Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 220. MARZO. Año 1985
SUMARIO
HAY dos palabras, una en tránsito a la otra, que en-
cierran todo lo que la Iglesia nos pide para la
Cuaresma: «conversión» y «Evangelio». Ellas nos
debieran bastar para recordarnos la tarea que nos
compromete a no desperdiciar tiempo, fuerzas y vida.
Convertirse, volver siempre al Evangelio, «buena noticias
de Dios «novedad santa» para los hombres, «anuncio go-
zoso» que dispone a la realización del gran proyecto de
justicia y felicidad, para el mundo. Pero para un mundo
renovado, de cielos y tierra nuevos, de hombre nuevo, de
humanidad purificada, renacida del injerto de Dios mis-
mo en nosotros.
TEOLOGÍAS
EL EJEMPLO DE LA CONVERSIÓN DE NEWMAN
TEOLOGÍA DE LA CONVERSIÓN
ZUBIRI Y LA EXPERIENCIA TEOLOGAL
CUARESMA PARA "BUENOS" CRISTIANOS
LA RECONCILIACIÓN
1 (41)
Señor Jesús,
este pueblo te reconocerá siempre como a su Dios.
No volverá sus ojos a otra estrella
que no sea la del amor y la misericordia
que brilla en nuestro corazón.
Que sea, también el tuyo, para nosotros,
el faro luminoso de nuestra fe,
el ancora de nuestra esperanza,
el símbolo de nuestro estandarte,
el escudo donde se ampara nuestra debilidad,
la aurora de una paz imperturbable,
el vínculo de una santa concordia,
la nube que fecunda nuestro campo,
el sol que ilumina nuestro horizonte,
el manantial de donde fluyen
los dones que nos ayudan a vivir cada día...
Multiplica, sobre nosotros, los años de nuestra paz,
y líbranos de la incredulidad y la corrupción
de la calamidad y la miseria.
Que tu Evangelio inspire nuestras leyes,
que gobierne tu justicia nuestros tribunales,
que tu clemencia y tu fuerza
sostengan y dirijan a los que nos gobiernen,
que la sabiduría, la santidad y el celo apostólico
sean la perfección de nuestros sacerdotes,
y que tu Gracia a todos nos convierta
y tu gloria nos corone eternamente,
para que todos los pueblos y naciones de la tierra
al contemplar la alegría y felicidad de nuestro corazón,
se refugien también en el tuyo y sepan que los amas
y gocen de la paz que les ofreces,
en la fuente pura y símbolo perfecto
de amor y caridad. Amén.
Juan Pablo II,
en Ecuador, el 1.2.1985
2 (42)
Teologías
BASTANTE distanciados de la idea medieval de «cristiandad», no pode-
mos imaginar, desde el talante secularizado de nuestra época ―que
algunos ya le han puesto el nombre de «posmoderna»― lo que pudo
ser aquella permanencia del pensamiento puesto siempre en Dios,
no sólo como centro de la vida de cada hombre, sino de la sociedad entera
considerada, por lo menos en Occidente, como realidad eclesial. Dios en el
hombre y en todas las cosas, dando consistencia y sentido a todo. Pero no
se menospreciaba la razón, porque hasta la teología era razón ordenada a
Dios, aunque iluminada por la fe.
Luego llamaron modernidad al crecimiento sorprendente del mundo y
de los saberes humanos, y se tomó al hombre como centro de sí mismo, no
para oponerlo a Dios, aunque si distinguiendo fe de razón, que precipita-
ciones posteriores quisieron oponer imaginando, tal vez, que de esta ma-
nera el hombre cumplía mejor con su irrenunciable vocación a la libertad.
Pero ha sido un error creer que puede ser libre con sólo pegarse a la in-
mediatez de su circunstancia concreta, en un tiempo dado, olvidando que
le era igualmente necesaria la perspectiva de la inmortalidad del espíritu,
propia de su naturaleza, y el dato de Dios como «ser fundamental», que no
es, en buena filosofía, un límite extrínseco a la libertad, sino la fundamen-
talidad que la confiere al hombre.
La negación de esta perspectiva se ha hecho, en algunos, rebajando el
concepto de Dios, a niveles de domesticación que podríamos llamar bur-
guesa, en otros, como reacción que desprecia la imagen de ese Dios acep-
tado sólo como complemento de las instalaciones temporales. Y así, entre
ignorancias y culpas, el olvido, el rechazo o la rebeldía han venido a cons-
tituir el pecado o la infidelidad de nuestro tiempo. O tal vez el reto.
3 (43)
Ha sido frente a este pecado que los teólogos de hoy, con la razón y la
fe, pero cerca de las grandes miserias y los grandes sufrimientos de las
guerras y la pobreza, contrastando con IAA injusticias y el hedonismo in-
sensato, han vuelto a tratar de Dios ya contemplarlo de nuevo, con razo-
namientos que parten de la realidad presente y abiertos a la vocación de-
finitiva del hombre: su libertad. Porque el hombre necesita ser libre para
poder elegir lo bueno, es decir, para poder amar. Y necesita el amor para
poder ser feliz. Amar a Dios y Amar los hermanos.
No nos puede extrañar que hoy vuelva la palabra «teología» cuando se
quieren catalizar estos razonamientos que, de diferentes modos y desde la
perspectiva de la fe, reorienten la vida de los hombres sobre la tierra, en
su camino hacia Dios, empujando al mundo hacia un orden nuevo donde
Bea posible la utopía del amor, sin otros rigores que los del Evangelio, más
radical que riguroso.
De la raíz del Evangelio, los santos que bebieron en la «devotio moder-
na» surgida en los inicios de aquellos pasados tiempos nuevos, nos traje-
ron el acercamiento a la santa Humanidad de Jesucristo, dejando más
lejos al Dios distante de las majestades medievales. También ahora tendre-
mos santos ―ya están entre nosotros, y no nos hemos dado cuenta― que nos
ayudarán a descubrir la semejanza de Cristo en los rostros y las vidas de
los que todavía no son libres, o lo son menos que nosotros, y que necesitan
alcanzar y orecer en su libertad para poder amar y ser amados como hi-
jos de Dios. Porque ningún hombre será y merecerá ser verdaderamente
libre ―y por lo tanto capaz de amar y de se feliz― si no son librea todos los
demás.
CONFERENCIAS
CUARESMALES
SEÑORAS: días 25, 26 y 27
de marzo, a las
6 de la tarde.
PARA TODOS: días 1, 2 y 3 de
abril, a las 8,30
de la tarde.
4 (44)
EL EJEMPLO
DE LA CONVERSIÓN
DE NEWMAN
NEWMAN es el gran converti-
do y, sin duda la figura más
relevante que, desde la Re-
forma, ha decidido volver a Roma.
La misma importancia de su con-
versión puede haber dado lugar,
por lo menos en la literatura en
torno a él aparecida en los países
latinos, a reducir su significación,
poco más que apologética, sin que
nos lleve más allá de seguirle en
su camino hacia la fe, sin entrar
bastante en sus actitudes interiores
que dolorosamente le llevaron a la
Iglesia, y sin seguirlo, más adelante,
a lo largo de su dilatada y fecunda
vida, en las ideas que todavía hoy
llamaríamos avanzadas, y que lo
fueron sin duda cuando las expo-
nía, anticipándose tanto a su pro-
pia edad, que pocos alcanzaban a
comprenderlo.
Su "cruz" no se la cargó el angli-
canismo del que tuvo que despren-
derse al hacerse católico, sino que
sus dolores de peregrino de la ver-
dad sobre la Iglesia, no acabaron
cuando abrazó el catolicismo. In-
comprendido por la mayoría de los
hermanos que había dejado en su
Iglesia "madre", la de Inglaterra, e
incomprendido igualmente por un
gran número de los nuevos herma-
nos que legítimamente pensaba en-
contrar en la Iglesia de Roma, y que
escasamente le comprendieron bien
o porque no acababan de fiarse de
la sinceridad o perseverancia de su
conversión, o porque más bien te-
nían un concepto religioso hereda-
do y no ganado a fuerza de oración,
estudio y deseos profundos del al-
ma; o, simplemente, porque eran
más vulgares. Podía decir que su al-
ma estaba en paz, pero no sin dolor.
No podemos resumir aquí su vi-
da, ni siquiera hasta esa meta más
conocida que termina con su con-
versión a Roma y sus comienzos
en el Oratorio que fundaba en In-
glaterra. Después hubo mucho más,
tanto, que sin reseguirlo paso a pa-
so, se hace muy difícil reconocer
el verdadero valor de su conver-
sión. Iglesia de Inglaterra, Iglesia
católica: él siempre amo a la Iglesia
5 (45)
de Cristo, de modo que ni en el
anglicanismo ni en el catolicismo
pudieron jamás comprenderle to-
dos aquellos que se movían en la
respectiva Iglesia, tomándole como
fin en sí misma u organizándose en
ella como partido. Newman veía
más alto y más hondo. Ese mirar
era su absoluta sinceridad con Dios
y también con los hombres. «Abo-
rrezco y detesto los equívocos, la
mentira, la doblez, la picardía, la
astucia, la melosidad, la hipocresía,
el pretexto... y pido a Dios que me
libre de caer en sus lazos o tram-
pas». Esto no le impedía ser correc-
to, justo, respetuoso y bueno con
todos, en especial con sus superio-
res y podemos comprobarlo por po-
co que nos detengamos en la corres-
pondencia que con ellos mantenía
en lo más duro de la polémica.
Cuando ponemos los ojos sobre
un convertido para que nos sirva
de ejemplo, parece, a primera vista,
que poco puede interesarnos, más
allá del admirado reconocimiento
que nos merezca. Tal vez porque
pensamos, muy fácilmente, que
nosotros ya no necesitamos con-
vertirnos, pues hemos nacido en la
fe católica y perseveramos en ella,
tal como nos vino casi por heren-
cia. Pero esta actitud no será nunca
suficiente para ser santos, ni en ri-
gor para ser buenos cristianos.
Newman mismo se refiere, sin
intentar darle la importancia que
luego tendría, a su «primera con-
versión, cuando tenía quince años»,
en términos de que fue entonces
cuando descubrió la relación per-
sonal que existía entre él y Dios.
Fue como un despertarse de un
sueño, que obró en él una gran
transformación de mente. «Yo y
Dios». Podemos decir que, lo demás
que ocurriera en su vida, fue la
consecuencia de esa conciencia de
su relación personal con Dios, des-
cubierta en aquella temprana edad,
que suele ser el momento en que se
acrisola la base del carácter en la
persona humana, todo el resto es
fruto del desarrollo de esa mirada
mantenida fielmente.
Esa, por lo menos, es la impre-
sión que se obtiene después de leer
su Apologia pro vita sua y recorrer
sus Autobiographical Writings. Y
esta sinceridad, este afinamiento
espiritual, dulce y tenaz, abnegado
y benigno a la vez, pero laborioso,
inteligente, desprendido de miras
humanas, penetrado de oración, sa-
crificio, trabajo, estudio y esperan-
za, transformaron su alma, de la
que, sin embargo, pudo decir, que
no creía que, con abrazar el catoli-
cismo, hubiese cambiado demasia-
do, sino que había sido todo como
una travesía, como llegar a puerto.
Pero el verdadero puerto está en
riberas más lejanas. Y en ese bogar
hacia él nos es ejemplo insigne, a
la hora de prepararnos para la de-
finitiva conversión, pendiente, to-
davía, para todos nosotros.
6 (46)
TEOLOGÍA
DE LA CONVERSIÓN
TIEMPO de teologías podría-
mos llamar al nuestro o, qui-
zás más propiamente, tiem-
pos teologales, porque cuando los
hombres de hoy se encaran con el
problema de Dios, no lo hacen abs-
trayéndose de la propia realidad
envolvente para fijar su razona-
miento centrado en Dios mismo,
sino que el pensamiento y su razo-
nar de Dios se da, en ellos, a partir
de las realidades apremiantes que
están a la vera de la existencia hu-
mana consistiendo con ella. En este
sentido podría considerarse menos
adecuado el enunciado de «Teolo-
gía de la liberación», si bien a estas
alturas cambiar el nombre ya con-
sagrado acarrearía más confusión
y resultaría menos expresivo. Pero
son las cosas, son los hombres, y es
cada uno de ellos que, desde la
existencia concreta que le rodea,
provoca esta referencia razonada y
espiritualmente iluminada hacia
Dios, para fundamentar los moti-
vos para un cambio, incluso econó-
mico y político, que el mundo de
hoy necesita a todas luces, y desea
y expresa con dolores y lamentos
que se levantan en los sectores más
deprimidos de la humanidad: los
más pobres, los hombres de las zo-
nas más conflictivas de la tierra y,
por lo mismo, más problemáticas
de cara al futuro, en las que la Igle-
sia está presente y no puede silen-
ciar las exigencias del Evangelio,
con todo lo que implica de compro-
miso, de riesgos e, igualmente, de
esperanzas.
Los males que aquejan a la
humanidad y que repercuten en
la Iglesia en forma de tensión invo-
lutivo-progresista, no son los que
se curan con separaciones o conde-
nas, porque ya no se trata de que
hayan proliferado excrecencias tin-
tadas de herejías o animadas de
subversión, sino que es el clamor
de la voz de los que invocan el
Evangelio en un momento de crisis
y de profundas transformaciones
que todos reconocen que obligan a
7 (47)
una revisión de los planteamientos
mentales y afectivos que se traduz-
can en decisiones y obras, aunque
permanezcan inalteradas las ver-
dades fundamentales de la dimen-
sión total del hombre, frente a si
mismo, frente al mundo y frente a
Dios.
El mundo que no nos gusta no
puede cambiar si no nos cambia-
mos también nosotros; si no cam-
biamos también los cristianos. Des-
de lo que somos como hombres, y
desde nuestra mentalidad ilumina-
da por la fe, en general demasiado
replegada en el individualismo, y
erróneamente satisfecha con la po-
sesión de la verdad, amparados en
seguridades insostenibles frente al
mundo que amanece transforman-
do todo el panorama de la historia
que necesariamente hemos de vi-
vir, siendo actores de la misma.
Es preciso que comencemos por
admitir que es posible el cambio
de nosotros mismos. Y, en seguida,
que es necesario. Es preciso reco-
nocer que «el hombre es una reali-
dad no hecha de una vez por todas,
sino una realidad que tiene que ir
realizándose» (Zubiri), pero no de
cualquier modo, por supuesto, si-
no «en un sentido muy preciso».
Cierto, desde las cosas, con ellas
―desde el mundo, en el mundo―
y hacia Dios. Pero no hacia Dios
como añadido, incrementando con
su relación y presencia, nuestro ser
y obrar, sino tomándolo, más bien,
como fundamento de la existencia
en nuestro mismo ser.
Cuando esta fundamentación se
hace experiencia en la vida ―ex-
periencia de Dios― equivale a lo
que llamamos, en palabra cristiana,
conversión.
El hombre, este ser inacabado,
en constante crecimiento, abierto
y llamado a trascenderse; este ser
«salido de Dios para volver a él»,
no puede emprender este regreso
sin la «conversión». Incluso sin la
insistencia en un «estado de con-
versión». Porque la conversión
cristiana es la forma más intensa
de experiencia de Dios, pues va
más allá del reconocimiento y
aceptación filosófica ―teórica―
de la fundamentación y ultimidad
de la vida en Dios. La conversión
es la apertura no reticente para
asimilar el prototipo de experien-
El cristianismo es una vida, no una demostración. Nadie puede otor-
gar la fe a otra persona, pero sí puede situar a los demás en la actitud
adecuada para que comprendan qué es la fe y cuáles sus exigencias.
Rosemary Haughton
8 (48)
cia divina, dada en Cristo, y ex-
tendida, por la gracia, a los cre-
yentes.
Se ha dado nombre a muchas
teologías, con más o menos fortuna.
Pero hay una teología que New-
man suscribiría sin recelo, amante
como era de la totalidad y del ra-
dicalismo espiritual, única forma
de ser sinceros frente a Dios, y que
sí podría disponernos a todos cuan-
tos aceptáramos las actitudes de
su planteamiento, para una expe-
riencia vital de Dios, que nos lle-
vara a no absolutizar lo que es re-
lativo, en perjuicio de lo verdade-
ramente absoluto; a no fanatizarnos
con exageraciones institucionalis-
tas, en perjuicio de la primacía del
espíritu, ya no entusiasmarnos con
lo mundano, en perjuicio de los
valores y el estilo del Evangelio. A
no tener miedo, en fin, sino espe-
ranza en la bendición de la Pro-
videncia, que nos quiere actores
―hacedores― generosos en
mundo nuevo que amanece, que
tal vez nos sorprende y hasta nos
asusta, porque nos resulta difícil
de comprender si lo pretendemos
compaginar con nuestra actual po-
sición establecida, pero que se nos
manifiesta con una carga inmen-
sa de esperanza si, dispuestos a la
abnegación y desprendidos, acep-
tamos que hemos de cambiar, como
antaño, para situaciones parecidas,
aceptaron cambiar los santos, que
nos han precedido.
VIA
CRUCIS
VIERNES
SANTO
A LAS 9
DE LA MAÑANA
9 (49)
ZUBIRI Y LA EXPRESIÓN
TEOLOGAL DE LA REALIDAD
En esta colaboración, el profesor Cruz Hernández nos sin-
tetiza, apoyado en el pensamiento de J. Zubiri y en línea
newmaniana, el problema teológico de la configuración--
desfiguración de Dios por el hombre.
LA REALIZACIÓN
del hombre en la
realidad constituye
la experiencia teo-
logal. Es evidente
que la disipación de nues-
tro ser personal, la frivoli-
dad, disuelve esa experiencia marginándola. Individualmente
podemos resolverla poniéndola entre paréntesis (agnosticis-
mo), religándonos a ella negativamente (ateísmo), o positiva-
mente (teísmo). Zubiri siempre consideró que nuestra vida
era constitutiva y finalmente eso: experiencia de Dios, pero
en un sentido tan radical que a ello debió dedicar muchos
años de esfuerzo. Aparecía ya en dos de sus primeros traba-
jos, En torno al problema de Dios (1936) y El ser sobrenatural:
Dios y la deificación en la teología paulina (1937); y fue des-
arrollada en varios de sus más hermosos cursos: El problema
de Dios (1948-1949), El problema filosófico de la historia de
las religiones (1965), Reflexiones filosóficas sobre algunos pro-
blemas de teología (1967), El problema teologal de Dios (1971-
-1972) reelaborado en la Gregoriana de Roma (1973). Lo que
algunos recogimos entonces en apresurados apuntes, lo he-
mos leído ahora diáfanamente, lo que no quiere decir que sea
sencillo, pues la filosofía no lo es.
10 (50)
Se trata, conviene de-
cirlo pronto, de un gran
problema del hombre, aca-
so el único radical proble-
ma, pues no somos un ser
vivo más, sino persona im-
plantada en la realidad en
razón de la dimensión fundamental de nuestra inteligencia
sentiente. Así, aquello nos configura de un triple modo: como
ultimidad a la que nos remitimos, como posibilidad de nues-
tra apertura y como impelente de nuestra realización. Así, to-
do hombre resulta religado: a la vaciedad el frívolo, a la sus-
pensión el agnóstico auténtico, a la negación el ateo, y a la
afirmación el creyente. Naturalmente, como la permanencia
racional en la suspensión es casi imposible, la mayoría de los
que se declaran agnósticos son en realidad ateos. Y como po-
cos quieren recorrer la índole de la estricta negación, el ateo
tiende a absolutizar, deificando la materia. Este tipo de ateís-
mo es el más lógico. Si tomamos a la realidad en los tres mo-
mentos fundamentales antes señalados, el poder de lo real no
puede ser negado. La hipótesis atea realiza aquí una reduc-
ción radical, ya que remite referido poder a la causación ma-
terial, pero no le concede lo que de hecho le correspondería:
constituir por sí sola la deidad.
11 (51)
Porque, ¿qué es el tal poder de la realidad?, lo que con-
ceptualmente decimos de Dios. Zubiri lo caracterizará final-
mente como una trascendencia. Entonces el nudo de la cues-
tión es el acceso a la deidad. «Si el encuentro del hombre con
Dios... se funda en el hecho de la religación, fundamento de
mi ser personal; y si la persona es esencialmente concreta, el
encuentro efectivo del hombre con Dios y de Dios con el
hombre, la entrega del hombre a Dios como verdad, no pue-
de menos de ser concreta. Ahí radica la concepción de la fe,
modulada tanto por la dimensión individual del hombre co-
mo por su dimensión social y su dimensión histórica».
La riqueza de esta concepción no permite un cómodo
resumen, pero sí una pregunta, ¿cuál es el resultado?: Dios es
trascendente en las cosas. El texto paulino, invisibilia per ea
quae facta sunt visibilia cognoscuntur, cobra así su sentido le-
yendo en. En segundo lugar, la experiencia de Dios parte de
la raíz de la experiencia de las cosas; el frívolo no las tiene,
porque resbala sobre su superficie, porque pasa de la reali-
dad. En tercer lugar, el Dios personal ―no la deidad sino el
de cada uno— configura la propia vida del hombre, que al
hacerse configura o desfigura a su Dios. Así, es inútil, por
carecer de sentido, buscar a Dios desde argumentos físicos o
dialécticos. Todas las experiencias religiosas concretas alcan-
zan la deidad; debe superarse la presunta dicotomía inmanen-
cia-trascendencia. En fin, si Dios tiene hoy tan escasa realidad
en algunas sociedades, ¿no será porque en nuestra vida en
vez de conformarlo lo hemos desfigurado? Naturalmente, estos
no es un tratado de teología edificante, pero sí es el comien-
zo de la edificación de una teología.
Miguel Cruz Hernández.
Ser feliz es sufrir creando.— Luis Felipe Vivanco
12 (52)
Cuaresma
para "buenos" cristianos
ESTE AÑO, los carnavales re-
sucitados como para refren-
dar que en nuestra sociedad
se han inaugurado tiempos nuevos,
no habrán servido, para muchos,
para otra cosa que de pretexto que
justifique la renovada ocasión de
divertirse, sin preocuparse por en-
trar luego ―como antiguamente se
entendía― en los rigores de las ob-
servancias cuaresmales. Para otros,
sin embargo, puede que les haya
recordado que, en efecto, la cuares-
ma está ahí y los cristianos lo tie-
nen en cuenta: es tiempo de reno-
vación, de revisar la conciencia
cristiana, de recordar nuestro Bau-
tismo y ver qué hacemos por él.
Cierto que para ello, no haría falta
establecer un tiempo determinado
del año, ni de la vida, y si en el
calendario de la Iglesia comenzó a
señalarse ese tiempo privilegiado
para intensificar aquellos objetivos
ello se debió a la conveniencia de
organizar el proceso de las conver-
siones, pues tomando como refe-
rencia la Pascua, se pensó que una
preparación intensiva para la com-
prensión y participación en este
misterio, podía ser el mejor medio
para disponer a la recepción del
Bautismo a los catecúmenos que lo
esperaban y ofrecer, a la vez, mejor
ocasión para restaurar la vida cris-
tiana de los bautizados que hubie-
sen quebrado su perseverancia y
tuvieran necesidad de reconciliar-
se con la Iglesia. De donde la im-
portancia de los dos grandes sacra-
mentos de la conversión y de la
reconciliación: Bautismo y Peni-
tencia.
Pero los cristianos (los ya bauti-
zados) que se mantienen en la vida
de Gracia, para quienes, en apa-
riencia, no se da la situación dra-
mática de permanencia en el peca-
do, ¿cómo han de vivir la cuares-
ma o qué puede significar ahora
para ellos?
No se trata de turbar conciencias
asustándolas con miedos y remor-
dimientos que fomenten las clien-
telas de confesonarios, para que en
ellos vuelquen sus escrúpulos y
13 (53)
persistan en una permanente infan-
tilidad o subdesarrollo espiritual,
esclavos de temores e incapaces de
asumir responsabilidades y cayen-
do en el vicio de transferirlas de-
vota y cómodamente en "el padre
espiritual". Tampoco sería pruden-
te instalarse en la seguridad anár-
quica e individualista, tan opuesta
al sentido de Iglesia, que es comu-
nidad en torno a Cristo y marco
donde estamos para que vivamos
la participación en su misterio. Es-
ta participación misteriosa se ini-
cia con el Bautismo y se desarro-
lla a través de la vida mediante la
colaboración responsable de cada
uno con la Gracia que se nos ha
dado y que incesantemente se nos
ofrece.
Ya nos damos cuenta que es pre-
ciso avivar la conciencia y dirigir-
la, bien despiertos, a Dios. Es la
oración, es el trato con Dios: la fe,
la vida cristiana no puede pres-
cindir de ella. Todo lo que nos ro-
dea ―«el cielo y la tierra», diría
el salmista― nos llevan a pensar en
Dios y a tratarlo. Pero la Iglesia,
siempre, aunque más en cuaresma,
nos exhorta a ello. Buena prueba
está en las lecturas de las misas.
Ojalá tuviésemos tiempo y volun-
tad para ir directamente a partici-
par en la Eucaristía sin perdernos
el atender solícitamente a la Pala-
bra que en ella se nos anuncia. Pe-
ro si ello no es posible, acudamos,
por lo menos, diariamente y orde-
nadamente, a la lectura continua
EN EL TIEMPO Y MÁS ALLÁ DEL TIEMPO
La reconciliación cristiana exige, en primer lugar,
el anuncio sereno e íntegro de la grande y supre-
ma "novedad" que Cristo nos trajo acerca de la
perspectiva eterna de la existencia humana, que
va más allá del tiempo y de la historia; y que in-
cluye el llamamiento a todos los hombres para que
conozcan la Verdad y se sientan comprometidos en
la caridad y en la santidad. Pues «ésta es en efecto
la vida terrena ―dice Jesús (Jn 17, 3)— que te
conozcan a ti, único Dios verdadero, y a
quien has enviado, Jesucristo».
Juan Pablo II,
(19.1.1985)
14 (54)
del Evangelio, completada con la
recitación pausada de algún salmo
Es posible que, si lo pensamos bien
podamos hacer una cosa o la otra
o ambas. Tendremos, a buen segu-
ro, mucho que oír y que decirle a
Dios.
De la oración serena, bien hecha,
del rescoldo de nuestro trato con
Dios, de buen sentido y "espíritu"
con que a él acudamos, se nos mos-
trará que nos quedan muchas cosas
por hacer, por reformar ―dar otra
"forma", rehacer― en nosotros mis-
mos. Tal vez no siempre se trate de
"quitar" pecados, sino más veces
de "poner" virtudes, de no negar
el desarrollo que la fe nos exige
en el crecimiento del bien, no para
autocontemplarnos en el espejo de
nuestra vanidad ―no hemos de
tener tiempo para ello―, sino para
mirar a Cristo, para ser como él.
Sentiremos vergüenza, seguramen-
te, de tardar tanto en decidirnos a
ser generosos y sencillos. Pero po-
demos, debemos hacerlo, ya, aho-
ra. Porque no estamos convertidos
todavía del todo, sino convirtién-
donos. No "estamos" en la Iglesia,
sino que "caminamos" con ella, ha-
cia Cristo, hacia el ideal que mar-
có en nosotros el Bautismo, inicio
de vida nueva en nosotros. Cuando
la Iglesia nos habla de "ayuno",
nos recuerda que es imposible que
crezcamos sin podar el ramaje in-
útil que nos pesa y gasta en vano
energías dignas de mejor causa. He-
mos de privarnos de lo que es ma-
lo, para el cuerpo y para el alma.
Pero hemos de saber prescindir,
con frecuencia, aun de lo aparen-
temente bueno para que alcance-
mos lo mejor. Nosotros vivimos
en una sociedad consumista y po-
seedora, que esclaviza y debilita a
los hombres en su voluntad, y los
deja sin fuerzas para lo mejor. El
que no entrene en el necesario
ejercicio de prescindir de lo que no
es necesario, logrará en el mejor de
los casos, principiar muchas cosas,
pero difícilmente podrá acabar nin-
guna que valga la pena y, sobre to-
do, se incapacitará para atender a
la principal, su vida cristiana: pa-
sará por la Iglesia como un pagano
barnizado de cristiano.
Y, además, hay que hacer el bien.
La Iglesia, en cuaresma, junto con
la oración y el ayuno, nos insiste
en la necesidad de la limosna, en
dar "de lo nuestro" para el bien de
los demás. No es que deba tratarse
precisamente de dinero. A veces
hay otras cosas tan útiles o más
que el dinero. Todos nosotros so-
mos ricos de algo. Y hemos de dar,
no por sentimentalismo, sino por
amor cristiano. Cristo, precisamen-
te, nunca dio dinero; pero «pasó ha-
ciendo el bien». Y si damos dinero,
que sea bien dado. No para acallar
peticiones impertinentes, ni para
premiar la mendicidad callejera
15 (155)
sospechosamente profesional, sino
para ayudar positivamente a las
obras de bien, sean de la Iglesia
o sean civiles. Es condición, en el
bien que hagamos, que no hemos
de buscar nuestra propia satisfac-
ción o vanidad, sino poner los ojos
sólo en Dios, «que ve en lo escon-
dido». Podemos dar cariño, com-
prensión, verdad, tiempo, que no
es poco cuando tanta avaricia y
egoísmo, tanta envidia y rivalidad,
tanta ingratitud y tantas uñas apro-
vechadas rasgan la vida de miles
de seres que, con muy poco de lo
que les falta o se les niega, serían
más felices y, a, veces, también me-
jores.
Y Cristo. Cuaresma es camino a
la Pascua, y Pascua es Cristo resu-
citado: meta y modelo de nuestra
gran transformación, de ese cambio
no concluido que, como levadura
en la masa, está fermentando en
cada uno de nosotros desde que
recibimos el Bautismo; si no lo he-
mos despreciado, si, al descubrir
que estamos marcados por Cristo,
nos hemos abierto a él con grati-
tud, con gozo, con esperanza, con
deseo inmarcesible de bien.
Hay muchas cosas que segura-
mente no nos gustan, y que tampoco {1}
las podemos cambiar. Sí, en
cambio, que podemos cambiar no
sotros.
No tenemos una palabra o saber de Dios, en los
que Él sería algo así como la piedra que cogemos
levantándola del suelo, para mirarla, apropiárnos-
la, labrarla y convertirla en adorno de nuestra me-
sa para gozo de nuestros ojos. Un Dios así sería
una realidad inferior al hombre, construida por el
hombre y sometida al hombre; tal Dios, efectiva-
mente, es un ídolo, un ser que es forjado por ma-
nos humanas y que, por consiguiente, no puede
salvar al hombre... Se tiene verdadero saber de
Dios, no cuando nosotros lo inferimos como causa
u origen sino sobre todo cuando Él se deja sentir y
se da a conocer. Se tiene palabra verdadera sobre
Él, cuando podemos tener palabras de Él.
Olegario González de Cardenal
16 (56)
LA RECONCILIACIÓN
LAS PALABRAS se nos hacen viejas en seguida y hasta nacen ya viejas
cuando se pronuncian con mente distraída o como evasión nominalis-
ta, que generaliza tanto, hasta diluirse en vaguedades en las que se
pierde la energía de su significación primigenia. No costaría demasiado des-
enmascarar el fariseísmo que puede esconderse tras expresiones utilizadas
con ligereza o decididamente para ampararse en ellas y mantenerse en la apa-
riencia de lo que precisamente carecemos. Así podría entenderse la misma
palabra "reconciliación", como si el cambio espiritual que en todos se ha de
operar, tuviera que comenzar ―y dependiera, principalmente― del otro an-
tes que de sí mismo, y no digamos cuando se pronunciara sin atender a signi-
ficación concreta alguna, como simple adorno léxico, o por seguir una moda.
Lo mismo ocurre, con la palabra "paz" o "justicia", cuando denunciamos con
facilidad las situaciones lejanas, pero somos "prudentes" antes de pronun-
ciarnos (o simplemente nos inhibimos y callamos como muertos) frente a las
que rozan nuestra situación y comprometen nuestra conciencia, por si el no
callar pudiera dañar alguna mínima zona de nuestros egoísmos o de la vani-
dad que hubiéramos creado en torno a nuestro buen nombre.
Por todo eso, seguramente, además de otros motivos, el papa Juan Pablo II, en
uno de los documentos más extensos de su pontificado, que trata de la Reconcilia-
ción y penitencia, ha querido ir directamente a lo que significa la palabra esencial
«reconciliación». Es cierto que ha vuelto a recordar la distinción tradicional entre pe-
cado «venial» y pecado «mortal», pero está bien claro lo que distingue entre pecado
«personal» (que solía ser el que únicamente preocupaba a tantos cristianos) y pecado
«social». Y, frente a uno y otro, el medio que ofrece la Iglesia para remediar el mal
del pecado, es «la conversión del corazón» por la «fiel y amorosa atención puesta en
la Palabra de Dios, la plegaria personal y comunitaria, y los sacramentos».
Concretamente, en cuanto a los pecados sociales, precisa que el pecado se puede
llamar «social» por analogía, porque el pecado se da, en todo caso, en los seres res-
ponsables: «se trata de personalísimos pecados cometidos por quien genera o favorece
la iniquidad y saca fruto de ella; de quien, pudiendo hacer algo para evitar, eliminar
o limitar los males sociales, deja de hacerlo por pereza, por miedo o mudez culpable,
17 (57)
por enmascarada complicidad o por indiferencia; de quien busca refugio en la pre-
sunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende sacudirse la
fatiga y ahorrarse el sacrificio, alegando rebuscadas razones de orden superior».
Por inspiración pontificia se ha tenido, en Roma, un congreso sobre «Reconcilia-
ción cristiana y tensiones sociales», y nos queremos referir, resumiéndolo, el discur-
so que en él ha pronunciado Mons. Alessandro Plotti, uno de los obispos auxiliares
de la diócesis romana.
La Iglesia
al servicio
de Dios
Al indicar los puntos claves de la reconciliación, ha colo-
cado, en primer lugar, la «fidelidad al Señor», pues «la
Iglesia debe reconfirmar que su principal cometido es
mantener esa fidelidad, custodiar su promesa, vaciarse
de egoísmo, abandonar la lógica mundana». En esto con-
siste la fuerza de la Iglesia. «Lo cual no significa sentirse
cobijados en la seguridad... como si Dios estuviese a nues-
tro servicio, es decir, al servicio de la Iglesia, y no vicever-
sa, en una falsa y en el fondo pagana mentalidad de po-
der; significa, por el contrario, que es preciso redescubrir
aquella carga de optimismo y de energía vital que se con-
vierte en fuerza de la esperanza y compromiso para la
reconciliación». Más claro todavía: «La Iglesia debe re-
cuperar la inquietud de su ser y debe liberarse de la in-
quietud de tener: ella no es la poseedora de Dios, ni del
hombre, ni del mundo, sino que está en el mundo y, en
este sentido, debe sentirse libre sin nada que perder».
Entonces el espíritu de reconciliación está en ciernes
de construir la comunión. Respecto a lo cual, y citando
un párrafo de un documento de la Conf. Ep. Italiana so-
bre «Comunión y comunidad», dice: «Dondequiera que se
actúa con ánimo sincero con miras a construir un mundo
más justo, más respetuoso de la persona humana, abierto
a la realización de la libertad y de la paz, se prepara la
materia para la construcción del Reino de los cielos. To-
dos cuantos, con independencia de las propias conviccio-
Decía san Felipe, que no nos dejásemos tentar de pereza y aban-
donar la asistencia a la mina diaria, si solíamos hacerlo, y que no
despreciásemos el corregirnos de los pequeños defectos, porque
cuando no comienza a descuidar lo que parece pequeño, poco a poco
la conciencia se precipita en la propia ruina.
(de los escritos del p. Pompeo Pateri)
18 (58)
nes religiosas o de sus ideologías, se dedican con sacrificio
y perseverancia al bien del hombre, han de poder contar
con la comprensión y la solidaridad de las comunidades
cristianas.
Convertirse
al espíritu
de Cristo
Luego Mons. Plotti se refiere a la reconciliación que
ha de sacarnos del pecado y llevarnos a la conversión al
Espíritu de Cristo. «Esto, dice, engendra peligros, porque
el pasar de la sola letra (que es muerte) al verdadero es-
píritu (que es vida), puede acarrearnos problemas, como
le ocurrió a Cristo, y puede desencadenar la venganza de
todos aquellos que tienen demasiado interés por conser-
var una situación que podemos llamar de muerte. Pero
éste es el testimonio que los demás esperan de los cristia-
nos, y es así como se convierten, sin necesidad de abrir la
boca, en sal y levadura de vida».
De donde, el compromiso personal. Si cedemos a la
tentación de descargarnos de todas las responsabilidades
sociales y pasarlas a las organizaciones políticas o a las
estructuras civiles, dejamos de ser levadura y no influi-
mos en la transformación de la masa, pues no pasamos
de ser, en medio de ella, grumos de egoísmo, cerrados y
extraños al proceso transformador que necesita. Lo cual
significa que las transformaciones políticas y estructura-
les que se han de realizar, pueden convertirse en un ver-
dadero infierno cuando no van acompañadas, paralela-
mente, y precedidas por la transformación del hombre en
términos de conversión en el Espíritu».
Presencia
cristiana
en el mundo
Y he aquí el papel que hemos de representar los cris-
tianos. «No podemos pensar que la comunidad cristiana
ha de ser considerada como «un sujeto político», que ha-
ga de célula en una determinada y precisa tarea política,
sino que debe reconocerse que ocupa un lugar privilegia-
do desde donde los problemas políticos y sociales puedan
ser debatidos, libre de una aséptica neutralidad, y donde
se puedan educar singularmente a los cristianos para que
si adquieren una presencia cualificada en las estructuras
de la participación civil, puedan trabajar para la promo-
ción humana, para la educación en los derechos de la li-
bertad, para la democratización de la sociedad, para la
paz y por la lucha contra la monopolización ideológica,
y donde se libra la batalla para la defensa de la vida,
del trabajo y de la humanización de la vida urbana».
19 (59)
PASCUA CRISTIANA
JUEVES SANTO,
A LAS 8 DE LA TARDE,
MISA DE LA CENA DEL SEÑOR.
VIERNES SANTO,
1 A LAS 8 DE LA TARDE,
CELEBRACIÓN
DE LA PASIÓN DEL SEÑOR.
SÁBADO SANTO,
A LAS 11 DE LA NOCHE,
VIGILIA PASCUAL.
LA CELEBRACIÓN PASCUAL SE COMPLETA
PARTICIPANDO EN LA LITURGIA DOMINICAL
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri 1 - Apartado 182 Albacete D.L. AB 109/62 3.3.85
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