Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 221. ABRIL. Año 1985
SUMARIO
TANTAS GUERRAS, tantas hipocresías, tantos caínes,
tantos rencores. Y tantos pobres, tantos sufrimientos,
tantas lágrimas. Sin embargo, y a pesar de todo, el
espíritu del hombre no se rinde. La tentación de los
que tenemos fe, consistiría en instalarnos en ella, en apro-
piarnos de Dios y proclamar la división maniquea del
mundo. Pero hay esperanza, desde que Cristo triunfa de
la muerte, de la mentira y del pecado, y disuelve los fari-
seísmos y fuerza la buena voluntad de los que acepten las
bienaventuranzas y se conviertan en luz del mundo. Es
posible cambiar el mundo y preparar el reino de Dios.
EL SEPULCRO VACÍO
ELOGIO DE LA LUZ
DIEZ MANDAMIENTOS PARA EL DESARROLLO
HA PASADO EL INVIERNO
LIBRES DE LA MUERTE
AGNÓSTICOS DE NUESTROS DÍAS
NIÑOS, MEDITACIÓN Y AMBIENTE FAMILIAR
1 (61)
EL SEPULCRO
VACÍO
Qui se'ns dreçà
dins el vas nou
quan més silenci
estén la nit?
Dones fidels
varen vetllar
i just a l'alba
feien ja
camí, ben juntes
en el plor,
fins al misteri
del llindar.
Elles demanen sols ajut
per acomplir la pietat
d'ungir d'aromes aquell cos
que dins el vas saben posat.
«Quins dits mourien
el gran pes de la llosa,
quan és l'alba? Que vinguin
a consolar-nos
de la buidor vetllada
unes veus compassives».
Del tot immòbils, amb espant
miren, escolten a després
ja se'n tornaven a ciutat.
Però la qui l'estima més
sent un subtil dolor sobtat
quan perd, veient-lo al seu davant,
fins alambins de soledat.
¿Quién se nos alzó
en el sepulcro nuevo,
cuando más silencio
tiende la noche?
Mujeres fieles
vieron
y justo con el alba
hacían ya
camino, bien justas
en el llanto,
hasta el misterio
del umbral.
Ellas piden sólo ayuda
para cumplir con la piedad
de ungir de aromas aquel cuerpo
que dentro del sepulcro han colocado.
«¿Qué dedos moverían
el gran peso de la losa? Que vengan
a consolarnos
del vacío velado
unas voces compasivas».
Totalmente inmóviles, con espanto
miran, escuchan y después
ya se volvían a la ciudad.
Pero la que más lo ama
siente un sutil dolor súbito,
cuando pierde, viéndolo ante ella,
finos alambiques de soledad.
Salvador Espriu
2 (62)
Elogio
de la luz
TODOS los poetas han cantado a la luz; todo lo bueno del mundo, cuan-
do se ha querido aureolar de belleza, se ha envuelto con esta palabra.
Es como la música, algo material que los sentidos recogen, pero a la
vez libre y alada como el aire, invisible y presente, igual que la vida,
que la bondad, que la sabiduría y la fe, que el amor y la santidad. La luz,
la morada del bien y, sobre todo, la morada de Dios, y las tinieblas, mora-
da del mal. Dios mismo se hizo visible, en Jesucristo, como «luz verdadera
que ilumina a todo hombre», y más claramente todavía, afirmaría de sí
mismo: «Yo soy la luz del mundo».
Tal vez por todo esto, cuando la celebración del misterio de Cristo se
cierra, la liturgia lo exalta recurriendo a la metáfora de la luz. La cuares-
ma nos ha preparado para la noche pascual, en la puerta esperanzada
del alba, tras «la espera de un levantamiento de luz en las tinieblas», como
diría el poeta. Porque la luz de Cristo destruye la oscuridad del pecado.
Desde Cristo, con él, el hombre puede ser bueno, puede ser santo y puede
ser feliz.
La Biblia alaba la luz por sí misma ―luz de la mañana, luz del cielo, de
las estrellas, de las nubes...— como creación divina, y compara amorosa-
mente al propio hijo «luz de mis ojos» (Tob 10, 4). Serían numerosas las
citas de los Salmos, si recogiéramos la palabra «luz», en sentido de vida,
de gozo, de sabiduría, de virtud, de bondad: «La luz de tu rostro, Señor,
resplandece, está impresa en nosotros» (4, 7); «Envía tu luz y tu verdad, que
ellas me guíen y conduzcan a tu santo monte, hasta tu morada» (43, 3). Tam-
bién Isaías ve «una luz grande» que ha de guiar a todos los salvados. En
sentido propio o figurado, la palabra o la idea está esparcida un poco por
todos los textos sagrados. En los del Nuevo Testamento nos podrían bastar
los evangelistas Lucas (16, 8) y Juan (8, 12) con algún pasaje paulino (1ª Tes
5, 5; Ef 5, 8), donde nos dicen que somos «hijos de la luz», de la luz que es
vida prendida por la gracia, en cada cristiano, e iluminada por la fe, capaz
3 (63)
de transformar nuestra condición natural, como cuando en un paisaje obs-
curo reaparecen la animación y las formas si la luz vuelve a inundarlo. Es
la impresión que la Iglesia nos invita a experimentar cuando, en la noche
pascual, nos introduce desde la calle al templo y escenifica la explosión de
claridad que ilumina el recinto para decirnos que Cristo resucitado inau-
gura un amanecer resplandeciente de vida, de novedad y de felicidad san-
ta. ¡Cuán diferente seria el mundo sí, un día, los cristianos, todos a una, nos
decidiéramos a creerlo y a vivir enteramente esta simbología!
Hace poco más de medio siglo que falleció el físico Edison, a quien
tantos inventos debe la moderna electricidad (entre los cuales la ya prosai-
ca lámpara eléctrica). Al despedir el funeral alguien hizo esta observación:
«Si a una persona le hubiese sido dado poder observar la tierra, desde un
lejano planeta, cuando nació Edison, y pudiera ahora asomarse a contem-
plarla de nuevo, subiría de categoría la tierra en la clasificación de las es-
trellas ―aun sin ser estrella―, porque la ha enriquecido con millones de
nuevos resplandores».
Nosotros podemos pensar: si todos los cristianos fuésemos, de verdad,
«luz en el Señor», la tierra sería, espiritualmente, un sol pequeño, un cielo
a nuestra misma vera.
La edad de los sacerdotes
de la diócesis de Albacete
En la actualidad, después de treinta y cinco años de su
creación, la diócesis de Albacete cuenta con un número de
sacerdotes algo superior al doble de la cifra inicial del año
1950. Vinieron de otras partes no pocos, y fue igualmente
efectiva la labor del Seminario. A pesar de la crisis de los
últimos lustros, esta joven Iglesia cuenta, en el momento
presente, con 138 sacerdotes diocesanos, distribuidos de es-
te modo, según la edad:
De menos de 30 años . . . 4
De 30 a 44 . . . . . . . . . . . . 38
De 45 a 59 . . . . . . . . . . . . 66
De 60 y más años . . . . . . 30
Más de la mitad han rebasado la edad de los cincuenta
años; casi un centenar los 45; 12 los 70...
Hay que pedir al Señor que mande operarios a su viña.
4 (64)
DIEZ MANDAMIENTOS
PARA EL DESARROLLO
EL DRAMA y la esperanza de
nuestro tiempo consiste en
la diversidad existente den-
tro de un cuadro global de desarro-
llo, en el cual cada hombre y cada
pueblo ha de encontrar el propio
espacio vital dentro del gran pue-
blo que llamamos mundo. ¿Cómo
lograrlo?
Eugenio Melandri ha intentado
dar una respuesta direccional, en
forma de "decálogo", que resumi-
mos para nuestros lectores.
1
No es el hombre para
el desarrollo, sino el
desarrollo para el hombre
Parece obvio, pero no lo es tanto.
Con frecuencia el desarrollo ―o
ciertas ideologías que tratan de
él― se ha convertido en un fin en
sí mismo: basta tener en cuenta la
política de las ayudas ofrecidas no
para remediar el hambre de los po-
bres, sino para ventaja de los paí-
ses inversores. También, téngase en
cuenta el fomento del desarrollo
entendido como instrumento de po-
der para conducir a los pobres y a
los países pobres a la propia área
política o ideológica. Las luchas de
liberación en los países del Tercer
Mundo se instrumentalizan en este
sentido.
Si el fin del desarrollo fuese el
hombre, todo cambiaría de aspecto.
El papa Pablo VI lo señalaba en la
«Populorum Progressio», cuando
decía: «El desarrollo no se reduce
al simple crecimiento económico.
Para que pueda ser auténtico des-
arrollo, debe ser integral, lo cual
significa que ha de encauzarse a la
promoción de todo hombre y de
todo el hombre».
2
El mundo es un gran pueblo
cuya solidaridad debe ser
mantenida
El mundo se nos hace cada vez
más pequeño y no cesará de mos-
trarse cada vez con dimensiones
más reducidas. Quiérase o no, la hu-
manidad tiene un destino común,
5 (65)
y todas las divisiones entre este y
oeste y norte y sur, si no se resuel-
ven pacíficamente, al fin se acaba-
ran en perjuicio de todos. La mis-
ma soberanía que proclaman los
estados es cada vez más precaria y
hasta prácticamente inexistente, a
pesar de las fórmulas y solemnidad
de las declaraciones. Los organis-
mos internacionales claramente de-
muestran la debilidad en que se
apoyan, porque siempre vence la
ley del más fuerte y la razón de la
amenaza.
Esto ocurre también a nivel eco-
nómico. Ha surgido un sistema de
dominio que, con la división inter-
nacional del trabajo, se ha estable-
cido una discriminación entre la
aristocracia de la transformación y
los esclavos productores de mate-
rias primas. Da igual en el área lla-
mada capitalista, que en la de la
URSS, con su «capitalismo de esta-
do». Se ha proclamado el dogma de
la religión industrial, en la que im-
porta sobre todo, la transformación
de las materias primas en artículos
de consumo, y el hombre sólo co-
mo consumidor.
Este dominio existe ya a escala
universal, y son los estados y no los
pueblos los que lo ejercen o discu-
ten. Por ello con vendría, para un
cambio futuro, constituir algo pa-
recido a una «internacional de los
pueblos», no de los estados y pasar
del «panestatismo» actual a un fu-
turo «panhumanismo».
3
Cada pueblo se desarrolla
a partir de sí mismo
Existe una actitud miserable en
el que espera que todo se lo den los
demás, en el profesional de la mise-
ria. Dom Helder Cámara dice clara
mente: «Los pueblos pobres y los
pobres de los pueblos saben, por
experiencia, que sólo han de con-
tar con sus propias fuerzas». Por-
que nadie desarrolla lo ajeno, dice
Albert Tevoedjire. El desarrollo es
asunto propio de quien lo necesita.
Lo cual significa que, por más que
sea difícil la situación de los pue-
blos pobres, éstos no deben esperar
inactivos a que los demás les levan-
ten de la miseria, excepto en las si-
tuaciones de emergencia en las que
es indispensable remover con ur-
gencia la solidaridad internacional.
Ayuda bien quien ayude a que se
basten, sin substituir el trabajo y el
compromiso de los otros, sino ayu-
dándolo para que crezca por sí mis-
mo. Lo recibido gratis difícilmente
se valora, o agradece o utiliza bien.
4
El solo crecimiento no es
desarrollo: Deshonra el
dinero
«La acumulación de bienes mate-
riales que caracteriza al modelo oc-
cidental y del cual es fácil consta-
6 (66)
tar el poder de seducción que tiene
sobre el Tercer Mundo, no asegura
el desarrollo. Es preciso desmontar
este espejismo y buscar otros cami-
nos, que no sean los del dinero.
Cuando se acumulan riquezas, los
que las consiguen, buscan, natural-
mente, conservarlas y defenderlas.
Ello, a la vez, suscita envidia a quie-
nes carecen de ellas y la tentación
de arrebatarlas, incluso violenta-
mente si es preciso. Así nace la ne-
cesidad de una policía poderosa. La
carrera armamentista se hace ine-
vitable. Y si tantos países del Ter-
cer Mundo se lanzan a esta carrera,
es porque copian el modelo de las
sociedades industriales y se ven, co-
mo ellas, obligados a proteger los
bienes materiales que se están es-
forzando en acumular. La sobera-
nía de los estados pequeños siem-
pre está en peligro». Así escribe
Tevoedijre.
El desarrollo debe ser integral y,
por lo tanto, no sólo económico. No
el desarrollo para conseguir más
dinero, sino el dinero y la econo-
mía para el crecimiento humano.
5
El desarrollo y la paz
caminan juntos
Para poder pagar los armamen-
tos del mundo actual, es preciso
que, cada persona de nuestro pla-
neta, sacrifique las ganancias del
trabajo de dos o tres años enteros
de su vida, como contribución a la
enormidad de los gastos mundiales
para preparar las guerras. Los paí-
ses desarrollados gastan veinte ve-
ces más en armamento que en in-
versiones en países pobres. En sólo
dos días los estados gastan en ar-
mamento una cantidad de dinero
igual a la que precisa la ONU y to-
das sus agencias especializadas du-
rante un año entero. Más de cien
millones de ciudadanos viven de
sueldos pagados directamente o in-
directamente por los ministerios de
la guerra o de defensa. Los gastos
para entrenamiento de los soldados
norteamericanos cuestan, cada año,
más que la educación de 300 millo-
nes de niños en edad escolar en el
sur del continente asiático. Con lo
que cuesta un tanque moderno, se
podrían construir mil aulas escola-
res para 30.000 muchachos. El pre-
cio del submarino Trident equivale
al costo de un año de escuela para
16 millones de niños de países sub-
desarrollados.
Pablo VI lo dijo: «El desarrollo es
el nombre de la paz». Juan Pablo II
lo confirmó. El Concilio también lo
dijo: «La carrera de armamentos es
una de las plagas más graves de la
humanidad que hiere de modo in-
tolerable a los pobres» (CS 81).
Una verdadera acción de promo-
ción del desarrollo exige que, en los
países desarrollados se lleve a cabo
una reconversión industrial de las
fábricas de armamento y se camine
hacia un verdadero desarme.
7 (67)
6
No existe desarrollo
humano si se rebela la
naturaleza
De cara a la naturaleza el hom-
bre se ha comportado de una mane-
ra voraz, abusando de ella y devas-
tándola. La industrialización, con
frecuencia, ha sido un agente de
destrucción de los recursos natura-
les. En 1980, la Unión internacional
para la conservación de la natura-
leza y de sus recursos (IUCN), daba
esta alarma; la capacidad del plane-
ta para sostener las necesidades de
la humanidad se está reduciendo
irremediablemente tanto en los paí-
ses desarrollados como en los paí-
ses en vías de desarrollo; en estos
últimos, cientos de millones de per-
sonas de las comunidades rurales
se ven obligadas a destruir sus re-
cursos necesarios para liberarles de
la inedia y de la miseria; las reser-
vas de base de las industrias se es-
tán agotando; cada vez es más cara
la energía de todo tipo; mientras la
demanda crece disminuye la posi-
bilidad de seguir suministrando re-
cursos necesarios para la supervi-
vencia de la humanidad. Si no se
detiene el proceso destructor del
hombre industrial, dentro de vein-
te años se habrá convertido un ter-
cio de las tierras cultivables del
mundo, en prácticamente calcina-
das e inservibles... Degradación del
suelo, de la foresta, destrucción sis-
temática de especies animales. Y lo
peor: los países ricos tienden, cada
vez más, a trasladar la instalación
de sus industrias contaminadoras,
hacia las zonas de la tierra menos
protegidas, donde los movimientos
ecologistas pueden influir menos
en las críticas o creación de obstá-
culos para sus fines industriales.
7
No hay desarrollo sin
diálogo intercultural
Habrá que admitir que la única
cultura no es la occidental, y que,
por lo tanto, todo desarrollo no es
sinónimo de occidentalización. De
donde, como afirma Serge Latou-
che, la occidentalización del Tercer
Mundo corre el peligro de acabar
en una desculturización, o sea en
una destrucción pura y simple de
las estructuras económicas, socia-
les y mentales tradicionales, reem-
plazadas por el fardo de las sobras
occidentales, destinadas a la oxida-
ción. Sería una nueva forma de im-
perialismo, incluso cultural, siem-
pre injusto. Sería una invasión asfi-
xiante que acabaría en el etnocidio.
Depauperados del conocimiento y
conciencia de la propia realidad,
interiormente desarraigados, los
habitantes de los países del Tercer
Mundo se hallan dispuestos a iden-
tificarse con la cultura occidental a
través del fetiche del desarrollo.
8 (68)
Desarrollo ha de significar poner-
se a caminar juntos: hacia una meta
siempre soñada, aunque todavía no
alcanzada, llevando a cuestas, cada
uno, los propios valores.
8
El desarrollo es un camino,
no una meta
Toda sociedad, aun considerada
desarrollada, es sólo una realiza-
ción inacabada, una etapa, no una
meta. El desarrollo se trasciende
continuamente. Tiene necesidad de
someter a crítica el fin logrado para
poder avanzar adelante, en un ca-
mino que no conoce descanso. No
existen sociedades avanzadas y so-
ciedades atrasadas. Cada sociedad
está siempre en retraso porque está
llamada a ir más adelante. Su meta
(utópica) se dirige a la plenitud de
vida humana. Y es aquí donde los
cristianos tenemos una palabra que
decir, proponiendo como "meta"
del desarrollo al hombre tal como
se desprende de la aceptación de
las bienaventuranzas.
9
También los pueblos ricos
deben desarrollarse
Precisamente porque el desarro-
llo debe enfocarse en beneficio del
hombre, también los pueblos ricos
están interesados en él. La crisis de
la sociedad occidental, con los ins-
tintos de muerte que la sacuden,
lun puesto en evidencia, de modo
dramático, este principio. No cabe
diferenciar los países entre desarro-
llados y subdesarrollados, porque
todos están en vía de desarrollo.
Los del sud mueren de hambre, los
del norte mueren de hastío o triste-
za. El hombre, situado su el centro
del desarrollo pide, también en las
sociedades tenidas por ricas, que
los países avanzados se comprome-
tan en un camino de desarrollo.
Por otra parte, este es el único ca-
mino para poder iniciar un auténti-
co trabajo en beneficio de los paí-
ses subdesarrollados del sud.
10
El desarrollo cambia la vida
Los gobernantes de los países de-
sarrollados nunca alcanzarán poner
en práctica decisiones políticas va-
lientes, si les falta el respaldo de
una movilización popular que em-
puje esta perspectiva. Se impone
una revisión del estilo de vida. Es
preciso moderar el exceso que, de
modo generalizado, tiende a vivir y
a gastar por encima de las propias
posibilidades. Es preciso recuperar
la austeridad como base para crear
solidaridad. Desconfiamos antes de
lanzarnos al invento de ese hombre
nuevo, que no se mida por lo que
tiene, sino por lo que es. Ese realis-
mo verdaderamente humano que
el cristianismo puede inspirar.
9 (69
HA PASADO EL INVIERNO
HA PASADO el invierno. Las saetas oblicuas de las
golondrinas que cruzan los cielos, nos anuncian
que el frío se aleja y están cerca los días benignos,
y las tórtolas cantan. En los valles de tierras cerca-
nas, los almendros floridos se han vestido de blanco, como
cisnes estáticos en medio del campo; otros árboles, con prome-
sa de fruto, han abierto sus brazos a las mil mariposas rosadas
que se posan libando dulzura en sus ramas, mecidas apenas
por el aire que mueve a su paso el respiro verdeante de la
siembra que crece.
Ha pasado el invierno, cuando hacemos memoria de la
muerte de Cristo y memoria del sepulcro vacío, en la muerte
y en la gloria, en la cruz y la vida. Ha pasado el invierno, y
si miramos el campo y el cielo, nos predican claridad de es-
peranza. Cuesta menos creer en la resurrección del Señor, que
también es la nuestra. Es primavera más alta, la del espíritu
del Hijo de Dios en el mundo, que redime a los hombres de
males y miedos, pues también para ellos ha pasado el invierno.
Ha pasado el invierno del miedo, como cuando se acaban
las guerras y sonríe por fin el hambriento porque hay pan
para todos. Ha pasado el invierno, porque Cristo ha librado
a los suyos de las mismas miserias por él padecidas. Comulgó
con los males y penas de todos nosotros, y quitó el pecado y
10 (70)
lo absurdo del mundo. Nos dejaba su paz, invitaba a su amor,
convirtiéndolo todo en verdad que nos salva y libera, trans-
formando en misterio divino el sentido de todas las cosas. Des-
de entonces, si queremos, no hay envidia ni odio escondido
en ningún corazón miserable; ni venganza ni acecho de tur-
bios proyectos, o desquites a costa del éxito ajeno, porque
Cristo ha roto los males de todos los hombres, que pueden ser
buenos si creen en él y hacen suya su cruz y su gloria. Ya tie-
ne sentido la historia de cada discípulo suyo, de los más pe-
queños que se le parecen.
Ha pasado el invierno, y la Iglesia, como cepa fecunda en
la viña del tiempo, se prepara la cosecha gozosa de vinos,
cuando al fin del verano, estrujadas las uvas, se haga fiesta por
todos.
Mientras tanto la fe, todavía nos advierte del peligro de
hielos y de vientos feroces. Pero ya es primavera y está pró-
ximo el día en que el miedo o tristeza huirá para siempre. No
es inútil la espera, ni el cansancio andando caminos abiertos
al bien no acabado. Sólo así, si una flor de esperanza nos que-
da en las ramas del alma, aun el más pequeño y humilde de
los hijos de Dios, parecidos a Cristo, se sentirá rico por den-
tro, cuando Dios mismo lo recoja en sus brazos, como flor y
fruto, en el huerto del cielo.
11 (71)
LIBRES DE LA MUERTE
LA VIDA del cristiano es como
un árbol siempre florecido,
siempre sosteniendo en sus
ramas la esperanza primaveral del
fruto prometido. Después de Cristo,
todo es esperanza. ¡Hasta la muerte
se trueca en resurrección! Basta con
que recojamos el sentido que la fe
imprime en nuestras vidas. Ese sen-
tido aceptado y mantenido será la
medida de todo lo bueno que poda-
mos hacer.
Los hombres se miden según
aquello a lo que dediquen la vida;
los santos, por lo que haya sido su
muerte. Pero, para todos, tal es el
fin según sea el camino que se siga
para llegar a él. El santo es un hom-
bre que ha mantenido el sentido
espiritual de su vida proyectada
hacia Dios, hasta la hora de su
muerte.
Cristo es el santo por antonoma-
sia, mientras «vuelve al Padre» y
no rehúye atravesar el mar de do-
lor de su pasión, para que «el mun-
do conozca que ama al Padre» efec-
tivamente. Esa vuelta restituyéndo-
se a Dios, se logra con la fuerza del
amor, cuando el amor se convierte
―y así se hace puro― en la expre-
sión más noble y profunda de la
libertad, porque sólo puede amar
verdaderamente el que es libre.
Cristo nos ha dejado el ejemplo
de este amor y nos ha obtenido la
fuerza para esta libertad, que com-
prende el uso de la vida y su desti-
no para Dios. Redimidos, es decir
libres y, así, «hijos del Padre, co-
mo él. Ese es el amor «más fuerte
que la muerte porque alcanza has-
ta más allá de la vida.
Nunca tanto como en nuestros
días se han alzado voces clamando
por la libertad de todos los hom-
bres, tal vez porque nunca había
sido tan amenazada, o porque nun-
ca tanto como en nuestros tiempos
se había podido comprender cuán
necesaria era para la felicidad del
hombre. Pero solamente Cristo ha
sido el gran libertador, cuyo radi-
calismo asusta porque lo pide todo,
más allá de las simples redistribu-
ciones materialistas y más allá de
las manipulaciones farisaicas. Por-
que se trata de una libertad que
ha de ser empleada en el bien, en
el amor. Solamente así colma la
vida y alcanza hasta más allá de la
vida.
12 (72)
AGNÓSTICOS
DE NUESTROS DÍAS
A RAÍZ de los cambios políticos que se han obrado en la sociedad espa-
ñola, en estos últimos años, se han multiplicado las declaraciones de
agnosticismo por parte de aquellas personas que, o bien se hallaban
en una situación espiritual simplemente ajena a la fe religiosa o que, por las
razones que fueran, querían eludir una definición que les comprometiera,
frente a los demás, tanto en pro como en contra de la confesionalidad cristia-
na, que es la dominante, en nuestra sociedad. El caso es que casi se ha pues-
to de moda, en ciertos ambientes y situaciones, el declararse "agnóstico",
tanto si se trata de una inhibición estratégica, como de una sincera posición
mental, como de una cobardía negligente o simplemente de ignorancia incon-
fesable y vergonzosa. Ejemplos de todos los matices podríamos encontrarlos
no lejos de nosotros: desde la honestidad del que busca a Dios y cree que
todavía no lo encuentra, hasta el que desprecia y huye de todo planteamiento
trascendente. Sería lástima que, como antaño algunos se declaraban "católi-
cos de toda la vida", sin profundización alguna o por puro oportunismo, aho-
ra muchos cedieran a parecida inercia sociológica y se escudaran, mental-
mente perezosos, en lo que llaman "agnosticismo". De cualquier modo, no ca-
rece de interés que saquemos aquí el tema.
Qué es
la "Gnosis"
No tenemos la pretensión de resumir un capítulo de la
historia de la filosofía; pero sí que será preciso que diga-
mos una palabra sobre el origen y lo que se entiende por
agnosticismo, que comenzó siendo un movimiento religio-
so anterior al cristianismo, no contrario, por lo tanto, a
la religión, sino crítico y superador de las existentes, con
la pretensión de ofrecer un camino para llegar al conoci-
miento divino y a la misma visión de Dios. En realidad,
"gnosis" quiere decir «conocimiento».
13 (73)
Lo más importante y característico del gnosticismo no
era sus ritos y prácticas y la predilección con que trataba
al grupo de los selectos o iniciados, sino la promesa de
llegar a la infalible salvación espiritual y al acceso a
Dios por la fuerza de la sola razón. Si adquirió importan-
cia entre las generaciones de intelectuales del siglo II
antes de Cristo hasta el III y IV cristianos, fue porque
respondía a los grandes problemas que siempre se ha
planteado el hombre reflexivo: la significación del mal,
la existencia y sanción del pecado, la posibilidad de la
salvación, la inmortalidad del alma.
Gnosis y
cristianismo
Los agnósticos, al cruzarse con el cristianismo, preten-
dían que los apóstoles habían enseñado una doctrina eso-
térica, o secreta, para los escogidos, que era precisamente
la gnosis, y que la simple fe, tal como la entendía la Igle-
sia, se reservaba sólo para los hombres rudos, como una
especie inferior de conocimiento. Pretendían explicar la
existencia del mal por la oposición materia-espíritu, que
se daba también en el hombre (de donde resultaba conta-
minada por el "pecado"), pero que había que resolver por
el triunfo del espíritu sobre la materia (o principio del
mal). Las consecuencias morales del dualismo que predi-
caban conducía a verdaderas aberraciones, pues vivían
sin freno de ninguna clase o se dedicaban a prácticas as-
céticas antinaturales. Como antes había hecho con el pa-
ganismo y el judaísmo, ahora pretendía también con el
cristianismo introducirse en él para corregir y completar
la fe por medio de un superior conocimiento esotérico ela-
borado por la ciencia. Pero esta filosofía religiosa, inde-
pendiente de la fe, desnaturalizaba el mensaje cristiano,
Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cua-
les, debido a su método no pueden penetrar hasta las intimas esencias
de las cosas, pueden favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuan-
do el método de investigación usado por estas disciplina, se considera
sin razón como la regla suprema para hallar la verdad. Es más, hay el
peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales,
crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas.
VATICANO II, IM 57
14 (74)
que entiende por "verdad" el testimonio neotestamen-
tario de Cristo, en el cual esa verdad es también gracia,
que se abre generosa y se da al hombre. Es en esa ver-
dad del Evangelio, dice el teólogo Emil Brunner, donde
el hombre encuentra a Dios "verdad y don a la vez".
La fe y
la razón
No es la razón la que supera la fe, sino la fe la que supera,
sin negarla, la razón. Seguramente el nudo de los errores
de esta primera herejía con la que tuvo que enfrentarse
el cristianismo, está en esta distinción. Herejía que pro-
liferó en muchas otras y que, de algún modo, se encuentra
latente en todas las posteriores, las cuales, frente a la
concepción cristiana de la verdad, se mueren o basculan
entre la fundamentación conceptual naturalista-positivis-
ta y la idealista-especulativa. San Pablo tiene presente a
los agnósticos cuando escribe a los Colosenses, a los Efe-
sios y en las cartas a Timoteo: los llama embaucadores
(2.4 Tim 4, 4), «que se hacen pasar por inspirados» (1." 4,
1), «que nadie os esclavice ―dice a los Colosenses, 2, 8―
con la vana falacia de una filosofía, fundada en tradicio-
nes humanas, según los elementos del mundo y no según
Cristo». Y en otros lugares del N.T. encontraríamos pasa-
jes que demuestran con qué energía reaccionó el cristia-
nismo de la primera generación contra esta mezcla de
filosofías.
San
Ireneo
Eran los obispos, en cada diócesis donde los
errores surgían, los que impugnaban las desviaciones doc-
trinales que querían introducir los agnósticos. En este
caso, el más notable fue san Ireneo de Lyon, discípulo
de san Policarpo (y éste de san Juan Apóstol), quien en
el siglo II no solamente hizo frente a la gnosis en su obra
generalmente conocida como Adversus Haereses, pero
cuyo título original era Exposición y refutación de la
falsamente llamada Ciencia, sino que dejó la pauta
para toda comprobación de la ortodoxia cristiana: la de
recurrir a los orígenes de la Iglesia, a los Apóstoles y lo
que ellos enseñaron, y para que sea fácil a lodos, a la
Iglesia en que aquéllos convergen, la de Roma.
Agnósticos
de hoy
Ya puede verse cómo, en la actualidad, cuando al-
guien se autocalifica de agnóstico, difícilmente podría
considerarse entroncado con aquellas filosofías, a no ser
que nos limitáramos a recoger la sola vertiente raciona-
lista que ha persistido como secuela y proliferaciones
mil. En nuestros días, agnosticismo quiere significar un
15 (75)
estado equivalente al ateísmo o a la indiferencia religio-
sa; en los más lúcidos y estrictos, quiere decir un estado
de búsqueda no concluida, de todavía inseguridad inte-
lectual, mientras se espera y desea salir de la duda; quie-
re decir que todavía el desenlace podría resolverse en un
sentido u otro, y no por el cultivo de la duda sistemática,
sino porque honestamente no se acaba de ver o percibir
la deseada luz. Por otra parte, como nos recordaba el
mes pasado en estas mismas páginas, el profesor Cruz
Hernández, «la permanencia racional en la suspensión es
casi imposible» y por ello la casi totalidad de los que se
declaran agnósticos son, en realidad, ateos.
Los "cristianos
anónimos"
El teólogo jesuita Karl Rahner, sin embargo, expuso
su teoría sobre lo que él llamaba los cristianos anóni-
mos», aquellas personas naturalmente justas, deseosas de
la verdad y buscadoras de su luz, que si no la han confe-
sado con toda explicitud, la han vivido honradamente en
la medida en que iban avanzando en su búsqueda, de la
que jamás renunciaron, hasta asumir, prácticamente, un
estilo de vida evangélico. Hace unos días que, desde las
páginas de un rotativo madrileño, otro jesuita, el p. Alco-
ver Ibáñez, no dudaba en aplicar esta denominación de
agnóstico honesto y respetuoso, al poeta recientemente
fallecido, Salvador Espriu, que fue, según él, uno de estos
hombres, que amó la vida desde su enfermedad continua;
le preguntó a la vida desde una preocupación irrefrena-
Cada laico debe ser en el inundo un testigo de la resu-
rrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del
Dios vivo. Todos juntos y cada uno de por sí deben ali-
mentar al mundo con sus frutos espirituales (cf. Gal 5,
22) y difundir en él el espíritu de que están animados
aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Se-
ñor en el Evangelio proclamó bienaventurados (cf. Mt
5. 8-9). En una palabra, «lo que el alma es en el cuer-
por, esto han de ser los cristianos en el mundo».
Vaticano II, LG 38
16 (76)
da,  vivió la vida desde una santidad laica admirable.
«He aquí un modelo ético ―concluía― para una socie-
dad ha abandonado la ética como forma de existen-
cia».
Abrir
a Dios
Había dicho, hace apenas un año, Salvador Espriu:
«No afirmo no niego si hay un más allá, pero estoy abier-
to a la posibilidad de que todo termine o empiece». Y,
en sus últimos días, agradecía las oraciones que por
le prometía un sacerdote amigo, «porque las necesito
mucho».
Lector asiduo de la Biblia y de la Comedia de Dan-
te, es imposible adentrarse en su poesía y prescindir de
su vertiente religiosa. Tal vez era demasiado exigente
consigo mismo, él, que entendía la vida y la poesía como
«una preparación para la muerte», y demasiado respe-
tuoso con Dios y con los valores a veces escarnecidos por
los mismos que blasonan de creyentes, de los que Dios
ha de pedir cuentas cuando pregunte a todos, y especial-
mente a los sabios y poderosos, cómo han tratado a los
más humildes, o, simplemente, a aquellos que, por haber
preferido la belleza al poder, los libros a las armas, o el
trabajo a la holganza, han sido asaltados por los bribones
de la historia, que hacen tabla rusa de los derechos aje-
nos y reducen el nombre de Dios, si se les ocurre invocar-
lo, a puro instrumento de poder y de gloria terrena.
Ejemplo
ético
de Espriu
Desde las páginas del YA, el p. Alcover Ibáñez opina-
ba hombres como el poeta fallecido, «nos preguntan
si nosotros, quienes creemos, quienes tenemos este don
admirable, somos coherentes con él o por el contrario lo
vamos perdiendo en la vulgaridad de la existencia. Que
éste es nuestro peligro: tener lo ansiado y no vivirlo an-
isadamente. Mientras que el agnóstico padece inevitable-
mente, si es sincero consigo mismo, la pasión del interro-
gante. En cualquier caso, cl agnóstico sincero interpela
al creyente. Y el creyente también sincero puede aportar
al agnóstico el testimonio de una fe que da sentido ple-
nificante a toda la vida. Éste es el espléndido intercambio
entre uno y otro, ambos caminos de la eternidad y del
encuentro con el Señor de la vida... Porque Dios, contra
lo que algunos creen, acepta en su casa a todos aquellos
que, tal vez en el dolor del interrogante, persiguieron su
verdad, aunque nunca llegaron a descubrirla. La justicia
17 (77)
de Dios, desde una perspectiva cristiana, se diluye en la
paternidad divina».
La gracia
de creer
No es por la fuerza de la razón, sino por la gracia de
Dios que se llega a la fe. Y el camino hacia ella exige
un profundo respeto. Newman se alarmaba ante la faci-
lidad con que algunos decían que iban a convertirse a
causa de la conmoción producida en el anglicanismo por
el llamado «Movimiento de Oxford». Una vez dijo: «Hay
personas que lo creen todo... porque no creen nada».
Millones de dólares.
Un solo acto de amor vale más que todo el dinero del mundo.
No digamos lo que vale una vida de amor. Pero, ¿qué es el amor?
Muchos de los que siempre lo tienen en boca no se han parado
a meditarlo. Y van por la vida, con esa palabra en los labios, pe-
ro tienen seco el corazón. ¡Cuántas películas, cuántas canciones,
cuántas novelas, convertidas en negocio, en vanidad mundana,
en eso que se le llama "triunfo"!
Sin por ello querer juzgar a la protagonista, viene a cuento
una anécdota de Rita Hayworth, hace unos años, ocurrida preci-
samente en España. Le gustaba España, Andalucía, los toros... Un
día, sin embargo, tuvo un capricho y, dejando por un momento
sus ocupaciones mundanas y los avatares en que se ocupan los
periodistas del corazón, quiso visitar una leprosería. Recorrió las
salas y se detuvo junto a una cama en la que una religiosa hos-
pitalaria estaba curando a una enferma, aquejada de terribles
llagas purulentas y deformes. La famosa actriz pudo, apenas, con-
tener una expresión de angustia y repugnancia, mientras el ho-
rror sacudía su espíritu. Al fin, con profunda sinceridad exclamo:
―¡Esto no lo haría yo ni por un millón de dólares!
La religiosa, sin perder la calma, le respondió sonriente:
―Yo tampoco.
Cierto, el dinero no es la medida de todo, ni mucho me-
nos de lo mejor. Ocurre, sin embargo, que nos cuesta admitirlo,
o, aun admitiéndolo, nos cuesta llevarlo a la práctica.
18 (78)
NIÑOS, MEDITACIÓN
Y AMBIENTE FAMILIAR
DESDE la tierna infancia está
el niño sujeto a numerosas
influencias indirectas que
pueden ser favorables o perjudi-
ciales a la evolución de su vida
meditativa.
Juega desde luego un papel im-
portantísimo el ambiente familiar.
Donde el niño encuentra espacio
para ocupar sus facultades de me-
ditación natural, la vida meditativa
se desarrollará felizmente. El niño
tomará más conciencia de sí y de
sus experiencias. Forman este am-
biente favorable la conversación
reflexiva con el niño, los cuentos,
las lecturas comentadas, el hojear
las figuras de los libros; una atmós-
fera familiar tranquila y alegre en
la que el niño puede pasar ratos
alegres y silenciosos; la confianza
mutua; los hogares donde el niño
encuentra diversiones sencillas, pa-
satiempos no enervantes, gusto por
pequeños placeres, donde se jue-
ga en común y se celebran las fies-
tas familiares, se hacen pequeños
trabajos, se toca la música; donde,
en una palabra, abundan las ale-
grías y los gustos formativos y es-
pirituales. La vida religiosa del ho-
gar, la piedad de la familia muchas
veces contienen en germen lo que
es preciso para el desarrollo y cul-
tivo de su interiorización religiosa.
Sin embargo, es hostil a la evolu-
ción de la vida meditativa el am-
biente de intemperancia, de excita-
ción, de superficialidad de banali-
dad de muchas familias; el lujo in-
moderado, los mimos y la condes-
cendencia excesiva, que son una
deformación del verdadero cariño
a los hijos: disensiones familiares;
la prisa y el afán; la frecuentación
de los cines, las largas sentadas an-
te el televisor y el desenfreno de la
radio; los viajes vertiginosos en au-
tomóvil, todas las impresiones fuer-
tes; en una palabra, aquellas viven-
cias numerosas y rápidas que el
niño no puede digerir e imposibili-
tan la meditación natural. Todo lo
que perturbe la tranquilidad y el
orden interior del alma es perjudi-
cial al desarrollo de las facultades
meditativas de los niños.
Desde el punto de vista puramen-
te natural, el niño siente una autén-
tica necesidad de profundizar lo
que ve, elaborar lo que oye, coor-
dinarlo todo y armonizarlo con su
vida, dar una respuesta a las nove-
dades que se le ofrecen. La continua
afluencia de estímulos externos, así
como una postura falsa adquirida
ante la vida, puede atrofiar y hasta
matar esa necesidad natural.
Klemens Tilmann, C. O.,
Prof. de la Universidad de München
19 (79)
Esta vida mortal es, a pesar de las fatigas, de
Oscuros misterios, de sus sufrimientos, de
su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un pro-
digio siempre original y conmovedor, un suceso
digno de ser cantado con gozo y gloriosamente:
¡la vida, la vida del hombre! Ni es menos digno
de exaltación y de feliz sorpresa todo lo que cir-
cunda al hombre: este mundo inmenso, misterio-
so, magnífico, estupendo... construido por la sa-
biduría de Dios. Si, te saludo y felicito hasta el
último instante de mi vida, con inmensa admira-
ción y gratitud: todo es un don; más allá de la
vida, más allá de la naturaleza y del universo es-
tá la Sabiduría; y lo diré luego, a la hora de la
despedida (de la muerte) luminosa, ¡está el Amor!
Pablo VI
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congragación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri 1 - Apartado 182 - Albacete - D.L. AB 103/62 - 7.4.85
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