Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 222. MAYO. Año 1985
SUMARIO
LOS SANTOS son la gloria de Dios y la alegría de la
Iglesia. Son el milagro de la gracia, como si Cristo
andara todavía por los caminos del mundo, porque
lo reproducen y lo proyectan con sus propias vidas.
Sensibilizan la eficacia de la presencia del Señor entre
nosotros. A veces dolorosamente para ellos, pero siempre
como una consolación y un estímulo providencial para
nosotros. Por esta razón evocamos su recuerdo y quere-
mos ser fieles a su ejemplo acercándonos, con ellos, al
Señor de todos, haciendo camino con la Iglesia.
«MI SANTO»
EL ESPÍRITU
QUÉ ES EL ORATORIO
CUANDO NIEVA EN ROMA
TRES IGLESIAS ROMANAS DE SAN FELIPE
1 (81)
«MI SANTO»
BIEN MIRADO, es hermoso que haya tantos san-
tos: así cada creyente puede elegir el suyo y
dirigirse con plena confianza al que prefiere.
Hoy era la fiesta del mío, y la he celebrado
con gozoso fervor, tal como corresponde a su
espíritu y enseñanzas. Felipe Neri ha dejado
una gran fama y un alegre recuerdo. Es a la vez
consolador y edificante oír hablar de él y de su
gran piedad; pero también se cuentan muchos
detalles que se refieren a su buen humor.
Desde los primeros años de su juventud di-
rigió lo más profundo de su ser hacia lo alto,
lo sublime; y en los subsiguientes períodos de
su vida en la tierra, fueron desarrollándose los
más nobles rasgos de su religioso entusiasmo.
A muchas extraordinarias y misteriosas ener-
gías, que superaban el dominio de lo sensible,
él unió un clarísimo conocimiento y el más pu-
ro juicio, la más activa buena voluntad, más
allá del desprendimiento de las cosas munda-
nas; una gran habilidad para ayudar a sus dis-
cípulos en sus males del alma o del cuerpo. De
este modo se empleó en su apostolado con los
jóvenes, con la práctica de la música y la litera-
tura, prescribiéndoles tareas no sólo de carác-
ter religioso, sino también intelectuales o bien
ocupándoles en animadas conversaciones y
coloquios. Y todo se hacía de buena voluntad y
por su propia autoridad.
Johann W. Goetheen su Viaje a Italia,
nota del 26 de mayo de 1787, en Nápoles
2 (82)
El Espíritu
NOS ADMIRAMOS de los santos; quisiéramos conocer mejor qué pensa-
ron, qué hicieron, cómo alcanzaron colmar su vida con el pensamien-
to y el amor de Dios. No faltan los coleccionistas de milagros y hechos
prodigiosos, los que indagan lo más extraordinario de sus obras o
del heroísmo de sus virtudes, en busca siempre del misterio o secreto de la
santidad. En casi todos los santos es posible hallar caudal bastante de da-
tos para satisfacer tales curiosidades y justificar la devoción que se les
profesa. También en nuestro Padre san Felipe Neri. Pero en seguida, en
él, nos damos cuenta ―por lo que desprecia en sí mismo y lo poco que lo
considera en los demás― que lo principal de la santidad no puede estar en
los detalles de prácticas, milagros u obras buenas realizadas (que es, por
otra parte, lo que más admira la vulgaridad piadosa), sino la intensidad de
la propia vida espiritual, de la que el resto puede ser una derivación o
medio o elemento a integrar.
Es posible acercarnos a la figura de san Felipe y estudiar sus obras y
reflexionar sobre su estilo y modos de actuar y tratar con las personas; es
posible hacer un análisis para explicarnos cómo llegó a transformar la
entera ciudad de Roma, y podríamos recoger datos de las muchas conver-
siones obradas por él, a la vez que reflorecía la piedad sincera, la predi-
cación sencilla, la liturgia y las obras de caridad, en el ambiente por él
creado y proyectándose en el resto de la Urbe. Pero todo esto no sería lo
principal.
Cuando buscamos explicaciones al sentido fundamental de su vida y
acudimos a los testimonios de los más cercanos y fieles, nos damos cuenta
que en Felipe hubo un momento en que se sintió tomado por Dios y que
esta experiencia transformó todo su ser. Esta experiencia mística tuvo
lugar en las catacumbas de san Sebastián, en la cumbre de su vida de
seglar, a la edad de 29 años, mientras se preparaba fervorosamente para
la pascua de Pentecostés de 1544. Se sintió invadido por el Espíritu de Dios,
3 (83)
con una fuerza que superaba en mucho el impulso que ya, en su adoles-
cencia, y en lo que podríamos llamar su «primera conversión» experimento
en la capilla de la Santísima Trinidad, o de la «Montagna Spaccata», cerca
de Gaeta, a punto de abandonar la protección y la herencia de sus tíos de
san Germán, e ir a Roma para permanecer allí hasta la muerte. Este fenó-
meno pentecostal y arrebatador, señaló toda su vida y tuvo, incluso, huella
física en su corazón, desmesuradamente dilatado, sujeto a frecuentes y ex-
traordinarias palpitaciones ―aneurisma―, hasta arquear dos de sus costi-
llas, como comprobaron los médicos en la autopsia, cincuenta años más
tarde.
Pero dejemos los detalles y efectos físicos del don recibido, y olvide-
mos incluso ese cuidado que tenía en distraerse adrede para que no le
arrebatara el pensamiento de Dios, con emoción que no podía disimular,
y que le confundía y le hacía sufrir. «El que desea éxtasis y visiones no
sabe lo que desea», solía decir. Pero también decía: «El que ama o quie-
re a otra cosa que no sea el mismo Señor, es un loco y no sabe lo que
quiere».
.
La santidad, propiamente, no es el resultado de una ascesis, o el pre-
mio del esfuerzo, o la meta de un camino fielmente seguido, en busca de la
suprema bondad. La santidad es Dios mismo, descubierto en mí; es sor-
prenderse y agradecer ese don del Señor que él mismo se da, y recoger
en seguida todas las fuerzas de la vida para responder totalmente con ella
& Dios. En esta respuesta agradecida habrá lugar y hasta precisión del
propio esfuerzo, porque la donación que responde a la gracia ha de ser
generosa y total; pero lo esencial es la gracia, el don de Dios y Dios mismo
en mí.
Esto se da en todos los verdaderos santos y, muy manifiestamente, se
da en nuestro Padre san Felipe Neri, arrebatado por el Espíritu de Dios,
que llenaba su corazón.
Para san Felipe, el director o guía de almas, no se ha de
colocar delante de ellas para llevarlas tras de sí; porque el
que las lleva es el Espíritu Santo. Su oficio es más bien ir
detrás y mirar a Dios que va delante, y tan apartado que
apenas se le puede percibir. En él debe fijar los ojos el
director para hacer seguir con todo esmero, al dirigido,
las sagradas pisadas que tras sí deja el pie divino.
P. Frederick William Faber, C. O.
4 (84)
Qué es
el Oratorio
EL ORATORIO, técnicamente,
Es «una sociedad de vida
apostólica, de derecho ponti-
ficio», que forma, en la iglesia de
Dios, una confederación de casas
autónomas, cuyos miembros están
ligados a ellas sin la profesión de
votos. Cada una de estas casas se
llama «Congregación», y toma el
nombre de la ciudad en que está
establecida. Actualmente existen
Congregaciones del Oratorio en
varias ciudades de Italia, España,
Alemania, Polonia, Inglaterra, Aus-
tria, Suiza, Canadá, Estados Unidos
de América, México, Colombia,
Costa Rica, el Salvador y Chile. En
Francia el Oratorio forma una or-
ganización estructurada a nivel
centralizado y nacional, ideada por
el cardenal Bérulle, en 1611, dis-
tinta del Oratorio de San Felipe,
pero relacionada fraternalmente
con los demás Oratorios del mun-
do.
Durante los siglos XVII y XVIII
el Oratorio conoció un gran desa-
rrollo, que las revoluciones sucesi-
vas truncaron y, así, en Portugal,
fueron suprimidos de cuajo por
Pombal; también sufrieron grandes
depredaciones los Oratorios italia-
nos durante el Risorgimento (1859-
70), y en España no menos, con las
desamortizaciones*. Sin embargo,
en compensación, surgió la figura
de Newman con la fundación de
los Oratorios en Inglaterra, que
luego inspirarían otras fundacio-
nes en América y representarían
una renovación espiritual de la
idea de san Felipe. Por otra parte,
la renovación jurídica interna em-
prendida en 1933 por deseo de la
Santa Sede, ha dado medios para
una mejor protección legal y ha
* El primer Oratorio fundado en España fue el de
Valencia, en 1645. Relativamente cerca de Albacete [1]
también existieron los de Cuenca, Villena y
Murcia.
5 (85)
representado un verdadero resur-
gimiento, condensado en la forma
confederada establecida entre to-
dos los Oratorios, que no obsta a
la autonomía de los mismos, pero
que los relaciona en beneficio posi-
tivo para todos.
Pueden ser miembros del Orato-
rio aquellos que reúnan las con-
diciones requeridas, tengan buena
intención, deseen permanecer en
él «hasta la muerte» y sean acepta-
dos por la casa que los admite. La
ausencia de votos religiosos no
puede entenderse como una relaja-
ción de la exigencia de practicar
las virtudes de la perfección evan-
gélica. La práctica de los consejos
evangélicos no exige que ésta se
derive de la emisión de votos. En
realidad la generalización de los
votos religiosos de pobreza, obe-
diencia y castidad, sólo data del
siglo XVI, cuando resulta que la
vida de perfección evangélica exis-
tía en la Iglesia, de forma no sólo
espontánea, sino organizada, desde
los primeros siglos, aunque no se
mentaban los votos. En Occidente,
el gran impulsor de la misma sería
san Benito, en el siglo V, con la
proliferación de monasterios que
invadieron Europa y transforma-
ron la barbarie en civilización cris-
tiana.
En nuestras Constituciones se
nos exhorta a seguir el modelo de
la primera comunidad cristiana, la
de los Hechos de los Apóstoles, y a
no olvidar que, a pesar de la nece-
sidad de no despreciar la obser-
vancia de la propia ordenación
jurídica, la Congregación del Ora-
torio depende más del espíritu de
caridad que de la ley, tal como
quería san Felipe. «Me basta la ca-
ridad», decía cuando le pregunta-
ban por la forma de gobernar a
los suyos.
Aquellos cristianos que, al prin-
cipio de la Iglesia, renunciaban a
la vida del mundo y se entregaban
por entero a la alabanza de Dios y
al servicio del Evangelio, se decía
que llevaban «vida apostólica».
Ahora resulta consolador, para no-
sotros, que el nuevo Código de de-
recho canónico haya elegido para
denominar la forma jurídica de
vida de perfección evangélica que
nos reúne, precisamente la de «so-
ciedad de vida apostólica», que fue
la primera manera de nombrar a
quienes se consagraban a la vida
de observancia del Evangelio, en
la Iglesia.
El Oratorio es una institución
de derecho pontificio, desde sus
mismos orígenes, por voluntad del
papa Gregorio XIII, en 1575, nun-
ca desmentida por sus sucesores.
Ello significa que, en su régimen
interno y en la especificidad de su
dedicación a las obras que le son
propias y le dan razón de ser, na-
die puede intervenir para modifi-
6 (86)
car su naturaleza o alterar sus fines
dado que ello se reserva exclusiva-
mente a la Santa Sede.
Cada casa o Congregación se go-
bierna por sí misma, de acuerdo
con las Constituciones recibidas de
la Santa Sede para todas ellas, y
elige a su superior, que llama Pre-
pósito o, más familiarmente, Padre,
el cual permanece en el cargo du-
rante el tiempo fijado en las Cons-
tituciones, aunque es reelegible. El
Prepósito es el encargado de ejecu-
tar los acuerdos de la Congrega-
ción y de dirigirla de acuerdo con
las reglas propias del Oratorio.
Cada casa o Congregación tiene
sus propios miembros y cuida de
sus propias vocaciones. Cada miem-
bro de una casa permanece siem-
pre en la misma, salvo casos ex-
cepcionales, como puede ser auxi-
liar temporalmente a otra Congre-
gación necesitada, o emprender la
fundación de una nueva. Pero aun
en estos casos, hay que respetar la
autonomía de las casas o Congre-
gaciones, unas de otras, y la liber-
tad de los sujetos de cada una de
ellas.
Lo que venimos diciendo expli-
ca cómo cada Congregación, per-
maneciendo con idéntica estructu-
ra respecto de las demás, posee ca-
racterísticas propias, por razón del
lugar y otras circunstancias que
hayan concurrido matizando
vida y apostolado y, así, podemos
citar el ejemplo de un Oratorio
misionero, como el de Chile, al la-
do de otro dedicado al apostola-
do entre la juventud universitaria
como el de Pittsburgh en USA; o el
ejercido en orden al ecumenismo
y las conversiones por los Orato-
rios ingleses, junto al popular y su-
burbial de algunos mexicanos. Pe-
ro en todos ellos comprobaremos
cómo es el cultivo de la oración,
desprendida de la lectura y trato
de la Palabra de Dios, como en
una escuela para edificación de
los espíritus; cómo la Liturgia que
toma como centro la celebración
de la Eucaristía, estimulando al a-
mor y a las obras de bien; cómo la
predilección por la juventud, en la
alegría y el espíritu de servicio, y
el buen gusto, y la cultura sin afec-
tación vanidosa, y el arte como luz
de la verdad, que hace amable la
misma vida y la dispone pacífica-
mente para el buen orden querido
por Dios en el mundo, de alguna
manera se ensamblan sin aparien-
cias de rigores sistemáticos, como
espontáneamente, creando una at-
mósfera respetuosa y familiar al
mismo tiempo, amparada por la
sombra bendita de la figura de san
Felipe, al que siempre hay que acu-
dir como referencia necesaria, por-
que creía más en la vida que en las
leyes, más en la buena voluntad
que en los sistemas, más en la sin-
ceridad y la humildad de servicio
que en las grandes organizaciones
7 (87)
y en los poderes, aun justificados,
de este mundo.
Algunos que se han acercado al
Oratorio sin alcanzar el espíritu
que le dio origen, han creído que
se trataba de una fórmula demasia-
do laxa, útil apenas para dar cabi-
da a sujetos que andaran en busca
de una "solución" decorosa y rela-
tivamente independiente, dentro
de la misma Iglesia. Pero se equi-
vocaron. Para ser un buen orato-
riano se precisa verdadera "voca-
ción" y madurez personal, sin lo
cual el que se atreviera a imitar la
vida oratoriana sin haber sido ver-
daderamente llamado a ella, se en-
contraría muy pronto como un ex-
traño, debatiéndose entre las co-
rrientes de las estructuras propias
de los "religiosos" o las de la inde-
pendencia individualista, inasimi-
lable en un equipo de Iglesia. Un
ilustre humanista, el doctor Barre-
ra, había dicho que en la Iglesia
de Dios se daban dos clases de vo-
cación difícilmente comprensibles
para la mayoría y fácilmente tri-
vializables: la de los cartujanos y
la de los hijos de san Felipe, los
oratorianos, con un denominador
común a ambos: la oración.
El Oratorio no es una hospedería
para sacerdotes, ni un refugio ho-
norable y decoroso para gozar de
la propia independencia, exentos
de la de prelados externos. El Ora-
torio es una casa de oración y apos-
tolado, donde se recuerda y repro-
duce el ejemplo de la experiencia
de san Felipe, y se acomoda a las
necesidades del lugar y del tiempo
que la Providencia determina, y
nadie debe ceder a la tentación de
Le invitamos a la
FIESTA DE SAN FELIPE NERI,
principalmente a la Eucaristía
de las 12 de la mañana del día 26.
También a los CONCIERTOS
del sábado, día 25, a las 9 de la tarde,
por la CORAL VERGE BRUNA, de Barcelona,
dirigida por el Maestro Josep Llobet,
y del domingo, día 26, a las 8 de la tarde,
por el ORFEÓN DE LA MANCHA, de Albacete,
dirigido por el Maestro Julio Sorribes.
8 (88)
querer entrar en él sin el propósi-
to de venir para hacerse santo.
La historia de la Iglesia se ha en-
riquecido con muchas otras expe-
riencias de bien; pero el Oratorio
también ha contribuido, en cuatro
siglos de existencia, dándole hom-
bres de vida santa, artistas, sabios
y favoreciendo obras derivadas de
su espíritu que han consolado el
corazón de la Esposa de Cristo allí
donde los hijos del Santo Padre
Felipe han perseverado con fideli-
dad a su labor, en general sin ex-
cesos ruidosos, ni grandes estadís-
ticas, pero influyendo positivamen-
te en las almas y sirviendo a las
Iglesias locales desinteresadamen-
te, alegres de contribuir a la edifi-
cación de Cristo preparando su
reino. Las grandezas o dignidades
del mundo, ni se han de querer
para uno mismo, ni es lícito procu-
rarlas para otros desde el Oratorio.
Si ha habido obispos y
cardenales
en nuestra historia, ha sido por in-
tervención directa y mandato de
los Papas, que hicieron inexcusa-
ble el rehusar la aceptación, aun
con lágrimas. San Felipe era tajan-
te con los que esperaban ascensos
o buscaban aprovecharse de ven-
tajas para sí o para los demás, y
quiso que constara en las primeras
Constituciones. Solía decir: «Que
me den diez hombres verdadera-
mente desprendidos y me veo en
ánimos de convertir el mundo con
ellos».
SAN JERÓNIMO
DE LA CARIDAD.
El divino Salvador, cuando
se encontraba en la ribera
del lago de Genesaret o en
las calles de Jerusalén,
conversaba con la
muchedumbre o sus
discípulos, atendía a sus
preguntas con dulce y
paciente caridad, y resolvía
sus dudas como un padre que
instruye a sus hijos. Lo
propio hacia san Felipe en
las reuniones de san
Jerónimo de la Caridad.
El lugar de estas reuniones
tomó el nombre de
Oratorio; nombre
particularmente amado de
san Felipe, que le recordaba
las antiguas capillas sin
baptisterio en las que,
durante los primeros siglos,
tenían los cristianos sus
reuniones parecidas a las
que el presidía. Era pues un
paso hacia el ideal de los
primeros tiempos del
cristianismo, que nunca el
Santo perdía de vista.
Alfonso card. Capecelatro, C. O.
9 (89)
Cuando nieva
en Roma
ESTE AÑO, en los
umbrales de la
primavera, insó-
litamente, ha nevado en
Roma. Raras veces el ri-
gor del frio se abate sobre
la ciudad de los papas; ca-
si nunca, en éxtasis de
blancura, se atreve la nieve a poner muceta de armiño a las cien
cúpulas de las basílicas y templos romanos. Y cuando, extraordi-
nariamente, como esta vez sus calles se convierten en intransitable
lodazal helado, y gris el cielo otrora luminoso, los forasteros recién
llegados y desprevenidos, se escandalizan como si hubiesen sido
víctimas de un fraude, después de que les habían prometido en las
agencias de viajes o los organizadores de peregrinaciones, que la
gran ciudad santa, crecida a orillas del Tíber, era siempre benigna
y en invierno incluso tibia, además de que solía cerrar sus atarde-
ceres con el último resplandor del sol atravesando las nubes de
poniente y provocando el incendio fantástico de sus crepúsculos
únicos, que no se sabe si resumen apoteósicamente las glorias pro-
fanas que allí tuvieron su escenario, o si anuncian ya las claridades
eternas, más allá de las puertas del tiempo, donde Dios reina para
siempre.
Los biógrafos de san Felipe suelen referirse a uno de estos ex-
traordinarios nevazos romanos, y nos cuentan que se burlaba ca-
riñosamente de los jóvenes frioleros que tiritaban, encogidos y
asustados, mientras él soportaba sin molestia el rigor del frío. Di-
cen sus biógrafos que su resistencia al frío era debida al fuego de
su corazón, inflamado de amor a Dios.
Pero a nosotros esta referencia nos sirve para una reflexión
más profunda, desde la metáfora, para otro frío y otros barros que
Felipe encontró en Roma, cuando puso el pie en ella. La frialdad
10 (90)
calculada de la política
entre papas y emperado-
res había arrugado el
manto de la Iglesia de
Cristo y afeado su rostro
Algún corazón santo que-
daba; pero en la aparien-
cia se hacían más de ver
los malos ejemplos, las ambiciones hipócritamente disfrazadas de
celo, la vanidad manifestada en el poder y la grandeza más bien
pagana, en fieles y pastores. Felipe sintió, entonces, un gran frío en
el corazón, y tocado por la nostalgia del sentido de Dios, que echa-
ba de menos, pero que tenía que estar allí, decidió quedarse, por-
que en aquella ciudad maltratada por los mismos que se decían
cristianos, estaban las reliquias de los que más habían amado al
Señor. Debajo del frío debía estar el rescoldo. Las tumbas de los
apóstoles, los sepulcros de los mártires, las calles que habían pi-
sado tantos santos, el recuerdo de las primeras comunidades cris-
tianas.
Se quedó por amor a Dios, por amor a la Iglesia, precisamente
porque tenía el rostro feo. Y, después del invierno, volvió la pri-
mera.
Todos debiéramos aprender la lección de san Felipe cuando
nos quejamos de males, que son como el polvo que el mismo andar
levanta en los caminos de la Iglesia y arrastra su manto. No nos
escandalicemos ni nos sintamos defraudados. Siempre hay un res-
coldo de santidad que ningún frío puede extinguir; los santos, los
primeros cristianos, el Evangelio: donde se fragua el amor a Dios
y su luz dispone para nuevas claridades.
Felipe, de verdad, tenía un fuego en el corazón que ningún
invierno habría podido extinguir. Cuando se burlaba con cariño
de los jóvenes, también era una metáfora.
11 (81)
Las tres iglesias romanas
de san Felipe Neri
SI TUVIÉRAMOS que hacer una lista más o menos
completa de las iglesias de Roma y de los lugares
santos donde san Felipe recibió alguna gracia del
cielo, serían más de tres los nombres a recordar, ade-
más de las grandes basílicas y las catacumbas; pero
queremos que nos baste hacer memoria de las tres principa-
les, imprescindibles en su biografía sacerdotal, dejando de lado
todo el denso precedente de su vida de seglar. Las tres iglesias
estrechamente relacionadas con Felipe son, en primer lugar,
san Jerónimo de la Caridad, luego san Juan de los Florentinos
y, en último término, santa Maria di Pozzo Bianco, o in Val-
licella.
San Jerónimo de la Caridad
Aunque sea la más pequeña de las tres,
san Jerónimo es la más importante, como
lo es la cuna para los primeros latidos de
la vida del hombre. San Jerónimo es la
cuna del Oratorio, aunque luego nos haya
sido arrebatada injustamente.
Casi escondida entre el paralelo de la
via Giulia con la via Monserrato, tocando
apenas el Palazzo Farnese, se encuentra
esta iglesia, entre las más veneradas de
Roma, por la tradición que la relaciona
con el lugar que, en el siglo VI, ocupaba
la casa de santa Paula, matrona romana,
discípula del gran exegeta bíblico, san
Jerónimo, a quien fue dedicada la iglesia.
Hace un siglo que todavía podía admirar-
se, presidiendo el muro en que se apoya
12 (92)
su altar mayor, un hermoso cuadro del
Domenichino, con la última comunión de
san Jerónimo. Ahora ocupa su lugar una
buena copia, pues el original está en el
Vaticano.
En tiempo de san Felipe existía en la
iglesia una confraternidad de sacerdotes,
uno de los cuales, era el guía espiritual
de nuestro Santo. Se llamaba Persiano
Rosa, hombre espiritual, caritativo y lleno
de celo que descubrió la vocación sacer-
dotal de total entrega a Dios, de aquel
joven florentino al que pronto llamó, entre
los amigos, en medio de bromas ―que
luego resultaron profecías― su «san Filip-
po». Este buen sacerdote y amigo de san
Felipe, le hizo ver a su penitente, que no
le bastaba el fervor de su apostolado lai-
cal, sino que debía abrazar el sacerdocio.
En principio, san Felipe se resistía, pero
al fin dejose convencer y se ordenó de
presbítero en mayo de 1551, en la iglesia
de san Tommaso in Parione. Felipe con-
taba treinta y seis años, con el precedente
de una intensa experiencia espiritual, pues
su juventud se había empleado por entero
en hacer el bien y en estudiar a Jesucristo.
Felipe inicia su vida sacerdotal en san
Jerónimo de la Caridad al lado de Persia-
no Rosa y teniendo por compañeros a los
demás sacerdotes hospedados en la casa
adjunta a la iglesia, dependiente, como
ésta, de la Confraternidad encargada de
la administración, la cual ofrecía habita-
ción para los sacerdotes que oficiaban en
la misma iglesia. Allí viviría durante trein-
ta y dos años hasta que, en 1593, apenas
dos años antes de morir, iría a la Vallicel-
la, para complacer los deseos del Papa.
Felipe era ya anciano y el ir y venir de
san Jerónimo a la Vallicella no parecía
prudente, a pesar de que tan a gusto él
hacia el itinerario, por otra parte, tan bre-
ve, cada día. ¡Se sentía tan bien, en san
Jerónimo! Su habitación estaba situada en
el lugar alto y le facilitaba el recogimien-
to; tenía, además, acceso a la pequeña te-
rraza desde donde podía contemplar el
cielo. Siempre le gustaron a Felipe los
espacios abiertos y los lugares elevados,
pues creía que favorecían el acercamiento
a Dios y la oración espontánea. Cuando
pasó a habitar a la Vallicella, también
eligió una habitación bajo leja, en lo alto,
que tenía salida a una "loggietta" con
posibilidad de posar la mirada sobre las
colinas, todavía cubiertas de vegetación,
13 (93)
sobre el vecino Gianicolo, lugar de tan-
tas pequeñas excursiones con los más
jóvenes y los amigos, mientras habla-
ban de Dios.
Pero volvamos a san Jerónimo.
Aquí, escribe el p. Carlo Gasbarri, la
Confraternidad que administraba igle-
sia y convictorio, vino a recoger en
muy pocos años, a una larga lista de
nombres ilustres por la caridad, en tal
grado, que san Jerónimo pasó a ser el
centro benéfico más importante de toda
la ciudad. Entre ellos san Felipe pudo
encontrar a sus mejores colaboradores
en su dedicación a la asistencia a los
peregrinos que acudían a la ciudad san-
ta y, posteriormente, a casi todos los
que participarían en el Oratorio.
Precisamente en estos días, en la ciu-
dad de Roma, y en el Palazzo Venezia,
tiene lugar una exposición sobre los
«Años Santos» en la que no falta, por
supuesto, la destacada referencia a san
Felipe, porque las peregrinaciones a
Roma con ocasión de los Años Santos
no tenían, en aquellos tiempos, ningún
parecido a excursiones más o menos
turísticas; los peregrinos llegaban a Ro-
ma maltrechos del viaje, por lo común
depauperados; peregrinar a Roma, a
Santiago o a Jerusalén, era hacer, ver-
daderamente, un camino de penitencia.
La caridad de Felipe y algunos amigos
suyos, acudía a remediar tales necesi-
dades. Como dato baste decir que, en
el jubileo del año 1550, san Felipe y los
suyos dieron asistencia (es decir, aloja-
miento, comida y atención personal) a
una media de 600 personas diarias; en
el de 1575, cuando san Felipe ya estaba
al frente de la nueva Congregación del
Oratorio, los peregrinos acogidos fue-
ron, en total, 118.818, entre hombres y
mujeres, y se distribuyeron poco menos
de 400.000 comidas. Esta gran obra de
caridad llegó a poder ofrecer cobijo dia-
rio a cerca de 780 personas, merced a
la construcción de locales amplios y
decorosos, junto a la iglesia de san Be-
nedetto alla Regola. Todos estos datos
los aporta el historiador alemán Pastor
en su «Historia de los Papas» (vol IX).
Podríamos imaginarnos a san Felipe
al pie de los pobres o junto al lecho de
los enfermos (un discípulo convertido
suyo, san Camilo de Lelli, fundaría lue-
go una congregación para dedicarse
por entero a ellos). Pero la fuerza espi-
ritual le venía de la oración, especial-
mente al celebrar la Eucaristía, que fue
siempre el centro de su vida, y quiso que
siguiera siéndolo de la comunidad que
surgió en torno a él. A la vez, en san Je-
rónimo reunía a los más adictos en sus
«ragionamenti» para iluminar la inteli-
gencia sobre Dios y para reforzar la vo-
luntad de bien. Así surgió el Oratorio.
Así lo explica uno de los primeros par-
ticipantes, Monte Zazzara: «Cuando yo
llegué allí no éramos más que 4, 6 u 8
personas, porque el cuarto era pequeño.
Hablábamos de cosas espirituales... y
así duró cerca de más de 3 años, y todos
éramos más bien jóvenes», principal-
mente toscanos. Pero pronto el cuarto
resultó pequeño y la Confraternidad
reconoció el bien que hacía Felipe y le
concedió un local que ocupaba el espa-
cio inmediato al techo de la nave iz-
quierda de la iglesia, destinado antes a
granero. Allí siguieron las reuniones en
forma más organizada. Las reuniones
comenzaban con la lectura de algún li-
bro que era, además del Evangelio, las
14 (94)
«Laude» de Iacopone da Todi y la vida
del beato Colombini, libros queridos por
san Felipe desde la infancia. Luego in-
vitaba a alguien del auditorio que expo-
nía con sencillez lo que la lectura le ha-
bía sugerido. Las intervenciones eran
improvisadas y breves. Luego se tenían
los «ragionamenti», cuatro en cada se-
sión, en los que se turnaban los intervi-
nientes, y versaban también sobre cua-
tro materias: ascética, historia, cateque-
sis y hagiografía (o vidas de santos). No
se tardó mucho en introducir la música,
con el canto polifónico de una «Lauda»
como final. De este modo y un tanto
«alla buona» ―como explica el p. Gas-
barri―, surgieron aquellos ejercicios de
piedad, liturgia, cultura, caridad y arte
que luego constituirían la vertebración
del apostolado tradicional de san Feli-
pe Neri.
Todo esto nació en san Jerónimo, y
no es extraño que Felipe amase con pre-
ferencia aquella pequeña iglesia, a cu-
ya sombra se cobijó una experiencia
que llegó a transformar y convertir es-
piritualmente aquella Roma que Felipe
encontró, destrozada y pagana, cuando
decidió establecerse en ella a los diez y
nueve años, y que volvía en sí misma,
reformada y piadosa, gracias, princi-
palmente a la presencia sacerdotal de
Felipe, sin otras armas que la sencilla
perseverancia de unos ejercicios, que al-
gunos consideraron poco organizados,
pero que lograron cambiar el aspecto
ampuloso y desfigurado del cristianis-
mo romano, y hacer del corazón de la
Iglesia una ciudad santa, por las bue-
nas costumbres y la piedad sincera y
alegre que dimanaba, como de un res-
coldo, del Oratorio de san Felipe.
San Juan de los Florentinos
Desde san Jerónimo, siguiendo la via
Giulia, al dar casi con el Tíber, está la
iglesia de san Juan de los Florentinos,
iglesia "nacional" de la Toscana, en
tiempos de san Felipe. No es de extra-
ñar que sus conciudadanos pensaran en
él. En otros escritos anteriores, desde
estas mismas páginas, nos hemos referi-
do a la "florentinidad" de san Felipe, de
la que nunca abdicó, aunque amó con
tan gran dedicación la ciudad de Roma.
En torno a Felipe encontramos siempre
a florentinos y rasgos inconfundibles,
en sus actuaciones, que recuerdan su
origen de la ciudad del Arno, cuna del
Renacimiento. En realidad fue gracias
a la florentinidad que Felipe logró in-
jertar en la Roma, menos fecunda en
su tiempo, que se produjo el fruto de su
transformación para la santidad. Flo-
rentinos o, por lo menos, toscanos, eran
la mayoría de los artistas que embelle-
cieron Roma, y superando la dureza o
grandiosidad secularizada y orgullosa
de la Roma papal, en medio de la gran
crisis de los tiempos nuevos, que con-
movían el mundo entero, sería también
un santo florentino, artista de almas,
enamorado de lo bello, santo y alegre,
el que lograría restaurar la piedad y el
amor al Evangelio en prelados y segla-
res. Los florentinos habían sido podero-
sos, pero, en su esencia, eran más artis-
tas que políticos, más inteligentes que
astutos. Si en vez de haber empleado
todo su caudal en arte, poesía y amor
a la naturaleza, lo hubiesen dedicado a
construir murallas, a organizar ejérci-
tos y a adquirir armas, habrían llegado
a convertirse en amos del mundo; pero
15 (95)
eligieron el arte, el estudio, el trabajo y
la constancia. Los comerciantes floren-
tinos, cuando se hacían ricos compra-
ban obras a los artistas y los ayudaban
y estimulaban en la edificación o plas-
mación de sus obras; los romanos cobra-
ban tributos, recogían limosnas de do-
quier y compraban el arte que no sabían
hacer, o sometían a los sabios, para que
les alabaran. Eso había hecho la Roma
clásica, centralista, y algo de eso, trans-
formado en pretexto para servir a la
causa de Dios, había hecho la Roma pa-
pal. De donde los resquebrajamientos
protestantes. El remedio no vendría de
la guerra, de la rebelión ni de la protes-
ta; sino del trabajo y la constancia, no
simplemente tesonero o endurecido por
las amenazas poderosas, sino ilumina-
do por una laboriosidad en algo pareci-
da e hija de aquella atmósfera que era
la luz de las «botteghe» florentinas, o
las «accademie» literarias y musicales
de la ciudad que vio nacer a san Felipe.
Florencia no era grandiosa, pero era
auténtica y valiosa. Los florentinos te-
nían conciencia de su valer y conserva-
ban lo mejor de su estilo festivo, labo-
rioso e inteligente. San Felipe aplicó
esto a la vida del alma en su relación
con Dios y en hacer bien en la Iglesia,
y plantó una «bottega» de artista de al-
mas, casi sin darse cuenta, hermanan-
do, a la vez, rigor y espontaneidad li-
bertad y orden, afecto y razón, y, con
ello, daba a Roma, lo que precisamente
le hacía falta.
Los florentinos eran estimados en Ro-
ma, porque eran la gente más laboriosa
y la que mejor sabía administrar el po-
co o mucho dinero que tuvieran, por su-
puesto como fruto de su trabajo, confian-
do poco en herencias o prebendas. Los
florentinos se juntaban entre ellos, se
buscaban, se reunían. En este ambiente
estaba Felipe y, así, no debe extrañar-
nos que fuese solicitado para que se hi-
ciera cargo de la iglesia de la "nación"
florentina, en Roma, y aceptó. Pero, él
mismo, no pasó a habitar nunca en
aquella iglesia. Siguió en su querido
3. Jerónimo. A san Juan de los Floren-
tinos mandó a los primeros discípulos
que se le juntaron tomando en serio la
obra comenzada del Oratorio. La cosa
ocurrió por los años 1563 y 64. En este
año se inicia la existencia de una pe-
queña comunidad de discípulos de Feli-
El profundo conocimiento que tenía san Felipe del corazón hu-
mano, le hacía tener más la tristeza de los jóvenes que la dema-
siada alegría. El inconsiderado regocijo de algunos no le daba
que temer con tal de no ser excesivo. Sentía una cierta inclina-
ción por aquellos que manifestaban genio más vivo y alegre.
Si alguno se mostraba triste o melancólico, acudía en seguida a
consolarle o le reprendía con ternura golpeándole cariñosamen-
te la mejilla: «Y pues, ¿qué tienes tú?, le decía. ¿Qué te pasa?
Ven a conversar con tu padre».― P. Louis Bussereau, C. O.
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pe, compuesta por sus más fieles segui-
dores, que reciben el sacerdocio y pasan
a vivir en san Juan de los Florentinos.
Los primeros que la forman son Baro-
nio, Bordini y Fedeli. «Aquí vivimos seis
sacerdotes ―escribe Baronio― en una
vida común tranquila, mientras cuida-
mos de la salud del alma, y Dios permi-
te que seamos queridos por todos, como
aparece por la gran reverencia y obser-
vancia que todos nos profesan». Uno de
ellos funge de superior, por delegación
de Felipe, que es, en realidad, el que go-
bierna todo, a base de unas pocas nor-
mas de vida, fielmente tenidas en cuen-
ta. Los sacerdotes sirven la iglesia y po-
nen todas sus ganancias en común, si
bien han de guisar, por turno, la comi-
da de todos. El oficio de cocinero es
causa de continuas pequeñas alegrías,
por la novedad del aprendizaje. Uno de
ellos, Baronio, en un momento de buen
humor, y tal vez por alargársele el tur-
no más de lo previsto, escribió sobre el
muro de la cocina esta inscripción, to-
davía reconocible: «Caesar Baronius,
Coquus perpetuus». Algunos de los chi-
quillos que, en el origen, encontramos
allí sirviendo de monaguillos, luego se-
rán también miembros del Oratorio, en-
tre los cuales es preciso hacer memoria
del sobrino del padre Fedeli, y de Ot-
tavio Paravicino. Baronio cuidaba de
ellos especialmente. El primero entrará
luego a formar parte del Oratorio y se-
rá secretario de san Felipe; Paravicino
será, finalmente, cardenal. Pero hay
más gente, en san Jerónimo y en san
Juan, como si de dos polos se tratara,
aunque las reuniones siguen en san Je-
rónimo, donde cada día acuden más
miembros, porque unos llaman a otros,
sin demasiado protocolo, sin discrimi-
naciones, pero con el resultado de que
los que van buenos se hacen fervorosos
y mejores, y los que pasan por allí con
fama de pecadores, la mayoría se trans-
forman y convierten.
El éxito de Felipe despierta envidias
y contradicciones. Ni faltan los que
llevan recados a las autoridades "a fin
de bien" y siembran la duda incluso
cabe el papa ―¡tremendo Pablo IV, no
precisamente suave san Pío V!― Pero
el tiempo pasa y los dolores purifican
la obra y acrisolan la perseverancia de
los mejores, mientras el Padre Felipe
sufre y obedece. Pero, al fin, surge Gre-
gorio XIII, papa piadoso y buen juris-
ta, que, podemos decir, "fuerza" la fun-
dación canónica del Oratorio.
Santa Maria in Vallicella
También la llamaban di Pozzo Bianco
y, luego, la Chiesa Nuova. Y sigue con
este último nombre, popular y conocido
de todos, en Roma, aunque más de tres
siglos hayan dorado los muros de la
obra comenzada. Todos los fieles que
van a Roma, pasan por delante de ella,
cruzan su plazoleta, antes de pasar el
puente y contemplar de frente la mag-
nífica cúpula del Vaticano. Nosotros
no vamos a hacer aquí la historia de
la construcción: toda una aventura de
san Felipe, confiado en la Providencia,
sin campañas para pedir limosnas.
Cuando alguien le advertía del peligro
de quiebra económica y de tener que
suspender las obras por falta de dinero,
él amenazaba: No habléis así, porque
soy capaz de derribar todo lo construi-
do y comenzar una iglesia todavía ma-
yor.
17 (97)
Para nosotros, la Chiesa Nuova es
el lugar donde se guarda el sepulcro
de san Felipe. Aquí fue donde, a su
muerte, se hacían procesiones aguar-
dando para acudir, Roma entera, a ve-
nerar su cadáver. En las puertas de
esta iglesia, fue donde los romanos co-
menzaron a decir aquello de que «el
Papa canoniza hoy a cuatro españoles
y a un santo» cuando Pablo V, el 12
de marzo de 1662, lo declaraba santo.
Un siglo más tarde, Benedicto XIII lo
proclamaba copatrón de la Urbe, junto
a san Pedro y san Pablo.
Gregorio XIII dio seguridad y defi-
nición a la obra de san Felipe, y fue a
partir de entonces que su influjo se ex-
pandió en muchas obras que llevaron a
La alegría.
De la alegría surge un espíritu de optimismo, que se despren-
de de la observación serena aunque realista de cuanto sucede.
No se trata de ceder a lo fácil por ser así, sino de una obser-
vación inteligente, unida a un sano optimismo y a un profun-
do sentido común. Bastaría considerar aquella célebre frase
de san Felipe, que tantas veces dirigía a los muchachos, ante
sus algazaras: «Sed buenos, portaos bien... si podéis». Una in-
vitación dulce, pero también comprometedora para autoedu-
carse, valorizando las propias energías, confiando en sí mismo.
Y, de otro lado, una comprensión amplia de las fuerzas natu-
rales. Sin necesidad de demasiadas teorías psicológicas, san
Felipe alcanzó a penetrar el espíritu del hombre y dedujo de
ello la no imputabilidad, total o parcial, de muchas actitudes,
que le inducían a una amplia tolerancia, con un solo límite
imposible de transgredir: el pecado, el desorden. Y he aquí la
también célebre norma: «Estad alegres, pero no cometáis pe-
cados». Impulso libre, incluso desgarbado, ruidoso, pero no
desordenado, no peligroso, no perjudicial.
La alegría sana es purificadora, y por lo tanto construc-
tiva y por ello se recomienda. Por contraste hay que luchar
contra la tristeza, el aislamiento, el mutismo. He aquí pues la
actitud humana, comprensiva, dulce, acercándose al prójimo,
procurando convencerlo, y atraerlo hacia el ideal, dándole
fuerza para que ascienda interiormente.
P. Antonio Cistellini, C. O.
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una auténtica renovación de los fieles,
del clero y de los prelados romanos.
Pero el fin principal de la Congrega-
ción es el querido por san Felipe, por
encima de todo: sus adeptos, los que
llevaron la vida común según el estilo
surgido de aquella experiencia, ten-
drían por justificación el mantener
perpetuar el Oratorio, surgido de aque-
llas pequeñas reuniones iniciadas en
san Jerónimo, y ahora engrandecidas,
al disponer de más espacio y más me-
dios personales, sin amenazas ni sospe-
chas. Es la hora del esplendor de la
música en las reuniones del Oratorio
(Animuccia, Palestrina, Soto), de los
estudios de historia de la Iglesia (Ba-
ronio, Bozzio, Gallonio), de la devoción
popular en su mejor forma no triviali-
zada (la Visita de las Siete Iglesias), la
predicación diaria (Tarugi, Bordini)...
Y, sobre todo, y sobre todos, siempre,
es la hora de san Felipe, cercano y dis-
tante, con la proximidad del padre que
piensa siempre en sus hijos y guía a
todos, sin que ellos perciban el peso de
su gobierno, a veces muy exigente,
cuando se trata de cosas esenciales
(desprendimiento, obediencia), y dis-
tante porque, sin que se den demasiado
cuenta, "huye" a su soledad de san Je-
rónimo, para tener tiempo para Dios,
sin que lo ahorre de los que quieren y
necesitan verle, incluso en el día de su
muerte, que sabe segura y se aproxima
a ella sin aparentar angustia por el
poco tiempo que le queda, y lo dedica,
con naturalidad, a los que le buscan y
se le acercan.
San Jerónimo, es la cuna del Orato-
rio; san Juan de los Florentinos, el pri-
mer ensayo de comunidad oratoriana,
aunque sin pretender fundación algu-
na, y la Vallicella a Chiesa Nuova, el
esplendor consolador, el apostolado re-
conocido, pero con san Felipe distan-
ciándose, como si lo hubiese hecho todo
para que sus hijos lo llevaran, condu-
ciéndolo él a distancia.
Cerca de los hombres, pero más cerca
de Dios. Todos estos lugares son testi-
gos de aquel "saber hacer" evangélico,
transparente, asistemático, proyectado
hacia Dios, influyendo en las almas de
sus hijos, a los que adivinaba los peca-
dos, pero llevaba en el corazón, y recor-
daba en todas las misas. Si bien ya no
podía celebrarlas delante de todo el
mundo, porque su afectividad traslucía
y se emocionaba hasta avergonzarse de
que le vieran conmovido. Todo esto que
le ocurría, especialmente en los últimos
tiempos, en las últimas misas, aunque
para él siempre eran la última y la pri-
mera. Y todo pendía de ellas, como qui-
so que todo pendiera de la Eucaristía,
en su Oratorio. Por esto la oración y la
Palabra de Dios, la Liturgia y cantar
rezando y rezando al cantar, y el res-
peto por lo que es de Dios, antes que
nada. Y siempre, la alegría de estar
en paz con el Señor y llevar el cielo
en el alma, porque el Espíritu de Dios
mora en ella. Y la Virgen como mode-
lo de esta presencia y de esta unión con
Dios.
Felipe suavizó la dureza de la gran-
diosidad romana, y plantó en la ciudad
las flores de las virtudes cristianas y el
perfume de Cristo, con el estilo de su
Florencia natal, para darle un renaci-
miento que no estaría en las piedras,
sino en los corazones, «piedras vivas» de
la construcción de Cristo, la Iglesia.
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DOMINGO
26
DE MAYO
PASCUA
DE
PENTECOSTÉS
FIESTA DE NUESTRO PADRE
SAN FELIPE NERI
DAREMOS JUNTOS GRACIAS
A DIOS EN LA EUCARISTÍA DE
LAS 12 DEL MEDIODÍA
A LAS 8 DE LA TARDE
CONCIERTO
por el
ORFEÓN DE LA MANCHA
Director: Julio Sorribes
LAUS
Director: Ramon Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta San Felipe Neri 1 - Aparlado 143 - Albacete D. L. AB 103/62 - 19.5.45
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