Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 225. NOVIEMBRE. Año 1985
SUMARIO
CRISTIANISMO, gratuidad de Dios, santidad, son con-
ceptos centrados en Dios, el Dios del Evangelio que,
en esencia, nos llama a participar de su vida, por
la gracia. Por esto el Cristianismo no puede redu-
cirse a una suerte de fenómeno producido por el acopio o
transmisión de simples creaciones o experiencias del espí-
ritu y de las fuerzas humanas. Y por esto se resiste irre-
ductiblemente a las falsificaciones, tanto si proceden de
los errores de la ignorancia ingenua, como de las inver-
siones interesadas del fariseísmo. Para librarnos de estos
escollos, el Padre nos ha dado a Cristo, que nos alumbra
con la verdad de su palabra y de su vida, seguido por to-
dos los que han dejado que la gracia triunfe  en ellos, los
santos, para quienes el cielo era el exceso debido de amor
a Dios.
ORACIÓN PARA UNA MUERTE FELIZ
LA VIDA, EL AMOR Y LA MUERTE
EL PELIGRO FARISEO
LIBRES PARA LA SANTIDAD
EL VENERABLE JUAN DE PALAFOX 
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ORACIÓN
PARA UNA MUERTE FELIZ
Oh Señor y Salvador mío,
sostenme entre los fuertes brazos de Tus Sacramentos,
cuando llegue esta hora,
y envuélveme en el frescor de la fragancia de Tus consuelos.
Que las palabras de la absolución se pronuncien sobre mí,
y la unción santa me signe y selle,
y Tu propio Cuerpo sea mi alimento
y Tu Sangre riegue mi ser;
que perciba, bien cerca, el aliento de mi dulce Madre, María
y mi Angel me diga al oído palabras de paz,
y sonrían mis Santos gloriosos mirándome;
y muera, tal como deseo vivir,
en Tu fe,
en Tu Iglesia,
en Tu servicio,
y en Tu amor.
Amén.
John Henry Newman, C. O.,
en Discourses Addressed to Mixed Congregations, 123
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La vida,
el amor
y la muerte
EL AMOR, en esta vida, está encerrado en un paréntesis misterioso.
Misterio de la vida que palpamos y nos entusiasma, y misterio de la
muerte que desconocemos, pero sabemos que nos espera como expe-
riencia única y cierta.
La vida, el primer amor de Dios a nosotros, la primera medida del bien
que nos da y en el que se apoyarán los demás que nos va dando. No es el
menor de los dones la inteligencia y la conciencia de sabernos prendidos
como frutos en el árbol de todo lo creado: como frutos puestos en sazón,
interiormente bañados por la luz de un sol que nos crece en el alma y nos
aproxima al cenit del mayor esplendor de la luz de Dios, ya próxima, que
llamamos cielo o bienaventuranza.
Y la muerte, como una disipación en la que se rompen y disuelven los úl-
timos lazos de las amarra, que sujetan corto la libertad del amor, destinado
a ser lenguaje definitivo de la convivencia divina, sin tiempo, por encima
del tiempo, eternamente, en paz sin ocio, activa, admirada, sabia y feliz.
Aquí «todo es gracia», todo es don de Dios, para ser aceptado y agrade-
cido. En lo que llamamos cielo, todo ―sólo― es Amor de Dios, con Dios, en
Dios. Lo que llamamos vida, se nos da como espacio para prepararnos al
ejercicio de este amor: es entrenamiento para el entusiasmo del bien, es
disponer el corazón para la única gozosa y absorbente actividad que nos
espera. A eso le llamamos santidad. Es posible iniciarla ya, aquí en la tie-
rra, si vamos dejando a Dios que nos llene desde dentro de nosotros mis-
mos, dilatando el espacio interior del pensamiento y del afecto para mirar
y querer con él, lo que se va haciendo acontecimiento providencial que la
fe nos enseñan leer en todo cuando nos envuelve, contemplamos y trata-
mos. Nada esa Indiferente, nada es puramente casual, sino causado, orde-
nado por la bondad de Dios que nos circunda y lleva, por el camino, toda-
vía de la fe.
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El cielo no será, al final de la jornada de la vida, un "descanso", sino
una transformación superior para capacitarnos en orden a la participa-
ción en la misma actividad divina. De otro modo, no podríamos ser felices.
Esas intuiciones de los sabios que hacían converger el ser, su actividad, el
bien y el amor, se hace realidad en lo que llamamos cielo o gloria, perci-
biendo el latido de lo que es la vida de Dios. Tal vez por esto y para que
nos sirva de preparación a esto, Dios mismo ha hecho que, en esta vida
temporal, nada deseemos tanto como amar y ser amados, a pesar de todas
las perversiones, ingratitudes y errores posibles. Antes de haber alcanzado
la madurez que ha de definir cuánto Dios espera de cada una de sus cria-
turas, de cada uno de nosotros que podemos ya comenzar a conocerle.
Es preciso llenar, pues, la vida de amor, aunque sea imperfecto. Sólo asi-
la vida se nos transforma en dimensión que vuelve a Dios, que se le restitu-
ye amándole y amando lo que nos ha dado para él. De este modo, el pensa-
miento de la muerte, se hace sabiduría que nos estimula en la urgencia de
hacer concreto el amor, moviendo la fe por caminos de esperanza, sin re-
legar ni falsificar el bien evidente que Dios nos propone, y que hemos de
ir purificando incesantemente, para crecer, libres de Amarras, en la liber-
tad de hijos de Dios y llegar a serlo.
LIBROS.
De vez en cuando aparecen libros buenos y bien hechos, sin que nos
asusten por su grosor, aunque nos demos cuenta que están escritos y
confeccionados por algún sabio, que se ha propuesto hablarnos de Dios
y el cristianismo con sencillez. Apenas abiertos, no nos despegaríamos
de sus páginas, nuevas, gratas, provechosas, siempre vivas. Así creemos
que son estos dos títulos, que no dudamos en recomendar:
Exposición de la fe cristiana
Autores: Becker, Fisher y Fuchs.
Ed. Sígueme.
Está escrito en forma de catecismo, ameno y conciso, con índices muy
útiles. Su esquema se basa en el Padrenuestro, el Credo, la Iglesia y los
Sacramentos, y el Mandamiento del amor.
Llamados a la santidad
Autor: Bernard Haering.
Ed. Herder.
El autor lo subtitula «Teología moral para seglares», pero sus reflexiones
discurren siempre partiendo de la Biblia, especialmente del Nuevo Testa-
mento, y desembocan en caminos de oración invitándonos a la santidad,
para que sepamos darnos a Dios y darnos al mundo, esperanzadamente.
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El peligro fariseo
EL PELIGRO fariseo acecha
siempre a la Iglesia, como una
amenaza latente, atisbando,
con cautelas humanas, para redu-
cirla a propósitos de utilidad dis-
frazada de bien.
Si Cristo, en vez de desenmas-
carar a los fariseos, les hubiese ren-
dido pleitesía, no habría muerto en
la Cruz. Le habrían recompensado
con recíproco reconocimiento y
alabanza, si se hubiese prestado a
confirmar el falso prestigio de bue-
nos que habían conseguido con sus
exhibiciones piadosas y sus mane-
jos políticos; pero hoy no tendría-
mos el mensaje salvador del Evan-
gelio.
Durante la primera generación
cristiana, el mayor peligro para la
Iglesia naciente, no lo constituye-
ron las persecuciones venidas de
fuera, porque éstas, a lo sumo, po-
dían solamente «matar el cuerpo»,
hacer mártires, purificar la fe por
el testimonio generoso de la vida y
la aceptación valiente de la muerte.
El verdadero estaba en la obstacu-
lización y esfuerzo corruptor de la
oposición "judaizante", es decir, de
un sector interno de los creyentes
en el Dios verdadero y en Jesucris-
to, pero que se negaban, por lo me-
nos en la práctica, a la "conver-
sión" cristiana. Eran cristianos a
medio convertir, aunque hábiles en
aparecer como los mejores. Eran,
en realidad, una forma resurgida
de fariseísmo, que rebrotaría en
épocas posteriores, y del que no es-
tamos libres ni en la nuestra.
Es un gran peligro porque, no so-
lamente obstaculiza el desarrollo
de la Iglesia y desfigura su rostro
a los que todavía no la conocen, si-
no que se convierte en tentación
para los que quieren combatirlo,
proclives a descender a su mismo
nivel y copiar su táctica y estilo,
falsamente convencidos de que así
pueden neutralizar su influjo ma-
ligno. Cuando esto ocurre, la tenta-
ción se disfraza de medio para el
bien, sin caer en la cuenta de que
se repiten las mismas tentaciones
―¡las únicas que nos da el Evan-
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gelio!― de Cristo, que se resumen
en esta fórmula: «¿Qué me das, y te
daré?»
El demonio del fariseísmo nos
daría complacencia vanidosa, or-
gullo de poder, dinero, y nos haría
caer en la falacia de que poder, di-
nero y prestigio son "medios" para
hacer el bien, y que hay grados de
eficacia de este bien, prácticamente
inalcanzables si se prescinde de
tales medios. La teoría evangélica
radical quedaría intacta, pero si-
lenciada o envuelta en interpreta-
ciones acomodaticias que ocultan
todo verdadero compromiso, o lo
alejan hasta perderse en simples
elegancias dialécticas. Si se invoca
una proposición evangélica se hace
eligiendo fragmentos que saben uti-
lizar para confirmar estrategias,
manejos y transigencias para pac-
tos del «¿qué me das, y te daré?»
Todo tiene, para el fariseo, precio
por lo menos sobreentendido, con
el nombre de Dios en vano, puesto
encima.
Dinero y todo lo que tiene pre-
cio, apariencia honrosa, títulos, car-
gos en puestos clave del poder (po-
lítico, económico, cultural) estable-
cido, para ser domesticado. Así las
cosas, la figura de Jesús se perde-
ría en la lejanía romántica de un
sentimentalismo inofensivo y en-
ajenante. De la Iglesia, quedaría
la estructura resecada y clerical,
sospechosamente alejada de lo que
debiera ser la avanzada de la evan-
gelización: los pobres, los ignoran-
tes, los pecadores, los débiles, las
víctimas de la injusticia, los mar-
ginados. Cristo podría volver y
preguntar a todos: «¿Qué habéis he-
cho con mi Iglesia?» Como lo pre-
guntaba san Francisco de su Or-
den, antes de morir...
El peligro del fariseísmo no es
una fantasía. Seduce en particular
a las mentes ignorantes y vanido-
sas a un mismo tiempo; ofrece pre-
ceptivas que dan seguridad a co-
bardes legitimaciones y a ambicio-
sos a los que se permite "parecer"
buenos haciendo compatible la
apariencia sin necesidad de des-
prendimientos, o compensándolos
debidamente. Son hábiles en selec-
cionar frases, en invocar virtudes
que serían ascuas de santidad to-
Yo he visto casi todos los de Europa, como con España, Italia, Ale-
mania, Flandes y Francia, y no hay naturales algunos tan resignados
y humildes como los de la Nueva España, más aún que los del Perú.
Y así todo su daño... les viene de las cabezas y ministros.
JUAN DE PALAFOX
6 (146)
madas directamente, pero que tie-
nen buen cuidado de enfriarlas a
tiempo para que no excedan al pu-
ro recurso justificativo, elegante,
sofisticado y neutro. Toman en va-
no el nombre y los preceptos de
Dios, y los substituyen por precep-
tos humanos, aunque se nombre a
Dios (en vano), a guisa de grandes
moralistas que ponen cargas sobre
las espaldas de los demás, pero no
arriman un solo dedo para aliviar-
les el peso, preocupados solamente,
siempre, del propio prestigio, en-
gañando a los pobres del Señor e
impresionando a los tontos del
mundo y, finalmente, autoconven-
ciéndose a sí mismos por propia
conveniencia.
Frente a este peligro de la Iglesia
mientras discurre por el tiempo,
cabe otra peligrosa tentación: la del
desaliento y, por eso, decididos a
emplear para combatir tales falsifi-
caciones, los mismos métodos que
nos repelen, para enfrentarnos a
ellas en su propio terreno, admi-
tiendo la teoría de que «el fin jus-
tifica los medios». Lo cual no so-
lamente sería un error, sino otra
perversión.
La herejía de la eficacia inmedia-
ta que ha infectado a tantas obras
que comenzaron siendo buenas y
santas, puede hacernos olvidar de
cuál fue el estilo de Cristo, y de
cuál ha sido el de los verdaderos
santos, especialmente los que no
han padecido las mitificaciones de
las propagandas. Y a Cristo y a
estos santos hay que volver siem-
pre, so pena de confundirnos y de
confundir a los demás. Hay en el
mundo gente y jóvenes con espe-
ranzas que sólo el Evangelio pue-
de satisfacer, porque les hastía la
hipocresía, el amaneramiento ha-
bilidoso de tácticas que pretenden
ser ejercicio de prudencia, pero no
pasan de cálculo y manejo retor-
cido para salvar o satisfacer inte-
reses demasiado alejados del Rei-
no de Dios que irreverentemente se
invoca.
Esa esperanza incontaminada es
la que ha de salvar nuestra gene-
ración de cristianos que suspiran
por poder vivir en la Iglesia, en la
pureza no sólo de la fe cristiana,
sino de los estilos cristianos, libres
del pecado, pero libres igualmente
de ese otro pecado excluido dema-
siado fácilmente de los exámenes
de conciencia, que falsifica y para-
liza a la Iglesia y escandaliza a los
más nuevos en la fe: el pecado de
fariseísmo: que ofende la dignidad
de los pastores adulándolos, y se
olvida de adorar a Cristo; que po-
ne el énfasis en las apariencias de
bien, pero sin escrúpulos compran
prestigios; que colecciona condeco-
raciones mundanas y relega a los
mártires; que busca adhesiones, pe-
ro no hace conversiones; que hace
beatos, pero no santos.
7 (147)
Libres para la santidad
0H Dios, Padre nuestro: apenas
nos llamas a la existencia,
ya resplandece sobre noso-
tros el designio de tu voluntad sal-
vadora. Todo cuanto has hecho y
sigues haciendo diariamente por
nosotros, es una invitación a la
salvación y a la santidad. Se ma-
nifiesta con claridad creciente tu
plan salvífico de que quieres con-
vertirnos en reflejo de tu bondad,
de tu magnificencia y de tu sabi-
duría.
Te pedimos que no permitas que
dudemos de que nos has creado y
redimido para que seamos capaces
de llevar una vida digna de hijos
tuyos, que te honre y sea igualmen-
te el honor de toda la gran familia
que cree en ti y da testimonio, en
el mundo, de la venida de tu reino.
¡Es imposible echar en olvido tu
llamada maravillosa!
No nos llamas solamente a traba-
jar en tu servicio, sino a convertir-
nos en tu obra maestra, para que
sea luz que oriente hacia ti los co-
razones de muchos más. Nuestra
existencia y nuestra vida adquie-
ren plenitud sólo en la medida en
que nos adherimos a tu plan ma-
gistral, que quiere hacer de noso-
tros personas en las que ha influido
tu gracia, santas, amantes y ama-
bles.
Cristo Jesús, Señor amado, tú in-
vitaste a Pedro, Andrés, Juan, San-
tiago y a muchos más a vivir junto
a ti y perseverar en tu amistad, re-
conociendo en ti la imagen perfec-
ta del Padre, el modelo de una
vida colmada, la encarnación de la
santidad en su forma humana. Con
bondad y con paciencia los intro-
dujiste en el plan salvador del Pa-
dre, y los guiaste hacia el resplan-
dor de su santidad. De la misma
manera me llamas también a mí y
a otros muchos, cada uno con su
propio nombre y a la vez todos
juntos, a la más íntima amistad
contigo. Tú no viniste para some-
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ternos como esclavos, sino para
conducirnos a la libertad y ser
amigos tuyos. Me doy cuenta que
quisiste que yo fuera uno de tus
amigos verdaderos. No tengo moti-
vos para la duda, pues ¿qué otra
cosa podría resultar más atractiva
para mí y más beatificante, que
vivir en tu amistad y dedicarme
por entero al reino del Padre que
tú has proclamado?
Ven, Espíritu Santo, inflama mi
corazón, mi espíritu, mi voluntad.
Lléname de agradecimiento y de
amor por esta vocación sublime,
que las palabras no pueden expli-
car. Me lo recuerda la fe y sé por
mi experiencia que no puedo dar
paso alguno en el camino de la san-
tidad, sin que acuda a mí tu gracia.
Ya es gracia tuya el que, aunque
de modo imperfecto, anide en mí
el presentimiento feliz de cuánto
significa todo esto. Tú eres el gran
don del Padre, la promesa de Jesús
para introducirnos en este mundo
maravilloso. Eres el soplo de amor
entre el Padre y el Hijo: inspira,
pues, la vida en nosotros, conviér-
tenos, santifícanos, guíanos y pro-
tégenos.
Ruego no sólo por mí, sino por
todos aquellos que meditan y ha-
cen que llegue a otros, con fe
agradecimiento, el mensaje de la
vocación a la santidad, y aspiran
desde lo más profundo de su ser, a
una vida santa. Y pido ayuda para
todos los infelices que se preocu-
pan de todo, y dejan de lado este
plan salvífico del Padre, el mensaje
gozoso del Hijo, y la acción de tu
gracia, oh Espíritu de Dios. Y rue-
go para que, al fin, todos podamos
responder a esta invitación, para
nuestro bien y para bendición de
la humanidad entera.
Ven, Espíritu Santo, y renueva
la faz de la tierra. ¡Haznos santos!
Bernhard Häring,
Del libro «Llamados a la santidad»
9 (149)
EL VENERABLE
JUAN DE PALAFOX Y MENDOZA
AL DAR la noticia, el mes pasado, de las fundaciones del
Oratorio en México, citábamos, en estas mismas páginas,
al venerable Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659). A él
queremos referirnos de nuevo por la incidencia que tuvo san
Felipe Neri, en la que podríamos llamar definitiva conversión
espiritual en la historia de su camino hacia Dios. Con ello no pre-
tendemos ni siquiera resumir su biografía ni entrar en el fondo
de las controversias que despertaron sus actitudes en las que po-
lítica y religión se mezclaron de manera inevitable, dada la época:
pero sí recoger algunos detalles de su extraordinaria personali-
dad, que emerge entre la mediocridad de los ambiciosos palacie-
gos que presagiaban el declive español, después de haber alcan-
zado la cima de aquella grandeza debida a los descubrimientos
geográficos, que convertían en enormes tras la primera gloria,
los problemas políticos del vasto imperio colonial y englobaban en
los mismos los de la evangelización del Nuevo Mundo, como en-
tonces se decía. Sin olvidar los nunca resueltos de la pretendida
unidad peninsular (Portugal, Cataluña) y la porfía en negar la in-
dependencia de Flandes, y los del Milanesado y Nápoles y Sicilia
y Cerdeña. . . Siglo de Oro en las letras, pero de decadencia en la
política y buen gobierno. Reinaba Felipe IV, sólo seis años más
joven que Juan de Palafox, al que siempre demostró afecto.
Jurista y
sacerdote
Juan de Palafox procedía de la estirpe ara-
gonesa de los Ariza, tal vez oriunda de la
más antigua de los Palafolls catalanes. Es
la época en que la nobleza a punto de arrui-
narse, precisa de empleos bien remunerados
en la península o un destino para hacerse
rico en América. Nuestro Palafox estudia Le-
yes en Salamanca y pronto pasa a integrar
el Consejo de Indias y el de Guerra. Se des-
cubre enseguida su talento y su prudencia,
10 (150)
pero él se sustrae a lo que parecía una mag-
nifica carrera política y se hace sacerdote.
Diez años más tarde es promovido a la sede
episcopal de Puebla de los Ángeles. Contaba
entonces treinta y nueve años, y aceptó sólo
después de mucha oración y de oír pruden-
tes consejos.
El episcopado
De cuáles fueran sus ideas sobre el episco-
pado, nos lo manifiesta una anécdota ocurri-
da en la misma antecámara real, en Ma-
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drid, cuando antes de partir para las Indias,
iba a despedirse del rey y, mientras aguar-
daba ser recibido por Felipe IV, un grande
de España se le acercó para felicitarle atre-
viéndose, además, a añadir amablemente es-
te consejo: «Vuestra Señoría... pues que Dios
os ha dado un obispado rico, acuda mucho
a sus parientes, que no están sobrados». A lo
que contestó el Palafox con energía que, co-
mo obispo, «no tenía parientes sino acreedo-
res y que éstos son los pobres, cuyas son las
rentas, no los parientes de quien solamente
tengo la sangre».
América
Aunque joven, su paso por el Consejo de Indias, en la
época en que se elaboró la famosa compilación de sus
Leyes (1630), le había dado conocimiento del marco en
que iba a ejercer su ministerio: una sociedad compuesta
por cuatro clases, la de la aristocracia oficial española,
que monopolizaba los empleos, honores y preeminencias;
la nobleza criolla, descendiente de los conquistadores, ri-
ca y emprendedora, pero excluida de empleos y preben-
das; el pueblo llano, mezcolanza de españoles vagabun-
dos y negros libres a los que apenas se les concedía sueldo
suficiente para el alimento, y finalmente los esclavos ne-
gros de África, objeto de inhumana explotación o de
adorno doméstico de los pudientes. Costumbres corrom-
pidas, compraventa de cargos públicos, leyes que no se
cumplían, inmoralidad escandalosa en los encumbrados,
ignorancia y superstición en las clases bajas... El rey Feli-
pe IV, indolente, conocía sin embargo la valía de Palafox
y, según el privilegio de que gozaba en España la Coro-
na, para designar a los altos cargos eclesiásticos, quiso
mandar a América a aquel joven cuyo saber, hones-
tidad y energía había podido comprobar en más de
Verdaderamente en los mundanos puede haber cosas menudas, en nos-
otros sólo es menudo lo que ellos tienen por grande: el poder, la rique-
za el valimiento, la estimación...— Juan de Palafox
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uno de los informes que habla elaborado para el Consejo
de Indias.
Las sedes
de Puebla
y México.
El Virreinato
Activa iba a ser su vida de obispo, en que tendría
que juntar al celo de su trabajo pastoral la compleja
tarea de ordenar la diócesis, puesto que en América pri-
mero fue la evangelización espontánea iniciada por
misioneros franciscanos, dominicos y jesuitas, sin claras
delimitaciones de cometidos, y luego la estructuración
jurisdiccional diocesana que imponía el último Concilio,
el de Trento. Pero el Palafox tuvo además otras compli-
caciones, nunca deseadas: el rey, sabiéndole leal, le invis-
tió del máximo poder eclesiástico y civil, nombrándole
virrey, gobernador y capitán general. Olivares le escribía:
«Su Majestad ha resuelto... con tanta confianza de lo que
V.S. ha de obrar en esta ocasión, (que) se le fían dos
jurisdicciones, eclesiástica y secular... ¡Gracias a Dios
que se sirvió de que V.S. fuera ahí para reparo de tantos
daños!» Acumulando a todo ello el tomar posesión de la
archidiócesis de la ciudad de México, sin dejar la sede de
Puebla, su primera y predilecta diócesis. No entramos en
el detalle de los «males» a remediar, ciertamente
graves. Se lamentaba escribiendo a un amigo suyo:
Corazón
de obispo
«No me consuela el ver que en estas Provincias influye mu-
cho la jurisdicción secular para gobernar bien la eclesiás-
tica, porque al fin soy eclesiástico y gobierno lo secular,
y ni los efectos santos justifican la causa imperfecta, ni
con tan extraños medios debemos los Prelados disponer
útiles fines... ¡Oh Señor mío! ¡Volvedme a mi ocupación,
viva y muera a los pies de los pobres de Puebla y en ma-
yor dignidad, pues más es besarlos que tener aquí a los
más poderosos y ricos a los míos propios!»
También escribiría al rey: «...Pues he acabado tantas
y tan graves materias, y es mi profesión, siendo prelado,
tan diversa y aun totalmente contraria al empleo y ma-
nejo de las temporales... en las cuales se van criando
emulaciones muy ajenas a la pureza y quietud interior
con que el eclesiástico debe ponerse en el altar... tenga
V.M. por bien de que no se me remitan comisiones que
no miren a mi profesión, y si la visita (inspección) fuese
V.M. servido de que otro la acabe, dejándome sólo que
acuda al bien de estas almas, será para mí de particular
favor...»
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Las envidias
Tampoco concebía que un obispo pasara de una dió-
cesis a otra, como por ascenso burocrático; para él, el
episcopado, no sólo en teoría, era semejante a un des-
posorio al que repugna la separación o la disolución:
Me parece que no gusta a Dios que andemos los obispos
mudando Iglesias, sino que cada uno viva y muera con
aquella que le tocó en suerte. Además de que yo amo con
grandísima ternura aquellas almas... las primeras... (y)
es corta la vida). Para su diócesis de Puebla hizo voto
solemne, ante notario, «de servirla y asistirla toda la
vida sin dejarla por otra, por grande que sea, hasta la
muerte». Pero los envidiosos, incapaces de aquella gran-
deza de alma que jamás tuvieron ni pudieron compren-
der, le acusarían de ambicioso y, por tortuosos caminos,
prepararían su ruina, carcomidos de celos, corrompidos
ellos mismos por la ambición y humillados por la evi-
dencia de la virtud y honradez de quien, aun juzgándo-
les, siempre fue benigno con ellos.
Primera noticia
de San Felipe
Pudo al fin deshacerse de aquellos cargos no deseados
y volver a Puebla, su preferida, «su Raquel». Ya se ba-
rruntaba la fundación de aquella «Concordia» o asocia-
ción de sacerdotes seculares puesta bajo la advocación
de san Felipe Neri, que más tarde daría lugar a la pro-
piamente llamada «Congregación del Oratorio». Ahí pue-
de haber la primera noticia o interés de Palafox por san
Felipe Neri. La vuelta a Puebla le sirvió de inicial con-
suelo. Había escrito: «El buen prelado, cuando le impi-
den por una calle en el servicio de Nuestro Señor, ha de
intentar andar por otra y no parar. No le dejan reformar
con la jurisdicción y religión, informe con la voz. No pue-
de escribir, ore; no puede conseguir, llore. Siempre ha de
estar velando y obrando en el servicio de Dios, bien de
las almas a su cargo y lucimiento del culto divino de
su iglesia hasta la última respiración». Estas palabras
bien nos lo definen. En otros papeles leemos: «Llegué tan
empeñado a estas provincias y comencé a dar con en-
trambas manos de suerte que me hallo hoy empeñado en
130.000 pesos; está el mundo que es menester comprar las
virtudes con el dinero. Y añadía: «He escrito algunos
tratados espirituales, porque ya no me ha quedado que
dar limosna otra cosa sino la palabra de Dios».
Ideas políticas
De España, de la política de su tiempo, ¿qué ideas
tenía? Sus convicciones cristianas, ¿hasta dónde podían
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llevarle? Algo hemos podido entrever en las líneas que
preceden, pero, afortunadamente, en escritos, obras y
correspondencia suya, abundan muestras de su persona-
lidad humana y cristiana, que nos pueden ayudar a com-
prender que debían de chocar cuando no se redujeran
sólo a principios teóricos.
Cuando era miembro del Consejo de Indias ya se
daba a la oración y caridad. Hospitales de Madrid, con-
ventos pobres, sacerdotes necesitados, se beneficiaban pró-
digamente de sus larguezas. En sus Confesiones relata
cómo, en una ocasión Dios le hizo ver, mientras rogaba,
«que todo lo que estaba hacia este pecador, tenía un poco
de estiércol... que el estiércol era el mundo y que no había
otra cosa que desear sino Dios... Desde este día se fue mi-
tigando la ambición ». Cuando fue nombrado obispo «dio-
le Dios al recibir esta nueva y puesto y dignidad, gran
templanza en el ánimo y tan grande indiferencia que
cualquier cosa que fuese en bien de su alma la abrazaría
igualmente». Quería «servir con perfección el oficio pas-
toral», porque «¿qué otra cosa son los prelados sino maes-
tros públicos de perfección cristiana?» Llenaría su minis-
terio «con la voz, con la pluma y con el ejemplos. Ya en
Puebla: «Siendo el amor y la obligación que yo tengo a
esta Iglesia tan grande, no me deja tiempo para otra cosa
que para vivir y morir promoviendo y procurando el bien
espiritual de sus almas».
Su patria
Y de aquella España, ¿qué pensaba? «No es Dios
aceptador de personas; una patria tenemos y esa es Cris-
to, y no hay más que una nación y esa es cristianos. Co-
mo la fe es cabeza de todas las virtudes teologales, es
la lealtad en lo político madre de todas las virtudes del
vasallo».
Los males
de los reinos
Toma la privanza por una suerte de «idolatría
política» y dice: «El privado, cuando es sin límite pode-
roso, es rey sin corona y a su príncipe le hace corona sin
rey y aun, tal vez, sin reino». Los representantes y minis-
tros deben ser del rey y de lo público, huyendo siempre
de serlo de su propia conveniencia. Mucho pesan los
cados de los reyes», pero preferibles a «los vasallos po-
derosos que suelen embarazar tanto los reinos y torcer la
justicia. El príncipe que escarmienta al leal, alienta y
anima al traidor. Los reinos que se gobiernan por reme-
dios y no por prevenciones, van perdidos. Desdichada la
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republica en la cual el celo se tiene por inquietud y por
quietud el dormir profundamente al ruido de los públicos
escándalos». El pueblo es «gente sencilla, que discurre co-
mo re... y lo más frecuente es ponerse de parle de la ino-
cencia», pero «pocas cabezas malas» pueden arrastrarle.
Las leyes
Y sobre leyes y trato de pueblo y reinos. «La primera
regla de los aciertos humanos para atinar con los divinos
consiste en guardar las leyes humanas con las divinas...
Las leyes que no se guardan son cuerpos muertos, atrave-
sados en las calles, donde los magistrados tropiezan y los
vasallos caen».
La paz
Defensor de la paz, dice: «¿Qué corona ha valido con-
quistada lo que costó al conquistarse?» «Las guerras de
Flandes han sido las que más han influido en la ruina de
nuestra monarquía».
Desde México contempla el decaer de España. Las le-
yes, como están, no bastan. «Las leyes son vestidos de los
reinos; cuando crecen o se mudan, los reinos necesitan
nuevas leyes y, si hay desproporción, ésta no se remedia
«por el axioma común de no hacer novedades».
España es diversa
España es diversa; el centralismo es malo. Es «arte
grande de los grandes reyes, cuando dominan diversas
naciones, gentes y condiciones, hablar a cada uno en su
lengua». Seria equivocación «intentar que estas naciones,
que entre sí son tan diversas, se hiciesen una en la forma
de gobierno, leyes y obediencia. De donde resulta, que
queriendo a Aragón gobernarlo con las leyes de Castilla,
o a Castilla con las de Aragón, o a Cataluña con las de
Valencia, o a Valencia con los usajes y constituciones de
Castilla... todo se aventura. Dios, que pudo criar las tie-
rras de una misma manera, las crio diferentes».
«En la Corte se hace tan poco caso de los ausentes y
están tan divertidos en las ocupaciones ordinarias y extra-
ordinarias que pocos discurrirán...» decía, mientras deja-
ba el arzobispado de México «que es el que da más dispo-
sición para ser Virrey», que en nada deseaba continuar
siendo, y pedía a Madrid: «Envíennos un Virrey limpio de
manos y hombre de verdad, que no tenga toda su ansia en
enriquecerse... y un Arzobispo que ame a Dios y tenga
prudencia y buen celo».
Mientras, los resentidos que hubo necesariamente de
corregir, por mandato real, no cesaban de mandar gruesas
16 (156)
murmuraciones a Madrid. Palafox escribía al rey: «For-
zoso es que todos se sientan de mí y yo mismo sienta el
ser instrumento de penas ajenas y propias. Yo bien me
atrevería a remediar todo esto, si no temiera la cuenta
final, porque con comer, pasar y holgarme, juntar dinero,
alabarlo y bendecirlo todo... irían al Consejo relaciones
del obispo de la Puebla que es un ángel... Pero nunca ten-
dré por buena humildad el dejar de defender lo justo y si
desta manera no contento despídame Su Majestad de su
servicio, que ya nunca sabré servirle de otra. Sé que V.E.
el Consejo me guardará justicia y me oirán... Cuando
no me oigan y me condenen sin culpa, me iré tan contento
a mi iglesia azotado como pudiera aplaudido, que sólo a
Dios busco y eso no me lo puede nadie quitar si yo no lo
pierdo».
Vuelta a España
Sin ser depuesto de su sede de Puebla, hubo de regre-
sar a España, donde, en realidad, y a pesar de ciertas
amabilidades formales, no sabía ni la Corte ni el Consejo
qué hacer con él, salvo la insinuación de darle un obispa-
do mejor acá. Pero el poder humano más alto, que evita
lo más que puede comprometerse, no fue sincero con él, a
pesar de que no podían dejar de reconocerse los méritos,
el buen celo y la fidelidad con que cumplió allí sus come-
tidos. Finalmente se le ofreció el obispado de Osma, como
culminación de intrigas cortesanas a toda costa empeña-
dos en evitar concederle una destinación mayor en una
Iglesia de España «proporcionada a vuestras prendas»,
según le había prometido el mismo rey. Y él contestaba a
un amigo que «deseo ya hallarme en esa corte, no a pre-
tender iglesias... sino a encomendar la mía...escribir trata-
dos espirituales... y, desde lo alto de la consideración, ver
cómo pasan y corren las humanas felicidades, rogando a
Dios por la salud y prosperidad del Rey nuestro señor y
su corona».
Árbol caído
Árbol caído del que los envidiosos hicieron ramas fue
la presencia de Juan de Palafox en Madrid, muy diferen-
te del que había dejado hacía diez años. Sentía que debía
callar antes que defenderse de todas las injurias persona-
les, pero que no podía hacerlo en lo tocante a su condición
de obispo de Puebla. Aquí omitimos todas las incidencias,
acusaciones y defensas. «Juzgo que un sacerdote y mi-
nistro de mi obligación, cuando hace lo que debe el
17 (167)
cristiano buen vasallo y hombre de bien, todo lo demás
es menos».
Así terminaba una etapa cierta de su vida, con un gran
combate espiritual. «Todo lo demás es menos». Pero no
basta aceptarlo como principio, sino que ha de obrar la
mutación del sentir del alma y cambiar incluso la vida.
San Felipe
Es entonces cuando, permaneciendo en Madrid, a la
espera de incertidumbres que no se disipaban, entra deci-
sivamente bajo el influjo de san Felipe Neri. En Madrid
conoció al filipense Padre Juan Bautista Ferruzo, que ideó
una asociación, aunque desvinculada de la Congregación
del Oratorio existente en la Corte, totalmente inspirada y
puesta bajo la protección de san Felipe Neri, cuyos miem-
bros reproducían en sus normas de oración y de obras de
misericordia, no sin cierto rigor, lo que los primeros hijos
seglares de san Felipe comenzaron a hacer en la Roma
del siglo anterior.
Esta institución se llamaba ―y sigue llamándose― la
«Santa Escuela de Cristo». No nos detenemos ahora a
describirla, que otra ocasión no nos ha de faltar para
dedicarle espacio mayor. Nos basta con saber que entre
«aquellas gentes espirituales» verdaderos «discípulos del
Divino Maestro», encontró «grandísima devoción y ter-
nura». En la Santa Escuela ingresó en 1653 y tuvo tal
intervención en el arreglo ―él era buen jurista― de las
Constituciones, que se le consideró, en adelante, como co-
fundador junto al P. Ferruzo.
Conversión
definitiva
Esa es la época en que comienza la segunda etapa de
su vida, derecha a la santidad. Comenzó a darse cuenta
que la familia y hasta los consejeros a quienes acudía,
«ordinariamente le daban la sentencia conforme a su
propio amor, con que cobraba más fuerza su dictamen y
con él su perdición, porque es cierto que si porfiaba en
En las India, tanto debe ser mayor el cuidado de amar la pobreza, cuanto
es el concepto común de todos que al venir a estas provincias es por buscar
y conseguir este embarazo de la vida que llaman plata y riquezas. Nosotros,
eclesiásticos, sacerdotes, separados del siglo, tanto mayor cuidado debemos
tener de desviarnos en este escollo, cuanto es más común el incurrir en él.
JUAN DE PALAFOX
18 (158)
esto, se ponía en embarazos y disgustos e inquietudes
muy ajenas de caminos espirituales. Con estos cuidados
se entró un día en el oratorio a orar... y mirando a aquel
Señor, le dio instantáneamente un rayo de luz al entendi-
miento... y, al instante, se le ofrecieron muchos discursos
de verdad y de humildad y los abrazó con sumo gusto su
corazón... Las iglesias, ¿son premios o ministerios o cru-
ces? ¿Qué méritos, que servicios son los míos que merecen
premio alguno?...»
El Señor, después de esta decisión, le inundó de paz.
Prohibió que, en adelante, nadie le hablara de rechazar
la diócesis de Burgo de Osma, tan distinta de Madrid,
México o Puebla. Allí hizo «de la pluma lanza», además
de cuidar de su rebaño espiritual, en alegría de pobreza,
en plegaria continua, en sencillez de penitencia y miseri-
cordia, en el sosiego sereno de aquel rincón que amó por-
que el Señor le hizo allí tantas gracias.
Sencillez
y gloria
Allí, próximo a los sesenta años, al fin se decidió a
escribir algo sobre «la misericordia de Dios y las miserias
propias». Y de aquel tiempo es esa reveladora y festiva
anécdota, cuando con ocasión de hospedarse en un con-
vento de carmelitas, le preguntó el hermano cocinero que
comería su Ilustrísima.
―¿Qué tiene la comunidad?, contestó el prelado.
―Migas, señor obispo.
―Pues eso mismo.
―¿Migas va a comer un obispo?
―Tráigalas, hijo, tráigalas, que es comida de pastores.
Sus escritos, divulgados ya a finales del s. XVII en
diversos idiomas por casi toda Europa y América, son
todavía una mina de ejemplar doctrina espiritual, que
ponen al descubierto la grandeza y santidad de su alma.
El profesor Sánchez Castañer, profundo conocedor de
su vida, no duda en asegurar el interés que tendría «pu-
blicar una colección antológica con los dichos encomiásti-
cos de sabios varones que le admiraron». Pero con el pasó
lo que estos versos profetizan:
«Cosa bien sabida es
que a los santos y a los justos
los matamos a disgustos
para ensalzarlos después»
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Los fieles deben conocer la naturaleza íntima de
todas las criaturas, su valor y su ordenación a la
gloria de Dios, y, además, deben ayudarse entre sí,
también mediante las actividades seculares, para
lograr una vida más santa, de forma que el mundo
se impregne del espíritu de Cristo y alcance más
eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz.
Para que este deber pueda cumplirse en el ámbito
universal, corresponde a los laicos el puesto princi-
pal. Procuren pues, seriamente, que por su compe-
tencia en los asuntos profanos y por su actividad,
elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los
bienes creados se desarrollen al servicio de todos
y cada uno de los hombres y se distribuyan mejor
entre ellos, según el plan del Creador y la iluminación-
de su Verbo, mediante el trabajo humano, la
técnica y la cultura civil: y que a su manera estos
seglares conduzcan a los hombres al progreso uni-
versal en la libertad cristiana y humana. Así Cristo,
a través de los miembros de la Iglesia, iluminará
más y más con su luz a toda la sociedad humana.
Const. sobre la Iglesia, 36
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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