernos de composiciones de Bellu-
cci, Chailly, Mortari y Sartori. Es-
tos dos conciertos fueron como el
canto del cisne de este preclaro
hijo de san Felipe, que, poco des-
pués, sucumbiría tras breve enfer-
medad, soportada con paz y espe-
ranza, mientras aguardaba ir a la
Casa del Padre, para entrar en la
liturgia de la alabanza eterna. De
ello hace veinte años, cuando el
padre Antonio Sartori contaba so-
lamente cuarenta y parecía una
espléndida promesa, más allá, to-
davía, del valor de lo que ya había
ofrecido, con fidelidad a la obra de
san Felipe, por amor a la Iglesia, ar-
tista y estudioso de la belleza trans-
parente y esencialmente espiritual
de la música, cuando sirve de so-
porte a la alabanza y a la plegaria.
La apatía de los músicos actuales ante la taren creativa en el campo religioso
se debe a un desconocimiento del canto gregoriano auténtico, o sea, al cono-
cimiento de un gregoriano que muchas veces no pasa de ser una simple ca-
ricatura. Qué duda cabe de que la canción popular ofrece a los músicos una
cantera de inspiración artística muchas veces afín al genuino canto religioso.
Lo difícil consiste en determinar cuándo se trata de un canto auténticamente
popular o simplemente popularizado. Pero hay melodías que la Iglesia quie-
re positivamente que sean derivadas del gregoriano: las que pertenecen al
sacerdote, a los ministros del altar y al mismo pueblo cuando alterna con ellos.
Por eso yo les diría a los músicos actuales que estudien a fondo el canto grego-
riano y encontrarán en él una fuente inagotable de inspiración para producir
muchas composiciones de sólido valor religioso.— MIQUEL ALTISENT, Sch. P.
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CRISIS ECONÓMICA
Y ESPERANZAS
LA COMISIÓN EPISCOPAL de Pas-
toral Social (obispos de Ca-
narias, de Huelva, de Vic, de
Barbastro, arzobispo de Tarragona,
y Alberto, auxiliar de Madrid-A-
lcalá ) han levantado la voz de la es-
peranza en un documento o de-
claración en el que analizan la
situación económica que atraviesa
el entero estado español y que no
es exclusivo de aquí, porque «so-
mos conscientes de que el mundo
en que vivimos se ve sometido
desde hace unos años a una pro-
funda crisis; a un cambio acelera-
do hacia una nueva civilización
que empieza a manifestarse a tra-
vés de ciertos signos de los tiem-
pos».
Tampoco hace mucho que el
episcopado francés se expresaba
de modo parecido constatando que
«la pobreza vuelve a nosotros», y
daba un grito de atención, no sólo
por las manifestaciones que ya se
hacían patentes, sino por el signifi-
cado anunciador que constituían
ante una pobreza a punto de emer-
ger, creciente, que nos obligaría a
recuperar las solidaridades perdi-
das. La Iglesia, «pueblo de Dios»
podría dar la pauta viviendo en el
camino «que se abre en el Reino
cuando se establece la comunión
con Aquel que, siendo rico, se hizo
pobre para conducirnos a la liber-
tad y a la riqueza de los hijos de
Dios».
Aunque sea cierto que el creci-
miento y desarrollo económico de
nuestro mundo no se haya produ-
cido de manera justa y equilibra-
da, porque ha dado lugar a situa-
ciones de injusticia a las que, en
ocasiones, se ha llegado sin previ-
sión intencionada por los mismos
que lo han protagonizado, tanto si
han sacado beneficio como perjui-
cio material a causa de tales desa-
rrollos, la realidad, para un cristia-
no, no se puede corregir con sólo
medidas económicas. Pero debe co-
7 (27)
rregirse. Obispos españoles y fran-
ceses coinciden et que ni existen
fatalidades económicas, ni, como
cristianos, podemos resignarnos a
sus determinismos: «El desempleo,
la pobreza, la violencia, el hambre,
el miedo, pueden y deben ser supe-
rados por nosotros, si, de veras, nos
empeñamos en ello, como personas
libres, justas y solidarias».
«Nuestra esperanza —siguen di-
ciendo— debe estar sostenida, más
que por la confianza que nos me-
recen la ciencia económica y las
nuevas tecnologías, por la fe en el
hombre y en Dios. Porque el hom-
bre es siempre el autor, el centro
y el fin de toda actividad económi-
ca y social. Y la actividad econó-
mica, por su carácter necesario,
puede, si está al servicio del hom-
bre, ser auténtica fuente de frater-
nidad y signo de la Providencia
divina». Pues así se decía en la
Gaudium et Spes n.º 63 y la «Oc-
togesima Adveniens» n.º 48.
«La esperanza de los cristianos
nace, en primer lugar, de saber
que el Señor está siempre obrando
con nosotros en el mundo, y en se-
gundo lugar, que también otros
hombres (como recordó Pablo VI)
colaboran en acciones convergen-
tes de justicia y de paz, porque ba-
jo cualquier aparente indiferencia
existe en el corazón de todo hom-
bre una voluntad de vida fraterna
y una sed de justicia y de paz que
es necesario satisfacer».
Y concluyen: «Por estar abiertos
a esta esperanza, pensamos que es
te año y los que vienen pueden ser
para todos la ocasión aprovechada
o perdida de orientarnos hacia una
Dios y todas las cosas.
ritual Quiero que mi vida sea un testimonio de la Verdad
E para imitar de este modo a Cristo Jesús, concurrien-
do conmigo. Entiendo por este testimonio la custodia,
la búsqueda, la profesión de la verdad. Entiendo por
verdad, la Adhesión a toda realidad que me sea inte-
ligible: DIOS, que es la suprema y primera verdad
que subsiste en sí mismo. Padre, Hijo y Espíritu: Y
TODO CUANTO EN MÍ Y FUERA DE MÍ puede ser
objeto de conocimiento y de expresión, y por medio
de la iluminación A mi concedida, sea de la naturale-
za o de la gracia, puede ser poseído, gozado y mani-
festado por mi espíritu.
Juan Bautista Montini
8 (28)
nueva civilización e ir sentando
las bases de un nuevo orden econó-
mico y social, más allá del capita-
lismo y el socialismo, que, ni en sus
formas más modernas y socializa-
das de uno, o más democratizadas
del otro, han sido capaces de reali-
zar la utopía de una economía más
humana y humanizante, tal como
se vislumbra en las perspectivas de
la visión cristiana del hombre. Es
esta esperanza cristiana la que de-
be movernos a trabajar sin desma-
yo por un nuevo modelo de socie-
dad que sea más justo, más huma-
no y más solidario, aun sabiendo
como cristianos, que las contradic-
ciones del hombre no tendrán una
solución definitiva en este estadio
temporal de la existencia humana.
La coherencia definitiva de la vi-
da y la plena pacificación de las
relaciones humanas y sociales no
llegará hasta que alcancemos ese
futuro que nos será dado en Jesu-
cristo.
Será preciso revisar nuestro sis-
tema de valores, tantas veces basa-
dos en el triunfo mundano y en la
posesión de bienes terrenos; habrá
que volver al Evangelio, trabajar
disciplinadamente, ser más auste-
ros y promover las actitudes que
favorezcan la solidaridad entre los
hombres, hijos todos de Dios y her-
manos en Jesucristo. Sólo así, con
esperanza cristiana, podremos cons-
truir un mundo mejor.
Pobreza y libertad.
Este invierno ha sido
particularmente frio, y su rigor se
ha hecho sentir especialmente
entre los seres más pobres que
son, sin duda, los mendigos no
profesionales, sin casa ni lugar
donde refugiarse por las noches.
Por esta razón las autoridades
han procedido recogida de
emergencia, en las ciudades, para
llevar a cobijo resguardado, a los
pobres que mal se arrinconaban
en portales o estaciones. A pesar
de lo cual, algunos han muerto
congelados.
Los diarios también han
referido el caso de un mendigo a
quien una señora quería
convencer para que aceptara
guarecerse en mejor lugar. Y, ante
la resistencia que el oponía, le
señalaba, como más afortunado,
el perrito que la señora llevaba
consigo, atado de una cadena: —Ve
usted, ente perro está mejor que
los que duermen voluntariamente
en la calle, como usted, en estos
días de frio.
Pero el mendigo contestó a la
señora: ―Seguramente lleva razón,
en lo del perro. Yo estoy peor que
él, pero soy libre y él no lo es,
porque va atado a una cadena.
Todo tiene su precio.
9 (29)
«Small is beautiful»
NO SE TRATA de miserabilizar la medida natural
de las cosas, ni de cegar las vías del progreso con
la demagógica apología del pauperismo, ni de des-
preciar la significación de lo que sirve noblemente
de soporte, en el orden visible y creado, de la huella de lo di-
vino, de lo santo. Pero sí que es preciso no relegar el sentido
y el espíritu del Evangelio, y no avergonzarnos de ser peque-
ños, ni acomplejarnos por ser pobres, ni asustarnos si somos
pocos, porque nosotros creemos en un Dios que, al manifestar-
se humanamente al mundo, ha elegido lo débil y lo pequeño,
según el mismo mundo, para expresarse pura y gratuitamente,
y así evitar el poder sorprendernos con apariencias de fuerza
humana que ensombrecieran la autenticidad divina de su obra.
Dios, al decidir intervenir también como hombre en la histo-
ria de los hombres, no tuvo necesidad ni de ponerle nombres
ni de adjetivar su empresa. Era claro que lo hizo todo de un
modo, con un estilo, totalmente distinto del que hubiéramos
elegido nosotros, más dados a las grandezas, y aficionados a lo
espectacular, sorprendente y prestigioso: que ésa es la aureola
el poder sobre la tierra, sin el cual, cuando nos falta la fe, nos
sentimos incapaces del bien y del mal.
En cambio, la gracia y la ternura de Dios se ha manifesta-
do especialmente en lo pequeño, incluso en lo escondido a los
ojos de los hombres. Dios eligió al encarnarse y al convivir con
los hombres, los medios más humildes, serenamente amados,
profundamente asumidos. No puede entender el Evangelio de
Jesús quien pretendiera compatibilizar la vida de fe con la de-
pendencia de los "ascensos", de la conquista de los "puestos
clave", con el dominio en las relaciones con los demás, con la
10 (30)
utilización de los prestigios, con las seguridades del dinero...
Los éxitos así obtenidos, serían sólo éxitos para este mundo,
estadísticos, pero no santos.
Hemos de volver la mirada a Cristo, tal como se nos mues-
tra en el Evangelio, en esta época de miedos, de desánimos en
algunos, de nostalgias en los ricos de corazón, para liberarnos,
en la Iglesia, de la preocupación casi neurótica por la eficacia,
que se infiltra como sutil herejía en los modos y estilos de pre-
tendidos apostolados repartidores de seguridades y resucitado-
res de periclitados procedimientos de conquista y cruzada, que
hincharían a la Iglesia en vez de hacerla crecer.
Todavía, los católicos, nos dejamos vencer por la creencia
de que lo grande es útil para sorprender y dar la impresión de
poder y eficacia, por lo menos cuantitativa. De donde se legiti-
man las habilidades para que, "a fin de bien", se practique la in-
filtración en el poder político, económico, cultural, como con-
dición y medio necesario para actuar e influir en el bien espi-
ritual, confundiendo el buen resultado apostólico con las apa-
riencias de grandeza que ofrece la solidez oficializada. Poder
computado y grandeza, que incesantemente invocan las legiti-
maciones que den tal vez las leyes humanas, del orden que
sean, pero a las que se recurre como definición de fuerza, más
que respetarlas como fuerza de la razón.
Lo pequeño casi no necesita de leyes. En la Iglesia, lo pe-
queño tiene su ley en el Evangelio. Los cristianos, en este mun-
do huérfano de verdadera paz, estamos especialmente llama-
dos a hacer presente la bendición de Dios sobre lo auténtico y
espiritual, convencidos de que, aun para el más elevado de los
fines, es indispensable atender al rigor evangélico en los me-
11 (31)
dios empleados para conseguirlos. Sin lo cual, lo invocado co-
mo santo, no pasaría de mero pretexto para convertir el fin en
medio, corrompiendo el espíritu del Evangelio y escandalizan-
do a los sencillos de corazón. Y: «¡Ay del que escandaliza a los
más pequeños!».
Cristo ha bendecido lo pequeño porque existe el pecado
de «tomar el nombre de Dios en vano». Y ello ocurre cuando
lo usamos para labrar la propia instalación (aunque sea en la
Iglesia), para acceder al poder, para alcanzar la fama, el aplau-
so, el renombre, el triunfo en el mundo. Por todo esto Jesús
bendijo lo pequeño y lo consagró en el encabezamiento del
Sermón de la Montaña. Lo que allí proclama es más que sólo
poesía, porque destruye las previsiones mundanas que están
en contraposición con las actitudes puras y espirituales del
Reino de Dios.
A la luz del Sermón de las Bienaventuranzas nos damos
cuenta que estamos en la Iglesia, sin que ella misma constitu-
ya nuestro fin, porque, como institución, es el cauce que am-
para, guarda y conduce por los medios donde encontrarnos
con Dios, porque nos lleva a amarlo y nos enseña a ser santos.
Y lo hace de modo tan perfecta y hermosamente ordenado, en
el sentido de Dios, que incluso en las contradicciones y mise-
rias que, como piedras de tropiezo, podamos encontrar en su
cauce, nos estimula a reaccionar, desde la pequeñez y pobre-
za nuestra, hacia la superación de los espejismos del poder,
de las satisfacciones y glorias de la vanidad, y del pecado de
este mundo, y ponernos en la necesaria conversión a Cristo,
que ha de nacer y vivir otra vez en la vida de los que crean
de verdad en él, volviendo siempre hacia la autenticidad del
Evangelio, que va anticipando, en el alma, el cielo que se
espera.
Y todo ello es más fácil desde la pequeñez que desde la
grandeza. Es por todo esto que lo pequeño es hermoso, por-
que en lo pequeño, lo santo no puede ser eclipsado por lo
mundano. Sí: Small is beautiful!
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Documento:
INFANCIA
Y ESCUELA
DE JESÚS
AUNQUE en otras culturas surgidas en la encrucijada de continentes que
era y es el espacio conocido como Oriente Medio, se elaboraron los
primeros sistemas de escritura, partiendo (3.000 y 3.500 años a. de C.)
de figuras simbólicas, luego estilizadas en forma de signos-palabra y poste-
riormente en signos silábicos, lo cierto es que mil años antes de Cristo, en
Canaán—nombre con que la Biblia designa «la tierra prometida»— el alfa-
beto estaba ya firmemente establecido, y constaba de unos pocos signos (con-
sonantes), en contraposición a los centenares de que disponían egipcios y ba-
bilonios (escritura jeroglífica y cuneiforme), aunque la simplificación cana-
nea carecía de los signos representativos de las vocales, pero constituía un
enorme paso agilizador del lenguaje escrito. Así sería la lengua hebrea y el
árabe. Lo cual, como símbolo, es una muestra del nivel cultural del pueblo al
que perteneció Jesús, pues no había en el sitio para el hombre analfabeto.
Todo israelita sabía leer y escribir y poseía un oficio aprendido generalmen-
te del propio padre. Entre los judíos existía este dicho: «El que no enseña a
su hijo un oficio útil, lo educa para ladrón».
Ello nos introduce al tema de la educación de Jesús, en el período de su
infancia. Pues no carece de interés detenerse en algunos datos que nos ayu-
dan a formarnos la idea de lo que se podría llamar la educación escolar de
un niño en tiempos de Jesús. Nos ha parecido útil reproducir algunas páginas
de una obra reciente y sumamente interesante", que nos facilita la tarea,
al paso que, con ello, ofrecemos una muestra del libro a quien tuviera inte-
* José A. de Sobrino, S.L. ASÍ FUE JESUS, Vida Informativa del Señor, B.A.C., Madrid 1984
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rés en adquirirlo, y del que damos referencia en nota al pie de la página an-
terior.
La "casa"
hebrea
Los primeros años de la infancia de un niño transcurrían
en su casa, pero "casa" significaba, frecuentemente, la
calle y la plaza vecinas, puesto que la vivienda reducida
y el clima benigno trasladaban una buena parte de las
faenas domésticas al aire libre. La educación de un niño
recala sobre la madre; pero el padre era responsable de
que se le diera efectivamente una educación, primera-
mente en el hogar y más adelante en la escuela. Esta
educación estaba centrada en la enseñanza de la Sagra-
da Escritura, que era, para el niño hebreo, su libro de
lectura, su manual de historia y geografía, y los rudimen-
tos de otras disciplinas complementarias.
Como la ley moral se identificaba con la ley religiosa,
los padres y maestros daban una importancia prioritaria
a la enseñanza de los mandamientos. Y esto era lo que
dos veces al día se le recordaba a todo piadoso israelita
en su oración: Tu enseñarás a tus hijos estos manda-
mientos... les explicarás el significado de este rito y de
estas fiestas.
La escuela
Pero ¿es que había escuelas en tiempos de Jesús? Sí.
La escuela primaria estaba asociada a la sinagoga; algo
así como en tiempos medievales cristianos lo fue el mo-
nasterio. A los niños se les llevaba a la escuela a los cinco
años, y en ella estaban a cargo de un maestro, el hazzán,
que era, a la vez, el sacristán y alguacil de la comunidad.
Si el número de niños pasaba de los 25, se le nombraba
maestro ayudante.
Sentados en el suelo alrededor del instructor, gran
parte de la enseñanza consistía en repetir de vita voz la
Torá, cuyo aprendizaje memorístico resultaba fácil, ya
que se poseían muchos recursos mnemotécnicos de repeti-
ción, paralelismos, aliteraciones, acompañadas de tona-
das y aun de canciones populares. Un proverbio decía:
«Hay que engordar a un niño con la ley, como se ceba
un buey en el establo». Yuna sentencia rabínica contem-
poránea añadía: «Más vale que sea destruido un santua-
rio que una escuela».
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La relación que existía entre enseñanza escolar y la
Biblia fue, quizá, la razón por la que las niñas estaban
excluidos de este aprendizaje; ya que las mujeres no te-
nían ningún lugar oficial en el mundo religioso, ¿para
qué enseñarles la Ley? Sin embargo, hasta nosotros ha
llegado una sentencia que nos indica que, al menos en
el hogar, las niñas recibían también una educación reli-
giosa. Dice así: «Todo padre tiene el deber de enseñar la
Torá a su hija». Enseñarle, sí; pero rara vez que sepa leer
y escribir.
Aprender oficio
Terminados los estudios elementales, el hijo solía
aprender un oficio, que su padre le enseñaba, para
ganarse la vida: «Quien no enseña a su hijo un oficio
―decía un proverbio―, le enseña a ser ladrón». Es, por
tanto, muy probable, casi cierto, que, si José tenía un
oficio de artesanía, que algunos textos traducen por car-
pintero, le enseñó este oficio a Jesús, quien en el evan-
gelio de san Marcos es llamado, simplemente, «el car-
pintero». Cultura oral
Desde nuestra cultura actual transcrita sobre papel,
la cinta magnetofónica y otros registros electrónicos, que
nos permiten fijar la palabra y volverla a encontrar, no
comprendemos fácilmente todo lo que significaba, en
tiempos de Jesús, una cultura oral, donde se transmitían
de memoria largos recitales de texto que eran cuidadosa-
mente conservados. Desde nuestro mundo apresurado,
que tira a la basura, por inútil, el periódico y que corrige
con el telediario vespertino la noticia que enseñó el ma-
tutino, no comprendemos el valor de esa palabra repetida
una y otra vez, sin cambio alguno, hasta esculpirse en la
memoria.
Pero nos hemos olvidado, con esta digresión sobre la
escuela hebrea, en que hemos dejado a la Sagrada Fami-
lia celebrando la fiesta de Pascua en Jerusalén, quizá
con un grupo de amigos venidos de Nazaret, y de que
permaneció allí durante una semana entera, que era
llamada de los Ácimos, hasta que llegó el momento del
Jesús perdido
Para regresar, de nuevo se formaba la caravana. En
esta caravana, según los usos de entonces en vigor, se
15 (35)
disfrutaba de libertad de movimiento, los grupos se ade-
lantaban, se retrasaban, se hacían y deshacían, coinci-
diendo tan sólo en el punto de salida y llegada. Así se
comprende que María José pudieron caminar durante
una jornada echar de menos al niño Jesús que podía
ir con otros compañeros y amigos de trayecto. Y por
eso, sólo por la tarde, llegado el tiempo del descanso,
cuando ya se echaba encima la noche, advirtieron la fal-
ta de Jesús. Y se volvieron para Jerusalén. La tradición
se ha esforzado en determinar cuál fue este punto de la
primera detención de las caravanas que regresaban de
Jerusalén para Galilea, y se ha pensado en El-Birthe, a
unos 17 kilómetros del norte de Jerusalén, aunque otros
lo sitúan más lejos.
. . .
Este período de Jesús entre los doctores cierra el
evangelio de la infancia. En la uniformidad, e incluso
monotonía, de una vida pueblerina prolongada por tantos
años, esta estampa ha levantado un extremo velo que
oculta la vida de Jesús incluso a los ojos de José y María.
Aparentemente, es un muchacho como los demás, sa-
no, alegre, extraordinariamente inteligente y despierto, y
en todo sumiso y obediente a sus padres. Pero en la vida
de este niño que crece y se fortalece hay un "Otro" total-
mente diferente y superior, a quien él llama su Padre, de
cuya voluntad depende y en cuyo templo él se encuentra
como en su casa propia. Y ante esta relación de Jesús
con su Padre que está en los cielos, se alejan y empeque-
ñecen todas las demás criaturas que están en la tierra.
Jesús entre los doctores o, como dice uno de los mis-
terios gozosos del rosario «el niño Jesús perdido y halla-
do en el templo», es un misterio de dolor у de gozo de
aquella bendita familia. Pero en parte puede serlo de
cualquier familia humana y cristiana.
En América Latina, el 60 por ciento de la población no
ha cumplido todavía los 24 años. Pero el 90 por ciento
de estos jóvenes son pobres. Un ejemplo elocuente de
ello lo da el Perú, donde los muchachos de ocho años
—¡niños todavía!— ocupan puestos de trabajo.
16 (36)
Dolores y gozos
Tres días de dolor y de gozo. Primer día. José y
María caminan en la caravana de regreso. Y piensan que
el niño Jesús va también en ella, aunque propiamente no
sepan dónde está. Los padres y los hijos van caminando
juntos, muy juntos en la vida durante los años de la
niñez y de la adolescencia. De pronto, un día, sin ellos
advertirlo, el niño, la hija, se les separa, se sale de la
caravana. Pero ellos no lo advierten, y siguen alejándose
de Jerusalén, que es donde el hijo se ha quedado. Se va
creando, paso a paso, una distancia cada vez mayor;
pero sin advertirlo. Hasta que de pronto llega la tarde, y
se dan cuenta de que el hijo no está con ellos. ¿No es
ésta la situación de algunos padres e hijos? ¿Como podía
suponer que se ha salido de la caravana, él que era hasta
entonces tan obediente y tan buen muchacho?
Segunda jornada. El hijo se ha separado, y los padres
lo saben ya, pero no saben dónde se encuentra. Lo han
perdido. La palabra, el verbo que hoy se puede aplicar a
tantos chicos de las familias. La pérdida de los hijos. Y
no precisamente por haberse ido al templo a escuchar a
los maestros de la ley, sino por otras diversas causas que
también a veces les hacen salir del templo y rechazar la
ley.
Y el papel de los padres es volver, volver sobre sus
pasos, tratar de acortar distancias; porque, aunque no lo
puedan determinar con precisión, saben que el hijo está
allí, en alguna parte de ese tumulto, en la ciudad palpi-
tante y confusa.
El misterio
de crecer
Tercera jornada. El encuentro; María y José buscan
a Jesús por todas partes, y también en el templo, y allí
lo encuentran. La escena no carece de cierta tensión. El
niño Jesús está allí, aparentemente tranquilo, parece que
sin darse cuenta del dolor que ha causado a sus padres.
Salta la queja; en este caso, controlada, pero honda: «Tu
padre y yo te buscábamos llenos de amargura». Y el niño
responde: «Estaba aquí, donde debía estar, que es la casa
de mi Padre, ocupándome de sus cosas. No en la carava-
na, Madre, sino en la casa de Dios».
Esta tercera jornada es la más difícil de comprender.
Incluso para María y José, los grandes iluminados con
las revelaciones de Dios. Este alejamiento del niño no lo
17 (37)
comprenden. Lo único que María hace es esconderlo en
su alma, colocarlo dentro del corazón, donde se colocan
las penas que no se comprenden; donde un día, cuando
el Espíritu de Dios lo quiera, todo quedará iluminado. Y
entonces comprenderá.
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Esperanza para América
El papa Juan Pablo II, en Santo Domingo, el 12 de oct. de 1984, tras
acusar a las potencias extranjeras, que siguen sus propios intereses eco-
nómicos, de bloque o ideológicos, y reducen a los pueblos a campo de
maniobras de sus propias estrategias, enderezaba estas palabras:
¡América Latina, fiel a Cristo, aumenta y realiza tu esperanza!...
Esperanza de una Iglesia, que firmemente unida a sus obispos, con sus sa-
cerdotes, religiosos y religiosas al frente, se concentra intensamente
en su misión evangelizadora y que lleva a los fieles a la savia vital
de la Palabra de Cristo y a las fuentes de gracia de los sacramentos.
Esperanza de ulterior crecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas
para llevar a cabo la nueva evangelización de los pueblos latino-
americanos a partir del rico patrimonio de verdades sobre Cristo,
sobre la Iglesia y sobre el hombre que proclamó Puebla.
Esperanza de una Iglesia fuertemente empeñada en «una sistemática ca-
tequesis que complete» en los fieles la evangelización recibida.
Esperanza de los jóvenes, que, plenamente acogidos y alimentados en su
espíritu, dé a la Iglesia, en un continente de jóvenes, horizontes de
vigor nuevo en su fidelidad a Dios y al hombre por él.
Esperanza de un laicado consciente y responsable, comprometido en su
misión eclesial y de ordenación del mundo según Dios.
Esperanza de reconciliación entre pueblos hermanos, desterrando gue-
rras y violencias para reconocerse en la unidad de «una gran pa-
tria latinoamericana, libre y próspera, fundada en un común sus-
trato cultural y religioso.
Esperanza de grupos étnicos que quieren mantener su identidad y cultu-
ra popular sin renunciar a la común solidaridad y progreso y que
necesitan una más plena evangelización.
Esperanza del movimiento de los trabajadores que luchan por más dig-
nas condiciones de vida y de trabajo. De los «sectores intelectua-
les», que reencuentran los valores étnicos y culturales de su pueblo
para servirlos y promoverlos. De los científicos y tecnólogos que
quieren ordenar los recursos del saber a la elevación y progreso de
América Latina...
Un gran futuro de esperanza, que tiene un nombre: «La civilización del
amor». Nombre que ya indicara Pablo VI...
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«Lo que hacéis a los más pequeños»
Por la fe, Cristo se forma en el interior del hombre lla-
mado a la libertad de la gracia, manso y humilde de co-
razón, que no se envanece de los méritos de sus propias
obras, que nada valen; el hombre que, por la gracia de
Dios, puede ser llamado pequeño por Cristo, esto es, otro
Cristo, con aquellas palabras: Lo que hicisteis a uno
de los más pequeños a mí me lo hicisteis. Cristo se for-
ma en aquel que toma la forma de Cristo, y toma la for-
ma de Cristo el que se une a Cristo con amor espiritual.
De donde viene que el hombre por la imitación de Cristo
llega a ser lo que Cristo es, en el grado en que lo puede
ser. Dice san Juan: Los que afirman que están con él
se han de comportar como él se comportaba.
San Agustín
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratoria
Pleret Sun Felipe Neri, 1 - Apartado 103 - Alberte - D.L AB I/67 - 3.2.5
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